Había sido una mañana muy larga. Gavin había despertado dolorosamente temprano para llegar a la costa al amanecer, y luego había salido volando en deslizador tan pronto como pudo trazar los primeros rayos de sol. A continuación había ido en barca a la isla de los Cañones; el desagradable y claustrofóbico viaje por el túnel de evacuación lo había dejado sucio, sudoroso, dolorido y falto de sueño. Pero no tenía más remedio que obligarse a seguir adelante; no después de lo que le había revelado el engendro de los colores.
El túnel desembocaba en la Cromería, en una despensa en desuso que había en el sótano, tres plantas bajo tierra. Había un sencillo armario montado al fondo de una de las habitaciones, y una puerta oculta al fondo de ese armario. Gavin cogió un quinqué de un gancho, giró el pedernal y se alegró al ver que prendía de inmediato. Liberó la luxina que había estado conteniendo en dos charcos que se disolvieron rápidamente en el suelo (no había necesidad de aterrorizar si se tropezaba con alguien) y se introdujo en el armario.
La puerta secreta se cerró con suavidad a su espalda. Abrió la puerta del armario. Un palmo, luego se detuvo, bloqueada. Con la luz de la lámpara entrando solo por la pequeña rendija, no podía ver cuál era el problema. Metió la mano por la rendija en la oscuridad. La madera pulida recibió sus dedos, suave y recta, luego más, justo encima. Sillas.
Bueno, ese era el problema de tener una puerta supersecreta oculta en una despensa en desuso, ¿no? A veces la gente se percataba de que estaba vacía y pensaba que debería emplearse para almacenar cosas.
Con un suspiro, Gavin dejó la lámpara en el suelo y apoyó el hombro en la puerta. Empujó con fuerza, con más fuerza. La puerta se deslizó otro palmo o dos mientras las sillas apiladas se movían, y se atascaban. Miró de reojo a la lámpara, trazó una varita verde y adosó un pegote de luxina roja al extremo. Encendió el rojo con subrojo e introdujo la fina antorcha por la abertura, sosteniéndola en alto, y después metió la cabeza.
La sala entera estaba repleta de muebles, como si media docena de aulas y comedores se hubieran desalojado y lo hubieran puesto todo allí. Orholam bendito. Gavin maldijo en voz baja. La única zona despejada estaba al nivel del suelo. La única forma de salir era entre las patas de las sillas y las mesas.
No le quedaba otro remedio. A menos que Gavin quisiera empezar un fuego, trazar cantidades enormes y arrasar todo el contenido de la habitación para poder salir andando sin más (lo cual no sería el colmo de la discreción), tendría que barrer el suelo con el cuerpo. Estupendo. Dejó que la antorcha de luxina se desintegrara y empezó a gatear.
Diez minutos después se incorporó. No intentó sacudirse el polvo de la ropa. No tendría mucho sentido. La acumulación de suciedad era tal que, sumada a los suelos húmedos, el sudor y la polvareda levantada por las sillas y las mesas sobre su cabeza, había quedado completamente embarrado. Escuchó en la puerta durante todo un minuto, pero no oyó nada.
Tras salir al pasillo de puntillas, cerró la puerta a su espalda. Apagó el quinqué de un soplido; los pasillos estaban brillantemente iluminados. Incluso tres niveles por debajo del mar, se esperaba de las cerezas (los alumnos trazadores de rojo de segundo a cuarto grado) que mantuvieran las lámparas provistas de luxina roja. La despensa, prudentemente, se había emplazado casi al final de uno de los pasillos más largos. Gavin se agachó para entrar al fondo del elevador, a pocos pasos de distancia.
