40

Gavin se quitó la camisa manchada a tirones. Se le escapó un gruñido cuando la tela rozó la quemadura. Una camisa de cincuenta danares, y he conseguido estropearla en media hora. Peor aún, había notado que algunas de las muchachas se fijaban en la mancha, cada vez más grande. Tampoco era ninguna catástrofe. No preguntarían al respecto. Al contrario que cualquiera de los miembros del Espectro. Le gustaba ahorrarse las mentiras para ellos.

Maldijo entre dientes.

Gavin sabía que Marissia debía de seguir algún plan de organización para guardar su ropa, pero fuera cual fuese, él nunca le había encontrado ninguna lógica. Revolvió los montones de camisas, calzas, pantalones, capas, habias, mantos, thobes, petasos, ghotras y otras prendas de vestir, muchas de las cuales no debía de haberse puesto ni una sola vez. Por Orholam, cuánta ropa tenía. Y esta solo era la de verano. Supuso que se debía a que, como Prisma que era, se esperaba de él que perteneciera a todos los pueblos, por lo que si se reunía con un embajador o tenía que visitar Abornea de repente, dispondría de atuendo regional a su medida.

Seguía en pie con el torso desnudo, con la quemadura embadurnada de ungüento (al menos tenía la sensatez de guardar un botiquín en su habitación), cuando se abrió la puerta. Marissia entró sin hacer ruido. Miró de reojo la quemadura que tenía en el flanco. Un destello de ira relampagueó en sus ojos de jade, aunque Gavin no sabría decir si estaba enfadada con él o por él. Quizá un poco de ambas cosas. La esclava cogió el linimento de la mesa y aplicó una generosa cantidad en la espalda de Gavin. Ay. Había pasado unos cuantos puntos por alto, al parecer. A continuación lo vendó con destreza. Pero sin miramientos.

—¿Necesita ayuda mi señor para buscar otra camisa? —preguntó.

—¡Ayyy! —chilló Gavin. Carraspeó y bajó la voz una octava—. Por favor.

Marissia se dirigió a un montón de ropa que Gavin juraría que ya había registrado minuciosamente, y de inmediato sacó una camisa de sus profundidades. Gavin no creía que se la hubiera puesto nunca, pero le gustaba el estilo, y su color oscuro garantizaba que nadie se diera cuenta si el ungüento la empapaba. Marissia poseía sus propias artes mágicas. Gavin juraría que esa camisa no estaba allí antes.

La mujer empezó a silbar suavemente mientras le vestía y le arreglaba el cabello; era una melodía antigua, bonita. Marissia sabía silbar.

Oh, la canción era Corderito perdido. ¿Una alusión a la incapacidad de Gavin para encontrar su propia ropa? Probablemente. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Había derrotado a su hermano, ¿qué problemas podría darle el Espectro?

—Partiré en uno o dos días —dijo Gavin—. Hay un joven examinándose abajo. Kip. Es mi… esto, mi hijo natural. —No había necesidad de usar el eufemístico «sobrino» con Marissia. Sabía que el Prisma había encarcelado a su hermano, pero ni siquiera ella sospechaba que Gavin no era en realidad Gavin. No los había conocido a ninguno antes de la guerra, de modo que no necesitaba saberlo. Gavin confiaba completamente en ella, pero cuanta menos gente compartiera ese secreto, más tardaría todo en desmoronarse sobre su cabeza—. Tiene dieciséis años… quiero decir, quince. ¿Te importaría reunir ropa adecuada para él y preparar equipaje para los dos, para dos semanas?

—¿Para combatir o para impresionar?

—Las dos cosas.

—Por supuesto —dijo Marissia, lacónica.

Camino de la puerta, Gavin agarró su espada y su vaina enjoyada. Distaba de ser tan buen espadachín como el Guardia Negro más mediocre. Había tenido talento en su día, pero cuando comprendió que podía trazar cualquier combinación de color y obtener instantáneamente el arma que exigiera la ocasión, dejó de practicar con el acero con la regularidad necesaria para medirse con guerreros profesionales como los de la Guardia Negra.

