El caso es que, hace doscientos años, los barones de Francia fueron para ganar las indulgencias a Ultramar y que eran jefes y señores de ellos el duque de Berguña y su hermano el conde de la Marxa, que eran nietos del rey de Francia y el duque era mayor de unos días Fueron primero más de mil caballeros de Francia y muchos hombres de a pie, y se dirigieron a Brindisi, donde embarcaron; pero tanto se entretuvieron antes de estar dispuestos que les atrapó el invierno, de manera que se les aconsejó que esperasen a la primavera. Ellos no quisieron admitir el consejo de nadie y salieron de Brindisi con muchas naves y leños y fuéronse; pero les cogió una tempestad y tuvieron que volverse a Clarenza, en la Morea.
Es a saber que, en aquella época, el príncipe griego de la Morea y duque de Atenas y señor de la Sola y barón de Matagrifó y señor de la baronía de la Bandíssa, y de Negroponto, era un hijo bastardo del emperador de Constantinopla, que se había levantado con todo el país contra su padre el emperador y contra el padre santo apostólico; y era hombre de muy mala vida.
Cuando aquellos barones de Francia se vieron en medio de tan crudo invierno y con tanto peligro, mandaron un mensaje al papa ofreciéndole que, si era de su gusto, ellos quitarían la tierra de manos de aquel bastardo, hijo del emperador de Constantinopla, con tal de que alcanzaran ellos las mismas indulgencias que yendo a Ultramar y que darían parte de las tierras a los prelados y arzobispos y obispos que pertenecieran a la santa fe católica. ¿Qué os diré? Que el papa les otorgó todo cuanto pedían.
En tanto ellos habían mandado sus mensajeros al papa, encontrábase el emperador en el reino de Salónica dirigiéndose a atacar a su hijo, sin poder cruzar la Blaquia, pues el déspota del Arta ayudaba a su hijo, y no sabía qué resolución tomar. Entonces oyó decir que estos dos ricoshombres, nietos del rey de Francia, se encontraban en el país con un gran ejército, y mandóles mensajeros diciéndoles que, si querían destruir al traidor de su hijo, les daría todos los territorios que aquél tenía, franca y libremente. De esto sintieron los antedichos ricoshombres gran satisfacción y contento y designaron a dos caballeros para que fuesen a ver al emperador para decirle que estableciera el privilegio de lo que les prometía. Los mensajeros fueron al emperador y, con bula de oro, trajeron tales privilegios sellados de dicha donación, y además, el citado emperador les mandaba auxilios en moneda.
¿Qué os diré? Estos dos ricoshombres edificaron una ciudad, que se llama Patrás, y desafiaron al hijo del emperador, que se llamaba Andrónico. Al fin éste se preparó con todo su poder y con parte de las fuerzas del déspota de Arta, se les echó encima, pero aquéllos salieron al campo, y Dios quiso que ese Andrónico fuese vencido y muriese en la lucha con toda su compañía y todos cuantos caballeros había en su tierra y mucha gente de a pie que con él estaba.
De este modo estos señores obtuvieron todo el país que él dominaba, pues la gente del pueblo le quería mal, de modo que se rindieron todos, ciudades, villas y castillos, a estos dos señores, con gran placer, cuando supieron que Andrónico había muerto. Los dos señores se repartieron el país, de modo que el duque fue príncipe de la Morea y el conde fue duque de Atenas, y cada uno tuvo su tierra, franca y libre; luego repartieron las baronías, castillos y lugares entre sus caballeros, de modo que los afincaron todos en la Morea, y además a muchos otros caballeros que vinieron de Francia.
De modo que de estos dos señores descienden los príncipes de la Morea y los duques de Atenas, que se han ido casando con damas de las mejores casas de Francia; e igualmente los otros ricoshombres y demás caballeros, no tomaban esposa si no descendían de los caballeros de Francia, por lo que se decía que la mejor caballería del mundo estaba en la Morea, y hablaban un francés tan perfecto como los de Acre. Y esta gentil caballería duró hasta que un día vinieron los de la compañía de los catalanes y los mataron a todos, cuando los del conde de Brenda les cayeron encima, como antes os he contado. Y podéis creer que todos murieron, pues ni uno escapó.
El hecho fue que, de aquel señor duque de Berguña, que, como he dicho antes, era nieto del rey de Francia, descendieron los príncipes de la Morea que después ha habido, esto es, a saber: hasta el príncipe Luis, que fue el quinto príncipe que descendía de aquel señor duque de Berguña, nieto del rey de Francia. Y este príncipe Luis murió sin dejar ningún hijo varón; pero quedaron dos hijas: una de ellas tenía catorce años cuando él murió, y la otra doce. El príncipe dejó el principado a la mayor, y a la menor la baronía de Matagrifó; y dejó vinculado el principado en forma que si la mayor moría sin hijos varones de legítimo matrimonio pasase a la menor, y del mismo modo dejó vinculado, a la mayor la baronía de Matagrifó.
Cuando los barones del principado perdieron al príncipe Luis, que había sido muy buen señor, pensaron a quién podrían dar la hija, que fuese señor poderoso y pudiera defenderles del déspota del Arta y del emperador y del señor de la Blaquia, ya que con los tres limita el principado. Es a saber que el ducado de Atenas está comprendido en el principado; pero, como la petición fue hecha por los dos hermanos que lo conquistaron, lo obtuvo en franquía el conde de la Marxa.
¿Qué os diré? En aquellos tiempos el rey Carlos había conquistado el reino de Sicilia, como ya habéis oído, y fue el más poderoso y el señor más principal que entonces hubiere en Levante. Este señor rey Carlos tenía un hijo que se llamaba Felipe y seguía después del mayor; y los barones de la Morea pensaron que a nadie podían dar mejor a la niña, la princesa, como a mi señor Don Felipe, hijo del rey Carlos, que era muy inteligente, joven y bueno. De manera que eligieron un arzobispo y un obispo y dos ricoshombres y dos caballeros y dos ciudadanos, y los mandaron al rey Carlos a Nápoles, donde lo encontraron. Estos mensajeros hablaron del matrimonio, que mucho complació al rey Carlos cuando supo del linaje de que procedía y, por otra parte, considerando que el príncipe de Mores, es uno de los más importantes del mundo, aparte de ser rey. Por ello otorgó el matrimonio de mi señora la princesa con monseñor Don Felipe; y antes de seguir adelante mandó comparecer a su hijo y le dijo que había concertado aquel matrimonio, si él lo aceptaba. Monseñor Don Felipe contestó que mucho le complacía, con una condición: que quisiera concederle un don. El rey Carlos le dijo que pidiera lo que quería que se le otorgase, después de lo cual monseñor le besó la mano, y le dijo:
—Señor, el don que os pido es éste: vos sabéis que, en mi infancia, me entregasteis como compañero al hijo del conde de Aria, que es de mi edad, y si alguien se puede sentir satisfecho de servidor y compañero yo me siento satisfecho de él. Por lo que os pido, padre y señor, que os plazca que tenga por esposa la hermana de la princesa, con la baronía de Matagrifó, y que las dos hermanas sean novias en la misma misa y en el mismo día.
El rey Carlos se lo concedió muy satisfecho, y mandó venir a los mensajeros de la Morea y concertó igualmente este matrimonio. Enseguida mandó que fuesen armadas en Brindisi diez galeras que trajeran a las dos doncellas a dicho lugar de Brindisi, donde las esperarían el rey Carlos y sus hijos, y allí se celebrarían las bodas. De Brindisi al principado no hay más de doscientas millas, de manera que puede considerarse como lugar vecino.
¿Qué os diré? Que vinieron las dos doncellas a Brindisi, y allí el rey Carlos hizo caballero a su hijo y después a su compañero; y aquel día monseñor Don Felipe instituyó a cien caballeros y su compañero a veinte. Las dos hermanas fueron novias al mismo tiempo, y fueron grandes las fiestas que se celebraron aquel día y durante toda la octava en aquel lugar.
Después, con las diez galeras, pasaron al principado y monseñor Don Felipe fue príncipe de la Morea y su compañero señor de la baronía de Matagrifó ¿Qué os diré? Monseñor Don Felipe no vivió mucho tiempo con la princesa, sino que murió sin tener hijo alguno; y luego la princesa tuvo por marido un gran barón de Francia del linaje del conde de Nivers, y de éste tuvo una hija. Luego murió aquel príncipe, y la princesa, cuando su hija tuvo la edad de doce años, diola por esposa al buen duque de Atenas, aquel a quien dejó el ducado el conde de Brenda, que era su primo hermano, que no tuvo ningún hijo de la hija de la princesa.
Cuando la princesa hubo casado a su hija, fuese a Francia, y tomó por marido a monseñor Don Felipe de Saboya, hermano del conde de Saboya, y los dos juntos vinieron al principado. Al poco tiempo la princesa murió de enfermedad, sin que hubiese tenido hijo alguno de su marido, y dispuso que su marido fuese príncipe durante su vida, y que después de su muerte, dejaba el principado a su hija, cosa que no podía hacer, pues debía volver a su hermana, que seguía con vida, puesto que su padre así lo había vinculado.
Al morir la princesa, el príncipe estaba en Francia, y en aquella ocasión el príncipe de Tarento, hermano del rey Roberto, había pasado a Morea para luchar contra su cuñado, el déspota del Arta, y viendo que el principado estaba sin señor ni señora, apoderóse de él sin encontrar quien se lo impidiera. Cuando monseñor Don Felipe de Saboya, príncipe de la Morea, lo supo, se enojó mucho, y como al cabo de poco tiempo el príncipe de Tarento volvió a Francia, el príncipe de la Morea se quejó al rey de Francia de que el príncipe de Tarento le hubiese quitado el principado, pues lo había hecho sin desafiarle. Al final fue dada la sentencia, mandando que el principado fuese desamparado, y así se hizo, mandando el príncipe de Morea sus procuradores, para que recibieran el principado.
Por este tiempo murió el duque de Atenas, sin hijos, y dejó el ducado al conde de Brenda, primo hermano suyo, como antes os he dicho, dejando viuda a la duquesa, hija de la princesa.
Ahora dejaré de hablaros de la princesa y volveré a hablaros de la hermana.
Cuando el hijo del conde de Aria hubo celebrado sus bodas, entró en posesión de la baronía de Matagrifó, y si jamás hubo señor que diera buena prueba, así fue él, que resultó muy inteligente y bueno en sus acciones, y tuvo de su esposa una hija, que tuvo por nombre mi señora Isabel. Cuando la hija hubo nacido, al poco tiempo él murió, cosa que mucho sintieron todos sus vasallos y cuantos estaban en la Morea. Este conde de Aria pertenece al linaje de los Baus, que es la más antigua y honrada casa de Provenza y son parientes del rey de Aragón. Cuando la esposa perdió a su marido, quedó muy disgustada y no quiso tomar otro marido. Cuando la princesa, su hermana, hubo muerto, ella pidió el principado, y los que lo detentaban por el príncipe le contestaron malamente. De modo que, cuando tuvo conocimiento de que el infante Don Fernando, hijo del señor rey de Mallorca, se encontraba en Sicilia y que no tenía esposa en ningún lugar del mundo, pensó que no había en el mundo hombre mejor con quien su hija estuviera tan bien situada, pues aquél, de grado o a la fuerza, haría respetar sus derechos al principado. De manera que mandó sus mensajeros a Sicilia, y hablaron de ello con el señor rey de Sicilia y con el señor infante, en forma que, al final, se acordó que la señora con su hija vinieran a Mesina, y entonces, si la doncella era tal como ellas decían, el matrimonio les complacería. Así que la señora con su hija, acompañadas de diez damas y otras tantas doncellas, y con veinte caballeros y veinte hijos de caballero, con el resto del séquito, vinieron a Mesina, donde les fue hecho mucho honor.