Los elevadores debían abastecer a toda la Cromería, lo que significaba que debían controlarlos los esclavos o los tenues, los alumnos más nuevos. De modo que eran enteramente mecánicos. Cuando alguien montaba en el elevador, una báscula indicaba cuántos contrapesos se necesitaban. Si un trazador decidía usar menos contrapesos, tendría que encaramarse a la cuerda, aunque levantando tan solo una fracción de su peso. Si usaba más contrapesos de los indicados en su caso particular, detenerse en la planta correcta podría ser complicado. Un elevador central se ocupaba de los cargamentos realmente pesados y movía clases enteras, mientras que estos elevadores secundarios se reservaban para cargas más pequeñas. Adicionalmente, cada cubículo disponía de numerosas rendijas y cuerdas para que los embajadores no tuvieran que esperar mientras docenas de tenues se dirigían a clase.
Gavin agarró la penúltima cuerda. El sigilo le impedía coger la última, aunque si alguien lo veía y lo reconocía, se preguntaría por qué no viajaba en el elevador reservado para alguien de su rango, por lo que la discreción de ambos métodos seguía estando en entredicho. Trazó un freno, bajó la palanca para doblar su peso y dio una patada al seguro.
Salió disparado hacia arriba a gran velocidad. Aunque partía de las profundidades de la tierra, los elevadores estaban brillantemente iluminados. En lo alto de cada rampa había huecos a los lados, y montados en ellos, unos espejos de Atash sumamente pulidos proyectarían luz natural rampa abajo mientras el sol bañara esa cara del edificio. Ajustar los espejos cada pocos minutos era otra divertida tarea para los tenues, que todas las noches debían devolver todos los contrapesos a su sitio. Gavin aún recordaba cuando debía hacerlo él mismo. Sin embargo, no era lo que se dice un recuerdo especialmente agradable.
El elevador no llegaba hasta su cámara, casi en lo alto de la Cromería, por supuesto. Eso sería demasiado conveniente; o, como preferían decir los Guardias Negros, inseguro. No había motivo para dar a los asesinos una ruta directa hasta el Prisma o cualquier otro personaje importante. En vez de eso, tras ascender a gran velocidad hasta la mitad de la Cromería, dejando atrás a alumnos, magísteres, siervos y esclavos tan rápido que a nadie le daba tiempo a ver quién tenía tanta prisa, Gavin accionó el freno.
Se detuvo en lo alto de la rampa y salió enfrente de la estación de guardia que protegía esa planta. Había cuatro hombres allí, guardias normales, no Negros, y todos ellos levantaron la mirada de su partida de dados con expresión culpable. Aparentemente no habían notado el silbido de la cuerda demasiado tarde. Se quedaron boquiabiertos al verlo: Gavin Guile en persona, empapado de sudor y cubierto de mugre, allí.
—Os propongo una cosa —dijo Gavin mientras guardaba el freno en su cinturón—. Si vosotros no mencionáis esto, yo tampoco. —Lanzó una miradita elocuente a los dados y los naipes que cubrían la mesa. Vigilar el ascensor en un piso tan elevado tenía que ser aburrido, pero al señor de la lux Negro no le complacería descubrir que sus soldados apostaban estando de servicio.
Cuatro cabezas asintieron como una sola. Gavin montó en el siguiente elevador, justo adyacente al que acababa de dejar, y adoptó su posición acostumbrada. Esta vez eligió una velocidad más clemente.
Había dos Guardias Negros vigilando el elevador en ese nivel, y estos hombres no estaban jugando a los dados. Apenas si pestañearon siquiera. Ambos empuñaban sendas lanzas, tenían las rodillas ligeramente flexionadas, y las gafas puestas.
Cuando los Guardias Negros estaban de servicio, estaban de servicio.
Los hombres saludaron con porte marcial y se golpearon bruscamente los hombros con las lanzas, antes de regresar a su posición inicial. Gavin pasó junto a ellos y entró en la habitación. Un poco de supervioleta abrió todas las persianas, proporcionándole luz. Tiró de una cadena de servicio que había junto al escritorio y encaminó sus pasos a la bañera. La jornada del día se iba a caracterizar por los encuentros diplomáticos, pero, lo más importante, se proponía visitar a su hermano, y de ninguna manera pensaba presentarse ante Dazen hecho unos zorros. Podría interpretarlo como un signo de debilidad. Abrió el grifo, probó el agua y la calentó con subrojo.
