Los muchachos abandonaron la cueva de puntillas. Kip encabezaba la marcha. Al parecer ese era el precio a pagar por convertirse en líder. Aunque había visto esas mismas estrellas sobre el río en docenas de ocasiones, el aire helado nunca le había parecido tan amenazador como esa noche. El viento había cambiado de dirección, y ahora la fragancia de la suave llovizna que removía la tierra se mezclaba con el olor de la madera quemada y el tenue bálsamo de las naranjas que maduraban en sus ramas. Ese aroma siempre le había levantado el ánimo. Pero esa noche era demasiado efímero y sutil, tan frágil como sus probabilidades de salir de esta.
Llegaron a la orilla del río sin ver ningún soldado. Los cuatro ya habían bajado antes por el río, en ocasiones impulsándose con tablas para acelerar el proceso, pero la mayoría de las veces tendidos y dejándose llevar por la corriente. Siempre habían esperado hasta finales de otoño, sin embargo, cuando las aguas no estaban tan crecidas. Aun así, terminaban cubiertos de rasguños y moratones a causa de las rocas que no conseguían esquivar. Ahora era pleno verano, y aunque el río fluía más lento que en primavera, seguía siendo caudaloso y veloz. Eso significaba que flotarían sobre las rocas que podrían haberlos entorpecido en otoño, pero aquellas que no consiguieran esquivar los golpearían con más contundencia.
Sanson encontró las ramas que había visto antes mientras Kip esperaba hecho un manojo de nervios, atento al menor indicio de soldados corriente abajo. Las nubes que se cernían sobre la aldea emitían un fulgor anaranjado, iluminadas por las llamas que se alzaban debajo de ellas. Sanson regresó con unas cuantas ramas, insuficientes para los dos. Los muchachos cruzaron las miradas.
—Quédatelas —susurró Kip—. Floto mejor que tú.
—¿Qué haremos si nos ven? —preguntó Sanson.
La determinación de Kip se tambaleó cuando pensó en ello. ¿Qué podían hacer? ¿Huir a pie? ¿A nado? Aunque llegaran a la ribera, ¿adónde podían ir? La ciudad ardía y a su alrededor solo había praderas. Unos hombres a caballo, con ayuda de perros, encontrarían a Kip y a Sanson en un abrir y cerrar de ojos.
—Nos haremos los muertos —dijo Kip. Después de todo, no deberíamos ser los únicos cuerpos que haya en el agua. Aunque eso no era del todo cierto; tan lejos corriente arriba, deberían ser los únicos cuerpos que hubiera en el agua. Si alguno de los soldados caía en la cuenta, los muchachos no tardarían en convertirse en cadáveres de verdad.
Aunque las montañas quedaban muy lejos, el agua seguía estando helada. Kip se sentó en el río, y la corriente empezó a tirar de él hacia la ciudad. Sanson imitó su ejemplo. Sortearon el primer recodo y se acercaron al punto del río al que se había dirigido Kip tras decidir que su plan original tenía demasiados defectos.
Hacerse el muerto significaba que en los tramos más peligrosos del río, allí donde Sanson y él más querrían ver o escuchar para saber si los habían descubierto, tendrían que mantener las orejas sumergidas y los ojos fijos en las nubes. Si los descubrían, el plan de Kip garantizaría que no se dieran cuenta hasta que fuese demasiado tarde.
Deberían salir del agua. No podía hacer esto. Kip miró atrás de reojo. Sanson ya estaba tendido de espaldas, flotando con las orejas cubiertas, relajadas las extremidades. Había sido arrastrado al otro lado del río y la corriente ya había dejado su cuerpo, más liviano, a la altura del de Kip. El corazón de Kip latía desbocado. Si salía del agua ahora, Sanson no se enteraría. Kip no podría agarrar a su amigo sin hacer tanto ruido como para alertar a todo el mundo en cien pasos a la redonda.
—Sí, majestad —sonó una voz procedente de la penumbra de la ribera—. Creemos que el trazador se encaramó a ese árbol. Los perros han seguido su rastro hasta allí antes de perderlo.
Lo primero que vio Kip fue la antorcha. Alguien se acercaba a la orilla del río, a menos de cinco pasos corriente abajo. Su primer pensamiento, correr como si lo persiguiera el diablo, sería su fin. Agitó los brazos una vez, dos, impulsándose aguas abajo, antes de tenderse de espaldas. El agua fría se cerró alrededor de sus orejas, amortiguando todos los sonidos salvo el desesperado martilleo de su pulso.