Cuando estuvieron en Mesina, el señor rey y el señor infante fueron a verla; y cuando el señor infante hubo visto a la doncella, aun cuando le dieran todo el mundo con otra, no la cambiara por ésta, pues tanto le agradó que los días le parecían años hasta que los tratos se cerraran; de modo que dijo al señor rey que quería por esposa a esta doncella y ninguna otra que en el mundo hubiera.
Y no es una maravilla que se enamorara, pues era hermosa, la más bella criatura de catorce años que se pueda imaginar, y la más blanca y la más rubia y de más lindo color; y era también la más discreta que pueda haber en el mundo, por la edad que tenía.
¿Qué os diré? Que la señora de Matagrifó heredó a su hija entre vivos para después de su muerte, de toda la baronía de Matagrifó y de todos los derechos que tenía sobre el principado, pudiendo disponer de ellos a su entera voluntad sin ningún vínculo que la atara.
Cuando esto estuvo hecho y firmadas las cartas de donaciones del esponsalicio, con la gracia de Nuestro Señor, con gran solemnidad y en una fiesta que fue decretada por el señor rey y por mi señora la reina, y por todos los barones de Sicilia y por los caballeros catalanes y aragoneses y latinos y todos cuantos estaban en Mesina, el señor infante tomó por esposa a mi señora Isabel. Y dijo la misa el arzobispo de Mesina y las fiestas duraron más de quince días, de manera que todo el mundo se maravilló y quedó satisfecho.
Pasada la fiesta, el señor infante la condujo a Catania ron su madre y con toda la gente que con ella había venido, y le dispuso damas catalanas y doncellas, todas esposas e hijas de caballeros.
Cuando estuvieron en Catania, el señor infante hizo grandes regalos a todos los que con ella habían venido, y estuvieron en Catania más de cuatro meses. Luego la señora suegra del señor infante volvióse con su séquito a la Morea, alegre y satisfecha; y el señor infante, alegre y satisfecho, quedó con mi señora la infanta y permitió Dios que quedase embarazada, de lo que todo el mundo sintió gran satisfacción cuando lo supieron. Y cuando la esposa fue engordando, el señor infante se preparó para pasar a Morea, con más de quinientos hombres de a caballo y muchos de a pie.
En Gerba me enteré de que el infante se preparaba, y no podía haber nada, por importante que fuera, que impidiera que yo me fuera con él, de manera que mandé un mensaje al señor rey rogándole que me permitiera ir a Sicilia; y al señor rey le plugo, y en una galera y un leño, con los viejos de Gerba que vinieron conmigo, me fui a Sicilia, dejando el castillo de Gerba y la isla a buen recaudo.
El primer sitio donde tomé tierra fue Catania, y allí encontré al señor infante, sano y alegre, y a mi señora la infanta, embarazada, que no tardó ocho días en dar a luz. Diéronme una gran fiesta, y yo hice desembarcar de la galera dos grandes fardos, que contenían tapices de Trípoli y velos, y almaxías muy ricas y aquinales y mactans y jucies y otras joyas[64]; y mandé desplegar todas estas cosas ante mí señora la infanta y el señor infante, y se lo regalé todo, cosa de lo que el señor infante se mostró muy satisfecho. Les dejé luego y me fui a Mesina, donde me dijo el señor infante que estaría antes de los quince días, y donde quería hablar extensamente conmigo.
No hacía ni seis horas que estaba en Mesina cuando recibí un mensaje comunicándome que mi señora la infanta había tenido un hermoso niño, que nació el primer sábado de abril del año mil trescientos quince Dios conceda a cada uno tanta satisfacción como yo sentí, y como tuvo el señor infante —que no hace falta preguntarlo—, y como tuvieron todos los de Catania, donde ocho días duró la fiesta que se celebrada. El señor infante mandó que fuese bautizado en la iglesia mayor de mi señora la bienaventurada santa Ágata, y mandó ponerle el nombre de Jaime, y puede decirse que si alguna vez nació un niño gracioso, así fue este infante Don Jaime.
¿Qué os diré? Que cuando el niño estuvo bautizado y la esposa fuera de peligro, el señor infante vino a Mesina, y en Mesina yo le ofrecí mi persona y mi haber, para seguirle a donde él dispusiera; pero él me lo agradeció mucho, y me dijo:
—Lo que debéis hacer es ir a encontrar al señor rey, que lo encontraréis en Piazza, y entregarle el castillo de Gerba y la torre de los Querquens y las islas; luego volvéis, y entonces hablaremos de todo cuanto debemos hacer.
Entonces me despedí de él, y mientras estaba despidiéndome llegaron mensajes diciéndole que, a toda prisa, volviera a Catania, pues mi señora la infanta estaba muy enferma, pues había cogido fiebre y sufría de disentería. Cabalgó toda la noche y se fue a Catania, y cuando la infanta le vio, se sintió muy mejorada. Pero ella había hecho testamento antes del alumbramiento, y entonces lo confirmó y dejó la baronía de Matagrifó y todos los derechos que tenía sobre el principado a su hijo el infante Don Jaime, y si el infante Don Jaime, su hijo, moría, dejábalo al infante Don Fernando. Es el caso que hacía más de dos meses que su madre había muerto de enfermedad en Matagrifó, pero ella no sabía nada ni el señor infante quería que se le dijera nada mientras estaba embarazada e igualmente cuando hubo parido, mientras no hubiese salido a misa. Por esto el señor infante, a pesar de que tenía tanta prisa en partir, no quería hacerlo antes de que su esposa hubiese parido y hubiese salido a misa, pues enseguida pensaba embarcar, ya que todas las cosas estaban ya dispuestas.
¿Qué os diré? La infanta, como Dios dispuso, pasó a mejor vida a los treinta y dos días después que el niño hubo nacido. Si jamás se vio duelo, éste fue el que hizo el señor infante y toda la ciudad; y con gran solemnidad, como correspondía a quien era limpia y pura y había bien confesado y comulgado y había recibido en debida forma la extremaunción, fue puesta en una hermosa tumba cerca del cuerpo de la bienaventurada mi señora Santa Ágata, en su bendita iglesia de la ciudad de Catania[65].
Después de ocurrir este desastre, el señor infante vino a Mesina para embarcar y salir para Morea. Y yo estuve con el señor rey, que encontré en Piazza, y de Piazza me fui a Palermo, y delante del noble Don Bernardo de Sarria y muchos otros ricoshombres de Sicilia, y caballeros y ciudadanos, le entregué los castillos y las islas de Gerba y de Querquens. Y quiera Dios que todos cuantos nos quieren bien puedan rendir tan buenas cuentas de lo que les está encomendado, como yo lo hice de las dos islas al señor rey, que siete años las tuve encomendadas, eso es, a saber: primero, dos años durante la guerra; luego, tres, que me las dio por merced, y finalmente, dos años más a causa de la guerra con el rey Roberto.
En cuanto hube entregado las islas, rendí cuentas y obtuve la carta de finiquito, después de lo cual me despedí del señor rey y volví cerca del señor infante, en Mesina, donde se disponía a embarcar. Díjele que había venido para seguirle a él y subir en las galeras, prestándole, además, cuanto poseía; y el día en que le dije esto me contestó que al día siguiente me respondería. Al día siguiente, después de oír misa, él mandó venir gran número de caballeros y de gente notable, y delante de todos me dijo:
—Don Ramón Muntaner; la verdad es que sois vos el hombre de este mundo con quien nos sentimos más obligados que con ningún otro.
Y prosiguió con muy buenas razones, recordando que, a su servicio, yo había perdido todo cuanto tenía en Romanía; y además que había estado en prisión con él y cómo, por su causa, el rey Roberto me había causado mucho daño. Contó cómo yo le había prestado de lo mío en Romanía y había abandonado cuanto tenía; y muchos otros servicios que yo ni recordaba y que él entendía que yo le había prestado y que era por amor suyo que yo había dejado la capitanía de Gerba y de los Querquens, que había tenido durante siete años.
—Y todavía, en este momento, me ha prestado cuanto dinero tenía en doblas. De modo que tanto son los servicios que me habéis hecho, que con nada os lo podría galardonear. Ahora ha llegado la ocasión en que se superará cuantos servicios me habéis prestado, realizando el que vamos a pediros. De manera que os rogamos ante estos caballeros que nos otorguéis el que vamos a pediros.
Y o levantéme y fuile a besar la mano, y le di muchas gracias por cuanto bueno había dicho de mí y de cuanto decía haberse servido de mí. Y le dije:
—Señor, decidios a mandar cuanto queráis que yo haga, pues mientras haya vida en mi cuerpo no he de fallar en nada de lo que vos me mandéis.
—¿Sabéis, acaso, lo que queremos que hagáis por nos? Nos os lo diremos. Es verdad que fuera muy conveniente que vos vinierais con nos en este viaje, que mucha falta nos vais a hacer y entendemos que de gran utilidad nos seríais; pero nos es tan querido el servicio que queremos que nos prestéis, que queremos prescindir de las demás cosas.
—Es cierto —añadió el señor infante— que Dios nos ha dado este hijo Don Jaime de la dama que nuestra esposa era; por lo que os rogamos que lo recibáis y lo llevéis a la reina nuestra madre, y que lo entreguéis en sus manos. Pensad en fletar una nave, o en armar galeras, o aquello que comprendáis que os ha de llevar con mayor seguridad, y nos redactaremos una carta al honorable Don Berenguer Despuig, caballero, procurador nuestro, para que os dé todo cuanto vos nos habéis adelantado, y que os atienda en todo cuanto le diréis de nuestra parte; y en iguales términos escribiremos a mi señora la reina madre nuestra, y al señor rey de Mallorca nuestro hermano. Y hemos de daros una carta de procuración general para todas las cuatro partes del mundo, eso es, a saber: de levante hasta poniente y de mediodía a tramontana, en la que conste que todo cuanto vos hagáis o prometáis en nuestro nombre, a caballeros u hombres de a pie, y a todas las demás personas, que nos lo estimamos como bueno y firme y por nada faltaríamos a ello y que a ellos nos obligamos con todas las tierras, castillos y lugares que tenemos y que, con la ayuda de Dios, esperamos tener; y de este modo iréis con todo nuestro poder. Y cuando hayáis entregado nuestro hijo a mi señora la reina nuestra madre, iréis a vuestra casa y revisaréis y ordenaréis todos vuestros asuntos, y después, cuando todos vuestros asuntos estén arreglados, vendréis a nos con toda aquella gente armada que podáis conseguir de a caballo y de a pie. Y el señor rey de Mallorca, nuestro hermano, ha de daros cuanta moneda le pidáis para pagar las compañías que nos traeréis. Y esto es lo que queremos que hagáis por nos.
