18

Karris condujo la batea corriente abajo hasta doblar un recodo y perderse de vista. No creía que los soldados se hubieran percatado de su marcha, de modo que dejó la embarcación en la orilla opuesta del río y buscó una colina desde la que poder ver a Gavin. Ascendió por la ladera agazapada. Entre ellos mediaban varios árboles, arbustos y hierba alta. Ideal. Algo menos ideal era la distancia. Ciento veinte pasos. Su puntería era excelente, pero el arco que llevaba consigo era un simple recurvado, no largo. Práctico y portátil, muy exacto hasta los setenta pasos. Ciento veinte era otro cantar. Desempolvó el ábaco mental. Debería contemplar un margen de error de cuatro pies, y podía disparar en rápida sucesión. Si el sátrapa Garadul se quedaba quieto, podría disparar cuatro flechas en cuestión de segundos, corrigiendo sus errores sobre la marcha. Era aceptable. Mejor, cuando menos, que el resto de sus opciones. Se retiró de lo alto de la colina y armó el arco, comprobó las remeras y las puntas de las flechas, y se arrastró de nuevo hasta la posición elegida, furtiva y letal.

Karris se tranquilizó al ver que Gavin y el sátrapa conversaban durante varios minutos. Hablando, Gavin era capaz de engatusar a cualquiera, salvo posiblemente a la Blanca. Aunque Gavin se erguía rodeado de las montañas de cadáveres de los hombres de Rask Garadul, lo más probable era que a estas alturas fuese el sátrapa quien estuviera buscando la manera de compensar a Gavin por las molestias que hubiera podido ocasionarle.

Cerciorándose de que aún podía ver a Gavin y de que sus armas estaban a mano, Karris abrió el petate. La Blanca le había dicho que no leyera sus órdenes antes de partir con rumbo a Tyrea, de modo que Karris las había dejado en el fondo de la mochila, bajo una muda de ropa limpia, anteojos de repuesto, utensilios de cocina, un puñado de bengalas y granadas; gracias a Orholam que estas no habían explotado cuando se cayó durante la reyerta, pero valía la pena correr el riesgo por ellas. Extrajo la nota doblada. Como ocurría siempre cuando se trataba de órdenes confidenciales, estaban escritas en el papel más fino posible, cubierto de inscripciones el exterior para que la hoja no delatara su contenido con tan solo ponerla al trasluz. El sello contenía un sencillo detonante sortílego: quien se limitara a romperlo provocaría la unión de dos contactos de luxina, y se produciría un fogonazo, pequeño pero instantáneo. Eso no significaba que fuera a prueba de tontos, por supuesto; cualquier trazador meticuloso podría desmontarlo, y cualquiera, trazador o no, podría limitarse a recortar el sello, pero a veces las precauciones más sencillas daban resultado allí donde fracasaban los planes más concienzudos.

Karris echó un vistazo a Gavin. Seguía hablando. Bien.

Tras trazar un poco de verde de la hierba en la que estaba sentada, desarmó la trampa del sello. Gavin le había pedido que no creyera lo que decía la nota, redactada por la Blanca en persona. Pero ¿quién era más probable que la engañara? Gavin, diez veces de cada diez. La idea le revolvió el estómago. No, estaba adelantando acontecimientos. Pensó en guardar la nota; podía ocuparse de eso más tarde.

Pero sus órdenes guardaban relación con Tyrea, tal vez incluso con el sátrapa Garadul, al cual tenía ahora a la vista. Quizá las órdenes fuesen que lo matara, o asegurarse de que nadie lo hiciera. Debía averiguarlo ahora mismo.

Abrió la nota. La letra de la Blanca era un poco temblorosa, pero aún expresiva y elegante. Karris tradujo automáticamente el sencillo código: «Por mucho que el púrpura sea el nuevo color, a todos nos sería grato conocer las nuevas tendencias». Infiltrarse e investigar qué se proponía Garadul. Las Siete Satrapías y la Cromería recelaban de las intenciones del nuevo sátrapa.