En este punto la ribera se elevaba un paso y medio, suficiente para que, aun tendido boca arriba, Kip pudiera ver al hombre. Kip se encontraba a menos de dos pasos de distancia, y la oscilante luz naranja de la antorcha que sostenía el hombre iluminaba un semblante imperioso. Aun suavizadas por el cálido resplandor, aquellas facciones denotaban una cualidad fundamentalmente fría, un rictus desagradable oculto en las comisuras de los labios. El monarca (pues a Kip no le cabía la menor duda, pese a haberlo visto tan solo medio segundo, de que este hombre era el rey Garadul) aún no había cumplido los treinta pero ya estaba medio calvo, con el resto del cabello peinado hasta los hombros. Poseía una nariz prominente sobre una barba hirsuta e inmaculada, y pobladas cejas negras. El rey miró fijamente corriente arriba, e incluso a la luz de la antorcha se le veía una vena en la frente, y escudriñaba la orilla opuesta por donde Kip había cruzado el río. El agua que envolvía los oídos de Kip redujo su airada pregunta a poco más que un murmullo.
El rey se giró justo cuando Kip empezaba a pasar junto a él. Y miró a la izquierda, hacia el muchacho. Kip no movió ni un músculo, pero no porque se lo dictara la prudencia. Sintió una tibieza que se propagaba por el agua helada entre sus piernas.
La antorcha que mediaba entre el rey y Kip fue lo que salvó a los muchachos. La mirada del monarca pasó justo por encima de ellos, pero, cegado por ese resplandor en la oscuridad, no vio nada. Se giró, masculló algo y desapareció.
Kip continuó flotando río abajo, con la cabeza echada hacia atrás, sin poder creerse del todo que aún siguiera con vida. El agua fría lo envolvía, las estrellas eran cabezas de alfiler en el manto de Orholam sobre su cabeza. Nunca se había percatado de que fueran tan hermosas. Cada una de ellas poseía su propio color, su propia tonalidad; rubíes brillantes, zafiros rutilantes, e incluso aquí y allá alguna esmeralda elusiva. Durante aproximadamente veinte pasos, Kip flotó sumido en una paz absoluta, absorto en aquella belleza.
Entonces chocó con una piedra. Se le enganchó un pie y giró hasta quedar flotando de costado. Luego otra roca, sumergida casi por completo, se trabó en su camisa y lo giró bocabajo en el agua. Emitió un gritito ahogado y pataleó, atenazado por el pánico cuando sacó la cabeza del agua y comprendió el ruido que acababa de hacer.
A escasa distancia corriente abajo, Sanson había levantado la cabeza del agua y observaba fijamente a Kip, horrorizado. ¿Cómo podía Kip hacer tanto ruido? Kip apartó la mirada, avergonzado. Flotaron en silencio durante un minuto interminable, con la mirada fija en las tinieblas, aguardando la aparición de más soldados. Se esforzaron por evitar las rocas, con las piernas estiradas en la dirección de la corriente, trazando pequeños círculos con las manos para mantenerse a flote. Pero no apareció nadie.
Flotaban tan cerca el uno del otro como les era posible, aunque Kip sabía que no era prudente. Quizá dos cadáveres flotando por separado no llamaran la atención, ¿pero dos que flotaban hombro con hombro? Aun así, no se apartó de Sanson. El silencio se adueñó de los muchachos conforme se aproximaban cada vez más al puente donde sus amigos habían muerto esa mañana. Parecía que hiciese una eternidad.
Y entonces Kip la vio, tendida en la ribera. Los asesinos de Isa habían extraído las flechas de su cuerpo. Pero aparte de darle la vuelta, no habían movido el cadáver. Yacía de espaldas, con los ojos abiertos y la cabeza torcida a la izquierda, hacia Kip, ondeando en el río sus cabellos oscuros. Tenía un brazo levantado por encima de la cabeza, rígido como un árbol caído en vez de mecido por la corriente. La cara interior del brazo e incluso su rostro se habían teñido de un morado espantoso a causa de la sangre condensada.
Kip apoyó los pies en las resbaladizas piedras del lecho fluvial, dispuesto a acudir junto a ella. Estaba a punto de incorporarse cuando un sexto sentido lo detuvo. Titubeó y, tendido aún en el agua, miró a su alrededor tanto como le era posible.
¡Allí! De pie en lo alto del puente, asomando tan solo la cabeza, el soldado montaba guardia. De modo que no eran estúpidos. Habían deducido que quienquiera que fuese este «trazador» con el que se habían tropezado antes, tendría la decencia de regresar para enterrar a sus amigos.
La corriente seguía llevándose a Kip. No tomar ninguna decisión era una decisión.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Enfrentarse a los soldados? Si había uno, podría haber diez; y si había diez, podría haber cien. Kip no era un guerrero, era un chiquillo. Era gordo y débil. Un solo rival sería demasiado para él.
Kip apartó la mirada del cadáver de Isa y volvió a tumbarse en el agua. No quería recordarla así. Se le formó un nudo en la garganta, tan duro y tirante que amenazaba con estrangularlo. Solo el miedo al soldado sobre su cabeza impidió que rompiera a llorar mientras pasaba flotando por debajo del Puente Verde.
