En opinión de Kip, la primera planta de la Torre del Prisma parecía una selva infestada de bancos, escritorios, carteles, colas de espera y escribanos. Saltaba a la vista que todos los asuntos de la Cromería pasaban por esa sala. Había filas para los comerciantes que esperaban firmar contratos para suministrar víveres, filas para los comerciantes que esperaban entregar los víveres contratados, filas para cualquier otro tipo de transacción comercial que a Kip se le pudiera ocurrir, filas para la presentación de quejas provocadas por los residentes de la Cromería, filas para desempleados en busca de ocupación, filas para la resolución de disputas acontecidas en el Gran Jaspe. Había incluso filas para los nobles, si bien esas estaban atendidas por más escribanos que ninguna otra. Imperaba en la sala un incesante murmullo de actividad, pero a pesar del bullicio, era evidente que la Cromería funcionaba como un molino bien engrasado. La gente se mostraba impaciente pero no irritada, aburrida pero no huraña.
El comandante Puño de Hierro condujo a Kip hasta una mesa atendida por un solo escribano ante la cual no había ninguna cola.
—Los demás oscuros del año ingresaron hace semanas.
—¿Oscuros?
—Así llaman a los de tu clase. Extraoficialmente. Oficialmente, aspirantes: quieres formar parte de la Cromería, pero aún no lo has conseguido. Ergo, eres un oscuro. Oscuros, tenues, espejeos, destellos, centellas. Pero no hace falta que memorices todo eso ahora mismo.
Kip abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin decir nada. También Puño de Hierro guardó silencio hasta que llegaron a la mesa. El escribano, que hasta ese momento parecía estar soñando despierto, se sentó recto en la silla al ver al comandante Puño de Hierro.
—¿Sí, comandante? ¿En qué puedo ayudarle?
—Traigo un aspirante para su examen inmediato.
—Inmediato quiere decir…
—Ahora mismo.
La nuez del escribano dio un respingo.
—Sí, comandante. ¿El nombre del aspirante?
—Kip. Kip Guile —respondió Puño de Hierro.
El escribano cogió su pluma, empezó a escribir, llegó hasta la mitad del nombre y se quedó petrificado.
—¿Guile quiere decir…?
—Quiere decir que no hace falta que hables tan alto. ¿Algún problema? —preguntó Puño de Hierro.
—No, señor. Iré a hablar con mis superiores. Puede pasar a la sala de exámenes. Estoy seguro de que los examinadores llegarán enseguida. —Con un cabeceo sucinto, el escribano se levantó y se dirigió corriendo a uno de los despachos del fondo.
—Entiendo el resto, pero ¿qué es un espejeo? —preguntó Kip mientras subían juntos las escaleras. Se pisó la pernera del pantalón cuando se disponía a montar otro escalón, y a punto estuvo de caer de bruces. Carraspeó y se recogió los dobladillos. La vida sería mucho más fácil si tuviera cintura.
—Es el reflejo de la luz en el agua —explicó Puño de Hierro.
Ah, conque oscuro, tenue, espejeo, destello, centella. Una progresión lumínica.
—Ahora, silencio —dijo Puño de Hierro—. Se supone que este es un momento solemne. Entra en la sala y no digas nada hasta que acabe el examen. ¿Entendido?
Kip estuvo a punto de contestar en voz alta, pero se contuvo a tiempo y asintió con la cabeza. Esto podría ser más complicado de lo que pensaba. Puño de Hierro indicó la puerta con un ademán, y Kip transpuso el umbral. Puño de Hierro cerró la puerta detrás de él.
La habitación era completamente anodina. Una de las paredes se curvaba ligeramente hacia dentro, por lo que Kip dedujo que se trataba del lateral de la torre. Aparte de esa irregularidad, la sala consistía en un cuadrado de diez pasos de lado dominado por la piedra blanca, con una mesa y una silla de madera. La iluminación provenía de un extraño cristal blanco integrado en la pared, parecido a los que Kip había visto en todos los pasillos e incluso, ahora que lo pensaba, en la inmensa sala de las colas de espera que había en la planta baja. Kip se dejó caer en la silla. La semana había sido agotadora. ¿Era ayer tan solo cuando estaba deslizándose sobre las olas, cuando había intentado ahogarse, cuando había intentado navegar? ¿Era hacía apenas unos días cuando…? No, Kip no quería pensar en ello. Demasiado doloroso. Demasiado abrumador. Le sobrevendría el llanto de nuevo si no tenía cuidado.
