Los turcos y turcoples, que comprendieron que de ahora en adelante la compañía no pensaría en marcharse del ducado de Atenas y que habían ganado a todo el mundo, decidieron marcharse. Los catalanes les dijeron que les darían tres o cuatro lugares, o más, del ducado, donde ellos quisieran y que les rogaban que se quedasen; pero ellos dijeron que por nada se quedarían y que puesto que Dios les había favorecido y todos eran ricos, querían volver al reino de Anatolia, con sus amigos. De manera que se fueron con gran honor y concordia los uno con los otros y se ofrecieron mutua ayuda si el caso se presentaba.
Dirigiéronse, con toda seguridad hasta Gallípoli, devastando y quemando todo lo que se les ponía por delante, sin temor a que nadie se les opusiera; en tal forma habían dejado el imperio los catalanes. En cuanto estuvieron en Boca de Aver vinieron contra ellos diez galeras genovesas contratadas por el emperador y les ofrecieron pasarles el brazo de Boca de Aver, que en aquel lugar no tiene mayor anchura que de unas cuatro millas; a esto se avinieron ellos después que les juraron sobre los Evangelios que seguros y a salvo les pasarían. En tal forma hicieron un viaje con la gente de menor categoría y, cuando los más honorables vieron que habían pasado a aquella gente, metiéronse en las galeras y, al entrar, quitábanse todas las armas (pues estaba convenido que los turcos se quitarían todas las armas y las entregarían a los genoveses), y los genoveses metiéronlas todas en una misma galera. Después, cuando los turcos estuvieron embarcados en las galeras, sin armas, los marineros se lanzaron sobre los turcos y mataron a más de la mitad y a los demás metiéronlos en los fondos. De este modo apresaron a más de la mitad de los mejores y los llevaron a Genova, y fueron vendiéndolos en Pulla y en Calabria y en Nápoles y en otros lugares. De los que quedaron en Gallípoli no quedó ni uno, pues el emperador hizo venir mucha gente de Constantinopla para que los mataran.
Y a veis cómo los turcos fueron destruidos, con mucha falsía y deslealtad por parte de los genoveses, que sólo escaparon aquellos que pasaron la primera vez, de lo cual fueron muy disgustados los de la compañía cuando se enteraron. Y ya veis qué final tuvieron los turcos.
Cuando los catalanes se vieron bien asentados en el ducado de Atenas y señores del país, mandaron sus mensajeros a Sicilia, diciendo al señor rey que si quería mandase a uno de sus hijos, que ellos lo jurarían como su señor y le entregarían todas las fuerzas que tenían, pues comprendían que no estaban bien sin señor después de que Dios les había hecho tanto bien. El señor rey de Sicilia reunió su consejo y les dio por señor al segundo de los hijos que tenía, o sea al infante Manfredo, y ellos se dieron por satisfechos; pero les dijo que era tan pequeño que no era todavía momento para que se lo mandara, de modo que juraran como señor al infante Manfredo y luego iría un caballero que sería su capitán en su lugar. Esto otorgaron los mensajeros y, en nombre de toda la compañía, juraron al infante Manfredo por señor. Y el señor rey nombró un caballero, llamado Don Bernardo Estanyol, que era del Ampurdán, para que se fuera con ellos y fuese capitán de la hueste y que tomase juramento y homenaje a todos; y el señor rey se lo mandó, con cinco galeras.
Cuando estuvieron con la compañía, éstos estuvieron muy satisfechos de lo que los mensajeros habían hecho y de Don Bernardo Estanyol, que como capitán venía; y recibiéronle por capitán y mayor, en nombre del infante Manfredo.
Durante largo tiempo rigió muy bien a la compañía y muy discretamente, pues se trataba de muy experto caballero, que hizo muy relevantes hechos de armas.
La compañía quedó ordenada del siguiente modo, teniendo por vecinos a cuatro grandes poderes, eso es, a saber: limitaban con los castillos y lugares del emperador, e igualmente limitaban con el Ángel, señor de la Blaquia, y por el otro lado limitaban con el déspota del Arca y por otra parte con el príncipe de la Morea. Y Don Bernardo Estanyol ordenóles de manera que, cuando estaban en guerra con uno de ellos, hacían treguas con los otros, y una vez habían devastado su país con la guerra, hacían treguas con él y empezaban la guerra con uno de los otros. Y esta es la vida que siguen llevando, pues ellos, sin guerra, no podrían vivir.
Más adelante, Don Bernardo Estanyol murió de enfermedad, y ellos pidieron al señor rey de Sicilia que les mandase un nuevo gobernador. El señor rey mandó venir de Cataluña a su hijo Don Alfonso Federico, que estaba educándose con el señor rey de Aragón, y de Cataluña se trajo buen cortejo de caballeros e hijos de caballeros y otras gentes, y embarcó en Barcelona y se vino a Sicilia, dando gran satisfacción al rey su padre cuando le vio tan crecido y de tan lindo talle. Le proveyó muy bien, y, dándole diez galeras, lo mandó a la compañía como jefe y mayor, de parte del infante Manfredo, y cuando estuvo allí los de la compañía se sintieron muy satisfechos y le recibieron muy bien; y él les rigió y fue su señor, y sigue siéndolo todavía, en forma muy inteligente y certera.
No tardó mucho tiempo que el infante Manfredo murió, y entonces el señor rey mandó decir que, puesto que el infante Manfredo había muerto, de ahora en adelante tuviesen al señor infante Don Alfonso Federico por jefe y por señor; y la compañía quedó muy complacida. Enseguida buscáronle esposa, y diéronle como tal a la hija de micer Bonifacio de Verona, a quien pertenecía todo lo que micer Bonifacio tenía, a saber, la tercera parte de Negroponto y más de trece castillos en tierra firme, en el ducado de Atenas. De modo que hubo esta doncella por esposa, que era hija de aquel noble señor que fue el hombre más sabio y más gentil que jamás haya nacido y por cuya bondad he de contaros cuánto honor le hizo el duque de Atenas.
De modo que Don Alfonso Federico tuvo por esposa a esta gentil señora, que, por parte de padre, procede de los hombres de sangre más noble que pueda haber en Lombardía, y la madre, que fue esposa de micer Bonifacio, era hija de la más noble familia de la Morea, y por su esposa tuvo micer Bonifacio la tercera parte de Negroponto.
De esta señora tuvo Don Alfonso Federico muchos hijos y resultó ser la mejor señora y la más inteligente que hubiera en aquel país, y, sin duda, es una de las más perfectas cristianas de este mundo. Yo la vi en casa de su padre, de niña, que tendría alrededor de los ocho años, cuando estuvimos presos con el señor infante, y en casa de micer Bonifacio estuvimos con el señor infante de Mallorca cuando estuvimos prisioneros.
Ahora, de aquí en adelante, dejaré de hablaros de Don Alfonso Federico y de la compañía, pues no me arriesgaría a hacerlo, ya que, desde que he venido a Calabria y a Cataluña, ellos están tan lejos que tendría que hablar a ciegas de sus acciones, y yo no quiero que haya en este libro nada que no sea la pura verdad. Dios permita que hablen y obren bien, que en sus acciones no me he de entremeter de ahora en adelante. Pero lo que sí quiero es contaros el honor que el duque de Atenas, que dejó sus tierras al conde de Brenda, le hizo un día; y eso quiero contarlo para que reyes y ricoshombres lo tomen como ejemplo.
La verdad es que el duque de Atenas es uno de los más nobles príncipes que pueda haber en el imperio de Romanía, no siendo rey, y de los más ricos.
Antiguamente hubo dos hermanos, hijos del duque de Braiman, que por la santa Iglesia de Roma pasaron a Ultramar con gran caballería y mucha gente y naves, que habían embarcado en Brindisi y en Venecia, y el invierno alcanzóles en el puerto de Clarenza. En aquel momento las gentes de aquel país eran rebeldes a la Iglesia, y estos dos señores mandaron mensajeros al papa diciéndole que si les concedía el principado de la Morea y el ducado de Atenas ellos aquel invierno los conquistarían, ya que, con el invierno, tampoco podían seguir más adelante. El papa, con gran agrado, otorgóselo, de modo que aquellos dos conquistaron todo el principado de Morea y el ducado de Atenas. El mayor fue príncipe de Morea y el otro duque de Atenas, y cada uno tuvo su tierra franca y libre y dieron a sus caballeros, a unos, castillos, y a otros, caseríos y lugares, de modo que muy pronto se vio poblada de caballeros franceses, que hicieron venir a sus esposas y a sus hijos, ya que ellos mismos cuidaron de que vinieran de Francia. Luego, siempre los que han estado con ellos, toman por esposas a las hijas de los más altos barones de Francia, de modo que en línea recta son hombres nobles y de preclara sangre.
Ocurrió que el buen duque de Atenas, que, como ya os he dicho, dejó la tierra al conde de Brenda, quiso recibir la orden de caballería, e hizo convocar cortes por toda su tierra y mandó que el día de san Juan de junio todos cuantos hombres honrados había en su ducado estuviesen en la ciudad de Estives, donde él tomaría la caballería; y lo mismo mandó a los prelados y demás gente notable; y luego hizo pregonar por todo el imperio, los dominios del déspota y por la Blaquia, que quien quisiera ir a verlo recibiría gracias y dones de su parte. Y así fue mandado por las cortes, seis meses antes de que se celebraran.
