Sobre esto, nos reunimos en consejo para ver lo que haríamos. Finalmente el consejo decidió lo siguiente: que Dios y el bienaventurado mi señor san Pedro, y san Pablo, y san Jorge, que nos habían procurado aquella victoria, nos harían triunfar de aquel malvado que tan gran traición nos había hecho; y que de ningún modo nos detuviésemos en Gallípoli, pues Gallípoli, era un lugar fuerte, y como nosotros habíamos ganado tanto, podría hacernos flaquear nuestro ánimo, de modo que por nada permitiéramos que nos sitiasen; y además, que el hijo del emperador que venía, no podía ser que viniera con toda la hueste a la vez, sino que tendría que disponer una vanguardia, y que nosotros nos encontraríamos con ella, y pensáramos en atacarla, que si vencíamos a esta delantera, todo el resto quedaría desbaratado. De manera que nosotros al cielo no podíamos subir, ni podíamos meternos en un abismo, ni podíamos irnos por mar, por lo que era evidente que teníamos que pasar por sus manos. De manera que era necesario que no flaqueara nuestro ánimo por nada de lo que habíamos ganado ni por mucha fuerza que nos viéramos delante, de modo que debíamos decidirnos a ir contra ellos. Y éste fue el acuerdo que tomamos.
Dejamos cien hombres en el castillo con las mujeres y decidimos atacar. Cuando hubimos caminado tres jornadas, quiso Dios que nos durmiéramos al pie de una montaña, y al otro lado dormían ellos; y los unos no supimos de los otros hasta que fue media noche y vimos el resplandor de los fuegos que ellos hacían. Mandamos espías, que nos trajeron noticias (dos griegos que habíamos hecho prisioneros), y supimos que en aquel lugar estaba el hijo del emperador con seis mil hombres de a caballo, y que de madrugada se pondrían en camino para venir hacia Gallípoli, y que el resto de la hueste estaba a más de una legua de distancia de él, y que el hijo del emperador descansaba en una castillo que había en aquella llanura, que lleva el nombre de Apro, que era un castillo bueno y fuerte con una gran villa. Y nosotros estuvimos muy contentos cuando supimos que había un castillo y una villa, pues pensamos que la vileza de aquella gente era tanta que primero mirarían cómo podrían retener el castillo y la villa de Apro.
Al alba del día, todos nosotros confesamos y comulgamos y ceñimos todas nuestras armas, y en batalla desplegada nos dispusimos a escalar la montaña, que era toda de labrantío. Cuando estuvimos arriba, se hizo de día y los de la hueste viéronnos, y esperaron a que fuéramos a ponernos a su merced. Pero el hijo del emperador no se lo tomó como un juego, sino que se armó muy bien, pues era muy buen caballero, pues nada le faltaba, aparte de que no era leal. Y de ese modo, muy bien arreglado, personalmente, con toda aquella gente, se vino contra nosotros y nosotros contra él.
Cuando llegamos al trance de acometer, gran parte de nuestros almogávares bajaron del caballo, pues se atrevían más a pie que a caballo; y todos pensamos en atacar muy vigorosamente, y ellos igualmente a nosotros.
¿Qué os diré? Quiso Dios que la delantera cediera, como ocurrió en la otra batalla, aparte del hijo del emperador, que con cien caballeros se contorneaba entre nosotros; de modo que fue a atacar, en una entrada que hizo, contra un marinero que se llama Bernardo Ferrer, que montaba un buen caballo que había ganado en la primera batalla, y llevaba igualmente unas buenas corazas muy hermosas, que igualmente había ganado, y no llevaba escudo, pues no sabía apañarse muy bien sobre el caballo. El hijo del emperador se figuró que se trataba de hombre de gran condición, y diole con la espada en el brazo izquierdo, lastimándole la mano, y aquél, al verse lastimado, como era un mozo bien templado, fue a abrazarle, y con una broncha que llevaba diole más de trece cuchilladas, hiriéndole con una de ellas en la cara, que se la dejó desfigurada. Entonces perdió el escudo y cayó del caballo, y los otros se lo llevaron de la refriega, que era muy grande, y sin que nosotros supiéramos de quién se trataba lo metieron en el castillo de Apro.