Llevaba varias horas esperando cuando oyó un furioso intercambio de palabras en el pasillo, amortiguado por la puerta. Puño de Hierro, sin duda, abroncando a alguien. Kip tragó saliva con dificultad. Aunque ardía en deseos de levantarse y escuchar a hurtadillas sabía que, con la suerte que tenía, la puerta se abriría de golpe en cuanto llegara hasta ella.
Fuera cual fuese el motivo de la discusión, esta acabó tan pronto como había empezado. La puerta permaneció cerrada. Kip esperó. Y esperó. El cansancio empezaba a hacer mella en él, comenzaban a caérsele los párpados, cuando la puerta se abrió de golpe.
Un hombre de unos treinta años, con unos anteojos rojos que colgaban del cordón, también rojo, que le rodeaba el cuello, entró con paso airado. Saltaba a la vista que estaba furioso. Así pues, no debía de haber ganado el debate.
—¡En pie los oscuros! —rugió.
Kip se levantó de un salto. La silla resbaló hacia atrás, tropezó con sus piernas y cayó con estrépito al suelo. Kip se encogió, sonrió tímidamente a modo de disculpa y recogió la silla.
El hombre, con los labios convertidos en una apretada línea blanca, continuó observándolo fijamente. Tenía la nariz ganchuda y la piel olivácea de los atashianos, si bien no lucía barba, pero lo que acaparó la atención de Kip fueron los ojos, cuyos iris castaños contenían un círculo ininterrumpido de rojo intenso y estaban veteados de franjas escarlatas como rayos de sol. Kip dejó la silla tal y como estaba, miró al hombre y no encontró nada, ni el menor atisbo de lo que esperaba.
Kip se apartó de la silla. La mirada del hombre lo cubrió como un baño de odio fundido.
—Lo siento —musitó Kip, a la defensiva.
—¡Los oscuros no hablan! Ignorante escoria tyreana.
—Oh, bésame las nalgas sebosas —dijo Kip. Ups.
Cerró los ojos con fuerza para maldecirse, por lo que ni siquiera vio venir el golpe. Un puño se estrelló en su mentón, y antes de darse cuenta estaba tendido en el suelo, con la boca llena de sangre.
Kip tardaba en enfurecerse. Por lo general. Pero se puso en pie casi tan deprisa como había caído, y la rabia estaba allí, envolviéndolo todo. Todas las personas que conocía habían muerto. Todo lo que le importaba había desaparecido. Le traía sin cuidado que el trazador lo hiciera pedazos.
Pero al incorporarse de un salto, vio la luz que anidaba en los ojos del hombre. ¡Hazlo!, decían. Dame la excusa que necesito. Saldrás disparado de la Cromería antes de darte cuenta.
Y así de fácil, la ira de Kip se encauzó por canales más familiares, y recuperó el control. Sonaron pasos en el pasillo.
—Bueno —dijo Kip—. Tenemos materia prima con la que trabajar. Como beso ha sido un poco torpe, pero tu nerviosismo es comprensible. Seguro que con esa cara tan fea no es fácil adquirir práctica. Pero dije que me besaras las nalgas sebosas. Las nalgas. No las mejillas. —Hizo un gesto—. No es lo mismo. Prueba otra vez, y ahora pon más empeño.
Las facciones del trazador dieron paso de la incredulidad a la rabia. Dio un paso adelante y, justo cuando se abría la puerta, enterró un puño en el estómago de Kip. El trazador, distraído por la interrupción, no imprimió toda la fuerza deseada al golpe, pero Kip se dobló por la mitad como si se tratara del asalto más violento que hubiera recibido en su vida. Se desplomó hecho un ovillo, tosiendo sangre y jadeando sin aliento.
—¡Magíster Galden! En el nombre de Orholam, ¿qué ocurre aquí?
El trazador que había golpeado a Kip dijo:
—Me… Me… ¡Me desafió!
—¿Y por eso tenía que pegarle? ¿Como hacen los salvajes? Salga de aquí. ¡Largo! Me encargaré de usted más tarde.