Siempre que el combate fuera justo, naturalmente, concepto desconocido para los trazadores. También los Guardias Negros luchaban con lo que tenían a mano: espadas, magia, copas de vino o puñados de arena.

También se guardó las pistolas ilytianas en el cinturón. Tan solo para fardar.

Cuando Gavin cruzó la puerta, encontró dos Guardias Negros esperándolo. Su escolta. Era el acuerdo al que había llegado con la Blanca. Tenía permiso para viajar sin la Guardia Negra cuando lo considerara absolutamente imprescindible (la mayoría de las veces), siempre y cuando accediera a tolerar su presencia cuando estuviera en un lugar propicio para los intentos de asesinato. A la Blanca no le gustaba su interpretación del acuerdo, pero Gavin se aferraba con tenacidad a la escasa libertad de movimientos que le quedaba.

Cruzó con paso rápido el único pasillo que separaba las dos mitades de este nivel. La Blanca y él se dividían la planta. Debido a la rotación de la Cromería, la mitad de Gavin siempre apuntaba hacia el sol. Resultaba irónico que la Blanca debiera pasarse la vida a la sombra, aunque con los años había aprendido a apreciarlo. Reducía la tentación de trazar y acelerar su muerte. Gavin volvió a preguntarse cómo lo soportaba. Sin trazar, él se sentiría vacío y débil. La vida no tendría razón de ser sin la cromaturgia. Era lo que lo definía. Sin duda había sido igual para la Blanca; sin embargo, continuaba con vida, y su voluntad seguía siendo tan férrea como recta su espalda.

Tras dejar atrás a los Guardias Negros que custodiaban su habitación, llamó a la puerta con los nudillos.

—No está —dijo el vigilante a su izquierda—. La Blanca ha ido a reunirse con la Cromería. Pensó que sería descortés hacer esperar al Espectro al completo por culpa de la tardanza de un solo hombre.

Así demostraban su desagrado los Guardias Negros. Sus escoltas supieron adónde se dirigía en cuanto encaminó sus pasos hacia la habitación de la Blanca en vez de hacia el elevador, pero no le habían avisado. Los Guardias Negros de la Blanca supieron adónde iba en cuanto lo vieron, pero no le informaron de la ausencia de la Blanca hasta que hubo llamado a la puerta, provocando que perdiera más tiempo y se demorara más todavía. ¿La tardanza de un solo hombre? ¿De qué va a hablar el Espectro sin mí? Fui yo quien convocó la asamblea.

Como de costumbre, los Guardias Negros manifestaban su irritación con cautela. Nadie les causaría problemas durante una temporada, Puño de Hierro se encargaría de ello. Si contrariaban a Gavin algo más que ocasionalmente, el Prisma redoblaría sus esfuerzos por darles esquinazo y no podrían protegerlo, como les habían encomendado. Aun así, querían que los respetara. Y Gavin lo hacía, a su manera.

Pocas personas se ofrecen voluntarias para interceptar una flecha con el cuerpo sin saber siquiera si van a gustarles el Prisma o la Blanca cuyo cuidado les asignen. Pero se negaba a que lo encadenaran. El poder era libertad. Debía conservarlo a cualquier precio.

—Si no podéis servirme bien —dijo Gavin a sus dos Guardias Negros—, no podéis servirme en absoluto. —Giró sobre los talones y se dirigió al elevador.

Guardaron silencio, por supuesto. Se limitaron a flanquearlo. El comandante Puño de Hierro los adiestraba para que ignoraran aquellas órdenes que pudieran entrañar algún peligro para sus protegidos.

Gavin agitó los brazos hacia abajo y trazó unos barrotes de luxina azul reforzados con amarilla a izquierda y derecha. Los Guardias Negros titubearon por un momento mientras él mantenía el paso rápido y cerraba el hueco en el centro. Siguió caminando sin mirar atrás mientras levantaba muros sólidos de azul, rojo, verde, amarillo y supervioleta.

Sintió una pequeña satisfacción. Era innegable que su hermano había conseguido alterarlo. Malnacido.

