38

Liv Danavis subió los últimos escalones hasta lo alto de la Cromería sin dejar de mirar a su alrededor, hecha un manojo de nervios. Encabezaba la breve columna compuesta por sus compañeros de clase, tambaleándose a causa de la silla con la que cargaba en volandas para evitar que tropezara con la empinada escalera. Al principio pensó que la plataforma estaba desierta, pero entonces lo vio. Su objetivo. Su última oportunidad.

El Prisma estaba de pie al filo mismo del edificio, inclinado hacia el vacío, mirando al este, más allá de la torre roja, estudiando los barcos que salpicaban la bahía de Zafiro. Aunque Gavin Guile contaba literalmente el doble de años que Liv a sus diecisiete, su figura se recortaba apolínea al sol del atardecer. Una V pronunciada desde los anchos hombros al talle, los brazos musculosos allí donde las mangas se agitaban con el mismo viento que hacía ondear sus cabellos cobrizos. Poseía esa extraña combinación tan infrecuente incluso entre las casas más nobles de las Siete Satrapías: el pelo rojo y, en lugar de las pecas que lo señalarían como bosquesangriento, la piel muy bronceada. ¿Sería verdad? ¿Era posible que ese hombre fuese el padre de Kip?

—¡Liv! ¡Muévete! —siseó Vena.

Liv se sobresaltó. Se había detenido justo en lo alto de las escaleras, bloqueando el paso del resto de la clase. Se apresuró a reanudar la marcha, ruborizándose. Sabía que no auguraba nada bueno el que Vena, siempre tan indiferente, se oliera algo. Estupendo. Liv pagaría por esto. Si la magíster Goldthorn no se encargaba de ello, sin duda lo harían algunas de sus compañeras de clase menos simpáticas.

Cuando las seis muchachas ocuparon sus puestos (no había chicos en la clase), el Prisma reparó en su presencia. Se apartó del filo de la torre y encaminó sus pasos hacia el grupo de alumnas. Al igual que cuando se sentaban en su aula habitual (si bien los días de memorizar un libro tras otro por suerte ya quedaban atrás), Liv estaba en la segunda fila, sumando su Pobreza a la Artista Indiferente de Vena y a la Hija de un Mercader de Segunda de Arana. Las muchachas que de alguna manera se las apañaban para encarnar la belleza, la riqueza, la influencia, la nobleza, la elegancia y el talento en tan solo tres cuerpos se habían sentado en primera fila, como exigían siempre. La magíster Goldthorn, apenas tres años mayor que sus discípulas, bailaba al son que marcaban esas muchachas.

Gavin Guile se plantó ante la clase.

—Salve, discípulas —dijo. Era el saludo tradicional de los profesores.

—Salve, magíster —respondieron al unísono, sin pararse a pensar si deberían dirigirse a él por otro título. Después de todo, era el Prisma.

—Bueno —dijo este, con una sonrisa ladeada. Por Orholam, qué guapo era—. Hoy soy un simple magíster. Y vosotras, simples espejeos.

—Destellos —matizó Liv, antes de darse cuenta.

Se hundió en la silla mientras la magíster Goldthorn siseaba y todas sus compañeras la observaban fijamente, incrédulas. ¡A quién se le ocurre corregir al Prisma! Si se le antojaba afirmar que arriba era en realidad abajo, todos deberían asentir con una sonrisa. Pero no parecía molesto. Se limitó a observar fijamente a Liv durante un momento interminable con sus inquietantes ojos prismáticos.

—Ah, sí —dijo—. Bueno, puesto que sois alumnas avanzadas, supongo que querréis hacerme algunas preguntas. ¿Cómo te llamas?

—¿Yo? —preguntó Liv. Por supuesto que se refiere a mí, está mirándome directamente—. Hum, Liv.

—¿Humliv?

El rubor de Liv se intensificó.

—Aliviana. Liv. Liv Danavis. —¿Había añadido eso último con la esperanza de llamar su atención? ¿De lo contrario no habría dicho sencillamente Liv? ¿Intentaba congraciarse con él, tal y como deseaban sus amos ruthgari?

—Bien hecho —susurró la Belleza de la primera fila—. A la tercera va la vencida.

—¿Emparentada con el general Danavis?

Liv tragó saliva.

—Sí, señor. Es mi padre. —Ya estás vendida. Buen trabajo, Liv.

—Era un buen hombre. —El Prisma lo dijo como si de veras respetara a quien había sido responsable de la muerte de tantos de sus hombres.