El magíster Galden se giró y observó a Kip desde lo alto.
—No me olvidaré de esto. Te encontraré algún día, cuando no haya…
—Juro por Orholam que como vuelvas a abusar de tu autoridad y amenaces a un alumno en mi presencia, Jens Galden, te arrancaré los colores y te enviaré al Pequeño Jaspe en menos de una hora. Ponme a prueba. Te lo suplico.
El magíster Galden parecía completamente sobrecogido. Como si toda su vida hubiera empezado a desmoronarse a su alrededor sin previo aviso.
Esa mezcla de vergüenza y dolor podía transformarse en rabia con asombrosa facilidad.
A veces Kip se asustaba a sí mismo. El magíster Jens Galden se interponía entre él y el hombre que acababa de cruzar la puerta. Kip no podía ver al recién llegado, ni este podía verlo a él. Lo único que tenía que hacer era dedicar a Jens Galden una gran sonrisa triunfal y dejar su estómago desprotegido. El magíster perdería los estribos (Kip era un experto en ese sentido) y le daría una patada. Kip solo tenía que dejar el estómago expuesto, invitador. Jens le agrediría, y lo perdería todo.
¿Y por qué, Kip? ¿Por tener malas pulgas y ser un cretino? Kip titubeó. El hombre le había enfurecido, pero eso era demasiado.
Pero si Kip no sonreía, tendría un enemigo. Un enemigo al que podría destruir ahora mismo.
Adondequiera que fuese ese razonamiento, no le dio tiempo a seguirlo hasta su conclusión final. El momento se esfumó. Jens Galden giró sobre los talones y salió de la sala con un gruñido. Kip se quedó tendido en el suelo, lacerada aún la cara interior de los labios, sangrando y dolorido. Había hecho lo correcto; esperaba que no tuviera que vivir para lamentarlo.
Se levantó sin ayuda. El hombre que lo había salvado había asomado la cabeza al pasillo tras la partida del magíster Galden.
—Arien —dijo—, necesito que lleves a cabo el examen.
—Señor de la lux —repuso una voz femenina—, no soy examinadora.
—¡Y yo no quiero esperar mientras buscan a otro! —respondió con aspereza—. Debo reunirme con el Prisma dentro de media hora. Tenemos que empezar ya.
El señor de la lux regresó al interior de la sala. Era un hombre alto, vestido con el pantalón y el jubón de los ilytianos pese a tener la piel olivácea como Jens Galden en vez de negra. Estaba quedándose calvo; las canas veteaban sus cabellos morenos y ondulados, que se descolgaban hasta la mitad de su espalda. Debía de contar unos cincuenta años, estaba en buena forma, y lucía una pesada capa de lana negra con bordados de hilo de oro que formaban un intrincado entramado. Tenía los dedos cargados de grandes sortijas de oro incrustadas de joyas con todos los colores del espectro, inusitadamente colocadas entre los nudillos, en el centro de cada dedo, en vez de más cerca de la mano. Pero Kip estaba aprendiendo a mirar a la gente a los ojos, y lo más llamativo de los ojos del señor de la lux era que parecían normales. Eran verdes; ningún color extraño veteaba sus iris.
El señor de la lux sonrió.
—No —dijo—, no soy trazador. Es habitual que el Negro no lo sea. Me llamo Carver Negro. Señor de la lux Negro, a efectos prácticos. —El nombre no sonaba atashiano, de modo que tal vez fuera ilytiano, pero Kip supuso que ese hombre podría haberse criado tanto aquí como en cualquier otro lugar. El comercio y los movimientos migratorios eran costumbres extendidas entre muchas naciones, aunque Tyrea no fuese una de ellas.
Kip abrió la boca para decir algo, se detuvo y se señaló los labios.
—Sí —dijo el señor de la lux—. Puedes hablar. Comenzaremos enseguida, en cuanto Arien esté preparada.
—Hum, encantando de conocerle, señor de la lux Negro. Me llamo Kip.
—¿Y tú, magíster? ¿Estás lista?
—Sí, señor de la lux —respondió la aludida. Se sentó en la silla, y el Negro se quedó de pie junto a la mesa. Kip se colocó frente a él.
