Kip siguió al comandante Puño de Hierro en su ascenso por otro tramo de escaleras, el cual los dejó ante las puertas más enormes que el muchacho hubiera visto en su vida. El vidrio que las componía, ligeramente ahumado, estaba surcado de lánguidas ondulaciones irisadas, un inmenso lago de color.
El comandante Puño de Hierro levantó una gran aldaba de plata y golpeó la puerta tres veces. Fue como si hubiera arrojado tres piedras a un estanque de luz. Aunque la puerta en sí no se movió, la luz de su interior se combó y proyectó ondas en todas direcciones. Kip se quedó sin aliento. Apoyó una mano en la puerta y, al contacto con sus dedos, se formaron diminutas ondulaciones.
—No toques nada —ladró Puño de Hierro.
Kip retiró la mano como si se hubiera quemado.
—Debes saber unas cuantas cosas antes de entrar, Kip —dijo el comandante—. Para empezar, todo es real. Perdemos uno de cada diez aspirantes.
—Con perder te refieres a…
—Mueren. Segundo, puedes detenerlo cuando quieras. Sostendrás una cuerda en la mano. Tira de ella y sonará una campana. Pararán de inmediato. Tercero, si desistes, se acabó, tendrás que irte. A los sátrapas les cuesta mucho dinero mantener a un trazador, y nadie está dispuesto a desperdiciarlo con cobardes. Gavin me ha encargado que, si fracasas, te dé plata suficiente para comprar una granja pequeña y te deje en un barco con destino a donde tú elijas. Es más de lo que obtienen la mayoría de los perdedores, pero no podrás volver aquí en lo que te resta de vida. Bastante motivo de vergüenza eres ya.
Al parecer, el tacto no formaba parte de la prueba.
—¿Motivo de vergüenza? —preguntó Kip, con un nudo en la garganta. Gavin nunca le había tratado así.
Puño de Hierro parpadeó.
—La vida de un trazador es dura y efímera. No tengo tiempo para mentiras, por reconfortantes que pudieran ser. Eres un bastardo. Muchos grandes hombres comparten esa circunstancia contigo, pero no deja de ser una lacra. Cualquiera con un mínimo de conocimientos de aritmética sabrá que fuiste engendrado cuando el Prisma estaba prometido con Karris Roble Blanco, a quien la mayoría de nosotros tenemos en muy alta estima. Los Prismas se miden por un rasero más exigente que el común de los mortales, por lo que constituyes un motivo de vergüenza mayor de lo habitual. Aunque sobresalgas en todos los aspectos, seguirás siendo una deshonra. Si fracasas, será aún peor. Esa es la verdad. Envolverla en sedas y encajes no va a cambiarla.
»En cuarto lugar, dicen que el mismísimo Orholam supervisa todas las iniciaciones. Fallar la prueba equivale a fallarle a él, pueblerino. ¿Preparado?
Si Kip fracasaba, lo expulsarían de la isla. No solo sería una vergüenza para el hombre que le había salvado la vida, sino que perdería su única posibilidad de vengarse del asesino de su madre.
No iba a fracasar. Antes preferiría morir.
Puño de Hierro vio la determinación cincelada en sus rasgos.
—De acuerdo.
Las inmensas puertas se estremecieron una vez más delante de Kip. Los brillantes tonos delicuescentes ondularon con suavidad y parecieron hendirse a derecha e izquierda. Era como si algo gigantesco estuviera saliendo a la superficie, procedente de unas profundidades inimaginables. El corazón de Kip dio un vuelco cuando apareció un rostro enorme, tan rápido que ni siquiera pudo reparar en todo los detalles, tan solo en el cabello blanco, unos ojos como estrellas, y agua de todos los colores que se escurrió de sus rasgos cuando se liberó… y abrió la boca, un pozo de oscuridad cavernosa que empequeñecía las puertas. Kip se encogió ante aquellas fauces que parecían disponerse a devorarlo.
Las puertas se abrieron de par en par, como si un gigante las hubiera empujado desde el interior. Una ráfaga de aire bañó a Kip.