Pero al mismo tiempo, esto era inevitable. La Guardia Negra debía comprender que no podía controlarlo. Así actuaban los guardaespaldas inteligentes: te cortan las alas un poquito, después un poquito más, y antes de darte cuenta ya no puedes volar. Gavin no pensaba permitir que ocurriera tal cosa. Si los Guardias Negros revoloteaban a su alrededor en todo momento, como parecían desear de un tiempo a esta parte, desentrañarían no solo la existencia del deslizador y el cóndor, sino también el secreto definitivo. ¿Qué harían si descubrían que Gavin en realidad no era Gavin? Podrían decidir que era el Prisma a efectos prácticos y dejarlo correr. O decidir que constituía una amenaza para el auténtico Prisma. O escindirse en facciones rivales. Interesante idea, un puñado de trazadores guerreros de élite intentando aniquilarse mutuamente. Eso era lo que hacía que esto fuera necesario. La Guardia Negra debía aprender a aceptar las migajas que les concediera Gavin: Podéis protegerme si me servís incondicionalmente, privilegio que os retiraré cuando me plazca, por el motivo que sea, o por ninguno en absoluto.

Al principio, años atrás, el comandante Lanza disciplinaba a los Guardias Negros que dejaban escapar a Gavin. Cuando eso no dio resultado, convirtió los castigos en un espectáculo público, avergonzando a los Guardias Negros por algo de lo que no tenían ninguna culpa. Gavin lo sentía en el alma, pero no alteró ni un ápice su conducta. El comandante Lanza aumentó las penas y llegó a azotar públicamente a varios hombres, entre ellos un joven Puño de Hierro. Gavin respondió bostezando e impidiendo que la Guardia Negra se acercara a él durante un mes. A continuación había recorrido mercados atestados, dejando maniatados y amordazados a los Guardias Negros enviados por el comandante Lanza, y lo había hecho en las postrimerías de la guerra, cuando había no pocas personas dispuestas a asesinarlo en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando por fin se produjo el temido intento de asesinato, sin que hubiera ningún Guardia Negro presente, el comandante Lanza relevó de su cargo a los seis guardaespaldas que deberían estar protegiendo a Gavin. La Blanca decidió tomar cartas en el asunto por fin y destituyó a su vez al comandante Lanza. A Gavin no le dio pena. Tras descubrir que apelar al sentimiento de culpa de Gavin no daba resultado, el hombre debería haber intentado otra estrategia. Alguien incapaz de cambiar de táctica jamás debería estar al frente de la Guardia Negra.

Aquel gesto no había aumentado el círculo de amistades de Gavin, pero sí lo había dejado al mando. Además, no necesitaba amigos. Los dos Guardias Negros apostados ante el elevador cruzaron las miradas al verlo. El de la izquierda era una mujer, bajita pero fornida como un toro.

—Noble Prisma —dijo—, veo que viaja sin escolta. ¿Puedo acompañarlo?

Gavin sonrió.

—Puesto que lo preguntas tan educadamente.

Abrieron el elevador para él, y en cuestión de momentos estaba en la planta inmediatamente anterior a la que Gavin compartía con la Blanca. Los Guardias Negros de servicio pestañearon al ver a la solitaria escolta. Sin duda estaban al corriente de los turnos de la guardia y sabían que la mujer no estaba asignada al Prisma, así como que este no debería estar protegido por una sola Guardia Negra.

—Noble Prisma —dijo uno de ellos, un bicromo de rojo y naranja muy alto, de tan solo veinte años de edad, y por consiguiente con mucho potencial—. ¿Puedo acompañarlo?

—Gracias, pero no —respondió Gavin—. Nadie puede protegerme de lo que me espera aquí.

Gavin le había dicho a Kip que la Blanca intentaba compensar el poder del Prisma, pero no le gustaba mucho cuando lo hacía.