La magíster Arien era menuda y delgada, risueña y bonita pese al nerviosismo que le producía la presencia del Negro. Miró a Kip como si deseara que superase la prueba. Kip se esforzó por impedir que sus ojos naranjas lo cohibieran.
—Aspirante —dijo la mujer—, voy a colocar encima de la mesa una serie de fichas de colores, de un tono a otro. Tendrás que ordenarlas. —Sonrió de repente—. Empezaremos por lo fácil.
Sin más dilación, abrió la bolsa que tenía apoyada en el regazo, revolvió las fichas por unos instantes, y sacó una negra y una blanca. Las dejó en los bordes de la mesa. A continuación extrajo una docena de tarjetas de distintos tonos de gris. Kip no tardó nada en ordenarlas de más clara a más oscura.
Sin decir nada, Arien consultó el dorso de las fichas, anotó algo en una hoja de pergamino, barrió las tarjetas de encima de la mesa y volvió a guardarlas en la bolsa. A continuación desplegó una serie de fichas marrones, desde el cardo al sepia. Esta vez le costó un poco más, pero Kip no tardó mucho en reordenar las tarjetas.
La prueba se repitió con los azules, los verdes, los amarillos, los naranjas y los rojos. Después de que Kip ordenara estos últimos a la perfección, Arien sacó una bolsa negra, comprobó atentamente los dorsos de las fichas (interponiendo una mano para que Kip no pudiera ver nada) y distribuyó otra serie de rojos, con la salvedad de que este grupo se componía del doble de fichas, por lo que las gradaciones de color eran mucho más sutiles. Escarlatas, bermellones, fresa, frambuesa, cereza. Kip las ordenó y solo tuvo problemas con una. El color del borde de esa tarjeta era ligeramente más oscuro que el color de su cara. Al final decidió colocarla según el color de la cara.
La mujer dio la vuelta a las fichas, y Kip vio que había puesto la tarjeta número catorce entre el nueve y el diez. Arien le guiñó un ojo en actitud comprensiva, como si Kip lo hubiera hecho mejor de lo esperado, pese a haber fracasado.
—Eso no está bien —dijo Kip.
—¡Silencio! —dijo el señor de la lux Negro—. Sé que no conoces nuestras costumbres, aspirante, pero está prohibido hablar durante el examen.
—Pero es que está mal —insistió Kip.
—Te lo advierto.
Kip levantó las manos a modo de muda protesta.
El señor de la lux Negro exhaló un suspiro.
—¿Magíster? —preguntó—. Lo habitual es que las protestas se tengan en cuenta una vez finalizados los exámenes, pero parece que hoy nada va a salir como debería. Su veredicto, por favor.
Arien volvió a girar las fichas tal y como Kip las había alineado. Carraspeó, titubeante.
—Señor de la lux, lo siento, pero no soy una supercromada. Es lo que intentaba decirle. Soy incapaz de ver la diferencia. La tabla dice que…
—La validez de la tabla es lo que está en entredicho. —El señor de la lux Negro se rascó un ojo con un dedo—. La mitad de las mujeres son supercromadas y yo tenía que elegir… Da igual. Vaya a buscar un supercromado, magíster.
—Sí, señor de la lux —respondió mansamente la mujer.
Cuando se fue, los ojos verdes del señor de la lux volvieron a posarse sobre Kip.
—¿Quién eres en realidad? ¿Por qué estás examinándote hoy? ¿A qué viene este tratamiento especial? ¿De dónde has salido?
—Vengo de Tyrea, señor. El rey Garadul arrasó mi…
—¿Rey? ¿Qué significa esto?
La puerta se abrió en ese momento. La magíster Arien regresó seguida de una mujer que parecía un espantapájaros. Era casi tan alta como el señor de la lux Negro, espigada como una vela, con la piel morena descolorida, huesuda y arrugada; llevaba el pelo crespo muy corto, con tan solo unos pocos hilachos de algo más oscuro adherido a las puntas; los destellos naranjas y rojos que le salpicaban los iris casi hasta el borde eclipsaban el caoba natural de sus ojos.
—Ama Kerawon Varidos —dijo el señor de la lux Negro—, lamento molestaros. —Miró a Arien de soslayo.
—Estaba en el pasillo. Me preguntó qué estaba haciendo —se disculpó la magíster.
