Los encuentros con Dazen siempre constituían un ejercicio de engaño.
La opresión que sentía Gavin en el pecho no se alivió al ver a su hermano. Debería haberlo matado hacía años. Qué fácil habría sido. Qué fácil podría serlo aún. Lo único que tenía que hacer era dejar de arrojar pan por la rampa. Así de fácil, su problema desaparecería. Pensaba en ello todas las mañanas, tras pasar las noches en vela. Pero era su hermano. Si no había acabado con él en el fragor de la batalla, ¿cómo sería capaz de asesinarlo a sangre fría?
Siete años, siete propósitos.
En tres ocasiones había añadido «contárselo todo a Karris» en la lista. No solo que la quería. También esto. Que Dazen no había perecido, que estaba aquí. Que muchas de las cosas que creía eran mentiras. Se merecía saberlo; pero no debía enterarse jamás. Porque si se enteraba, podría llevarlos a reconciliarse y vivir felices para siempre; o podría desencadenar otra guerra que arrasaría las Siete Satrapías.
—Hola, hermano —repitió Gavin. El aire le acariciaba la piel con dedos helados; el olor de la resina y la piedra lo impregnaba todo. Se preparó para encajar la respuesta. Después de todo, su hermano también era un Guile. Y al contrario que Gavin, no tenía nada en lo que pensar salvo qué le diría a Gavin cuando volviera a visitarlo. Eso y, por supuesto, en cómo escapar. Después de dieciséis años, cualquiera se habría dado por vencido, pero no un Guile. Ese era su legado: una fe absoluta e irracional en su superioridad sobre todos los demás. Gracias, padre.
—¿Qué quieres? —preguntó Dazen, con voz ronca por la falta de uso.
—¿Sabías que, durante la guerra, engendré un bastardo? Lo descubrí hace apenas cosa de un mes. Me sorprendí como el que más, pero en el transcurso de una guerra pueden pasar muchas cosas, ¿verdad? Karris se enfureció, como cabía esperar. Se negó a compartir mi cama durante tres semanas, pero, en fin… hacer las paces con Karris siempre resulta tan placentero que casi me dan ganas de pelearme con ella. —Levantó la cabeza y se permitió esbozar una sonrisa fugaz ante la intimidad del recuerdo.
Acumular una capa de mentiras sobre otra cuando se hablaba con un Guile era fundamental. Con el paso de los años, en el transcurso de sus conversaciones con Dazen, Gavin había ido forjando una vida alternativa. Karris y él estaban casados, pero no tenían descendencia; esta espinita en el costado constituía asimismo una incesante fuente de discordia con Andross Guile, a quien nada le gustaría más que Gavin se olvidara de Karris y buscase una mujer capaz de proporcionarle herederos. Dejaba caer estos detalles con cuentagotas, a regañadientes, obligando a su hermano a esforzarse por desenterrarlos. El paso siguiente consistía en filtrar más información para ver cómo reaccionaba Dazen ante la sarta de mentiras, si con perplejidad o con desdén.
Una sonrisa desagradable se cinceló en los labios de Dazen.
—Vaya, ¿con quién? ¿Sabes siquiera cómo se llama? ¿Ha presentado pruebas?
Estaba dando palos de ciego, esperando que Gavin le ofreciera algo a cambio de nada. Y si Gavin le daba lo que quería, sospecharía.
—La cara del muchacho habla por sí sola —continuó Gavin, sin inmutarse—. Es la viva imagen de Sevastian.
Dazen palideció.
—No te atrevas a involucrar a Sevastian en tus embustes, monstruo.
—Hemos adoptado al muchacho. Se llama Kip. Buen chico. Listo. Con talento. Un poco torpe, pero se le pasará con la edad.
—No te creo. —Dazen parecía mareado. Tal vez no lo creyera, pero le faltaba poco—. ¿Quién es la madre?
Gavin se encogió de hombros, como si no tuviera importancia.
—Lina.
—¡Mentira! —Dazen profirió un rugido y descargó un manotazo contra la luxina azul que los separaba—. ¡Karris no aceptaría jamás al bastardo de esa ramera! —Su furia era sincera; tras dieciséis años inmerso en balsámica luz azul, sería incapaz de fingir una reacción tan profunda, explosiva e instantánea.
Lo cual le decía a Gavin tres cosas. Pero para alcanzar algunos propósitos conviene dar un rodeo.
—Tenía una caja de palisandro —dijo—, más o menos así de larga. ¿Sabes qué contenía?
