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Kip se acercó al campo de batalla a gatas y al amparo de la oscuridad, envuelto en una neblina que amortiguaba los sonidos y difuminaba la luz de las estrellas. Aunque los adultos lo evitaban y los niños tenían prohibido ir allí, él había jugado a cielo descubierto en infinidad de ocasiones… de día. Esa noche, su cometido era menos placentero.

Tras coronar la colina, Kip se irguió y se arremangó las perneras. El río siseaba a su espalda, o puede que fueran los guerreros bajo su superficie, muertos desde hacía dieciséis años. Cuadró los hombros y se esforzó por hacer oídos sordos a su imaginación. La niebla propiciaba que se sintiera aislado de todo, inmune al paso del tiempo. Pero aunque no hubiera muestras de ello, el amanecer era inminente. Debía llegar al otro lado del campo de batalla antes de que saliera el sol. Sus excursiones nunca lo habían llevado tan lejos.

Incluso Ramir sentía reparos en acudir allí por las noches. Todo el mundo sabía que la Roca Hendida era un lugar maldito. Pero Ram no tenía que alimentar a su familia; no era su madre la que se fumaba todos sus ingresos.

Kip asió con firmeza el pequeño cuchillo que colgaba de su cinturón y empezó a caminar. Las almas sin descanso no eran las únicas que podrían arrojarlo a la noche eterna. Se había atisbado una manada de jabalinas gigantes merodeando por las noches, tan crueles sus colmillos como afiladas sus pezuñas. Constituían un manjar delicioso si uno disponía de un buen arcabuz, nervios de acero y buena puntería, pero desde que la Guerra de los Prismas acabara con todos los hombres de la ciudad, eran pocos los que estaban dispuestos a jugarse el pescuezo a cambio de unas lonchas de panceta. Rekton era ya una sombra de lo que había sido. La alcaldesa no veía con buenos ojos que sus conciudadanos arriesgaran la vida a la ligera. Además, Kip no tenía ningún arcabuz.

Tampoco eran las jabalinas las únicas criaturas que poblaban la noche. Ni un puma ni un oso dorado le harían ascos a un Kip con abundantes vetas de grasa.

Un aullido quedo atravesó la niebla y la oscuridad cien pasos más adelante, en el interior del campo de batalla. Kip se quedó paralizado. Sí, también había lobos. ¿Cómo había podido olvidarse de ellos?

Algo más lejos, otro lobo emitió su respuesta. Un sonido escalofriante, la voz misma de la espesura. Era imposible no contener el aliento cuando uno oía algo así. Era la clase de belleza que conseguía que uno ensuciara los pantalones.

Kip se humedeció los labios y reanudó la marcha. Lo asaltó el poderoso presentimiento de que estaban siguiéndolo. Acechándolo. Miró por encima del hombro. Allí no había nada. Por supuesto que no. Su madre siempre le había dicho que tenía demasiada imaginación. Sigue andando, Kip. Hay cosas que hacer. Los animales están más asustados de ti que tú de ellos y todo eso. Además, los aullidos poseían la particularidad de que siempre sonaban engañosamente cerca. Con toda probabilidad esos lobos se encontraban a varias leguas de distancia.

Antes de la Guerra de los Prismas, esas tierras eran célebres por sus cultivos. Contiguas al río Umbro, idóneas para los higos, las uvas, las peras, las zarzamoras, los espárragos… allí prosperaba todo. Y habían transcurrido dieciséis años desde la última batalla, uno más de los que contaba Kip. La llanura, sin embargo, seguía estando arrasada y surcada de cicatrices. Del suelo sobresalía un puñado de travesaños calcinados, los restos de antiguos hogares y graneros. Aún perduraban los cráteres y los profundos surcos excavados por la artillería pesada. Llenos ahora de remolinos de niebla, esos cráteres semejaban lagos, túneles, trampas. Sin fondo. Insondables.

Casi toda la magia empleada durante la batalla se había disuelto tarde o temprano tras años de exposición al sol, pero los destellos de las lanzas de luxina verde rotas todavía salpicaban los alrededores. Los fragmentos de amarillo sólido eran capaces de atravesar incluso el cuero más recio del calzado de quien los pisara.