Estaba empezando a quitarse la ropa cuando se abrió la puerta y entró Marissia, su esclava de cámara. Había sido capturada durante la guerra entre Ruthgar y los bosquesangrientos. Como la mayoría de los de su pueblo, tenía el pelo rojo, pecas, y unos ojos verdes como el jade. Karris poseía rasgos característicos del Bosque de Sangre. Gavin nunca había pensado que fuera causalidad que su esclava de cámara fuera una muchacha joven y guapa del Bosque de Sangre. La Blanca esperaba, sin duda, aplacar algunos de sus apetitos que habían causado tantos problemas antes de la guerra. La chica era virgen incluso cuando entró a su servicio, hacía diez años, lo que significaba que los ruthgari que la habían capturado sentían más interés por el oro que por la carne.
Marissia le ayudó a quitarse la ropa sucia y la apiló para llevársela a la lavandería. Gavin se metió en la bañera.
—Tengo mensajes para vos —dijo la muchacha—. ¿Estáis listo para escucharlos?
Gavin extendió una mano, indicándole que esperara, y suspiró mientras se introducía en el agua caliente. Mensajes, exigencias, apenas un minuto para pensar.
—Convoca una reunión del Espectro al completo. ¿Cuándo crees que será lo antes posible, Marissia?
Marissia ya había aflojado los lazos de su vestido, que levantó ahora con la combinación por encima de su cabeza y dejó doblado al lado de la bañera. Si había una habilidad que Marissia no había aprendido a dominar en los diez años que llevaba al servicio de Gavin era fingir que el resto del mundo cesaba de existir cuando cabía la posibilidad de hacer el amor con él. Se bañaría con Gavin, le haría el amor si este así lo quería, pero no permitiría que se le mojara el pelo, y después recogería el vestido perfectamente doblado, se lo pondría en un abrir y cerrar de ojos y pasaría a su siguiente quehacer. Marissia poseía muchas virtudes, pero la capacidad de abandonarse al momento no se contaba entre ellas.
—Los Señores de la Lux Azul y Amarillo están hoy en el Gran Jaspe —dijo la mujer mientras cogía un paño y jabón—. El Amarillo tiene familiares de visita y está escondido en una de las tabernas. El Negro está trabajando en su libro mayor y maldiciendo a todo el mundo en una legua a la redonda, y el Rojo probablemente esté en las cocinas. Que yo sepa, los demás se encuentran en sus lugares acostumbrados en el Pequeño Jaspe.
Pese a su incuestionable hermosura (la Blanca evidentemente la había elegido porque se parecía a Karris), lo más asombroso de Marissia era su asombrosa eficiencia. Lo sabía todo, y siempre tenía sus conocimientos en la punta de la lengua. Gavin se había esmerado para ganarse su lealtad incondicional, sabiendo que no había forma de mantener la existencia de su prisionero a escondidas de esta esclava de cámara, no eternamente, aun con la seguridad de que la Blanca la había enviado para espiarlo.
Las opciones de Gavin eran sencillas: dejar que una sucesión de esclavas de cámara desfilara por sus aposentos y librarse de ellas de forma rápida, con la esperanza de que no les diera tiempo a descubrir su secreto, o ganarse completamente la lealtad de una. A Karris no le gustaba Marissia, pero la ignoraba. Hubiera sido diez veces peor si Gavin tuviera una esclava de cámara nueva todos los meses; a la larga, así solo conseguiría que un espía de cada familia noble tuviera ocasión de registrar su habitación e informara a todas las satrapías de los detalles más íntimos sobre su persona.
Además, necesitaba que alguien tirara el pan por el tobogán cuando él se ausentaba.
Empero, la Blanca había demostrado un gusto impecable al elegir a Marissia. Aunque su cuerpo era casi tan familiar como el suyo después de diez años, seguía siendo un placer ver sus curvas esbeltas. Se deslizó en la bañera a su lado, sosteniendo jabón y un paño, y empezó a lavarle la espalda y los hombros.