La expresión que se reflejó en las facciones de Dazen indicó a Gavin que había cometido un error. La cabeza echada hacia atrás en actitud sorprendida, seguida de confusión, después esperanza, y por último risa. Su regocijo también era sincero. Dazen no podía parar de reír, sacudiendo la cabeza, prolongando las carcajadas ahora, recreándose en ellas. Se apoyó en la luxina azul que mediaba entre ellos, pero con naturalidad, confiado.
—Esto es lo que me molesta más que ninguna otra cosa —dijo—. Más que tu traición. Más que tus asesinatos. Más que tu crueldad al encarcelarme en vez de limitarte a matarme. Más que el que me robaras a Karris. Más que todo lo demás junto. ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta todavía?
—No vamos a pasar por esto otra vez, difunto —repuso Gavin—. Si no quieres negociar, de acuerdo. Me iré.
—Te ofrezco un trato. Déjame oírlo, y te contaré todo lo que sé sobre la daga.
¿Daga? Dazen había soltado ese anzuelo a propósito. Mierda. Gavin había pasado algo por alto. Sintió una opresión en el pecho, al tiempo que se le cerraba la garganta. Si respirar era difícil, aún más lo era mantenerse impasible.
Aquí no había nadie. Nadie que pudiera escuchar a hurtadillas si lo decía en voz alta. No se trataba de ninguna novedad. No perdería nada cambiando información nueva por vieja. En su fuero interno, sin embargo, no estaba tan seguro.
Gavin se humedeció los labios.
—Me llamo Dazen Guile, y te robé la vida.
—¿Cómo lo hiciste, Dazen? ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta?
Me puse tu ropa antes de salir de entre las llamas que envolvían la Roca Hendida. Tenía el rostro hinchado a causa de nuestra pelea. Ya había copiado tu cicatriz y me había cortado el pelo igual que tú. Me limité a empezar a impartir órdenes, y tus seguidores se convirtieron en los míos.
—Me limité a comportarme como un cretino engreído, y todos supusieron que se trataba de ti —respondió con simulada indolencia.
El prisionero se rio, ignorando la última parte.
—Bueno, algo es algo. ¿A que resulta agradable? Dicen que la confesión es buena para el alma.
Dazen (¡Gavin!) gruñó:
—Y ahora… acerca de esa daga.
—Es mi venganza, hermanito —dijo el prisionero—. Es la dulce canción de la victoria. Es la picadura en la noche. La arena en tus huesos. Insomnio y terror. Es tu muerte y mi libertad, Dazen. Es el fin de todas tus mentiras.
—Las tuyas, en cambio, parece que no han hecho más que empezar —replicó Gavin, con una mueca. Su hermano mentía. Seguro. Tan solo intentaba llenarle la cabeza de dudas. Tal vez su cuerpo estuviera encadenado, pero no su mente. Confinado, pero no indefenso.
El auténtico Gavin se carcajeó.
—No, verás, lo mejor de todo es que no me hace falta mentir. ¿Qué piensas hacer, hermanito? No tienes agallas para dejar que me muera de hambre. No, lo verás venir. La muerte desenvainará tu espada y tú te quedarás petrificado en el sitio. Ese ha sido siempre tu estilo. —Se volvió a reír—. No tengo nada más que decirte. Puedes retirarte.
Dazen se estremeció. Cada palabra de su hermano sacaba a la luz un nuevo recuerdo enterrado. Aquella ocasión en que Rodin, el hermano mayor de Karris, había jurado dar una paliza a Dazen y este se había quedado inmóvil, a la espera, sin creer realmente que Rodin hablara en serio hasta que fue demasiado tarde. Los espantosos sueños que asaltaban a Dazen de pequeño, por los que Gavin se burlaba de su hermano pequeño. Incluso la orden de retirarse, algo que Dazen siempre había detestado. Que Orholam lo maldijera, Gavin siempre había sabido encontrar las rendijas en su armadura. Dazen sacudió la cabeza.
No, ahora él era Gavin. La máscara debía ser absoluta, aun en sus propios pensamientos. En todo momento. Dazen pertenecía a otra vida. Ahora «Dazen» era el despojo humano prisionero al otro lado de la pared de luxina. Dazen era el malnacido sin fuerzas que intentaba enfurecer a Gavin para que este lo matara en un ataque de ira. Eso era todo. El prisionero estaba aterrado y desfallecido. Era una sombra. Intentaba que Gavin pusiera fin a su vida porque era incapaz de reunir el valor necesario para suicidarse. Nada más que eso.
