Liv Danavis cruzaba con paso rápido el Tallo de Azucena, el puente de luxina que conectaba la Cromería en la isla del Pequeño Jaspe con los mercados y los hogares de la isla del Gran Jaspe, intentando ignorar la tensión que le agarrotaba los hombros. Llevaba puesto un recio pantalón de lino y una capa para resguardarse del viento helado de la radiante mañana, llevaba el cabello oscuro recogido en una coleta, y aún conservaba puestos los mismos zapatos de cuero, sin tacones, que llevaba cuando llegó por primera vez a la Cromería, aterrada, con catorce años. Siempre había sentido la tentación de ponerse sus mejores galas cuando la llamaban, pero siempre se había resistido. Su adinerada e imperiosa preparadora conseguiría que se sintiera como una pordiosera sin importar cómo vistiese, de modo que prefería mostrarse desafiante. Si Dazen Guile hubiera ganado la Guerra de los Prismas, Liv sería lady Aliviana Danavis, hija del condecorado general Corvan Danavis. Su condición de tyreana sería un distintivo honorífico. No le debería nada a nadie. Pero Dazen había sido abatido, y quienes le juraron lealtad habían caído en desgracia; el padre de Liv había escapado por los pelos del verdugo pese a gozar de más estima que ningún otro general de cualquiera de los dos bandos. De modo que ahora era lisa y llanamente Liv Danavis de Rekton, la hija del tintorero. Y Ruthgar la poseía en propiedad. ¿Y qué? No la asustaba que la llamaran.
No mucho.
Aunque había pasado los tres últimos años en las islas de Jaspe, Liv no visitaba el Gran Jaspe a menudo. Las otras muchachas acudían todas las semanas para escuchar a los juglares, saborear platos que no hubieran salido de los fogones de la Cromería, conocer chicos que no fuesen trazadores y beber más de la cuenta tras los exámenes. Liv no podía permitirse nada de todo eso, ni quería apelar a la caridad de nadie, así que se mantenía al margen, alegando tener que practicar o estudiar.
La ventaja era que aún no se había vuelto inmune a las maravillas del Gran Jaspe. La isla entera estaba atestada de edificios, pero nada era aleatorio, al contrario que en su antiguo hogar o en Garriston. Las estructuras de estuco blanco resplandecían cegadoras al sol, elevándose en terrazas escalonadas por la distribución natural del terreno. Predominaban las formas geométricas: hexágonos y octágonos rematados por cúpulas. Todos los edificios cuyo tamaño lo justificaba (y muchos que no) lucían una cúpula, y estas eran de todos los colores del arco iris. Cúpulas azules del color del mar Cerúleo, cúpulas de oro batido en los hogares de los ricos, cúpulas de cobre que se tornaban gradualmente verdes y se bruñían todos los años para que volvieran a relucir el Día del Sol, cúpulas pintadas del color de la sangre, cúpulas recubiertas de espejos. Pero la belleza no se restringía a las cúpulas, sino que se extendía también a las puertas. Era como si toda la irrefrenable personalidad de los jasperitas se rebelara contra el conformismo de sus paredes blancas y sus cúpulas uniformes, pero solo en la decoración y el diseño de sus puertas. Maderas exóticas, diseños cincelados de todos los rincones de las Siete Satrapías y más allá, puertas en apariencia talladas en madera viva con hojas que aún crecían del Pueblo de los Árboles, arcos de herradura tyreanos, escaques parianos, portales inmensos en edificios humildes, portezuelas minúsculas en estructuras colosales.
Pero no menos icónicas que las cúpulas de colores y las relucientes paredes blancas del Gran Jaspe eran las Mil Estrellas. Todas las calles se extendían perfectamente rectas, y en todas las intersecciones se alzaba un par de arcos angostos, muy finos, imposiblemente esbeltos sobre sus patas blancas, de al menos diez pisos de altura, que confluían muy por encima del cruce en una bóveda de arista. Montado sobre eslabones giratorios en el pináculo de dicha bóveda se encontraba un espejo redondo, sumamente pulido, inmaculado, tan alto como una persona. Debido a la distribución especial de las calles, en cuanto el sol conquistaba el horizonte, la luz se podía dirigir a cualquier parte.
Hacía tiempo, los constructores dijeron: En esta ciudad no habrá ninguna sombra que escape al ojo de Orholam. En ninguna otra parte del mundo duraban tanto los días como en el Gran Jaspe.
