14

Fue como si transcurrieran años antes de que Kip llegara al poste del puente. Hizo una pausa para volver la vista atrás, hacia los trazadores, mientras Sanson se situaba a su altura. El maestro seguía golpeando a su aprendiz, que se había hecho un ovillo sin cesar de gritar. Era indudable que no los habían visto, pero también estaban girados hacia su posición, y si les daba por levantar la cabeza, el poste del puente no bastaría para ocultar a los dos muchachos.

Kip miró hacia arriba cuando el puente emitió un crujido. El poste opuesto, en el lado de la isla, estaba en llamas; los animales se empujaban intentando alejarse de él, pero el miedo les impedía regresar a la ciudad, que continuaba ardiendo todavía. Eso los llevaba a amontonarse contra la barandilla que se extendía sobre las cabezas de los chicos, y contra el boquete practicado en ella por el caballo, a escasos pasos a su izquierda.

Media docena de ratas cayeron al agua, empujadas por los demás animales. Todas ellas empezaron a nadar en direcciones distintas, inclusive varias que se dirigieron en línea recta hacia los muchachos.

Un pánico visceral atenazó las entrañas de Kip. Era ridículo que una rata lo paralizara cuando dos trazadores no lo habían logrado, pero odiaba las ratas. Las odiaba con toda su alma. Sanson le tiró de la manga para apartarlo de la trayectoria de las alimañas. Kip se impulsó contra el poste, chapoteando torpemente. Se giró para cerciorarse de que no hubiera ninguna rata encaramada a su ropa. Sus ojos se posaron en el aprendiz de trazador, Zymun; el joven tenía la cabeza enterrada entre los brazos mientras su maestro lo aporreaba. Pero entonces Zymun se crispó.

Gritó algo y se puso de pie, y su maestro dejó de castigarlo. Por primera vez Kip pudo observar con detenimiento al muchacho. No debía de ser más de un año mayor que él mismo, tenía el cabello negro y rebelde, los ojos oscuros, y una sonrisa triunfal cincelada en los grandes labios carnosos. Mientras Kip lo contemplaba, la piel de Zymun y su maestro comenzó a teñirse de rojo, en remolinos semejantes a humo inhalado y comprimido hasta inundar todo su ser.

Kip se dio la vuelta y nadó con todas sus fuerzas. Delante de la cascada había una reja metálica para impedir que los botes o los nadadores se cayeran, y un embarcadero y una escalera junto a ella. Sanson ya había llegado a la celosía, más de diez pasos por delante de Kip.

Tras bracear vigorosamente un poco más, Kip volvió la vista atrás. El puente y la maraña de animales le impedían distinguir bien a los dos trazadores, pero mientras observaba, vio cómo el maestro avanzaba corriendo unos pocos pasos. Saltó con los brazos extendidos en cruz y dio una palmada. Una reluciente bola de luxina roja se formó entre sus manos y, cuando estas se tocaron, salió disparada hacia delante. La fuerza del proyectil lanzó al trazador hacia atrás, pero aun así aterrizó de pie.

La bola se incendió en pleno vuelo, justo antes de penetrar en la masa de animales del puente. Las ovejas, los caballos y los cerdos explotaron en todas direcciones, y el aire se llenó de trozos de carne. Unos alaridos espeluznantes, casi humanos, inundaron el aire. El misil incendiario rompió la barandilla y arrancó un pedazo del centro del propio puente antes de pasar como una exhalación sobre la cabeza de Kip para estrellarse por fin contra la escalera de madera encima del embarcadero. Kip no creía capaz de errar el tiro al trazador, y por un momento pensó que el hombre intentaba dejarlos atrapados.

El puente levadizo crujió, y todos los animales se agolparon a trompicones en el centro combado.

Ahora fue Zymun el que corrió hacia delante. Estampó una mano roja contra la otra, pero esta vez Kip ni siquiera pudo ver la bola de luxina; porque no iba dirigida a él. En un momento Zymun estaba cayendo de espaldas, desequilibrado sin remisión por la fuerza de lo que había lanzado, y al siguiente, una explosión devoró el puente de madera entero.

Un surtidor de llamas, sangre y rodantes restos mutilados se elevó hacia el firmamento. Una enorme sección incendiada del puente voló hacia Kip, girando por los aires y ocupando todo su campo visual. Golpeó el agua a escasos pasos de él con un siseo sobrecogedor.

