Parecía que estuvieran volando río abajo. Kip no había viajado tan rápido jamás en toda su vida. Y el Prisma no decía ni palabra, sumido en su mal humor. Durante la mayor parte de la tarde, Gavin Guile se enfrascó en la dirección de lo que la trainera empleaba a modo de remos; en ocasiones semejaba una escalerilla, a veces el fuelle de una fragua, luego unas palas, después una cinta rodante. Gavin accionaba el mecanismo hasta que lo vencía el cansancio, los espasmos se apoderaban de sus músculos y su fina camisa quedaba empapada de sudor. A continuación trazaba, los remos adoptaban otra forma para dar un respiro a sus músculos extenuados, y reanudaba la marcha.
Cuando Kip por fin se atrevió a hablar, dijo:
—Señor, esto… me quitó el estuche. —No tenía la menor intención de preguntar por Karris Roble Blanco ni por las palabras de Gavin. Ni ahora, ni nunca.
Gavin miró a Kip con los labios apretados. El muchacho se arrepintió inmediatamente de haber abierto la boca.
—Era eso o tu vida.
Kip dejó pasar un momento antes de decir:
—Gracias, señor. Por salvarme. —Parecía mejor opción que replicar: ¡Pero era mío! ¡Era lo último, lo único, que me dio mi madre!
—De nada —dijo Gavin. Volvió a mirar río arriba, a todas luces con la cabeza en otra parte.
—Ese hombre, es el responsable de la muerte de mi madre, ¿verdad?
—Sí.
—Creía que ibais a acabar con él allí mismo. Pero os contuvisteis.
Gavin lo observó de soslayo, sopesándolo. Su voz sonó distante cuando dijo:
—No estaba dispuesto a permitir que muriera el inocente para poder matar al culpable.
—¡Esos hombres no eran inocentes! ¡Asesinaron a todas las personas que conocía! —Las mejillas de Kip se surcaron de lágrimas. El muchacho se sentía destrozado, rendido, acabado.
—Me refería a ti.
Eso dio que pensar a Kip, pero sus emociones seguían formando una vorágine inconexa. Su presencia había impedido que Gavin matara al rey Garadul. No sabía con qué palabras podría expresar los sentimientos que le inspiraba esa revelación. Había vuelto a decepcionar a su madre. Su incompetencia había obstaculizado su venganza.
Lo arreglaré, madre. Por mi alma. Acabaré con él. Lo juro.
Dejaron atrás media docena de pequeñas aldeas, y docenas de embarcaciones. Alimentado por sus afluentes, el río se ensanchó. Pero Gavin solo se detuvo una vez para comprar un pollo asado, pan y vino. Lanzó los alimentos a Kip.
—Come. —A continuación reanudaron la marcha. Gavin no probó bocado. No hablaba ni aminoraba siquiera al cruzarse con algún pescador, sobresaltado por su aparición.
Kip no se atrevió a romper el silencio hasta que el sol se hubo puesto y Gavin volvió a cambiar los remos.
—¿Puedo ayudar… señor?
El Prisma le dirigió una mirada calculadora, como si ni siquiera se le hubiese pasado por la cabeza que el muchacho pudiera echarle una mano. Pero cuando habló, dijo:
—Te lo agradecería de veras. Ven, ponte aquí y limítate a caminar. —Él había estado corriendo—. Puedes usar estos remos para ayudarte si quieres. Gira bajando la pala del lado hacia el que quieras torcer. La de babor para ir a babor y la de estribor para ir a estribor, ¿entendido?
—¿Babor está a la derecha?
—No, a la izquierda.
Kip pestañeó. Esto…
—¿Babor no está a la izquierda?
—Solo si miras a popa.
La expresión de Kip debía de reflejar el pánico que lo atenazaba, porque Gavin soltó una risita.
—No te preocupes. Camina hasta que estés demasiado cansado, o si nos encontramos con rápidos o bandidos. Yo voy a echar una cabezada. —Gavin se sentó en el sitio de Kip y atacó los restos de pollo y de pan. Se quedó mirando mientras Kip se esforzaba por imprimir una velocidad medianamente aceptable a la trainera. El muchacho viró un par de veces (en realidad era muy fácil) y miró a Gavin para ver qué opinaba de sus progresos, pero el Prisma ya se había quedado dormido.