Hacía tiempo que los saqueadores se habían llevado todas las armas de valor, las corazas y la luxina del campo de batalla, pero con el devenir de las estaciones y la alternancia de las lluvias, todos los años salían a la superficie nuevos misterios. Eso era lo que esperaba encontrar Kip, y su objetivo se volvería más visible con los primeros rayos de sol.

Los lobos dejaron de aullar. No había nada peor que oír ese sonido escalofriante, pero al menos así uno sabía dónde estaban. Ahora… Kip tragó saliva con dificultad en un intento por deshacer el nudo que le oprimía la garganta.

Al adentrarse en el valle de la sombra de dos grandes colinas artificiales —vestigios de dos de las grandes piras funerarias en las que habían ardido decenas de miles de almas— Kip vislumbró algo entre los jirones de niebla. El corazón dio un vuelco en su pecho. El contorno curvo de una cogulla de malla. El destello de unos ojos que escudriñaban la oscuridad.

La imagen desapareció tras un remolino brumoso.

Un espectro. Orholam misericordioso. Algún espíritu montando guardia ante su sepultura.

Míralo por el lado positivo. A lo mejor a los lobos les dan miedo los fantasmas.

Kip se dio cuenta de que había dejado de caminar y se había quedado con la mirada fija en las tinieblas. Ponte en marcha, majadero.

Así lo hizo, agazapado. Pese a su tamaño, se preciaba de ser muy sigiloso cuando se lo proponía. A regañadientes, apartó la mirada de la colina; seguía sin haber ni rastro del espectro, el hombre o lo que quiera que fuese. Volvió a experimentar la sensación de que lo seguían. Echó un vistazo a su espalda. Nada.

Un chasquido brusco, como si alguien hubiera dejado caer un guijarro. Y algo por el rabillo del ojo. Kip volvió la mirada hacia lo alto de la colina. Otro chasquido, una chispa, el roce del pedernal contra el acero.

La bruma se iluminó por un instante fugaz y Kip distinguió algunos detalles. No se trataba de ningún fantasma, sino de un soldado golpeando un trozo de pedernal en un intento por encender una mecha de combustión lenta. Cuando prendió, proyectó un resplandor rojizo sobre las facciones del soldado, cuyos ojos dieron la impresión de iluminarse. Acopló la mecha al serpentín de su arcabuz y giró sobre los talones, escudriñando la oscuridad en busca de su objetivo.

Puede que el breve resplandor de la llama, reducida ahora a una brillante ascua carmesí en la mecha, lo hubiese cegado temporalmente, porque su mirada pasó justo por encima de Kip.

El soldado describió otro círculo, atropelladamente, paranoico.

—Pero ¿qué diablos voy a ver aquí fuera…? Cochinos lobos.

Con suma cautela, Kip empezó a alejarse. Debía adentrarse en la niebla y la oscuridad antes de que la agudeza visual del soldado se recuperase, pero si hacía ruido, el hombre podría disparar a ciegas. Kip caminó de puntillas, en silencio, sintiendo un cosquilleo en la espalda, convencido de que una bala de plomo iba a atravesarlo de un momento a otro.

Pero lo consiguió. Cien pasos más, y nadie dio la voz de alarma. Ningún disparo hendió la noche. Más lejos. Doscientos pasos más y vio luz a su izquierda, una fogata. Se había consumido hasta tal punto que ya solo quedaban unos cuantos rescoldos. Kip intentó no mirarla de frente para conservar la vista. No había ninguna tienda, ni mantas tendidas en el suelo en los alrededores, tan solo el fuego.

Kip puso en práctica el truco de maese Danavis para ver en la oscuridad. Dejó que su mirada se desenfocara e intentó percibir lo que acechaba en la periferia de su visión. Nada, salvo una posible irregularidad. Reanudó su avance.