Cuando Kip abrió los ojos de nuevo, estaba aplastado contra la reja metálica delante del salto de agua, rodeado de restos y astillas de madera, ardiendo aún algunas secciones, hundiéndose lentamente una enorme parte del puente, y de cientos de ratas, algunas carbonizadas, otras heridas, otras tan solo empapadas pero todavía con vida y desesperadas por salir del agua. La explosión no había mandado tan lejos a los animales de mayor tamaño, pero se acercaban corcoveando y pataleando, chapoteando y lanzándose mordiscos unos a otros, enloquecidos de miedo y dolor.

—¡Kip! ¡Pasa por encima! ¡Ya casi lo hemos conseguido! —exclamó Sanson desde el otro lado de la celosía.

—¡No te muevas! —ordenó el mayor de los dos trazadores, cuya piel comenzaba a llenarse de remolinos rojos—. ¡No te muevas o la próxima te dará en la cabeza!

Kip se agarró a la reja, pero en cuanto sus manos la tocaron, sintió que unas uñas diminutas le arañaban las piernas, y a continuación más en la espalda. Se quedó paralizado. Ratas. Una o dos, al principio, después media docena.

Cerró los ojos con fuerza mientras sentía las zarpas encaramarse a su cuello y a lo alto de su cabeza. Al agarrarse a los barrotes, su cuerpo se había convertido en un puente, en la única manera de salir del agua, y las ratas se abalanzaron en tropel sobre él.

En cuestión de momentos, la media docena de ratas se había convertido en cientos.

A Kip se le agarrotaron los músculos. No podía moverse. No podía pensar. No podía respirar. Ni siquiera se atrevía a abrir los ojos. Tenía ratas en el pelo. Una de ellas se había caído por el cuello de su camisa y estaba arañándole el pecho. Había más trepando por sus brazos.

—¡Muévete, Kip! ¡Muévete o morirás! —gritó Sanson.

De repente, Kip se sintió desligado de su cuerpo. Estaba a punto de ahogarse, la ciudad ardía, casi todas las personas que conocía habían muerto, dos trazadores intentaban asesinarlo, y a él le preocupaban las ratas. Mientras él se quedaba pasmado en el sitio, los trazadores se disponían a asestarle el golpe de gracia, y él estaba paralizado de miedo. Era ridículo. Patético.

Abrió los ojos de pronto al sentir unos dedos que se cerraban sobre él. Sanson. El muchacho había vuelto a escalar la reja e intentaba ahuyentar a las ratas para ayudar a Kip a pasar al otro lado. Kip se sacudió como un perro, lanzando por los aires a una docena de alimañas, pero aún quedaban muchas más. Aterrado, comenzó a trepar por la celosía.

Pasó una pierna por encima de los barrotes, pero no consiguió encaramarse. Pesaba demasiado. Una rata se coló por la pernera abierta y empezó a corretear por la piel desnuda.

Gritando a causa del esfuerzo, Sanson agarró las ropas de Kip con las dos manos. Kip tiró una vez más y sintió que su cuerpo se elevaba, se elevaba… y por fin rodaba por encima de lo alto de la reja. Se hundió en el agua al otro lado.

La corriente comenzó a arrastrarlo de inmediato. Cuando salió a la superficie, Sanson estaba gritando algo, pero Kip ni siquiera podía distinguir sus palabras. Metió la mano dentro de los pantalones, atrapó a la escurridiza alimaña y la arrojó lejos de él.

En ese momento llegó al salto de agua. Una serie de cornisas escalonadas discurrían perpendiculares a la cascada, y los bravucones de la ciudad las empleaban para correr por ellas e impulsarse hasta el otro lado de la caída. Era demasiado tarde para que Kip intentara algo así. Había secciones en las que el agua era menos profunda. Kip se giró, desesperado, y se le engancharon los pies en una roca sumergida. La fuerza de la corriente lo empujaba hacia delante, y se agazapó en la piedra, recogiendo los pies debajo del cuerpo, haciendo aspavientos con los brazos para recuperar el equilibrio. El pozo que había al pie de la cascada tenía profundidad de sobra, pero si no saltaba lo bastante lejos, chocaría con las rocas en el descenso.