La última S incluía una filigrana para comunicarle que el código oficial había concluido, pero la nota continuaba: «También tengo noticias de un muchacho de quince años que vive en la ciudad de Rekton. Su madre asegura que es de G. Si se presenta la ocasión, averigua lo que puedas. Me encantaría conocerlos». Gavin tenía un bastardo en Rekton. Llevar a la madre y al hijo a la Cromería.

Karris miró a Gavin a tiempo de ver cómo trazaba una cachiporra y la estrellaba en la nuca del muchacho. Podría haber sido gracioso o alarmante, si no fuera porque Karris se sentía como si también ella acabara de recibir un mazazo. Observó, estupefacta, que Gavin erigía una muralla de luxina, repelía un ataque y continuaba hablando sin perder la compostura.

Estaba tan asombrada que no cargó el arco, ni llegó a levantarlo siquiera. Estaban en Rekton. El muchacho sabía trazar. Era demasiada casualidad. Había sido ella la que insistió para que Gavin desviara el ingenio volador hacia aquí. La sobrevino un escalofrío. Su presencia en ese lugar obedecía ni más ni menos que a la intervención de Orholam. Karris estaba segura de que la deidad no sentía el menor interés por ella. Era demasiado insignificante. Así pues, ¿qué era esto? ¿Una prueba para Gavin?

Quince años de edad. Hijo de perra. Ese chiquillo había sido concebido cuando Gavin y ella estaban prometidos.

Gavin cogió al muchacho en volandas, con esfuerzo (el joven era alto y rollizo), y se lo cargó al hombro. A continuación encaminó sus pasos hacia el río, con aire de absoluta despreocupación. Realmente pensaba alejarse del sátrapa sin más, dejando a treinta de sus guardaespaldas muertos tras él. Gavin era tan audaz, imparable e inconmovible como de costumbre. Era como si las reglas que gobernaban al común de los mortales no surtieran el menor efecto sobre él.

Jamás lo habían hecho.

Por un peligroso momento Karris volvió a tener dieciséis años, despojada de todo cuanto conocía hasta entonces, de todas las personas a las que había amado. Había llorado aquel día, había llorado hasta comprender que nadie iba a acudir a consolarla. Había trazado rojo para solazarse en su calor y su furia. Había trazado tanto rojo que había estado a punto de costarle la vida. Hoy, ni siquiera necesitaba trazar. La furia se apoderó de ella en un abrir y cerrar de ojos. «No creas lo que digan tus órdenes», le había recomendado Gavin. Claro que sí. Embustero. Malnacido.

Por eso le había pedido la Blanca que no abriera sus órdenes de inmediato. Quería que los ánimos de Karris se aplacaran antes de enfrentarse a Gavin. Que no causara problemas.

Qué bonito, comprobar que las dos personas más importantes de su vida estaban manipulándola.

Gavin trazó una trainera en el río y depositó al muchacho en su interior. Embarcó sin prisa, dejando que lo arrastrara la corriente, sin mirar por encima del hombro ni tan siquiera una vez. Así pues, debía de haber estado cerca. Estaba tratando al sátrapa Garadul como si este fuera un perro al que podría provocar con el mero contacto visual. En fin, Karris sabía perfectamente lo que era ser tratada como un perro, ¿verdad?

Antes de darse cuenta se había puesto en pie y se dirigía hacia el río con largas zancadas. Misteriosamente, los anteojos habían encontrado solos el camino hasta su nariz. Si el sátrapa Garadul no estuviera a tan solo doscientos pasos de distancia, Karris pensó que habría arrojado una bola de fuego contra la cabeza de Gavin, que en esos momentos dobló un recodo del río y reparó en su expresión.

Palideció. Y, por una vez, no dijo nada.

Karris se quedó temblando en la ribera mientras la pequeña embarcación continuaba acercándose.

A Gavin no le hizo falta preguntar si había leído las órdenes; la respuesta era evidente.