—Adelante —ordenó Puño de Hierro.
Kip entró a solas en una cámara redonda. Las paredes y el suelo estaban hechas del mismo cristal ahumado que la puerta. Siete figuras formaban una medialuna alrededor de un disco negro inscrito en el suelo. Kip titubeó, pero nadie se movió. Nadie le dijo adónde tenía que ir.
Las figuras estaban embozadas en mantos de distintos colores. Los representantes del supervioleta y el subrojo se cubrían con capas de color violeta y granate, respectivamente, en deferencia a quienes no pudieran percibir sus espectros, pero cuando Kip expandió y concentró su campo visual, vio que el subrojo irradiaba calor y el supervioleta estaba cubierto de su color, con eslabones de luxina supervioleta entrelazados como las anillas de una cota de malla.
Dubitativo aún, Kip encaminó sus pasos hacia ellas. Al acercarse, pudo atisbar lo que ocultaban las capuchas. Apretó los puños. El subrojo tenía la piel carbonizada. Sin cejas. Sin pelo. Diminutos hilachos de fuego escapaban de su cabeza. El rostro del verde era nudoso como un roble viejo, musgosas sus cejas, como líquenes sus cabellos. Las facciones del azul parecían estar talladas en cristal, de planos pulidos y aristas puntiagudas como cabezas de diamante.
Por Orholam, ¿es que todos eran engendros de los colores? Entonces, desde el interior de su gelatinosa cubierta viscosa, el naranja pestañeó. Kip se fijó en sus ojos. En los de todos ellos.
Se trataba de trazadores disfrazados con máscaras y maquillaje. Representaban a los engendros de todos los colores. Siete variedades distintas de muerte y deshonor. Kip empezó a respirar otra vez, aunque no pudo reprimir un leve estremecimiento. Se situó frente a ellos, dentro del disco negro.
—Soy Anat, soy la ira —dijo el subrojo—. Estoy consumido por la rabia.
—Soy Dagnu, soy la glotonería —dijo el rojo—. Soy insaciable.
—Soy Molokh, soy la avaricia —dijo el naranja—. Nada me puede satisfacer.
—Soy Belphegor, soy la pereza —dijo el amarillo—. Refreno mis talentos.
—Soy Atirat, soy la lujuria —dijo el verde—. Siempre deseo algo más.
—Soy Mot, soy la envidia —dijo el azul—. No soporto el éxito de los demás.
—Soy Ferrilux, soy el orgullo —dijo el supervioleta—. Usurparía el mismísimo trono de Orholam.
Eran los nombres de los antiguos dioses, de quienes Kip apenas si había oído hablar.
—Estas son las distorsiones de nuestra naturaleza.
—Las tentaciones del poder. —Las voces hablaban por turnos, fluidamente, solapándose, como la consciencia de uno.
—Pues la ausencia de autodominio nos transforma en monstruos.
—Vergonzantes y avergonzados, nos ocultamos en las tinieblas.
—Pero somos los hijos y las hijas de Orholam.
—Soy el don de Orholam, manifestaciones de su amor.
—Su ley.
—Su clemencia.
—Su verdad.
—Cubiertos con su benevolencia, no nos avergüenza mostrarnos.
El subrojo dio un paso al frente, se quitó la máscara y dejó caer su manto. Era un joven musculoso, apuesto y desnudo.
—Si renuncio a la ira, soy la paciencia —declaró. Levantó las manos y, aun sin necesidad de asomarse al subrojo, saltaba a la vista que estaba trazando. El calor hacía tremolar el aire alrededor de todo su cuerpo—. Hágase la voluntad de Orholam.
El rojo dio un paso al frente, se quitó la máscara y dejó caer su manto. Una muchacha, atlética, hermosa e igualmente desnuda. Kip puso los ojos como platos. Se esforzó por no apartarlos del rostro de la joven.
Se trata de una ceremonia solemne, Kip. Orholam te observa, Kip. Podrías ir directo al inferno, Kip.