—Era un rebelde. —Liv no pudo evitar que su voz se tiñera de amargura. Amargura ante el hecho de que su padre lo hubiera perdido todo en la guerra, incluida su madre. Amargura ante el hecho de que ella siempre fuera a ser diferente. Amargura ante el hecho de que su padre no hablara nunca de la Guerra del Falso Prisma, ni intentara siquiera justificarse por haber combatido en el bando equivocado.

—Y no muchos rebeldes eran buenos hombres, lo que hace que tu padre sea aún más especial. ¿Tienes alguna pregunta, Aliviana?

Se esperaba de todas las estudiantes que hubieran preparado sus preguntas de antemano, pero la Belleza, la Riqueza y la Influencia de la primera fila solían acaparar todo el tiempo de la clase con algún trazador importante, de modo que Liv no contaba con disponer de ninguna ocasión para plantear sus dudas. Titubeó.

—Yo tengo una pregunta —dijo la Belleza. Ana, como se llamaba en realidad, se inclinó hacia delante con avidez y cruzó los brazos bajo los senos. La temperatura era razonablemente agradable en lo alto de la Cromería, pero Ana debía de estar aterida, habida cuenta de lo escaso de la tela con que se cubría. Los magísteres varones rara vez pasaban por alto la combinación de belleza natural, faldas cortas y escotes generosos de Ana.

—Espera, tengo una pregunta —dijo Liv. Ya había desvelado que era la hija de Corvan Danavis. La única forma de volverse más interesante a sus ojos (y aumentar las sospechas de que era una espía) pasaba por declarar que era oriunda de Rekton y conocía a Kip.

Y la única salida consistía en ir aún más allá. Mucho más allá. Orholam misericordioso, por favor…

—Sí, Liv —dijo Gavin. Pero sin mirarla. Inexpresivo, observaba fijamente a Ana. Bajó la mirada al escote realzado, la subió a los ojos de la muchacha, y sacudió la cabeza. Tan solo una fracción. Sí, ya veo. No, no me hace gracia.

Ana palideció. Cabizbaja, irguió los hombros y se revolvió en la silla para alisarse la falda. Gracias a Orholam que Liv estaba en la fila de atrás, porque no pudo reprimir una sonrisa, a pesar de todo.

—¿Liv? —preguntó Gavin, cuyos ojos prismáticos se clavaron en ella. Hipnotizadores.

La muchacha carraspeó.

—Me preguntaba si podría hablarnos de las aplicaciones prácticas de la bicromancia del amarillo y el supervioleta.

—¿Por qué?

Liv se quedó petrificada. Sus plegarías habían sido escuchadas. Una oportunidad.

—¿Qué tal si hablamos mejor de la bicromancia del supervioleta y el azul? —intervino la magíster Goldthorn—. Es mucho más común. Tres de mis discípulas son bicromas. A Ana, aquí presente, le falta poco para ser policroma.

Gavin ni siquiera se dignó mirar en su dirección.

Liv jamás hubiera creído posible que este momento llegaría algún día. Llevaba tanto tiempo atrapada en esta clase, con estas chicas. Un año más y habría terminado. De hecho, su dominio del trazo era tal que podría presentarse al examen final ahora mismo y aprobaría sin problemas. Si no lo hacía era porque no la esperaba nada halagüeño cuando terminara. Un trabajo tedioso descodificando comunicados oficiales no confidenciales para el noble ruthgari que poseía su contrato. Ni siquiera le confiarían los comunicados secretos. Daba igual que hubiera sido un bebé de pecho durante la guerra y no profesara ninguna lealtad a la causa rebelde. Seguía siendo tyreana, y eso bastaba para condenarla a los ojos de la Cromería.

Cada una de las Siete Satrapías debía responsabilizarse de los costes de matriculación de sus estudiantes. Se trataba de una inversión que todas las satrapías afrontaban gustosas porque los trazadores desempeñaban un papel crucial en la economía, el ejército, la construcción, las comunicaciones y la agricultura. Pero Tyrea no tenía nada. Los corruptos gobernadores extranjeros de Garriston enviaban una miseria todos los años. La mayoría de los jóvenes que salían de Tyrea debían pagarse los estudios por sus propios medios. Puesto que la fortuna de los Danavis había sido saqueada durante la guerra, Liv había tenido que entrar al servicio de una mecenas ruthgari tan solo para poder quedarse en la Cromería.