Entró en la sala del consejo. Los Colores estaban diseminados alrededor de la mesa. El protocolo dictaba que se sentaran en orden: Subrojo, Rojo, Naranja, Amarillo, Verde, Azul, Supervioleta, Negro, Prisma, Blanca. En reuniones como esa, sin embargo, el atractivo de la compañía de un amigo o la tentación de ocupar una de las sillas más cómodas se imponía a la tendencia natural a sentarse siempre en el mismo sitio. Gavin encontró el último hueco entre la Supervioleta, una pariana espigada, toda piel y huesos, llamada Sadah, y el fofo ruthgari de tez clara y barba negra, Klytos Azul.

Gavin le había explicado a Kip que cada Color representaba a una región, lo cual era cierto a grandes rasgos. Cada sátrapa o satrapesa designaba un Color. Para muchos gobernantes era la decisión más importante que habrían de tomar en su vida. Pero el sistema había empezado a desmoronarse antes incluso de que estallara la Guerra del Falso Prisma, cuando Andross Guile accedió al sillón Rojo mediante sobornos y chantajes, a pesar de que el Bosque de Sangre ya tenía un Color. Su audacia lo había llevado a robar ese asiento a Ruthgar, alegando que la franja de terrenos pantanosos que poseían los Guile en esa región los cualificaba para optar al sillón ruthgari.

Después de la guerra, por supuesto, se había empleado una lógica parecida para privar a Tyrea de su lugar.

La cantidad de capas de lealtad superpuestas y entrelazadas era vertiginosa. Tanto el Rojo como el Verde eran ruthgari y, por tanto, proclives a aunar fuerzas en todo lo que atañera a Ruthgar. Pero el Verde era a su vez primo de Jia Tolver, la Amarilla de Abornea. Los aborneanos controlaban las rutas comerciales parianas y ruthgari que pasaba por las Angosturas, por lo que cualquier debate relacionado con el comercio terminaba en disputa entre ellos, pero en cualquier otra circunstancia siempre intentaban formar una piña. La Subroja era oriunda del Bosque de Sangre, región aliada ahora con sus fuertes vecinos ruthgari, pero sus padres habían perdido la vida durante la guerra a manos de los hermanos del Verde. Y así una y otra vez. Todas las familias nobles de las Siete Satrapías hacían todo lo posible por introducir al menos un hijo o una hija en la Cromería, siquiera para intentar guardarse las espaldas.

A su vez, todos los miembros del Espectro hacían todo lo posible por velar por sus propios intereses. Los lazos familiares, de clanes, nacionales, cromáticos e ideológicos se extendían en todas direcciones. Los Colores eran instrumentos políticos además de mágicos. Alcanzar el título de Color requería cierta cantidad de aptitud cromatúrgica, la Blanca se encargaba de ello, pero una vez superado ese listón, no pocos de estos asientos habían encontrado ocupantes a la vez que sus respectivas casas abrían las puertas a recuas de mulas cargadas de oro. Gavin sabía que así había sido cuando su padre ingresó en la orden.

Desde su silla de ruedas, la Blanca anunció:

—Se inicia la sesión. Que conste en acta que están presentes todos los Colores salvo el Rojo. —Lo aborrecían. Detestaban ser incapaces de librarse de Andross Guile. Odiaban el hecho de que, contraviniendo todas las normas, no hubiera asistido a ninguna asamblea en cinco años pero siguiera exigiendo que se contara con su voto. El hecho de que lo emitiera siempre mediante un mensajero daba fe de lo poco que valoraba sus opiniones. Andross Guile hacía oídos sordos a todas las argumentaciones, por elocuentes que fueran. Insistía en contemplar y sopesar todos los asuntos en solitario, y sus decisiones no dependían de la farsa de estas reuniones del Espectro. Pero también lo temían. La Blanca dijo—: Lord Prisma, puesto que vos habéis convocado esta asamblea, el proceso queda en vuestras manos.

Creía que estaba frustrando sus planes. Que se había vuelto demasiado independiente. Que podría volverse peligroso si no tiraba de la correa.

Cuidado, Orea. Cuando se les aprieta, los perros se vuelven dóciles… pero los lobos se vuelven salvajes.

