El olor a naranjas y humo despertó a Kip. Seguía haciendo calor, el sol de la tarde se deslizaba entre las hojas y le hacía cosquillas en la cara. De alguna manera, se las había apañado para llegar a uno de los naranjales antes de desplomarse. Recorrió las hileras, largas y perfectas, con la mirada en busca de soldados antes de incorporarse. Aún sentía la cabeza embotada, pero el olor del humo ahuyentó cualquier pensamiento sobre sí mismo.
Mientras se acercaba a la linde del naranjal, el olor se intensificó y el aire se tornó más espeso. Kip atisbó destellos de luz a lo lejos. Salió del calvero y vio cómo el sol se ponía tras la mansión de la alcaldesa, el edificio más alto de Rekton. Ante sus ojos, el sol pasó de un bello rojo oscuro a algo más oscuro y siniestro. Entonces Kip volvió a ver la luz: fuego. Una gruesa columna de humo se arremolinó de repente en el cielo y, como si fuera una señal, la humareda se alimentó de una docena de lugares repartidos por toda la ciudad. En cuestión de momentos, el humo se concretó en furiosas conflagraciones que señoreaban a docenas de pasos de altura sobre los tejados.
Kip oyó gritos. Las ruinas de una estatua antigua yacían desperdigadas por el naranjal. Los vecinos de la ciudad siempre la habían llamado el Hombre Roto. Se había disuelto en su mayoría a lo largo de los siglos desde su caída, pero la cabeza seguía estando ilesa en gran parte. Hacía mucho tiempo, alguien había labrado escalones en el cuello roto. La cabeza era tan alta que desde arriba se podían contemplar las puestas de sol sobre los naranjos. Era uno de los lugares predilectos de las parejas de enamorados. Kip subió por la escalera.
La ciudad estaba en llamas. Cientos de soldados a pie rodeaban la ciudad formando un inmenso círculo irregular. Cuando el fuego expulsó a un grupo de personas de su escondite, Kip vio a los jinetes del rey Garadul preparar sus lanzas. Se trataba de la anciana señora Delclara y sus seis hijos, los picapedreros. El más alto de todos, Micael, cargaba con ella sobre uno de sus fuertes hombros. Estaba gritando algo a los otros, pero Kip no logró entender lo que decía. Los hermanos corrían juntos en dirección al río, como si allí esperaran encontrar refugio.
No iban a conseguirlo.
Los jinetes bajaron las lanzas cuando sus monturas cargaron a galope tendido, a unos treinta pasos de la familia fugitiva.
—¡Ahora! —chilló Micael. Kip pudo oírlo desde su atalaya.
Cinco de los hermanos se arrojaron al suelo. Zalo fue demasiado lento. Una lanza le golpeó la espalda y lo derribó de bruces. Dos más resultaron ensartados cuando sus perseguidores se apresuraron a corregir la orientación de sus armas para alcanzar a los hombres agachados en el suelo. El perseguidor de Micael bajó su lanza a su vez, pero falló. El arma se incrustó con fuerza en el suelo.
El jinete no soltó la lanza a tiempo, y la fuerza de su propia carga lo arrancó de la silla.
Micael corrió hasta el soldado inerte y desenfundó el vechevoral del hombre, a quien estuvo a punto de separarle la cabeza del cuerpo de un tajo feroz, pese a las capas de malla.
Pero los demás jinetes ya habían tirado de las riendas y en cuestión de segundos se alzó un bosque de acero relampagueante que impidió que Kip viera a Micael, su hermano y su madre.
Sobrevino a Kip una arcada. A una señal que ni vio ni oyó, los jinetes se reagruparon y emprendieron la carga contra nuevas víctimas a lo lejos. Kip no pudo por menos de alegrarse de que estuvieran lo bastante lejos como para no poder reconocerlas.
Alrededor del resto de la ciudad, los soldados de a pie estrechaban su cerco.
¡Madre! Kip llevaba varios minutos contemplando el incendio de la ciudad y no le había dado tiempo a pensar en nada. Su madre estaba allí dentro. Tenía que ir a buscarla.
¿Cómo se proponía entrar en la ciudad? Aunque consiguiera superar a los soldados y el fuego, ¿seguiría siquiera con vida su madre? Además, los hombres del rey habían visto en qué dirección huía. Pensarían que el «trazador» con el que se habían encontrado antes era la única amenaza para ellos en toda la zona. Sin duda estarían atentos a su presencia. De hecho, cabía la posibilidad de que ya hubiera hombres tras su pista.
