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Tres topetazos. Tres siseos. Tres compuertas entre él y la libertad. La rampa escupió un trozo de pan a la cara del prisionero. Lo atrapó al vuelo, casi sin mirar. Sabía que era azul, el azul sereno de un lago profundo al amanecer, cuando la noche tiñe aún el firmamento y el viento no osa acariciar la piel del agua. Sin adulterar por ningún otro color, trazar ese azul era complicado. Peor aún, trazarlo hacía que el prisionero se sintiera aburrido, desapasionado, en paz, en armonía incluso con ese lugar. Y hoy necesitaba el fuego del odio. Hoy pensaba escapar.

Después de todos los años que llevaba allí, a veces ni siquiera conseguía ver el color, como si se hubiera despertado en un mundo pintado en la escala de grises. El primer año había sido el peor. Sus ojos, tan acostumbrados a los matices, tan expertos en analizar todos los espectros lumínicos, habían empezado a engañarlo. Había sufrido espejismos cromáticos. Intentó trazar esos colores en las herramientas que necesitaba para escapar de esa prisión. Pero la imaginación no bastaba para crear magia, se necesitaba luz. Luz de verdad. Había sido un Prisma, por lo que cualquier color serviría, desde los que estaban por encima del violeta hasta los que quedaban por debajo del rojo. Había reunido el calor mismo de su cuerpo, se había empapado los ojos con esos subrojos, y había arrojado eso contra las tediosas paredes azules.

Paredes que, como cabía esperar, estaban blindadas contra unas cantidades de calor tan patéticas. Había trazado una daga azul y se había cortado la muñeca. Donde la sangre goteaba en el suelo de piedra, perdía inmediatamente su color. La segunda vez había copado la sangre en sus manos en un intento por trazar el rojo, pero no logró extraer color suficiente puesto que la única luz que había en la celda era azul. Mojar el pan con sangre tampoco había dado resultado. Su marrón natural siempre estaba teñido de azul, por lo que añadir rojo tan solo producía un morado parduzco. Imposible de trazar. Por supuesto. Su hermano había pensado en todo. Como siempre.

El prisionero se sentó junto al sumidero y empezó a comer. El calabozo tenía la forma de una pelota aplastada: las paredes y el techo componían una esfera perfecta, el suelo era menos empinado pero aun así caía hacia el centro. Las paredes estaban iluminadas desde dentro, todas las superficies emitían una claridad uniforme. La única sombra que había en el calabozo era el propio prisionero. Solo había dos aberturas: la rampa sobre su cabeza, por la que caía la comida y un reguero constante de agua que debía lamer para saciar la sed, y el sumidero del suelo para los desperdicios.

Carecía de utensilios, sus únicas herramientas eran sus manos y su voluntad, siempre su voluntad. Gracias a ella podía trazar lo que quisiera del azul, aunque se disolviera en cuanto su voluntad lo liberara, dejando tan solo polvo y un tenue olor mezcla de mineral y resina.

Pero hoy sería el día en que diera comienzo su venganza, su primer día de libertad. Este intento no fracasaría (se negaba a considerarlo incluso un mero «intento»), y tenía trabajo por delante. Debía hacer las cosas en orden. No lograba recordar si siempre había sido así o si llevaba tanto tiempo empapándose de azul que el color había alterado una parte fundamental de su ser.

Se arrodilló junto al único elemento de la celda que no había creado su hermano. Una solitaria depresión poco profunda en el suelo, una concavidad. Primero frotó la hendidura con las manos desnudas, impregnando la piedra con los aceites corrosivos de las yemas de los dedos durante tanto tiempo como fue capaz. El tejido cicatricial no producía grasa, por lo que hubo de parar antes de dejarse los dedos en carne viva. Pasó dos uñas por el surco que discurría entre su nariz y su pómulo, y dos más entre las orejas y la cabeza, reuniendo más grasa. Recogió aceites de todos los rincones de su cuerpo donde lo hubiera, y untó la hendidura con ellos. Aunque no se produjera ningún cambio discernible, con el paso de los años el hoyo se había vuelto lo suficientemente profundo como para introducir un dedo hasta la segunda falange. Su carcelero había incrustado las piedras infernales que absorbían el color formando una cuadrícula en el suelo. Todo lo que se extendía hasta el punto de cruzar una de esas líneas perdía todo su color prácticamente al instante. Pero la piedra infernal era tremendamente cara. ¿Hasta qué profundidad llegaría?

Si la cuadrícula se extendía tan solo unos cuantos pulgares piedra adentro, sus dedos descarnados podrían rebasarla de un momento a otro. Después de eso, la libertad no estaría muy lejos. Pero si su carcelero había empleado tanta piedra infernal que las líneas entrecruzadas alcanzaban un pie de profundidad, se habría pasado casi seis mil días desollándose los dedos para nada. Moriría allí. Algún día, su hermano bajaría, vería la concavidad (la única huella de su paso por el mundo) y se echaría a reír. Con el eco de esas carcajadas en los oídos, el prisionero sintió que un fogonazo de ira estallaba en su pecho. Avivó esa chispa, se solazó en su calidez. El fuego era suficiente para ayudarle a moverse, suficiente para contrarrestar el azul balsámico y debilitante que reinaba allí abajo.

Por último, orinó dentro de la hendidura. Y observó.

Por un momento, filtrada por el amarillo de su orina, la maldita luz azul se veteó de verde. Contuvo la respiración. El tiempo se ralentizó mientras el verde seguía siendo verde… seguía siendo verde. Por Orholam, lo había conseguido. Había llegado lo bastante hondo. ¡Había rebasado la piedra infernal!

Y entonces el verde desapareció. En cuestión de dos segundos exactos, como todos los días. Profirió un alarido de frustración, pero incluso este era débil, su grito sirvió más para confirmar que aún conservaba el oído que para dar verdadera rienda suelta a su rabia.

La siguiente parte seguía sacándolo de quicio. Se arrodilló junto a la depresión. Su hermano lo había convertido en un animal. En un perro que jugaba con sus propios excrementos. Pero esa emoción era demasiado antigua, la había sondeado tantas veces que ya no conseguía inspirarle más que una efímera tibieza. Al cabo de seis mil días se sentía demasiado derrotado como para indignarse por esta humillación. Tras sumergir las manos en su orina, la restregó por la hendidura tal y como hiciera antes con sus aceites. Aun despojado de todo su color, el orín seguía siendo orín. Debería conservar un punto de acidez. Debería ser capaz de corroer la piedra infernal mucho más deprisa que la grasa corporal por sí sola.

O puede que la orina neutralizara el efecto de los aceites. Quizá estuviera aplazando cada vez más el momento de su huida. No tenía la menor idea. Eso era lo que le volvía loco, no sumergir los dedos en meados calientes. Ya no.

Sacó la orina de la hendidura y la secó con un puñado de trapos azules: su ropa, su almohada, pestilentes de orín. Apestaban desde hacía tanto tiempo que el hedor había dejado de molestarlo. Daba igual. Lo importante era que el hoyo estuviera seco mañana para poder intentarlo de nuevo.

Otro día, otro fracaso. Mañana probaría suerte otra vez con el subrojo. Hacía tiempo que no probaba suerte. Se había recuperado lo suficiente de su último intento. Debería tener las fuerzas necesarias. Cuando menos, su hermano le había enseñado lo fuerte que era realmente. Puede que fuera eso lo que le hacía odiar a Gavin más que nada. Pero era un odio tan frío como su celda.