Había dos hombres tumbados en el suelo helado. Uno de ellos era un soldado. Kip, que había visto a su madre inconsciente en infinidad de ocasiones, supo al instante que este hombre no había perdido el sentido. Sus extremidades apuntaban en todas direcciones de forma antinatural, no lo cubría manta alguna y tenía la boca abierta, desencajada la mandíbula mientras contemplaba el firmamento nocturno sin pestañear. Junto al difunto soldado yacía otro hombre, cargado de cadenas pero con vida. Estaba tendido de costado, con las manos ceñidas por grilletes a la espalda y la cabeza envuelta en un saco negro anudado con fuerza alrededor del cuello.

El prisionero respiraba y estaba tiritando. No, sollozando. Kip miró a su alrededor; no había nadie más a la vista.

—¿Por qué no terminas de una vez, maldito seas?

Kip se quedó paralizado. Pensaba que se había acercado sin hacer ruido.

—Cobarde —continuó el hombre—. Me imagino que solo estarás cumpliendo órdenes. Orholam te aplastará por lo que estás a punto de hacerle a la pequeña ciudad de Rekton.

Kip no tenía la menor idea de a qué se refería el hombre.

Al parecer, su silencio habló por sí solo.

—No eres uno de ellos. —Una nota de esperanza tiñó la voz del prisionero—. ¡Ayúdame, por favor!

Kip dio un paso adelante. El hombre estaba sufriendo. Se detuvo. Miró al soldado fallecido. La pechera de su camisa estaba empapada de sangre. ¿Lo habría matado este prisionero? ¿Cómo?

—Por favor, déjame encadenado si quieres. Pero, por favor, no quiero morir a oscuras.

Aunque le parecía una crueldad, Kip guardó las distancias.

—¿Lo has matado?

—Mi ejecución estaba prevista para el alba. Escapé. Siguió mi rastro y consiguió echarme al saco por encima de la cabeza antes de perecer. Si el amanecer está cerca, su sustituto llegará de un momento a otro.

Kip seguía sin entenderlo. En Rekton nadie confiaba en los soldados que pasaban por allí, y la alcaldesa había pedido a los jóvenes de la ciudad que evitaran su compañía durante algún tiempo; al parecer el nuevo sátrapa, Garadul, se había declarado libre del control de la Cromería. Ahora era el rey Garadul, afirmaba, pero esperaba que los jóvenes de la ciudad continuaran engrosando sus levas. La alcaldesa había dicho a su representante que, puesto que ya no ostentaba el título de sátrapa, había perdido cualquier derecho a exigir levas. Rey o sátrapa, Garadul no aceptaría esa decisión de buen grado, pero Rekton era demasiado pequeña como para merecer su atención. Aun así, lo más prudente sería evitar a sus soldados hasta que las aguas volvieran a su cauce.

Por otro lado, que Rekton no gozara del favor del sátrapa en estos momentos tampoco convertía automáticamente a este hombre en amigo de Kip.

—Así que eres un delincuente —dijo Kip.

—De los de seis sombras hasta el Día del Sol —replicó el hombre. La esperanza se desvaneció de su voz—. Escucha, muchacho… eres un niño, ¿verdad? Lo pareces por tu voz. Hoy voy a morir. No puedo escapar. Ni quiero hacerlo, la verdad sea dicha. Estoy harto de huir. Esta vez lucharé.

—No lo entiendo.

—Tiempo al tiempo. Quítame la capucha.

Pese a las dudas indeterminadas que aún lo asaltaban, Kip desató el medio nudo que sujetaba el saco alrededor del cuello del hombre y le descubrió la cabeza.

Al principio, Kip no supo a qué se refería el prisionero, que se sentó con los brazos inmovilizados aún a la espalda. Debía de rondar la treintena, tyreano como Kip pero de piel más clara, con el cabello ondulado en vez de rizado, esbeltas y musculosas las extremidades. Entonces Kip reparó en sus ojos.