Después, la batalla siguió, muy áspera y dura, hasta la noche; y Dios, que todo lo hace bien, nos iluminó de tal modo que por los alrededores del castillo de Apro andaban todos desbaratados, y todos huían por donde mejor les parecía. Pero no huyeron muchos, pues aquel día no dejaron de morir, de ellos, diez mil hombres de a caballo y un sinnúmero de hombres de a pie, y de los nuestros sólo murieron once hombres de a caballo y veintisiete hombres de a pie.
Toda la noche permanecimos armados en el campo, y al día siguiente temíamos que nos plantasen batalla, pero no encontramos en el campo ningún hombre vivo de los suyos; y fuimos al castillo y lo combatimos, permaneciendo en él unos ocho días.
Levantamos el campo y nos llevamos sus buenos diez mil carros[60] (cada carro arrastrado por cuatro búfalos), y tanto ganado que cubría toda la tierra. Y ganamos una infinidad, mucho más que en la primera batalla. Y de aquella hora en adelante toda la Romanía quedó vencida, y les teníamos metido de tal modo el miedo en el cuerpo que no podíamos gritar «¡Francos! ¡Francos!», sin que enseguida pensasen en huir.
Así que con gran alegría volvimos a Gallípoli, y luego todos los días hacíamos cabalgadas, corriendo hasta las mismas puertas de Constantinopla; como que un día ocurrió que un almogáver de a caballo, llamado Perico de Doña Clara, habiendo perdido en el juego, con dos hijos que tenía, cogió las armas y, sin más compañía, se fue a Constantinopla andando, y en un jardín del emperador encontró a dos mercaderes genoveses que estaban cazando codornices, y apresólos y se los llevó a Gallípoli, y obtuvo por rescate tres mil perpras de oro (y vale la perpra diez sueldos barceloneses). Y cabalgadas parecidas se hacían todos los días.
Pasado esto y en tanto que iban corriendo toda la tierra cada día, se metió en la cabeza de la compañía ir a saquear la ciudad de Redristó, donde nuestros mensajeros habían muerto despedazados y puestos en cuartos en la carnicería; de modo que tal como se les metió en la cabeza así se hizo. Y fueron allí, y de madrugada tomaron la ciudad, y todas cuantas personas encontraron, hombres, mujeres y niños, les hicieron lo que ellos habían hecho a los mensajeros, que por nadie del mundo quisieron dejar de hacerlo. Y es cierto que fue una gran crueldad, pero esta venganza tomaron. Y cuando hubieron hecho esto, fueron a tomar otra ciudad que está a media legua de aquélla y tiene por nombre Panido. Y cuando tuvieron estas dos ciudades, se les ocurrió instalarse allí con sus mujeres y sus amigas, excepto yo, que me quedé en Gallípoli con los hombres de mar y cien almogávares y cincuenta hombres de a caballo. Y así lo hicieron: se alojaron entre el Redristó y el Panido porque estaban cerca de Constantinopla, a unas sesenta millas.
Cuando la compañía estuvo así asentada, Don Fernando Eixemenis de Árenos, que se había separado del megaduque en el Atarquí por ciertas disputas que tuvo con él, yéndose con el duque de Atenas, que le recibió con mucho honor, y supo que nosotros éramos victoriosos de nuestros enemigos, como bueno y experto caballero que era, pensando que nosotros podíamos necesitar de su compañía, vínose a nosotros desde la Morea en una galera, y se trajo ochenta hombres entre catalanes y aragoneses.