Es el caso que el señor de Verona, que es una buena ciudad de Lombardía, tuvo tres hijos, y a uno de ellos, o sea al mayor, le heredó de todo cuanto tenía; a aquel que venía después le preparó con treinta caballeros y con treinta hijos de caballeros, y los mandó a Morea, al duque de Atenas; y el que entonces era duque de Atenas, padre del de que ahora os hablo, recibióle con gran benevolencia y diole mucho de lo suyo, y le hizo gran ricohombre, y le dio esposa con grandes riquezas; y fue muy sabio caballero y tuvo dos hijos y dos hijas de su esposa. Cuando los hermanos supieron lo bien que le iban las cosas, micer Bonifacio, que era el menor, dijo a su hermano mayor que él quería ir a Morea con su hermano; y a su hermano le plugo y le ayudó lo mejor que pudo. Micer Bonifacio tenía nada más que un castillo, que su padre le había dejado, y lo vendió para poderse equipar mejor, y equipóse con diez caballeros y con diez hijos de caballero y fue armado caballero por su hermano mayor, pues más le valía ir como caballero que como escudero, pues en aquella parte el hijo de un ricohombre no merece ninguna consideración mientras no es armado caballero, y por esto él se hizo caballero por mano de su hermano.
Partió de tal modo de Lombardía y vínose a Venecia, y aquí embarcó y se dirigió al ducado de Atenas. Cuando estuvo en el ducado compareció delante del duque, que le recibió muy bien, y se encontró con que su hermano había muerto hacía un mes y que habían quedado dos hijos y dos hijas. El ricohombre viose perdido, pues sus sobrinos de poco le servían, pues los que eran sus tutores no le podían dar nada de lo que era de sus pupilos, de manera que ya podéis suponer cómo se sintió de desamparado. El buen duque de Atenas, que le vio tan desconsolado, consolóle y dijóle que no desmayara, que él le recibiría en su casa y en su consejo, junto con todos aquellos que con él habían venido. De este modo el ricohombre se sintió totalmente restablecido, y el duque de Atenas mandó que se le inscribiera en su ración, buena y bastante, para él y toda su compañía.
¿Qué os diré? Con esta vida siguió más de siete años, sin que hubiera en la corte del duque quien más apuestamente vistiera ni quien mejor se presentara que él y toda su compañía, de manera que daba mayor realce a toda aquella corte. El duque de Atenas tenía muy en cuenta su buen juicio y correcto comportamiento, y aun cuando no lo aparentaba, estimaba como muy bueno y sabio su consejo.
En aquella ocasión, cuando se acercaba la reunión de corte que el duque había convocado, cada uno se esforzaba en hacerse trajes para sí y para su compañía, para hacer honor a la corte, y se hacía acompañar de juglares. ¿Qué os diré? El día en que se reunió la corte no hubo nadie mejor vestido ni más honrosamente de como lo estuvo micer Bonifacio y su compañía, con más de cien antorchas que le acompañaban, y todo esto lo hizo empeñando la ración que más adelante tenía que recibir.
¿Qué os diré? La fiesta empezó muy grande, y cuando estuvieron en la iglesia mayor, donde el duque debía tomar la orden de caballería, y el arzobispo de Estives decía la misa, y sobre el altar estaban las armas del duque, todo el mundo estaba esperando que el duque tomara caballería de por sí, y maravilláronse, pues el rey de Francia y el emperador a gran honor tuvieran que de ellos quisiera recibir la caballería.
Pero, mientras todos estaban esperando, él mandó llamar a micer Bonifacio de Verona, que compareció enseguida, y el duque le dijo:
—Micer Bonifacio, sentaos aquí, junto al arzobispo, que yo quiero que seáis vos quien me haga caballero.
Y micer Bonifacio dijo:
—¡Ah, señor! ¿Qué es lo que estáis diciendo? ¿Hacéis escarnio de mí?
—Seguro que no —dijo el duque—, pero quiero que así sea.
Y micer Bonifacio, que vio que lo decía con ánimo de cumplirlo, acercóse al altar y al arzobispo, y allí él hizo caballero al duque.
Cuando le hubo hecho caballero, el duque dijo delante de todos:
—Micer Bonifacio: Es costumbre de todos los tiempos que aquellos que hacen caballeros obsequien a los caballeros nuevos que hacen. Pero yo quiero hacer todo lo contrario: vos me habéis hecho caballero y yo os doy en este momento cincuenta mil sueldos de renta en tornasas, para siempre, a vos y a los vuestros, desde este día en adelante, todos en buenos castillos y lugares, que serán vuestros y de los vuestros en franco alodio y de los que podréis usar según sea vuestra voluntad. Y aún más, os doy por esposa la hija de cierto barón, que ha seguido en mi poder, y que es dueña de la tercera parte de la isla de Negroponto.
De este modo, como veis, le heredó en un día y en una hora, con lo que fue el más honrado en un día, pues desde hacía mucho tiempo ningún príncipe había hecho cosa semejante, de modo que fue algo nuevo y extraordinario.
Después de esto micer Bonifacio vivió rico y opulento, y cuando murió el señor duque, le encomendó su alma y le hizo procurador del ducado hasta que llegó el conde de Brenda. Y ya podéis haber comprendido de quién era hija la esposa de Don Alfonso Federico.
Ahora dejaré de hablaros de todos los hechos de Romanía y volveré a hablaros del señor rey de Aragón y del señor rey de Mallorca y del señor rey de Sicilia.
Cuando el señor rey de Aragón hubo quitado el reino de Murcia al rey Don Fernando de Castilla, que era hijo del que fue rey Don Sancho, y hubo devastado gran parte de toda Castilla, el señor infante Don Pedro y otros vieron que la guerra con Aragón no les resultaba provechosa, especialmente Don Enrique, que era muy experimentado y conocedor, y trataron la paz con el señor rey de Aragón. Resultó que la paz se estipuló de la siguiente forma: el hijo mayor del señor rey de Aragón, llamado el infante Don Jaime, debía tomar por esposa a la hija del rey Don Fernando, en cuanto estuviera en edad para ello, y de inmediato fue entregada al señor rey de Aragón, que la hizo educar en su reino, y el señor rey de Aragón devolvió el reino de Murcia al rey Don Fernando, salvo aquella parte que pertenecía a su conquista, que el rey Don Jaime, su abuelo, había entregado en dote, junto con una de sus hijas, a Don Manuel, hermano del rey Don Alfonso de Castilla. Luego aquella señora murió sin hijos y las tierras debían volver al rey de Aragón, y por la gran amistad que el rey Don Jaime tenía con el rey Don Alfonso, su yerno, y con el infante Don Manuel, que igualmente había sido yerno suyo, permitió que siguiera disfrutándolas Don Manuel. Y ahora el señor rey de Aragón quería recobrarlas: eso es, Alicante, Elche, Aspe, Petrer, el valle de Elda y de Novelda, y la Mola Crevillente, Favanella, Callosa, Orihuela y Guardamar.
Cuando el señor rey Don Jaime tuvo hecha y firmada la paz, pensó que, puesto que estaba en paz con todos, podía atacar a los sarracenos, eso es, al rey de Granada, que había roto la tregua cuando el rey de Castilla se separó de él. De lo cual se quiso vengar y convino con el rey de Castilla que fuesen ambos contra el rey de Granada, de la siguiente forma: que el rey de Castilla fuese con todo su poder a sitiar Altzehira de Alhadre; y el señor Don Jaime, rey de Aragón, fuese a sitiar la ciudad de Almería. Y así fue ordenado y jurado por cada uno de los reyes que esto se cumpliría en día fijo y que ninguno debía abandonar la guerra ni su sitio sin acuerdo del otro. Todo ello fue acertadamente acordado a fin de que el rey de Granada tuviese que dividir en dos partes a su gente.
Así se cumplió, de manera que el rey de Castilla fue a sitiar Altzehira de Alhadre, y el señor rey de Aragón la ciudad de Almería, que es ciudad muy importante; y el sitio, que duró más de nueve meses, lo mantuvo el señor rey de Aragón con trabucos y manganos y con todos los artefactos adecuados para mantener un sitio, pues el señor rey de Aragón fue allí muy bien pertrechado, con muchos ricoshombres y barones de Cataluña y Aragón. Entre otros, vino con él el infante Don Fernando de Mallorca, muy ricamente pertrechado, con cien caballos armados y muchos hombres de a pie y con galeras y leños que traían los caballos y víveres y compañías y trabucos, pues el rey de Mallorca quiso que viniera en ayuda del señor rey de Aragón bien equipado de todo, como pertenecía a quien era: uno de los mejores caballeros del mundo; y así demostrólo en todos los lances en que tuvo que intervenir durante el sitio, pues entre otros hechos tuvo por tres veces que enfrentarse con los moros y de todo el mundo tuvo que ser loada la caballería del infante Don Fernando.
Ocurrió un día, la víspera de san Bartolomé, que cuantos moros había en el reino de Granada se juntaron para ir contra el señor rey de Aragón por culpa del rey de Castilla, que levantó el sitio que tenía puesto, sin dar noticia al señor rey de Aragón. Y fue una gran falta del rey de Castilla el no hacerlo saber al señor rey de Aragón, a causa de lo cual se produjo una gran aventura, pues el señor rey de Aragón se vio sorprendido al ver que tanta gente se le venía encima, cosa que él no podía sospechar. De modo que todo el poder de Granada cayó, la víspera de san Bartolomé, sobre la hueste del señor rey de Aragón[62], y el señor rey vio que era un poder tan grande que mucho le sorprendió, pero, lejos de desmayar, ordenó al señor infante Don Fernando que estuviera con su compañía cerca de la ciudad de Almería, para que nadie saliera de la ciudad, y que si alguien salía, atacase el sitio mientras ellos combatirían a los sarracenos y el señor infante mantendría la defensa.
Y quiero que sepáis que aquel punto era el más peligroso, por cuyo motivo el señor infante se avino a mantenerlo, pues, de no ser así, no lo hubiese aceptado.
¿Qué os diré? Cuando el señor rey estuvo dispuesto con toda su hueste para atacar la hueste de los sarracenos, de dentro de Almería salió por el espolón que daba al mar, entre los despeñaderos, el hijo del rey de Godix, con más de cuatrocientos hombres de a caballo y mucha gente de a pie.