Las personas que podían controlar la luz y crear luxina —los denominados trazadores— siempre poseían unos ojos extraordinarios, impregnados de un tenue residuo de cualquiera que fuese el color que trazaban. A lo largo de su vida, el iris entero terminaba tiñéndose de rojo, o de azul, o de cualquiera que fuese su color. El prisionero era un trazador verde, o lo había sido. En lugar de estar confinado a un halo alrededor del iris, el verde se mostraba en fragmentos, como vajilla hecha añicos contra el suelo. Unos diminutos fragmentos de color verde relucían incluso en el blanco de sus ojos. Kip emitió un grito ahogado y retrocedió.

—¡Por favor! —imploró el hombre—. Por favor, no estoy loco. No te haré daño.

—Eres un engendro de los colores.

—Y ahora sabes por qué escapé de la Cromería.

Porque la Cromería sacrificaba a los engendros de los colores, como haría cualquier granjero con un perro que sucumbiese a la rabia, por mucho cariño que le profesara.

Kip se disponía a salir corriendo, pero el hombre no hizo ningún gesto amenazador. Además, todavía reinaba la oscuridad. Incluso los engendros de los colores requerían luz para trazar. La niebla parecía estar levantándose, no obstante, y el horizonte comenzaba a teñirse de gris. Conversar con un loco era una insensatez, pero no tenía por qué ser peligroso. No hasta que despuntara el sol, al menos.

El engendro de los colores había adoptado una expresión extraña mientras observaba a Kip.

—Ojos azules. —Se rio.

Kip frunció el ceño. Odiaba sus ojos azules. Era distinto que un extranjero como maese Danavis tuviera los ojos azules. A él le quedaban bien. Kip parecía un bicho raro.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el engendro de los colores.

Kip tragó saliva con dificultad mientras pensaba que lo más prudente sería alejarse de allí.

—Venga, por el amor de Orholam, ¿crees que voy a embrujarte con tu nombre? ¿Hasta dónde llega la ignorancia en este rincón olvidado? No es así como funciona la cromaturgia…

—Kip.

El engendro de los colores esbozó una sonrisa.

—Kip. Bueno, Kip, ¿no te has preguntado nunca qué haces atrapado en una vida tan modesta? ¿No has tenido nunca la impresión, Kip, de que eres alguien especial?

Kip guardó silencio. Sí, y sí.

—¿Sabes por qué sientes que te aguarda un destino mayor?

—¿Por qué? —preguntó Kip con voz queda, esperanzado.

—Porque eres un mierdecilla arrogante. —El engendro de los colores se carcajeó.

No debería haber pillado a Kip con la guardia baja. Su madre le había dicho cosas peores. Aun así, tardó un momento en reaccionar. Un pequeño fracaso.

—Púdrete en el infierno, cobarde. Ni siquiera eres capaz de correr. Capturado por soldados con los pies de plomo.

Las risas del engendro de los colores arreciaron.

—Ah, pero es que no me capturaron. Me reclutaron.

¿Quién querría que un demente se uniera a sus filas?

—No sabían que eras un…

—Sí, sí que lo sabían.

El miedo se instaló en el estómago de Kip como una piedra pesada.

—Has mencionado mi ciudad. Antes. ¿Qué se proponen?

—¿Sabes?, Orholam es un bromista. No me había dado cuenta hasta ahora. Eres huérfano, ¿verdad?

—No. Mi madre está viva —replicó Kip. Se arrepintió inmediatamente de haberle revelado siquiera esa migaja de información al engendro.

—¿Me creerías si te dijera que existe una profecía acerca de ti?

—No tuvo gracia ni siquiera la primera vez. ¿Qué va a pasarle a mi ciudad? —El amanecer estaba cerca, y Kip no tenía intención de quedarse a esperarlo. No era solo que entonces se produciría el relevo de la guardia, sino que Kip no sabía qué sería capaz de hacer el engendro cuando hubiera luz.

—¿Sabes?, tú eres el motivo de que esté aquí. No aquí, aquí. No en plan ¿«por qué existo»? No en Tyrea. Encadenado, quiero decir.

—¿Qué?