Si Liv fuera natural de cualquier otra satrapía, su embajador habría obligado a su patrocinadora a pagar los gastos de su formación como bicroma so pena de rescindir el contrato. Pero ya no había ningún embajador tyreano. Existía un fondo de emergencia oficial para «casos de precariedad» como el suyo, pero hacía tiempo que se había convertido en una cartera de sobornos con la que los burócratas recompensaban a sus favoritos. Tyrea no tenía voz, ni presencia.

—Liv lo pregunta porque es una bicroma de amarillo y supervioleta —dijo Vena.

Gavin se giró hacia ella. Vena era una artista y vestía como tal. El pelo corto como un chico, esmeradamente revuelto, montones de joyas, y ropa confeccionada por ella misma. La mitad de las veces uno ni siquiera sabía a qué región pertenecía el estilo que estuviera copiando en esos momentos, si es que pertenecía a alguna. Pero si bien no era guapa, siempre llamaba la atención y (en opinión de Liv, al menos) su aspecto era espectacular. Ese día Vena había elegido un vestido vaporoso de su invención, cuyo dobladillo con bordados plateados recordaba a los diseños zoomórficos del Pueblo de los Árboles. Los diseños del espectro visible encontraban su ingenioso reflejo en el supervioleta.

—Qué jovencita tan prodigiosa —dijo Gavin, dirigiéndose a Vena—. Y buena amiga. Me encanta tu vestido. —Mientras las mejillas de Vena se teñían de carmesí, Gavin se giró hacia Liv—. ¿Es eso cierto?

—No, no lo es —terció la magíster Goldthorn—. El Trillador de Liv no arrojó resultados concluyentes, y desde entonces no ha exhibido ningún talento añadido.

Liv sacó la lente amarilla agrietada (un monóculo, en realidad) que había comprado en secreto hacía dos años. La sostuvo en alto, guiñó un ojo para mirar a través y se concentró en la piedra blanca de la Torre del Prisma. Instantes después, el cuenco que había formado con las manos ahuecadas se llenó de luxina amarilla.

Se agitaba como si fuera agua. El estado natural de la luxina amarilla era líquido. Se trataba de la más inestable de todas, sensible no solo a la luz sino también al movimiento. En condiciones idóneas, podía emplearse sobre todo para dos cosas: mantenida en su forma líquida a fuerza de voluntad, producía unas antorchas excelentes. O si no, contenida en una fina lámina sellada, podía proporcionar luz gradualmente a otros tipos de luxina, conservando sus propiedades del mismo modo que la lanolina o la cera de abejas rejuvenecían el cuero.

Liv arrojó el líquido a un lado. Ni siquiera llegó a tocar el suelo, sino que provocó un fogonazo de luz amarilla pura en el aire.

—¡Semejante desfachatez! —balbució la magíster Goldthorn—. Está prohibido trazar…

—Está prohibido —la atajó Gavin— dilapidar los dones que nos concede Orholam. ¿Eres de Tyrea, Aliviana?

La magíster Goldthorn se mordió la lengua. Nadie interrumpía al mismísimo Prisma, y menos dos veces.

—Sí —respondió Liv—. De una pequeña ciudad que no queda muy lejos de la Roca Hendida, de hecho. Rekton.

Los ojos del Prisma parecieron relampaguear por un segundo, pero podrían haber sido imaginaciones de Liv, porque dijo:

—¿Cuánto tardaste en tirar de la cuerda de trillado?

—Dos minutos y cinco segundos —respondió la muchacha. Se consideraba una marca impresionante.

El Prisma la observó intensamente, pero su expresión se suavizó cuando dijo:

—Tan obstinada como tu padre, ya veo. Yo superé el primero a duras penas. Bien hecho. Así que… supervioleta y amarillo. Observa. —Extendió las manos.

Las pupilas de todas las muchachas se redujeron a diminutas cabezas de alfiler. La luxina supervioleta era indetectable a simple vista. Ni siquiera una mujer capaz de trazar supervioleta lo vería a menos que supiera dónde buscar.

—Vuestras lecciones normales habrán cubierto… sin duda hasta el hartazgo… la redacción de misivas con luxina supervioleta.

Y tanto. La invisibilidad del supervioleta era el motivo por el que sus trazadores se empleaban en las comunicaciones. Pero además de eso, todas las satrapías investigaban el cifrado y la mejor manera de acumular, tergiversar y ofuscar los mensajes escritos con supervioleta, encerrándolos en frágiles bucles susceptibles de destruirse si los manipulaba alguien que desconocía la forma exacta de abrirlos y leerlos. Era entretenido, durante algún tiempo. Pero hacía mucho, muchísimo tiempo que había dejado de serlo.