Cundió la alarma por las tiendas, y el señor infante, muy bien arreado con su compañía completa y sus caballeros, salió ordenadamente. Cuando los moros hubieron cruzado el espolón, el hijo del rey de Godix, que era muy buen caballero y era uno de los mejores del mundo y hombre fuerte, salió el primero, gritando con la azagaya en la mano:
—¡Ani ben e soltan!
Y otra cosa no le salía de la boca. El infante Don Fernando preguntó:
—¿Qué dice?
Y los truchimanes que estaban cerca le dijeron:
—Señor: dice que es hijo de rey.
Y dijo el señor infante:
—¡Y yo hijo de rey!
Y arremetió contra él, y antes de que pudiera acercarse, había matado a más de seis caballeros con la lanza y la había roto. Echó mano a la espada, y con ella en la mano se hizo abrir paso hasta que llegó junto aquel que gritaba que era hijo de rey, y aquél, que le vio llegar y supo que era el infante, vino con él y, con la espada, le dio golpe tal que el primer cuarto del escudo le echó por el suelo, pues fue un golpe sorprendente. Y gritó:
—¡Ani ben e soltan!
Y el señor infante diole tal golpe en la cabeza con la espada que se la partió hasta los dientes, y cayó muerto en tierra. Al acto los sarracenos se dieron por vencidos, y aquel que pudo irse por el espolón salvó la vida, y los demás murieron todos. De este modo el señor infante pudo llevar a cabo lo que se había propuesto con respecto a los de la ciudad.
En tanto se producía este tumulto en el espolón, los moros de la hueste se prepararon para atacar, y el señor rey quiso también embestir; pero Don Guillermo de Anglesola y Don Alberto de Mediona se apearon del caballo y, cogiendo por el freno el caballo del señor rey, le dijeron:
—Señor, ¿qué vais a hacer? No hagáis nada, que en la delantera ya habrá quien cumplidamente lo haga.
Y es que el rey tenía tantas ganas de atacar que poco le faltó para que su corazón no estallara, pero él mismo había elegido estos dos hombres y otros para acaudillar, y por esto tuvo que someterse; que de no ser así, no lo soportara.
La delantera del rey atacó a los moros y los pusieron en derrota. Seguro que aquel día hubiesen entrado en Granada, y matado toda la caballería, pero por la duda del sitio y de que no viniesen de otro sitio, hubo que detener la persecución, no sin que aquel día no muriesen un sinfín de moros a caballo y de a pie, que esta fue la mayor hazaña que nunca se hiciera y la mejor de las victorias.
A partir de aquel día los moros temieron tanto a los cristianos que no se atrevían ni a mirarlos.
¿Qué voy a deciros? El señor rey se volvió con toda su gente, con gran satisfacción y alegría, a las tiendas, donde encontró al señor infante Don Fernando, que había hecho armas como el mismísimo Roldán no pudiera hacerlas si allí se encontrara. Y al día siguiente celebraron cumplidamente la fiesta de san Bartolomé, apóstol.
Cuando el rey de Granada vio la maravilla que el rey de Aragón y los suyos habían logrado, diose por perdido, pues nadie podía imaginar que ellos tuvieran tan grande fuerza y tan excelente calidad. Mandó sus mensajeros al rey de Aragón mandándole decir que le rogaba levantase el sitio; que se diese cuenta que el invierno se le venía encima y que bien veía que se estaba esforzando por gente en quien no encontraría ninguna buena disposición, ya que los castellanos habían levantado el sitio sólo para que él y sus gentes se perdieran. Por lo cual le rogaba que aceptara que él firmara treguas y que le prometía que, en todo tiempo y lugar, él sería su aliado contra todos los hombres del mundo y, además, que en su honor libertaría a todos los cautivos cristianos que tenía, que eran en gran número.
Cuando el señor rey hubo escuchado a los mensajeros, llamó a sus consejeros y les expuso lo que el rey de Granada le había mandado decir; y finalmente le dieron el consejo de que se volviese a su tierra, por tres razones: la primera, porque el invierno se le venía encima; la segunda, por la gran deslealtad que los castellanos habían tenido con él; la tercera, por los cautivos cristianos que el rey de Granada retenía, que eran cosa mucho más importante que si hubiese tomado dos ciudades de Almería. Así fue acordado, y la tregua se firmó, y el señor rey mandó embarcar a toda su gente con todo lo que les pertenecía, y volviéronse, unos por mar y otros por tierra, al reino de Valencia.
Con esto podéis comprender el gran interés que sentía el señor rey en acrecentar y multiplicar la santa fe católica, puesto que en aquella conquista, que no le pertenecía, fue a mantener un sitio, y podéis estar seguros que si el reino de Granada perteneciera a su conquista, hace mucho tiempo que sería de los cristianos.
Cuando esto estuvo hecho, el señor rey se fue al reino de Valencia, y el señor infante Don Fernando, con sus gentes y sus galeras, volvióse al Rosellón con el señor rey su padre, que tuvo gran satisfacción al verle, y especialmente cuando comprobó que tan perfectamente había cumplido su trabajo.
Ahora dejaré de hablaros del señor rey de Aragón y volveré a hablaros del señor rey de Castilla.
La verdad es que, en los tiempos en que el señor rey de Aragón fue a Almería, el señor rey de Sicilia, su hermano, no estaba en paz, antes al contrario, le ocurría aquello que se dice en Cataluña, que «a veces no sabe uno de dónde le vienen los males y los apuros». Y así le ocurrió al señor rey de Sicilia, que estando en buena paz le ocurrieron muchos afanes; pero todo cuanto le sucedió lo aguantó en honra de Dios y de la santa fe católica. Ahora os contaré lo ocurrido.
Como antes os conté, el almirante Don Roger de Lauria tenía la isla de Gerba, y cuando el almirante murió, Don Rogeró, su hijo, conservó la isla, y por culpa de los oficiales la isla se rebeló contra Don Rogeró; éste, con la ayuda del señor rey, que le había prometido una de sus hijas por esposa, que tuvo de mi señora Sibilia de Solmella antes de que tuviera esposa, se fue a Gerba con seis galeras y con muchos leños armados. El castillo de Gerba estaba sitiado, pues el rey de Túnez había mandado con tal fin a Leianí, un gran moabita de Túnez, con una hueste de cristianos y sarracenos que lo asediaban disparando con cuatro trabucos, y hacía más de ocho meses que lo tenía sitiado. Cuando Don Rogeró llegó a Gerba con las galeras, Leianí tuvo miedo de que se metiera en el paso de la isla que está entre ésta y la tierra firme, y veía que, de hacerlo, le privaba de aquel paso y estaban todos perdidos. De manera que levantó el sitio y volvióse a Túnez. Don Rogeró, cuando vio que se había ido, mandó a por los viejos de la isla, les reconcilió, y castigó aquellos que eran culpables.
Es de saber, ahora, que Gerba es una isla poblada de buena gente de armas, pero dividida en dos facciones: una tiene por nombre Moabia y la otra Mistoua; y estas dos facciones son como los güelfos y gibelinos que hay en la Toscana y en Lombardía. Se han extendido tanto la Moabia y la Mistoua que dominan por toda Frequia en tierra firme, y están en ellas tanto alárabes, como moabitas, como bereberes, y en cada una de las facciones se cuentan más de cien mil personas. El jefe de cada una de estas banderías está siempre en Gerba, pues allí empezaron y se mantienen todavía, y dan favor y ayuda a todos los que pertenecen a su bando, y esto ocurre igual por las dos partes. Y la casa de Ben Simomem es cabeza, en Gerba, de la Moabia, y son gente muy leal y buena respecto a los cristianos.
Cuando Don Rogeró hubo reconciliado la isla, se volvió a Sicilia, donde debía celebrar su matrimonio. Y el rey Roberto citóle para que fuese a verle a Nápoles, puesto que en Calabria tenía más de veinticuatro castillos. Y él se fue a Nápoles, y allí cogió una enfermedad y murió, cosa que fue una gran desgracia, pues de haber vivido hubiese sido parecido a su padre el almirante. Y todos sus bienes pasaron a su hermano Don Carlet, que era un joven de doce o catorce años, muy bueno y discreto por los años que tenía.
Cuando los sarracenos de Gerba supieron la muerte de Don Rogeró, los malvados de Mistoua, con parte de algunos malvados de Moabia, y junto con la gavilla de los Doaques, se rebelaron contra los cristianos y contra la casa de Ben Simomem, de manera que metieron a la caballería de Túnez en la isla y sitiaron otra vez el castillo.
Don Carlet, con la ayuda del señor rey de Sicilia y del rey Roberto, con cinco galeras y leños, fue a Gerba; y ocurrió lo mismo, que en cuanto estuvo en la isla la caballería de Túnez huyó.
Igualmente, también reconcilió las gentes de Mistoua con el consejo de la casa de Ben Simomem, y les perdonó, y ordenó la isla, y se volvió a Calabria, donde había dejado a mi señora Saurina de Entenza, su madre. Y cuando estuvo con su madre, no transcurrió mucho tiempo que también murió, y quedó la tierra en manos de un hijo que había tenido, que en aquella época no tenía más allá de cinco años, y se llamaba Rogeró de Loria, como su hermano mayor; es, a saber, que se llamaba Francisco, pero cuando el hermano murió, al confirmarle, le cambiaron el nombre, y se llamó Rogeró de Loria.
Cuando los malvados de Mistoua supieron esto, rebeláronse contra los cristianos y contra los de Moabia, y la guerra empezó de nuevo entre ellos, sin que hubiera caballería extranjera ni de una parte ni de otra, excepto de Don Simón de Montolíu, que era capitán de la isla por Don Rogeró, con los del castillo, que ayudaban a los de Moabia en razón de la casa de Ben Simomem.
