33

Karris despertó al abrigo de un cobertizo con las paredes hechas de ramas y una capa de vestir por todo techo. Era o bien el ocaso o el amanecer. Supuso que lo último, por el rocío que cubría el suelo. Se auscultó con eficiencia marcial, experimentando con las extremidades y los dedos en un intento por estimar su potencial de movimientos, tanto bruscos como pausados. Los dedos funcionaban como debían, tanto los de las manos como los de los pies, pero tenía todo el costado izquierdo magullado. No solo debía de haber atravesado el marco de la puerta con el torso, sino que habría aterrizado también sobre ese costado, porque le dolían la espinilla y la rodilla, presentaba arañazos de grava en la cadera, sentía como si alguien hubiera confundido su pecho con un saco de entrenamiento lleno de serrín y se hubiera dedicado a darle puñetazos durante una hora, y el hombro… por Orholam, el hombro. Podía respirar sin demasiado dolor, no obstante, lo que esperaba que significase que no tenía ninguna costilla rota, y todavía podía mover el brazo, aunque al hacerlo se debía esforzar para no desmayarse.

Tampoco su costado derecho había escapado ileso. Unos largos arañazos de grava le cruzaban el brazo derecho y el estómago, lo más probable era que tuviera otros a juego en la espalda, y solo Orholam sabía por qué le dolía tanto el cuello. Se había machacado todos los dedos del pie derecho (tampoco se acordaba de eso), y tenía el ojo izquierdo hinchado; no tanto como para bloquearle la vista, pero sí lo suficiente como para no pasar inadvertido. También tenía un arañazo en la frente, una bonita colección de chichones en la cabeza y… ¿qué diablos, un corte justo en la punta de la nariz?

No, no se trataba de un corte. Era un grano. Incre… ¿Un grano? ¿Ahora? Orholam me odia.

Alguien había embadurnado hasta el último de sus cortes y rasguños con algún tipo de ungüento que olía a bayas y agujas de pino. Alguien carraspeó.

—Hay más linimento a tu derecha. Atendí los cortes más… más visibles.

Lo que Karris tradujo como que Corvan no la había desnudado.

—Gracias —refunfuñó—. ¿Qué ha pasado?

—¿Aparte de lo evidente? —preguntó Corvan, lacónico.

—En la iglesia, en la cámara subterránea. Nunca he visto una luxina roja que no ardiera limpiamente. Si la trazaste mal, debería haberse evaporado en vez de formar una corteza. ¿Y qué era esa cosa en la que estabas metido? —Karris se sentó e hizo una mueca. También le dolía el tobillo. Ay, ¿cuándo se había torcido el tobillo? Lo ignoró e intentó recordar todo cuanto sabía acerca de Corvan Danavis. Era un rebelde, por supuesto, pero antes de aliarse con Dazen también había sido el vástago de una de las familias ruthgari más influyentes. Durante casi cien años, la relación entre Ruthgar y el Bosque de Sangre se había caracterizado por la paz, habían sido los aliados más inseparables. Las familias nobles de Ruthgar se habían casado con las familias más importantes de bosquesangrientos, lo que dejaba en su posesión terrenos a ambos lados del Gran Río. Otros pueblos habían empezado a referirse a sus tierras como si fueran una sola, fundiendo las Llanuras Verdegueadas y el Bosque de Sangre bajo el denominador común del Bosque Verde. El Pecado de Vician había puesto fin a eso, y durante una generación previa a la Guerra del Falso Prisma, los territorios llegaron a conocerse como las Llanuras de Sangre. Si algo positivo había salido de la Guerra del Falso Prisma, era que había proporcionado a Gavin la influencia necesaria para acabar de una vez por todas con la inagotable sucesión de pequeñas disputas que enfrentaban a Ruthgar y el Bosque de Sangre.

Corvan era un producto de ese conflicto. Nacido en el seno de una familia guerrera, con un exagerado número de hermanos (¿ocho? ¿diez?), era, le parecía recordar a Karris, el último que quedaba con vida de ellos. Karris lo recordaba a duras penas de antes de la Guerra del Falso Prisma. Solo era otro ruthgari de rancia estirpe que, de la noche a la mañana, se había encontrado en la ruina con poco más que las bonitas armas que portaba y los elegantes ropajes con que se cubría. También era un monocromo, por lo que sus posibilidades de reclamar riquezas en cualquier otro lugar eran muy remotas. Cuando estalló la guerra, se unió al bando de Dazen de inmediato, como tantos otros jóvenes nobles desposeídos sin nada que perder.