Cuando oí estas cosas quedé pasmado del gran cargo que caía sobre mis espaldas con respecto a lo de su hijo, por lo que reclamé, por favor, que me diese un compañero, y él dijo que no me daría tal compañero, sino que yo lo cuidara y guardara como un hombre debe guardar a su señor e hijo.
En el acto me levanté y fui a besarle la mano, y él me hizo la señal de la cruz y recibí aquel bienaventurado encargo.
Inmediatamente ordenó a Don Not de Noveles, que tenía guardado a su hijo en el castillo de Catania, que me lo entregase, y que desde aquel instante lo tuviera para mí y no para otra persona, y que en todo momento en que yo lo quisiera me lo entregara, y que de esto me hiciera juramento y homenaje. Y así lo hizo, con lo que, desde aquel día en adelante, el infante Don Jaime, hijo del infante Don Fernando, estuvo en mi poder. Y aquel día hacía cuarenta y dos días que había nacido nada más. Y allí mismo mandó que se me hiciera la carta de procuración, tal como antes se ha dicho, con sello colgante, y todas las demás cosas.
Cuando esto estuvo hecho, él embarcó en Mesina en buena hora, y se fue a Clarenza, tomando tierra a unas dos millas cerca de la ciudad. La hueste salió de Clarenza y más de doscientos hombres de a caballo quisieron impedir que tomase tierra. ¿Qué os diré? Que los almogávares que con él estaban salieron a tierra junto con los ballesteros y atacaron a aquella gente, obligándoles a alejarse y abrir plaza, y entre tanto desembarcaron los caballos. Cuando hubo en tierra unos cincuenta hombres de a caballo, el señor infante, armado y aparejado, montó en su caballo; entonces hizo desplegar su bandera, y sin querer esperar más caballería suya, emprendió una cabalgada con aquellos cincuenta hombres de a caballo y con los almogávares; y atacó a sus enemigos y los desbarató de tal forma que huyeron hacia la ciudad, y el señor infante y su compañía siguieron adelante pegando golpes. ¿Qué os diré? Que juntamente con ellos entraron en la ciudad y mataron a cuantos les plugo; y les hubieran matado a todos, pero en cuanto estuvieron en la ciudad toda la gente gritó:
—¡Señor, merced! ¡Señor, merced!
Y con esto él acaudilló a los suyos y gritó que desde ahora en adelante no se matara a ninguno.
De este modo las galeras y toda su armada llegó a la ciudad y todo el mundo entró dentro. Las gentes de la ciudad se reunieron todas en un lugar y juraron por señor al señor infante y le prestaron todos homenaje, pues bien sabían que a él le pertenecía el principado por mi señora la infanta, su esposa.
En cuanto los de la ciudad de Clarenza le hubieron jurado, se dirigió a sitiar el castillo de Bellver, que es uno de los mejores castillos del mundo y está cerca de Clarenza. Combatiólo fuertemente y emplazó trabucos, y en pocos días acosóles de tal forma que se le rindieron. Luego cabalgó por la tierra, y en todos los lugares se le rendían voluntariamente, porque, cuando hubo hecho leer en público el testamento del príncipe Luis, que vinculaba el principado a la suegra del señor infante, de modo que a ella le pertenecía por el vínculo, porque sobrevivió mucho tiempo a su hermana la princesa, todos sabían que era a ella que debía volver el principado. Mostró después la donación que había hecho entre vivos a la infanta su madre, y cómo después también hizo testamento y dejó heredera a mi señora la infanta, su hija. Demostró luego que mi señora la infanta, en su testamento, lo había dejado al infante Don Jaime, y además que lo vinculó al señor infante Don Fernando si su hijo moría. Cuando todo esto estuvo demostrado, el señor infante, en público y en la ciudad de Clarenza, mandó cartas a todas partes, y de este modo todos se tuvieron por comunicado que, en derecho, el principado debía ser de su hijo, del infante Don Fernando, y que si su hijo faltaba debía ser suyo. De manera que todos le obedecieron como señor natural suyo y legítimo, y el señor infante los conservó con toda verdad y justicia.
Y ahora dejaré de hablaros del señor infante y volveré a hablaros de su hijo, el infante Don Jaime.
Lo cierto es que, cuando el señor infante hubo partido de Mesina, fleté una nave de Barcelona que se encontraba varada en el puerto de Palermo, que pertenecía a Don Pedro Desmont, para que viniese a Mesina y de Mesina fuese a Catania. Igualmente mandé a una dama de alcurnia, muy buena señora, que era del Ampurdán y que se llamaba mi señora Inés de Adri, y era viuda y compañera de mi señora Isabel de Cabrera, esposa del noble Don Bernardo de Sarria, pues con ella había venido, y había tenido veintidós hijos y era muy devota y buena.
Concerté con dicha noble mi señora Isabel y con dicho noble que me la dejaran y yo le encargaría el señor infante Don Jaime, hijo del señor infante Don Fernando. Por cortesía suya me la cedieron, y yo le encomendé dicho señor infante, ya que me parecía que ella debía saber mucho de niños, puesto que tantos había tenido, y por su bondad, y porque era de bueno y honrado linaje. Por otra parte, era una buena mujer que había pertenecido a la casa del señor infante Don Fernando, que mi señora la reina de Mallorca se la había mandado en cuanto supo que se había casado. Reuní además otras mujeres. El infante tenía una buena ama, de excelente complexión, que era de Catania, que le criaba maravillosamente; y además de su ama elegí otras dos, que, con sus niños, embarqué en la nave, a fin de que, si una fallaba, las otras estuvieran dispuestas, y por esto las embarqué con sus hijos, para que si hacían falta las tuviéramos.
De este modo ordené mi pasaje, y armé muy bien la nave, y embarqué ciento veinte hombres de armas, y de paraje y otros; y embarqué todo cuanto pudiéramos necesitar, tanto en víveres como para la defensa.
Cuando tuve preparada la nave en Mesina llegó una barca armada de Clarenza, que el señor infante mandaba al señor rey Federico, haciéndole saber la gracia que Dios le había concedido, y al mismo tiempo me lo mandaba decir a mí muy extensamente, para que yo lo pudiese contar al señor rey de Mallorca y a mi señora la reina y a todos su amigos; y mandábame cartas para que las llevase a mi señora la reina su madre, y al señor rey de Mallorca; y me hacía saber que me rogaba que pronto saliese de Sicilia. No cabe duda de que yo ya me hubiese marchado, pero lo hice con mayor alegría al conocer aquellas noticias. De modo que me fui por tierra a Catania, y mandé que la nave tomara vela en Mesina y viniera a Catania; y cuando yo llegué a Catania, a los pocos días llegó la nave, y ordené que embarcara todo el mundo.
Cuando quise embarcar al señor infante, Don Not de Novelles hizo reunir a cuantos caballeros catalanes aragoneses y latinos había en Catania, y todos los ciudadanos honrados, y delante de todos dijo:
—Señores, ¿vosotros reconocéis que éste es el infante Don Jaime, hijo del infante Don Fernando e hijo de mi señora Isabel, su esposa?
Todos dijeron que sí, que ellos habían estado en el bautizo y después le habían visto y reconocido siempre.
—Y estamos seguros que éste es él.
Después de esto, dicho Don Not mandó levantar escritura pública; y después repitió nuevamente las mismas palabras, e igualmente le respondieron, e hizo levantar nueva escritura. Luego púsolo en mis manos y en mis brazos, y quiso que yo le hiciera otra escritura, por la cual yo le daba por cumplido del juramento y homenaje que me había hecho, y en la que le otorgaba haber recibido el niño.
Hecho esto, lo llevé por la ciudad en mis brazos con más de dos mil personas que seguían, y lo puse en la nave. Y todos le santiguaron y bendijeron. Y aquel día vino un portador del señor rey a Catania, que traía de parte del señor rey dos pares de vestiduras de tejido de oro con plumas de diferentes colores, que el señor rey regalaba al señor infante. De modo que nos hicimos a la vela en Catania el primer día de agosto del año mil trescientos quince.
Cuando llegué a Trápani recibí cartas que me advertían que debía guardarme de cuatro galeras que el rey Roberto había armado contra mí para apoderarse de este infante, pues echaban cuentas que, si lo tenían, recobrarían la ciudad de Clarenza. Cuando lo supe, fortalecí más la nave, acrecentándola mucho en armamento, en gentes y en otras cosas.
Partimos de Trápani, y tuvimos un tiempo tal que hasta el día de Todos los Santos no tomamos tierra en Cataluña. Y os prometo que fueron noventa y un días, durante los cuales ni el infante, ni yo, ni mujer alguna de las que estaban salimos a tierra. Y si estuvimos veintidós días en la isla de San Pedro fue porque nos reunimos veinticuatro naves, entre catalanes y genoveses, resolvimos salir todos juntos de la isla de San Pedro, puesto que todos íbamos hacia poniente.
Sufrimos una tempestad tan grande que siete naves se perdieron, y nosotros y las demás estuvimos en gran peligro. Pero quiso Dios que el día de Todos los Santos nosotros tomásemos tierra en el puerto de Salou, con la circunstancia de que el mar ni por un instante molestó al niño ni a mí, que no salió de mis brazos mientras duró la tempestad ni de noche ni de día, pues tenía que sostenerle cuando se amamantaba, ya que el ama no podía sentarse de tan mareada como estaba, al igual que las demás mujeres.
Cuando estuvimos en Salou, el arzobispo de Tarragona, que se llamaba monseñor Don Pedro de Rocaberti, nos mandó todas las caballerías que necesitábamos, y dispuso nuestro hospedaje en el albergue de En Guanesc. Después nos fuimos en pocas jornadas a Barcelona, donde encontramos al señor rey de Aragón, que acogió muy bien al señor infante, al que quiso ver, y le besó y le bendijo.
Después nos fuimos, con lluvias y tiempo malo; pero yo había mandado hacer unas andas, en las que iban cómodamente el niño y el ama; y estas andas estaban cubiertas de tela encerada, y luego, encima, de un tejido colorado; y contaba con veinte hombres que, por turno, llevaban las andas, por medio de unas bandas que les colgaban del cuello; y empleamos veintitrés días para ir de Tarragona a Perpiñán. En Básquera encontramos a fray Roberto Saguardia con diez cabalgadores que mi señora la reina de Mallorca nos había mandado para que escoltasen al señor infante, de manera que ya no se separó de nosotros, junto con cuatro porteadores que nos mandó el señor rey, hasta que estuvimos en Perpiñán.
Cuando estuvimos en Való, para cruzar las aguas del Tec, todas las gentes de la población salieron a nuestro encuentro, y tomando las andas a cuestas los más principales, pasaron el río con el infante. Aquella noche, los cónsules y gran número de prohombres de Perpiñán, los caballeros y todos cuantos allí se encontraban vinieron junto a nosotros, y muchos más hubiesen venido, pero el señor rey de Mallorca se encontraba en Francia.