La medialuna resplandecía justo sobre sus cabezas cuando anocheció y Kip empezó a caminar. Aun impulsado tan solo por las piernas de Kip, la trainera era rápida. Gavin había estrechado aún más el casco cuando se marchó Karris, por lo que la embarcación parecía sobrevolar el agua más que cortarla. El nerviosismo atenazó a Kip durante los primeros compases del viaje. Estaba seguro de que se tropezarían con los bandidos al doblar el siguiente recodo, y de que el Prisma no se despertaría a tiempo. Pero la cadencia impuesta por el balanceo de la trainera, el vaivén de las olas y el silencio de la noche no tardó en sosegarlo.
Un búho ululaba a lo lejos; pequeños murciélagos describían picados y contrapicados en el aire, devorando los insectos que volaban muy por encima de las aguas mientras las truchas saltaban para dar cuenta de los que volaban demasiado bajo. La trainera asustó a una garza real, cuyas grandes alas azules la impulsaron al firmamento nocturno.
Kip se rindió gradualmente a la placidez de la noche. La superficie del río se tornó lisa como un espejo en el que se miraran las estrellas. Vio patos acurrucados en la ribera, con la cabeza escondida bajo el ala. Miró de nuevo al hombre que supuestamente era su padre.
Gavin Guile era musculoso y, pese a sus anchos hombros, tan esbelto como gordo era Kip. El muchacho se esforzó por encontrar algún parecido, cualquier atisbo de que eso pudiera ser cierto. Gavin tenía la piel más clara que él; parecía una mezcla de ruthgari, con sus ojos verdes o castaños, sus cabellos morenos y su tez olivácea, y de bosquesangriento, con sus ojos azul aciano, sus llameantes cabellos rojizos y su palidez cadavérica. El pelo de Gavin era del color del bronce bruñido, y sus ojos, ni que decir tiene, hacían justicia a su condición de Prisma. Cuando trazaba adoptaban el color que estuviera usando en ese momento, y podían cambiar en un instante. Cuando no estaba trazando, los ojos de Gavin relucían como auténticos prismas, y cada diminuto destello derramaba por sus iris una cascada de nuevos colores. Eran los ojos más desconcertantes que Kip hubiera visto en su vida. Ojos capaces de intimidar a un sátrapa y de robar el aliento a una reina. Los ojos del Elegido de Orholam.
Los ojos de Kip presentaban un azul anodino que, lejos de favorecerlo, resaltaban su condición de mestizo. Tal vez corriera sangre del Bosque de Sangre por sus venas. Los tyreanos, como la gran mayoría de las razas, tenían los ojos oscuros. El cabello de Kip era tan moreno como el de un tyreano, pero no liso ni ondulado, sino poblado de apretados rizos que podrían pertenecer a cualquier pariano o ilytiano. Suficiente para señalarlo como la rareza que era, pero a todas luces insuficiente para declararlo vástago de este hombre. Cierto era que su madre tampoco había poseído nunca los rasgos de una tyreana, lo que tan solo complicaba las cosas. Había sido más morena que cualquiera de ellos, con rizos diminutos y ojos de avellana. Kip intentó imaginarse el aspecto que podría tener el fruto de la unión entre su madre y este hombre, pero no lo consiguió. Nadie podía predecir el aspecto que tendrían los cachorros de dos perros callejeros. Quizá lo viera si no estuviese tan gordo. Quizá no fuera nada más que una broma cruel. Una mentira.
El Prisma. ¿El Prisma en persona? ¿Cómo podía ser el padre de Kip alguien así? Había dicho que ni siquiera conocía la existencia de Kip. ¿Cómo era posible tal cosa?
