Liv apenas si se detuvo a ver sus nuevos aposentos en la torre amarilla antes de volver a salir. No para festejar, ni porque fuera impulsiva, sino porque su coraje flaqueaba con cada segundo que pasaba. Había visitado a la mitad de los prestamistas de las islas antes de encontrar uno dispuesto a hacer negocios con ella.
Cuando entró en su nueva habitación, descubrió que los esclavos de la torre ya habían traído sus escasas pertenencias de la caja de zapatos que había sido su hogar durante los tres últimos años. Y que había una mujer sentada en su cama.
—Salve, Liv, ¿has estado de celebración? —preguntó Aglaia Crassos.
—¿Qué haces en mis aposentos? ¿Cómo has entrado?
—No está bien que te olvides de tus amigos, Aliviana. —Aglaia se levantó y se plantó a un palmo del rostro de Liv.
—¿Qué? ¿Has venido a amenazarme? Mira cómo tiemblo.
Una fea sombra cruzó las facciones de Aglaia, pero pronto fue remplazada por su acostumbrada máscara de petulancia y su risa falsa.
—Ten cuidado con esa lengua tan afilada, niña. Te podrías cortar la garganta.
—Se acabó —dijo Liv—. Gavin Guile me…
—Te ha comprado para que seas su esclava en la cama, o eso he oído.
—¡Vete al infierno!
—Serás tú la que termines allí, en vista de cómo te has lanzado a los pies del hombre que asesinó a tu madre y arrasó tu país.
Liv trastabilló de espaldas ante la contundencia de esa bofetada verbal.
No era la primera vez que Aglaia hacía alusiones al incendio de Garriston, pero Liv nunca había escuchado nada ni remotamente parecido. A decir verdad, Liv no tenía ni idea, pero teniendo en cuenta cuál era la fuente, estaba dispuesta a apostar a que era mentira.
—El Prisma no tuvo nada que ver con aquello.
—¿Y lo sabes porque te lo ha dicho él? Tu madre perdió la vida entre aquellas llamas. Tu padre comandó la batalla contra Gavin Guile.
—¿Qué te importa a ti Garriston? Ruthgar luchó del lado del Prisma. Tu padre peleó junto a Gavin.
—Y mi hermano es el gobernador de Garriston, lo cual me permite saber unas cuantas cosas —replicó Aglaia. Bajó la voz y se inclinó hacia delante—. Ahora quizá tú también.
De modo que ese era el quid de la cuestión.
—No —dijo Liv—. Estoy harta de ti, de Ruthgar y de tus embustes. —Lealtad para uno mismo. Ese era el lema de los Danavis, con la sugerencia implícita de que debían ser fieles a una sola persona. Y Liv no estaba dispuesta a profesar lealtad a esta.
—Bienvenida a tu nueva vida, Liv. Ahora eres importante. Te has sentado a jugar una partida crucial, y las cartas no te han venido mal dadas. Verás, Liv, puede que seas tyreana, pero nadie va a seguir echándotelo en cara. Antes bien, haber superado ese escollo te volverá más extraordinaria. La buena vida puede ser tuya.
—No puedes comprarme —dijo Liv.
—Ya lo hicimos.
—Las cosas han cambiado. Por orden expresa del Prisma.
Las cejas de Aglaia se enarcaron ligeramente, estirando aún más su rostro caballuno. Se trataba de un gesto calculado, pero por otra parte, lo genuino no iba con ella.
—Llevo trabajando contigo… ¿qué, tres años? Y he repasado mis apuntes. Nunca te había tomado por una ladrona, Aliviana Danavis. Pero ahora vas a renunciar a tus obligaciones tras tres años de instrucción. Tres años durante los cuales hemos sufragado todas tus necesidades…
—¡Oh, cuánta generosidad!
—Si hubiéramos sido más generosos, ahora tu deuda sería aún mayor. He aquí la cuestión, Liv. ¿Qué clase de mujer eres?
Era la misma pregunta que había puesto en la mano de Liv la pluma con la que firmó el contrato mediante el cual había renunciado a toda su fortuna. Gracias a su reciente amistad con Gavin, probablemente podría decirles a los ruthgari que se fueran al cuerno. ¿Qué podrían alegar contra la decisión del Prisma? Y aunque Liv había pasado de la nada (una monocroma experta en un color de utilidad limitada) a bicroma, seguía sin ser digna de que nadie se peleara por ella. Las inversiones de muchas naciones se malograban. Había trazadores que morían o se consumían, o cuya lealtad cambiaba de bando en el último año de formación. Todos los territorios intentaban robar trazadores, y a los ruthgari se les daba mejor que a nadie, por lo que seguramente no se esforzarían demasiado por conservar a Liv.