De este modo entramos en la villa de Perpiñán, donde se nos rindieron grandes honores; y nos fuimos al castillo, donde estaba mi señora la reina, madre del señor rey de Mallorca y del señor infante Don Fernando, y mi señora la reina, esposa del señor rey de Mallorca, y las dos, cuando vieron que nosotros empezábamos a subir al castillo, descendieron hasta la capilla del mismo.
Cuando estuvimos a la puerta del castillo, yo cogí en mis brazos al señor infante, y desde allí lo llevé con gran alegría hasta que estuve delante de las reinas, que estaban sentadas una junto a otra.
Y a todos nos conceda Dios tanta alegría como la que sintió mi señora la reina, su abuela, cuando lo vio tan agraciado y sano, con su cara sonriente y bella, vestido de paño de oro y con una capa a la catalana de piel, y con una hermosa capucha de la misma que le cubría la cabeza. Cuando estuve junto a las reinas, arrodilléme y les besé la mano a cada una, e hice que el señor infante besara la mano de mi señora la reina, su abuela. Cuando se la hubo besado, ella quiso tomarlo en sus manos y yo le dije:
—Mi señora, por vuestra gracia y merced no toméis a mal por lo que voy a deciros, pero mientras no me sienta descargado del cargo que sobre mí pesa no lo tendréis.
Mi señora le reina rióse y dijo que le parecía bien. Y yo dije:
—Mi señora, ¿está aquí el lugarteniente del señor rey?
—Señor —dijo ella—, sí; helo aquí.
Él se adelantó, y en aquella ocasión era lugarteniente Don Hugueto de Totzó. Luego pregunté si estaban el baile, el veguer y los cónsules de la villa de Perpiñán, e igualmente acudieron, con todos los caballeros y hombres notables de Perpiñán. Cuando todos estuvieron presentes, yo mandé comparecer a las damas, las amas, los caballeros e hijos de caballeros, y el ama de mi señor Don Fernando. Y delante las damas, reinas y de todos los demás les pregunté por tres veces:
—¿Reconocéis que este infante que yo tengo en brazos es el infante Don Jaime, primogénito del señor infante Don Fernando de Mallorca e hijo de mi señora Isabel, su esposa?
Todos respondieron que sí.
Esto pregunté yo por tres veces, y las tres veces contestaron que sí, añadiendo que, indudablemente, era quien yo decía. Cuando hube dicho esto, pedí al escribano que levantara acta, después de lo cual dije a mi señora la reina, madre del infante Don Fernando:
—Mi señora, ¿creéis que éste es el infante Don Jaime, hijo del infante Don Fernando, hijo vuestro, que éste engendró en mi señora Isabel, su esposa?
Y ella respondió:
—Sí, señor.
Igualmente lo dije tres veces, y en cada una me contestó que me daba por bueno y leal y libre, y que me absolvía de todo cuanto yo estuviese obligado con él y con su hijo. Y de esto igualmente se levantó escritura.
Cuando todo esto estuvo hecho, entregué en buena hora dicho señor infante Don Jaime; y ella tomólo y lo besó más de diez veces, y luego mi señora la joven reina tomólo, e igualmente lo besó muchas veces, y después cogiólo de nuevo mi señora la reina su abuela, y lo entregó a la señora Doña Perellona, que estaba junto a ella. Y salimos del castillo y me fui a la posada donde debía aposentarme, eso es, a casa de Pedro Batlle. Todo esto ocurrió por la mañana; y después de comer volví al castillo y entregué las cartas que traía del señor infante Don Fernando para mi señora la reina madre, y las que traía para el señor rey de Mallorca, y le dije todos los mensajes que se me habían confiado.
¿Qué os diré? Estuve quince días en Perpiñán, y todos los días iba dos veces a ver al señor infante, que tanto le eché de menos cuando me separé de él que no sabía qué hacerme. Y más tiempo hubiese estado si no fuera porque se acercaban las fiestas de Navidad, de manera que me despedí de mi señora la reina y de mi señora la reina joven, y de todos los de la corte, y pagué a todos cuantos me habían acompañado, y volví a mi señora Doña Inés de Adri, a su casa, cerca de Bañolas. Y mi señora la reina quedó muy complacida de mí y de todos los demás. Volvíme, pues, a Valencia, donde tenía mi casa, donde llegué tres días antes de Navidad, sano y alegre, con la gracia de Dios.
No pasó mucho tiempo que el señor rey de Mallorca volvió de Francia, y tuvo gran satisfacción al ver a su sobrino; y en seguida, como corresponde a buen señor, le ordenó, de acuerdo con mi señora la reina, su vida muy honorablemente, como corresponde al hijo de un rey.
No había transcurrido mucho tiempo que el señor infante Don Fernando mandó un mensaje al señor rey de Mallorca diciéndole que por mi conducto le mandase fuerzas de a caballo y de a pie.
Mi señora la reina, su madre, y el señor rey de Mallorca me mandaron decir que me preparase y que buscara buena compañía de a caballo y de a pie para llevarle, que él me haría llegar hasta veinte mil libras en Valencia para que reclutara la gente. Enseguida me preocupé de hacerlo, y a muchos extremos acudía con mis propios fondos. Pero no hacía quince días que había recibido tal mandato cuando me llegó un correo diciéndome que no interviniera, pues Don Arnaldo de Caçá, con la nave del señor infante, había llegado de la Morea, y que él, con dicha nave, reclutaría gente en Mallorca, por donde iba a pasar. Y de esta manera, en mala hora, revocaron mi partida.
Don Arnaldo de Caçá fue de unos a otros en Mallorca; pero tardó tanto y tanto, que el señor infante Don Fernando ya había muerto cuando él llegó a Morea; y ésta fue la mayor desgracia que el linaje de Aragón sufrió, perdiéndose un hijo de rey después de tanto tiempo. Y no os diré solamente que así lo estimó dicha casa, sino que por todo el mundo fue considerado como una gran desgracia, ya que era el mejor caballero y el más valiente que en aquellos tiempos fuese hijo de rey en todo el mundo, y el más recto, y el que mejor supo ordenar todos sus actos.
Su cuerpo fue traído a Perpiñán; y fue un gran bien que mi señora la reina, su madre, antes de saberlo, ya Dios la había llamado a su lado. Y bien puede decirse de ella que es una santa del paraíso, que no hubo en el mundo mujer más devota, ni tan humilde, ni mejor cristiana; de modo que ella subió al paraíso antes de que viera el duelo por su hijo. Y el cuerpo del señor infante Don Fernando fue colocado en la iglesia de los Predicadores en Perpiñán. Dios haya su alma y la ponga entre los santos de su gloria. ¡Amén!
Cuando él estuvo muerto, no pasaron dos meses que murió el otro príncipe, y desde entonces ocupó todo el país y lo tiene hoy en día en su poder monseñor Don Juan, hermano del rey Roberto.
Dios, por su gracia, haga que llegue el tiempo en que vuelva a este señor infante Don Jaime, a quien en derecho pertenece. Y Dios permita que yo lo vea, y que pueda, a mi vejez, ayudar con el poco poder y saber que Dios me ha concedido.
Ahora dejaré de hablaros de estos señores de la casa de Mallorca y volveré a hablaros del señor rey de Aragón y de sus hijos.
La verdad es que, viendo el señor rey Don Jaime de Aragón a sus hijos grandes, altos y sanos, mandó celebrar cortes en la ciudad de Gerona, en las que estuvo presente el señor rey Don Sancho de Mallorca y todos los barones de Cataluña. Y en ellas se decidió que decididamente mandase a su hijo el infante Don Alfonso a conquistar el reino de Cerdeña y de Córcega, que debe ser suyo, pareciéndole a él y a sus gentes que se le podía hacer gran cargo que no lo conquistara, puesto que llevaba tanto tiempo titulándose su rey. Al fin a todos les pareció acertado, y especialmente al señor rey de Mallorca, quien le ofreció que la armaría veinte galeras a su costa y expensas, y que le mandaría doscientos hombres de a caballo y muchos de a pie.
Cuando hubo hecho este ofrecimiento, todos los ricoshombres, y las ciudades, y los arzobispos, y obispos, y abades, y priores le ofrecieron valimiento, cada uno en cosa concreta; así, pues, fue tan grande el socorro que el señor rey encontró en Cataluña que fue una gran maravilla. Luego se fue a Aragón, y también le fue ofrecida gran ayuda; y lo mismo ocurrió en el reino de Valencia. ¿Qué os diré? Que en tal forma se esforzó todo el mundo que puede decirse que jamás mejor ayuda tuvo señor de sus vasallos como fue la que él obtuvo de los suyos.
Vínose luego en buena hora a Barcelona, y mandó maderar sesenta galeras y muchos leños armados, y fletó muchos leños y taridas, y ordenó acudieran de Aragón, del reino de Valencia, y del reino de Murcia, y de Cataluña los hombres que debían acompañar al señor infante. E igualmente el señor rey de Mallorca mandó hacer las veinte galeras nuevas, y ordenó los caballeros y las compañías de a pie que debían ir con ellos, y puso tabla de inmediato, de manera que, cuando las naves estuvieron hechas, ya estaban los hombres dispuestos. Igualmente, el señor rey Don Jaime de Aragón, y el señor infante Don Alfonso, y el señor infante Don Pedro iban de acá para allá preparando el viaje y procurando que todos se apresuraran.
Cierto es que cada uno está obligado a aconsejar a su señor todo lo bien que pueda, tanto el grande como el mediano, como el pequeño; y si por acaso hay alguno que no pueda decírselo al rey, si algo sabe o conoce debe decírselo a quien al señor rey se lo diga, o mandárselo decir por escrito, pues el señor rey es tan sabio que si comprende que se trata de algo bueno lo hará, y si no lo dejará, sin dejar de reconocer la buena intención de quien se lo haya propuesto, con lo que habrá tranquilizado su conciencia y habrá cumplido con su deber. Por este motivo, yo, cuando fue público el viaje, hice un sermón[66], que mandé por medio de Don Comí al señor rey y al señor infante, que sirviera para la ordenación del buen pasaje, que ahora oiréis. Y él se lo llevó a Barcelona, por culpa de que yo no estaba muy bien de salud.
En nombre del señor Dios, autor de la creación,
al modo de Guy Nanteuil, quiero haceros un sermón
en honor y alabanza de la casa de Aragón,
y rece, para que así sea, cada uno la oración
de la Virgen, y así ella a todos nos hará el don
de entendimiento y sentido, que provechosos nos son
en este mundo y el otro, y procuran salvación;
y vengan todos a ellos, conde, vizconde y barón,
el caballero, el burgués, el marino y el peón,
y así el pasaje a Cerdeña harán con más ilusión,
como si fuera su tierra y su sola provisión,
siguiendo al infante Alfonso, nuestro altísimo patrón,
que da a la España toda más honor y exaltación.
De levante hasta poniente, mediodía y septentrión,
temblará toda la gente que ya estuvo en sujeción
de su padre; los valientes del rey Jaime de Aragón.