Su función original, deducía Liv, había sido aumentar el poder de los trazadores de la isla. En otras ciudades densamente pobladas, tarde o temprano los edificios eclipsaban el sol. Eso no solo imprimía un halo sombrío a la ciudad, sino que aumentaba la vulnerabilidad de los trazadores que pasearan por sus calles. Aquí las distancias que mediaban entre los edificios estaban calculadas al detalle, en función de su altura y su anchura, lo que formaba pozos de luz naturales, pero con las Mil Estrellas, un trazador podía disponer de tanta energía como fuese capaz de controlar durante más horas que en ninguna otra parte.
El Día del Sol, hasta la última de las Mil Estrellas se convertía en esclava del Prisma. Adondequiera que lo llevasen sus pasos, todos los espejos giraban para iluminarlo. Evidentemente, algunos edificios bloqueaban los rayos de luz, pero daba igual dónde estuviera, aun en las zonas más pobres, había al menos un puñado de vías sin obstruir. De hecho, antes de que se aprobara la construcción de cualquier edificio, sus planes debían superar una inspección para garantizar que no interferiría con las Mil Estrellas. Solo unos pocos habían conseguido burlar las normas, como el palacio de Guile.
Por supuesto, pensó Liv, las leyes no se aplican por igual a los obscenamente ricos. Jamás. Aquí no.
A todos los principados de la ciudad se les permitía decidir cómo querían emplear sus estrellas cuando no fueran necesarias con fines defensivos, de seguridad o religiosos. Algunos movían las estrellas según un horario estricto, formando un reloj luminoso fácilmente visible para todos los habitantes del distrito.
Hoy era día de mercado en las Embajadas, el primer principado que cruzó Liv. Habían acoplado unas difusas lentes amarillas a la mitad de sus estrellas, bañando de luz animada toda una gran plaza. Media docena de trazadores amarillos sin gafas, contratados especialmente para la ocasión, hacían malabarismos con agua brillante, luxina amarilla líquida. En el aire explotaban dragones, grandes surtidores de luxina amarilla, vaporosa y resplandeciente, se elevaban por los aires, atrayendo un gran número de personas al mercado. La otra mitad de las estrellas, equipadas con lentes de todos los colores, giraban en grandes círculos alrededor de la plaza produciendo un efecto vertiginoso.
Liv compadecía a los monos de las torres (esclavos menudos, por lo general niños) que tuvieran que trabajar las cuerdas ese día. Entre los esclavos, recibían un trato cordial, incluso un sueldo digno, pues el servicio que prestaban a los guardianes de las estrellas se consideraba importante, técnicamente complejo, hasta sagrado, pero se pasaban un día tras otro en parejas en los ejes estrechos, uno oteando y otro accionando las cuerdas con dedos ágiles, trabajando a menudo desde el primer destello del amanecer hasta la noche cerrada sin descanso salvo para intercambiar los puestos. Cuando el Prisma o un supervioleta viajaban y necesitaban utilizar las estrellas, podían hacerlo sin necesidad de intermediarios, por medios sortílegos. Pero cualquier aplicación mundana requería los servicios de los monos.
Distraídamente, Liv contempló la posibilidad de tocar una de las líneas de control supervioletas tendidas en la calle y tomar el mando de una estrella, tan solo para sembrar un poco de caos en la fiesta de los ricachones. Esa era la ventaja de ser supervioleta. Nadie podía saber que estabas trazando a menos que pudiera ver el supervioleta a su vez.
Aun así, tampoco sería la primera estudiante en hacer algo parecido. Las bromas de ese tipo recibían un castigo fulminante y severo.
Las mariposas se resistían a abandonar el estómago de Liv. A pesar del bullicio del gentío madrugador, los gritos de los mercaderes, los cantos de los juglares y el crepitar de los fuegos artificiales de agua brillante, nada podía distraerla de su inminente reunión.
La Encrucijada era una casa de kopi, restaurante, taberna, la posada más cara de los Jaspes y, con tan solo bajar unas escaleras, supuestamente también un burdel no mucho más asequible. Gracias a su ubicación en el centro del distrito de las Embajadas resultaba idóneo para todos aquellos diplomáticos, espías o comerciantes que tuviesen asuntos que tratar con los distintos órganos del gobierno y los trazadores que acabaran de cruzar el Tallo de Azucena, puesto que el edificio que contenía la Encrucijada era una antigua embajada. La de Tyrea, para ser exactos. Liv se preguntó si su preparadora lo habría elegido por ese mismo motivo, o tan solo porque sabía que era demasiado caro para Liv.
