—¡Una exploradora! —exclamó Corvan—. Nos ha visto. ¡Me cago en la puta!
Tras salir de Rekton, Corvan y Karris habían decidido viajar juntos. Ambos tenían como objetivo el ejército del rey Garadul, si bien por razones distintas. Karris quería introducirse en él de alguna manera, y Corvan, ver si podía encontrar la forma de vengarse. Era arriesgado confiar en Corvan Danavis, precisamente, pero había salvado a Karris y la reputación que se había forjado durante la guerra era temible. Lo cierto era que resultaba más peligroso viajar en solitario.
Llevaban días avanzando hacia el sur tras el ejército del rey Garadul, y ni una sola vez se habían encontrado con sus batidores. Confiados en la ineptitud del monarca, Karris y Corvan habían pasado sin darse cuenta por debajo mismo de la exploradora apostada en un árbol.
Desde su posición en la linde de un bosque, a media legua de distancia de la retaguardia de su ejército, la exploradora corría por una suave pendiente hacia el este en vez de dirigirse directamente hacia sus compañeros de armas.
—Seguro que la espera un caballo al pie de esa quebrada. A lo mejor puedes interceptarla —dijo Corvan mientras preparaba el gran arco de tejo—. Hay demasiada distancia, pero probaré suerte de todos modos.
Karris ya había salido corriendo. Lejos del río Umbro, Tyrea no había tardado en convertirse en un desierto salpicado de matorrales sarmentosos. En contados lugares, alimentados por manantiales subterráneos, se alzaban pequeños pinares como el que acababan de abandonar Corvan y ella, pero en su mayor parte el terreno consistía en colinas a menudo escarpadas, una mezcla de desierto y páramo yermo. Eso les había dificultado cada vez más el seguir la pista del ejército del rey Garadul, pues aunque viajaban a pie y, por consiguiente, no levantaban las enormes nubes de polvo que señalaban la estela de los hombres y las carretas de Garadul, cualquiera podría verlos. Cada nueva colina les obligaba a decidir si querían atravesarla directamente y arriesgarse a ser detectados, o dar un rodeo y quedarse aún más rezagados. Los ejércitos no avanzaban aprisa, pero sí en línea recta.
La exploradora se encontraba a algo más de doscientos pasos de Karris. A juzgar por la suave inclinación de la ladera, Karris tuvo un presentimiento y se desvió a la derecha. Lo más probable era que la exploradora consiguiese llegar hasta su caballo, pero si Karris lograba situarse a menos de cien pasos de ella en ese momento, no pasaría mucho tiempo en la silla.
Algo cayó en picado del cielo y atravesó el suelo a menos de cinco pasos de la espalda de la exploradora, que ni siquiera se percató. Maldición. Corvan había estado a punto de dar en un blanco en movimiento a doscientos cincuenta pasos de distancia. ¿No podría haber atinado un poquito más?
La mujer giró y se desvió más a la derecha. La segunda flecha de Corvan, que falló por unos buenos quince pasos, surcó el aire donde habría estado la exploradora si hubiera seguido corriendo en línea recta.
Karris apretó el paso sin prestar atención a las irregularidades del terreno, arrollando arbustos rodantes y rezando para no pisar los infrecuentes pero recios cactus que crecían tan pegados al suelo que uno no los veía hasta que sus espinas le atravesaban las suelas de los zapatos. Por no mencionar a los crótalos. A la velocidad que iba, naturalmente, Karris no recibiría ningún cascabeleo de advertencia, tan solo picaduras. Aceleró más aún. Tal vez si corría lo suficiente, las serpientes errarían el blanco.
Con el rabillo del ojo vio cómo se materializaba el siguiente proyectil de Corvan. La distancia ahora era de más de trescientos pasos, aunque no soplaba el viento, por lo que Corvan tendría que disparar medio en horizontal, medio en vertical, tan solo para que las flechas cubrieran la distancia. Pero ese tiro parecía perfecto.
El proyectil cayó y la exploradora mordió el polvo sin aminorar el paso. Karris no daba crédito a sus ojos. Era un disparo imposible. ¿Trescientos pasos y un blanco en movimiento? Se desvió a la izquierda y corrió directamente hacia la mujer.
Nada más cambiar el rumbo, Karris vio la flecha de Corvan. Clavada en el suelo. Atrás, donde comenzó la caída de la mujer. No la había atravesado. Le había puesto la zancadilla.
