Karris cayó tan solo unos pocos pies a través del suelo antes de golpear algo blando. Su pierna izquierda se hundió hasta la rodilla mientras el resto de su cuerpo seguía precipitándose al interior del sótano. Lo que fuera que retenía su pierna aguantó, de modo que se quedó colgando bocabajo y el resto de su cuerpo impactó contra el costado de algo parecido a un enorme huevo rojo cuyo interior gelatinoso estaba recubierto por una fina corteza. Se estrelló contra él, rompió el lateral y se hundió en una masa de luxina roja. La sacudida la desenganchó, y se cayó en un suelo de piedra.
Como dictaba su adiestramiento, descargó la mano derecha con fuerza hacia abajo; la conmoción del impacto contra el suelo fue dolorosa, siempre lo era, pero el manotazo alivió la presión de otras partes de su cuerpo más vulnerables y le permitió dirigir el último tramo de la caída. Rodó por el suelo en vez de aterrizar sobre su cabeza.
Se incorporó de un salto en un instante, metió la mano en su petate y, tras cerrar los dedos en torno a la estilizada empuñadura del yatagán, sacó el arma de la mochila. La única luz que había en la cámara provenía del boquete que acababa de practicar en el techo. Seguían cayendo trozos de madera por el agujero. El gigantesco huevo rojo relucía a la inesperada claridad, rodeado del polvo que, levantado por la caída de Karris, se arremolinaba en la columna de luz. La estancia entera, de unos veinte por treinta pasos, apestaba a humo y luxina roja quemada, lo cual resultaba extraño, ya que por lo general la luxina roja se consumía limpiamente. Puestos a ello, todas las superficies que desvelaba la débil luz parecían estar cubiertas de luxina ennegrecida.
Pero era el enorme huevo lo que acaparaba toda la atención de Karris. Medía al menos siete pies de alto, y la capa de hollín que lo recubría era perfectamente uniforme salvo allí donde Karris la había roto. La fisura rezumaba ahora una luxina roja viscosa como la brea. Media docena de mangueras se extendían desde el huevo en todas direcciones y se perdían de vista en el techo, ennegrecido a su vez.
Los cadáveres calcinados de una docena de los soldados del rey Garadul yacían desperdigados por la habitación.
—¿Qué demonios? —murmuró Karris. Levantó la espada, dispuesta a partir el huevo.
Este, sin embargo, explotó antes de que lo tocase siquiera. Una gran sección de la parte delantera voló contra ella; el cascarón ennegrecido se hizo añicos contra su brazo izquierdo amartillado, su pecho, su estómago y sus piernas. Sorprendida con un pie en el aire, perdió el equilibrio. Trastabilló y sintió más que vio una forma que, de espaldas, salía disparada del interior del huevo en medio de la lluvia de fragmentos.
En vez de intentar mantenerse erguida, Karris se impulsó mientras caía y rodó hacia delante, replegó el yatagán contra su cuerpo para no ensartarse por accidente, y atacó. No había vacilación posible. Puño de Hierro le había inculcado esa lección durante años: ante una agresión, debes contraatacar de inmediato. La rapidez de esa acción constituía a menudo la única ventaja de la que disponías. Sobre todo si eras menuda. Sobre todo si eras mujer. Sobre todo si no llevabas puestas las gafas y el otro trazador sí.
El agresor de Karris había retrocedido hasta tropezar con la pared. Unos sinuosos anillos de luxina roja parecidos a nudos gigantes le envolvían las manos. Karris conocía esa construcción. Si uno sabía cómo, era posible contener luxina extra abierta fuera del cuerpo. Esos nudos de luxina abierta podían adoptar la forma que uno quisiera y, sostenidos en las manos, era posible manipularlos a voluntad. La postura del hombre denotaba experiencia en combate: el costado izquierdo vuelto hacia Karris, la mano derecha en alto y amartillada, la rodilla derecha muy flexionada, sosteniendo la mayor parte de su peso. Aun con la rapidez de trazo de Karris y la cantidad de luxina roja presente que le inundaba los ojos de reflejos escarlatas, preparar un ataque seguía requiriendo su tiempo, y el hombre partía con ventaja. La única esperanza de Karris era acortar la distancia que los separaba antes de morir.