La respuesta era evidente. Había ocurrido durante la guerra. El ejército de Gavin se había enfrentado al de Dazen no muy lejos de Rekton. Al cruzar la ciudad, Gavin había conocido a Lina. Él era el Prisma y se dirigía a lo que muy bien pudiera ser su muerte. Ella era una muchacha joven y guapa cuya ciudad había sido arrasada. Había compartido su cama. Después él se había ido para matar a su hermano, tal vez a la mañana siguiente, y en las postrimerías de la guerra, las labores de reconstrucción y los esfuerzos por sofocar el resto de la rebelión, reforzar las antiguas alianzas e imponer la paz, lo más probable era que jamás hubiera vuelto a pensar en ella. Aunque lo hubiera hecho, Tyrea no era el lugar más amigable ni seguro para el Prisma por aquel entonces. Se había aliado con Dazen, el hermano malvado, y de resultas había sido tratado con extrema crueldad.
O puede que Gavin hubiese violado a Lina. Aunque eso no tenía sentido. ¿Por qué reconocería su paternidad un violador? Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que evidentemente le había costado a Gavin hacerlo.
Kip podía imaginarse a su madre, embarazada, soltera, abandonada en medio de las ruinas de Rekton. Su primer impulso sería escapar, por supuesto. Kip habría sido su única esperanza. ¿Qué haría? ¿Viajar sola hasta Garriston, desde donde los vencedores controlaban Tyrea? No le costaba ningún esfuerzo imaginárselo. Su madre, presentándose ante algún gobernador, exigiendo ver a Gavin Guile porque portaba a su bastardo en el vientre. Habría tenido suerte si llegó hasta un gobernador con esa historia. De modo que la expulsarían, desvanecida toda esperanza de disfrutar de algo bueno o fácil en la vida.
Cuando mirara a Kip, no vería sus decisiones equivocadas, tan solo la «traición» de Gavin y su decepción. Kip era un sueño aplastado.
Al cabo de media hora, Kip empezó a acusar el cansancio. Le ardían los brazos. Pensó en cómo Gavin había corrido casi sin descanso durante horas. La idea de despertar al Prisma tan pronto le daba vergüenza. Siempre se había agotado enseguida, pero si superaba la fatiga inicial era capaz de aguantar lo que fuera.
No iba a despertar al Prisma. De ninguna manera. Que repusiera fuerzas. Se había ganado eso, al menos. Kip continuaría hasta que Gavin se despertara por sí solo. Aunque muera en el intento, se juró para sus adentros.
La promesa le sentó bien. Él era insignificante. No era nada. Pero podía concederle una noche de plácido sueño al mismísimo Prisma. Podía hacer algo. Podía marcar una diferencia, pequeña, pero aun así mayor que cualquier otra cosa que hubiera hecho en su vida.
Reanudó la marcha. El Prisma le había salvado la vida ese día. ¡El Prisma en persona! Gavin había plantado cara al rey Garadul. Había matado a una veintena o más de los Hombres Espejo del monarca, y había escapado indemne. Era posible que Kip lo hubiera puesto todo en peligro intentando atacar al rey. ¿Cómo se podía ser tan estúpido? Con todos aquellos trazadores presentes, ¿se imaginaba que podría rozar siquiera al monarca? ¡Menudo imbécil!
Aunque la noche era fría, Kip no tardó en estar empapado de sudor. De caminar a buen ritmo había pasado a arrastrar los pies, pero aun así seguía impulsando la trainera más deprisa que un caballo de tiro.
Estaba tan absorto en el ejercicio que se plantó en el campamento antes de darse cuenta. Había tal vez una docena de hombres sentados alrededor de una fogata, bebiendo y riendo mientras uno de ellos tocaba un laúd desafinado. Kip siguió caminando, con el cerebro tan embotado que tardó en comprender lo que estaba a punto de suceder. Todos los hombres estaban armados, incluido aquel que parecía estar montando guardia; aquel que sostenía una ballesta amartillada apoyada en el hombro.
Kip pensó en susurrar algo para despertar a Gavin, pero se encontraban tan cerca que cualquier sonido capaz de alertar al Prisma podría transmitirse por las aguas hasta el ballestero erguido al filo del círculo de luz de la fogata, con el cuerpo vuelto hacia el río pero la cabeza girada hacia sus camaradas.
