Gavin trazó una plataforma azul muy fina, apenas visible contra el agua sobre la que flotaba.
—Lo has hecho para ponerme nerviosa, ¿verdad? —preguntó Karris.
Gavin sonrió de oreja a oreja y montó en la trainera. Con una ligera reverencia, le tendió una mano a Karris, que hizo como si no la viera y embarcó de un salto.
Cuando aterrizó, Gavin tiró de la quilla, provocando que la barca se deslizara bajo sus pies. Karris sofocó un gritito, y Gavin la atrapó con un cojín de suave luxina verde que acto seguido se transformó en un asiento. Lo levantó y lo colocó en la parte delantera de la trainera antes de sujetar los equipajes a la embarcación junto a sus pies.
—Gavin, no pienso quedarme sentada mientras tú… —Karris intentó ponerse de pie, y Gavin impulsó la barca hacia delante. Sin nada a lo que agarrarse, Karris se desplomó en la silla con otro gritito. Gavin soltó una carcajada. Karris era una de las mejores guerreras de la Cromería, y aun así chillaba como una niña cuando se sorprendía.
La mujer lo fulminó con la mirada, ofendida y divertida a la vez.
—Pensé que te gustaría que te tratara como a una dama.
—Ya tuviste tu oportunidad —replicó Karris.
La sonrisa de Gavin se hundió entre las olas, como un tesoro naufragado, y se perdió de vista.
Karris adoptó una expresión compungida.
—Gavin, lo…
—No, me lo merecía. Por favor, ve adelante y quédate de pie.
Dieciséis años. Cualquiera diría que ambos lo habrían superado. Y no es que no lo hubieran intentado.
—Gracias —repuso Karris, pero su voz sonaba contrita. Se incorporó con los pies separados y las rodillas algo flexionadas.
Impulsaban la trainera unas hileras de pequeñas espadillas que sobresalían a los costados. Tras generaciones de estudio, los trazadores verdes y azules habían ideado la manera de emplear engranajes, ruedas y cadenas para accionar los remos; cada trazador personalizaba su embarcación conforme a sus características físicas para ser capaz de impulsarla con la combinación de movimientos de brazos y piernas de su elección, y realizaba las modificaciones que considerara necesarias para aumentar su eficacia. Puesto que la embarcación ejercía una fricción mínima sobre el agua, los trazadores más atléticos podían mantener la velocidad de una persona a la carrera durante una hora.
Eso era rápido. Muy rápido. Pero ni por asomo tanto como había prometido Gavin. Aun así, se inclinó al máximo hacia delante, con el cuerpo suspendido en una red de luxina, accionando los brazos y las piernas. Alargó y estrechó la trainera hasta convertirla en una daga con la que cortar la superficie del agua. Aceleraron al máximo al salir del puerto.
Gavin estaba sudando, pero era una sensación limpia y placentera. El viento le daba en la cara, llevándose cualquier palabra que pudieran haber dicho Karris o él, y sin palabras, solo quedaba su presencia, sus cabellos oscuros ondeando con la brisa marina, las líneas perfiladas de su rostro, la piel resplandeciente a la luz de la mañana, la barbilla erguida, el cuello estirado, disfrutando de la libertad tanto como él.
Karris miraba al frente, por lo que no lo vio trazar las cañas de luxina en el agua. Gavin siempre había pensado que debía existir otra alternativa. Después de todo, los trazadores podían imprimir cualquier velocidad a una bola de fuego, era algo que solo dependía de su voluntad (si arrojaba algo demasiado grande o demasiado deprisa, claro está, podría lastimarse al absorber el retroceso), pero las traineras no se beneficiaban de la voluntad. En vez de eso eran perfectas embarcaciones de remos que aprovechaban la potencia muscular más eficazmente que cualquier otra máquina. Gavin aspiraba a algo más; aspiraba a utilizar la magia igual que las velas utilizaban el viento.
