Kip no pudo reprimir un grito. Su madre estaba sentada contra la pared de la cueva; su vestido, otrora azul, se había teñido de negro y rojo a causa de la sangre seca y reciente. Lina tenía el cabello moreno apelmazado, más oscuro de lo habitual, entretejido de hilachos de sangre. El lado derecho de su rostro se veía prístino, perfecto. Toda la sangre manaba del lado izquierdo de su cabeza, goteaba de sus guedejas como cera caliente y se acumulaba en su vestido. Sentado junto a ella, Sanson tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la ropa casi igual de ensangrentada.
Ante el grito de Kip, los párpados de su madre aletearon. Presentaba una brecha enorme en la cabeza. Orholam misericordioso, tenía el cráneo hecho añicos. Miró fijamente en su dirección durante un buen rato antes de encontrarlo. Era espantoso contemplar sus ojos; tenía la pupila izquierda dilatada, mientras que la derecha era una diminuta cabeza de alfiler. Y el blanco de los dos estaba inyectado por completo de sangre.
—Kip —dijo—. Nunca pensé que me alegraría tanto de verte.
—Yo también te quiero, madre —repuso el muchacho, intentando imponer un tono sereno a su voz.
—Culpa mía. —La mujer pestañeó y cerró los ojos.
A Kip le dio un vuelco el corazón. ¿Estaba muerta? Antes de hoy, nunca había visto morir a nadie. ¡Orholam, se trataba de su madre! Miró a Sanson, que parecía ileso, salvo por toda la sangre que le empapaba la ropa.
—Lo intenté, Kip. La alcaldesa se negó a escucharme. Le dije…
—Ni siquiera su propia familia lo creyó —lo interrumpió la madre de Kip, con los ojos todavía cerrados—. Incluso cuando los soldados arrollaron a su madre y abrieron en canal a su hermano, Adan Marta se quedó allí plantado, asegurándonos que el sátrapa jamás sería capaz de hacer algo así a sus súbditos. Sanson fue el único que huyó. ¿Quién iba a imaginar que fuese el más listo de la familia?
—¡Madre! ¡Basta ya! —La voz de Kip sonó quejumbrosa, pueril.
—Pero regresaste, ¿verdad, Sanson? Intentaste salvarme, al contrario que mi propio hijo. Lástima que no intentara ayudarme como hiciste tú con tu familia, de lo contrario aún podría haber tenido alguna oportunidad.
Sus palabras revolvieron las aguas de un profundo pozo lleno de rabia. Potente, pero incontrolable. Kip la reprimió, contuvo las lágrimas.
—Madre. Déjalo. Te estás muriendo.
—Sanson dice que ahora eres un trazador. Tiene gracia —dijo con amargura la mujer—. Toda tu vida has sido un fracasado, y hoy te da por aprender a trazar. Demasiado tarde para todos. —Inspiró hondo con esfuerzo, abrió los ojos y clavó la mirada en Kip, aunque tardó un momento en enfocarla—. Mátalo, Kip. Mata a ese bastardo. —Del suelo de la cueva, junto a ella, levantó un estilizado joyero de palisandro con filigranas grabadas, tan largo como el antebrazo de Kip. El muchacho no lo había visto nunca antes.
Kip cogió el estuche y lo abrió. Dentro había una daga de doble filo, de un material extraño, brillantemente blanco como el marfil, con una veta negra que discurría sinuosa por el centro hasta su punta, sin más adorno que los siete diamantes incrustados en la hoja misma. Aunque era la cosa más bonita que hubiera visto en su vida, eso a Kip le traía sin cuidado. No sabía cuánto podía valer un arma así, pero la caja de la que había salido bastaría por sí sola para pagar los excesos de su madre durante todo un mes.
—Madre, ¿qué es esto?
—Y yo que pensaba que Sanson era lento —se mofó con crueldad la mujer, moribunda, asustada—. Clávaselo en su podrido corazón. Haz que ese malnacido sufra. Que pague por esto.
—Madre, ¿qué dices? —preguntó Kip, desesperado. ¿Quiere que mate al rey Garadul?
La mujer se rio, y el movimiento provocó que un nuevo reguero de sangre se derramara de su cabeza.
—Eres tonto de remate, Kip. Pero quizá una espada embotada pueda llegar allí donde no se permitiría la entrada de otra más afilada. —Su cabeza oscilaba de un lado a otro. Respiraba con dificultad. Hundió la barbilla en el pecho. Kip pensó que había muerto, pero la mujer abrió los ojos una vez más, consiguiendo enfocar solo uno, que se clavó furibundo en Kip. Sus uñas se hundieron dolorosamente en el brazo del muchacho—. Ve, aprende a trazar, ve a la… —Parecía estar buscando la palabra «Cromería», pero no era capaz de encontrarla. Se percató de ello y adoptó una expresión furiosa, atemorizada. Era la prueba irrefutable de que se moría—. Aprende lo que necesites, pero no te olvides de mí. No olvides esto. No le escuches, ¿me oyes? Es un embustero. No me falles en esto, Kip. Aprende, y después mátalo, ¿entendido?
