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Aunque jamás había trazado ni una gota de azul, Karris siempre había poseído cierta afinidad por las que se consideraban virtudes azules. Le gustaba tener un plan. Le gustaba el orden, la estructura, la jerarquía. Incluso de niña, le gustaban las normas de la etiqueta. Asistir a una cena pariana oficial y conocer la función exacta hasta de la última cucharilla diminuta y el último cascanueces, saber cuántas veces había que sacudirse el exceso de agua de los dedos tras lavarse las manos en el cuenco de agua entre el primer y el segundo plato, y saber sin sombra de duda dónde había que dejar el urum de tres dientes para indicar a los esclavos que se había terminado de comer le reportaba algo parecido a la paz. Posar la copa a medio camino del divisor lateral significaba que querías otra media copa de vino, ni más ni menos. Encima del vertical significaba que te gustaría cambiar del blanco al tinto. Señas y contraseñas. La llamada del luxiat y la respuesta de la congregación. Le encantaba bailar y conocía casi todas las danzas de las Siete Satrapías. Le encantaba la música y sabía tocar el gemscorno o acompañarse a la psantria mientras cantaba. Pero nada de todo cuanto sabía le servía ahora de nada. No había estructura, ni jerarquía, ni orden que pudiera guiarla.

Se suponía que aún debía estar en un barco. Se suponía que debía reunirse con un espía de la Cromería antes de adentrarse tanto en Tyrea. Se suponía que dicho espía debía conducirla río arriba hasta el ejército del rey Garadul y proporcionarle una cobertura que la ayudase a entrar en dicho ejército sin perder la vida en el intento. En vez de eso, estaba empapada de agua, sola, y a menos de una jornada a pie del ejército en cuestión, sin contactos, ni mapas, ni instrucciones, ni plan. No hacía ni cinco minutos que Gavin y su bastardo se habían perdido de vista río abajo.

Me estoy volviendo impulsiva. El rojo está destruyéndome.

Karris escurrió el agua de su pesada capa de lana negra y empezó a buscar un sitio donde acampar. La ladera estaba poblada de eucaliptos que inundaban el aire con su fragancia y se confabulaban con los altos pinos para bloquear los implacables rayos del resplandeciente ojo de Orholam. Le llevó apenas unos minutos encontrar el lugar adecuado, disimulado en gran parte por la maleza. Reunió madera y formó una pequeña pirámide con ella. No se molestó en recoger ramitas para encender el fuego: ser roja tenía sus ventajas. Pero sí que miró con atención a su alrededor durante varios minutos antes de sacar los anteojos del bolsillo interior de una de sus mangas. Estaba sola. Trazó un fino hilo de luxina roja en la base de la pirámide.

Aun esa módica cantidad de rojo bastó para avivar los rescoldos de su furia. Mientras guardaba las lentes rojas y verdes pensó en aplastar la insolente sonrisa de Gavin. «¿Te quiero?». ¿Cómo se atreve?

Sacudió la cabeza y estiró un dedo, expulsando luxina roja desviada a propósito, desembarazándose del exceso. Como ocurría con toda la luxina trazada de forma imperfecta, se descompuso enseguida, desprendiendo una fragancia mixta: el olor a resina que compartía toda la luxina y el característico aroma a hojas de té secas y tabaco de la roja en particular.

Sacó una piedra de pedernal y el cuchillo en vez de limitarse a trazar subrojo para producir la chispa. Empezaba a acusar el frío, de modo que encendió el fuego como una simple mortal.

«Te quiero». Malnacido.

Mientras se secaba su ropa, se puso el atuendo de repuesto que guardaba en la bolsa impermeable. Por suerte, la moda tyreana se había vuelto más práctica en los últimos quince años. Si bien en entornos sociales o urbanos las mujeres lucían vestidos largos hasta las pantorrillas o los tobillos, con cinturón y acompañados a menudo de un chal o una chaqueta completa para la noche, durante los viajes y en el campo preferían los pantalones de lino masculinos, aunque con camisas más largas que las de los hombres por recato, por fuera del pantalón pero ceñidas por un cinturón, como una túnica. Según le había explicado el comandante Puño de Hierro, al terminar la Guerra del Falso Prisma no había hombres ni muchachos suficientes para recolectar las naranjas ni otras frutas. Las jóvenes que se unían a los cosechadores acortaban sus faldas a fin de que estas no las entorpecieran al subir y bajar tantas veces de las escalerillas de mano. Resultaba evidente que alguien se había quejado. Era poco probable que fuesen los chicos que sujetaban las escaleras.

De ahí la afición a los pantalones.

A Karris le gustaba la ropa. Estaba acostumbrada a vestir prendas masculinas debido a su adiestramiento en la Guardia Negra, y aunque el lino holgado no acompañaba sus movimientos con la misma elegancia ni era tan suave como el uniforme de la Guardia Negra, elástico e imbuido de luxina, tampoco estaba tan mal. Además, camuflaba sus curvas mejor que el ceñido atuendo de la Guardia Negra. Ningún hombre se atrevería ni tan siquiera a silbar al paso de una Guardia Negra en los Jaspes, aun a pesar de la sutil ostentación de una figura que se había ganado a pulso. Pero una mujer que viajaba sola en un territorio lejano no debería tentar más de lo necesario a la suerte.

