Con algo parecido al pánico, Kip vio cómo el Prisma surcaba las olas. Gavin tenía tal control de todo, era tan valiente, y ahora lo había abandonado. Con dos gigantes con caras de pocos amigos.
Cuando Gavin por fin se perdió de vista, Kip se giró para observar a los hombres. El de aspecto más feroz, Puño de Hierro, estaba poniéndose unas gafas azules cuyas grandes lentes ovaladas se ceñían alrededor de sus ojos. Ante la atenta mirada de Kip, la luxina azul envolvió al hombre, aunque resultaba casi invisible contra su piel negra como el carbón. El blanco de sus ojos ya parecía azul visto a través de las lentes, por lo que no fue hasta que la piel bajo sus uñas se volvió azul como el hielo que Kip tuvo la certeza de que no eran imaginaciones suyas que el Guardia Negro estuviera trazando.
—Agarra una cuerda —ordenó Puño de Hierro a su hermano—. Con flotador. —Puño Trémulo los dejó a solas.
»No sé por qué te ha confiado el secreto de esta isla —dijo Puño de Hierro—, aunque seas su… sobrino. Pero ahora que lo sabes, debes guardarlo como el resto de nosotros, ¿entendido?
—Lo hizo para que, si lo traiciono, hombres como tú me maten por él —dijo Kip. ¿Es que no iba a aprender nunca a tener el pico cerrado?
La expresión de sorpresa que aleteó en las facciones de Puño de Hierro no tardó en ser remplazada por una sonrisa.
—Todo un estratega, nuestro «amigo» —dijo—. Y un muchachito con hielo en las venas. Qué apropiado.
Ese «nuestro amigo» indicó a Kip que aquí ni siquiera iban a pronunciar el nombre del Prisma, aun ahora, con el viento restallando a su alrededor y la posibilidad de que alguien estuviera escuchando a hurtadillas reducida a cero. Era esa clase de secreto.
—La historia es que tú y tu maestro, un escriba, salisteis a bordo de la barca de un amigo para… hummm.
—¿Estudiar los peces de la zona? —sugirió Kip.
—Puede servir —dijo Puño de Hierro—. No contaba con el oleaje y carecía de experiencia en alta mar. Intentó llegar aquí en busca de refugio. Vuestra arenera zozobró y él desapareció bajo las olas. A ti te sacamos del mar.
—Ah, para explicar por qué no está aquí si alguien nos vio acercarnos —dijo Kip.
—Correcto. Agárrate.
Kip sostenía un remo de luxina erguido entre Puño de Hierro y él, pero no entendió a qué se refería el gigante hasta que ya casi era demasiado tarde. Con un golpe seco, Puño de Hierro proyectó una mano a través de la luxina; la detuvo tan cerca de Kip que este dio un respingo. Apenas si notó cómo la luxina se desmenuzaba entre sus dedos. Sintió el repentino impulso de orinar.
—No sé si has dado motivos a tu progenitor para que sospeche de ti —dijo Puño de Hierro—. Pero si lo traicionas, te arrancaré los brazos de cuajo y te daré una paliza con ellos.
—Qué suerte que esté tan gordo —repuso Kip.
—¿Cómo? —Incrédulo.
—Tengo los brazos blanditos. —Kip sonrió de oreja a oreja, pensando que Puño de Hierro bromeaba. La expresión pétrea, impasible y asesina del gigante hizo que su sonrisa se resquebrajara y desintegrara como la luxina.
—La grasa también te ayudará a flotar. Métete en el agua —dijo una voz glacial a su espalda.
Kip respingó. Ni siquiera había oído acercarse a Puño Trémulo. El hombre transportaba un tronco hueco cubierto de cuerdas anudadas y entrelazadas. La madera incluía también varias asas talladas, para que resultara sencillo arrojarla al mar. Un nadador podría recoger entonces tanta cuerda como necesitara.
Puño Trémulo entregó el tronco a Kip y Puño de Hierro hizo tañer con fuerza una campana.