Eso había provocado la destrucción de uno o dos mástiles. Pero se negaba a darse por vencido. Había sido uno de sus siete objetivos cuando aún le quedaban siete años de vida por delante: aprender a viajar más deprisa de lo que nadie creyera posible.
La solución se le había ocurrido a raíz de un recuerdo de su infancia, en el que usaba una caña para disparar semillas contra sus hermanos. El aire, atrapado entre un tapón y las paredes del junco, podía impulsar una semilla con mucha más fuerza que si uno se limitaba a intentar arrojarla con la mano. Tras varios ensayos y errores había metido la caña entera en el agua, abriéndola en ambos extremos para que viajara sumergida por entero. Acopló otro junco en diagonal e introdujo unos émbolos de magia que surcaron el agua y salieron por el extremo opuesto de las cañas.
Soltó los remos y el mecanismo entero se desmontó con apenas un chapoteo; la luxina se disolvió nada más tocar las olas. Acercó las manos a las cañas.
El primer brinco provocó que Karris se tambaleara. Se agachó un poco más para bajar su centro de gravedad y acercó una mano instintivamente a su yatagán… solo que el arma estaba en su petate. La trainera dio un salto adelante. Las primeras sacudidas provocaron que temblara todo mientras Gavin pugnaba por acelerar, con los músculos abultados a causa del esfuerzo. Pero en cuestión de momentos la trainera se estabilizó, y la tensión que agarrotaba los brazos y los hombros de Gavin se alivió en parte. Los émbolos golpeaban el agua con un chup-chup-chup incesante. La trainera modificada, que él denominaba deslizador, apenas si besaba las olas.
Seguía requiriéndose un esfuerzo físico. Gavin estaba arrojando al agua un montón de fuerza, y sus brazos y hombros prácticamente sostenían todo su peso más el de Karris. Pero la magia podía trazarse con todo el cuerpo, por lo que era como cargar con una pesada mochila cuyas correas distribuían el peso a la perfección; el esfuerzo era agotador, pero no aplastante. Aun así, tras todo un año haciendo esto a diario, los hombros y los brazos se le habían desarrollado más que en toda su vida.
Karris se giró. Tenía la mandíbula literalmente desencajada. Contempló fijamente el ingenio, las palas de luxina azul veteada del verde que las dotaba de elasticidad; la luxina viscosa y extraordinariamente flexible allí donde los émbolos se introducían en las cañas para que no se hicieran añicos. Enderezó la espalda despacio, inclinándose a proa, de espaldas a Gavin para no crear otro cortavientos.
Gavin notó que el cuerpo de Karris se estremecía, y comprendió que estaba riendo de placer, aunque el sonido apenas si llegaba a sus oídos. El viento se llevaba también la fragancia de sus cabellos, pero por un momento se imaginó que podía percibirla de nuevo. Reprimió un suspiro de anhelo.
—¡Fíjate! —exclamó. Una isla había aparecido a lo lejos. Gavin se inclinó y el deslizador viró de golpe hacia ella. No había tardado en aprender que la embarcación era capaz de maniobrar mucho más deprisa que él mismo. El verdadero límite lo establecía la velocidad a la que podía cambiar el rumbo sin partirse por la mitad. Se inclinó a la derecha e inmediatamente a la izquierda, trazando bellas eses en la mar en calma. Apuntó los juncos hacia abajo, el deslizador saltó por encima de una de las olas más grandes y se mantuvieron en el aire.
Sobrevolaron la pequeña isla durante más de cien pasos, en silencio salvo por el sonido del viento. Aterrizaron rebotando como una piedra plana y remontaron el vuelo.
La velocidad, el viento y la compañía de Karris consiguieron que Gavin por fin volviera a sentirse libre de nuevo. Pese a lo caluroso del día, el viento era helado, y si bien Karris no se acurrucó contra él, sí permitió que su cuerpo se relajara por completo junto al de Gavin, solazándose en su calidez. Gavin sabía que Karris trazaría subrojo si el frío se volvía insoportable, pero estaba conservando sus fuerzas. No sabía qué la esperaba en Tyrea.