Todos sentimos gran satisfacción de ello, y celebramos aquel refresco que nos venía; y tanto les dimos, que tanto él como su compañía tuvieron muy buenas cabalgaduras, y les arreamos de todo lo necesario, como lo hubiésemos hecho con mil, si hubiesen venido.
Cuando sintió que ya estaba en orden, un día cogió hasta ciento cincuenta hombres de a caballo y unos trescientos de a pie y fue a recorrer el campo hasta cerca de la ciudad de Constantinopla. A la vuelta, que hacía con prisas por la gente y el ganado que se traía, el emperador le mandó, a un paso por el que tenía que cruzar, unos ochocientos hombres de a caballo y más de dos mil de a pie. Don Fernando Eixemenis que les vio, arengó a su gente y les amonestó a que obraran bien, y todos a la vez atacaron. ¿Qué os diré? Entre muertos y prisioneros acabaron con más de seiscientos hombres de a caballo y de a pie, más de mil quinientos; siendo éste un hecho de los más honorables. De este modo ganó tanto, él y su compañía, con aquella cabalgada, que le dio ánimos para ir a sitiar el castillo que se encuentra a la entrada de la Boca de Aver y que se llama de Mádito. Sabed además que él, en el sitio, no contaba más que con ochenta hombres de a caballo y doscientos de a pie, y que dentro había más de setecientos hombres de armas, griegos. En verdad que el ricohombre estaba, en realidad, más sitiado que los de adentro, pues todo el pan que comían se lo mandaba yo desde Gallípoli, en barcas, y hay más de veinticuatro millas desde Gallípoli; de modo que todo lo que afecta al revituallamiento tenía yo que llevárselo. Y de este modo mantuvo el sitio más de ocho meses, y disparaba de día y de noche un trabuco, y yo le había mandado diez escalas de cuerda con rampagones[61], y muchas veces, de noche, intentaban el asalto, pero no lo podían lograr.
Y voy a contaros la más bonita aventura que le ocurrió y que nunca haya ocurrido. Un día de julio que hacía mucho calor, a la hora de siesta, todos los del castillo estaban, unos, a la sombra, otros, charlando o durmiendo. Y cuando era la hora de la siesta, que todo el mundo hervía de calor, Don Fernando Eixemenis, si los otros dormían, él velaba, como le ocurre a quien tiene grandes cargos sobre las espaldas, y miró hacia el muro y no vio que hubiese nadie charlando ni nadie que apareciera, fuese acercando al muro e hizo el gesto de acercar las escalas, y nadie apareció.
Entonces se volvió a las tiendas e hizo que todos, de mano en mano, se armasen sin meter ningún ruido; y escogió cien hombres jóvenes y valerosos, y con las escalas se acercó al muro. Levantaron las escalas y adosaron cuatro de ellas, con los rampagones, en el muro; y luego, en cada escala subieron cinco hombres, uno detrás del otro, y suavemente subiéronse al muro sin ser oídos en absoluto. Luego subieron otros veinte, y ya fueron cuarenta, que se apoderaron de dos torres. Don Fernando Eixemenis vínose a la puerta con hachas para romper las puertas; de este modo, mientras aquéllos matarían a los que estaban en el muro y la alarma ya estaría dentro y todos correrían contra aquéllos, éstos podrían romper las puertas. Y así ocurrió, que cuando aquellos cuarenta estuvieron arriba pensaron en echarse encima de los del muro que dormían, y toda la gente corrió hacia ellos.
Y Don Fernando Eixemenis decidió romper el portal, y no encontró quien se le opusiera; y cuando las puertas estuvieron rotas, pudieron entrar y empezaron a matar y destruir todo lo que se les puso por delante. De modo que tomaron el castillo y a toda la gente, y se ganó tanta moneda que, de aquella hora en adelante, a Don Fernando Eixemenis y toda su compañía no les hizo falta nada y todos fueron ricos. Y así habéis podido oír la más bella aventura que nunca oyerais contar: que en pleno día fue tomado un castillo que hacía ocho meses que estaba sitiado.