—Si renuncio a la glotonería, soy la templanza —dijo la roja. Levantó las manos y todo su cuerpo se cubrió de luxina roja, los ojos, la cara, cuello abajo hasta los senos, los pezones, el vientre firme, los senos, los pezones… ¡Kip! En un abrir y cerrar de ojos se transformó en una estatua con la piel cubierta de un rojo perfecto hasta el último ápice—. Hágase la voluntad de Orholam —dijo.
El naranja dio un paso al frente. Un hombre, por suerte.
—Si renuncio a la avaricia, soy la caridad —dijo. Levantó las manos, y lo bañó un resplandor anaranjado—. Hágase la voluntad de Orholam.
—Si renuncio a la pereza —dijo la amarilla—, soy la diligencia. Hágase la voluntad de Orholam. —Su cuerpo se inundó de rutilante luz amarilla.
La verde era una mujer desconcertante pero apropiadamente voluptuosa que miró a Kip directamente a los ojos. Eso ayudó mientras se desnudaba. Kip pensó que la mujer podría arrancarle la cabeza de cuajo si se distraía con sus generosas… ups.
—Si renuncio a la lujuria, soy el autocontrol —recalcó—. Hágase la voluntad de Orholam.
La azul se desvistió a su vez.
—Si renuncio a la envidia, soy la bondad —dijo suavemente—. Hágase la voluntad de Orholam.
El supervioleta era el último hombre, tremendamente musculoso.
—Si renuncio al orgullo, soy la humildad —declaró con voz atronadora—. Hágase la voluntad de Orholam.
Al unísono, bajaron las manos y las apuntaron a los pies de Kip. Una tormenta de color puro sacudió el círculo negro sobre el que se erguía, que empezó a temblar y cascabelear bajo sus pies. A continuación, de improviso, el disco de roca comenzó a hundirse en el suelo… y Kip con él.
En cuestión de momentos, Kip descendió hasta las posaderas. Pero la abertura era demasiado estrecha. La grasa de su cintura tropezó con los afilados cantos del suelo. Tuvo que contonearse para pasar a través, y conforme aumentaba la profundidad del pozo, su barriga y su trasero no dejaban de chocar con las paredes.
—Levanta la mano derecha —dijo el supervioleta.
Así lo hizo Kip, tragando saliva convulsivamente, y vio una cuerda que se descolgaba desde un techo tan alto que no podía distinguir nada más allá de su resplandor cegador. El supervioleta cogió la cuerda y colocó el extremo, rematado en un nudo, en la mano estirada de Kip.
—Tira de la cuerda y todo habrá terminado —dijo el hombre. En su voz se apreciaba algo parecido a la compasión.
Kip se introdujo por completo en el agujero y continuó bajando. Se detuvo por debajo del nivel del suelo. La luz que brillaba en lo alto de la cámara de exámenes se apagó. Kip no podía ver nada.
Intentó llenarse los pulmones de aire, pero el pozo era tan angosto que ni siquiera logró aspirar una bocanada completa.
Oyó voces que susurraban sobre su cabeza.
—Dee, ¿quieres dirigir la prueba en mi lugar?
Una voz masculina respondió, azorada:
—No lo he hecho nunca antes, mi señor. Verá, creo que el túnel es demasiado estrecho. El chico está gordo. Podría asfixiarse.
—Es el hijo bastardo del Prisma.
—¿Y qué? Él no está aquí.
—Y a veces se producen accidentes. Pero no si yo estoy presente. El Prisma sabe el odio que siento por él. A ti no te conoce. De modo que si se produjera un accidente estando tú de guardia…
Kip no pudo oír el resto porque empezó a caer agua sobre su cabeza. Fría, primero un reguero, después un chorro constante. Se escurría por su nuca hasta donde su espalda presionaba contra las estrechas paredes, que comenzaron a palpitar de un azul intenso a su alrededor. Orholam misericordioso, iban a asesinarlo para castigar a su padre. Tal y como Gavin le había advertido.
