Tras toda una jornada de viaje, el anochecer encontró a Karris cruzando un bosque desde el que se divisaba el intenso y monótono resplandor de Rekton a lo lejos. La oscuridad se había asentado ya, al igual que el aire frío en la maleza. Su dominio del subrojo le permitía utilizar la visión nocturna, pero esta distaba de ser perfecta; en las noches iluminadas por la luna, como hoy, prefería alternar entre ambos tipos de vista. La luz que quedaba por debajo del espectro visible era imprecisa y dificultaba el reconocimiento de los matices. Incluso los rostros se reducían a simples manchas de calor salpicadas de zonas más o menos brillantes, y distinguir las expresiones y los gestos más sutiles, o incluso identificar una cara a cierta distancia, no siempre era tarea sencilla.
El resplandor significaba que Rekton aún seguía ardiendo. Karris rodeó lentamente la ciudad mientras ascendía por la última colina. Evitó la carretera mientras, a la luz plateada de la luna, admiraba la cascada que se erguía justo al pie de la ciudad. Le extrañaba no haber visto a nadie circulando por la carretera en todo el día. Si nadie escapaba de Rekton corriente abajo, eso podría significar que no había supervivientes. Pero también resultaba extraño seguir el río entre las tierras cultivables y no cruzarse con más asentamientos. Había visto naranjales que a todas luces no recibían la menor atención desde la guerra, aunque seguía produciendo frutos. Estos eran tan escasos como frondosos y caóticos los árboles, que crecían aleatoriamente en comparación con los cuadros con escenas de la cosecha que conocía Karris, pero seguían en pie. Le costaba creerlo, con el precio que alcanzaban las naranjas de Tyrea, más pequeñas pero también más dulces y jugosas que las atashianas; las naranjas parianas no tenían ni punto de comparación. ¿Nadie había reclamado estas tierras después de la guerra?
¿Realmente habían muerto tantas personas en la Batalla de la Roca Hendida que incluso ahora, dieciséis años después, la tierra seguía estando en barbecho, entregando sus frutos tan solo a los ciervos y los osos?
Karris no vio ningún cadáver hasta que entró sigilosamente en la ciudad, aún humeante, envuelta en su capa negra con capucha. Estaba siguiendo la carretera principal, de empedrado homogéneo y cuidado, señal, en opinión de Karris, de que el lugar estaba bien gobernado. Un cuerpo calcinado yacía en medio de la calle, bocabajo, con un brazo extendido, apuntando con un dedo al interior de la ciudad. Tan solo la mano y el dedo estirado habían escapado de las llamas. Le faltaba la cabeza.
No había visto ningún incendio parecido desde la guerra. Durante el conflicto, los ejércitos se habían enfrentado varias veces en zonas donde los cadáveres no podían recibir sepultura y el combustible natural para las piras funerarias escaseaba. Había que eliminar los muertos para no perder aún más soldados por culpa de la enfermedad, de modo que los trazadores rojos rociaban los cadáveres con un rápido chorro de gelatina roja. Estas capas improvisadas, aun trazadas descuidadamente, podían prenderse enseguida. Problema resuelto. Sin embargo, la incineración no era completa. Si los cuerpos se quemaban individualmente, en vez de en montones, los esqueletos sobrevivían a las llamas. Si el trazador no era meticuloso, había partes del cuerpo que no podían reducirse por completo a huesos carbonizados. Los costillares y las calaveras acababan repletas de carne humeante; suficiente en tiempos de guerra cuando había que eliminar los restos del adversario para evitar la propagación de enfermedades, pero no para los compatriotas de uno.
Aunque el rey Garadul no había combatido en esa guerra, estaba imitando sus peores prácticas; con su propia gente.
Como sospechaba, la mano extendida condujo a Karris hasta más cadáveres. Al principio yacían muy espaciados entre sí, después uno cada treinta pasos, cada veinte, cada diez. Todos estaban decapitados. Los cuerpos flanqueaban ahora la carretera principal formando una hilera compacta frente a las ruinas humeantes de hogares y comercios. El calor había agrietado los cuidados adoquines, surcados de extrañas huellas. Karris tardó en comprender de qué se trataba, pero al acercarse su significado se tornó evidente: eran las marcas que habían dejado los cadáveres arrastrados, franjas de sangre seca dibujadas por los cuerpos sin cabeza transportados desde la plaza.
Se detuvo en medio del humo y la carnicería antes de doblar la esquina que habría de llevarla a la plaza de la ciudad. Desenvainó la espada corta, pero no se puso las gafas. Si había una trampa, estaría aquí, pero había calor y rojo en abundancia para permitirle luchar por medios mágicos, llegado el caso. Aunque su objetivo no fuera infiltrarse sin que la vieran, no había necesidad de anunciar su condición de trazadora a menos que fuese imprescindible. Llegado el momento, las llamas hablarían por ella.
Karris dobló la esquina.