Pero el apellido Danavis conllevaba actuar con honor. Siempre.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Has sido un estorbo para mí, Liv. Una trazadora mediocre, hija de un general rebelde. Pero ahora te vas a convertir en la joya de mi corona. Serás mi venganza contra todos los que se burlaban de mí. Y para eso necesito que alcances el éxito. Recibirás una generosa asignación del fondo general de las arcas de la Cromería. Quédatela, y además te pagaremos el doble. Condonaremos tu deuda y los años de servicio que ya nos has prestado. Diablos, si juegas bien tus cartas, podrás conseguir asignaciones de tres o cuatro naciones antes de salir de los Jaspes. Si nos sirves bien, de hecho, ni siquiera tendrás que abandonar la Cromería. Piénsalo: puedes tener una vida aquí, en el centro del mundo, donde se dan cita todas las cosas importantes. Acostarte con quien te plazca, casarte con quien tú elijas, proporcionar a tus hijos todas las ventajas que a ti te fueron negadas. O puedes ir a servir a algún noble de tres al cuarto en alguna parte y pasar el resto de tus días redactando cartas y registrando la cama de su esposa para ver si le es fiel, esperando que te dé permiso para desposar a alguien medianamente tolerable. De todas las naciones, Ruthgar es la que mejor se porta con quienes la sirven. Y la que peor se porta con quienes la ofenden.
—Pero ¿por qué queréis que espíe al Prisma? Nunca ha hecho nada para ofender a Ruthgar.
—Nos gusta seguir la pista de nuestros amigos. Nos ayuda a conservar la amistad.
—Sin embargo, acabas de decirme cómo podría vengarme del hombre que asesinó a mi madre. ¿Cuál es la verdad, Aglaia? ¿Quieres que lo traicione para hacerle daño, o no cabe hablar de traición porque de todas maneras no le deseáis ningún mal?
—Bien dicho —repuso Aglaia, antes de añadir, impertérrita—: El caso es que podrías vengarte de la persona responsable de la devastación que asoló tu región, pero tu interferencia, tu traición… qué perversa eres, mira que empeñarte en llamar traición al servicio de tu país… tu «traición» no dará como resultado ninguna guerra. Estas tierras ya han visto suficiente de eso.
Liv tardó un momento en asimilar esas palabras. Tenía sentido. A su manera.
—De todas formas, es imposible. No conozco al Prisma. Solo me ha dirigido la palabra una vez. Una vez.
—Y le caíste bien.
—No sé si me atrevería a llamarlo así.
—¿Sabes lo difícil que es acercarse a ese hombre? Estamos dispuestos a darte todo eso tan solo por intentarlo. Además, sabemos que siente debilidad por las tyreanas. —El sutil y efímero arqueamiento de sus cejas denotó el profundo asombro que le producía el mal gusto del Prisma—. Podrías utilizar a ese hijo suyo para ganarte su confianza. Nos trae sin cuidado.
Por si no les bastara con pedirle que traicionara al Prisma, ¿también querían que se valiera de Kip para conseguirlo? No. Kip era un buen chico. Liv no estaba dispuesta a hacer nada por el estilo. Solo había una salida, algo que había sabido desde el principio.
Liv sacó tres montones de monedas.
—Esto es todo lo que el gobierno ruthgari ha gastado en mi educación en los últimos tres años. Con intereses. Toma, quédatelo. Hemos terminado. Soy libre. No os debo nada.
Aglaia Crassos ni siquiera miró las monedas. No le preguntó a Liv cómo había reunido tanto dinero. Lo cierto era que para ello había tenido que firmar un documento según el cual consentía que un prestamista aborneano recibiera directamente su asignación, con un tipo de interés escandaloso. Liv volvía a estar en la ruina. Debería vender algunos de los fabulosos vestidos que le habían dado, tan solo para mantenerse a flote.
—Liv, Liv, Liv. No quiero enemistarme contigo. Pero ahora que por fin vales algo, preferiría revolcarme con un caballo antes de dejarte escapar. Tienes una prima que estaba aquí cuando llegaste. Te enseñó cómo funcionaban las cosas, ¿verdad?
—Erethanna —dijo Liv.
—Es una verde al servicio del conde Nassos, en la región occidental de Ruthgar. Acaba de solicitar permiso para casarse con un herrero. El conde está postergando su decisión… a petición mía.