La relación de Gavin con el Espectro siempre había sido espinosa. Mientras se recuperaba de las heridas sufridas en la Roca Hendida, por supuesto, le habían despojado del título de prómaco, arrebatándole así el control de los ejércitos, como dictaba la costumbre. Pero no estaban seguros de que él se lo consintiera. Lo había hecho más que nada por aclimatarse a su nueva identidad, pero ninguno de los Colores le inspiraba demasiadas simpatías a nivel personal. El sentimiento era mutuo. Había vivido demasiado tiempo, se había vuelto demasiado poderoso. No los necesitaba, y eso los asustaba.

Odiaban a su padre. Odiaban a todos los Guile, y ponían la zancadilla a Gavin siempre que podían.

Paciencia, Gavin. Tienes tiempo de sobra para cumplir el sexto propósito. Espacio de sobra para maniobrar. Eres el hijo de Andross Guile.

—Debemos liberar la ciudad de Garriston de inmediato, retirar todas nuestras tropas y entregársela al rey Garadul —dijo Gavin—. Preferiblemente junto con nuestras disculpas por no haberlo hecho antes.

Se hizo el silencio. Seguido de más silencio embarazoso.

Klytos Azul soltó una risita nerviosa. Cuando nadie más lo imitó, optó por cerrar la boca.

—¿Rey? —preguntó la Blanca.

—Así se hace llamar ahora. —Gavin no ofreció más explicaciones.

—Es imposible que habléis en serio, lord Prisma —dijo Sadah Supervioleta—. El gobierno se transferirá a Paria dentro de unas semanas. Es nuestro derecho. La gente ha hecho planes. Los barcos ya han empezado a zarpar. Si debemos mantener esta conversación, que sea dentro de dos años.

—De ninguna manera —intervino Delara Naranja, una bicroma cuarentona de grandes senos caídos cuyos iris estaban repletos hasta el mismo borde de destellos rojos y anaranjados. Era natural de Atash, región que tomaría el relevo del gobierno después de Paria—. Paria empezó la rotación cuando aún quedaban unos cuantos tesoros en la ciudad. Y la saqueasteis entera.

—También tuvimos que reparar una ciudad que había ardido hasta los cimientos y hacernos cargo de sus enfermos y heridos. Solo nos llevamos lo que consideramos que era una recompensa apropiada.

—Basta —dijo Gavin, antes de que la discusión se les fuera de las manos—. Os peleáis por las razones equivocadas. No se trata de quién ostenta el gobierno, ni en qué orden, ni por cuánto tiempo. Hace dieciséis años que aplastamos a Tyrea. Siguen sin tener representación en esta sala. Con cada año que pasa, desciende el número de tyreanos en la Cromería. ¿A qué se debe eso? ¿Acaso han dejado de nacer trazadores allí? ¿O es porque les hemos exigido un tributo tan ruinoso que ya no pueden ayudar económicamente a sus trazadores, lo que a su vez contribuye a empobrecer aún más sus tierras? Luego ocupamos Garriston, su puerto principal y su ciudad más importante, y vuestros gobernadores cargan de impuestos hasta la última naranja, pomelo y melón. He estado en Garriston, y es una sombra de su antiguo esplendor. Los grandes canales de irrigación están llenos de arena. Los cultivos están en manos de mujeres y niños, o de nadie, y de sus trazadores no queda ni rastro.

—¿Los compadeces? —preguntó Delara Naranja—. Cuando mis hermanos se levanten de entre los muertos y el Castillo de Ru sea reconstruido, sentiré pena por Garriston. Se unieron a Dazen. Fue su guerra la que truncó decenas de miles de vidas. Vi cómo arrojaban por la Gran Escalera al hijo de dos años de la satrapesa Naheed. Vi cómo abrían su vientre de embarazada, sacaban al bebé y hacían apuestas sobre lo lejos que uno de sus hombres sería capaz de tirar escaleras abajo a la criatura, que no dejaba de llorar. Le cortaron la nariz a la satrapesa, y las orejas, los pechos, los brazos y las piernas, y la lanzaron rodando detrás de su hijo. Delante de nuestros ojos. El bebé llegó hasta el último escalón, por si sientes curiosidad. Parte de su cerebro me salpicó el vestido. Quería intentar atraparlo, pero no me moví. Nadie lo hizo. ¿Esas son las personas de las que te gustaría que nos apiadáramos? ¿O te refieres tal vez a las que hundieron la flotilla de refugiados al completo, cuando no había ni un solo trazador u hombre armado a bordo?