Cuando todo esto hubo pasado, la compañía se dividió en tres partes, estando todos a disposición de los otros, eso es: Don Fernando Eixemenis, en el Mádito; yo, Ramón Muntaner, en Gallípoli, con todos los hombres de mar y otros de tierra (ya que Gallípoli era la cabeza de todo, y aquí venían todos cuantos tenían algo que menester de vestido, de armamento o de cualquier otra cosa, pues Gallípoli era la ciudad donde encontraban todo lo que necesitaban, y aquí iban y venían los mercaderes de cualquier condición que fuesen); y en el Redristó y el Panido estaba Don Bernardo de Rocafort con toda la otra compañía. Y todos estaban ricos y sobrados de todo, de manera que ni sembraban ni araban la tierra, ni cavaban la viña ni la podaban; y no obstante, cogían cada año tanto vino como querían, y tanto trigo y avena, de modo que durante cinco años vivimos del que de por sí daba la tierra. Y las cabalgadas que se hacían eran las más maravillosas que jamás hombre alguno pudiera imaginar, de modo que si todas os las contara no habría quien bastara para escribirlas. Pero sí que he de deciros una hermosa aventura que nos ocurrió a nos, que estábamos en Gallípoli.
El caso es que hubo un barón que era del reino de Salónica y que se llamaba Cristóbal Jorge, que venía del reino de Salónica a Constantinopla para ver al emperador. Cuando estuvieron en la región de Gallípolí él dijo a su compañía (que eran más de ochenta hombres de a caballo, bien aparejados y bien armados) que, puesto que se encontraban cerca de Gallípoli, quería hacer una correría, y que como sabía que no había hombres de a caballo y pocos de a pie, podrían apoderarse de las acémilas y los carros que mandábamos al campo a por leña. A todos les pareció bien, y a la hora de tercia llegaron cerca de Gallípoli.
Yo todos los días mandaba dos carros y dos acémilas al campo a por leña; e iba con ellos un escudero que estaba conmigo que era ballestero de a caballo y se llamaba Marc. Cuando estuvieron donde debían hacer la leña, éstos cargaron y aquéllos arremetieron contra ellos. El escudero que les vio, mandó a cuatro hombres de a pie que se subiesen a una torre que había casi sin puertas y que se defendiesen con piedras, en tanto él correría a Gallípoli y pronto traería socorro; y así lo hicieron.
Los griegos cogieron enseguida los carros y las acémilas y el escudero corrió a Gallípoli y dio la alarma, y nosotros pensamos en salir, pero en realidad sólo salimos seis caballos armados y ocho alforrados, pues la demás compañía de a caballo la habíamos mandado en cabalgada con Don Bernardo de Rocafort. Y aquéllos vinieron hasta nuestras barreras, y nosotros todos, los de a pie y los de a caballo, nos reunimos e hicimos lo mismo. Tal como habíamos hecho en las otras batallas, decidimos atacar todos a la vez, los de a pie y los de a caballo, y plugo a nuestro señor Dios que les venciéramos. Y hubimos treinta y siete hombres de a caballo, ya muertos, ya prisioneros, y a los demás les perseguimos hasta la torre, donde estaban mis cuatro hombres que estaban con los carros y las acémilas; y las recobramos, y luego les dejamos partir a la mala ventura y nos volvimos a Gallípoli.
Al día siguiente hicimos almoneda de los caballos y de los presos y de cuanto habíamos ganado.
Y repartimos como ganancias dieciocho perpras de oro por caballo armado y catorce por caballo alforrado, y siete para cada peón; y en esta forma cada cual tuvo su parte. Y por esto os he contado esta tan hermosa aventura, para que todos comprendáis que no hay nada comparable al poder de Dios; y esto no se logró por nuestro valer, sino por virtud y por gracia de Dios.