El hecho de que él sí lo supiera, al menos en parte, dulcificaba la espera. Karris leería la carta de la Blanca y descubriría que Gavin había engendrado un hijo cuando estaban prometidos. Aunque ya no profesaba el menor interés en su vida sentimental, esa había sido una de las preguntas que le hizo cuando él puso fin a su relación: ¿Hay otra mujer? No. ¿Alguna vez ha habido otra mujer mientras estábamos prometidos? No, lo juro.
Karris no le perdonaría en esta ocasión. Había tardado años en perdonarle por romper su compromiso y negarse a explicar el motivo. Pero esto… esto era una traición.
Orholam, cómo la echaba de menos.
Gavin evitó las rutas comerciales y se mantuvo lejos de la orilla. Sobre mediodía, vio nubes al frente. No parecían de tormenta, por lo que supuso que se trataba de la satrapía isleña de Ilyta, tierra de innumerables puertos y aún más piratas. El gobierno central se había desmoronado hacía décadas, y los distintos fragmentos obedecían los dictados del señor pirata que ostentara el poder en ese momento. Muchas de las Siete Satrapías rendían tributo a un señor pirata u otro, enriqueciéndolos y permitiéndoles perpetuar sus atropellos.
Gavin no tenía miedo de ellos, pero tampoco quería que lo vieran. Pese a la indudable ventaja de que los piratas tuvieran otra razón para temer a la Cromería, preferiría mantener su invento en secreto durante tanto tiempo como le fuera posible. Además, solo iba a usar Ilyta como punto de referencia. Valerse de un astrolabio resultaba demasiado aparatoso, y el tiempo que tardaría en calcular su posición podía dedicarlo a deslizarse de un lado a otro hasta encontrarla. Garriston estaba en la desembocadura de un gran río. Era el puerto más activo de Tyrea, aunque eso no quisiera decir nada. Puso rumbo al sur.
Karris le dijo algo, pero no pudo oírla, de modo que aminoró la velocidad del deslizador.
—¿Me dejas probar a mí también? —preguntó la mujer.
—Creía que estabas ahorrando fuerzas.
—No puedes acaparar toda la diversión. —Como estaba detrás de ella, Gavin no podía ver toda su sonrisa, pero atisbó un hoyuelo y una ceja arqueada.
Ensanchó el casco de la trainera para situarse junto a ella y le entregó la caña de estribor. Karris siempre había preferido trazar con la mano derecha.
Al principio les faltaba sincronización, y la embarcación se estremeció y zozobró mientras propulsaban los émbolos desacompasadamente y a distintas velocidades. Gavin la miró de reojo, pero antes de que pudiera decir nada Karris le estrechó la mano derecha con su izquierda. Apretó los dedos para indicarle el ritmo, como acostumbraba a hacer cuando bailaban.
El recuerdo lo golpeó como si la trainera hubiera chocado con un arrecife y lo hubiera lanzado por la borda: Karris con quince años, antes de la guerra, en el baile anual de los Señores de la Lux en lo alto de la Cromería. Llevaba el pelo rubio muy largo y liso, tan suave y brillante como su vestido de seda verde. Sus respectivos padres estaban discutiendo acerca de con cuál de los hermanos Guile debería casarse. Como cabía esperar Gavin, el mayor de los dos y principal candidato a convertirse en el próximo Prisma, era la opción más tentadora. A su progenitor, Andross Guile, la belleza de Karris le traía sin cuidado.
—¿Quieres una mujer bonita? Para eso están las amantes. —Pero aunque no le importaran las preferencias de los muchachos (las alianzas debían comprarse al menor precio posible, y el matrimonio de su primogénito era la baza más valiosa con la que contaba), Andross Guile era muy consciente de que no todas las familias eran igual de calculadoras. Había padres que rechazaban la idea de entregar la mano de sus hijas a quienes no les inspiraran la menor simpatía.