Aquello fue culpa de Gavin. De Dazen. Había enviado un general joven y sin experiencia, Gad Delmarta, que siempre había sido eficiente y directo. Gavin había pedido a Gad que asegurara Ru. El general Delmarta había interpretado que debía cerciorarse de que jamás volvieran a encontrar oposición. Había exterminado a la familia real (a los cincuenta y seis miembros que la componían, más decenas de esclavos) públicamente, uno por uno, en orden de sucesión, y había incendiado su esplendoroso castillo, el orgullo de Atash. Cuando la gente intentó huir, el general Delmarta envió trazadores de fuego en pos de la flotilla. Gavin no se había enterado hasta mucho después, ¿y qué podría haber hecho entonces? Estaban en guerra, el general había cumplido sus órdenes, y cuando Delmarta marchó a continuación sobre la majestuosa ciudad de Idoss, esta se había rendido sin ofrecer resistencia porque lo temían, debido precisamente a su crueldad.

—Quizá —dijo Gavin— podríamos hacer recuento de los niños que perdieron la vida cuando incendiasteis Garriston en represalia y bloqueasteis las puertas de la ciudad para que nadie pudiera escapar. Creo recordar que todos los trazadores y, salvo doscientos, todos los soldados tyreanos se encontraban a cien leguas de distancia en aquel momento. ¿Cuánto tardó el río en despejarse de cadáveres? Tantos cuerpos diminutos flotando en el agua. Aun a pesar de los cientos de tiburones que chapoteaban en la espuma sanguinolenta de la bahía, transcurrieron semanas, ¿no es cierto?

Gavin nunca había averiguado de quién fue la idea, pero cuando Garriston ardió, alguien había estacionado trazadores rojos a lo largo de todo el perímetro de las murallas. Los soldados escudaron a los trazadores mientras estos descargaban una tormenta de luxina sobre la ciudad. La luxina roja se empleaba como combustible para las lámparas. Esparcida por toda la ciudad, la convirtió en un infierno para los habitantes de Garriston. Decenas de miles de personas habían saltado al río, y miles más habían saltado encima de ellas. La aglomeración de cuerpos había bastado para congestionar el caudal en algunos tramos. A continuación, algunos de los trazadores más ingeniosos de su hermano mayor habían enviado luxina roja flotando río abajo en botes de luxina verde o azul, o mezclado luxina roja y naranja para crear un combinado tan inflamable que podía arder incluso debajo del agua, o habían añadido supervioleta al rojo para que las llamas se deslizaran por la misma superficie del agua. Entre el fuego, el humo, el agua, el tropel de personas, las muertes por aplastamiento cuando edificios enteros se desplomaron en el río atestado, y las llamas transportadas por la corriente, la magnitud de la masacre había sido inimaginable.

Antes de la guerra, Garriston albergaba más de cien mil personas. Las campañas de reclutamiento habían reducido esa cifra aproximadamente a ochenta mil. Después de los incendios, tan solo quedaban diez mil supervivientes, y después del primer invierno, la mitad.

—Basta —dijo el Negro. Carver no era trazador, por lo que en algunos aspectos se podía considerar el eslabón más débil del Espectro. Como Negro, era responsable de la mayoría de las trivialidades consustanciales al gobierno del Pequeño Jaspe: la importación de alimento, la organización del comercio, la adjudicación de contratos, el reclutamiento y la manutención de los soldados, el mantenimiento de los edificios y los muelles, la construcción de barcos, y todo aquello que la Blanca dejaba en sus manos para poder concentrarse en el control de la Cromería. Pero era un hombre formidable, y Gavin lo respetaba—. Podríamos pasarnos el día entero enumerando horrores, lord Prisma. Pero ¿qué razón hay para ello?