—Esta noche, entonces, después de cenar. Dile a la Blanca que me gustaría verla dentro de una hora.
—Sí, lord Prisma. ¿Algo más antes de que os dé el mensaje?
—Adelante.
—Vuestro padre desea hablar con vos.
Gavin rechinó los dientes.
—Tendrá que esperar. —Levantó un brazo mientras Marissia le frotaba la axila.
—Y la Blanca desea recordaros que prometisteis dar clase a la cohorte de supervioletas a vuestro regreso.
—Oh, diablos. —¿Cómo se había enterado de su regreso?
—¿Queréis que os lave el pelo, lord Prisma?
Nada le apetecía más que disfrutar de Marissia y relajarse en un baño caliente hasta el anochecer, pero debía hacer una cosa antes de hablar con la Blanca, antes de reunirse con todo el Espectro, y definitivamente antes de hablar con su padre.
—No hay tiempo —dijo en un intento por reprimir la creciente sensación de pánico, ignorando la opresión en su pecho ante la perspectiva de lo que debía hacer.
Marissia le enjabonó el pecho, cálido y resbaladizo su cuerpo contra su espalda. Suave, reconfortante. Era casi suficiente para relajarlo. Marissia besó el punto en su nuca que siempre le hacía estremecer, y deslizó las uñas por su pecho espumoso, su estómago, más abajo. Le besó el cuello de nuevo, titubeó. Había una pregunta implícita en esa pausa.
Gavin emitió un ruidito quejumbroso.
—No, tampoco hay tiempo para eso. —¿Cuán bien lo conocía Marissia? A menudo, cuando apremiaban las reuniones u otros deberes, siempre había tiempo para eso.
¿A menudo? Casi siempre.
Marissia lo apretó debajo del agua, vaciló un momento más, como diciendo: Vuestros labios dicen que no, pero alguien más dice sí, sí, por favor. Pero luego le besó el cuello otra vez, un piquito nada más, y empezó a aclararle el jabón del cuerpo.
—Os he añorado enormemente, lord Prisma —dijo en voz baja. Terminó y salió de la bañera—. Os prepararé la ropa —añadió mientras se secaba someramente y se anudaba la toalla a la cintura antes de dirigirse a un armario para seleccionar el atuendo de Gavin.
Este la observó con anhelo. Sacudió la cabeza para salir de su ensimismamiento.
No podré abrocharme los pantalones como siga así.
Después de que Marissia eligiera la ropa, volvió a la bañera mientras Gavin se ponía de pie, pero él la alejó con un gesto. Hoy podía secarse sin ayuda. Marissia se secó el cuerpo entero y se vistió en el tiempo que tardó Gavin en secarse el pecho. Salió de la estancia.
Tras vestirse, Gavin abrió el pequeño armario de servicio, levantó con cuidado un montón de sábanas dobladas que había encima de la balda, y lo llevó a otro armario donde volvió a apilarlo todo escrupulosamente. A continuación levantó las baldas y las deslizó en un hueco en la otra punta de la sala. El resultado era un espacio abierto en un armario que apenas le llegaba a la altura del pecho. El proceso era lento, pero la cuestión era que nadie descubriera jamás su secreto. Si alguien se presentaba en su ausencia, la habitación debía parecer sencillamente vacía. Si registraban el cuarto, no debían encontrar nada que pareciera fuera de lo normal. El tiempo extra y los inconvenientes merecían la pena.
Gavin trazó una tabla azul y verde a sus pies, tan ancha como sus hombros, con un agujero en el centro. Luego, tras encajar una bengala de magnesio en el cinturón y aferrar la tabla con una mano, se agachó y entró en el armario. Cerró la puerta a su espalda. El suelo chasqueó a sus pies. A fin de disimular la trampilla, había diseñado el suelo para que no se abriera a menos que la puerta estuviera cerrada. Encorvado, encontró el gancho y tiró hacia arriba, lo pasó por el agujero en la tabla y lo envolvió alrededor del cinturón. Soltó la tabla y deslizó los pies en las ranuras que había encima de ella. Su diseño se basaba en los elevadores de la torre, pero simplificado porque no había nadie que lo operara, ni espacio para los contrapesos. Se trataba básicamente de unas cuantas cuerdas tendidas en la oscuridad y una polea montada en lo alto.