Casi al mismo tiempo vio que la mujer se levantaba y giraba la cabeza hacia ella. La exploradora parecía conmocionada, tenía las palmas de las manos ensangrentadas y un corte en la mejilla, pero eso no le impidió reanudar la huida.
Karris había cubierto fácilmente cien de los doscientos pasos que mediaban entre ambas, y cuando la exploradora hubo de ganar velocidad desde cero, Karris devoró más de la mitad del resto de la distancia. Ahora estaba a menos de treinta pasos.
No cayeron más flechas. Ya se habían alejado casi cuatrocientos pasos. Aun con un arco largo de tejo, la distancia era insalvable. Corvan jamás se arriesgaría a errar el tiro con Karris tan cerca de su objetivo.
La trazadora manoseó su colgante en un intento por sacar las fundas oculares. Al aminorar la marcha tan ligeramente concedió algo de ventaja a la exploradora, que aumentó la distancia que las separaba. Maldición, esa mujer corría como un antílope. Pero con una paciencia que era fruto de la experiencia, Karris le concedió la ventaja añadida. En cuanto se pusiera las fundas verdes y rojas, la persecución tocaría a su fin.
Abrió el eslabón correspondiente del collar sin dejar de observar el terreno frente a ella, rasgó la luxina y aflojó la marcha para encajar las fundas perfectamente alrededor de cada cuenca ocular.
La exploradora viró de pronto a la izquierda mientras la pendiente aumentaba rápidamente, gritando. Karris la siguió, cargando el brazo derecho de luxina roja y el izquierdo de verde sin dejar de correr.
¿La exploradora estaba gritando? ¿Para quién?
Para su caballo, tal vez.
Seguro que sí, Karris.
En un abrir y cerrar de ojos, Karris coronó la colina y se precipitó por la abrupta ladera al otro lado, donde la aguardaba una docena de hombres acampados. Al menos dos de ellos con redes. Otros dos con pértigas rematadas en lazos. Mazas, porras. Espadas envainadas. No pretendían matarla, sino capturarla. Una trampa.
Horrorizada, Karris sintió que se le retorcían las tripas. Volvía a tener dieciséis años y su padre estaba llevándola a rastras al barco que habría de sacarla del Gran Jaspe. La embarcación de su padre había dejado atrás la mansión familiar, donde Karris había acordado reunirse con Dazen en secreto (o eso pensaba). Allí estaban sus hermanos, emboscados. Habían dicho que iban a darle una lección a Dazen por intentar destruir su familia. Pero ella había visto que llevaban el asesinato escrito en la mirada.
Se encontraba de pie en la cubierta cuando una explosión hizo saltar por los aires todas las ventanas de su habitación en la segunda planta de la mansión. Vio figuras silueteadas por el fuego, luchando.
Algo desgarró la mitad del tejado y las explosiones se sucedieron. Los cuerpos volaban cien pasos antes de caer al agua. En pie junto a ella, su padre palideció. «Dijiste que vendría solo, ramera estúpida. ¡Mira lo que has hecho! ¡Debe de haber traído un ejército!». En lugar de golpearla, su padre le sostuvo la cabeza y la obligó a contemplar aquello de lo que no podría haber apartado la mirada aunque lo hubiese intentado. En cuestión de minutos, las llamas devoraron el único hogar que había conocido hasta la fecha.
Entonces era una niña. Había sido incapaz de pensar, incapaz de actuar. Pero ya no lo era, y albergaba en su interior pozos de rabia de los que extraer aquello que su antiguo e inocente yo ni siquiera conocía.
Karris aprovechó el desnivel para, sin aminorar el paso, abalanzarse sobre el primero de los dos jinetes situados hombro con hombro. El hombre, que empuñaba un lazo con las dos manos, lo elevó de costado en un intento por bloquear la embestida. Atrapó el pie extendido de Karris, pero esta se limitó a renunciar a la intención original de propinarle una patada y golpeó con ambas rodillas.
Las costillas del hombre crujieron cuando se desplomó de la silla. Karris rodó al tocar el suelo, pero hubo de apoyarse en la mano derecha, con la que empuñaba el delgado yatagán, de modo que trazó un estilizado filo de luxina verde con la zurda mientras pasaba por debajo del segundo caballo. La hoja abrió el vientre del animal con increíble facilidad.