Liv subió la majestuosa escalera que conducía a la segunda planta, donde se hallaba la casa de kopi. Una bella recepcionista la saludó con una sonrisa deslumbrante. La Encrucijada disponía del mejor equipo de empleados de la ciudad: hasta el último hombre, mujer y esclavo de mesa era tan atractivo como impecable su atuendo e intachable su profesionalidad. Liv siempre había sospechado que aquí los esclavos ganaban más que ella. Aunque eso no era difícil. En realidad, era la primera vez que Liv entraba en ese lugar.
—¿En qué podemos serviros hoy? —preguntó la recepcionista—. Disponemos de unas mesas encantadoras junto a la ventana del sur. —Refinadamente, evitó fijarse demasiado en el mediocre atuendo de Liv.
—Una mesa privada, a ser posible. Estoy esperando a una… amiga de la embajada ruthgari, Aglaia Crassos.
—Por supuesto, me encargaré personalmente de indicarle el camino. —El personal de la Encrucijada conocía a toda la gente que merecía la pena conocer por su nombre—. ¿Necesitaréis que silenciemos la mesa?
¿Silenciar? Ah. Liv entornó los párpados para ver el supervioleta. Por supuesto. Se le había olvidado; también había oído hablar de eso. Un tercio de las mesas del establecimiento estaban encerradas en burbujas supervioletas. Las burbujas tenían agujeros, por supuesto, de lo contrario los clientes se asfixiarían en su interior, de modo que el sonido no se podía amortiguar por completo, pero sin duda garantizaba que espiar una conversación fuera mil veces más difícil. Algunas de las burbujas disponían incluso de pequeños ventiladores supervioletas que las abastecían de aire fresco. Lo cual, comprendió Liv, era eminentemente práctico. Los comensales que habían optado por una burbuja pero no por el ventilador parecían incómodos a causa del calor.
Liv iba a jugársela y apostar a que los ventiladores estaban disponibles a cambio de un pequeño suplemento adicional.
Ahora que miraba, se dio cuenta de que la recepcionista era una trazadora supervioleta a su vez; el halo de sus pupilas cubría apenas una tercera parte del iris. No era de extrañar que Liv no se hubiera percatado enseguida. Cuando un trazador supervioleta se adentraba demasiado en su senda, el color de sus ojos comenzaba a filtrarse en el espectro visible, produciendo un suave tinte violeta difícil de ver en los ojos castaños pero que volvía los ojos azules asombrosamente bonitos. Algo de lo que Liv no disfrutaría jamás, con sus insulsos ojos marrones.
—De hecho… —dijo Liv. Giró su capa para que la mujer pudiera ver el dorso. Era corriente que los supervioletas tejieran un diseño añadido en su atuendo para que otros supervioletas pudieran identificarlos.
Las pupilas de la recepcionista se transformaron en cabezas de alfiler en un abrir y cerrar de ojos tras echar un vistazo a la capa de Liv.
—Muy elegante. Los supervioletas están invitados a trazar su propio sistema de insonorización. Avisadnos tan solo de que vais a silenciaros durante vuestra visita para evitar que el servicio cometa algún error.
La mujer condujo a Liv hasta una mesa junto a las ventanas que daban al sur, abiertas para permitir el paso de la claridad natural. Había sol en abundancia en el triforio (los arcos y los contrafuertes sostenían con facilidad todo el peso del tejado, por lo que las ventanas de la segunda planta se extendían desde el suelo hasta el techo), pero una de las desventajas de ser supervioleta era que las ventanas gruesas como las que había allí entorpecían la captura de la luz. Cualquier trazador experto podría seguir usando su magia, pero tardaría más y algunos trazadores terminaban padeciendo jaquecas.
Liv se sentó y observó cómo trabajaba el personal, zigzagueando ágilmente entre las mesas, evitando las que estaban rodeadas por burbujas supervioletas. Un sirviente joven y esbelto de rizos muy cortos y sonrisa irresistible se acercó a su mesa, deteniéndose justo al filo de la burbuja que estaría allí si ella hubiera trazado alguna. Debía de contar tan solo unos pocos años más que ella, y era devastadoramente apuesto. Su chaqueta, de corte experto, realzaba la nervuda musculatura oculta tras ella.