—La locura contiene poder, Kip. Claro que… —Dejó la frase flotando en el aire mientras se reía de algún pensamiento privado. Recuperó la compostura—. Mira, ese soldado tiene una llave en el bolsillo de la pechera. No pude sacarla, no con… —Sacudió las manos, inmovilizadas por los grilletes a su espalda.

—¿Y por qué iba a ayudarte?

—Por un puñado de respuestas sinceras antes de que salga el sol.

Chiflado y retorcido. Estupendo.

—Dame una antes.

—Dispara.

—¿Qué van a hacer con Rekton?

—Fuego.

—¿Cómo?

—Lo siento, has dicho que querías una.

—¡Eso no es ninguna respuesta!

—Van a arrasar tu aldea. Se tratará de un castigo ejemplar, para que nadie más ose desafiar al rey Garadul. La sublevación se ha extendido a otros lugares. La rebelión del rey contra la Cromería no se ve con buenos ojos en todas partes. Por cada ciudad que arde en deseos de vengarse del Prisma hay otra que no quiere saber nada de la guerra. Tu aldea ha sido elegida a propósito. En cualquier caso, me remordía la conciencia y me opuse. Se cruzaron unas cuantas palabras. Le di un puñetazo a mi superior. La culpa no fue enteramente mía. Saben que los verdes no nos llevamos bien con las normas y la jerarquía. Y menos cuando hemos roto el halo. —El engendro de los colores se encogió de hombros—. Ya está, una respuesta sincera. Con eso me he ganado la llave, ¿no crees?

Era demasiada información como para asimilarla de golpe (¿romper el halo?), pero había sido una respuesta sincera, sin duda. Kip se acercó al cadáver, cuya piel se veía pálida con la creciente claridad. Échale valor, Kip. Averigua todo cuanto puedas.

Kip sabía que el amanecer estaba a la vuelta de la esquina. La noche comenzaba a poblarse de formas siniestras. La colosal silueta geminada de la Roca Hendida se manifestaba allí donde las estrellas desaparecían del firmamento.

¿Qué necesito saber?

Titubeó, reticente a tocar al difunto. Se arrodilló.

—¿Por qué mi ciudad? —Tanteó el bolsillo del difunto, con cuidado de no tocar la piel. Allí estaba, dos llaves.

—Creen que tienes algo que pertenece al rey. No sé de qué se trata. Solo pude escuchar eso a hurtadillas.

—¿Qué podría tener Rekton que interese al monarca?

—No he dicho que Rekton tenga nada. Me refiero a ti.

Kip tardó un segundo en encajar la respuesta.

—¿Yo? —Se llevó la mano al pecho—. ¿Yo personalmente? ¡Pero si no tengo nada!

El engendro de los colores esbozó una sonrisa enloquecida, pero a Kip le pareció que era fingida.

—Entonces debe de tratarse de un trágico error. Error por su parte, y trágico para ti.

—¡¿Qué, piensas que miento?! ¿Crees que estaría aquí fuera, recogiendo restos de luxina, si tuviera elección?

—Lo cierto es que me trae sin cuidado. ¿Me vas a acercar esa llave o te lo tengo que pedir por favor?

Darle las llaves sería un error. Kip lo sabía. El engendro no estaba en sus cabales. Era peligroso. Él mismo lo había reconocido. Pero había cumplido su palabra. ¿Cómo podía faltar Kip a la suya?

Kip abrió los grilletes del hombre, primero, y después el candado que sujetaba las cadenas. Retrocedió con cuidado, como si tuviera delante una fiera salvaje. El engendro fingió no darse cuenta mientras se frotaba los brazos y se estiraba en todas direcciones. Se acercó al guardia y volvió a registrarle los bolsillos. Su mano emergió con un par de anteojos verdes con una lente resquebrajada.

—Podrías venir conmigo —sugirió Kip—. Si lo que dices es cierto…

—¿Cuánto crees que me dejarían acercarme a la ciudad antes de que saliera alguien corriendo, armado con un mosquete? Además, cuando salga el sol… Estoy preparado para lo que venga. —El engendro de los colores respiró hondo, con la mirada perdida en el horizonte—. Dime, Kip, si te has pasado la vida haciendo cosas malas, pero mueres haciendo algo bueno, ¿crees que lo uno compensará lo otro?