Mientras la pequeña fogata ardía briosa, Karris se distrajo eligiendo sus armas con suma meticulosidad. El yatagán permanecería oculto y accesible dentro de su mochila cuando la capa negra estuviera seca y enrollada de nuevo. Sujetó un bich’hwa, un «escorpión», a uno de sus muslos por debajo del pantalón. Se trataba de un arma cuyas anillas de hierro encajaban en los dedos, dotada de cuatro garras con las que asestar zarpazos y de una daga, la cola del escorpión, para apuñalar. No podría acceder a ella tan rápido, pero siempre había sido partidaria de portar más armas de las que se apreciaban a simple vista. Se guardó otro cuchillo largo en el cinturón. Sus bifocales fueron a parar al petate. Pesaban demasiado como para esconderlos en estas mangas tan largas y vaporosas sin llamar la atención. Eso la dejaba con las fundas oculares. Las fundas, unas lentes surcadas de franjas horizontales rojas y verdes, encajaban en las cuencas oculares, lo más cerca posible de los ojos. Un fino reborde de luxina roja adherente garantizaba que las lentes no se cayeran; de hecho, si no tenía cuidado, podría arrancarse la mitad de las cejas al quitárselas. La luxina roja adherente estaba protegida por una pequeña franja de luxina amarilla sólida que había que arrancar antes de aplicar las fundas a los ojos.

A pesar de que las fundas oculares le habían salvado la vida en más de una ocasión, a Karris no le gustaban. Las largas pestañas naturales, un bonito complemento en el Baile de los Señores de la Lux, perdían su atractivo cuando se llevaba una lente a tan escasa distancia del ojo.

Karris ocultó las fundas en un collar compuesto de grandes piedras multicolores, ninguna de ellas lo suficientemente cristalina o interesante como para sugerir que el collar podía tener algún valor. Las fundas se cerraron con un chasquido alrededor de un eslabón y se mezclaron con las demás piedras. Llevaba otro par de fundas encajado bajo la hebilla del cinturón.

Estoy demorándome, pensó.

En su situación actual, solo tenía dos opciones. Podía dirigirse corriente abajo y reunirse con su contacto en Garriston para luego remontar el río, o podía intentar infiltrarse en el ejército del rey Garadul por sus propios medios. Navegar río abajo supondría una pérdida de tiempo, pero aun así llegaría con demasiada antelación. También debía tener en cuenta la amenaza de los bandidos. Su contacto debía de conocer la mejor manera de evitarlos en el camino de vuelta, pero eso no le serviría de nada mientras descendiera por el río. Viajar sola supondría intentar unirse a un ejército hostil sin la menor carta de presentación. Y ahora que Gavin había suscitado las iras del rey Garadul, el monarca sabía que la Cromería ya había enviado aquí al menos un trazador, por lo que sin duda recelaría doblemente de cualquier forastero que apareciera sin avisar.

De hecho, lo más probable era que el espectáculo que había organizado Gavin en Rekton hubiera convertido su misión en una tarea imposible. A buen seguro había tyreanos tan pálidos como ella, pero su acento la delataba, y era una trazadora. En un campamento suspicaz, toda ella proclamaría a gritos que era una espía. Las órdenes de la Blanca no contemplaban en ningún momento las circunstancias a las que se enfrentaba ahora. Era como asistir a lo que uno creía que era una elegante cena pariana con sus reglas y descubrirse rodeado de alborotadores piratas ilytianos devorando pez globo. También eso tenía sus reglas, y si uno las incumplía, terminaría engullendo un trocito de carne impregnado de veneno que lo sumiría en diez minutos de espantosa agonía, al término de los cuales estaría muerto.

Karris no sabía cuáles eran las reglas allí.

Gavin, por supuesto, se zamparía tan tranquilo el condenado pescado entero, y de alguna manera, milagrosamente, sobreviviría. Todo era un paseo para Gavin. Nunca había tenido que esforzarse por nada. Nacido con un talento monumental, hijo de un padre tan adinerado como manipulador, siempre había obtenido cuanto se proponía. Ni siquiera las reglas intrínsecas al papel de Prisma lo constreñían; viajaba de un confín de las Siete Satrapías a otro sin tan siquiera una escolta de la Guardia Negra cuando no quería compañía. Y ahora cruzaría el mar Cerúleo en cuestión de horas. Por el amor de Orholam, podía volar.

Fuera de mi cabeza, embustero. No quiero saber nada de ti.

Las líneas no encajaban. Las cucharillas habían desaparecido, y los urums tenían mil dientes en vez de tres. Pues bien, Karris no pensaba irse a casa. No iba a quedarse esperando a que un hombre viniera a tomarla de la mano y la introdujera en el campamento de Garadul. No fracasaría. Había más de una manera de descubrir cuáles eran los planes del rey Garadul.

No sospechaba siquiera de qué podía tratarse, como es lógico, pero se proponía averiguarlo. En cuanto a su situación actual, recordó algo que solía decir su hermano Koios antes de que las llamas se cobraran su vida: «Cuando no sepas qué hacer, sé justa y haz lo que tengas delante. Pero no necesariamente lo que tengas justo delante».

La ciudad de Rekton había ardido hasta los cimientos. Había un superviviente. Quizá hubiera más, en cuyo caso estarían desesperados por recibir ayuda y posiblemente también protección. Karris podía proporcionarles ambas cosas.

Y si eso conllevaba freír a algún majadero con una bola de fuego del tamaño de una cabaña, miel sobre hojuelas.