Andross Guile había ordenado al joven Dazen que sedujera a Karris.
—Una planta más abajo hay una habitación de servicio. Esta es la llave. Veinte minutos después de que te hayas marchado con ella, me inventaré algún pretexto para que su padre y yo continuemos la conversación en privado, e iremos abajo. Espero pillarte con las manos en la masa. Él se sorprenderá, desesperará y enfurecerá. No te extrañes si te propino un guantazo. ¿Qué se le va a hacer? Las pasiones de la juventud, etcétera. ¿Entendido?
Los dos hermanos lo entendían. El señor de la lux Rissum Roble Blanco tenía fama de iracundo. Andross Guile golpearía a Dazen primero y se interpondría entre ambos para que Roble Blanco no intentara matar al muchacho. Pero el quid de la cuestión era que si Karris era descubierta haciendo el amor con Dazen, el padre de la muchacha no tendría elección. A fin de no avergonzar a los Roble Blanco, Karris debería casarse con Dazen lo antes posible. Las familias se convertirían en aliadas, y a Andross Guile aún le quedaría la baza del mayor de sus vástagos.
—Gavin, espero que seas cortés con la chica, pero sin darle ánimos. Si tu hermano decepciona a la familia en este asunto, no te quedará más remedio que casarte con ella.
—Sí, señor.
Entonces comenzó el baile. Gavin había sido el primero en sacar a Karris a la pista, donde ocurrió lo peor que podía pasar. Mientras sostenía su menuda figura contra él, su mano en la de él marcándole el compás, contemplando aquellos ojos verdes como el jade (por aquel entonces Karris presentaba tan solo unas diminutas motas rojas en los iris), Gavin había quedado hechizado. Para cuando Dazen acudió a bailar con ella, Gavin ya estaba enamorado. O encaprichado, al menos.
Llevo traicionando a Karris desde antes incluso de que nos conociéramos.
Karris le apretó la mano con más fuerza de la que venía empleando hasta ahora. Gavin levantó la cabeza. La mujer lo observaba con expresión interrogante. Gavin debía de haberse tensado, y Karris se había dado cuenta. Siempre había sido profundamente física. Quienes gozaban de su cariño recibían sin cesar abrazos, caricias o roces. Bailar era para ella tan natural como caminar. Ya no tocaba a Gavin tan a menudo como antes.
El Prisma restó importancia a su turbación con una sonrisa y sacudió la cabeza. No es nada.
Karris abrió la boca para decir algo, se interrumpió.
—¡Haz los tubos más grandes! —exclamó con una carcajada sutilmente fingida. Su risa sonaba forzada.
De modo que se acordaba del baile, del compás marcado con los apretones de manos. Por supuesto que se acordaba. Pero estaba dispuesta a olvidarlo, y Gavin dio gracias por ello. Ensanchó los juncos tanto como le fue posible, y pronto surcaron las aguas más deprisa de lo que Gavin jamás había conseguido por sí solo. No pensaba enseñarle su próximo truco, pero no podía evitarlo. Sabía que Karris se alegraría inmensamente. ¿Y dónde estaba la gracia en ser un genio si nadie lo apreciaba?
Soltó la mano de Karris. Esta parte era la más peligrosa. A la velocidad a la que viajaban, chocar con algo intencionadamente era una temeridad. Y sin embargo…
—¡Agárrate! —exclamó. Gavin impulsó el puño derecho hacia delante y lanzó una bola de luxina verde frente a ellos, tan lejos como le fue posible. Aterrizó en las olas con un chapoteo. Instantes después, la trainera golpeó la rampa de luxina verde.
Despegaron de inmediato y sobrevolaron las olas a veinte pasos de altura.