Estando así la guerra, micer Conrado Lanza de Castellmenart, que era tutor de Don Rogeró en aquellas tierras, rogó al señor rey de Sicilia que permitiera que Don Jaime Castellar, hombre de mar bueno y experto, que tenía armadas cuatro galeras para entrar en Romanía en corso, fuera a Gerba para visitar el castillo y diese toda la ayuda posible a la casa de Ben Simomem. El señor rey, por afecto a micer Conrado y para que el castillo se mantuviera más fuerte, se lo otorgó; e hizo venir a Don Jaime Castellar, y le mandó que pasara por Gerba y visitara y confortara y ayudara a los del castillo, y luego fuese a su ganancia, ya que las galeras habían sido armadas con dinero del señor rey.
Don Jaime Castellar se despidió del señor rey y fuese a Gerba. Cuando estuvo en Gerba, le hicieron cambiar de parecer, y con toda la gente de las galeras, con el estandarte alzado, fue, junto con los del castillo y una partida de cristianos y los de Moabia, contra los de Mistoua; pero los de Moabia fueron vencidos y Don Jaime Castellar murió allí, junto con más de quinientos cristianos, cosa que fue una gran desgracia y de mucho daño.
Cuando los malvados de Mistoua hubieron alcanzado esta victoria, todavía fueron más endiablados y más soberbios, sobre todo un cabeza loca que era un traidor de Mistoua, y era su capitán, que tenía Alef por nombre; de manera que, después de haberles causado esta derrota, no dejaban de pensar en dar la gran batalla y asaltar el castillo a los Moabia; de modo que, de una forma u otra, aquel traidor quería apoderarse de toda la isla.
Cuando el señor rey de Sicilia tuvo noticia de la muerte de Don Jaime Castellar quedó muy disgustado, pero conformóse pensando que ellos habían hecho más de lo que se les había pedido, puesto que el rey no les había mandado que abandonasen las galeras y se metiesen tierra adentro a pelear con ellos.
A los pocos días, Don Simón de Montolíu, que vio que el asunto de la isla andaba mal, y sobre todo el del castillo, ya que los hombres le pedían paga y él no podía dársela, puesto que nada cosechaba de la isla, dejó en su lugar a Don Borde de Montolíu, primo hermano suyo, y vínose a Calabria y a mi señora Saurina, y díjole el estado de la isla y el castillo, y ella requirió a micer Conrado Lanza, que era tutor de Don Rogeró, para que le ayudasen con dinero y con hombres. Mi señora Saurina, en aquellos momentos, se encontraba con grandes dificultades, pues tenía muchas deudas a causa de la flota que armó su hijo Carlet cuando fue a Gerba, y nada recaudaba de sus rentas de Calabria, pues todas las rentas de los castillos estaban destinadas a pagar los tuertos y deudas del almirante y de Don Rogeró. De modo que pidió al papa que le ayudara, y le dijo que no, e igualmente el rey Roberto le dijo que no; y a defecto de todos vino a Sicilia y acudió al señor rey y pidióle socorro. Finalmente, el señor rey, para mayor honra de Dios y para restablecer a la gente del castillo, que todos eran catalanes, se amparó de la isla de Gerba con las siguientes condiciones: que mi señora Saurina y micer Conrado Lanza y Don Amigucio de Loria, que eran tutores de Don Rogeró, actuarían así con el señor rey de Sicilia: que le entregarían el castillo y toda la isla, y que todo lo que anticipase sería hipotecado sobre la isla de Gerba y la de los Querquens, y que las tuviese y poseyese como cosa propia hasta que fuese pagado de todo cuanto anticiparía, y que de todo fuese señor y dueño. De todo esto se hicieron buenas escrituras, y se mandó a Don Simón de Montolíu, que estaba presente, que entregase el castillo de Gerba y la torre de los Querquens, y dicho Simón hizo de todo ello juramento y homenaje al señor rey, asegurando que se los entregaría en cuanto lo mandase, eso es: el castillo de Gerba y la torre de los Querquens.
Cuando todo esto estuvo listo, el señor rey mandó armar dieciocho galeras y embarcó cien hombres de a caballo, caballeros y gentes de condición, y más de mil quinientos hombres de a pie de la gente nuestra. Y puso como capitán de aquella gente a micer Pelegrín de Pati, caballero de Mesina, y le hizo entregar moneda bastante para que fuesen pagados los hombres del castillo de Gerba y de la torre de los Querquens de cuanto se les adeudaba. Así se despidieron del señor rey, y tomaron tierra en la isla de Gerba, en un lugar llamado la isla del Almirante, que está a unas cinco millas del castillo. Lo que debieron hacer, nada más a su llegada, era irse al castillo para refrescar a la gente y los caballos durante dos o tres días, pero en lugar de esto fueron penetrando por la isla sin orden alguno, figurándose que ni toda Berbería se atrevería a ponérseles por delante. Seguro que de haber ido bien acaudillados, ni aun cuando en la isla hubiese cinco veces más gente de la que había, tenían nada que temer, pero por el mal orden que entre ellos reinaba, iban sin ningún caudillaje.
Los sarracenos de la isla, tanto Mistoua como Moabia, se aunaron, con excepción de los viejos de la casa de Ben Simomem, que se habían metido en el castillo. Y en cuanto los sarracenos vieron venir contra ellos a los cristianos sin ningún orden, fueron los primeros en atacar. ¿Qué os diré? Que muy pronto les desconcertaron, y estaban todavía a quince millas del castillo. ¿Qué os diré? Micer Pelegrín fue preso, y de todos los hombres de a caballo no escaparon más que veintiocho, y los otros murieron todos; y de los hombres de a pie, entre latinos y catalanes, murieron más de dos mil quinientos, y de este modo quedaron todos muertos y derrotados. Entonces los malvados de Mistoua se apoderaron de la isla, y aquel llamado Alef se hizo señor de todo, y se dirigió al rey de Túnez para que le mandase trescientos hombres de a caballo que fuesen sarracenos, y de este modo sitiaron el castillo, de donde no podía salir ni un gato que no fuese hecho prisionero. Micer Pelegrín pudo ser rescatado con el dinero que había traído para pagar a los hombres del castillo.
Desbaratadas volvieron las galeras a Sicilia, donde hubo gran duelo y dolor cuando lo supieron, y el señor rey muy principalmente. Micer Pelegrín y los otros veintiocho de a caballo que habían escapado de la batalla se quedaron en el castillo, y si sabéis de gente que se avenga mal con los demás, así hicieron con la gente del castillo, que todos los días estaban a punto de destrozarse irnos a otros, y esto ocurría por culpa de las esposas y las amigas que tenían los del castillo.
Don Simón de Montolíu volvió a Sicilia para solicitar del señor rey que adjudicara el castillo y la torre de los Querquens a quien le pluguiera, y que le pagase y le remitiera dinero para las pagas de los demás. El señor rey, en realidad, no encontraba quien quisiera ir, y ni siquiera encontraba quien quisiera, en leño o galera, acercarse a Gerba. De manera que el señor rey se encontraba en un mal trance.
Ocurrió que, en aquella ocasión, yo, Ramón Muntaner, llegué a Sicilia procedente de Romanía, y pedí permiso al señor rey para que pudiera ir a Cataluña para casarme, pues estaba prometido con una jovencita de la ciudad de Valencia desde hacía diez años. El señor rey me dijo que le placía, e hice armar una galera de cien remos que era de mi propiedad. El señor rey, cuando ya la tuve armada, me ordenó que fuese con él a Montalbá, un lugar de montaña a trece leguas de Mesina, donde él pasaba el verano (y entonces estábamos en julio), ya que quería mandar unas joyas a mi señora la reina de Aragón y a los infantes, y quería que yo las llevase. Yo dije que estaba dispuesto a hacer lo que él mandase, y en aquella ocasión el señor rey de Aragón y su esposa se encontraban sobre Almería.
De modo que hice armar mi leño para ir a Cataluña, y compré todo lo necesario para celebrar la boda; y cuando tuve todas las cosas preparadas en Mesina, las embarqué en mi galera armada, y me fui a Montalbá para despedirme del señor rey. Cuando estuve en Montalbá, el señor rey mandó venir a Don Simón de Montolíu, y al día siguiente de haber llegado, el señor rey me mandó llamar a palacio. Allí estaban el conde Manfredo de Claramunt, micer Damián de Palisi y micer Orrigo Rosso, y muchos otros ricoshombres de la isla, y muchos caballeros catalanes y aragoneses, y muchos otros hombres de pro, de manera que siempre había en el palacio un centenar de hombres de gran prosapia y mucha otra gente. Cuando estuve delante del señor rey, el señor rey me dijo delante de todos:
—Muntaner: vos conocéis el gran daño y la gran ofensa y deshonra que hemos sufrido en la isla de Gerba, y tenemos el mayor empeño en poder tomar venganza. Por ello hemos pensado en nuestro ánimo que no tenemos a nadie en nuestro reino que, con la ayuda de Dios, nos pueda dar mejor consejo que vos por muchas razones, y en particular porque vos habéis visto y oído de muchas guerras que ha habido en nuestra tierra; por otra parte, vos habéis mandado por largo tiempo gente de guerra y sabéis cómo hay que tratarles; por otra parte, conocéis a los sarracenos y sabéis hablar sarraceno, de manera que podéis despachar los asuntos sin necesidad de truchimanes, tanto en lo que se refiere a espías como en otras cosas, en la isla de Gerba; y por otros muchos motivos que en vos concurren. Por lo que nos queremos y os rogamos encarecidamente que vayáis como capitán en la isla de Gerba y en la de los Querquens, y aceptad este hecho con buen ánimo y buena voluntad.
Os prometemos que, si Dios os saca con honor de esta guerra, nos os haremos ir con mayor honra a Cataluña para que realicéis vuestro matrimonio de como ahora lo haríais. Y por esto os rogamos que de ningún modo os neguéis a ello.