Y quiero que todos sepan que éste es el león
del que habla la Sibila, con su insignia de bastón,
que ha de abatir el orgullo de una muy alta mansión;
y no os diré más palabras, que bien entendibles son.
Quiero que ahora sepáis qué se propone mi mente,
pues todo cuanto os predico se deriva solamente,
y de verdad os lo digo, de algo que es evidente.
Lo primero, la persona que sermonea a la gente;
lo segundo es el pueblo, que le escucha y le comprende;
lo tercero es el asunto del cual el sermón entiende.
Os diré a lo primero que subí alocadamente al alto de la tribuna,
sin saber exactamente el pro y el contra que impulsa este propósito ingente,
y he de razonarlo en forma que os parezca pertinente.
De lo segundo os diré que no murmure la gente;
todos debéis escuchar sencilla y tranquilamente,
meditando en lo que os diga, y muy sosegadamente,
que de poco ha de valer de manera diferente,
que el Evangelio ya dice que se pierde la simiente
que se tira entre abrojos, y entre piedras igualmente.
De lo tercero os diré que es bueno que se presente
el propósito que os digo del todo y distintamente;
y argumentaré mi prédica sencilla y muy brevemente
para que este viaje hagáis placenteramente.
Así, pues, mis argumentos escuchad, señor infante,
que ya mis largos trabajos me han enseñado bastante;
que haya visto tanto mundo no hay otro de mi talante,
y por eso, en el mar, dejad que os ponga delante
a vuestro predecesor, que fue espejo de asaltante.
No pongáis en vuestra escuadra, si queréis ser triunfante
en vuestros hechos, terceros, igual que se hacía antes.
Que hagan veinte galeras ordenad al almirante,
que ligeras como viento surquen el mar adelante.
De este modo, el ballestero, más aguijoneante;
sus armas, como un badajo, le impulsarán al instante,
y será, en la ocasión, cual peso de cabrestante,
que su arma, para él, le resuena como un cante.
Vuestra gente, mi señor, sea sin mezcla, arrogante,
que son todo corazón si en ellos no hay discrepante,
que su valor, de verdad, es como cristal brillante,
y nada hay en el mundo que como el coral le encante,
del que se pesca en Cerdeña, sólo el metal le va avante,
y os podrán, a vos, señor, con un libán arrastrante;
traeros gran cantidad y ponérosla delante.
Por esto he comenzado por lo que toca a la mar,
pues conviene la domine el que quiera conquistar
todo el reino de Cerdeña; y si lo hace, temblar
hará a toda la gente; y esto no puede alcanzar
si no lleva gente fresca que sepa herir y matar;
y nunca con los terceros se podrían concertar
pilotos y ballesteros, que son los que han de atacar;
ni proeles ni remeros los podrían aguantar;
que el ballestero de tabla muy a gusto debe estar,
que ni en el mar ni en la tierra se les debe contrariar,
y sobre este asunto mucho os podría contar,
con muy certeras razones que no hace falta alegar.
Por lo que, señor infante, Cristo os ha de guardar
si mantenéis muy en alto a la gente de la mar;
y así, poder y prestigio al almirante hay que dar,
y no dejéis que haya otro que les pudiera mandar,
salvo él, después de vos, y sólo así os han de honrar
y lograréis las empresas que quisiereis intentar,
que yo sé que cien galeras y más podríais armar,
y más leños y saetías que nadie pueda pensar.
Cincuenta naves, señor, sé que conduciréis,
leños, taridas de banda, y otras más chicas que habréis,
y en todas, si Dios lo quiere, a vuestra gente pondréis.
La tarea de embarcarla, llana y alegre la haréis,
cuando en Port Fangós llegada toda la gente tendréis.
Un día determinado, la más grande llenaréis
y, dispuestas en escala, las pequeñuelas pondréis.
De este modo, al enemigo que vigila evitaréis,
que no os puede causar daño, con tal que le vigiléis
pues con gente mala y falsa sabéis que os encontraréis
y así conviene, señor, que muy alertado estéis:
de ellos y sus palabras, conviene que no os fiéis.
Atracadas junto a tierra, vuestras galeras tendréis
y cuando estén colocadas en escala, mandaréis
aparejar, y ordenadas en guardia las dispondréis
y a cuatro leños armados vuestro estandarte daréis.
Que se haga con presteza y luego, ya no dudéis,
no os puede hacer ningún daño ningún hombre que no améis,
y mejor, si Dios os guarda, vuestra gente embarcaréis
y Él os dará honra y gloria y todo lo que querréis.
A su majestad, además he suplicado
que en una y otra galera quedara bien ordenado
que un proel y dos pilotos se atengan al cuidado
de un caballo sin que nada, para él, quede olvidado
y que cuanto necesita le sea bien procurado;
que el hombre de a tierra dentro, hasta que está acostumbrado,
con cuidarse de sí mismo tiene bastante y sobrado,
y hay que tratarle bien para cumplir lo mandado,
y así, cada caballo, irá fresco y reposado.
De modo que, el caballero, cuando ya esté acostumbrado,
allí donde está el caballo, debe ir él embarcado
con toda su compañía para estar bien preparado
y para que, su caballo, vaya muy bien equipado.
Si otra cosa hiciera, fuera muy equivocado
que el pasaje, como es corto, es alegre y regalado,
si siempre va el caballero del caballo acompañado,
que si lo tuviera lejos, iría mal arreglado,
y le habría de doler y habría de ser juzgado
como un loco si dejara su caballo abandonado,
y a cualquier lugar que fuera, fuera menospreciado.
Y para la gloria vuestra, podréis ordenar, señor,
todos los almugatenes y otro capitán mayor
de la almogavería, que son del mundo la flor,
que vayan en las galeras —diez compañías mejor—
y los otros donde puedan, donde les dicte el humor
y ya saldrán de las naves si lo requiere el honor.
Se servirá la comida según sea su valor,
que todos tengan bastante, el menor como el mayor,
que en todo barco ha de haber quien sea el ordenador;
bien repartidas las cosas, tienen muy mejor sabor.
Que en cada nave se embarquen, para producir terror,
tres ballesteros de turno, para que llore el peor.
Y trabucos y manganos (no lo olvidéis, por favor),
azadas, palas y layas, y un buen millar, labrador.
Un centenar de albañiles embarcaréis, de rigor,
herreros y carpinteros, que no temen el calor,
y luego ya, Dios mediante, no debéis sentir temor
que ni villas ni castillos encontraréis, mi señor,
que no se rindan a vos, si no quieren, con dolor,
o morir a vuestras manos, o bien perder el honor.
Cuando de esto sepamos todos, el cómo y el cuándo
y en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo,
y en el de su Santa Madre, que debéis recordar tanto,
y con gozo y alegría, y comunión de los santos,
durante el día y la noche, iréis todos embarcando
y ellos serán vuestra guardia, y en Mahón estará esperando
el rey bueno de Mallorca, que a todos irá invitando
sin que nadie decir pueda que algo estuvo faltando.
Y después, señor, cualquiera levante la voz, gritando:
—¡A la isla de San Pedro, es hora de ir bogando!
Refrescad a los caballos que se están debilitando,
y así, la armada nuestra, seguiremos preparando
para que puedan sus naves, a Cerdeña ir acostando.
¡Ay, el que vea este día, cómo estará disfrutando!,
viendo condes y vizcondes y barones embarcando,
bien armados y aguerridos y a los demás animando
para servir al infante, que todos van aclamando,
que de cuantos tiene el mundo ninguno vale tanto
y nadie le vio jamás males humores mostrando,
y ni existe en todo el mundo nadie mejor batallando.
Todos cuantos caballeros que van con vos, presurosos,
son vasallos naturales, honrados y valerosos,
cada cual de buen paraje y ninguno es engañoso
y, que cuente dos millares, no existe rey poderoso
que se pueda envanecer; ni que le sigan gozosos
más de diez mil almogávares que van con vos sin reposo
y, otros muchos sirvientes que, al pedir, son orgullosos
pues nada quieren: les basta su corazón generoso
y no esperan de lo vuestro, pues sólo encuentran honroso
saber que os son naturales, y así lo muestran gozosos
si alguien llega a atreverse contra su rey poderoso.
De modo, señor, que, cuando en Cerdeña hallen reposo,
os seguirán en el nombre del Trino Dios glorioso
y podréis ir por las tierras del Cáller victorioso,
combatiendo los castillos si se muestran revoltosos;
y atacarán las costas vuestros barcos presurosos
y en la misma empalizada que se alce, y en los fosos,
apoyarán sus escalas, como os conté, valerosos
y veréis los ballesteros disparar, tan animosos,
que en el aire han de abatir los pajarillos airosos.
¿Y quién será aquel que en Cáller se encuentre en aquel instante
que no sienta enardecerse su alma, y siga adelante
tras el valiente Carrós, de nuestra nave almirante?
¡No hay catalán de mar que se le ponga delante!
No existe en el mundo nadie a quien la empresa no espante
ni nadie que se atreviera a realizarla boyante
sólo con la gente suya, sin una ayuda importante
de extranjeros que la harían: más fácil, menos brillante.
¿Y cuánto ha habido en la tierra una nación tan pujante
que intente tal aventura sin sentirse vacilante?
¡Ay! cuando verán en Cáller cómo se alza arrogante,
en la cresta de los montes, su bandera llameante,
y verán toda la hueste, aguerrida y triunfante
de muy altos caballeros, con sus banderas delante!
Y después, en Estampaix, se atenderán; y arrogante,
ha de aparecer feliz, y muy alegre el infante
y de grado, o a la fuerza, con esfuerzo penetrante
entrará dentro de Cáller y ya, desde aquel instante,
no harán falta mis consejos, pues todos tendrán bastante
con su propio parecer, y con el de Dios delante.
Sólo una cosa, señor, me permito recordaros,
detalle del que, señor, no deberéis olvidaros:
ningún hombre del común, es bueno para guardaros
castillo, villa ni burgo; y esto no debo callaros
pues no saben qué han de hacer sus corazones avaros.
De lo que yo mismo vi, mucho podría contaros,
pues son muchas sus maldades que podría confirmaros,
y al igual que al rey Federico, lograrían apuraros,
pues es raza de ladrones que sólo piensa en robaros
y nunca os han de servir los que intentan engañaros
y al igual que a vuestros padres, querrían traicionaros.
Tantas faltas y delitos, Dios les hace pagar caros,
por lo que, de todos ellos, nunca debéis asustaros;
pero, de su parloteo, sí que debéis apartaros,
porque es falso, y en su engaño bien quisieran atraparos.
Al igual que de nosotros, de sardos podéis fiaros
que, si les sabéis guiar, ellos sabrán conservaros.
Poned hombres del Moncayo, que son sinceros y claros,
en Córcega, y os prometo, que bien han de resultaros.
Quiero ahora terminar cuanto llevo razonado.
Porque es luz y claridad, al santo Dios he rogado,
manténgaos, señor infante, muy en alto y bien guardado,
y de condes y vizcondes, de barones y prelados,
y de los padres bernardos, iréis bien acompañado;
y que podáis mandar pronto, con gozo muy extremado,
buenas noticias al rey, vuestro padre, que apenado
ha de estar si no recibe vuestro mensaje esperado.