—Casi me arrolla. ¿Qué significa esta prueba? —preguntó la anciana. Las fichas estaban tumbadas boca arriba, tal y como Kip las había dejado—. ¿Cómo las ha ordenado el aspirante?
Silencio. El ama miró del señor de la lux Negro a la magíster Arien.
—Las colocó así —dijo Arien.
—De modo que es una rareza de su género. ¿Hemos terminado?
—La tabla dice que el orden debería ser este —dijo la magíster Arien. Giró las tarjetas e indicó los números del anverso.
—¿Me pides que distinga los cromos rojos más sutiles y crees que no sé leer? —preguntó con aspereza el ama Varidos.
La magíster Arien adoptó una expresión aterrada. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin pronunciar palabra.
El viejo espantapájaros cogió la ficha número catorce con sus garras sarmentosas. Le dio la vuelta y contempló los filos.
—Destituid a la examinadora de su cargo —dijo—. Esta ficha ha estado expuesta al sol. Se ha desteñido. El color está mal. El chico es un supercromado. —Se giró hacia Kip—. Enhorabuena, bicho raro.
—¿Bicho raro? —dijo Kip.
—Es idiota, ¿verdad? Lástima.
—¿Cómo? —preguntó Kip. Aún no había averiguado qué significaban los títulos de todos los presentes, y menos todavía qué se suponía que debía hacer con todo esto.
—¡Kip, no puedes hablar! —exclamó la magíster Arien.
—Se trata de una norma para evitar que se hagan trampas —dijo el señor de la lux Negro—, cuando hay cientos de aspirantes en la misma sala.
—Ha llegado hoy —explicó la magíster Arien al ama Varidos—. El Prisma en persona ordenó que se examinara de inmediato. No conoce todas las reglas.
—Continuad con la prueba —ordenó el ama.
Kip y la magíster Arien miraron de reojo al señor de la lux Negro. Kip supuso que, técnicamente hablando, el señor de la lux era la máxima autoridad presente en la sala, pero el hombre se limitó a encogerse sutilmente de hombros, como si no valiera la pena discutir por algo así. Adelante, indicó con un gesto.
La magíster Arien volvió a sentarse, sacó unas tenacillas, y las usó para distribuir otra docena de fichas; solo que estas eran todas del mismo color rojo oscuro. Kip pestañeó. La magíster Arien le entregó las tenazas. Hum, ¿gracias?
Kip alargó una mano hacia una de las fichas, y entonces lo comprendió. Podía sentir el calor que irradiaban. ¿Se esperaba de él que distinguiera las diferencias en el calor? Observó las tarjetas intensamente, como si pudiera arrancarles la verdad sin más herramienta que su fuerza de voluntad.
Los minutos se desgranaban con parsimonia. Kip empezó a soñar despierto. Se preguntó si Liv Danavis estaría aquí. Oh, no, tendría que contárselo todo.
Hola, Liv, me alegro de verte. Tu padre está muerto.
Estupendo. Kip pensó en las llamas atronadoras que habían devorado su ciudad, en aquel trazador y su aprendiz, arrojando bolas de fuego. Pensó en la catarata por la que había saltado, en la travesía río abajo envuelto en la oscuridad más absoluta, en cómo había relajado los ojos para ver con más precisión que si los concentrara directamente. Oh, Orholam, sí que soy idiota.
—Vale, suficiente —dijo el señor de la lux Negro.
—¡No, esperad! ¡Esperad! Es solo… es solo… —Kip volvió a contemplar fijamente las fichas. ¡Relajaos, ojos, vamos! Dejó que su concentración se expandiera y, de pronto, lo vio todo claro. Valiéndose de las tenacillas, ordenó todas las tarjetas en el lugar adecuado, de más caliente a meramente tibia. ¿Era esto lo que le había estado enseñando maese Danavis? El viejo tintorero nunca había dado a entender que lo que le enseñaba a Kip no fuera normal. Increíble.
Kip sintió un vacío en su interior al acordarse del tintorero. Maese Danavis siempre se había portado bien con él. Se inventaba recados que probablemente podría haber hecho más rápido él mismo tan solo para darle algo de dinero a Kip. Y había sido asesinado, como el resto de Rekton.
Kip esperaba que maese Danavis se hubiera llevado unos cuantos malnacidos a la tumba.