Y o, cuando oí que el señor rey tenía tan gran confianza en mí en estos asuntos, me santigüé y fui a arrodillarme delante de él, y le di muchas gracias por lo bien que había hablado de mí, y además por la confianza que tenía en que yo habría dar cuenta de tan grandes asuntos. Y otorguéle hacer cuanto él mandase en esta cuestión y en todas las demás. Y fui a besarle la mano, y se la besaron en mi nombre muchos ricoshombres y caballeros.
Cuando se lo hube otorgado mandó llamar a Don Simón de Montolíu y mandóle delante de todos que entregara el castillo de Gerba y la torre de Querquens, y que me los traspasara a mí, y que de inmediato me otorgara juramento y homenaje de que por mí los tenía, y que junto conmigo fuese a Gerba y a los Querquens para realizar tal entrega. Esto lo juró y lo prometió y me rindió homenaje.
En seguida el señor rey mandó hacer las cartas, y me dio tanto poder como él tenía, sin reservarse apelación ninguna. Y diome poder para que yo pudiese hacer donaciones a perpetuidad, y tomar a sueldo toda la gente que quisiera, y poner o quitar de sueldo a quien quisiera, y hacer remisiones y conceder perdones a quien me pluguiera, y hacer guerras y paces con todos aquellos que a mí me pluguiera. ¿Qué os diré? Que me mandó con todo poder, y yo le dije:
—Señor, todavía deberéis hacer más, y es que, por carta, mandéis a vuestro tesorero, y al maestro portuario, y a todos vuestros oficiales de la costa exterior, que todo cuanto yo pida por carta me sea concedido, tanto en dinero como en víveres como en otras cosas que me hagan falta. Y ya, desde ahora, mandad que se cargue una nave con trigo y harina, que me mandaréis, y otra nave con avena y legumbres y queso, y otra nave con vino, y que vayan a partir de ahora mismo.
El señor rey mandó que todo se hiciera, y yo le dije:
—Señor, tengo entendido que en la isla de Gerba hay mucha hambre y escasez de víveres, y en toda la región de tierra firme ocurre lo mismo, por lo que, con los víveres, espero remediar todas las cosas, y con los víveres lograré que combatan los unos contra los otros.
El señor rey comprendió que mis palabras eran acertadas, y me abasteció mejor que jamás señor abasteciera a su vasallo, pues nada quiso ahorrar.
De este modo me despedí de él y fuime a Mesina, y cuando estuve en Mesina me preparé para partir. Todos los latinos que debían seguirme decidieron devolverme el dinero que habían tomado diciendo que no querían ir a morir a Gerba, y sus madres y esposas se me acercaban llorando pidiéndome por el amor de Dios que recobrase sus dineros, pues cada una se lamentaba de haber perdido ya a su padre, hermano o marido. De modo que tuve que aceptar el dinero de todos y empezar de nuevo a armar con catalanes.
Cuando hube armado partí de Mesina, y Don Simón de Montolíu, en otro leño armado de su propiedad, vino conmigo, y al cabo de poco tiempo estuvimos en Gerba.
Cuando fuimos al castillo encontramos que en aquel momento se habían presentado más de cuatrocientos hombres de a caballo, moros del rey de Túnez y todos los moros de la isla. Y encontramos que las puertas del castillo estaban cerradas; pero cuando tomamos tierra, fuimos al castillo y entramos. Y puedo juraros que dentro encontré tanta guerra como afuera entre los caballeros y los escuderos que habían escapado de la derrota y los hombres del castillo. Antes de ocuparme de nada recibí el castillo y el homenaje de cuantos en él estaban, y luego entregué una carta del señor rey a micer Pelegrín de Pati y a los caballeros y escuderos, en la que el señor rey les mandaba que inmediatamente me rindiesen homenaje de manos y de boca 24, y que guardasen mi persona como harían con la suya. Y todos cumplieron de inmediato las órdenes del rey.
Después de hacer esto, puse la paz entre ellos, de grado o a la fuerza, y procuré que en adelante uno no pudiese molestar al otro ni en cuanto a las mujeres ni en otras cosas. Esto cumplido, le di a cada cual su paga y socorro.
Entre tanto, el señor rey me había mandado las tres naves cargadas de acuerdo con lo ordenado. En cuanto estuvieron en mi poder mandé mi leño armado a Capis, donde estaban todos los viejos de la casa de Ben Simomem, en un castillo de un alárabe amigo suyo que es un gran señor de aquel país, llamado Jacob Ben Acia; y en cuanto hubieron recibido las cartas que el señor rey les mandaba junto con la mía, subieron al leño y vinieron a reunirse conmigo.
Mientras el leño iba a por ellos, yo mandé poner estacas delante del castillo, a un tiro de ballesta separadas del castillo, y ordené que más allá de aquellas estacas, bajo pena de traición, no pasara ningún hombre por ningún motivo, a menos que fuese con mi consentimiento Ordené también que todos los de adentro formaran por parejas: un ballestero y un hombre con escudo, saliendo así a torneo, de modo que todos salieran dos veces al día.
Había en el castillo más de treinta caballos armados y unos quince alforrados, de modo que empezamos a defendernos bien y ordenadamente, de manera que en todo momento nos encontrábamos fuera. Entre tanto cité a los viejos de la isla de parte de nuestro señor rey para que viniesen a verme, y les entregué las cartas que el señor rey les remitía para que me obedecieran como si fuera su propia persona, y todos los viejos de Moabia se me acercaron, tanto los que estaban en la isla como los que se encontraban fuera. A cada uno le perdoné, y a sus cábilas, por lo que habían hecho. Mandé hacer un foso, con su muro de piedra y tierra, más allá del castillo, y dentro de este foso y este muro hice levantar muchas casas con tejas y esteras y ramajes, y todos los de Moabia, por la noche, con sus mujeres y sus niños, se me acercaban, y yo les daba ración de harina y de legumbres, y de trigo, y de queso, y una ración muy grande, con la que vivían sobradamente.
Al propio tiempo mandé decir al traidor Alef, que era el jefe de Mistoua, que viniese, y se negó a ello; pero vinieron a verme dos viejos de Mistoua, pero sus gentes no quisieron separarse de los otros; y esos dos fueron: el uno, Amer Ben Busait, y el otro, Barquet. ¿Qué os diré? No hacía un mes que me encontraba en Gerba y ya tenía en mi poder tres mil hombres de Moabia, con sus mujeres y sus niños. Cuando todo esto estuvo hecho, cité tres veces al dicho Alef y a los de Mistoua antes de hacerles ningún daño, y no quisieron ponerse bajo mi amparo, por lo que les desafié, y puse en la isla doscientos hombres de a caballo alárabes, todos esforzados caballeros que eran amigos de la casa de Ben Simomem y eran partidarios de Moabia, y a cada uno de daba de sueldo un besante al día, que vale tres sueldos y cuatro dineros, y avena y ración de legumbres y de queso.
Cuando todo esto estuvo hecho y tuve dentro de la isla a los doscientos caballeros junto con los de Moabia, decidí hacer cabalgadas sobre ellos, de manera que cada noche les asaltábamos en distinto lugar. ¿Qué os diré? Catorce meses duró esta guerra, en la que había lances todos los días, y por la gracia de Dios, durante estos catorce meses ellos tuvieron, entre muertos o prisioneros, más de setecientas personas de armas, y les derrotamos dos o tres veces, a pesar de que ellos contaban con más de cuatrocientos hombres de a caballo y unos ocho mil de a pie. ¿Qué os diré? Que les arrinconamos a un extremo de la isla, y llegaron a pasar tanta hambre que del serrín de las palmeras hacían pan.
Un día, dicho Alef dio a entender a las gentes de Mistoua que él iría a por socorros, y salió de la isla, y fuese a ver a Selim Ben Margan y a Jacobo Ben Acia y a otros alárabes, y les convenció de que si venían a la isla de Gerba nos podrían coger a todos, de modo que fueron cerca de ocho mil hombres de a caballo los que se dispusieron a venir. Pero yo tenía en el paso dos leños armados y cuatro barcas, de los que eran jefes Don Ramón Godá y Don Berenguer Despuig, cómitres a los cuales había encargado la guarda del paso. Cuando los alárabes estuvieron en el paso dijeron:
—Alef, ¿cómo podremos entrar en la isla?
Y él les contestó que pronto iba a desbaratar a los del canal y que entonces podrían entrar. ¿Qué os diré? Se hizo con catorce barcas, y aquella noche atacó a los cristianos a la hora del alba; y los cristianos quedaron tan sorprendidos que decidieron huir y dejaron libre el paso. Entonces dijo a Selim Ben Margan y a los otros que pensaran en entrar en la isla, y ellos dijeron que antes verían lo que haría yo cuando supiera esto, pues si yo les privaba el paso estaban perdidos, por los pocos víveres de que disponían, de manera que aquel día no quisieron entrar en la isla.
Pronto vinieron al castillo los nuestros completamente desbaratados, y yo al verles me puse tan furioso que a punto estuve de mandar que ahorcaran a aquellos cómitres. En seguida encargué el castillo a micer Simón de Vallgornera y le dejé en mi lugar, y subí a uno de los leños, que eran de ochenta remos, y me llevé a los otros junto conmigo, y dos barcas armadas; y aquel día estuve yo en el paso. Al día siguiente, Selim Ben Margan y los otros dijeron a Alef:
—¿Qué hubiese sido de nosotros si hubiésemos entrado en la isla? Tú nos habrías convertido en cautivos.
Y dijo Alef:
—Si yo os quito de nuevo a esta gente del paso ¿entraréis?
Y ellos respondieron que sí, por seguro. De modo que armó veintiuna barcas y vino contra nosotros. Yo dispuse que todos los leños estuvieran detrás del mío; y de este modo, cuando vinieron y estuvieron cerca de mí, yo ataqué en su centro de tal manera que mandé a pique a siete de las barcas, y me lancé sobre ellas y decidí atacarlas aquí y allá con los otros leños y barcas, que en seguida atacaron. ¿Qué os diré? Que de veintiuna barcas que había sólo escaparon cuatro, en las que huyó dicho Alef, a la isla donde estaban los de su compañía mirándonos, y en tierra firme los alárabes. De modo que no se atrevió a huir con los alárabes porque le hubiesen despedazado. Y aquel día matamos más de doscientos moros y nos apoderamos de diecisiete barcas.