Y, damas y caballeros, que tanto habéis escuchado
este discurso, rogad que pronto nos sea dado
recibir buenas noticias, de amigos y de privados
y a cada cual de su casa, Dios le tenga consolado.
Por lo que, puestos en pie, a todos os he rogado
que recéis tres padrenuestros, con gesto muy humillado,
a la santa Trinidad —su nombre sea alabado—
y a la santísima Virgen, la que vivió sin pecado,
para que ruegue a su Hijo, y así nos sea otorgado
que el buen nombre de Aragón siempre se vea exaltado
y de písanos y otros no pueda ser engañado
y siempre victorioso, y con san Jorge a su lado,
el alto señor infante, vaya siempre acompañado.
Y es cierto que este sermón mandé yo al señor rey y al señor infante Don Alfonso, para que se acordasen de lo que era menester que hicieran. Y, aun cuando mi consejo no fuera bastante, por lo menos era buena hacerles recordar las cosas, pues un consejo atrae otro mejor, cuando cada uno habla en pro y en contra del mismo. Por la gracia de Dios, todo cuanto dije en este sermón se cumplió a excepción de dos cosas por lo que quedé muy disgustado y lo estoy todavía y lo estaré por mucho tiempo. La primera fue que las veinte galeras ligeras no se hicieron, por lo que el almirante y la hueste hubieron de sufrir gran escarnio y enojo por las galeras de los písanos y los genoveses, que no hubieran tenido que aguantar si contasen con veinte galeras ligeras. La segunda fue que el señor infante, con toda su caballería e infantería cuando hubo tomado tierra, no se dirigió directamente a Cáller, él por tierra y la armada por mar, como hizo la escuadra; que si todos a un tiempo, por mar y por tierra, hubiéranse apoderado al momento de Cáller, antes que de Viladesgleies, y todas las gentes hubiesen estado sanas y frescas, y hubieron contado con sus ropas, y sus tiendas, y sus víveres y vino y brebajes y conservas que cada uno traía en las galeras; y yendo a Viladesgleies no pudieron servirse de nada de ello, cosa que les causó grandes incomodidades. De manera que fueron solamente estas dos cosas, cosa que lamenté muchísimo; pero, de todos modos, por la gracia de Dios, todo acabó bien, aunque hubiese podido ir mejor.
Ocurrió que cuando el señor rey y el señor infante hubieron recogido de sus reinos, condados y tierras cuanto les era necesario para el viaje, el señor rey, junto con los señores infantes, ordenaron que a un día fijo, todo el mundo, por mar y por tierra, fuera a Port Fangós. El día que estaba mandado, estuvo todo el mundo, e incluso antes, que era tanto el deseo que las gentes tenían de ir, que no hacía falta ir buscándolos por el país, sino que espontáneamente vinieron todos cuantos el señor rey y el señor infante habían ordenado que vinieran. Y no sólo vinieron estos, sino tres veces más, como pudo comprobarse al momento de embarcar que más de veinte mil hombres armados tuvieron que quedar en tierra, pues ni las naves, ni los leños, ni las taridas pudieron llevárselos.
De modo que, con la gracia de Dios, embarcaron todos; y el señor rey y mi señora la reina y todos los infantes estuvieron aquí, en Port Fangós; y el señor infante Don Alfonso se despidió del señor rey, su padre, y de mi señora la infanta, su esposa, y de mi señora la reina y los señores infantes. De este modo, en buena hora, el señor infante y mi señora la infanta, su esposa, embarcaron y todos los demás volvieron a sus asuntos.
Aquel día, tuvieron buen tiempo e izaron velas. Las veinte galeras de Mallorca y los leños, naves y taridas, que ya habían llegado a Port Fangós, izaron velas al mismo tiempo que dicho señor infante. Y el señor rey y mi señora la reina y todos se pasaron el día mirándoles surcar el mar, hasta que les perdieron de vista y luego se fueron a la ciudad de Tortosa y, la demás gente, cada cual a su lugar.
El señor infante Don Alfonso tuvo buen tiempo y se acercó a la isla de San Pedro con toda la armada. Cuando estuvieron todos reunidos, fuéronse a Palma de Sols y allí salió a tierra toda la caballería y la almogavería. Compareció en seguida el juez de Arborea con todas sus fuerzas, que le recibió como señor, al igual que gran parte de los sardos de la isla y, además los de la ciudad de Sásser, que se le rindieron. Esto se hizo de acuerdo con el consejo del juez por acuerdo del cual se decidió que el señor infante fuese a sitiar la ciudad de Viladesgleies, y esto lo hizo el juez porque desde la ciudad de Viladesgleies hacían a sus tierras mucho más daño que desde Cáller ni de ningún otro lugar.
De modo que el señor infante puso sitio a Viladesgleies y mandó al almirante, con toda la armada, a sitiar el castillo de Cáller, con el vizconde de Rocaberti, que ya lo tenía sitiado, al que, con doscientos caballos armados y dos mil hombres de a pie, había mandado el señor infante desde Barcelona anteriormente con sus naves. De este modo se situaron delante de Cáller y de este modo les tenían ocupados, pues todos los días se apoderaban de hombres y de grandes partidas de terreno que era de regadío. Cuando llegó el almirante, podéis creer que, entre el vizconde y él, les procuraron la peor suerte, a pesar de que dentro había más de trescientos hombres de a caballo y más de diez mil de a pie. Ahora dejaré de hablaros del vizconde y del almirante, que se entendían muy bien en todo, como correspondía a quienes eran primos hermanos, y volveré a hablaros del señor infante.
Cuando el señor infante tuvo sitiada Viladesgleies, les obligaba a combatir todos los días y les disparaba con trabucos. Les acosó de tal modo que les causaba grandes daños y tales desastres que no sabían qué hacerse. Pero, al mismo tiempo el señor infante y toda su hueste sufrieron tantas enfermedades que la mayor parte de su gente murió de enfermedad, y él mismo estuvo muy enfermo y seguramente llegara al extremo de morir si no fuera por los grandes cuidados que le prestó mi señora la infanta, pues a ella y a Dios debemos agradecer que conservara la vida. Y por más que el señor infante estuviera enfermo, jamás quiso apartarse del sitio, sino que, con la fiebre encima, se armaba y salía a combatir. De modo que gracias a su gran esfuerzo y buena caballería que realizó en la villa, la obligó a que se le rindiera, de manera que el señor infante y mi señora la infanta y toda la hueste entraron dentro de la ciudad de Viladesgleies y establecieron muy bien, allí, a nuestra gente y quedaron allí aquellos que el señor infante juzgó conveniente que se quedaran. De modo que dejó un capitán allí, y otro en la ciudad de Sásser.
Vínose luego a Cáller, y edificó delante del castillo de Cáller un castillo y una villa, y dio al castillo el nombre de Bonaire. Y tuvo tan fuertemente sitiado Cáller, que ni un hombre pudo salir, con lo que pudo comprobarse que si primero hubiese venido lo hubiese conquistado antes que no lo hizo con Viladesgleies.
¿Qué os diré? Que los de Cáller aguantaron esperando el socorro que tenía que llegarles de Pisa; y el socorro llegó a los pocos días de haber llegado el infante a Cáller.
El socorro fue así: el conde Ner[67] vino como jefe y se trajo más de mil doscientos hombres de a caballo, entre los cuales había ochocientos tudescos, que son tenidos por los mejores caballeros del mundo, y el resto eran pisanos; se trajo también más de seis mil hombres de a pie, a los cuales se habían mezclado los malvados sardos, que eran de la región de Caboterra, y sirvientes toscanos y marquesanos con lanzas largas, que cada uno vale por un caballero; y treinta y seis galeras, entre de písanos y de genoveses, y muchas tandas y leños que traían caballeros y caballos. Viniéronse a Caboterra, y allí desembarcaron la caballería, y todos los peones y cuatrocientos ballesteros que había. Cuando los hubieron desembarcado, todas las naves se fueron a la isla de Rossa, donde hay un buen puerto. Las taridas eran todas encastilladas y se pusieron al lado izquierdo dispuestas para la defensa.
Cuando esto estuvo hecho, las galeras vinieron hacia el castillo de Cáller, y el señor infante hizo armar treinta galeras solamente; y él en persona montó en las galeras y salió fuera para combatir con los pisanos y genoveses. Y aquéllos fueron tan corteses que ni siquiera quisieron esperarles, sino que se fueron como lo hiciera un caballero delante de un peón; de modo que todo el día estuvieron haciendo esto: que en cuanto el señor infante hacía bogar, ellos huían y luego volvían cuando les parecía. Hasta que el señor infante comprendió que no podía hacerles nada, y salió de las galeras y ordenó que se guardaran bien cada uno de los sitios, pues dentro del castillo había más de quinientos hombres de a caballo y más de doscientos que habían entrado de los que habían salido de Viladesgleies, según el pacto que se había hecho, permitiéndoles salir si le rendían Viladesgleies. De modo que la fuerza de adentro era importante, por lo que el señor infante pensó que de ningún modo podía permitir que los recién llegados se juntaran con los de adentro, y por esto estableció el sitio de manera que si los de adentro intentaban salir para ayudar a los de afuera, los del sitio les pudiesen combatir.
Mientras el señor infante ordenaba todo esto, las galeras de los genoveses y de los pisanos venían hacia las galeras del señor infante. El almirante desarmó todas sus galeras, excepto veinte, en las que subió, suponiendo que le esperaban para dar la batalla. Pero aquéllos no lo quisieron hacer, de modo que el almirante les mandó un mensaje diciéndoles que si querían combatir con él saldría a su encuentro con quince galeras; pero tampoco quisieron hacerlo. Entonces el señor infante y el almirante comprendieron que les hacían falta las veinte galeras que yo, en mi sermón, había dicho que tuvieran, y por cierto que, si las hubiesen tenido, no se hubiesen atrevido a haber venido las cuarenta galeras de pisanos y genoveses, pues mientras aquellas veinte se lo impedirían, las otras les atacarían por la espalda con lo que podéis comprender la falta que les hacían.
Ahora dejaré de hablar de las galeras y volveré a hablaros del señor infante y de sus enemigos.
Cuando el señor infante hubo ordenado, con el almirante, los asuntos de la mar y de todo el sitio, y hubo ordenado que el almirante fuese el capitán de todo dispuso quiénes eran los que tenían que ir con él; y no quiso llevar consigo más de cuatrocientos caballos armados y cincuenta caballos alforrados, y hasta dos mil hombres de a pie entre almogávares y sirvientes de mesnada. Cuando llegó la mañana y salió el sol, pensó en salir con la caballería y los hombres de a pie al encuentro del conde Ner, de modo que se situó entre él y el castillo, allí donde el conde Ner tenía que venir, dispuesto para la batalla. Estando así, vieron venir al conde Ner dispuesto en escuadra y ordenadas sus batallas y toda la gente, que era tanta como nunca tanta viniera en orden de batalla. El señor infante, que les vio, ordenó igualmente su batalla; dio la vanguardia a un hombre noble de Cataluña llamado Don Guillermo de Anglesola, y a él con su bandera, con toda la caballería muy compacta y la infantería del lado que vio que los enemigos tenían la suya.