El hombre que Gavin había sido una vez no hubiera tenido ningún reparo en asesinar al prisionero. La guerra había acabado con la compasión de Dazen, a quien le entusiasmaba el entrechocar de las armas, el salpicar de la sangre. Dazen disfrutaba controlando a sus semejantes. Dazen aplastaría a todo aquel que se interpusiera en su camino. Ahora, convertido en Gavin, se negaba a recuperar las antiguas costumbres. Se negaba a dar esa satisfacción a su hermano.
—Bueno —dijo Gavin—. Ha sido un placer, como siempre, pero se hace tarde. —Era apenas mediodía, por supuesto, pero le gustaba que el verdadero Gavin se preguntara cuán desorientado estaba realmente ahí abajo—. Además, Karris se siente fogosa esta noche. Me obligó a prometer que la haría esperar. —Eso es por engañarla y legarme el desaguisado, malnacido—. Así que buenas noches, «Dazen».
—Tus mentiras empiezan a desmoronarse, Dazen —dijo el prisionero—. No dejas de preguntarte quién sabe la verdad, y cómo conspiran contra ti. Que tengas dulces sueños.
—Hay cosas peores que despertar de una pesadilla y encontrarse en los brazos de la mujer que amas. Por ejemplo, despertar en una celda. Dulces sueños para ti también, hermano. —Al contacto de la mano de Gavin, el cristal se oscureció, y una vez más la celda comenzó su lenta, muy lenta rotación descendente.
Gavin se apoyó en la pared helada en un intento por sosegar su corazón desbocado. No había perdido nada; antes bien, había aprendido un par de cosas de su hermano. Para empezar, era cierto que había engañado a Karris. Kip era el bastardo de Gavin. En segundo lugar, Gavin conocía a la madre de Kip, y no se trataba de ninguna prostituta. En tal caso, habría dicho: «Karris no aceptaría jamás al bastardo de una ramera». Sus palabras, en cambio, habían sido: «Al bastardo de esa ramera», lo que sugería que el término pretendía ser denigrante, más que descriptivo. Por último (a menos que fuera muchísimo más listo de lo que Gavin creía, lo cual tampoco era descabellado), el verdadero Gavin seguía sin recibir información del exterior.
Por ese motivo Gavin había enunciado todos sus engaños en pasado: El hallazgo de Kip. Un mes sin compartir la cama con Karris, decisiones tomadas acerca de la educación del muchacho. Si alguien estuviera filtrándole información, la disparidad cronológica confundiría al prisionero, quien no esperaría que fuera mentira puesto que no parecía tener ninguna finalidad. Gavin no esperaba que su hermano expresara su desconcierto de viva voz, ni mucho menos, pero sí esperaba verlo en sus ojos. Estos no le habían revelado nada.
De modo que Dazen no estaba recibiendo información del exterior, lo que significaba que no estaba confabulado con ese tal «Príncipe de los Colores», quienquiera que fuese. Así que el Príncipe de los Colores se limitaba a reformular la Guerra de los Prismas para incitar a la insurrección. Todo el mundo creía que Gavin había vencido, y como al Príncipe de los Colores no le gustaba el rumbo que habían tomado las cosas, fingía haberse aliado con el hermano perdedor… aunque en realidad no tenía ninguna prueba de que este, efectivamente, seguía con vida. El Príncipe de los Colores, por consiguiente, no era ningún fanático al corriente de la verdad, sino un simple oportunista embustero.
Lo que significaba que solo podía estar en un sitio: Tyrea. O bien el rey Garadul era el Príncipe de los Colores en persona, o bien ambos guardaban alguna relación.
Gracias, hermano. Me has sido de mucha utilidad. Y eso que mentir se te daba mejor que a mí.
Pero cuando la prisión encajó por fin de nuevo en su sitio, comprobó y volvió a comprobar toda su cromaturgia. No había nada fuera de lugar. Y sin embargo, mientras ascendía por el pozo y salía de la noche eterna que había creado para su hermano allí abajo, se estremeció. Estaba igual de atrapado que Gavin.
Podría dejar de darle de comer. Ni siquiera tendría que hacer nada. Podría tomarme unas vacaciones y decirle a Marissia que no arrojara más pan teñido por la rampa en mi ausencia. Sencillamente… se moriría.
Se acordó de aquella ocasión en que, siendo ambos pequeños, Dazen se encaramó a un limonero para demostrar que podía hacer lo mismo que su hermano mayor… y se cayó. Pensaron que se había roto el tobillo. Gavin lo había llevado en brazos a casa. Una nimiedad, para un adulto, pero el esfuerzo había dejado a Gavin llorando. Sin embargo, se negó a darse por vencido. Su hermanito jamás lo había olvidado.