Desde aquel momento la guerra estuvo ganada por nosotros, pues todos se dieron por muertos; y teníamos ganado el paso de manera que, en adelante, nadie podía entrar ni salir, si no era con mi voluntad. Y Selim Ben Margan y Jacobo Ben Acia levantaron las manos al cielo dando gracias a Dios por no haber entrado en la isla; y mandáronme un hombre a nado, diciéndome que, si gustaba, fuese a hablar con ellos en su tierra con toda confianza, pues ellos subirían al leño conmigo. Yo fui a verles, y tomé tierra, y me hicieron mucho honor, y me dieron sus joyas, y luego me rogaron que dejara salir cien hombres de a caballo que tenía Alef en la isla, que eran parientes y vasallos de Selim Ben Margan, y otros tantos de Jacob Ben Acia; y yo me hice mucho de rogar, aun cuando en realidad hubiese dado con gusto cinco mil onzas de parte del señor rey para que ya estuviesen fuera.
Por fin se lo otorgué, aparentando que me dolía mucho, y me hice pagar como si se tratara de un gran favor, de modo que les dije que con mis propias barcas los sacaría, y que quería hacerlo personalmente, y que me entregase dos caballeros, y Jacobo Ben Acia otros dos que les conocieran, y que no se atrevieran a sacar otros, sino únicamente los suyos. Me dieron por ello muchas gracias; y después que esto fue otorgado vinieron otros jefes que había, y uno me pedía veinte, y otros diez, y yo no quería concederles nada, y todos caían a mis pies y se apresuraban a besarme la mano, como si fuera un rey que entrase nuevamente en tierra. Igualmente, al final, se lo otorgué a todos.
¿Qué os diré? Todos los jefes tuvieron que jurarme que jamás ni por ningún motivo vendrían contra mí, ni ellos ni sus gentes. Así lo prometieron e hicieron cartas; y me prometieron y juraron entonces ayudarme con todo su poder contra toda la gente del mundo. Y de esto me hizo Selim Ben Margan y Jacobo Ben Acia, Abdallá Ben Debel y Ben Barquet, y otros jefes, juramento y homenaje. ¿Qué os diré? Que cuando esto quedó hecho y firmado todos los cuatrocientos hombres de a caballo que estaban de la parte de Mistoua con Alef salieron de la isla delante de mí.
Cuando todo esto fue ultimado, yo me separé de ellos con mucha paz y armonía, y dejé el paso bien guardado; volvíme al castillo y di el asunto por ganado, como así fue.
Cuando ya estaba en el castillo recibí un mensaje de los de Mistoua y de Alef rindiéndose, y yo, sin conocimiento del señor rey, no les quise perdonar, y mandé una barca armada al señor rey preguntándole qué quería que hiciera, y diciéndole que, si él quería, todos estaban muertos y perdidos, y que era el momento de la venganza, si quería tomársela.
¿Qué os diré? El señor rey tuvo su consejo y me ordenó que de ningún modo les concediera gracia, pues sería para él gran deshonor que no tomara venganza de todo el daño que le habían causado… De modo que armó veinte galeras y mandó a micer Conrado Lanza de Castellmenart con doscientos caballos armados de gente de pro a Gerba y más de dos mil hombres de a pie, además de la chusma de las galeras; y mandóme decir, por la barca que yo le había mandado, que de ningún modo les tomase a merced, pero que, si se morían de hambre, aparentando no saberlo les mandara auxilio de víveres por medio de los sarracenos que conmigo estaban. Y esto lo ordenó para que, impulsados por el hambre, no se escapasen algunos nadando. Y así se cumplió como el señor rey lo mandó.
Nosotros, los del castillo, al saber que el señor rey nos mandaba a micer Conrado con aquella gente, mandamos decir al señor rey, por medio de una barca armada, en la que le suplicábamos que nosotros pudiéramos formar en la vanguardia de la batalla, puesto que habíamos sufrido el afán de darla durante año y medio y conocíamos a los moros que estaban. Y así nos lo otorgó graciosamente el señor rey. Y cuando supe que micer Conrado estaba dispuesto, con toda aquella gente, para venir a Gerba, pagué a los doscientos hombres de a caballo alárabes que conmigo habían estado en la guerra (y muy lealmente y bien me habían servido, como nunca hubo caballero que más lealmente sirviera a su señor), todo cuanto les debía; y a cada uno di víveres que se llevaron para quince días, y avena para sus caballos; y a cada uno le di una aljuba de lana y otra de lino, y a todos y cada uno de los jefes, una aljuba, como regalo, colorada y otra de chalón[63] y mandé luego que fuesen transportados a tierra firme. De esta manera se marcharon todos muy satisfechos de mí y me prometieron ayuda contra todos los hombres del mundo. El motivo por el cual yo saqué de allí a los alárabes fue para que los hombres de Mistoua se sintieran más seguros, ya que yo había ordenado que nadie les causara el menor daño.
A los pocos días, micer Conrado, con aquella magnífica compañía, llegó a Gerba y tomó tierra y vino al castillo y aquí desembarcaron a los caballos y a toda la gente. Y los caballos tenían tanto miedo a los camellos que cuando les veían perdían el juicio; de modo que resolvimos meter un camello entre dos caballos para que comieran juntos, y esta fue la tarea más complicada, pero al fin se acostumbraron a ellos y estaban juntos y tranquilos.
¿Qué os diré? Durante trece días hicimos descansar así a los caballos y a la gente. Y dentro de aquellos trece días el traidor Alef vino a entregarse en poder de micer Conrado, que le prometió que no le mataría y le daría prisión honrada. Dicho Alef era falso y listo y vio que su asunto estaba perdido, por lo que prefirió someterse a la prisión del señor rey, pues si hubiese caído en manos de nosotros, que estábamos en el castillo, sabía que no se hubiese podido librar.
La víspera de la Ascensión salimos del castillo y fuimos a atendamos a media legua de ellos y por la mañana nos fuimos frente a ellos y les encontramos dispuestos en orden de batalla. Había unos diez mil hombres de armas de a pie y bien aguerridos, y no más de veintidós hombres de a caballo. Habían metido a los viejos, las mujeres y los niños en un viejo caserío que había por aquellos lugares. Los hombres de armas se fueron a la izquierda, todos afirmados con la rodilla en tierra y cubiertos con las adargas. Nosotros no quisimos que de nuestra parte hubiese ningún moro y fuimos los de a caballo hasta ciento veinte caballos armados y treinta alforrados, y hasta mil hombres de a pie, todos catalanes, pues la demás gente estaba en las galeras vigilando el paso.
Habíamos dispuesto que, cuando estaríamos enfrente de ellos, cuando la primera trompeta tocaría, cada uno cogería las armas, y que a la segunda trompeta todo el mundo estuviese preparado para atacar y que cuando las trompas y nácaras sonarían, arremetiéramos todos, los de a caballo y los de a pie. Y pusimos a nuestros peones al lado derecho y a la izquierda estábamos todos los de a caballo.
¿Qué os diré? Cuando las dos señales fueron dadas, los moros comprendieron que a la tercera íbamos a atacar; de manera que apresuráronse y se levantaron a la vez y acometieron a nuestra infantería en tal forma que les hicieron retroceder. Nosotros, que estábamos a la avanzada, atacamos de manera que nos encontramos en medio de ellos; después, micer Conrado y todos los demás atacaron, de manera que ya no pudimos dar la tercera señal. Y así nos encontramos todos mezclados, que jamás se vio gente más mortífera. ¿Qué podría deciros? De verdad no se hubiese encontrado entre ellos a ninguno que no quisiera morir, de tal modo se lanzaban contra nosotros como hace un jabalí, cuando se ve muerto, contra aquellos que quieren matarlo. ¿Qué os diré? Que la batalla duró desde media tercia hasta la hora nona, y al fin murieron todos, que ni uno escapó de los que estaban en el campo, pues todos murieron. A nosotros nos mataron cuarenta caballos y nos hirieron a más de sesenta; por otra parte hubo más de trescientos hombres heridos entre los cristianos y, gracias a Dios, no murieron más de dieciséis.
Cuando todos los moros estuvieron muertos, nos fuimos al caserío y lo combatimos y, al final, lo tomamos; y murió todo el mundo que tuviera más de doce años e hicimos cautivos, entre mujeres y niños, más de doce mil personas. Entonces levantamos el campo y todo el mundo ganó y obtuvo lo bastante; y nos volvimos al castillo con gran satisfacción y alegría. Micer Conrado y toda la gente que con él había venido y, además, todos los caballeros e hijos de caballero que estaban en Gerba, que habían escapado de la batalla de Micer Pelegrín, volviéronse a Sicilia, sanos y alegres; y se llevaron a todos los cautivos.