En tal caso, entretenerse en el punto más elevado del naranjal tal vez no fuera lo más aconsejable.
Como si esa fuera la señal, Kip oyó una rama partirse. Podría haber sido un ciervo. Después de todo, estaba anocheciendo. Los naranjales se llenaban de ciervos cuando…
Alguien maldijo a menos de treinta pasos de distancia.
¿Un ciervo parlante?
Kip se tendió bocabajo. No podía respirar. No podía moverse. Iban a matarlo. Igual que habían matado a los Delclara. Micael Delclara era grande. Fuerte como un roble viejo. Y lo habían asesinado.
Muévete. Kip, muévete. El corazón latía desbocado en su pecho. Temblaba de pies a cabeza. Su aliento escapaba en rachas entrecortadas, demasiado rápido. Tranquilízate, Kip. Respira. Inspiró hondo y se obligó a apartar la mirada de sus manos estremecidas.
Había una cueva no muy lejos de allí. Kip había encontrado a su madre en ella una vez, después de llevar tres días desaparecida. Hacía tiempo que se rumoreaba que había contrabandistas en las cuevas, y su madre partía en su busca cada vez que se le acababan la cencellada y el dinero. La suerte le había sonreído por fin hacía aproximadamente dos años, cuando encontró tanta droga que ni siquiera había regresado a casa. Cuando Kip por fin dio con ella, llevaba días sin comer. Había estado a punto de morir. En cierta ocasión escuchó decir a alguien que ojalá lo hubiera hecho, por el bien del muchacho.
De nuevo en el suelo, Kip empezó a correr intentando mantener las ruinas entre él y el hombre al que había oído. Corrió casi tan deprisa como lo haría Sanson si este estuviera cargando con otro Sanson a la espalda. Apretó el paso procurando ser sigiloso, zigzagueando entre las rectas filas de árboles. Hasta que llegó a sus oídos un sonido que le heló los huesos hasta el tuétano: ladridos.
Impulsado por el miedo, Kip imprimió una cadencia enloquecida a sus zancadas. Hizo caso omiso del dolor abrasador que le recorría las piernas, las punzadas en sus pulmones. El río quedaba ya ante él; la cueva estaba en sus orillas. Oyó a un soldado maldiciendo a voz en grito, puede que a doscientos pasos a su espalda, puede que menos.
—¡Que sigan husmeando esos perros! ¿Quieres encontrar al trazador antes de que salga el sol?
Oscurecía por momentos. De modo que esa era la razón de que aún siguiera con vida. Con todos los colores atenuados por la oscuridad, los trazadores no eran tan peligrosos de noche. Y entre el humo y el frente de negros nubarrones que se avecinaba, el cielo estaba oscureciéndose más deprisa de lo normal. Si hubieran soltado a los perros, lo habrían encontrado ya. Pero con la oscuridad inminente, podrían considerar que era seguro soltarlos de un momento a otro.
Kip llegó a la ribera de repente. Se pisó el dobladillo de una pernera y estuvo a punto de caer, apenas si consiguió apoyarse en una mano. Se detuvo. La cueva quedaba corriente arriba desde la ciudad, a menos de doscientos pasos de distancia. Cogió dos piedras que encajaban cómodamente en sus manos. Si tenía la cueva para protegerse los flancos y la retaguardia, podría… ¿Qué? ¿Morir lentamente?
Miró las piedras que tenía en las manos. Rocas. Contra soldados y perros de combate. Era una estupidez. Una locura. Bajó de nuevo la mirada hacia las piedras y tiró una a la orilla opuesta del río, corriente abajo. Tiró la segunda más lejos. Cogió dos más, las restregó contra su cuerpo y las lanzó tan lejos como pudo. La última se estrelló entre las ramas de un sauce. Un tiro lamentable.
No había tiempo para lamentar su ineptitud. El rastro de Kip apuntaba ya aguas arriba, en la dirección que necesitaba seguir. Tendría que confiar en la suerte. Era un intento patético, pero no tenía otra cosa. Reanudó el paso corriente arriba, tratando de hacer oídos sordos a los ladridos que sonaban cada vez más cerca. A continuación se adentró en el río, con cuidado de no dejar que su ropa tocara ninguna roca seca. Había llegado a la altura de un recodo, por lo que pronto se perdió de vista.
—¡Suelta a los perros! —ordenó la misma voz de antes.