Karris contaba quince años de edad por aquel entonces y no lograba acordarse de Corvan en absoluto. Lo cual, supuso, no tenía nada de sorprendente, dada toda la atención que había recibido de los hermanos Guile. Había sido un simple consejero durante gran parte del conflicto, pero hacia el final de la guerra Dazen lo nombró general. Karris había oído al comandante Puño de Hierro relacionar ese hecho con la victoria de Gavin; sin llamar incompetente a Corvan Danavis, sino todo lo contrario. El comandante Puño de Hierro había dicho que si Corvan Danavis hubiera sido general desde el principio de la contienda, los ejércitos de Gavin ni siquiera habrían llegado a la Batalla de la Roca Hendida. Puño de Hierro había dicho también que si el general Danavis no se hubiera rendido incondicionalmente después de la Roca Hendida, aún podría haber guerrillas luchando en la mitad de las Siete Satrapías. La gracia en la derrota de Corvan había convencido a sus hombres para irse a casa.

Karris hundió los dedos en el cuenco de ungüento y miró a Corvan, que parecía desconcertado. Empezó a levantarse la camisa larga con los dedos pringados de ungüento, y el hombre por fin captó la indirecta. Carraspeó y se dio la vuelta. Karris untó el linimento con cuidado en los arañazos que tenía en el pecho, despacio, dándose tiempo para pensar.

Con su historial, Karris esperaba que Corvan Danavis fuera un anciano encorvado, pero este hombre tendría unos cuarenta años. Sus mejillas afeitadas, salvo por la barba de uno o dos días, mostraban una piel más clara que la de la mayoría de los tyreanos pero mucho más oscura que la de los pálidos bosquesangrientos, aunque salpicada de pecas. Tenía los ojos azules, lo cual no era de extrañar, con la ridícula cantidad de rojo que había sido capaz de trazar. Los halos de luxina solo cubrían la mitad de sus iris; menos incluso que los de Karris, a pesar de que probablemente era doce o quince años mayor que ella. Había quizá reflejos rojizos también en su pelo oscuro, ondulado en vez de rizado. El general era célebre por su bigote rojo, el cual mantenía recortado salvo en las guías que colgaban por debajo de su barbilla, donde había atado cuentas rojas y doradas. Quizá este fuera otro Corvan Danavis, o alguien que había adoptado su nombre con la esperanza de beneficiarse de la buena reputación del general.

—Se nos echaron encima antes de darnos cuenta de lo que ocurría —dijo Corvan—. Había aconsejado a la aldea que enviara uno o dos muchachos para las levas pero ni siquiera yo esperaba esa clase de retribución. El rey Garadul no vino para darnos una lección, sino para dársela al resto de Tyrea. Solo he conocido a otra persona como él. —El general Delmarta, el Carnicero de Ru, supuso Karris.

—¿Viste la pirámide? —preguntó Karris, girándose de nuevo hacia él.

Corvan Danavis se quedó muy quieto. La comisura de sus labios se curvó en una mueca por un instante fugaz. Pero la mirada que volvió hacia Karris era fría, controlada. No había el menor rastro de luxina roja reciente en sus ojos, lo cual denotaba un control asombroso para tratarse de un trazador de su edad.

—Recogí a los que pude y los llevé a la iglesia. —¿Esperaba que los hombres de Garadul respetaran el terreno consagrado?—. Era el edificio menos inflamable de la ciudad —dijo Corvan, respondiendo a la pregunta no formulada—. Luchamos, y perdimos. Los Delaria y los Sworrin no consiguieron abrir la puerta del sótano, y yo estaba demasiado ocupado peleando. Tal vez no debería haber luchado en absoluto. Creo que la cromaturgia sencillamente atrajo más soldados. Nos abrumaron. Me retiré escaleras abajo.

—¿Solo?

El hombre pareció sorprenderse ante la pregunta.

—Todos los demás estaban muertos —dijo.