Orholam misericordioso.
No habían quemado las cabezas, sino que las habían amontonado en el centro de la plaza de la ciudad, conservadas en un envoltorio de luxina amarilla y azul. Ojos vidriosos, rostros mutilados, regueros de sangre que manaban desde lo alto en macabra imitación de las pirámides de champán del Baile de los Señores de la Lux. Karris se esperaba algo así después de ver todos esos cadáveres decapitados, pero esperarlo no era lo mismo que verlo. La sobrevino una arcada. Se giró y apretó las mandíbulas con fuerza, pestañeando un par de veces seguidas, como si sus párpados pudieran borrar el horror de sus ojos. Paseó la mirada por el resto de la plaza mientras se le asentaba el estómago.
Si Gavin hubiera visto esto, habría matado al rey Garadul. Tan inexorable como el mar, tan implacable como Orholam, habría perseguido hasta al último de estos monstruos. A pesar de lo que hubiera hecho durante la guerra y antes, a pesar de cómo se había portado con ella, desde la Guerra del Falso Prisma Gavin había recorrido las Siete Satrapías impartiendo justicia. En dos ocasiones había hundido sendas flotas piratas ilytianas, había ejecutado al rey bandido de los Demonios de Ojos Azules, había luchado por la paz cuando estalló la guerra una vez más entre Ruthgar y el Bosque de Sangre, y había llevado al Carnicero de Ru ante la justicia. Aparte de los tyreanos, todo el mundo lo amaba. Y su venganza habría sido temible en este escenario, aun por los tyreanos. Jamás hubiera tolerado algo así.
La mayoría de los edificios eran montañas de escombros humeantes al gris que antecedía al amanecer. Aquí y allá se erguían paredes solitarias, abrasadas, ennegrecidas y aisladas de sus compañeras derrumbadas. La residencia de la alcaldesa, si eso es lo que era (se trataba del edificio más grande que había visto en los alrededores, con una escalinata que daba a la misma plaza), había quedado irreconocible por completo. Los soldados la habían arrasado; no quedaba piedra sobre piedra.
Pero la plaza en sí se veía inmaculada. Todos los restos calcinados habían sido empujados a las calles que desembocaban en ella o tirados sin contemplaciones al río, cuyo canal delimitaba la plaza al oeste. El rey Garadul no quería que nada distrajera a los visitantes de su macabro trofeo. Karris se armó de valor y volvió a contemplar la pirámide de cabezas humanas. Todas las marcas del suelo, todas las franjas sanguinolentas conducían aquí. Todos los cadáveres (Karris esperaba que ese fuera su estado cuando llegaron aquí) habían sido decapitados en esta plaza para que la pirámide estuviera lo más bañada de sangre posible. Era una exhibición; el rey Garadul quería que todo apuntara a este horror.
La pirámide era más alta que Karris. Las cabezas de la cima, la cúspide de la pirámide, eran cabezas de niños: muchachos y muchachas de mejillas regordetas con cintas y lazos en el pelo.
Karris no vomitó. Había algo en todo esto que la dejaba fría. A juzgar por sus edades, esos niños podrían haber sido suyos. Se descubrió contando las cabezas. Había cuarenta y cinco en la base, y la pirámide era tan ancha como alta, construida con precisión matemática. Las cabezas de los niños eran más pequeñas, y resultaba imposible saber si la pirámide era maciza o si estas cabezas se habían apilado alrededor de una pirámide más pequeña hecha de otra cosa. Los dedos de Karris se movieron mientras movía mentalmente las cuencas de un ábaco, empujándolas a derecha e izquierda.
Si la pirámide era maciza, contendría alrededor de un millar de cabezas.
Un escalofrío helado recorrió su piel, heraldo de una nueva arcada. Apartó la mirada. Eres una espía, Karris. Tu cometido consiste en averiguar cuanto sea relevante. Respiró hondo y examinó una de las esquinas inferiores de la pirámide, para después recorrer el canto de la figura con la mirada. Estaba formada de múltiples capas de luxina de distintos colores. El rey Garadul quería que esto durase años. Alguien podría atacar la pirámide con un martillo de picapedrero, y tal vez conseguiría resquebrajarla, pero no la derribaría. Enterrar estas cabezas, eliminar este monumento execrable, era tarea imposible.
La habilidad invertida sugería que el rey Garadul tenía acceso a un número indeterminado, tal vez muy abultado, de trazadores aptos y capaces. Mala noticia. Karris había oído a Gavin expresar la sospecha de que el rey Garadul se proponía fundar una supuesta academia a fin de formar a sus propios trazadores lejos de la supervisión de la Cromería. Esto demostraba sin lugar a dudas que Gavin estaba en lo cierto.
—Malnacido —masculló Karris. No sabía si se refería a Garadul o a Gavin. ¿Cómo podía ser tan estúpida? ¿Tenía delante una montaña de cabezas y estaba tan furiosa con Gavin como con el monstruo que había hecho esto? ¿Porque se había acostado con una fulana durante la guerra?