La trainera emitía apenas un suave siseo al deslizarse sobre el agua. Seguro que el brioso crepitar de las llamas de los bandidos bastaría para disimularlo. Los bandidos habían bloqueado parcialmente el río, con diques de rocas a ambos lados. Encima de ellos habían tendido tablas de madera para construir una pasarela con tan solo una diminuta abertura en el centro. Cualquier embarcación que intentara cruzar por allí estaría al alcance cuando menos de sus lanzas.
Kip podría soltar los remos y sacudir a Gavin, pero ¿qué podía hacer este? Era de noche. El Prisma no dispondría apenas de luz. Tal vez si Kip lo hubiera despertado antes. Ahora era demasiado tarde. Casi con toda seguridad, había firmado su sentencia de muerte. Tendría que buscar la brecha que separaba los diques y encomendarse al azar.
Orientó la trainera hacia la abertura y reprimió un gritito cuando, en el último segundo, la luz de la luna hendió las aguas y reveló la última trampa de los bandidos: en el lecho del río había un poste, recio y ahusado, cuya punta rozaba apenas la superficie del agua. Quien intentara cruzar la brecha se encontraría encallado, con un boquete en el casco.
El casco de luxina de la trainera acarició el poste y lo dejó atrás, deslizándose.
Kip lanzó una mirada de reojo al ballestero mientras la embarcación se escurría entre los dientes de la trampa de los bandidos. El hombre contaba pocos años más que él. Estaba riéndose de buena gana, con una mano extendida hacia uno de sus compañeros, pidiéndole un odre de vino.
Kip pasó entre los diques. El ballestero se giró, sacudiendo la cabeza, y se quedó de piedra al ver a Kip. En la oscuridad, la luxina traslúcida debía de resultar poco menos que invisible para la visión nocturna del centinela, descompensada por el resplandor de las llamas. Lo que veía era un chico rollizo que pasaba de largo, veloz, sobre la superficie del río. Imposible.
Kip sonrió y saludó con la mano.
El centinela levantó una mano y la agitó a su vez. Se quedó paralizado. Volvió a mirar a sus camaradas, sentados alrededor del fuego. Abrió la boca para dar la voz de alarma, pero no logró emitir ningún sonido. Se giró de nuevo hacia el río y buscó a Kip.
Kip seguía estando al alcance de la ballesta. Lo sabía, pero no aceleró, a pesar de que en estos momentos tenía energías de sobra. Cualquier movimiento podría asustar al centinela.
Este escudriñó las tinieblas intensamente, sin perder de vista al fantasma que se desvanecía ante sus ojos, en silencio. Se frotó la frente con gesto de consternación, sacudió la cabeza y volvió a girarse hacia sus compañeros. Kip empezó a correr entonces, no mucho, pero transcurrido un minuto aproximadamente la trainera había avanzado ya cien pasos río abajo. Kip volvió a caminar. Sonrió. Quizá hubiera cometido un error estúpido, pero lo había resuelto sin tan siquiera despertar al Prisma.
No sabía cuánto tiempo llevaba caminando. Intentaba no perder de vista la orilla, pero el cansancio se había instalado en sus huesos. Dejó atrás campamentos más pequeños; pertenecientes a más bandidos o a inocentes viajeros, no lo sabía. Pero cada vez que veía uno, aminoraba el paso hasta comprobar que todo el mundo estuviera dormido. Puso en práctica incluso una vez más el truco de desenfocar la mirada, lo que le permitió distinguir las siluetas tendidas de varias personas que jamás habría descubierto de otra manera, pero no vio más centinelas.
El horizonte tardó lo que parecían mil años en comenzar a clarear. Kip sentía las piernas en llamas, al igual que los pulmones. Tenía los brazos entumecidos, pero se negaba a parar. Aun arrastrando los pies, la trainera seguía avanzando dos veces más deprisa que cualquier batea.
Por fin, el sol despuntó sobre las montañas. Como siempre, la claridad llegó antes de que el astro terminara de escalar las cimas de las Karsos para anunciar el amanecer. Y el Prisma seguía sin despertar. Kip no pensaba dejar de caminar. Ahora no. Llevaba andando toda la noche. Seguro que el Prisma abría los ojos de un momento a otro y veía lo que Kip había hecho. Se sentiría impresionado. Miraría a Kip con otros ojos. Kip sería algo más que un estorbo, una lacra, un bastardo al que reconocer discretamente antes de repudiarlo.