El agua se encharcaba alrededor de su cintura. Estaba tan gordo que impedía que llegara a sus pies, obturaba el pozo entero. El corazón de Kip martilleaba desbocado en su pecho. La intensa luz que emanaba de las paredes se degradaba desde el azul hasta el verde, recorriendo el espectro al completo de forma ordenada, respetando incluso las distintas temperaturas, hasta desvanecerse en la nada de nuevo mientras el agua rodeaba el cuello de Kip.
Y sus orejas. Apretó el cuerpo con fuerza contra la pared de la cámara, y se abrió una grieta entre su cadera y la pared. El agua acumulada le bañó los pies. Pero seguía vertiéndose desde lo alto.
Por unos instantes pudo empujar de forma intermitente contra la pared y continuar drenando el agua, pero pronto terminó empapado, prácticamente flotando. Empujó otra vez contra la pared y el agua no se filtró en absoluto. No tenía adónde ir.
El agua se elevó de nuevo hasta su hombro izquierdo, tan atrapado como su cadera derecha. Después hasta su cuello. Su oreja izquierda.
No sabía cuándo habían empezado a palpitar las paredes en tonos supervioletas, pero en ese momento pasaron al azul, primero, y después al verde cuando el agua ascendió hasta su barbilla, al amarillo cuando le tocó los labios, y al naranja mientras se los cubría. ¿Caía el agua más despacio ahora sobre su cabeza? Respiró hondo por la nariz, se contorsionó en un intento por aprovechar la tensión de su cuerpo para trepar por el pozo y descubrió que unas correas le ceñían los hombros, reteniéndolo donde estaba.
Esto era una locura. Alguien intentaba asesinarlo. Kip tenía que tocar la campana. Engarfió los dedos en torno a la cuerda. Podría volver a intentarlo cuando no hubiera ningún asesino en los alrededores.
No. Abandonar significaba que lo expulsarían. Significaba que habría fracasado.
Apenas si le quedaba tiempo para llenarse los pulmones de aire por última vez antes de que el agua le cubriera la nariz.
La catarata que le aporreaba la cabeza desapareció de repente. Kip podía imaginarse lo que dirían: «Estaba tan gordo que se quedó atrapado en el agua. El nivel no debería haber crecido tanto. Tampoco arrojamos demasiada… sencillamente sucumbió al pánico. Ya sabes, un crío, atrapado y asustado. Seguro que ni siquiera se acordó de que podía tirar de la cuerda».
De modo que así estaban las cosas. O bien se daba por vencido y avergonzaba a su padre más de lo que le avergonzaba ya su mera existencia, o los enemigos de su padre harían todo lo posible por asesinarlo.
Aguantando la respiración, cuando sus pulmones comenzaban a protestar, la solución a todos sus problemas apareció diáfana ante sus ojos: tira de la cuerda, vete a casa.
Pero no tenía ninguna casa a la que ir. Entonces, tira de la cuerda y conviértete en campesino… en alguna parte. O quédate y arriésgate a morir. Si fracasaba ahora, decepcionaría a su padre y a su madre. Si fracasaba ahora, el fracaso lo acompañaría eternamente.
No pienso tirar de la cuerda.
La oscuridad se adueñó de la cámara. La temperatura del agua aumentó a causa de la luz subroja, pero incluso eso se desvaneció.
No tengo madera de campesino. Lo inane de aquel pensamiento provocó que Kip se riera y tosiera un poco del aire contenido. Pero el dolor enseguida sofocó cualquier posible brizna de humor. No podía sosegar su corazón. No podía impedir las convulsiones de su garganta, ni el bombeo de sus pulmones casi vacíos. No pienso tirar de la cuerda, maldita sea. No pienso hacerlo.
Se produjo un movimiento. Al principio, Kip pensó que se trataba del agua, que se escurría, pero no. El suelo estaba elevándose bajo sus pies, pero los topes apoyados en sus hombros seguían estando en su sitio, aplastándolo. El agua, lejos de escurrirse, sencillamente se elevó sobre su brazo levantado. En cuestión de momentos se encontró en cuclillas, empujado contra sus propias rodillas. La postura le oprimía el pecho y tosió, liberando su último aliento en una sarta de burbujas.