Kip llegó frente a la entrada de la cueva. Era invisible desde el río, camuflada tras unos peñascos que habían caído delante de la boca. Pero en cuanto saliera del río dejaría un rastro para los perros, y pisadas húmedas en las piedras para los soldados. No podía salir del agua. Todavía no. Miró a los negros nubarrones que se cernían sobre su cabeza.
No os quedéis ahí plantados. ¡Dadme algo de lluvia!
—¿Cuál es el problema? ¿Qué les pasa? —preguntó el soldado.
—Son perros de combate, señor, no de presa. Ni siquiera estoy seguro de que anden tras el rastro del trazador.
Kip recorrió otros cien pasos río arriba, hasta llegar al punto donde el recodo del río se enderezaba y un árbol había caído atravesado en el agua. No engañaría al olfato de los perros, pero serviría para disimular el agua que goteaba de él. Llegó a la ribera y se detuvo. Si se encaminaba corriente abajo, se acercaría a los hombres que seguían su pista. Pero la mención de otros rastros del soldado había avivado una llamita de esperanza en el pecho de Kip. Otros rastros podrían significar más pistas frescas. Y si no fuera por los perros, la cueva sería el lugar más seguro donde pasar la noche.
Tragando saliva con dificultad para evitar que el corazón continuara trepando por su garganta, Kip se dirigió río abajo, hacia la cueva. Le pareció sentir un hormigueo helado en la piel. ¿Lluvia? Elevó la mirada a las nubes negras, pero debían de haber sido imaginaciones suyas. Llegó al lugar desde el que se veía la entrada de la cueva.
Había dos soldados justo debajo de él, entre sus pies. Dos más en la ribera opuesta. Había un perro de combate a cada lado. La cabeza de cualquiera de ellos podría haber llegado al hombro de Kip, sin problemas. Ambos lucían sendos abrigos de cuero tachonado, parecidos a la armadura de un caballo de batalla pero sin la silla. Kip se tiró al suelo.
—Señor, con su permiso —dijo uno de los hombres. El soldado debió de recibir el beneplácito de su superior, porque añadió—: El trazador acudió al río en línea recta, pero giró de pronto corriente arriba antes de meterse en el agua. Sabe que andamos tras su pista. Creo que regresó sobre sus pasos y se dirigió corriente abajo.
—¿Con nosotros tan cerca? —preguntó el comandante.
—Debió de oír a los perros.
Lo que hizo que Kip pensara en algo más: los perros también pueden percibir los olores que transporta el viento. No solo en el suelo. Se le formó un nudo en la garganta. Ni siquiera había pensado en el viento. Soplaba del sudoeste. Su ruta lo había llevado al este y después al norte con la curva del río… la dirección perfecta. Si hubiera ido corriente abajo, hacia la ciudad, los perros lo habrían detectado de inmediato. Si el comandante se paraba a pensarlo, seguro que llegaría a la misma conclusión.
—Va a llover. Es posible que solo tengamos una oportunidad. —El comandante hizo una pausa—. Daos prisa. —Silbó e hizo un gesto a los hombres de la otra orilla para que se dirigieran corriente abajo. Partieron a la carrera.
El corazón de Kip reanudó sus latidos. Se deslizó ribera abajo entre dos grandes peñascos separados por un estrecho pasaje. Parecía que se extendiera unos cuatro pasos antes de acabarse, pero Kip sabía que culminaba en un recodo cerrado. Nunca lo hubiera descubierto la primera vez de no ser por el olor acre y enfermizamente dulzón de la cencellada que emanaba en vaharadas. Sabía Orholam cómo lo habría encontrado su madre.
Ahora, aun sabiendo que estaba allí, a Kip estuvo a punto de faltarle el valor para internarse entre las dos rocas. Sin embargo, algo andaba mal. No estaba tan oscuro como cabría esperar. En el exterior era noche cerrada y Kip bloqueaba la entrada, de modo que había alguien dentro, y con una lámpara.
Kip volvió a quedarse paralizado hasta que oyó que cambiaba el timbre del ladrido de los perros de combate. Habían encontrado las rocas que había lanzado al otro lado del río. Eso suponía que era solo cuestión de tiempo que descubrieran el engaño. La oscuridad y lo reducido del espacio eran sofocantes. En una u otra dirección, debía avanzar.
Dobló el recodo que desembocaba en el espacio abierto de la cueva de los contrabandistas. Había dos figuras sentadas a la tenue luz de un farol: Sanson y la madre de Kip. Ambos estaban cubiertos de sangre.