Sin saber muy bien cómo, Liv se las apañó para pedir. Solo un kopi. Que sin duda costaría todo un danar. Cuando el muchacho se lo trajo, humeante y oscuro como la piedra infernal, y le dedicó una seductora sonrisa, Liv decidió que el kopi definitivamente valía un danar. Tal vez más.
Su buen humor se marchitó cuando vio a Aglaia Crassos subiendo por la escalera con su habitual paso estirado. La veinteañera ruthgari era, por lo que Liv había podido averiguar, la menor de las hijas de una familia importante. Poseía la preciada melena rubia, extraordinariamente rara, de los ruthgari, pero aparte de eso no era ninguna belleza. Tenía los ojos azules que eran un desperdicio en quienes no trazaban, las facciones estiradas y equinas, y una nariz enorme. Estacionada en la embajada ruthgari para obtener algo de experiencia política antes de casarse con un prometido al que aún no conocía de la ciudad de Rath, siempre había actuado como si fuera demasiado buena para adiestrar a Liv. Incluso había llegado a decirle a Liv que ser asignada a su caso había sido un castigo por cierta indiscreción cometida con el hijo del embajador atashiano. Por lo general, adiestraba a bicromos, policromos y espías de verdad.
Aglaia vio a Liv y se encaminó de frente hacia ella, saludando con la mano a unos pocos clientes y guiñando el ojo en una ocasión.
—Aliviana —dijo Aglaia, plantándose ante su mesa—, qué… activa pareces esta mañana. —La pausa hablaba por sí sola. El desvergonzado escrutinio, como si realmente intentara encontrar algo positivo que añadir. En cualquier otra mujer, podría haber sido un accidente.
¿Así que quieres jugar? Estupendo.
—Qué alegría verte, Aglaia. La malicia ruin te sienta tan bien —dijo Liv. Ups.
Aglaia abrió los ojos de par en par momentáneamente, antes de responder con una risita fingida:
—Siempre tan aguda como un puñal, ¿verdad, Liv? Eso es lo que me gusta de ti. —Se sentó enfrente de Liv—. ¿O es que tu estupidez te impide comprender la gravedad de tu situación?
Mi padre me advirtió que no viniera aquí. Tiburones y demonios marinos, dijo. Debería haberle hecho caso. Estoy irritando a la mujer que tiene mi futuro en sus manos.
—Lo… —Liv se pasó la lengua por los labios secos, como si las palabras de sumisión necesitaran ayuda para deslizarse entre ellos—. Lo siento. ¿En qué puedo serviros, ama?
La mirada de Aglaia se iluminó.
—Repítelo.
Liv titubeó, apretó la mandíbula. Se obligó a tranquilizarse.
—¿En qué puedo serviros, ama?
—Traza una burbuja.
Liv trazó la burbuja insonorizada, con ventilador incluido.
—Qué jovencita tan orgullosa eres, Liv Danavis. La próxima vez que celebre una fiesta, tendré que acordarme de encargarte que sirvas la comida. O tal vez que limpies los orinales.
—Ay, me encantaría limpiar orinales. Tanto como contarles a todos mis amigos que aún no hayan firmado ningún contrato lo bien que tratan los ruthgari a sus trazadores —repuso Liv.
Aglaia se carcajeó. Lo cierto era que tenía una risa sumamente desagradable.
—Bien jugado, Liv. Era una amenaza sin fundamento, y merecía que me estallara en la cara. Eres de Rekton, ¿verdad?
Liv se puso en guardia de inmediato. ¿Aglaia había dejado correr un insulto? No le hubiera extrañado que, tras poner de manifiesto lo vano de su amenaza, Aglaia contraatacara con otra más contundente; lo cierto era que tenía varias a su disposición. Que no lo hiciera debería alegrar a Liv. No era así.
—Sí —reconoció Liv. No tenía sentido mentir. Nada salía de Rekton. Además, Aglaia tendría un historial en el que constaría la procedencia de Liv. Estaba en su contrato—. Es una ciudad pequeña. Intrascendente.
—¿Quién es Lina?
¿Cómo?