La razón, de los cinco grandes propósitos que me quedan, es la única puramente altruista: liberar Garriston. Esas personas están sufriendo por mi culpa, y vosotros, hatajo de malnacidos, habéis frustrado todos mis intentos por ayudarlas.

—La razón —dijo Gavin— es que los tyreanos tienen tantos motivos para odiarnos como nosotros a ellos. Llevamos dieciséis años castigándolos por la guerra. Muchos de los que pagan el precio ahora eran niños cuando estalló el conflicto. No entienden por qué deberían seguir pagando por lo que sus difuntos progenitores hicieron o dejaron de hacer. Nos detestan, y la verdad es que ninguno de nosotros… ninguna de las Siete Satrapías… quiere regresar allí con un ejército.

—¿Qué insinúas? —preguntó el señor de la lux Negro—. ¿Dispones de información privilegiada acerca de alguna amenaza?

—Insinúo que como no nos retiremos de Garriston y renunciemos a nuestras condiciones, el rey Garadul tomará la ciudad por la fuerza e impondrá las suyas. —A eso se refería el rey Garadul al decir que pensaban recuperar lo que les habían arrebatado. Pero Gavin no podía desvelar esa información sin sacar a la luz otros secretos, y de todas formas no lo creerían.

—No entiendo el chiste —dijo nerviosamente Klytos Azul. Era un cobarde de los pies a la cabeza, pero Gavin sabía que Ruthgar no iba a renunciar a Garriston de buena gana—. Tenemos mil soldados y cincuenta trazadores allí. Tan solo estos últimos bastarían para repeler cualquier ejército que pueda reunir el tal «rey» Garadul.

—Hincar la rodilla ante un rebelde, un hombre que se autoproclama rey… es inimaginable —dijo la Naranja—. Merece morir.

Ay, padre, lástima que ya no te dejes caer por aquí. Esto te encantaría. Pero yo puedo hacer algo que tú nunca pudiste.

—Para empezar —dijo Gavin—, irnos de allí sería un acto de justicia. Estamos castigando a personas que ya han sufrido demasiado, y que nos odian por ello. Llevamos dieciséis años plantando las semillas de otra guerra. Ellos empezaron la última, sí. El general Delmarta nació en Garriston, sí. Pero eso no nos exime de lo que hicimos, que no solo fue una equivocación, sino también una estupidez.

—¿Disculpa? —dijo Delara Naranja. Su antecesora en el cargo, su madre, había sido la artífice del plan de ocupación rotatorio.

—Ya me has oído —dijo Gavin—. Apenas si recibimos trazadores tyreanos. ¿Crees que se debe a que ya no nace ninguno? ¡Ja! ¿Y si en vez de estudiar aquí como pordioseros, vilipendiados y acusados de traidores, alguien hubiera decidido adiestrarlos más cerca de sus hogares? Ha surgido una nueva escuela, una Cromería consagrada a la venganza, por culpa de nuestra estupidez y estrechez de miras.

—Eso es absurdo —dijo Delara—. Algo así habría llegado hasta nuestros oídos.

—¿Y si no lo hubiera hecho? —preguntó Gavin—. Quizá la calidad de esa instrucción no sea tan buena como la nuestra. Alimento esa esperanza. Pero aun con un puñado de hechizos de fuego rudimentarios, ¿cuánto tiempo podrían resistir los cincuenta trazadores estacionados en Garriston frente a varios cientos? ¿Durante cuánto tiempo resistirían nuestros soldados contra miles de rebeldes que podrían ocultarse a la vista de todos entre los vecinos de la zona? La cuestión es que el rey Garadul conquistará Garriston. Nos la reclamará, en términos intencionadamente inaceptables, y después la tomará por la fuerza. El único interrogante es: ¿nos pondremos en ridículo y le regalaremos su triunfo al rey Garadul antes de vernos arrastrados a una guerra para la que vuestras satrapías no tienen estómago, o renunciaremos a un tributo que, tras dividirse entre seis, es insignificante y nos desprenderemos voluntariamente de aquello que de todas formas no podemos conservar? Si cedemos Garriston antes incluso de que el rey Garadul lo pida, pareceremos magnánimos. Si le ofrecemos nuestras disculpas, pareceremos compasivos, y si hacemos las dos cosas antes de que él actúe, le arrebataremos la victoria y su causa.