El desconocido extendió la mano izquierda a baja altura y barrió el aire de derecha a izquierda. El suelo se cubrió de luxina roja para frenar a Karris. Esta se esperaba algo así y sorteó los parches pegajosos saltando entre ellos. El hombre impulsó la mano derecha hacia delante tres veces en veloz sucesión. Tres bolas, cada una de ellas del tamaño de un puño, salieron disparadas de derecha a izquierda. Karris esquivó la primera y la segunda, pero la tercera la alcanzó cuando hubo de saltar nuevamente de lado para evitar otro parche pegajoso en el suelo. Se estrelló con violencia en las costillas de su lado izquierdo y estalló en pedazos. Karris rodó con la fuerza del impacto, giró hasta adoptar la postura deseada y lanzó una estocada con el yatagán.
El trazador respondió al descenso de la espada con una capa tras otra de luxina roja. La luxina contenida, incluso la roja, era susceptible de adquirir cierto grado de rigidez mediante la voluntad del trazador, y aún más si estaba entretejida, pero no había luxina roja capaz de detener el acero. Era como enfrentar un escudo de agua a una espada.
Sin embargo, no se trataba de una pizca de luxina roja contenida. No fue como hundir una espada en el agua. Fue más bien como encontrarse al pie de un dique cuyas compuertas acabaran de abrirse. Solo era agua, pero su velocidad y su volumen bastarían para elevar a una persona por los aires. Del mismo modo, la luxina roja que golpeó Karris la frenó, continuó frenándola, y por último la obligó a detenerse por completo.
El semblante del trazador rojo palideció al abandonarlo la luxina. A continuación, su cuello y su pecho recuperaron su tono natural mientras continuaba el torrente. Después, sus hombros musculosos; todo su cuerpo estaba quedándose sin luxina, desde los ojos a las extremidades. Ambos se percataron de ello a la vez.
Karris interrumpió su ataque al mismo tiempo que él. Fintó a la derecha del trazador, esperando encontrarse con más luxina roja, y asestó un golpe demoledor. El yatagán restalló contra algo sólido, pero no vio ninguna espada. Era imposible que el hombre hubiera desenvainado una sin que ella se percatara, aun en la penumbra que los envolvía.
Sin titubear, levantó el yatagán y lo proyectó en un arco descendente contra la cabeza del hombre. El arma se detuvo con un tañido cuando el trazador alzó las manos formando una V.
El hombre la empujó con fuerza hacia atrás y la siguió, manteniéndose pegado a ella. La columna de luz que atravesaba la penumbra de la habitación iluminó sus manos y lo que sostenía en ellas cuando gritó:
—¡Basta! Maldita sea, detente un momento.
El trazador empuñaba una pistola en cada mano, cruzadas; los cañones retenían el yatagán de Karris preso entre ellos. Su pistola derecha apuntaba al ojo derecho de Karris, la izquierda a su ojo izquierdo. Karris tenía los cuchillos y el bich’hwa, por supuesto, pero de ninguna manera conseguiría desenfundar cualquiera de ellos antes de que el hombre apretara el gatillo.
Las pistolas que la observaban fijamente eran de diseño ilytiano. La renuncia a la magia por parte de Ilyta significaba que sus herramientas mundanas fueran generalmente las mejores. En cuestión de pistolas, sin embargo, seguía siendo aleatorio. Las pistolas de este trazador eran de espoleta. El mecanismo eliminaba la necesidad de mantener una mecha encendida, pero al menos en una de cada cuatro ocasiones los percutores de pedernal no lograban prender la carga de pólvora.
Por desgracia, ambas pistolas eran de dos cañones, y los cuatro percutores estaban amartillados. Karris intentó calcular las probabilidades; ¿fallarían los cuatro disparos una de cada dieciséis veces o una de cada doscientas cincuenta y seis? Se le encogió el corazón. No pensaba apostar con esas cifras en contra, ni aunque fuera una de cada dieciséis.
De modo que tocaba dialogar.
—¿Qué trazas? —preguntó el hombre, apremiante.
—No sé a qué te refieres…
—¿¡Que qué trazas!? —El hombre tiró el yatagán al suelo de un capirotazo y apoyó una pistola entre las cejas de Karris. La oscuridad le impedía ver sus iris, pero no tardaría en averiguarlo por sus propios medios, en cualquier caso, así que Karris respondió:
—Verde. Verde y rojo.
—Pues traza una escalera y salgamos de aquí. ¡Vamos!
En otras circunstancias, a Karris podría haberle irritado la presteza con que obedeció, pero las gafas le cubrieron el rostro en un instante y se giró hacia la luz. Todo lo que había en la cámara estaba cubierto o bien de luxina roja abierta, o bien de luxina roja cerrada, abrasada y carbonizada. Por fin encontró una viga de duramen en el templo que reflejaba una luz blanca lo suficientemente pura como para trazar un verde compacto.