—Es una criada. Katalina Delauria. Trabaja de lo que puede. —Una adicta, una desgracia, y una pesadilla de madre. Pero no hacía falta que Aglaia supiera todo eso, y Liv no tenía ninguna intención de decir nada negativo acerca de sus paisanos.
—¿Familia?
—Ninguna —mintió Liv—. Se estableció en Rekton después de la guerra, igual que mi padre.
—Entonces, ¿no es tyreana?
—¿Quieres decir de origen? No lo sé. Tal vez tenga sangre pariana o ilytiana —respondió Liv—. ¿Por qué?
—¿Cuál es su aspecto?
Demasiado flaca, con los ojos inyectados en sangre y la dentadura estropeada de tanto fumar cencellada.
—Alta, pelo largo muy rizado, piel de caoba, deslumbrantes ojos castaños. —Ahora que Liv lo pensaba, entraba dentro de lo posible que Lina hubiera sido una verdadera belleza alguna vez.
—¿Y Kip? ¿Quién es?
Ah, diablos, pillada.
—Esto, su hijo.
—Vaya, así que sí que tiene familia.
—Pensé que te referías a si tiene familia en Rekton.
—Ya —dijo Aglaia—. ¿Cuántos años tiene Kip?
—Ahora quince, supongo. —Kip era simpático, aunque la última vez que Liv estuvo en casa saltaba a la vista que el muchacho bebía los vientos por ella.
—¿Cuál es su aspecto?
—¿Por qué quieres saber todo esto? —preguntó Liv.
—Contesta a la pregunta.
—Hace tres años que no lo veo. Habrá cambiado un montón. —Liv levantó las manos, pero Aglaia no se dio por vencida—. Algo regordete. Un poco más bajo que yo, la última vez que lo vi…
—¡Por el amor de Orholam, niña, sus ojos, su piel, su pelo!
—¡Es que no sabía lo que querías!
—Pues ya lo sabes —dijo Aglaia.
—Ojos azules, piel normal, menos morena que la de su madre. El pelo rizado.
—¿Mestizo?
—Supongo. —Aunque Liv no se imaginaba cuáles podían ser las mitades que lo componían. ¿Pariano y atashiano? ¿Ilytiano y bosquesangriento? ¿Algo más? Fuera lo que fuese, seguro que no se trataba de simples mitades. «Mestizo» era una descripción mezquina, no obstante, y a todas luces injusta. Las familias más respetadas y todos los nobles de las Siete Satrapías se casaban entre ellos mucho más a menudo que la plebe, pero nadie los llamaba mestizos por ello.
—Conque ojos azules. Qué interesante. En tu ciudad no abundan los ojos azules, ¿verdad?
—Mi padre tiene los ojos azules. Se encuentran algunos entre quienes se asentaron allí después de la guerra, pero no, somos como el resto de Tyrea.
—¿Es trazador?
—Por supuesto que lo es. Mi padre es uno de los trazadores rojos más…
—Tu padre no, estúpida. Kip.
—¿Kip? ¡No! Bueno, al menos no la última vez que lo vi. Tendría doce o trece años por entonces.
Aglaia se reclinó contra el respaldo de la silla.
—Debería dejarte dando tumbos a tientas en la oscuridad después de la actitud que has demostrado hoy, pero seguro que estropearías las cosas más todavía. Tengo una misión para ti, Liv Danavis. Resulta que mi castigo de tener que cargar contigo era un regalo de Orholam disfrazado. Hemos interceptado una carta que esa mujer, Lina, escribió al Prisma.
—¿Que hizo qué?
—En ella afirmaba que Kip es su bastardo.
Era tan absurdo que a Liv se le escapó una carcajada. La expresión de Aglaia indicaba que no estaba bromeando.
—¡¿Qué?!
—Decía que se moría, y que quería que Gavin conociera a su hijo, Kip. No sabemos si es la primera vez que se comunican. Pero no pedía nada, ni lo amenazaba. Kip tiene la edad adecuada, y los ojos de Gavin eran azules antes de que se convirtiera en el Prisma. El resto no demuestra nada, pero la nota estaba escrita como si fuera verdad. Como si Gavin la conociera. —Aglaia esbozó una sonrisa—. Liv, voy a darte la oportunidad de obtener una vida mejor, y espero que no haga falta decirte que ya puedo proporcionarte una vida mucho peor, si así lo decido. Has demostrado ser una supervioleta y una amarilla marginal. Por razones evidentes, tu patrocinador decidió no entrenarte como bicroma.