—¿Tienes pruebas de todo eso? —preguntó Delara. Era correosa, como acostumbraban a ser las naranjas, pero la luxina roja también volvía a los trazadores más agresivos y temerarios con el paso del tiempo—. Porque, de lo contrario, me quedaré con la impresión de que pretendes que renunciemos a toda una ciudad sin motivo. No sabemos nada de este nuevo rey Garadul. Ha llegado al poder hace muy poco tiempo. No nos ha enviado ni un solo emisario, y menos aún nos ha comunicado la menor exigencia.

—¿Intentáis convencerme de que ninguno de vosotros ha plantado espías alrededor de Garadul? —repuso Gavin.

Silencio por toda respuesta, y unas cuantas sonrisitas sardónicas. Nadie iba a admitir algo así, por supuesto. No confiaban lo suficiente los unos en los otros. En los últimos dieciséis años no se había producido ninguna guerra, pero eso no quería decir que los intereses de todos coincidieran. La Cromería y todas las capitales estaban más repletas de espías que nunca.

—En tal caso —sentenció Gavin en un tono imperioso que sabía que los espolearía—, daos prisa.

—Noble señor de la lux, las satrapías se toman vuestro consejo muy en serio, naturalmente… —comenzó Klytos Azul. Los ruthgari odiaban a Gavin desde que puso fin a la guerra con el Bosque de Sangre.

Gavin lo atajó. Había llegado el momento de caldear los ánimos.

—Escuchadme con atención, cretinos. No sé cómo no habéis visto venir esto. O puede que algunos lo hicierais. Vuestra lealtad es encomiable. La cuestión es que estamos hablando de rebelión y herejía. El rey Garadul habla de destruir las satrapías y el mismísimo culto a Orholam. Seguro que a este le gustaría recibir más cooperación por parte de sus Colores.

—¡Basta! ¡Basta, lord Prisma! —ladró la Blanca. Miró a Gavin como si le costara creer que este hubiera podido decir algo así.

No había nada como acusar a los poderosos de idiotas, ingratos, desleales e impíos, todo a la vez. Al pasear la mirada alrededor de la estancia, Gavin vio consternación en algunos de los rostros y odio en los demás.

Klytos fue el primero en romper el silencio. Era el Azul. Era lógico que hubiera analizado la situación antes que nadie.

—Creo que deberíamos tomar en serio a lord Prisma. Lo más aconsejable es que sirvamos a las satrapías y a Orholam con el mismo celo que demuestra él a diario. —Pese a lo aparentemente inocuo de sus palabras, la malicia que destilaban no podría resultar más evidente—. Voto por que enviemos una delegación a Garriston para que evalúe la amenaza del supuesto rebelde Garadul y nos informe directamente.

—¡¿Una delegación?! ¿Qué estás, ciego, atontado o corrompido? —preguntó Gavin—. Para cuando lleguen…

—¡Gavin! —lo acalló la Blanca—. ¡Suficiente!

Sometió a votación la idea de que una delegación partiera de inmediato y regresara en el plazo de dos meses. Se aprobó con cinco votos a favor y ninguno en contra, con dos abstenciones.

Gavin se derrengó en la silla como si estuviera aturdido, derrotado. En medio del silencio reinante, antes de que nadie se levantara dispuesto a abandonar la sala, sacudió la cabeza y dijo con voz fúnebre:

—Delegué el poder después de la guerra, renuncié a la tepromaquia. Accedí a ser un simple consejero, cuando en realidad muchos querían verme convertido en emperador. Y ahora desoís mis consejos. De acuerdo. Pero decidles lo siguiente a vuestros sátrapas y satrapesas: Preparaos para la guerra. El rey Garadul no se conformará con la conquista de Garriston. Os lo garantizo.

¿Lo ves, padre?, esto es lo que puedo hacer y tú no: Fingir que he perdido.