—Sí, madre. —Hablaba como si conociera personalmente al rey Garadul. ¿Cómo sería posible tal cosa?
—Kip, si alguna vez me has querido, véngame. Júralo por tu alma indigna, Kip. Júralo, o a Orholam pongo por testigo que mi fantasma te perseguirá. No… dejaré… —Dejó la frase flotando en el aire, incapaz de terminarla.
Kip observó de reojo a Sanson, que le devolvió la mirada en silencio, horrorizado. Las uñas de la madre de Kip se clavaron aún más, y su ojo sano pareció llamear casi, exigiendo su atención, su promesa. Dijo:
—Juro que te vengaré, madre, por mi alma.
Un remedo de paz se apoderó de las facciones de la mujer, suavizando sus aristas. A continuación emitió una risita queda, satisfecha, de algún modo cruel… hasta que su risa se truncó. Su mano cayó del antebrazo de Kip, dejando unos surcos ensangrentados.
—No te decepcionaré, madre, iré sin tardanza…
Está muerta.
Kip se quedó mirándola fijamente, petrificado, inexplicablemente entumecido. Le cerró los temibles ojos inyectados de sangre.
—¿Estás herido? —preguntó.
—¿Eh? —dijo Sanson—. ¿Yo?
Kip lo fulminó con la mirada.
—No, genio, estoy hablando con el cadáver. —Cruel, irreflexivo.
Los ojos de Sanson se anegaron de lágrimas.
—Lo siento, Kip. Intenté sacarla. Era demasiado tarde. —Estaba al borde de un ataque de nervios. Kip se maldijo por majadero.
—No, Sanson. No, lo siento. No digas eso. No fue culpa tuya. Escúchame. Es momento de actuar, no de perder el tiempo en cavilaciones. Corremos peligro. ¿Estás herido?
Los ojos de Sanson se despejaron. Levantó la barbilla y miró a Kip a los ojos.
—No, esta sangre es toda… no, estoy bien.
—Entonces tenemos que irnos ahora mismo, aprovechando que es de noche y está lloviendo. Tienen perros. Pueden seguirnos la pista. Es nuestra única oportunidad.
—Pero Kip, ¿adónde vamos a ir? —Curioso. Así de fácil, Kip era el líder. ¿Se debía a que había descubierto algún pozo de fuerza, ignorado hasta ahora, o en verdad era Sanson así de débil? No, ni siquiera pienses así, Kip. Confía en ti. ¿No puedes conformarte con eso?
¿Y si no soy digno de su confianza?
—Voy a convertirme en trazador —dijo Kip—, por lo visto. Así que tenemos que llegar a la costa. En Garriston deberíamos ser capaces de encontrar un barco que se dirija a la Cromería.
Sanson puso los ojos como platos, evidentemente pensando en lo que la madre de Kip le había obligado a jurar, pero no dijo nada más que:
—¿Cómo llegaremos a Garriston?
—Primero bajaremos por el río. —Kip se dio cuenta entonces de que había perdido la bolsa que le diera maese Danavis. Ni siquiera sabía cuándo. De modo que aunque consiguieran llegar río abajo, no podría pagar el viaje a la Cromería.
—Kip, los soldados formaban un círculo enorme alrededor de toda la ciudad. Si mantienen la formación, tendremos que cruzar esa línea dos veces. Y la ciudad todavía está ardiendo. El río podría estar bloqueado.
Sanson estaba en lo cierto, y por algún motivo eso enfureció a Kip de repente. Se dominó. Sanson no tenía la culpa. Kip sintió un escozor en los ojos. Todo era en vano. Pestañeó varias veces seguidas.
—Sé que es una estupidez, Sanson. —No era capaz de mirar a su amigo a los ojos—. Pero no se me ocurre otra idea. ¿Y a ti?
Sanson guardó silencio durante largo rato.
—En la orilla he visto algo de madera seca que podría servir —repuso por fin, y Kip supo que era su manera de asegurarle que confiaba en él.
—Pues entonces, nos vamos.
—Kip, ¿quieres… no sé, despedirte de ella? —Sanson inclinó la cabeza en dirección a la madre de su amigo.
Kip tragó saliva con dificultad mientras sostenía el estuche del cuchillo con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. ¿Y decir qué? ¿Que lamento haber sido un fracaso, una decepción? ¿Que te quería, aunque tú jamás sintieras el menor cariño por mí?
—No —respondió—. En marcha.