Mientras ocurría eso, Rocafort había ido a hacer una correría una jornada adentro en un lugar que se encuentra a la entrada del Mar Mayor, y que se llama el Estenyaire, donde se hacen todas las naves, leños y taridas y galeras que se construyen en Romanía. Había en el varadero más de ciento cincuenta leños entre unos y otros, y los quemaron todos y, además, apresaron a todos los maestros de ribera y saquearon todo el pueblo y los caseríos de alrededor. Volviéronse con mucha prisa, y ganaron tanto que no se puede contar.
Pasados unos días, se nos metió en la cabeza, a Rocafort, a Don Fernando Eixemenis y a mí, que todo cuanto habíamos hecho de nada valía si no arremetíamos contra los alanos, que eran los que habían matado a nuestro césar. Finalmente, se tomó este acuerdo y, de inmediato, empezamos a llevarlo a la práctica; y así se ordenó: que la compañía, con sus mujeres y sus niños, que estaban en el Panido y el Redristó, volviesen todos a Gallípoli, con sus mujeres y amigas, y con sus niños y con todo lo que fuese suyo, y que dejasen aquí a sus mujeres, amigas y niños y toda su familia y lo que les pertenecía y que quitasen de allí las banderas. Y así se hizo.
Y es que Gallípoli era la cabeza de la hueste, y en Gallípoli estaba yo con mi casa y con todos los escribanos de la hueste. Yo era capitán de Gallípoli y, cuando estaba la hueste allí, por derecho todos dependían de mi poder, desde el mayor al menor. Era canciller y maestro racional de la hueste y los escribanos trabajaban siempre junto a mí, de modo que nadie sabía, en números, cuántos éramos, fuera de mí, y yo llevaba, por escrito, cuánto se llevaba cada uno por caballo armado o alforrado, y lo mismo pasaba con los hombres de a pie. De modo que, de conformidad con mi libro, debía hacerse el reparto de las cabalgadas y a mí me correspondía el quinto de aquéllas, tanto por mar como por tierra. Además, era yo quien disponía del sello de la compañía, pues cuando murió el césar y Don Berenguer de Entenza fue hecho prisionero, la compañía mandó hacer un gran sello, en el que figuraba mi señor san Jorge, y la leyenda decía: «Sello de la hueste de los francos que rigen el reino de Macedonia». De modo que siempre fue Gallípoli cabeza de la compañía, eso es, durante los siete años que lo tuvimos después de la muerte del cesar. Y durante cinco años vivimos del renadío, que nada sembrábamos, ni plantábamos ni cultivábamos.
Cuando toda la compañía estuvo en Gallípoli, sobre mí recayó la suerte de que me quedara a la guarda de Gallípoli, con las mujeres y los niños y todo lo de la compañía, y me dejaron doscientos hombres de a pie y veinte hombres de a caballo de mi compañía. Y quedó ordenado que me diesen el tercio de la quinta de cuanto ganaran y otro tercio se repartiera entre aquellos que quedaban conmigo, y el otro tercio quedaba para Rocafort.
Así, pues, con la gracia de Dios, la hueste decidió salir de Gallípoli, y tenéis que saber que entre Gallípoli y el lugar donde estaban los alanos había doce jornadas, de manera que estaban fuera de las tierras del emperador y estaban en tierras del emperador de Lantzara, y si alguien me pregunta cómo podía ser que así se repartiera la quinta, en forma que los doscientos hombres que se quedaban conmigo en Gallípoli percibieran un tercio, os diré que todo se hacía porque no se encontraba a nadie que quisiera quedarse, y aún con eso, tampoco podíamos encontrar ninguno. ¿Qué queréis? Al llegar la noche se iban los que debían quedarse, de modo que no quedaron conmigo más que ciento treinta y cuatro hombres de a pie, entre hombres de mar y almogávares, y siete caballos armados, que pertenecían a mi casa; a los otros, a la fuerza tuve que darles licencia para que se fuesen, y prometieron partirse, mitad por mitad, toda la ganancia que Dios les diera, con estos siete caballos armados. Y así quedé, mal acompañado de hombres y bien acompañado de mujeres, que siempre quedarían más de dos mil.