—Monta —dijo—. Si aún tienes esa capa negra, tápate con ella. Será mejor que no te vean la cara.

—Vete al infierno. A partir de aquí viajaré sola —repuso Karris.

Gavin extendió una mano y, con un proyectil de luxina verde, practicó un boquete del tamaño de un puño en la batea de Karris.

—¡Que montes! —le ordenó—. El rey Garadul llegará de un momento a otro.

—¿«Rey»? —Karris trazó luxina verde para reparar los desperfectos. Su actitud era pueril e ilógica, y maldijo a Gavin por conseguir que fuese ella quien pareciera poco razonable. Lo odiaba. Lo aborrecía con una pasión que eclipsaba todo lo demás. Que vinieran los jinetes a por ella si se atrevían.

—Ha renunciado a la Cromería, al Prisma, a las Siete Satrapías y al mismísimo Orholam. Se ha coronado rey. —Gavin hizo un gesto en dirección a la batea. Cientos de diminutos misiles salieron disparados de su mano, se clavaron en la madera a lo largo y ancho de la embarcación y estallaron al unísono. Los bañó una lluvia de astillas y serrín—. Dame una bofetada y acabemos de una vez, pero sube el trasero a la barca.

Tenía razón. Karris montó en la trainera. Este no era el momento. Revolvió el petate en busca de su capa y se la echó por encima, poniéndose la capucha a pesar del calor. El muchacho seguía sin recuperar el sentido. Gavin no esperó más; en cuanto Karris hubo embarcado, trazó los remos y los escálamos. Se adentraron en el agua, y la trainera aceleró casi de inmediato. Al mirar atrás, a Karris no le sorprendió ver que una docena de jinetes coronaban una colina, en pos de ellos.

Pero la persecución estaba abocada al fracaso. El terreno que flanqueaba el río era abrupto y la trainera de Gavin era veloz. Gavin y Karris navegaron en silencio, incluso cuando se adentraron en un largo tramo de aguas embravecidas. Karris ayudó a ensanchar la plataforma con luxina roja, flexible, y verde, más rígida, confiriéndole una quilla más elevada. Gavin trazó luxina naranja viscosa en el fondo para deslizarse sobre las rocas que se interponían en su camino.

En cuestión de media hora, era indudable que estaban a salvo. Sin embargo, Karris se obstinó en su silencio. ¿Cuántas veces podía hacerte tanto daño una persona? Ni siquiera era capaz de mirarlo. Estaba furiosa consigo misma. Parecía haber cambiado tanto después de la guerra. La ruptura del compromiso por su parte la había dejado sin nada. Karris había desaparecido durante un año después de aquello, y Gavin se había mostrado exultante cuando regresó. Había respetado su distanciamiento, nunca decía nada sobre los escarceos amorosos con los que Karris intentaba expulsarlo de sus pensamientos. De alguna manera, eso la enfurecía más todavía. Pero con el paso del tiempo se había visto atraída de nuevo por el halo de misterio que lo envolvía, seducida de forma paulatina por ese hombre que parecía cambiado en cuerpo y alma por la guerra.

¿Cuántos hombres vuelven de la guerra convertidos en mejores personas?

Ninguno, por lo visto.

¿Y cuántas mujeres aprenden de sus errores?

Esta no.

El río se unió a uno de sus afluentes y se ensanchó considerablemente. El lugar que ocupaba Karris en la proa, atenta a las rocas, se volvió innecesario. Hacía un día precioso. Se quitó la capa para disfrutar de los rayos de sol; la caricia de Orholam, le decía su madre cuando era niña. Ya.

—Se rumorea que hay bandidos en este río, y que asaltan a todo el que se cruza en su camino —observó de pasada Gavin—. A lo mejor nos los encontramos y puedes matar unos cuantos.

—No quiero matar bandidos —repuso en voz baja Karris, sin mirarle a los ojos.

—Vaya, como tenías esa expresión…

Karris levantó la cabeza y sonrió con dulzura.

—No quiero matar bandidos. Quiero matarte a ti.