Gavin soltó todo el ingenio de cañas y trazó. La luxina de la plataforma lanzó sus petates por los aires mientras más sustancia salía disparada de sus brazos. Estaban cayendo ahora, a quince pasos de las olas, y aunque golpearlas a esta velocidad significaba que rebotarían en vez de hundirse, la caída seguía siendo de veinte pasos. La luxina se desmadejó adoptando todos los colores posibles, intentando solidificarse pese a la huracanada fuerza del viento.
Diez pasos hasta las olas. Cinco. A esta velocidad, golpear el agua sería como estrellarse contra un muro de granito.
En ese momento la luxina concretó su forma, la cual semejaba las alas de un cóndor tanto como Gavin había sido capaz. Las alas capturaron el aire, y Karris y Gavin remontaron el vuelo.
La primera vez que lo había intentado, Gavin probó a sostener un ala en cada mano. Fue entonces cuando comprendió por qué las aves tienen los huesos huecos y pesan tan poco. El ascenso había estado a punto de arrancarle los brazos de cuajo. Había regresado a casa empapado, magullado y furioso, con casi todos los músculos del pecho y los brazos doloridos. En cambio, al crear el cóndor de una sola pieza, había eliminado la necesidad de emplear los músculos. El artefacto volaba merced a la fuerza y la flexibilidad de la luxina, la velocidad y el viento.
Claro que no volaba literalmente. Planeaba. Gavin había intentado usar las cañas, pero sin resultado hasta la fecha. Por ahora, la autonomía del cóndor era limitada.
Karris no se quejaba.
—¡Gavin! —exclamó, con los ojos fuera de sus órbitas—. ¡Por Orholam, Gavin, estamos volando! —Se rio con absoluto abandono. A Gavin siempre le había encantado esa característica suya. La risa de Karris los liberaba a ambos. Se había olvidado del baile. Eso hacía que mereciera la pena.
—Ponte en el centro —dijo. No le hizo falta levantar la voz. Estaban envueltos por completo por el cuerpo del cóndor, donde no soplaba la menor brisa—. Virar no se me da muy bien, y por lo general me limito a inclinarme a un lado o al otro. —En efecto, puesto que pesaba más, ya habían empezado a escorarse hacia su costado. Juntos, se inclinaron hacia el lado de Karris hasta que el cóndor se estabilizó.
—La Blanca no sabe nada de esto, ¿verdad?
—Solo tú. Además…
—Nadie más sería capaz de ejecutar el trazo necesario —concluyó Karris por él.
—Tal vez Galib y Tarkian sean los únicos policromos capaces de controlar todos los colores involucrados en el proceso, y ninguno de ellos es lo bastante rápido. Si consigo facilitar el proceso para los demás trazadores, quizá se lo diga.
—¿Quizá?
—He estado pensando en los usos que se podría dar a algo así. Bélicos, en su mayor parte. Las Siete Satrapías ya conspiran y se enfrentan por los escasos policromos que existen. Esto complicaría mil veces las cosas.
—¿Eso es Garriston? —preguntó de pronto Karris, mirando al noroeste—. ¿Ya?
—La verdadera pregunta es si prefieres que nos estrellemos en tierra firme o en el agua —dijo Gavin.
—¿Estrellarnos?
—Todavía no domino el aterrizaje, y con tanto peso extra…
—¿Perdona?
—¿Qué? Tampoco he probado a volar con un manatí a bordo, es solo que…
—Pues acabas de compararme con una vaca marina. —Comparado con su expresión, el hielo desprendía calor.
—¡No! Es solo que con todo el peso extra… —¿Qué es lo que se supone que hay que hacer cuando uno está en un agujero? Ah—. Ejem. —Carraspeó.
Los hoyuelos de Karris se dibujaron en sus mejillas cuando sonrió de repente.
—Después de todo este tiempo, Gavin, cómo te conozco. —Se rio.
Gavin la imitó con una expresión de complicidad que disimulaba el dolor que sentía por dentro. Y tú para mí sigues siendo una completa desconocida. Tal vez tendrías que haber sido feliz con Dazen.