Mientras su cuerpo se inundaba de verde, comprendió por qué el trazador tenía tanta prisa. Esta cámara estaba repleta de luxina roja. No debería haber tardado tanto en darse cuenta. La estancia tenía dos entradas, y los soldados muertos, aun calcinados, no habían muerto abrasados; la luxina roja había resistido, cubriéndolo todo en vez de reduciéndolo a cenizas como debería.
Y todavía resistía. La habitación estaba llena de luxina roja, tanto reciente como antigua. Se encontraban encerrados en un polvorín.
Un banco en llamas se desplomó, derramando relucientes ascuas humeantes en dirección al agujero. Otro se tambaleaba al filo del boquete, presagiando la inminente conflagración.
Karris corrió hacia delante proyectando luxina verde contra el suelo, lo bastante densa como para aguantar su peso. Trazó lo que a efectos prácticos era una escalera tan estrecha que los peldaños solo eran lo bastante anchos para apoyar sus pies, solo lo suficientemente resistente para aguantar su peso si ponía toda su fuerza de voluntad. Pero solo debía durar dos segundos mientras salía corriendo… y lo hizo. Corrió, corrió y corrió, veloz como un gamo, dio una voltereta y aterrizó en el suelo de la iglesia. Sintió que una sección del piso cedía y se desplomaba en el interior de la cámara, de modo que volvió a rodar y siguió corriendo en dirección a la puerta principal abierta. Toda esa luxina roja almacenada en el sótano significaba que el edificio entero podría…
¡Whoomp!
La explosión provocó que el suelo se estremeciera bajo los pies de Karris. La sacudida se produjo justo cuando estaba impulsándose, y la propulsó como un resorte. Las bostezantes puertas abiertas de la iglesia se ensancharon más aún y Karris se elevó por los aires, arrojada hacia delante. Por un momento pensó que conseguiría transponerlas y aterrizar ilesa en el exterior, pero la explosión la había lanzado hacia arriba… demasiado alto. El dintel de duramen de la puerta acudía raudo a su encuentro. Karris lo golpeó con el torso, y lo atravesó. La madera, debilitada por las llamas, cedió tras solo un instante, pero este se prolongó lo suficiente como para que Karris describiera un giro vertiginoso, cabeza abajo, tan deprisa que perdió la cuenta de las vueltas que dio.
En un abrir y cerrar de ojos estaba resbalando por los adoquines y la grava, sin saber muy bien si había perdido el conocimiento por un segundo ni cómo había llegado hasta el suelo.
Se giró, haciendo oídos sordos a las airadas protestas de la mayor parte de su cuerpo, y dirigió la mirada a la mutilada puerta principal de la iglesia.
Una gigantesca serpiente carmesí, llameante, asomó la cabeza por el frontispicio. No, no se trataba de ninguna serpiente, sino de una columna de luxina pura, incandescente, tan ancha como las espaldas de un hombre fornido. A continuación la serpiente vomitó, y apenas un poco más deprisa de lo que el fuego podía devorar la luxina roja inflamable, el trazador salió disparado de la iglesia, el fuego y la luxina.
Aterrizó no muy lejos de Karris, y con mucha más gracia, rodando para reducir la velocidad hasta ponerse en pie al final de la pirueta. Observó las calles en todas direcciones y, al no ver a nadie, se permitió serenarse parcialmente. Cuando lo hizo, no obstante, Karris vio que una fatiga abrumadora se asentaba en todo su ser. Trazar tanta magia como acababa de ver lo había dejado en apariencia tan maltrecho como se sentía ella, pálido como un cadáver y tambaleante.
—En marcha —dijo el trazador—. Creo que todos los soldados de Garadul se han ido ya, pero si no, llegarán enseguida después de lo que acabas de hacer. Tenemos que irnos.
Karris se incorporó, trastabilló, y se habría desplomado si el hombre no la hubiese sujetado.
—¿Quién eres?
—Me llamo Corvan Danavis —se presentó el trazador—. Y si no me falla la memoria, tú eres Karris Roble Blanco, ¿verdad?
—¿Danavis? —preguntó Karris. Por Orholam, cómo le dolía todo—. Estabas con Dazen. Un rebelde. Puedo apañármelas sola, gracias. —Se sacudió de encima las manos del hombre, se inclinó de manera brusca a un costado, después al otro, y se derrumbó. El trazador se quedó mirándola, cruzado de brazos, sin hacer el menor ademán de agarrarla. Karris golpeó el suelo con un hombro y el mundo empezó a difuminarse.
Tuvo tiempo de ver cómo se acercaban las botas de Corvan. Seguro que la dejaba allí para que la encontraran los soldados. Le estaría bien empleado. Estúpida cabezota.