El Prisma se agitó, y el corazón de Kip dio un respingo. Pero el hombre volvió a acomodarse, su respiración se acompasó una vez más. Desesperado, Kip dirigió la mirada al sol naciente. ¿Tendría que esperar hasta que el Prisma recibiera la luz de frente en la cara? Para eso faltaba al menos una hora. Kip tragó saliva con dificultad. Tenía la lengua seca e hinchada, áspera como el papel de lija. ¿Cuánto hacía que no bebía nada? Un río entero a sus pies, y se moría de sed.
Necesitaba beber. Debería haberlo hecho mucho antes. Si no bebía algo, se desmayaría. El odre de vino del Prisma estaba a menos de un paso de distancia. Kip dejó de caminar. Le temblaban las piernas. No sentía los pies, pero comenzaron a dolerle cuando la sangre comenzó a afluir a ellos de nuevo. Se apartó del mecanismo de los remos y avanzó un paso en dirección al pellejo.
O lo intentó. Se le enredaron los pies entumecidos y se inclinó hacia delante; consiguió girarse en el último momento para no aplastar al Prisma. Golpeó la borda de la trainera con el hombro y, de repente, todo lo que esta tenía de positivo se transformó en negativo. La estrecha quilla que había permitido que la embarcación sorteara la trampa de los bandidos ahora reducía su estabilidad. El estilizado diseño del casco que les había permitido deslizarse sobre las rocas propiciaba que cualquier brusco cambio de peso resultara catastrófico.
Kip se encontró con la mirada fija en el río a cuatro pulgares de distancia; al instante siguiente, el casco entero se dio la vuelta. Kip cayó de cabeza. Y sin embargo, a pesar del agua que se cerraba sobre sus oídos, de los desenfrenados aspavientos de sus estúpidas y torpes extremidades, y del estrépito con que el resto del casco golpeó el agua, de alguna manera tuvo la certeza de haber oído un grito sobresaltado.
El agua era acogedora. Kip estaba tan abochornado que decidió dejarse morir y acabar de una vez. Acababa de tirar al Prisma al río. ¡Orholam misericordioso!
Ahora sí que se sentirá impresionado, Kip.
Sus pulmones comenzaron a arder en ese momento, y la idea de morir discretamente para eliminar una ignominiosa lacra de la creación perdió todo su atractivo. Kip pataleó débilmente. Sus piernas decidieron que ese era el momento perfecto para sufrir un calambre, y ambas sufrieron un espasmo a la vez. Aleteó en el agua como una avecilla impotente, consiguió aspirar una bocanada de aire y se hundió nuevamente de golpe. Una parte de él sabía que podía flotar. No hacía ni un día que había flotado durante leguas río abajo, pero el pánico lo atenazaba con firmeza en sus garras. Agitó los brazos, inspiró antes de tiempo y se le llenó la boca de agua.
Le dolía la cabeza. Por Orholam, era como si alguien intentara arrancarle todos los cabellos.
Escupió y resopló. ¡Aire! ¡Aire dulce, precioso! Alguien lo había agarrado del pelo y lo había sacado del agua. Tosió dos veces más antes de abrir los ojos por fin.
El Prisma estaba guiñándole un ojo… no, no era eso. El Prisma pestañeaba en un intento por sacudirse de encima el agua que Kip acababa de escupirle a la cara.
Que me muera ahora mismo.
El hombre aupó a Kip hasta el casco, más ancho ahora, dotado de una quilla mucho más estable que antes. Kip hundió la barbilla en el pecho y se frotó los brazos y las piernas hasta que recuperaron la movilidad. El Prisma estaba en pie delante de él, esperando. Kip tragó saliva, hizo una mueca y se dispuso a encajar las iras del hombre. Levantó la cabeza con expresión compungida.
—Me encanta nadar por las mañanas —dijo Gavin—. No hay nada más vivificante. —Y a continuación, esta vez sí, le guiñó un ojo.