Y o me quedé como capitán de la isla, tal como estaba antes, con sólo aquellos que habían defendido el castillo. Y decidí poblar la isla con los de la Moabia, en tal forma que dentro de aquel mismo año quedó tan bien poblada como antes lo fuera y vivieron todos en buena paz; de manera que el señor rey obtuvo y obtiene una buena renta todos los años, como nunca antes la hubiera. Así veis el honor que Dios hizo al señor rey que llevó a cabo la venganza de lo que le habían hecho, de manera que los cristianos son más temidos y queridos en aquellos lugares. Que esto es lo que yo logré en Gerba, y así sigue todavía; que un simple cristiano se llevaría al castillo treinta o cuarenta hombres atados con una cuerda, y no encontrara quien le dijera «haces mal». Por todo lo cual, el señor rey, en su merced, cuando supo esto y hubo oído por micer Conrado y por los demás lo que yo había hecho en Gerba, como gracia especial me dio la isla de Gerba y de los Querquens, por tres años, con todos los derechos y rentas y que de ellos pudiese disponer, durante aquellos tres años, como de cosa propia; con la condición, pero, de que yo guardase, por mi cuenta, los castillos y la isla, y que fuese a unirme con mi esposa, que, como buen señor, bien recordó la promesa que me había hecho. Con esto, dejé en Gerba a mi primo hermano Don Juan Muntaner y a otro primo hermano que se llama Don Guillermo des Fábregues y víneme a Sicilia y armé una galera; y en Sicilia, con la gracia de Dios y del señor rey, provisto del privilegio que me hizo de dicha gracia, me fui al reino de Valencia. Tomé tierra en la ciudad de Mallorca, donde encontré al señor rey Don Jaime de Mallorca y al señor infante Don Fernando; y si jamás algún hombre recibió honores de su señor, yo fui uno de ellos; y me dieron de lo suyo y su merced. Sobre todo me hizo grandes agasajos el señor infante Don Fernando, que no sabía qué hacer conmigo, tanta era la alegría que tenía cuando me veía que el señor su padre dijo muchas veces que yo era la persona a quien él más debía querer, después de él, en este mundo; y también el señor rey, su padre, me concedió muchas mercedes y grandes satisfacciones.
Marché, pues, a Valencia y me uní a mi esposa, y estuve solo veintitrés días; y la embarqué en la galera y nos fuimos a Mallorca y me encontré con que el señor rey de Mallorca había muerto, que al día siguiente de mi partida había cogido una enfermedad de la que murió; que Dios por su gracia tenga su alma, como a bueno y recto señor que era.
Cuando volví a Mallorca encontré también al señor rey Don Sancho, a quien había dejado el reino su padre, vinculado al señor Don Fernando, si dicho señor Don Sancho moría sin hijos. Y también encontré al infante Don Fernando, que si antes me hizo mucho honor por el rey su padre, mayor me lo hizo entonces a mí y a mi esposa. Y el señor rey de Mallorca me mandó a la galera cuarenta quintales de pan y mucho vino, y quesos, y tres bueyes, y veinte carneros y muchas gallinas, de modo que jamás ningún hombre sencillo como yo, pudo presumir de sus señores como yo pude hacerlo de ellos. Asimismo el señor infante Don Fernando mandóme a la galera todo el arnés de armas que utilizaba para sí, y muchas otras cosas.
Con su beneplácito me despedí de ellos, y el señor infante Don Fernando me entregó dos halcones montanos grulleros que habían sido del señor rey su padre para que yo los diera al señor rey de Sicilia. Me marché a Menorca, y en cuanto llegué a Mahón, ya habían llegado mensajes del señor rey de Mallorca para que, de su parte, me fuese procurado gran refresco; que si bien él lo mandó, bien lo cumplieron sus oficiales.
Partiendo de Mahón, me fui a Sicilia, y desembarqué en Trápani, y en Trápani dejé a mi esposa, y con la galera me fui a Mesina. Me encontré con que el señor rey estaba en Montalbá, lugar donde gustaba ir de veraneo (y esto ocurría en julio); y allí entregué al señor rey los dos halcones que el señor Don Fernando le mandaba, y le conté cuantas noticias tenía de los señores del lado de poniente. Y luego me despedí de él, y su merced me regaló de lo suyo y me hizo mucho honor; y con su gracia volvíme con la galera a Trápani, y con dos barcas armadas que había comprado y armado en Mesina.
Recogí a mi esposa y fuime a Gerba, donde se hizo gran fiesta para mí y para mi esposa. Por de pronto, los de la isla me regalaron mil besantes en joyas y otro tanto para mi esposa; y los de Querquens igualmente, de acuerdo con su poder, me mandaron sus regalos. Y así con la gracia de Dios, estuvimos en buena paz y armonía, alegres y satisfechos, en el castillo de Gerba, los tres años que el señor rey me había otorgado Pero más tarde he de volver a hablaros del nuevo afán y angustia en que cayó la isla de Sicilia y todos aquellos que al señor rey pertenecían.
Ahora dejaré de hablaros de la isla de Gerba y volveré a hablar de los asuntos que se presentaron al señor rey de Sicilia; que no quiero hablaros de los que a mí me acontecieron en Berbería, pues nadie debe hablar de sí mismo cuando no son sucesos que afecten a sus señores.
Cuando todo esto hubo pasado, no transcurrió largo tiempo que las paces y treguas que existían entre el rey Federico de Sicilia y el rey Roberto se rompieron por culpa grande del rey Roberto.
Sucedió, pues, que el rey Roberto se preparó para pasar a Sicilia, y el señor rey de Sicilia que lo supo y veía que las galeras del rey Roberto le habían roto las almadrabas y le habían apresado leños en Sicilia, pasó a Calabria y tomó a la fuerza la ciudad de Reggio, y el castillo de Santa Ágata, y el castillo de Calana, y la Mota, y Silo, y la Bonaíre y otros lugares; de modo que el rey Roberto decidió prepararse para pasar a Sicilia.
Cuando el señor infante Don Fernando, hijo del señor rey de Mallorca, tuvo noticia de que su cuñado, el rey Roberto, había hecho sus preparativos para pasar a Sicilia, se previno y con su séquito se fue a Sicilia, por lo cual el señor rey Don Federico tuvo gran satisfacción al verle, pues no le había visto desde que en su nombre había ido a Romanía. Por esto le dispensó una gran acogida, como pueda hacerla un padre a su hijo; y le dio la ciudad de Catania y dos mil onzas de renta, contra sus fondos, todos los años. De este modo vivieron juntos con gran satisfacción y alegría, hasta que el rey Roberto pasó a Sicilia con gran poder, pues llegó con más de cuatro mil hombres de a caballo de alta condición, y con un sinnúmero de hombres de a pie, con ciento veinte galeras y una infinidad de naves y leños.
Es el caso que en aquella sazón había pasado de Cataluña a Sicilia el noble Don Bernardo de Sarria, con trescientos hombres de a caballo y más de mil hombres de a pie, todos catalanes; y el noble Don Dalmacio de Castellnou, con cien hombres de a caballo y doscientos de a pie, y otros caballeros. Y bien pudo decir el señor rey de Sicilia que nunca hombre alguno hizo tanto para un señor como dicho Don Bernardo de Sarria, puesto que, para pasar a Sicilia, abandonó el almirantazgo del señor rey de Aragón, y empeñó todas sus tierras. Cuando estuvieron en Sicilia estos dos ricoshombres, el señor rey ordenó que Don Bernardo de Sarria fuese, con su compañía, a Palermo, y que Don Dalmacio de Castellnou fuese capitán de Calabria. Y fuese a Reggio, y decidió guerrear en Calabria, como correspondía a uno de los buenos caballeros del mundo, que tal era.
Cuando el rey Roberto llegó a Sicilia, desembarcó en Palermo e intentó conquistarlo; pero Don Bernardo de Sarria estaba dentro con su compañía y defendía la ciudad de tal manera que pronto comprendió que nada podría hacer. Partió de Palermo y, por mar y por tierra, fuese a un castillo que se encuentra en la costa, entre Palermo y Trápani, y que tiene por nombre Castellmar, donde no había más que veinte hombres, que se rindieron. Cuando logró este castillo quiso conquistar toda Sicilia y, para ello, lo fortificó bien; luego, por mar y por tierra, fue a sitiar Trápani. Pero dentro de Trápani estaba Don Simón de Vallgornera, un caballero de Peralada muy experto y bueno en armas, gran trabajador y buen conocedor de la guerra. También estaba el noble Don Berenguer de Vilaragut y más de mil caballeros aguerridos, de a pie y de a caballo, que defendieron la ciudad muy valientemente.
El rey Roberto le puso sitio; pero el señor rey de Sicilia mandó al Monte San Julián, que está cerca del sitio una milla o menos, al señor infante Don Fernando, con mucha caballería y almogavería, y además mandó también a Don Bernardo de Sarria con toda su compañía. Desde aquel puesto daban mucho quehacer a la hueste, pues todos los días les atacaban diez o doce veces, y les quitaban las acémilas y las gentes que iban a forrajear. Esta era la mala vida que les hacían pasar, y los de adentro de la ciudad les daban también muy malos días y malas noches, disparándose unos a otros con trabucos.
Mientras seguía el sitio, el rey Roberto ordenó al noble Don Berenguer Carrós que, con cuarenta galeras y cuatrocientos hombres de a caballo, viniera contra mí al castillo de Gerba, trayéndose cuatro trabucos. El señor rey, que lo supo, mandóme una barca armada con la cual me hacía saber que limpiara el castillo de Gerba de mujeres y niños, y me preparase para una buena de fensa, puesto que el rey Roberto se lanzaba contra mí con aquellas fuerzas.
Cuando lo supe, fleté una nave de Don Lamberto de Valencia, que había sido mía, que se encontraba en la ciudad de Capis en el varadero y era llamada Ventura buena y le pagué trescientas doblas de oro. Metí en ella a mi esposa y a dos hijitos que me había dado, uno de dos años y otro de ocho meses, y ella estaba embarazada de cinco, y la mandé bien acompañada con gran número de mujeres del castillo, y cuando la nave estuvo bien armada la mandé a Valencia, costeando la Berbería, que treinta y tres días estuvieron en el mar, de Gerba a Valencia. Y a Valencia llegaron a salvo y seguras por la gracia de Dios.