Ni siquiera se acordó de la daga guardada en la cajita ornamentada sujeta a su espalda hasta que estuvieron lejos corriente abajo. Podría haberlo intentado; al menos podría haber salido del agua para echar un vistazo. Isa se merecía algo más.
Pronto llegaron a la ciudad, donde el río discurría por un canal más estrecho y profundo, flanqueado a ambos lados por grandes rocas y cruzado a intervalos por recios puentes de madera.
Algunas zonas de la ciudad seguían ardiendo, aunque Kip no sabía si eso se debía a que los materiales empleados en su construcción eran menos inflamables, o a que el fuego había tardado más en propagarse por determinadas secciones y solo ahora estaba llegando a esos edificios. No tardaron en encontrar el primer cadáver. Un caballo. Amarrado aún a una carreta repleta de naranjas de finales de temporada, se había visto atrapado en una zona de la ciudad de la que ya solo quedaban rescoldos. Enloquecida por el fuego, la yegua había saltado al río. El carromato había aterrizado encima de ella, aplastándola o ahogándola, esparciendo naranjas en todas direcciones.
A Kip le pareció que podría tratarse del caballo y el carro de la familia Sendina. Sanson, poco dado a los sentimentalismos, recogió unas cuantas naranjas de los restos del carromato y se llenó los bolsillos con ellas.
Sanson hacía bien en aprovechar la ocasión. Kip no había probado bocado en todo el día, aunque no se había percatado hasta ahora, y estaba famélico. Sobreponiéndose a las arcadas que lo asaltaron, alargó un brazo por encima del caballo medio sumergido y agarró un puñado de naranjas a su vez.
Estaban cada vez más cerca del mercado fluvial, y el calor no dejaba de arreciar. Kip oyó unos gritos extraños. Aún había estructuras en llamas frente a ellos. El mercado fluvial era un pequeño lago circular que se dragaba con regularidad para obtener una profundidad uniforme. Se decía que tanto el río como la ciudad habían sido más grandes antaño. El río, supuestamente, había sido navegable desde el pie de las cascadas hasta el mar Cerúleo, y desde Rekton hasta las montañas, atrayendo así a comerciantes de todos los rincones de las Siete Satrapías, ávidos de las célebres naranjas de Tyrea y otros cítricos. Ahora, solo las balsas de fondo llano más pequeñas podían realizar el trayecto corriente abajo, y el número de salteadores encantados de aligerar a los comerciantes de todos sus objetos de valor había convencido a muchos agricultores para exportar sus naranjas por medio de caravanas, más lentas y mucho menos rentables, pero armadas hasta los dientes. Incluso las naranjas más pequeñas, duras y con las pieles más gruesas que viajaban por tierra en esas caravanas se pudrían mucho antes de llegar a las cortes lejanas, lo que no impedía que los nobles y los sátrapas pagaran fortunas por semejante manjar. De modo que un año sí y otro también se presentaba algún joven granjero que probaba suerte con el río; a veces conseguían llegar hasta Garriston y regresaban cubiertos de riquezas… si lograban evitar a los salteadores de nuevo en el camino de vuelta.
Pero en su mayoría, el negocio al que el mercado fluvial debía su creación se había extinguido hacía tiempo. Los vecinos de la ciudad lo preservaban por pundonor y para su uso particular. Todas las carreteras se habían construido ya alrededor del mercado fluvial, todos sus almacenes estaban rodeados, de modo que conservaban las barcazas y flotaban alrededor del círculo todos los días de mercado según las reglas y un código de conducta que ningún forastero podía aspirar a entender. En medio del mercado fluvial se alzaba un islote, conectado a la orilla septentrional por un puente levadizo.
Cuando el islote se alzó por completo ante sus ojos, Kip vio de dónde procedían los gritos. El puente levadizo se había bajado, y el islote estaba lleno de cientos de animales atrapados por las llamas que estrechaban su cerco. Incluso el puente, combado bajo el peso de docenas de caballos, ovejas, cerdos y un grotesco manto de ratas, humeaba en uno de sus extremos. Con los ojos en blanco a causa del pánico, el caballo de tiro del enladrillador parecía estar a punto de encabritarse, aunque resultaba imposible saber adónde pensaba ir. El islote estaba infestado de bestias, desbordado; se amontonaban flanco con flanco encima de todo el reducido círculo y el puente.
Kip estaba tan absorto en el espectáculo que comenzó a flotar hacia el centro exacto del río, entre los embarcaderos y la isla.
—Maese, hace mucho calor —dijo una voz joven detrás de Kip, sobre su cabeza.