Ahora venía la parte más aterradora. Gavin se acercó un poco más a la abertura del suelo… y se desplomó como una piedra en la oscuridad.
La polea silbó, pero sus estridentes protestas desaparecieron en cuestión de momentos mientras Gavin se precipitaba al vacío. No había resistencia en absoluto. Caía cada vez más deprisa. Sacó la bengala de magnesio azul y la rompió contra una pierna. El hueco del elevador, que él mismo había excavado en el corazón de la Cromería, medía apenas un paso y medio de ancho. No había nada que ver salvo piedra cortada lisa y la cuerda, con un lado silbando hacia arriba y el otro descendiendo veloz al mismo tiempo que Gavin.
Tendió la mano hacia el freno de la cuerda en su cinturón, pero el movimiento inclinó la tabla sujeta a sus pies, provocando que uno de sus cantos tocara la pared. La fricción tiró de él hacia arriba y lo estrelló contra la roca al otro lado. El freno escapó dando vueltas de sus dedos… y aterrizó encima de la tabla. Intentó agarrarlo. Falló. Levantó las rodillas y, deslizando la espalda por la pared lisa, agarró el freno.
Mientras se incorporaba con suma lentitud, cogió el gancho, unió la tabla al freno y lanzó este contra las cuerdas silbantes. Apretó el freno, plenamente consciente de que si no frenaba enseguida golpearía el fondo del pozo a una velocidad increíble, pero si frenaba demasiado deprisa se podría romper la tabla… o sus piernas.
Con las rodillas temblorosas a causa del esfuerzo por intentar permanecer en pie mientras deceleraba rápidamente, pasó junto a cinco franjas blancas pintadas en todas las paredes del pozo. Era la advertencia de que casi había llegado al fondo. Un momento después dejó atrás cuatro franjas blancas. Aún demasiado deprisa. Tres. Dos.
Vale, no está tan mal. Una más.
Golpeó el suelo con un topetazo sorprendentemente seco. Su reacción natural fue intentar rodar con el impacto… lo que no dio resultado, puesto que la cuerda atirantada no le dejaba margen de maniobra. Rodó de espaldas y se cayó encima de la bengala de magnesio. Su camisa comenzó a arder al instante.
Gavin se levantó de un salto con un chillido. Afortunadamente, la camisa no se había quemado entera. Examinó las furiosas marcas rojas que le cruzaban las costillas. Dolorosas, pero poco graves. Se desenganchó del elevador.
La cámara que había en el fondo del elevador solo medía cuatro pasos de lado. Gavin no veía nada. A la luz azul de la bengala de magnesio, caminó hasta una pared azul que se volvió traslúcida al contacto, pero detrás de ella no había nada. Todavía no. Despacio, muy lentamente, la cámara del otro lado se elevó de su lugar de reposo y empezó a girar con exasperante parsimonia.
Esta era la mayor obra de Gavin. La había construido en el plazo de un mes frenético, volcando todos sus conocimientos en ella. Pero siempre que conjuraba la cámara, se le encogía el corazón. Y hoy también. La lentitud de la elevación y rotación de la cámara era necesaria para que el hombre de su interior nunca supiera que estaba moviéndose.
Por otro lado, dejaba a Gavin con cinco minutos sin nada que hacer salvo esperar. Seguro que hoy estaba desierta. Orholam bendito. Gavin sintió una opresión en el pecho. Le costaba respirar. La cámara era demasiado pequeña. No había aire. Respira, Gavin, respira. Aférrate a esa máscara de indiferencia.
Por fin, la traslucidez reveló el orbe pulido del interior del calabozo. Frente a Gavin había un hombre muy parecido a él, aunque más delgado, menos musculoso, más sucio, y con el pelo más largo.
—Hola, hermano —dijo Gavin.