Se impulsó con tanta fuerza como pudo. Para su sorpresa, avanzó en la dirección deseada. Por un momento lo embargó una sensación de libertad absoluta. Paz. El rugido de la cascada ahogaba todos los demás sonidos, cualquier pensamiento. Era una belleza. De alguna manera, Sanson y él se habían pasado toda la noche flotando en el río, y ahora el sol despuntaba sobre el horizonte, reduciendo la negrura nocturna a un azul oscuro, un azul glacial, rosas y naranjas que iluminaban las nubes como halos.

Kip se percató entonces de la velocidad a la que caía. Su cuerpo se precipitaba en diagonal a las aguas que volaban raudas a su encuentro. Tras observar a los muchachos más intrépidos, sabía que debía caer con los pies por delante o de cabeza, con los brazos extendidos, si no quería resultar malherido.

De ninguna manera pensaba zambullirse de cabeza, de modo que arqueó la espalda y agitó los brazos como ruedas de molino.

Fuera lo que fuese que acababa de hacer, debía de ser justo lo contrario de lo que debía, o puede que ya hubiera empezado a girarse hacia delante, porque se encontró tendido en paralelo al agua. Iba a pegarse el panzazo más colosal de la historia. Y desde esa altura era probable que se matara.

No solo eso, sino que se dio cuenta de que caía rodeado de agua; todos los saltadores que había visto se precipitaban lejos de ella. El agua siempre rebotaba en alguna roca a lo largo de su descenso.

Ni siquiera le dio tiempo a pensar en una maldición antes de que una roca le golpease el pie con violencia. Estiró los brazos…

… mientras entraba en el agua de cabeza, sintiéndose como si alguien acabara de partirle un tablón en la coronilla. Como si alguien acabara de descoyuntarle los brazos. Y se le había olvidado coger aliento antes del impacto. Kip abrió los ojos bajo el agua a tiempo de ver que algo de gran tamaño trazaba una impresionante estela de burbujas junto a él. ¡Sanson!

Sanson había caído de pie, pero al golpear el agua había rodado hasta quedar bocabajo. Por un momento se quedó aturdido, inmóvil, y cuando abrió los ojos estaba de espaldas a Kip. Evidentemente desorientado a causa de la caída, Sanson empezó a nadar hacia abajo. Kip le agarró un pie para llamarle la atención.

Pero Sanson se asustó. Pataleó y le estampó un pie en toda la nariz a Kip, que gritó y vio cómo el poco aire que le quedaba escapaba de golpe en dirección a la superficie.

Sanson se giró, vio a Kip, reparó en la dirección que seguían las burbujas, primero, y después en la sangre que se propagaba por las aguas oscuras. Agarró a Kip, y los muchachos nadaron juntos hacia la superficie.

Kip llegó a duras penas. Jadeó sin aliento, inhalando agua y sangre en el proceso antes de escupirlo todo en un ataque de tos. Volvió a toser y le sobrevino una arcada. Sanson le tiró del brazo.

—¡Kip, ayúdame! Tenemos que alcanzar la orilla antes de que lleguen los rápidos.

Eso terminó de despertar a Kip. A cincuenta pasos del profundo remanso que se extendía al pie de la cascada había un tramo de aguas embravecidas, tan empinado que a todos los efectos constituía otro salto. Y la corriente comenzaba a acelerar ya. Con el pie dolorido, la cabeza embotada y la nariz ensangrentada, Kip imitó a Sanson y empezó a nadar.

Llegaron a la orilla con diez pasos de margen. Los muchachos se arrastraron hasta la ribera cubierta de hierba, desfallecidos, e inspeccionaron los daños que habían recibido. Sanson, ileso, adoptó una expresión compungida.

—Lo siento, Kip. Lo de tu nariz y todo lo demás, quiero decir. Nunca me ha gustado nadar. Siempre he pensado que hay cosas al acecho en las profundidades, esperando a atraparme.

Kip se pellizcó la nariz para contener la hemorragia y miró a su amigo.

—Be haj jalvado la vida —dijo—. Di hiquiega be haj goto la naguij. —A Kip le preocupaba más el pie que se había golpeado en la caída. Se desató los cordones con una mano y se quitó el zapato y el calcetín de sendos tirones. Tenía el pie dolorido y presentaba varios rasguños de consideración en el empeine, pero cuando se lo frotó no le pareció que hubiera ningún hueso roto. Empezó a ponerse de nuevo el calcetín mojado, tarea complicada sin dejar de pellizcarse la nariz con la otra mano.