—¿Hemos terminado ya? —preguntó, desabrido. Quería estar a solas. Se sentía demasiado cansado, sus emociones eran erráticas, la realidad de lo que había sucedido en Rekton intentaba asaltarlo y abrumarlo ahora que tenía un segundo de respiro, sin tener que huir de soldados o bandidos, y sin que nadie le arrojara una lluvia de proyectiles mágicos.
—No —dijo el viejo espantapájaros—. No te molestes, niña —se dirigió a Arien, que solo había dado la vuelta a la mitad de las fichas—. Las ha acertado todas. Enséñale las supervioletas.
La magíster Arien retiró las tarjetas calientes con una mirada de soslayo al señor de la lux Negro, que permanecía impertérrito. A continuación sacó el último juego de fichas, todas del mismo violeta intenso.
Relajar los ojos para ver un lado del espectro, así… Kip concentró la mirada tanto como le fue posible, y los colores se dividieron. Alguien había escrito una letra en cada una de las tarjetas. Juntas, decían: «¡Bien hecho!».
Kip se rio mientras las ordenaba.
La magíster Arien miró al ama Varidos.
—¿Por qué me miras, niña tonta? —preguntó la anciana—. No puedo ver los supervioletas. Estoy en la otra punta del espectro.
La muchacha se sonrojó y dio la vuelta a las fichas. El orden era correcto.
—Enhorabuena, muchacho —dijo el ama Varidos—. Puedes ser el jardinero de algún sátrapa.
—¿Qué? —preguntó Kip.
—Es una de las utilidades para quienes saben combinar los colores, y un ascenso para ti, tyreano.
La puerta se abrió y el comandante Puño de Hierro entró en la sala.
—¿Qué es esto?
—Acabamos de terminar el examen del aspirante —dijo la magíster Arien—. ¡Es un supercromado de espectro completo!
—¿Estás malgastando su tiempo con fichas? Me da igual qué colores puede ver, lo importante es qué puede trazar. ¿Dónde está el idiota del examinador con el que empecé? Le dije que sometiera a Kip al Trillador.
—¿Vas a someter al Trillador a un aspirante sin preparación? —preguntó el ama Varidos.
—Un momento, ¿el Trillador no era esto? —preguntó Kip.
—¿Te sientes trillado? —preguntó Puño de Hierro.
—¿Vas a someter al Trillador a un aspirante sin preparación? —insistió el ama.
—Se irá por la mañana. El Prisma exige conocer sus habilidades antes de partir.
—Esto es sumamente irregular —dijo el ama—. ¿Quién es este chico?
—Que estoy aquí —protestó Kip, irritado.
—Regular o irregular, da lo mismo —dijo Puño de Hierro—. ¿Podéis llevar a cabo el examen esta magíster y tú o no?
—¿Yo? —preguntó la magíster Arien, alarmada—. No creo que…
—Podemos hacerlo… —empezó el ama.
—Bien, en tal caso… —dijo Puño de Hierro.
—… pero antes exijo saber quién es.
—¡Que estoy aquí! —dijo Kip.
—No te atrevas a levantarme la voz, mocoso —dijo el ama, apuñalando el aire frente a su nariz con una zarpa huesuda.
—¿Quién eres, muchacho? —preguntó con voz queda el señor de la lux Negro, mientras los ánimos continuaban caldeándose.
—Creo que preferiría no ayudar con el Trillad… —estaba protestando Arien.
—No estás en condiciones de exigir nada, ama… —estaba diciendo Puño de Hierro a la anciana.
—¡Me llamo Kip Guile! —exclamó Kip—. Soy el hijo bastardo de Gavin Guile, Kip.
Silencio.
La mirada de Kip saltó de un rostro a otro. El señor de la lux Negro parecía sencillamente consternado. La magíster Arien parecía abrumada, al borde del llanto. El comandante Puño de Hierro parecía contrariado. El ama Varidos parecía curiosamente complacida.
—Ah —dijo—. En tal caso comenzaremos el Trillador de inmediato. Niña —ordenó a Arien—, prepara la sala. Llama a los examinadores. —Miró a Kip—. Parece que no vas a ser jardinero, después de todo.
Que te den, dijo Kip. Pero solo para sus adentros.