—¿Sabéis para qué es genial el supervioleta? —preguntó Gavin—. Para poner la zancadilla a la gente. —Todas las chicas de la clase sonrieron con expresión de culpabilidad. Todas lo habían hecho en uno u otro momento—. No, en serio. Las travesuras nos descubren aplicaciones de los colores que a nadie se le habían ocurrido antes. Se necesita un poco de picardía para pasar a la historia. El supervioleta sellado no es tan resistente como el verde o el azul, pero no pesa casi nada, ¡y por el amor de Orholam, es invisible! —Gavin trazó un huevo supervioleta hueco del tamaño de su mano. Una mueca fugaz se cinceló en sus rasgos, como si le doliera algo—. Lo más peliagudo, Liv, es entender cómo libera su poder el amarillo. Ahora, dentro de este huevo, trazamos líquido de ese color. —Lo hizo—. Lo más importante es no dejar absolutamente nada de aire dentro del recipiente. Tiene que ser macizo. —Lo cerró mientras miraba a las chicas, sin prestar atención. Sin darse cuenta, había dejado una burbuja de aire dentro del huevo.

»Si es macizo, completamente hermético, aunque se sacuda…

Liv levantó una mano y abrió la boca, pero fue demasiado lenta.

Gavin sacudió el huevo, que explotó con un destello cegador.

Todos se tiraron al suelo.

Antes incluso de abrir los ojos, Liv oyó a Gavin reírse. ¿Se había vuelto loco? Al levantar la cabeza, vio que el Prisma ni siquiera se había despeinado.

—Ahora bien —dijo Gavin—. Si ese huevo hubiera estado hecho de luxina azul, la metralla nos habría hecho trizas a todos. Pero como todas sabéis en vuestra cabeza… ya que no en vuestro corazón ni en vuestra carne, al parecer… el supervioleta sellado se disuelve con facilidad. Lo cual no carece de utilidad. —Con una rapidez y una facilidad que asombró a Liv, trazó otro huevo y lo llenó de luxina amarilla líquida.

»Levantaos —dijo a la clase. Ana estaba llorando en silencio. Se había arañado una rodilla al caer y estaba sangrando. Le estaba bien empleado por llevar una falda tan corta. Las demás muchachas se incorporaron, enderezaron sus sillas y se sentaron. Ana se quedó en el suelo—. Levántate —le ordenó Gavin—. Dentro de unos meses serás una trazadora. ¿Quieres comportarte como una mujer? Ni siquiera estás preparada para actuar como una persona adulta.

Las palabras del Prisma zahirieron a Ana con más violencia que a nadie, pero todas las integrantes de la clase sintieron sus latigazos. Liv pensó que lo mismo podría aplicarse tanto a ella como a Ana. Apartó la mirada de esta, comprendiendo cuán fácil sería estar en su lugar en estos momentos. Sintió una momentánea punzada de compasión por su compañera, seguida de una oleada de irritación. Ana siempre le había hecho la vida imposible.

Gavin no tardó en desviar su atención de Ana. Arrojó un hilo de supervioleta al cielo. Era tan liviano que el viento lo atrapó y lo arrastró hacia el oeste, lejos de la torre, pero mientras el Prisma mantuviera la luxina abierta y continuara trazando, podría enviarla cada vez más arriba a gran velocidad. Así lo hizo. A continuación, acercó el huevo amarillo al hilo de luxina, lo sujetó con unos nudos y lo lanzó por los aires. La fuerza del retroceso empujó su mano derecha violentamente hacia abajo.

El huevo recorrió la línea invisible a gran velocidad, siguiendo una trayectoria curva mientras se elevaba sobre la torre. En la cúspide, a doscientos pies de altura, explotó con un estallido atronador. Liv oyó exclamaciones de asombro y sorpresa procedentes del patio, a lo lejos.

—Ahora, imaginaos que lanzara eso contra un destacamento de caballería al galope. No mataría a nadie directamente, pero a los caballos les gustan las cosas que explotan en su cara tanto como a las niñas remilgadas.

El repentino silencio consiguiente se tiñó de caras pálidas y mejillas sonrojadas.

—Hay otro par de usos especiales que se le pueden dar al supervioleta en el trazo bicolor. ¿Alguien? —preguntó Gavin.

Ana levantó la mano con timidez. El Prisma asintió con la cabeza.

—¿El control a distancia?