Kip pataleó y se giró. En la margen elevada del círculo del mercado se erguía un muchacho poco mayor que Kip, vestido tan solo con un taparrabo de color rojo. Sus rizos negros y su torso desnudo relucían a causa del sudor. Estaba mirando por encima del hombro, en apariencia a alguien situado a su espalda. Aunque no podía ver a ese hombre, Kip no esperó más. Pensó que quizá habrían oído sus chapoteos, pero el rugido de la conflagración debía de haber ahogado el sonido.
Kip hizo una seña a Sanson y empezó a nadar hacia la pared. Sanson lo siguió. El maestro del joven dijo algo que se perdió en medio del estrépito. Kip y Sanson se pegaron a la pared, con los cuerpos tan apretados contra ella como les era posible, mirando hacia arriba.
—Fíjate en esto —oyeron que decía el hombre. Un ondeante lazo de fuego apareció sobre sus cabezas y salió disparado hacia delante. Se enroscó alrededor de uno de los postes del puente levadizo. El resto de la cuerda se desvaneció con un fogonazo, pero el lazo perduró, humeante; unos hilillos ígneos escapaban de la madera mientras las astillas se ennegrecían y crepitaban, retorciéndose.
Sobrevino a Kip una mezcla de horror y fascinación. En todos los años que llevaba ayudando a maese Danavis, el veterano trazador jamás había hecho nada parecido.
—Ahora prueba tú —dijo el hombre.
Por un momento, no ocurrió nada. Kip miró a Sanson de reojo. Ambos estaban pegados a la pared, con los brazos extendidos en cruz para asirse con firmeza a la piedra y no tener que pedalear en el agua. Kip tuvo el repentino presentimiento de que les habían tendido una emboscada. El trazador sabía que estaban allí; tan solo le había dicho eso a su aprendiz para que Kip y Sanson no se movieran del sitio. Estaban dando la vuelta. Debería alejarse nadando ahora mismo, tan deprisa como le fuera posible.
Intentó respirar hondo, reprimir el ataque de pánico. Sanson le devolvió la mirada, preocupado pero sin comprender lo que pasaba por la cabeza de Kip.
De pronto, una rueda de fuego se desplegó sobre sus cabezas. Los animales del puente y la isla comenzaron a chillar con mil voces distintas. La rueda se replegó y restalló, transformándose en un látigo, similar al que el maestro trazador había creado hacía tan solo unos instantes; pero mucho, mucho más grande. ¿Esto era obra del joven?
El látigo salió disparado, pero no contra el poste del puente levadizo. En vez de eso, restalló con violencia al golpear el flanco del caballo de tiro del enladrillador. Enloquecido de miedo y dolor, el viejo bruto cargó hacia delante. Kip oyó al muchacho reírse cuando el animal embistió de frente la barandilla del puente levadizo. La madera crujió y saltó por los aires. Varios cerdos y ovejas de fino vellón cayeron al agua.
El caballo de tiro intentó frenar, consciente de improviso de la caída, pero sus cascos arañaron la madera tan solo por un momento antes de precipitarse de cabeza a las aguas. Las olas que levantó llegaron hasta Kip y Sanson.
—¡¿Qué ha sido eso?! ¿Es eso lo que te he pedido que hagas? —preguntó el maestro trazador.
Kip se apresuró a mirar de los animales del agua al puente. El poste había empezado a arder con fiereza. Cuando el fuego se extendiera por el puente levadizo, los animales enloquecerían, igual que había ocurrido con el caballo. Kip dudaba que la estructura prendiera con facilidad, pero no podría afirmarlo sin sombra de duda.
Si Sanson y él querían salir del mercado fluvial y de la ciudad en llamas, el camino más corto pasaba por cruzar por debajo del puente atestado que tenían delante y por encima del salto de agua para continuar río abajo. La alternativa sería dar un rodeo siguiendo el contorno del lago circular, expuestos en todo momento a la mirada del trazador y el aprendiz que se erguían sobre sus cabezas. Eligieran la vía que eligiesen, tarde o temprano tendrían que salir al descubierto.
De los animales que se habían caído al agua, el único buen nadador era el enorme caballo. En estos momentos pataleaba hacia el otro lado del mercado fluvial, lejos del muchacho y del fuego. Las ovejas balaban y agitaban las patitas con desesperación. Los cerdos chillaban y se lanzaban mordiscos los unos a los otros.
Encima de los muchachos se oyó el chasquido de un manotazo y un grito de dolor.
—¡Limítate a acatar mis órdenes, Zymun! ¡¿Entendido?!
El trazador siguió desgañitándose, pero Kip dejó de prestar atención. Los trazadores estaban distraídos. Era ahora o nunca. Kip inspiró con rapidez unas cuantas veces seguidas, asintió con la cabeza en dirección a Sanson, que parecía desconcertado, y se impulsó lejos de la pared, nadando hacia el puente levadizo.