¿Qué os diré? Las huestes se aproximaron, y el conde Ner, por consejo de un valiente caballero que se llamaba Orrigo y era tudesco y había escapado del sitio de Viladesgleies, y al que conocía el señor infante, ordenó que doce caballeros fuesen en compañía de dicho Orrigo tudesco, que no se preocuparan de otra cosa que de la persona del señor infante. Del mismo modo fue ordenado por el señor infante, que diez hombres de a pie no se apartaran de su estribo y que caballeros expertos guardasen su persona y su bandera, pues el señor infante no se separaba de su bandera.
¿Qué os diré? Cuando las dos huestes se hubieron acercado una de otra, cada uno embistió con mucha fuerza, de modo que jamás habéis visto batalla tan cruel ni en la que cada uno atacara con tanto vigor al otro como ocurrió en ésta. Tan fuertemente se embistieron los tudescos y nuestra caballería, que los doce caballeros que iban con Orrigo el tudesco llegaron hasta donde se encontraba el infante. El señor infante, que vio que aquéllos venían expresamente contra él, atacó el primero con la lanza, dándole tal golpe que lo traspasó hasta el otro lado y lo dejó muerto en tierra, luego echó mano a la maza y se corrió contra otro y diole de tal modo sobre el yelmo que llevaba que le hizo volar los sesos. ¿Qué os diré? Que, con la maza, dejó a cuatro muertos en tierra, y cuando la maza se rompió y echó mano a la espada, con la espada en la mano se abrió tal plaza que nada se le podía poner por delante. Cuando los siete caballeros, de los doce, vieron que cinco habían muerto en manos del señor infante y vieron las maravillas que estaba haciendo, acordaron herir todos al caballo del señor infante y así echarle por el suelo. Así lo hicieron, pues los siete atacaron a la vez y le mataron el caballo, y el señor infante, con el caballo, rodó por el suelo, y en aquel mismo momento mataron el caballo a su abanderado y la bandera cavó en tierra. Cuando el señor infante cayó al suelo, la espada le voló de la mano al caer, de cuya espada tenía sólo la mitad, pues la otra mitad ya había volado hecha pedazos. Dándose cuenta de la situación en que se encontraba, se deshizo de la silla y del caballo, que le había caído encima, del que pudo librarse por lo muy fuerte que era, y con el mejor ánimo que pueda tener en un hecho de armas caballero alguno que en el mundo haya, sacó el bordón que llevaba en el cinto, y viendo la bandera en el suelo, con el bordón en la mano levantó su bandera y la alzó, teniéndola abrazada. Con esto un caballero suyo llamado Don Berenguer de Boixadors se apeó de su caballo y cogió la bandera, entregando el caballo al señor infante, que montó rápido, mandando que cogiera la bandera un caballero. Cuando hubo alzado la bandera, se encontró con siete caballeros delante, y reconoció a Orrigo el tudesco, y con el pomo del bordón en el pecho, arremetió contra él, y diole tal golpe entre los pechos, que se lo pasó al otro lado, y cayó muerto en tierra, de manera que ya no le hizo falta volver a Alemania para contar las noticias de esta batalla.
¿Qué os diré? Que cuando sus compañeros vieron muerto a dicho Orrigo, quisieron huir; mas entre el señor infante y aquellos que con él estaban hicieron de manera que los doce quedasen en el campo, de cuyos doce, ocho murieron de mano del señor infante. Cuando éstos estuvieron muerto, el señor infante, con su bandera, cabalgó al frente; y entonces vierais hechos de armas que nunca como en esta jornada se pudieron ver, a pesar de ser tan poca gente. En esta embestida el señor infante se encontró con el conde Ner y le hirió con una lanza que había cogido a uno de sus sirvientes, de manera que, por el primer cuarto del escudo, lo echó en el suelo. Aquí hubo un gran hecho de armas porque, a la fuerza, los tudescos y los písanos montaron a caballo al conde Ner, que iba con diez heridas; y cuando se vio a caballo, mientras el revuelo era mayor, él se salió de la batalla, y junto con diez hombres de a caballo huyó hacia el castillo de Cáller; y encontró a la caballería del castillo de Cáller, que eran más de quinientos, que estaban fuera esperando ver qué ocurría, pues no se atrevían a ir a la batalla, pues, si lo hacían, el almirante podría atacarles por la espalda. Y es que el almirante no se separaba del sitio, de modo que cada cual atendía en su puesto. Cuando los de Cáller vieron llegar al conde Ner, dieron por perdida la batalla ¿Qué os diré? La lucha fue tan fuerte que, de una vez, los tudescos y los písanos que habían quedado lograron apoderarse de un cerro, y el señor infante, con los suyos, hizo lo mismo, de manera que parecía que se tratara de un torneo de solaz, en los que los unos aguardasen a los otros.
Ahora os hablaré de los hombres de a pie.
Cuando los almogávares y sirvientes de mesnada vieron comenzar la batalla a los caballeros, unos doscientos rompieron las lanzas por la mitad y metiéronse entre los caballos para destriparlos; los otros atacaron a su infantería, con tal dureza que, con los dardos, cada cual echó a uno por tierra y luego lanzáronse sobre ellos en tal forma que en pocas horas todos estaban derrotados o muertos; solamente en el estanque se ahogaron por encima de dos mil, y los otros murieron todos, pues los que huían o se escondían entre los matorrales para introducirse en la isla, si los sardos los encontraban, no dejaban uno con vida; de modo que todos murieron.
Cuando el señor infante y los suyos se sintieron un poco más tranquilos, lanzáronse todos, en pelotón, contra los enemigos. Aquéllos hicieron lo mismo, aparte de unos ochenta hombres de a caballo del conde Ner, que, cuando no le encontraron en tanto que la batalla era muy fuerte y dura, se volvieron a Cáller. Los demás siguieron combatiéndose, de modo que si la batalla fue dura en el primer asalto, más fuerte fue ahora entre tan poca gente. El señor infante resultó herido con un bordón en la cara; y cuando vio que le corría la sangre por el rostro y el pecho, se enardeció con el peor genio, y no hace falta que os diga que se lanzó como un león contra quienes le habían hecho daño, como él se lo hacía a ellos. ¿Qué os diré? Que con el bordón soltaba tales estocadas que ay de aquel que alcanzaba, pues con un golpe tenía bastante. ¿Qué os diré? Iba de acá para allá por el campo y nada resistía ante él; y tanto hizo, junto con los suyos, en poco rato, pues todos batallaban muy bien, ricoshombres, caballeros y ciudadanos, que aquéllos fueron todos vencidos y muertos, pues sólo escaparon los que se metieron en Cáller y otros que huyeron hacia su armada, más de doscientos; y ni aquellos mismos hubiesen escapado si no fuera por la preocupación que sentía el infante por lo que respeta al sitio.
Entonces, el señor infante y los suyos levantaron el campo y con gran alegría y ganancia se juntaron con la hueste. La escuadra de los písanos volvióse con gran pena y decidieron huir, y se fueron a Pisa con sus malas noticias. El señor infante mandó a Cataluña al señor rey, su padre, un leño armado y le hizo saber cómo se habían desarrollado los hechos; y requirióle para que le mandase veinte galeras ligeras para evitar el gran escarnio que recibía de los písanos y genoveses.
Cuando el señor infante estuvo de vuelta al sitio, no hace falta que os diga cómo apretó Cáller, pues todos los sardos que había en la isla y que no se habían rendido se entregaron a él; y el juez de Arborea compareció con todo su poder al segundo día que duraba la batalla y tuvo gran placer y gozo al ver la victoria que Dios había concedido al señor infante; pero le disgustó mucho que él y los suyos no hubiesen estado. Seguro que no fue por su culpa, pues cuando el señor infante entró en Viladesgleies, él había estado siempre en el sitio con todas sus fuerzas; y cuando el señor infante hubo tomado Viladesgleies, él se fue con su licencia y se volvió a su tierra para visitar los lugares; y en cuanto lo hubo hecho, reunió sus gentes y se vino a Cáller con todo su poder, así que, como veis, sólo se equivocó de dos días para poder tomar parte en la batalla.
Pero en cuanto estuvo con la hueste con todo su poder, entre el señor infante y él y el almirante y los otros prohombres, estrecharon tan fuertemente Cáller que metieron la muerte dentro de ella.
Ocurrió un día que, los de adentro, tuvieron que enterrar al conde Ner, que murió de las heridas recibidas, como gran parte de los que huyendo de la batalla habían entrado dentro. Pocos había que no trajeran señales reales en sus espaldas y hay que pensar que las señales reales consistían en buenas lanzadas y buenas estocadas que los del señor infante les habían hecho, pues con tales señales reales huyeron el conde Ner y los demás que de la batalla escaparon.
Cuando los de Cáller vieron la muerte del conde Ner y vieron el desastre en que se encontraban, un día, al mediodía, cuando hacía más calor y los de la hueste del castillo de Bonaire dormían y comían y lo mismo el señor infante y los demás, armaron sus caballos y preparáronse los de a caballo o de a pie, y salieron sin que los del sitio se diesen cuenta de nada. Los primeros que les vieron fueron unos pescadores catalanes que, al verles descender del castillo de Cáller, empezaron a gritar:
—¡Vía fuera! ¡A las armas! ¡A las armas! De modo que el señor infante, que lo oyó y que dormía con los espaldares puestos[68] se abrochó el yelmo de hierro y se puso el escudo al cuello y, como mandaba siempre que le tuvieran ensillados dos caballos, montó en uno de ellos y el primero que llegó a la puerta del asedio fue él, y enseguida con él acudieron más de dos mil sirvientes, ya almogávares, ya sirvientes de mesnada, ya hombres de mar; y asimismo acudieron caballeros, unos armados y otros sin armar. Hay que tener en cuenta que los catalanes y aragoneses tienen esta ventaja sobre los demás hombres, y es que los hombres de a caballo, siempre que están hostigando, van con los espaldares vestidos y con la capucha debajo del casco y tienen los caballos ensillados; y en cuanto oyen ruido no se ocupan de otra cosa, sino que cogen el escudo y el yelmo de hierro y montan en su caballo y se consideran tan bien armados como puedan estarlo otros caballeros con lóriga y coraza. Los hombres de a pie tienen cada uno su dardo y su lanza a la puerta de su albergue o de su tienda, y en cuanto tienen su dardo y su lanza ya se consideran armados con todas sus armas.