Sí, Liv lo sabía de sobra. Se esperaba de un bicromo que se ciñera a un estilo determinado, so pena de perjudicar la reputación del patrocinador y su territorio. Y el amarillo era tan difícil de trazar bien que muy pocos de los que entrenaban con él aprobaban el examen final. De modo que patrocinar a un bicromo amarillo suponía una inversión enorme, con escasas posibilidades de recuperarla. El patrocinador de Liv había fingido que no era bicroma para ahorrarse el dinero. Injusto, pero no había nadie dispuesto a levantar la voz por los tyreanos.
—He aquí tu misión, niña. Lo he arreglado para que tu clase sea la siguiente en recibir la instrucción personal del Prisma. Gánate su confianza…
—¿Quieres que espíe al Prisma? —preguntó Liv. La mera idea era casi… blasfema.
—Eso es lo que queremos. Quizá te pida información acerca de su hijo y de esa mujer, Lina. Aprovecha la ocasión. Vuélvete indispensable para él. Conviértete en su amante. Lo que haga falta con tal…
—¿Qué? ¡Pero si tiene dos veces mi edad!
—Lo cual sería espantoso… si tú tuvieras cuarenta años. Pero no los tienes. No es como si estuviéramos hablando de alguien anciano y decrépito. Dime la verdad, ya has soñado con que él te arrancaba la ropa, ¿verdad?
—¡No, de ninguna manera! —Lo cierto era que solamente sentía admiración por él. Como todas las chicas. Pero para Liv se trataba de algo demasiado abstracto. Platónico.
—Oh, qué santa estás hecha. O qué embustera. Te garantizo que todas las mujeres de la Cromería con sangre en las venas han soñado con ello. No importa. Lo harás a partir de ahora.
—¡¿Quieres que lo seduzca?!
—Es la forma más sencilla de estar en la habitación de un hombre mientras duerme. Si se despierta mientras registras su correspondencia, puedes fingir que te devoran los celos y decir que estás buscando las cartas de alguna otra amante. Lo cierto es que me trae sin cuidado cómo te acerques a él, pero seamos sinceras: ¿qué podrías ofrecerle tú al Prisma? ¿Conversaciones inteligentes? ¿Alguna revelación? Lo dudo. Por otra parte, eres bonita, para ser tyreana. Eres joven, no demasiado brillante, aún menos culta, poco poderosa, ni erudita, ni poetisa, ni cantante. Si consigues acercarte a él por cualquier otro medio, estupendo. Me limito a apostar sobre seguro.
Era la forma más demoledora de llamar bonita a alguien que Liv hubiera oído en su vida.
—Olvídalo. No pienso prostituirme por ti.
—Tanta integridad me conmueve, pero no puede calificarse de prostitución si se hace por placer, ¿verdad? Ya lo has visto. Es divino. Así que te llevas los beneficios añadidos. Puedes gozar de él, puedes solazarte en los celos de todas las mujeres, obtendrás todo cuanto tenemos que ofrecer…
—No quiero nada más de vosotros.
—Deberías haberlo pensado antes de firmar el contrato. Pero eso es agua pasada. Liv, si consigues aunque sea tan solo una cita a solas con Gavin Guile, te formaremos como bicroma. Gánate su confianza, y aumentaremos todavía más la recompensa. Pero escúpeme a la cara y toda tu vida se convertirá en piedra infernal. Tu contrato me otorga plenos poderes, y los utilizaré.
La oferta de formar a Liv como bicroma parecía tremendamente generosa a cambio de una simple cita con el Prisma, pero la lógica que había detrás de ello era evidente. Aunque un Prisma podía hacer lo que le placiera, acostarse con una monocroma tyreana sería reprobable, una muestra de mal gusto. Degradante. Una bicroma, por otra parte, al menos gozaba de cierta reputación. Lo cierto era que la oferta no dejaba de ser generosa, y podría avivar las sospechas de Gavin, pero el premio (plantar una espía a la vera misma del Prisma) era tan suculento que los ruthgari estaban dispuestos a correr el riesgo. Necesitaban que Liv dijera que sí.
—Además —concluyó Aglaia—. Si eres más lista de lo que me imagino que eres, podrás averiguar por tus propios medios quién dio la orden de incendiar Garriston. Podrías averiguar quién es el responsable de la muerte de tu madre.