Salvo una joven familia, a menos de diez pasos de la escalera. ¿Habría peleado Corvan de veras, o se habría retirado inmediatamente escaleras abajo, cerrando la puerta a su espalda y condenando a los habitantes de la ciudad a una muerte llameante? Los soldados se habían llevado a sus muertos, y los incendios habían oscurecido la mayor parte de las pruebas de la batalla en el templo, así que Karris no podía saberlo con certeza.

—Ahora es cuando me explicas cómo usaste la luxina más inflamable para escapar de un incendio —dijo Karris.

—¿Sabes por qué soplas sobre una llama cuando haces una fogata? —preguntó Corvan. No esperó a que Karris respondiera—. Porque el fuego necesita respirar. Soy monocromo, noble Roble Blanco. Tenemos que ser más creativos que los casi policromos como tú.

—Explícame tan solo cómo lo hiciste —dijo Karris. ¿Cómo sabía que era casi una poli? Todavía no había decidido si era posible que él fuese el general Danavis. ¿En este lugar olvidado de la mano de Orholam? ¿Y de una familia del Bosque de Sangre? Los ojos y las pecas hablaban de herencia de bosquesangriento, pero ¿y la piel? Por supuesto, se había criado en el seno de una familia noble, una familia que criaba a sus hijos para la guerra. La combinación perfecta para un trazador guerrero era piel negra con ojos azules. Incluso la piel de caramelo era preferible a la piel pálida de los bosquesangrientos para dar a un guerrero una fracción de segundo extra antes de que sus adversarios supieran qué color estaban trazando. Así que era posible. Las familias nobles sin duda casaban a sus hijas e hijos por razones menos altruistas. Temer que tus descendientes no parecieran oriundos de su propia tierra podía bajar puestos en la lista de prioridades cuando la supervivencia estaba en juego.

—Cuando bajé las escaleras —continuó Corvan—, sabía que vendrían a por mí, de modo que recubrí todas las superficies con luxina roja. Sellé la habitación por completo y me embadurné también de luxina. Cuando llegaron los soldados, cerré la puerta tras ellos y lo incendié todo. La conflagración devoró el aire de la habitación, y tanto el fuego como los soldados murieron. —Así que por eso la luxina roja tenía una costra en vez de haberse consumido limpiamente. Carecía de aire.

—¿Y los tubos? —Karris había chocado con unos tubos al caer.

—Conducían al exterior. Para permitirme respirar.

—¿Por qué no te fuiste después de matarlos?

El hombre la miró con dureza.

—Porque tenía que esperar hasta que se consumiera el último rescoldo, si no podría provocar que explotara la habitación. Como tal vez notaras cuando entraste acompañada de ascuas y la habitación entera saltó por los aires.

Oh.

—¿Por qué está reuniendo un ejército el rey Garadul? —dijo Karris—. ¿Por qué ahora?

—Para reafirmarse a sí mismo, me imagino. Nuevo rey como es, querrá demostrar que es duro. ¿Necesita más excusas? Rask Garadul siempre ha sido un malnacido chiflado.

—Si realmente eres Corvan Danavis, acabas de mentirme —dijo Karris. Un general de la talla de Corvan profundizaría en las posibles estrategias de Rask. Un general con el historial de éxitos de Corvan habría descubierto ya una docena.

Corvan hizo una pausa, y asombrosamente a Karris le pareció que parecía complacido.

—Así que la pequeña Karris Roble Blanco ya es toda una mujercita —dijo Corvan—. Se unió a la Guardia Negra, y ahora es una espía de la Cromería.

—¿De qué estás hablando? —dijo Karris. Se sentía como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago.

—La única pregunta es: ¿quién quiere matarte a ti, Karris? No solo levantas más sospechas en Tyrea que yo, con los cabellos claros y la piel aún más clara, pero ¿precisamente tú? ¿Te enviaron a ti? ¿Aquí?

—¿Por qué no debería estar aquí? Vine a investigar los rojos del desierto del sur…

—En serio, Karris. No nos insultes a ambos. Como mínimo, soy enemigo de tu enemigo. Estás aquí por información. Te la daré, pero no si me mientes. Si te enfrentas a estas personas sin preparación, morirás.