—Correcto. Hay que dejar el canal supervioleta abierto, y cuanto más larga sea la línea, más dificultad entrañará su control. Es como hacer malabares sin poder ver las bolas. Pero… —Un remolino de color centelleó en sus ojos, y en sus manos extendidas apareció una bola roja, una amarilla, una verde, una azul y una naranja. (Liv vio que volvió a torcer el gesto, como si acabara de sufrir un tirón en la espalda). A continuación empezó a hacer malabares con ellas. Todas las muchachas, incluso la magíster Goldthorn, contuvieron la respiración. Primero, porque las propiedades de las bolas no eran las que cabría esperar. La de color naranja era viscosa y resbaladiza. La roja, pegajosa. La amarilla, líquida. Y en segundo lugar, por supuesto, porque ver cómo alguien hacía malabarismos con cinco lo-que-fuese suscitaba el asombro de cualquiera.

Oh. Liv lo pilló. Todas las bolas estaban recubiertas de una finísima película de luxina azul, llena de luxina de otro color.

Gavin cerró los ojos y siguió haciendo malabarismos. Imposible. ¿Estaba pavoneándose? No… sí, pero también estaba enseñándoles algo.

—Ah —dijo Liv, complacida.

—Alguien lo ha entendido. —Gavin abrió los ojos—. ¿Cómo puedo hacer malabares con los ojos cerrados?

—Eres el Prisma. Para ti nada es imposible —murmuró alguien.

—Gracias, llevaba el día entero sin que nadie me besara las posaderas, pero no.

¡¿De veras acababa de decir eso?!

—No estás haciendo malabares —dijo Liv, la primera en recuperarse.

Gavin alejó las manos de las bolas danzarinas, que siguieron dibujando la misma trayectoria intrincada en el aire. Todas las alumnas entornaron los párpados y vieron el hilo de luxina supervioleta que conectaba las bolas. Estas se limitaban a seguir la pista invisible.

—Eso es. Si se presenta una explicación visible, por asombrosa que parezca, podrá ocultarse un fenómeno invisible delante de las narices de cualquiera. Ese es el poder de la luxina supervioleta. Escucha, Aliviana, ¿te importaría hacerme un favor?

—Claro que no.

El Prisma sonrió.

—Bien. Te tomaré la palabra. —Se dio la vuelta. Había una mancha oscura en la espalda de su camisa. ¿Era sangre? ¿Debería decir algo Liv?—. Magíster Goldthorn, lo siento, pero tengo que irme. Te dejo a deber media clase, pero te lo compensaré. Mientras tanto, si no te importa informar a los funcionarios pertinentes, a partir de este momento Aliviana Danavis queda reconocida como bicroma de supervioleta y amarillo. Su formación empezará de inmediato. Me sentiría… decepcionado si su atuendo fuera inferior en cualquier aspecto al del bicromo ruthgari medio. Las arcas de la Cromería correrán con los gastos. Si alguien tiene algún problema al respecto, dile que hable conmigo.

Liv se olvidó al instante de la camisa de Gavin. No daba crédito a sus oídos. Con tan solo un puñado de frases, el Prisma lo había cambiado todo. La había liberado. ¡Bicroma! Había pasado, en resumidas cuentas, de aspirar a una vida redactando cartas para un noble cualquiera en algún pueblo recóndito a aspirar a un futuro que solo Orholam sabía qué la deparaba. Pensó que debían de ser imaginaciones suyas, hasta que vio la misma expresión de incredulidad plasmada en el rostro de la magíster Goldthorn. Era real. Tardó un momento más en asimilar la segunda parte del discurso del Prisma. Liv iba a recibir un uniforme equivalente al de un bicromo ruthgari a expensas de la Cromería. Y los ruthgari alojaban a sus trazadores en los apartamentos más suntuosos. Formaba parte de su estrategia para captar a los mejores talentos.

A poco que Liv jugara bien sus cartas, podría escapar de las garras de Aglaia Crassos, esa arpía del averno.

Gavin sonrió en su dirección. En su expresión, Liv vio un deleite travieso e infantil mezclado con algo más profundo que no logró identificar. Acto seguido se fue.

Pero mientras observaba cómo el Prisma bajaba los escalones a paso ligero hasta perderse de vista, sobrevino a Liv una turbación imprecisa. Acababa de obtener todo cuanto deseaba, e incluso aquello que ni siquiera se atrevía a desear. Pero también había ocurrido algo más.

El Prisma acababa de comprarla. No sabía qué era lo que la hacía tan especial, pero dudaba que se tratase de un simple capricho. Miró a Vena, que se encogió de hombros, con los ojos como platos. Gavin Guile tenía planes reservados para Liv, y esta los afrontaría encantada. ¿Cómo podría negarse? Sin embargo, le gustaría saber de qué se trataba.