—No me puedo creer que hayamos… —comenzó Sanson.

—¿Escapado? —preguntó Kip. Había renunciado a atarse los cordones con una sola mano y estaba sorbiendo con fuerza por la nariz en un intento por impedir que siguiera sangrando. Antes de terminar de hacer el nudo, sin embargo, comprendió por qué se había interrumpido Sanson. Estaban envueltos en un implacable resplandor rojo.

Kip levantó la cabeza y vio una bengala roja que flotaba en el cielo sobre sus cabezas, marcando su posición para el resto del ejército del rey, que no debía de andar lejos. El rastro de humo de la bengala conducía a lo alto de la cascada, desde donde los observaban los dos trazadores.

Kip y Sanson les habían dado esquinazo. Ahora debían hacer lo mismo con todo un ejército.

Kip se levantó de un salto, sin dejar de aspirar con fuerza por la nariz. Temía empezar a hiperventilar de un momento a otro. Fue entonces cuando reparó en el jinete que descendía por la cresta que zigzagueaba desde la cascada hasta la granja de los Sendina. Su nariz ensangrentada cayó inmediatamente en el olvido. El jinete tendría que dar un buen rodeo, pero iba a caballo. Kip y Sanson aún debían cruzar el camino que discurría paralelo a los rápidos y llegar a la granja antes que el jinete.

Kip vio que otros tres jinetes se sumaban al primero. Y después otro, y otro más.

Sanson y él empezaron a correr.

La cascada levantaba grandes nubes de bruma, de día y de noche, y el sol llegaba al valle horas después que al resto de la zona. Cuando se apagó la bengala, Kip perdió de vista al jinete y el sendero.

Se detuvo, aterrado. Unas plantas de grandes hojas, humedecidas por la bruma, oscurecían ambos lados del diminuto sendero. Si ponía un pie en ellas, se precipitaría rodando por la ladera rocosa hasta el río. En los rápidos, moriría aplastado contra las piedras.

Necesitaba ver. Intentó fijarse en su entorno con el rabillo del ojo, como le había enseñado maese Danavis. La parte de los ojos que se concentraba en las cosas era la más adecuada para percibir los colores, pero la periferia de la visión discriminaba mejor entre la luz y la oscuridad.

—¡En marcha! —exclamó Sanson.

Kip miró por encima del hombro. Parecía que Sanson tuviera la cara encendida. Kip dio un paso atrás y se tambaleó al afilado borde del sendero. Allí donde la piel de Sanson estaba expuesta, parecía caliente. Kip podía ver incluso el vapor que se elevaba de sus brazos en pequeños remolinos anaranjados.

—¿Qué te pasa en los ojos? —preguntó Sanson—. Da igual. ¡En marcha, Kip!

De nuevo, Sanson tenía razón. Daba igual lo que Kip estuviera viendo, o cómo. Se giró y reanudó la marcha. De alguna manera, lo asombroso de la experiencia eclipsó el temor que lo atenazaba. Las plantas eran como antorchas que iluminaban su camino, perfilando con delicadeza el sendero que discurría entre ellas.

Con una mano sosteniendo aún los pesados pantalones empapados de agua, Kip empezó a correr tan deprisa como le era posible, sin arredrarse ante las rocas resbaladizas, lo angosto del camino y la muerte emboscada a su lado.

Había cuerpos en el río, atrapados en los rápidos. Orholam misericordioso, la granja de los Sendina estaba sembrada de cadáveres, pequeños promontorios casi tan fríos como el suelo sobre el que yacían. Las ruinas humeantes de los edificios centellaban abrasadoras en la visión de Kip. Lo más importante para Sanson y él, vio una batea de fondo plano amarrada en el embarcadero de los Sendina. Los muchachos llegaron al final del sendero sin aminorar el paso. Doblaron una esquina y, al sol del amanecer, se tropezaron con treinta Hombres Espejo a caballo que los aguardaban en formación de combate.

—Queríamos capturarte con vida —anunció el trazador rojo. Su piel era carmesí, y la furia teñía su voz—. Un trazador con tu potencial no se encuentra todos los días. Pero has acabado con la vida de dos hombres del rey Garadul, y por eso debes morir.