Intentaba resistir contra toda esperanza. Sabía que respirar debajo del agua sería peor que no respirar en absoluto. Lo sabía, y sin embargo su cuerpo tomó el mando y aspiró una bocanada. El agua le llenó los pulmones, caliente, acre y punzante. Sufrió una arcada, encorvado aún más contra sus propias rodillas, sintiendo como si su cuerpo se desgarrara por dentro. Tosió y, milagrosamente, el agua salió disparada de su boca al aire… ¡Aire bendito, glorioso, libre y precioso!
Jadeando, escupiendo, tosiendo y comprimido aún en una pelota, Kip respiró. ¡Podía respirar! Más o menos. Le dolían las rodillas, más dobladas de lo que permitían sus poco flexibles rodillas. Le dolía la espalda. Le dolían las costillas. Pero, por Orholam, el aire era bueno. Si tan solo pudiera aspirar una bocanada completa…
No sucedió nada más. La oscuridad seguía siendo absoluta. Ahora Kip estaba sudando. Los confines del pozo eran sofocantes. La temperatura aumentaba por momentos, y seguía estando empapado. Ante sus ojos volvieron a centellear los colores, recorriendo todo el espectro.
De modo que así funcionaba. Al ver que no pensaba rendirse, no iban a darle otra oportunidad con los colores.
Daba igual. No pienso tirar de la cuerda.
—¡No pienso tirar de la cuerda! —gritó Kip. O lo intentó; casi sin aire, sus palabras no sonaron con demasiada fuerza.
A modo de respuesta, el suelo se elevó un poco más, empujándolo aún más contra los barrotes que le oprimían los hombros. Kip soltó un alarido. Sonó como un cobarde.
Ni siquiera podía hacer fuerza contra los topes. Tenía las rodillas demasiado dobladas como para proporcionarle un punto de apoyo. Si le diera tan solo un ligero tirón a la cuerda, cogería aliento y podría seguir peleando.
¡No! Kip hizo un esfuerzo por relajar los dedos, el brazo. Se concentró en su respiración. Alientos diminutos y rápidos.
Era suficiente. Sería suficiente. Conseguiría que fuera suficiente.
Una sucesión de colores discurrió ante sus ojos. Kip no mostró el menor interés. ¿Se suponía que debía hacer algo? ¿Qué? ¿Trazar? Ya. Anda y que os den.
La presión se mitigó de improviso, al tiempo que el suelo descendía. Las paredes se ensancharon. Kip estuvo a punto de caerse, pero tras un momento sus piernas temblorosas consiguieron sostener su peso. Las paredes siguieron separándose, cada vez más. Intentó separar los pies para afianzar su postura, pero no había nada salvo aire más allá de su disco diminuto.
Kip alargó una mano y no pudo tocar las paredes. Un soplo de brisa le acarició la piel, dándole la impresión de encontrarse a gran altura. Debía de ser una ilusión, sin embargo, pues estaba en el corazón de la academia. Era imposible que hubiese un agujero tan grande aquí.
Los colores que relampaguearon en las paredes lejanas iluminaron la cámara por un instante fugaz y sobrecogedor. Kip se hallaba al borde de un abismo. Su disco era la diminuta cima redondeada de una columna: una columna que se erguía solitaria en medio de la nada. Las paredes estaban a treinta pasos de distancia. El techo sobre su cabeza contenía una sola abertura, a través de la cual únicamente asomaba su mano.
El viento lo zarandeó, y Kip sintió cómo sus nudillos palidecían contra la cuerda. Cerró los ojos con fuerza, pero entonces no podía saber si estaba meciéndose con el viento, o contra él, o inmóvil. Su corazón martilleaba con tanta violencia que podía oír su propio pulso entre jadeo y jadeo. Gritó algo, pero ni siquiera él logró entender las palabras.