—No… —dijo Liv, con un estremecimiento.
—Al parecer forman una pareja adorable. Se les ve muy felices juntos. Sería una tragedia que el conde decidiera que la región necesita que Erethanna se case con otro trazador para aumentar las posibilidades de engendrar descendencia con talento.
—¡Vete al infierno!
—También se pueden invalidar tus estudios. Y sembrar rumores acerca de tus depravadas aficiones. Podemos envenenar todos los pozos cuando termines tu formación y empieces a buscar empleo. El beneplácito del Prisma no durará eternamente. En cuanto sus ojos se posen en otra…
—No valgo tanto para Ruthgar —dijo Liv, con un nudo de temor en la garganta.
—No, para Ruthgar no. Pero para mí sí. Tu actitud te hace digna de toda mi atención. Y como me dejes en mal lugar, lamentarás el día que me conociste.
—Ya lo hago. —Liv se sentía derrotada—. Vete. Sal de aquí antes de que te mate con mis propias manos.
Aglaia se levantó, recogió los montones de monedas y dijo:
—Me llevo esto, por las molestias. Cuando hayas reflexionado, ya sabes dónde encontrarme.
—¡Largo de aquí!
Aglaia salió de la habitación.
Liv se quedó temblando de la cabeza a los pies. Menos de treinta segundos después, alguien llamó a la puerta con los nudillos. Se acabó. Liv iba a matarla. Se acercó a la puerta de dos zancadas y la abrió de golpe.
Quien estaba de pie en el umbral no era Aglaia, sino una mujer bellísima. Bosquesangrienta, con esa curiosa piel pálida y pecosa que seguía desconcertando a Liv incluso después de tantos años como llevaba en la Cromería, y llameantes cabellos rojizos. La mujer se cubría con un uniforme de servicio, pero la tela estaba cortada a la medida de su esbelta figura. Liv no había visto nunca a ninguna esclava vestida con un algodón tan fino. ¿Pertenecería a algún noble?
La esclava le entregó una nota.
—Ama —dijo—. Del noble lord Prisma.
Liv Danavis contempló fijamente la hoja, sintiéndose estúpida y desconcertada. Decía: «Ten la bondad de reunirte conmigo cuando te venga bien». El corazón dio un vuelco en su pecho. Una llamada del Prisma. De modo que aquí estaba, el principio de la liquidación de su deuda con Gavin Guile. No se hizo ilusiones pensando que también podría ser el final. Cuando uno estaba en deuda con un señor de la lux, lo estaba de por vida.
Pero no esperaba que requiriera su presencia tan pronto.
Por extraño que parezca, lo primero que pensó fue: ¿Qué atuendo será el adecuado para asistir a una audiencia con el Prisma? Liv no solía prestar mucha atención a la ropa que se ponía. Tal vez se debiera a que, cuando uno solo dispone de unos pocos conjuntos, elije lo que está limpio y desiste de ir a la última. Eso, por supuesto, había cambiado drásticamente. Gavin había ordenado que su guardarropa no tuviera nada que envidiar al de cualquier bicromo ruthgari, y eso significaba montones de ropa, varias joyas y este enorme cuarto, literalmente cinco veces más espacioso que aquel en el que había vivido durante los tres últimos años. Y aunque no tuviera dinero, disponía de maquillaje. Ante ella se desplegaba todo un abanico de nuevas posibilidades, aunque no sabía si eso le gustaba. La idea de convertirse en una niña presumida como Ana le provocaba arcadas.
La esclava seguía plantada en la puerta, aguardando a que Liv le diera permiso para retirarse con la expresión plácida y neutral de quien es ajeno a la ignorancia de su superior.
—Disculpa, caleen —dijo Liv—, pero ¿te importaría ayudarme? —Nunca había sabido relacionarse con los esclavos. En Rekton nadie tenía tanto dinero como para permitirse uno, y los pocos que llegaban a la ciudad acompañando a las caravanas recibían el mismo trato que los sirvientes comunes. Las normas eran mucho más estrictas en la Cromería, y la mayoría de los demás estudiantes habían crecido con esclavos a sus órdenes o rodeados de ellos, de modo que Liv siempre se sentía como si los demás supieran qué hacer en todo momento, mientras que ella no dejaba de meter la pata. El mero hecho de utilizar el diminutivo «caleen» para referirse a una mujer diez años mayor que ella la incomodaba.