Cuando hube mandado a mi esposa y limpiado el castillo de gente menuda, pensé en preparar mis trabucos y mis manganos y mandé llenar las cisternas y muchas tinajas de agua y me pertreché de cuanto había menester. Por otra parte, celebré entrevistas con Selim Ben Margan, y con Jacobo Ben Acia, y con Abdallá Ben Debel, y con otros jefes alárabes que tenían pactos conmigo; y les dije que había llegado la ocasión en que podrían ser todos ricos, y que podían ganar nombre y fama para siempre, y que debían ayudarme; y expliquéÍes las fuerzas que se me venían encima. Y si alguna vez se ha visto gente buena atendiendo a mis ruegos, así hicieron ellos, con gran gozo y alegría. De inmediato me juraron todos y me besaron en la boca, diciéndome que, dentro de ocho días, estarían en el estrecho con cinco mil hombres de a caballo y que en cuanto supiera que aquellas gentes iban a venir por estos mares, que se lo dijera enseguida, que todos pasarían a la isla en tal forma que, cuando aquéllos tomasen tierra, todos caerían encima de ellos y que, si uno solo escapaba, no volviera a fiarme nunca jamás de ellos; me prometieron, además, que galeras y todo cuanto cogerían sería mío, pues ellos no querían contar más que con el honor y el agrado del rey de Sicilia y mío.
Así quedó con ellos cerrado el trato.
¿Qué os diré? Que el día que me habían prometido estuvieron en el paso con más de cinco mil personas de a caballo bien arreados; y no me preguntéis si venían con buen ánimo, al igual que los moros de la isla. Coloqué cuatro barcas armadas en escala, desde el Beit hasta Gerba, para que cada una viniese hacia a mí en cuanto avistaran la armada. Y de este modo estuve prevenido.
El rey Roberto aparejó dichas galeras, como antes os he dicho, y Don Berenguer Carrós y los demás que con él venían se despidieron del rey Roberto y de la reina, que también estaba, y dejando el sitio se fueron a la isla de la Pantelenea; y el capitán de esta isla me mandó una barca para hacerme saber que allí se encontraban. Por ello sentí la mayor satisfacción y lo mandé decir a todos los moros de la isla, que lo celebraron con una gran fiesta; e igualmente lo hice saber a los alárabes, para que estuviesen preparados para pasar en cuanto recibieran un nuevo mensaje mío. Y a todos un día se les hacía largo como un año.
Cuando Don Berenguer Carrós hubo salido de la Pantelenea, llegáronle con mensajeros dos leños armados ordenándole de parte del rey Roberto que volviese a Trápani con todas las galeras, pues el rey de Sicilia había armado sesenta galeras para atacar su escuadra. Don Berenguer Carrós, inmediatamente, volvióse a Trápani.
Ved, con esto, lo que me hubiese ocurrido si hubiesen pasado a Gerba, de modo que jamás pudo venir mejor caso semejante a hombre alguno ni a sus planes como a mí me hubiera venido. No teniendo ninguna noticia de lo que ocurría, me maravillaba que tardasen tanto y mandé una barca armada a la Pantelenea, y el capitán me hizo saber lo que había ocurrido y cómo se habían vuelto, por lo que mandé un gran refresco a los alárabes y con tal cantidad de víveres y aljubas, que todos se volvieron a sus lugares respectivos, satisfechos de mí y dispuestos a volver con su poder en mi ayuda siempre que lo hubiese menester.
Lo que ocurrió de verdad es que el señor rey de Sicilia se enteró de que en la hueste del rey Roberto habían muerto la mayor parte de los hombres de pro de a caballo y de a pie y que su escuadra había quedado casi desarmada ya por el número de muertos o de enfermos, y entonces hizo armar sesenta galeras entre Mesina y Palerno y Siracusa y en otros sitios de Sicilia.
Cuando hubieron llegado a Palermo, el noble Don Bernardo de Sarria, y Don Dalmacio de Castellnou y Don Ponce des Castellar y otros ricoshombres y caballeros, y el señor rey Don Federico hubo llegado con todo su poder al Monte San Julián; y quedó ordenado que las galeras atacasen toda su armada, y que el señor rey y el señor infante Don Fernando, con todo su poder atacasen al sitio; de manera que todos, en un día, los del rey Roberto iban a morir o caer prisioneros; esto pareció tan fácil de hacer como lo es para un león devorar tres o cuatro carneros que andan perdidos.
Cuando mi señora la reina madre del rey Roberto y suegra del señor rey de Sicilia y del señor rey de Aragón, que estaba en el sitio con el rey Roberto su hijo y el príncipe, y también estaba la reina esposa de1 rey Roberto, hermana del infante Don Fernando y prima hermana del señor rey de Aragón y del señor rey de Sicilia; cuando supieron, digo, todo esto que había sido ordenado, mandaron sus mensajes al señor rey Federico y al señor infante Don Fernando, que no estaban más de dos millas lejos, y les rogaron que de ningún modo aquel daño se cometiera, y que por amor de Dios y amor a ellas consintieran que entre ellos hubiese treguas y que no cometieran tan gran daño; y que ellas harían lo mismo con el rey Roberto, para que hubiera treguas por un año entre ellos y que dentro de aquel año cada uno se obligara a aceptar lo que el señor rey Don Jaime de Aragón dijese para ordenar la paz que entre ellos debía existir; y que esto lo harían firmar al rey Roberto y al príncipe en tal forma que ninguno pudiese volverse atrás.
Cuando el señor rey Federico y el señor infante Don Fernando hubieron oído el mensaje, el señor rey tuvo su consejo con el señor infante y con todos los ricoshombres que allí estaban y mandaron mensaje a Don Bernardo de Sarria y a Don Dalmacio de Castellnou que estaban con sus galeras al pie del Monte, para que viniesen de inmediato. Así lo hicieron y todos juntos celebraron consejo y el señor rey les dijo el mensaje que había recibido de las dos reinas. Cuando le hubieron oído todos mantuvieron que de ningún modo aceptara treguas, sino que atacasen, pues el asunto estaba resuelto para siempre y que con esto acabaría la guerra, pues en sus manos les tenían a todos y que en aquella ocasión obtendrían todo el Principado y la Calabria y el reino todo, pues ya que Dios les había llevado a esta situación ahora era el momento de salir de apuros. De manera que todo el consejo fue de esta misma opinión.
Cuando el señor rey Federico hubo oído su voluntad, cogió por la mano al señor infante Don Fernando y metiéndole en una cámara, le dijo:
—Infante, este hecho nos afecta a vos y a mí más que a todos los hombres del mundo, por lo que yo digo que debemos querer que esta tregua se lleve a cabo. La primera razón es ésta: que debemos procurar, en honra de Dios, que tantas gracias nos ha concedido y nos concede (y que debemos agradecerle), que su pueblo cristiano no muera por nosotros. La segunda razón es que aquí están dos reinas a quienes vos y yo estamos muy obligados, eso es: mi señora la reina, mi suegra, madre del rey Roberto y suegra de nuestro hermano el rey de Aragón, a la cual debo honrar como a una madre; y asimismo la reina, esposa del rey Roberto, hermana vuestra, que nosotros debemos amar como una hermana, y honrar; por lo que es necesario que por amor a ellas y por honor, hagamos esto. Y la tercera razón es que, aun cuando el rey Roberto y el príncipe no se porten con nosotros como deberían, debemos pensar que son tíos de los hijos del rey de Aragón, hermano y mayor nuestro, los cuales son nuestros sobrinos, que amamos tan encarecidamente como a nuestros hijos, y hermanos de la reina nuestra esposa; y además que el rey Roberto por tres lados es cuñado nuestro, y su hijo es nuestro sobrino y a vos os es cuñado; por lo que me parece que nosotros no debemos querer que él muera o que caiga aquí prisionero ni que sufra tanto deshonor; que su deshonor redundaría al final en deshonra de los nuestros, que tan obligados están con ellos. La cuarta razón es que, si ellos son como deben ser, habrán de procurar no causarnos ni enojo ni daño.
De modo que, por estas razones, que son cuatro, me parece bien, si vos lo aconsejáis, que aceptemos la tregua.
Y el señor infante Don Fernando estuvo de acuerdo con aquello que al rey Federico le parecía conveniente.
Enseguida el señor rey Federico mandó sus mensajeros a las reinas y otorgóles la tregua de la siguiente manera: que ellos no se desligaban de nada de lo que tuviesen en Calabria, sino en aquello que el señor rey de Aragón le pareciera bien. Y así fue otorgado.
¿Qué os diré? La tregua se firmó por mano de las reinas, como se había propuesto, de lo que quedaron muy disgustados todos aquellos del lado del rey de Sicilia y los de la parte del rey Roberto muy alegres, como corresponde a quienes se veían ya en un caso en el que sólo podían acabar muertos o siendo prisioneros. De modo que el rey Roberto y las reinas embarcaron y fuéronse a Nápoles, y los hubo que, por tierra, fueron hasta Mesina y luego pasaron a Calabria. Y el señor rey Federico mandó al noble Don Bernardo de Sarria a Castellamar, que el rey Roberto había establecido, y recobró el castillo.
De modo que el rey Roberto había trabajado y gastado inútilmente, como ocurrirá siempre mientras Dios dé vida al señor rey de Sicilia y a sus hijos. Pues los sicilianos están tan incorporados al amor de la casa de Aragón y del señor rey de Sicilia y de sus hijos que todos se dejarían despedazar antes que cambiar de señoría. Y en ninguna época se puede encontrar que exista ningún rey que quite el reino a otro si sus mismas gentes no lo quitan. Por lo que inútilmente trabajó el rey Roberto y así ocurrirá siempre; más le valdría y sería más sensato que procurase que se acrecentara el cariño entre su hijo y sus tíos y primos hermanos y evitara la discordia entre ellos; pues quién sabe si del lado de Alemania vendrá un emperador que querrá desheredarle, y si le encontraba en buena armonía con la casa de Aragón y de Sicilia, no se atrevería a hacerlo.
Ahora dejaré de hablaros de esta guerra, que está en treguas, y volveré a hablaros de lo que le ocurrió al infante Don Fernando de Mallorca.