Al cabo de una eternidad, las paredes regresaron. Se cerraron con firmeza a su alrededor, pero cómodamente ahora, y lo bañó una oleada de alivio. Lo había conseguido. Había superado la prueba. No se había rendido. No había tirado de la… Algo le tocó la pierna.
¿Qué era eso?
Se enroscó en su tobillo y trepó por su pantorrilla. Una serpiente. Kip levantó la cabeza y algo que tenía un montón de patas le golpeó la cara.
Antes de que pudiera ahuyentar a la araña de un manotazo espasmódico sintió que un grillete se cerraba en torno a su muñeca y le alejaba el brazo, inmovilizándolo. Intentó patalear para espantar a la serpiente de sus pies. Chas, chas. Unos grilletes le ciñeron los tobillos y le separaron las piernas.
Kip gritó.
La serpiente se le coló en la boca.
Antes incluso de saber qué estaba haciendo, Kip mordió con ferocidad y la trituró con los dientes. Una viscosidad acíbar le inundó la boca. Profirió un nuevo alarido, desafío puro. Algo aterrizó en su pelo. Docenas de cuerpitos sinuosos corretearon por sus pies y se encaramaron a sus piernas. Estaba volviéndose loco.
—¡No voy a tirar de la cuerda! —chilló—. ¡Hijos de perra, no voy a tirar de la cuerda!
Kip sucumbió a un escalofrío. Orholam misericordioso. Tenía el cuerpo entero cubierto de sabandijas repugnantes. Empezó a llorar, a desgañitarse… pero la salvación estaba en su mano. La vida de campesino no tenía nada de malo. Nadie le recriminaría su fracaso. No tendría por qué volver a ver a estas personas jamás en su vida. Además, ¿qué más le daba lo que opinaran de él? Todo este juego estaba amañado en su contra. Estaba acabado. Se terminó.
Con un alarido inhumano, Kip aferró la cuerda y, con toda la fuerza nacida de la repugnancia, la furia y la desesperación que crecían en su interior, abrumándolo por completo, mientras el fracaso rugía su nombre… la lanzó al otro lado del agujero. Se encogió contra la pared, enterró el rostro en la roca y dio rienda suelta a las lágrimas.
Los colores centellaron de nuevo, pero las serpientes y las arañas no se esfumaron. Recubrían todo su cuerpo.
Continuaba envolviéndolo la misma oscuridad opresiva. Algo peludo y pesado aterrizó en su espalda. Sintió los alfilerazos de unas uñas diminutas a través de la camisa. Una rata. Después otra, en la pierna. Y otra más, en la cabeza, arañándole en su intento por encontrar asidero entre los cabellos empapados.
Kip se quedó petrificado. Como un relámpago, el miedo recorrió todo su cuerpo. Estaba encerrado en un armario, desvalido, hambriento y muerto de sed. Temblaba incontrolablemente.
El movimiento molestó a las alimañas y sintió un mordisco. Kip soltó un gritito, humillado, furioso. Se retorció. Más mordiscos, lacerantes, afilados y ferales le cubrieron el brazo, las piernas, las ingles, la espalda. Kip pataleó y se arrojó contra las paredes en un intento por aplastar a las bestias. Las ratas trepaban por todo su cuerpo, tenaces. Estaba llorando. Se moría de vergüenza. Tenía algo que ver con la araña. La araña que había mordido.
Era demasiado. No podía seguir soportándolo. Estaba acabado. Kip no pudo aguantarlo más y buscó la cuerda. Era un fracasado, una vergüenza, un cobarde fofo y balbuceante. Nada.
Sintió el roce de la cuerda en la mano.
—Ahí la tienes, Gordito —susurró una voz satisfecha. El sabor, Kip. El sabor era extraño, dijo una voz amable.
Lo que había dicho la mujer no tenía sentido. Lo cubrían por entero.
Kip tiró de la cuerda. Fracasado.