Claro que, ahora que Liv era una bicroma, tendría que acostumbrarse cuanto antes si no quería quedar como idiota más de lo habitual.
La esclava enarcó una ceja, como haría cualquier mujer de veintiocho años ante una cretina de diecisiete.
—No sé qué ponerme —confesó atropelladamente Liv—. Ni siquiera sé qué quiere decir «cuando te venga bien». ¿Significa cuando pueda realmente, o se refiere a que deje todo lo que esté haciendo y acuda de inmediato, aunque sea vestida con una toalla?
—Podéis tomaros unos minutos para elegir el atuendo apropiado —respondió la esclava.
Liv se quedó petrificada. ¿Lo que llevaba puesto ahora no era apropiado?
—La mayoría de las mujeres que visitan los aposentos del Prisma se decantan por algo más… elegante —dijo la esclava mientras recorría el sencillo conjunto de falda y blusa de Liv con la mirada.
Tal vez el vestido azul entallado, en tal caso. O ese extraño vestido de tubo de seda negra ilytiano. Pero ese era un atuendo más de gala, ¿no? ¿O debería elegir algo más atrevido? Liv arrugó la nariz. Había algo en las palabras de la esclava que la ponían nerviosa. No le costaba nada imaginarse una procesión de bellas mujeres haciendo cola frente a la puerta del Prisma. Liv nunca había oído ningún rumor sobre quién se llevaba el Prisma a la cama, pero tampoco podía decirse que estuviera en el centro de los círculos donde se comentaban los chismes más suculentos, y podía imaginarse perfectamente a más de una chica dispuesta a vestirse o desvestirse como al Prisma le diera la gana. Además de ser prácticamente el centro del universo, era apuesto, intrépido, ingenioso, sagaz, joven, rico y soltero.
Quienquiera que hubiese llenado sus cajones de cosméticos había comprado sobre todo productos tanto para aclarar como para oscurecer la piel. Pero con su tez de color kopi con leche, Liv no se hacía ilusiones de parecer tan pálida como una atashiana occidental. De todas formas, tenía los ojos demasiado oscuros. Y con su cabello ondulado, por mucho que se oscureciera la piel no iba a parecer pariana. Era imposible disimular su origen tyreano.
Todas las demás muchachas y mujeres presentarían un aspecto fantástico con sus elegantes vestidos y sus maquillajes impecables. Se sentirían cómodas y bellas. Liv se sentiría como una estúpida y parecería una ramera.
¿Cuántas de las mujeres invitadas a los aposentos del Prisma habían acudido con motivos ocultos? ¿Cuántas actuaban por orden de una u otra nación? ¿Cuántas de las que no servían a nadie perseguían sus propios fines? ¿Todas? No iba a subir las escaleras para seducir a Gavin Guile, al diablo con Aglaia y los suyos, así que, ¿por qué tendría que disfrazarse?
—Al diablo con todo —dijo Liv. No solía maldecir, pero en estos momentos hizo que se sintiera mejor. Escogió un vestido que probablemente costaba más de lo que había gastado en todo el año pasado—. Me viene bien ahora mismo.
La esclava hizo ademán de decir algo, pero se contuvo.
—Por aquí, señora.
Tras subir en el elevador de los señores de la lux, la esclava condujo a Liv hasta los Guardias Negros estacionados en el pasillo. La mujer de la pareja registró a Liv en busca de armas. Minuciosamente.
Liv no pudo evitar sentirse un poco ultrajada.
—Se toman su trabajo muy en serio, ¿no? —observó mientras la dirigían a lo que Liv supuso que era el cuarto de Gavin.
—¿Os imagináis lo que supondría para el mundo que el Prisma muriera? Aunque a veces sea un poco intratable, es mucho mejor persona de lo que cabría esperar en la mayoría de los Prismas. Y somos muchos los que haríamos cualquier cosa por él. Cualquier cosa. No lo olvide… señora.
Por las puntas de la barba de Orholam, sí que era protectora esa mujer.
La esclava se detuvo ante la puerta, llamó tres veces y abrió. Liv entró en la habitación del Prisma y lo encontró sentado detrás de un escritorio, mirándola fijamente. Sus ojos eran hipnotizadores. En estos momentos parecían diamantes que dispersaran la luz en todas direcciones. Indicó la silla que tenía delante, y Liv se sentó.
—Gracias, Marissia, puedes retirarte —dijo Gavin a la esclava. A continuación, sus ojos diamantinos se clavaron en Liv—. Ha llegado el momento de que me hagas ese favor.