Y ahora su hermanito se proponía asesinarlo a sangre fría, sin tan siquiera reunir el valor necesario para mirarle a los ojos mientras lo hacía.
Basta. Todo el mundo sabe que tu hermano está muerto. Solo te conocen a ti. Además, tienes que mantener la calma. Tienes que informar a los miembros del Espectro de que has provocado una guerra. Y después tienes que convencerlos para que se pongan de tu parte.
No es imposible. Siempre y cuando la Blanca esté de buen humor.
A no ser que…
Oh, Gavin Guile, a veces te enfrascas demasiado en el juego, ¿verdad? Sonrió para sus adentros. Siete años, siete objetivos. Un premio imposible. Un pequeño fracaso podría dar pie al mayor de sus triunfos.
De nuevo en su cuarto, Gavin estaba volviendo a colocarlo todo en su sitio para disimular una vez más la puerta del armario cuando alguien llamó imperiosamente a la puerta, que se abrió de inmediato. La Blanca irrumpió en la habitación mientras Gavin cerraba el armario de golpe.
—¡Qué alegría volver a veros, lord Prisma!
Gavin era dolorosamente consciente del desorden que lo rodeaba y de la quemadura en la espalda de su camisa; una quemadura que no sabría cómo explicar si la Blanca reparaba en ella.
—Lo mismo digo, alteza —repuso con una sonrisa—. Justo la persona con quien quería hablar. ¿Si pudiéramos reunirnos dentro de unos instantes, tal vez en vuestros aposentos?
Orea Pullawr lo fulminó con la mirada.
—Me temo que eso tendrá que esperar. Te aguarda una clase. Una clase que me prometiste dar. —Arrugó la nariz—. ¿Has quemado algo aquí dentro?
—Hum, ¿sí? —respondió Gavin. Sonó como una pregunta. Maldición.
—«Hum, ¿sí?»
Gavin carraspeó.
—Sí.
La Blanca aguardó.
Gavin no dijo nada más.
—De acuerdo, muy bien. Dejémoslo estar. Pensaba que te habías ido para encargarte de ese engendro de los colores.
Ah, estaba enfadada porque creía que Gavin había descuidado una misión cuyo abandono podría provocar la muerte de varias personas. Puesto que se trataba de un azul, habría tenido la certeza de que Gavin partiría sin dilación. Y no sabía por qué había convocado al Espectro. A la Blanca no le gustaba que la mantuvieran en la ignorancia.
—Considéralo arreglado —dijo Gavin. Lo cual ella interpretaría como un intento por su parte de apaciguarla, pero en honor a la verdad, Gavin no sabía cómo ocultarle la existencia del deslizador.
Tras enseñárselo al muchacho y a Karris, no esperaba que el secreto siguiera siéndolo durante mucho más tiempo, pero esa conversación sería de altura, y ahora no se sentía con fuerzas para mantenerla.
La Blanca enarcó las cejas, como diciendo: ¿Vas a ordenarme que me retire? ¿A mí?
A Gavin se le ocurrió una idea.
—¿Es una clase de supervioletas?
La Blanca asintió con la cabeza, suspicaz.
—En esa clase hay una chica de Tyrea, ¿verdad? ¿Alivia?
—Aliviana Danavis, de Rekton.
Así que no le había fallado la memoria. Una chica de la ciudad de Kip. Perfecto.
Titubeó. Kip había dicho que Corvan estaba allí, pero…
—Supongo que no guardará ninguna relación con…
—Es la hija del general Danavis, de hecho.
Gavin dejó que la consternación se redujera a moderada sorpresa en sus facciones, como si acabara de enterarse de alguna catástrofe trivial acontecida en las antípodas. Había oído antes que la muchacha se apellidaba Danavis, pero supuso que el parentesco sería lejano, a lo sumo. ¿La mismísima hija de Corvan? ¿Y qué hacía este viviendo en la misma ciudad que el bastardo de Gavin? ¿Casualidad? En tal caso, se trataba de una de las gordas.
Fuera como fuese, era algo que requería la atención de Gavin, y de inmediato.
—Vaya. Tienes razón, tengo que ir a dar esa clase. Es mi sacrosanto deber. —Malabarismos, siempre haciendo malabarismos.
—Nunca me fío de ti cuando te pones tan servicial —dijo la Blanca.
Gavin esbozó la sonrisa más cándida e insulsa de que fue capaz.