Podría haberla matado en la iglesia, comprendió Karris. O podría haberla abandonado y dejar que la matara el fuego. Pero Corvan tenía fama de caballero, incluso entre sus adversarios, y ella necesitaba saber lo que él sabía. Levantó las manos abiertas, dándose por vencida. Hizo una mueca. Ay, el brazo izquierdo estaba matándola.

—¿Por qué no puedo estar aquí? —preguntó.

—¿Tienes la menor idea de lo que pasó con todos los hombres y mujeres que combatieron al lado de Dazen? —preguntó Corvan.

—Se fueron a casa.

—Siempre es difícil volver a casa para los perdedores. Los ejércitos de Dazen eran desorganizados. Un hatajo de indeseables, y un puñado de hombres buenos que habían sido agraviados.

—Como tú —interpuso sarcásticamente Karris.

—Esto no va de mí. La cuestión es que muchos de nosotros no podíamos ir a casa. Algunos se dirigieron a Puerto Verde; los aborneanos acogieron a algunas comunidades poco numerosas, y los ilytianos aseguraron estar dispuestos a aceptar a todo el mundo. Pero lo único que alguien obtuvo de ellos fue una oreja recortada.

Karris se estremeció. Así marcaban los ilytianos a los esclavos. Calentaban unas tijeras de esquilar al rojo y cortaban la oreja izquierda del esclavo casi por la mitad. El tejido cicatricial impedía que la oreja se recompusiera y hacía fácil identificar a los esclavos.

—Algunos de nosotros tuvimos más suerte —dijo Corvan—. Nuestros ejércitos deambularon de un lado a otro de esta tierra durante meses, y la gente de aquí no tenía motivo para sentir simpatía por ningún bando. Arrasamos aldeas enteras. Las que sobrevivieron solo tenían niños pequeños, ancianos y unas pocas mujeres. La mayoría de las ciudades aborrecían a los soldados, y donde los antiguos soldados intentaban instalarse por la fuerza, el padre de Rask, el sátrapa Perses Garadul, los exterminaba. Pero unas pocas ciudades comprendieron que si esperaban reconstruirse algún día, necesitaban hombres. La alcaldesa de Rekton fue una de esas personas. Escogió doscientos soldados y nos permitió quedarnos, y eligió bien. Unas pocas ciudades vecinas hicieron lo mismo. Otros hombres, por supuesto, se convirtieron en bandidos, y ni siquiera Perses Garadul pudo darles caza a todos.

—¿Cómo conseguiste asentarte? —preguntó Karris—. Como general, eras más responsable que la mayoría por lo ocurrido en esta región.

—Mi esposa era tyreana. Nos habíamos casado unos pocos años antes de que estallara la guerra. Estaba en Garriston cuando… cuando se incendió. Uno de sus criados sobrevivió y salvó a nuestra hija y me la trajo. Así que tenía una niñita de un año, y la alcaldesa se apiadó de mí. El caso es que la gente de los alrededores recuerda la guerra de forma ligeramente distinta a la gente de Gavin.

Lo cual no era sorprendente, considerando que eran quienes peor parados habían salido.

—La recuerdan como una riña por una mujer —dijo Corvan, sucinto.

—¡Eso… eso es ridículo! —balbució Karris. Orholam misericordioso.

—Eres la musa favorita de los artistas de la zona. No es que haya muchos con talento, pero la belleza de piel clara y exótica de cabello llameante todavía inspira éxtasis en los artistas buenos y malos. Aunque la mayoría de los hombres no se atreverían a creer que seáis la misma mujer… sueles ser retratada con un vestido de novia, a veces hecho jirones… Rask sin duda posee cuadros de artistas con talento que te han visto realmente.

—No fue así —dijo Karris.

—Pero hace una buena historia.

—¿Una «buena» historia?

—Buena en el sentido de trágica. Buena en el sentido de interesante. No buena con un final feliz. —Corvan carraspeó—. Me cuesta creer que no lo supieras.

—En los Jaspes ya casi no quedan tyreanos. Y últimamente nadie habla mucho conmigo.

Corvan parecía estar a punto de responder, pero se mordió la lengua. Por fin, dijo:

—Así que la pregunta es: ¿quién te enviaría a ti a nuestro nuevo rey Garadul, sabiendo que este sin duda te reconocería, y qué esperaba conseguir dejándote a su merced?

La Blanca. ¿La Blanca me ha traicionado? ¿Por qué?