En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, Dios verdadero, y de su bendita madre, mi señora Santa María, y de todos sus benditos santos y santas, amén.
Por cuanto es cosa debida que cada uno rinda gracias a Dios y a su bendita Madre, por la gracia y merced que le conceden, y que además no debe mantener oculta sino que la debe manifestar para que a cada uno sirva de buen ejemplo y se esfuerce en bien obrar y decir, pues es cosa segura que todos deben tener como cierto que a quien bien obra y piensa y habla, Dios se lo tiene como un mérito, y si hace lo contrario debe esperar que lo contrario le ocurra si no pone enmienda y hace que el mal, en tanto como pueda, se convierta en bien, puesto que a Dios nada puede ocultársele. Por ello me agrada cierto refrán muy conocido en el reino de Sicilia, que se cita cuando uno y otro se contradicen: Or laixa anda a fide, que Deus te vide [1]. Y con ello sabe cada uno que debe ir de buena fe, puesto que Dios le ve, ya que a Dios nada puede ocultársele.
Por eso, es razonable que, entre los demás hombres del mundo, yo, Ramón Muntaner, nacido en la villa de Peralada y ciudadano de Valencia, dé muchas gracias a Nuestro Señor, Dios verdadero, y a la Virgen, mi señora Santa María, y a toda la corte celestial, por la gracia y merced que me han hecho, haciéndome escapar de muchos peligros a los que me he lanzado, así como de treinta y dos batallas entre de mar y de tierra en las que me he encontrado, y de muchas cárceles y tormentos que ha tenido que sufrir mi persona en las guerras en que he estado, y por muchas persecuciones que he sufrido, tanto en mis riquezas como en otras cosas, según podréis oír más adelante viendo los sucesos que en mis tiempos han tenido lugar.
Es indudable que, por mi voluntad, me abstuviera de contar estas cosas; pero necesito contarlas para que cada uno comprenda que de tantos peligros nadie podría escapar sin la ayuda de la gracia de Dios y de su bendita Madre. Porque quiero que sepáis que cuando salí de dicho lugar de Peralada no había cumplido todavía los once años y cuando comencé a escribir este libro, por la merced de Dios, había cumplido ya los sesenta. Y dicho libro lo empecé el día 15 de mayo del año de la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo de mil trescientos veinticinco.