Un tañido distante, sobre su cabeza. Los alfilerazos cesaron de inmediato. El reptar, el corretear, el aferrar y el arañar se evaporaron, desaparecieron. No eran reales. No eran ratas de verdad. La araña que había mordido debería haberle dado una pista a Kip. Se habría dado cuenta si no fuera tan cobarde. La viscosidad de su interior no eran entrañas, sino luxina. Se trataba de una ilusión, miedos falsos. Le habían engañado.
Había fracasado. Mientras la plataforma ascendía, el cerebro de Kip, ahora que el terror había dejado de embotarlo, comprendió cómo le había llamado la mujer: «Gordito». Era el sobrenombre que le había puesto Ram. Kip se sintió morir un poco por dentro. Había demostrado que Ram tenía razón. Otra vez.
Cuando emergió, sin embargo, los hombres y las mujeres estaban ataviados ahora con alegres ropajes de sus respectivos colores, deslumbrantes zafiros azules, verdes esmeraldas, diamantes amarillos, rubíes rojos. Parecían jubilosos.
—¡Enhorabuena, aspirante! —exclamó el ama Varidos mientras se unía al círculo.
Kip se quedó mirándola fijamente, desconcertado.
—Cuatro minutos y doce segundos. Deberías sentirte muy orgulloso. Seguro que tu padre lo estaría.
Hablaba en un idioma que Kip no alcanzaba a entender. ¿Orgulloso? Había fracasado. Se había avergonzado a sí mismo y a su padre. Se había rendido. La rabia y la frustración acumuladas se habían quedado de repente sin ninguna vía de escape, dejándolo embargado por una indeleble sensación de estupidez.
—He fracasado —dijo Kip.
—¡Todo el mundo fracasa! —repuso el asombrosamente musculoso supervioleta—. ¡Lo has hecho de maravilla! ¡Cuatro minutos y doce segundos! Yo solo duré un minuto con seis.
—No lo entiendo —murmuró Kip.
La ninfa amarilla se rio.
—Así es como está diseñada la prueba. Todos fracasamos.
Lo rodearon, los hombres dándole palmaditas en la espalda, las mujeres acariciándole los brazos o los hombros, todos ellos felicitándole. Que unas personas tan bellas le dispensaran una acogida tan calurosa resultaba embriagador. Ahora que su cerebro funcionaba de nuevo, notó que no habían elegido necesariamente hombres para representar a los antiguos dioses, y mujeres para las diosas. ¿Sería porque habían llegado tan lejos que sencillamente ya no tenía importancia, o se trataría de un desaire intencionado?
—¿Es cierto eso? —preguntó Kip al ama Varidos, que se había apartado para evitar los zarandeos del bullicioso tropel—. ¿Todo el mundo fracasa?
La mujer sonrió.
—Casi todo el mundo. No se trata de ver si consigues superar la prueba, sino de ver qué clase de persona eres. Y el miedo nos abre los ojos. Esos colores que viste pasando a gran velocidad eran la auténtica prueba. Nos dirán qué puedes trazar. ¿Estás listo para escuchar el resultado?
—Espera. ¿«Casi todo el mundo»? ¿Quién no fracasa? —preguntó Kip.
Las risas y las voces de júbilo se interrumpieron.
La anciana respondió:
—En toda mi vida, la única persona que no cogió la cuerda fue…
Gavin. Kip lo sabía. Por supuesto. Su padre era el único hombre capaz de hacer lo que nadie más podría haber conseguido. Kip le había fallado.
—Tu tío —concluyó el ama.
¿Mi «tío» Gavin, o mi tío Dazen?
—Tu tío Dazen Guile —especificó la mujer al darse cuenta de su desconcierto—, quien estuvo a punto de destruir nuestro mundo. Un buen ejemplo a no seguir, ¿hum?
Volvía a hablar en aquella lengua ininteligible. ¿Después de todo lo que Kip había visto hacer a Gavin, era su hermano el que había superado la prueba?
—Cuatro minutos es una marca extraordinaria, Kip, pero al fin y al cabo solo sirve para alardear. ¿Estás listo para ver tus colores?