Aunque pareciera una locura, incluso después del inmenso incendio que le había arruinado la vida y acabado con las de sus hermanos, Karris se había sentido más que tentada de pasarse al bando de Dazen por aquel entonces. Siquiera para escuchar su versión de los hechos. Puede que Gavin lo supiera.
O puede que fuese el sentimiento de culpa provocado por su aventura lo que llevó a Gavin a romper su compromiso justo después de la guerra.
De modo que había sido infiel. Bienvenida a la suerte que compartían todas las mujeres que se enamoraban de grandes hombres. Que ella supiera, solo había sido una noche de debilidad en vísperas de la batalla definitiva, una belleza se había arrojado a sus brazos y él no había podido negarse, solo esa vez.
Ya. Pero que ella supiera, la misma debilidad podría haberse repetido todas las noches.
Hace años de aquello, Karris. ¡Años! ¿Cómo se ha comportado Gavin desde que terminó la guerra?
¿Aparte de romper nuestro compromiso y dejarme sin nada?
¿Cómo se ha portado contigo en los últimos quince años?
Decentemente. Maldito sea. Mentiras y secretos al margen. ¿Qué había dicho? «No espero que lo entiendas, o que me creas incluso, pero te juro que lo que pone en esa nota no es verdad». Había algo en todo ello que le remordía la conciencia. ¿Qué sentido tendría elaborar una mentira?
La dirección del viento cambió y cubrió la plaza abierta de humo. Karris tosió y sintió que se le irritaban los ojos. Pero cuando terminó de toser, le pareció oír un crujido.
Otro, y entonces, a un bloque de distancia, una chimenea se desplomó sobre los restos carbonizados de una casa. El amanecer era rojo; un efecto fruto del humo y los espectros, no un espejo celestial de toda la sangre aquí derramada.
Karris comenzó a registrar la ciudad en busca de supervivientes mientras estimaba los daños. Sé justa, haz lo que tengas delante. La ciudad no había ardido fácilmente. Los edificios eran de piedra, aunque con soportes de madera, y los árboles eran verdes, ya fuese debido al riego manual (el río atravesaba la ciudad de lado a lado) o a que sus raíces eran lo bastante profundas. Pero hasta la última estructura del centro urbano había quedado reducida a cenizas. Eso significaba trazadores rojos.
Debían de haber recorrido el interior de todos los edificios, rociando todas las vigas de madera con luxina roja.
Durante las dos horas que empleó buscando entre los escombros esparcidos por las calles, en ocasiones Karris se vio obligada a rodear bloques enteros. Aunque se cubrió el rostro con un pañuelo mojado, seguía sintiéndose mareada y tosía con frecuencia. No encontró nada más que cadáveres y unos cuantos perros que gañían plañideros. Se habían llevado todas las reses. La iglesia de la ciudad había sido el escenario de una pequeña contienda. Frente a sus puertas yacía el cuerpo de un luxiat, decapitado como los demás. A Karris no le costó imaginárselo amonestando a los soldados, intentando proteger a aquellos de sus feligreses que buscaban santuario entre las paredes del templo. Dentro encontró podaderas, un hacha, cuchillos, un par de machetes, una espada rota y más cadáveres sin cabeza. Y sangre seca y quemada por todas partes. Las vigas estaban chamuscadas pero no se habían incendiado. Obra de un trazo descuidado, quizá, o del temor religioso, o del hecho de que las vigas de duramen, importadas de los desiertos del sur de Atash, fueran tan antiguas y densas.
Los bancos, sin embargo, y los cadáveres habían ardido. Karris se sentía aturdida, bien a causa del humo que había inhalado o de su creciente insensibilidad a la acumulación de muerte y sufrimiento. Al fondo de la iglesia, detrás de las escaleras, encontró a una joven familia; el padre rodeaba con los brazos a la mujer, que guarecía a un niño entre los suyos. Los soldados no habían dado con ellos. Habían perecido los unos en brazos de los otros a causa del humo. Karris los auscultó minuciosamente, atenta al menor indicio de pulso en sus cuellos. El padre, muerto. La madre, una muchacha todavía adolescente, muerta. Karris tomó por fin en sus brazos al bebé envuelto en las mantas, un varón. Musitó una plegaria entre dientes. Pero Orholam hizo oídos sordos; el pecho diminuto no albergaba ningún aliento.
Karris se tambaleó. Tenía que salir de allí. Dejó el cadáver del bebé encima de la mesa más próxima, tan solo para descubrir que se trataba del altar. Recorrió el pasillo principal de la iglesia a trompicones, dejando atrás bancos humeantes a izquierda y derecha; las imágenes de otra época, de otro bebé sacrificado, se confundían con los horrores que se desplegaban ante sus ojos.
Ya casi había llegado a la salida cuando el suelo se hundió bajo sus pies.