—No —respondió con sinceridad Kip, sin poder evitarlo.

—Yo tampoco.

—Pero es mejor que nada —dijo Kip—. Orholam es misericordioso.

—Me pregunto si seguirás pensando lo mismo cuando hayan terminado con tu aldea.

Kip tenía muchas más preguntas, pero los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que no lograba ordenar sus ideas.

A la luz creciente Kip vio lo que ocultaban la niebla y la oscuridad. Cientos de tiendas ordenadas con precisión militar. Soldados. Muchos soldados. Mientras Kip enderezaba la espalda, a menos de doscientos pasos de la tienda más próxima, la llanura empezó a rutilar. Los destellos brotaban de los fragmentos de luxina como estrellas esparcidas por el suelo, reflejo de sus hermanas en el firmamento.

Era lo que Kip había venido a buscar. Por lo general, cuando un trazador liberaba luxina, esta se disolvía sin más, fuera del color que fuese. Pero en la batalla había habido tanto caos, tantos trazadores, que varios restos de magia sellada habían quedado enterrados y a salvo de la luz solar que podría desintegrarlos. Las últimas lluvias habían dejado más al descubierto.

Los ojos de Kip, sin embargo, se vieron apartados de la reluciente luxina por cuatro soldados y un hombre embozado en una brillante capa roja, con anteojos del mismo color, que se encaminaban hacia ellos procedentes del campamento.

—Me llamo Gaspar, por cierto. Gaspar Elos —anunció el engendro de los colores, sin mirar a Kip.

—¿Cómo?

—No soy un trazador cualquiera. Mi padre me quería. Tenía planes. Una chica. Una vida.

—No lo…

—Ya lo entenderás. —El engendro se puso las gafas verdes; encajaban a la perfección, ajustadas a su rostro, alargadas a los lados las lentes para que, mirara donde mirase, lo viera todo a través de un filtro verde—. Y ahora, largo de aquí.

Gaspar exhaló un suspiro mientras el sol acariciaba el horizonte. Era como si Kip se hubiera desvanecido. Era como ver a su madre aspirar la primera bocanada de cencellada. Entre los rutilantes espatos de verde oscuro, el blanco de los ojos de Gaspar se arremolinó como gotas de sangre glauca al hundirse en el agua, dispersándose antes de teñir todo el conjunto. El verde esmeralda de la luxina se expandió por sus ojos, se espesó hasta solidificarse y continuó propagándose. Se deslizó por sus mejillas, por las raíces de sus cabellos y por su cuello hasta brillar con fiereza al llegar por fin a las uñas, como si alguien las hubiera pintado de jade radiante.

Gaspar se echó a reír. Era un sonido ronco, un cloqueo disparatado e incesante. Las carcajadas de un loco. Ahora no estaba fingiendo.

Kip empezó a correr.

Llegó al túmulo funerario en el que estaba apostado el centinela, con cuidado de mantenerse en el lado opuesto al ejército. Tenía que ver a maese Danavis. Maese Danavis siempre sabía qué hacer.

Ahora no había ningún centinela en la colina. Kip se giró a tiempo de ver a Gaspar cambiar y transformarse. La luxina verde brotó de sus manos y se propagó por su cuerpo, cubriéndolo por completo como una concha, como una armadura gigantesca. Kip no podía ver a los soldados ni al trazador rojo que se acercaban a Gaspar, pero sí vio una bola de fuego del tamaño de su cabeza que volaba al encuentro del engendro de los colores, se estrelló contra su pecho y estalló, arrojando llamas en todas direcciones.

Gaspar se abrió paso entre la conflagración, envuelto en llameante luxina roja que se adhería a su armadura verde. Su aspecto era magnificente, poderoso y aterrador. Corrió hacia los soldados profiriendo alaridos desafiantes, y el muchacho lo perdió de vista.

Kip emprendió la huida mientras el sol bermellón prendía fuego a la bruma.