De modo que, en cuanto oyeron el ruido, enseguida se lanzaron contra sus enemigos, de modo que, dicho y hecho, fue una misma cosa. Los de Cáller se figuraban que tardarían en armarse tanto como ellos, por lo que se encontraron engañados cuando el señor infante y su caballería les salieron al encuentro tan rápidamente, de manera que antes de que llegaran ya estaban saliendo por las puertas del castillo de Bonaire, donde ellos pensaban entrar. De modo que el señor infante cayó sobre ellos tan esforzadamente que los de Cáller tuvieron que darse la vuelta. ¿Para qué daros mayores detalles? El señor infante, con el almirante, que es uno de los mejores caballeros del mundo, junto con los demás, se pusieron a descabalgar caballeros y a heridos con las lanzas, y cuando hubieron roto las lanzas, con las mazas en la mano vierais asestar los golpes más desesperados del mundo. De los peones no hace falta hablar, pues no hacían otra cosa que alancear a los hombres de a caballo y de a pie. Tanto hicieron que más de setecientos hombres de a caballo que habían salido no escaparon, y más de tres mil de a pie y más de doscientos de los otros, todos fueron muertos; y de los de a caballo y de a pie del señor infante no murieron más de veinte. De modo que si hubiesen tenido mayor campo (que no estuviera tan próximo el castillo de Cáller), no hubiera escapado ni uno de ellos. De manera que esta jornada fue tan buena como la de la batalla, para la destrucción de los del castillo de Cáller; y para que comprendáis cuán gustosamente se lanzaban los del señor infante, baste deciros que Don Gilaberto de Centelles y otros entraron mezclados con los enemigos en Cáller, hiriendo y acuchillando sin preocuparse de otra cosa que seguir arremetiendo contra ellos. Y por esto los písanos hicieron con ellos una gran maldad, pues después que les hubieron aprisionado dentro, los mataron. Tales maldades tienen por costumbre hacerlas como todos los hombres del común, cosa que desagrada a Dios y siente lástima por ellos.
Cuando el señor infante hubo metido a los que escaparon dentro del castillo de Cáller, se volvió alegre y satisfecho al sitio. Los de adentro quedaron con gran dolor, y enseguida mandaron un mensaje a Pisa haciéndoles saber lo que había ocurrido y pidiendo que les socorrieran, pues, de ahora en adelante, no veían manera de poder defenderse de las tropas del señor infante. Cuando los de Pisa tuvieron noticia de estas novedades, se vieron tan apurados que consideraron que estaban perdidos si, de un modo o de otro, no hacían las paces con el señor rey de Aragón y con el señor infante. Y tuvieron un consejo, en el que todos se pusieron de acuerdo y escogieron mensajeros, a los que otorgaron todo el poder necesario para tratar de esta paz.
Ahora dejaré de hablaros de ellos y volveré a hablar del señor rey de Aragón.
En cuanto el señor rey de Aragón recibió las noticias que el señor infante le remitió sobre la batalla que había ganado, mandó buscar entre Barcelona y Valencia veinte galeras ligeras.
Buscadas dichas veinte galeras, mandó repararlas en el acto y mandó abrir tabla en Barcelona para ocho galeras, en Tarragona para dos, en Tortosa para otras dos y en Valencia para otras ocho.
En cuanto a las ocho de Valencia, recibimos el encargo de armarlas el honorable Don Jaime Escrivá y yo; y así se cumplió, pues dentro de pocos días dichas ocho galeras de Valencia estuvieron armadas y fueron a Barcelona. Cuando estuvieron en Barcelona, todas las demás se prepararon, y ordenó el señor rey que fuese capitán de ellas el honorable Don Pedro de Bell-lloc, caballero bueno y experto que habitaba en el Valles. Dichas veinte galeras salieron de Barcelona, y a los pocos días estuvieron en Cáller; y cuando el señor infante las vio, tuvo una gran alegría, y los de dentro de Cáller se tuvieron por perdidos, pues bien comprendieron que, de ahora en adelante, no les quedaba esperanza de ayuda por parte de las galeras de Pisa ni de Génova, pues aquéllas las arrojarían de todo el mundo.
Sobre esto, llegó el mensajero de Pisa, que trató con micer Barnabó Doria, para hacer las paces entre la ciudad de Pisa y el señor infante Don Alfonso.
¿Qué os diré? Muchas formas de paz se trataron, pero el señor infante jamás quiso consentir que se hiciera la paz entre ellos si no se le rendía el castillo de Cáller. Por fin la paz se hizo de este modo: que la ciudad de Pisa tuviese el castillo de Cáller por el señor rey de Aragón, siendo la ciudad de Pisa su vasallo, debiendo restituir, de grado o a la fuerza, la plena potestad en cualquier momento que así lo demandara el señor rey de Aragón y el señor infante o cualquiera de sus procuradores e igualmente todos aquellos que les sucedieran; además, que la ciudad de Pisa renunciaba a todos los derechos que pudiese tener sobre la isla de Cerdeña o en cualquier lugar de la isla; por otra parte, que al castillo de Cáller no le quedase adscrito término alguno, sino únicamente la huerta que tenía a sus pies partida, o sea que la otra mitad pertenecía al castillo de Bonaire; además, que los písanos debían defender al rey de Aragón y los suyos contra los hombres que vinieran a causarles daño en la isla de Cerdeña; y el señor infante prometióles que, al igual que los demás mercaderes, pudiesen comerciar en toda la isla de Cerdeña y por todas las otras tierras del señor rey de Aragón, igual que lo hicieran otras personas extranjeras y que pagasen los mismos derechos que los mercaderes catalanes pagan en Pisa.
Cuando todo esto estuvo firmado y jurado por cada una de las partes, la bandera del señor rey de Aragón, con cien caballeros del señor infante, entró en el castillo de Cáller y fue colocada en la más alta torre del castillo de Cáller. Y de este modo la paz fue publicada y firmada, y las puertas de Cáller quedaron abiertas y todo el mundo pudo entrar; y los písanos y los pulieses[69] hicieron lo mismo en la hueste y en el castillo de Bonaire; y cuando todo esto estuvo hecho, el señor infante mandó a Don Berenguer Boixadors a Pisa con los mensajeros de Pisa para que la ciudad aprobase y otorgase cuanto se había hecho, y así, en efecto, lo aprobó y otorgó la ciudad.
Cuando los de Córcega supieron esto, los de Bonifacio y otros lugares de Córcega vinieron ante el señor infante y le rindieron homenaje, y de este modo el señor infante fue señor de toda Cerdeña y de toda Córcega; que si bien lo consideráis, mayor honor tuvo él con que fuese su terrateniente el común de Pisa y que los písanos fuesen sus vasallos, que si hubiese tenido el castillo de Cáller. Por otra parte, el castillo de Bonaire se pobló de tal manera que antes de que hubiesen pasado cinco meses estaba amurallado y lleno de casas, en las que vivían, nada más que de catalanes, más de mil hombres de armas, de manera que de ahora en adelante el castillo de Bonaire estaría siempre por encima del castillo de Cáller en el caso de que los písanos pretendieran insubordinarse.
Cuando todo esto quedó hecho, el señor infante, por consejo del juez de Arborea, dejó establecidos los lugares y las villas y dejó como procurador general al noble Don Felipe de Saluça, para que, con el consejo del juez, despachara los asuntos. Dejó de capitán del castillo de Bonaire y de toda aquella región al noble Don Berenguer Carrós, hijo del almirante; y capitán de Sásser a Sentmenat, y después hizo lo mismo con los demás puestos. Dejó como tesoreros de la isla al honorable Don Pedro de Libiá, caballero, y a Don Arnaldo de Caçá, ciudadano de Mallorca. Y cuando hubo ordenado todas las tierras y lugares, tanto de la isla de Cerdeña como de la de Córcega, dejó al noble Don Felipe de Saluça hasta trescientos hombres de a caballo de gente nuestra, con paga, y más de mil de a pie, quedando todos a sueldo del señor rey.
Hecho esto, se despidió del juez y del noble Don Felipe de Saluça y del noble Don Berenguer Carrós y de todos los demás y embarcó con mi señora la infanta y con toda la hueste, y toda la armada volvióse a Cataluña, sano y alegre y con gran honor.
Tomó tierra en Barcelona, donde encontró al señor rey y a mi señora la reina, y al señor infante Don Juan, arzobispo de Toledo, su hermano, y al señor infante Don Pedro, y al señor infante Don Ramón Berenguer, y al señor infante Don Felipe, hijo del señor rey de Mallorca, y a todos los caudillos de Cataluña, que se habían reunido para ordenar los socorros que transmitían al señor infante en Cerdeña. Y cuando el señor infante y mi señora la infanta hubieron tomado tierra en la costa, fueron el señor rey, y todos los infantes y mi señora la reina, y les recibieron con gran honor.
¿Qué os diré? La fiesta fue muy grande en Barcelona y por toda Cataluña y Aragón y en los reinos de Valencia, de Murcia y de Mallorca, y en el Rosellón, y todas las gentes lo celebraron en gran manera. En esta ocasión el señor rey y el señor infante concedieron grandes dones y gracias a todos los que habían venido con el señor infante, y cada uno de ellos, alegre y satisfecho, se volvió con sus amigos.
No transcurrió mucho tiempo y el señor rey de Mallorca enfermó, y a causa del calor se había establecido en un lugar que mucho le placía y que tiene por nombre Formigueras, y allí fue a morir.
Fue una gran desgracia, pues jamás nació señor con mayor sinceridad y rectitud que la que él tenía; y bien puede decirse de él lo que sería difícil decir de ningún otro: que nunca jamás estuvo en pecado mortal; y ésta es la pura verdad.
Hizo su testamento y dejó el reino y toda su tierra y todo su tesoro a su sobrino el señor infante Don Jaime, hijo que fue del señor infante Don Fernando; y si dicho infante moría sin hijo varón de legítimo matrimonio, que volviera al otro hijo que el señor infante Don Fernando tuvo con la otra esposa que tomó una vez que hubo conquistado Clarenza; pues se hizo traer a la sobrina del rey de Chipre y la tomó por esposa, la cual era, y es todavía, una de las más buenas y hermosas mujeres del mundo y de las más inteligentes, y la desposó, al igual que a la primera, cuando era niña y doncella, que no debía tener más de quince años. La verdad es que no vivió él con ella más allá de un año, pero dentro de este año nació este hijo, que su señora madre guarda en Chipre, pues cuando el señor infante Don Fernando dejó esta vida, ella se volvió a Chipre con dos galeras armadas. De este modo el señor rey de Mallorca vinculó el reino a aquel infante, si este señor infante Don Jaime moría, cosa que no quiera Dios, antes le dé vida y honor en el que pueda seguir viviendo, como corresponde a quien es la más sabia de las criaturas, dentro de su edad, que baya nacido desde hace más de quinientos años. Vinculó, además, dicho señor rey Don Sancho, por si los dos morían sin dejar hijo varón fruto de matrimonio legítimo, toda la tierra y todo su reino, para que volviera en este caso, al señor rey de Aragón.
Cuando hubo muerto, de Formigueras lo trajeron a Perpiñán, a la iglesia mayor, llamada de San Juan; y aquí le fue hecho muy honrosa sepultura, como correspondía a un señor tal, como era.
Tan luego como se realizó el entierro, pusieron a dicho señor infante en el solio real, y a partir de aquel día tomó su título, que era el de rey de Mallorca, y conde de Rosellón y de Confleent y de Cerdeña y señor de Montpellier, por lo que, de ahora en adelante, cuando hablemos de él, le nombraremos como el señor rey Don Jaime de Mallorca, a quien dé Dios vida y salud para su servicio y para que lo preste a sus pueblos, amén.
Ahora dejaré de hablaros de él y volveré a hablaros del señor rey de Sicilia.