Karris se puso de pie antes incluso de que el caballo se encabritara de dolor. Dejó que la luxina verde se desintegrara mientras embestía contra uno de los hombres armados con redes, cambiándose la espada a la mano izquierda. El hombre estaba demasiado conmocionado. No se movió, ni siquiera cuando Karris se abalanzó sobre él y le apuñaló el rostro, trazando un débil arco de fuego a su espalda con la diestra a modo de distracción. El hombre de la red no reaccionó, y Karris pudo continuar la maniobra hasta el final. La hoja se clavó entre sus cejas, resbaló sobre el hueso y se hundió en un ojo.
Karris se giró para seguir el arco de fuego que había trazado y vio una red enorme que giraba por los aires hacia ella justo cuando las llamas se desvanecían en el aire. Un lanzamiento perfecto.
Pero aguardó y aguardó, cambiándose la espada de mano otra vez, hasta que la red estuvo entre ella y un hombre que se le acercaba enarbolando un cayado sobre la cabeza.
Con dos chasquidos secos, Karris lanzó dos herraduras de luxina verde. Una de ellas atravesó la ondeante red expandida con un silbido inofensivo, pero golpeó al dueño del cayado en la mejilla, desequilibrándolo. La segunda herradura se enganchó en la red al traspasarla y la arrojó encima de un grupo de hombres, convertidos de improviso en mayales sus contrapesos de plomo.
El caballo se había encabritado ya y relinchaba de dolor, un sonido espantoso, mientras sus vísceras se desparramaban en una masa informe, nudosa y sanguinolenta. Pero Karris apenas si lo oía, apenas si lo veía. Estaba inmersa en el caos, y el caos era su amigo, el caos estaba de su parte en semejante ejemplo de inferioridad numérica.
Los hombres caían en todas direcciones a su alrededor. Karris lanzó unas bolitas de fuego a las tiendas más próximas, que le entorpecían la vista. Maldición, ¿por qué tenía que ser tan bajita? ¿Dónde estaba el hombre que gritaba las órdenes? Las tiendas estallaron en llamas, pero eso no pareció importarle a nadie más que a Karris. Todos los demás estaban demasiado ocupados huyendo.
Empezaba a hacerse una idea de cuántas personas componían el campamento. Las tiendas se contaban por docenas. ¿Cien hombres, quizá? Por Orholam, tenía que salir de allí. Entonces oyó un rugido atronador. El suelo se elevó por los aires a su alrededor ante el impacto de las balas de mosquete mientras el eco de las detonaciones la sacudía hasta los huesos.
Levantó la cabeza y vio un amplio semicírculo de mosqueteros, por lo menos cuarenta. La mitad de ellos estaba recargando con movimientos rápidos y precisos. Sin precipitarse. Estaban bien adiestrados. La otra mitad apuntaba a Karris con sus armas, cargadas aún.
—¡La próxima descarga te costará la vida, Karris Roble Blanco! —exclamó un hombre enjuto, montado a caballo. Los ricos ropajes con que se cubría anunciaban que se trataba del rey Rask Garadul, en caso de que su sonrisita engreída no fuera suficiente—. La espada y la luxina —ordenó—. Ahora mismo.
Karris paseó la mirada por el semicírculo de tierra arrasada frente a ella, intentando estimar la puntería de los mosqueteros del rey. Condenadamente buena. Los separaban tan solo veinte pasos de distancia. Le haría falta un milagro. La armadura del rey Garadul, como cabía esperar, estaba espejada, y había Hombres Espejo y trazadores tanto a su izquierda como a su derecha. ¿Qué había sido de Corvan?
Si Corvan era tan veloz como ella, llegaría de un momento a otro. Karris siempre perdía la noción del tiempo cuando comenzaba la pelea. Puede que ya hubiera visto el lío en el que se había metido. Fuera como fuese, ni siquiera él tendría la menor posibilidad contra tantos rivales. Jamás conseguiría rescatar a Karris de los veinte mosqueteros que la encañonaban.
Karris se quitó las fundas oculares y las tiró al suelo, arrojó la espada lejos de sí y dejó que la luxina verde y roja se escurriera entre sus dedos. Por lo general, cuando se desembarazaba de la luxina, se sentía menos furiosa y desenfrenada. Esta vez no.
—¿Galan? —dijo el rey Garadul, señalando a alguien detrás de ella.
Karris había empezado a girarse cuando un objeto pesado se estrelló en su cabeza.