—¡Hombre al agua! —gritó Puño de Hierro—. ¡Hay dos hombres en el agua!
—En marcha —dijo Puño Trémulo—. Y será mejor que te empapes bien. Date prisa. Llegará ayuda enseguida.
Kip se aferró al tronco hueco y descendió corriendo por la rampa entre los rodillos. La primera ola lo derribó limpiamente de espaldas. Se golpeó la cabeza con uno de los grandes rodillos de madera y vio las estrellas. El agua lo cubrió de inmediato.
El frío lo conmocionó al principio. Uno se acostumbraba enseguida a la temperatura del agua en el mar Cerúleo, relativamente templado, pero Kip no dispuso ni tan siquiera de unos momentos. Jadeó e inhaló agua salada cuando otra ola le pasó por encima. Mientras tosía para despejar los pulmones, agitando los brazos como un ave herida, sintió que la resaca tiraba de él. ¿Dónde estaba el tronco? Lo había soltado. Se había perdido.
Alguien estaba gritando, pero el clamor de las olas le impedía entender las palabras. Aunque el agua solo se elevaba a un paso de altura, bastaba para obstaculizarle la vista. Se giró en redondo.
Una campana tañía y tañía. Kip se volvió en su dirección, y a pesar de las olas, distinguió la imponente silueta de la isla de los Cañones. No dejaba de alejarse. Comenzó a nadar. Una ola cayó sobre él como un mazazo, lo sumergió y lo volteó bajo el agua. Pataleó y pataleó, intentando no sucumbir al pánico. Sin conseguirlo. Le faltaba el aliento. Por Orholam, iba a morir. Pataleó una vez más, desesperado.
Subió a la superficie como un corcho, pero estaba desorientado de nuevo.
El pánico aflojó su presa. Sin saber cómo había logrado soslayar la resaca, y ahora las olas lo empujaban hacia la isla de los Cañones, aunque no hacia la rampa. Se dirigía a las rocas. Nadó vigorosamente de costado, hacia el sonido de la campana.
Ascendía con una de las olas cuando vio algo imposible. Puño de Hierro, con una cuerda amarrada al pecho, estaba corriendo… por el aire. Llevaba puestas unas gafas azules y tenía las manos apuntadas hacia abajo. Estaba arrojando luxina azul a sus pies, corriendo a gran velocidad, creando una plataforma para sostenerlo sobre la marcha.
Ante la atónita mirada de Kip, la plataforma de luxina azul, anclada de alguna manera a la isla de los Cañones, se partió con un crujido ensordecedor y empezó a hundirse entre las olas. Puño de Hierro dio un salto mientras la plataforma se desplomaba, liberando la luxina y ejecutando una zambullida perfecta.
Salió a la superficie justo al lado de Kip, con las gafas y el ghotra arrancados por las olas, y aferró a Kip con un brazo. A continuación, los hombres de la orilla empezaron a recoger la cuerda tan deprisa como podían. En menos de un minuto, Kip y el gigante subían por la rampa con paso tambaleante. Bueno, Puño de Hierro subía a grandes zancadas, con una mano engarfiada en la camisa de Kip para impedir que este se cayera, y el muchacho trastabillaba con las piernas desnudas convertidas en gelatina.
—No hemos podido rescatar a tu maestro, hijo. Lo siento —dijo Puño de Hierro. Una docena de soldados habían confluido en el estrecho pórtico del acceso trasero a la isla de los Cañones. Uno de ellos echó una manta por encima de los hombros de Kip—. Conducid adentro a este muchacho y cuidad bien de él —ordenó Puño de Hierro—. Debo atender unos asuntos en el Gran Jaspe. Lo llevaré conmigo e informaré a la familia. Diez minutos.
Mientras los soldados se llevaban a Kip, este oyó que Puño de Hierro mascullaba entre dientes:
—Maldita sea, eran las mejores gafas azules que tenía.