De modo que la hueste se fue en buena hora, y tanto anduvieron en sus jornadas que entraron en el imperio de Lantzara por una hermosa planicie. Girgon, jefe de los alanos, que había matado con sus manos al cesar en Andrinópolis, estaba allí, y tenía a sus órdenes unos tres mil hombres de a caballo y cerca de seis mil hombres de a pie, y estaban todos con sus mujeres y sus chiquillos, pues los alanos hacen lo mismo que los tártaros, que andan siempre con todo lo suyo y jamás paran en ninguna ciudad ni villa ni población.
Cuando los nuestros les anduvieron cerca, detuviéronse un día sin acercárseles para reherrar y disponerlo todo para la batalla, ya que los alanos son tenidos por la mejor caballería que exista en Levante. Cuando hubieron descansado un día, al siguiente fueron a situarse cerca de ellos, a la distancia de una legua, y levantáronse muy de mañana y, al alba, fueron hacia ellos y les atacaron en las tiendas. Los alanos habían recibido noticias, pero no se figuraban tenerlos tan cerca, a pesar de lo cual un millar de caballos estaban ya preparados.
¿Qué os diré? La batalla fue dura y duró todo el día, y al mediodía ya había muerto su jefe Girgon, que perdió la cabeza y sus estandartes fueron abatidos, de modo que todos se desbarataron.
¿Qué os diré? Que de todos los alanos no escaparon, entre de a pie y de a caballo, ni trescientos hombres, ya que todos murieron porque les dolía separarse de sus mujeres y de sus hijos.
He de contaros lo que le ocurrió a un caballero alano, que se llevaba a su mujer, él montado en un buen caballo y su mujer en otro. Y tres de nuestros hombres de a caballo les siguieron detrás. ¿Qué os diré? El caballo de la mujer flaqueaba y él le daba con la espada de plano; pero al fin nuestros hombres de a caballo le alcanzaron. El caballero, que vio que le atrapaban y que la mujer tenía que perderse, marchó un poco hacia delante y la mujer le lanzó un gran grito. El volvióse hacia ella para abrazarla y besarla, y cuando lo hubo hecho, diole tal tajo a la cabeza con la espada que se la quitó de un golpe. Después de hacer eso, volvióse hacia nuestros tres hombres de a caballo, que ya estaban cogiendo el de la mujer, y con la espada dio tal golpe a uno de ellos, que se llamaba Guillermo de Bellver, que le cortó el brazo izquierdo y cayó muerto en tierra Los otros dos, que vieron esto, se lanzaron contra él y él contra ellos; uno de ellos se llamaba Arnaldo Miró, y era adalid y buen hombre de armas, y el otro era Don Bernardo de Ventaiola. ¿Qué os diré? Os hago saber que no se separó del lado de su mujer hasta que lo hubieron hecho pedazos, y él vendió tan cara su vida que mató a Guillermo de Bellver y dejó malheridos a los otros dos. Y así podéis ver que murió como buen caballero, y que, con dolor, hacía lo que hacía.
Así murieron, y por esta razón de dolor, la mayor parte de los alanos, pues, como antes os he dicho, no escaparon más de trescientos hombres, y todos los demás murieron.
Reconocida cuánta gente habíamos perdido nosotros, encontramos que habíamos perdido, entre de a caballo y de a pie, más de cuarenta hombres y muchos heridos. Y, con grandes ganancias, decidieron volverse, con gran alegría por la venganza que habían tomado de la muerte del cesar. Y pusiéronse en camino y, con gran descanso, volvieron a Gallípoli.
Ahora dejaré de hablaros de ellos, que están volviendo y que ya han pasado bastante afán y trabajo, y os hablaré de nosotros, que quedamos en Gallípoli y que no pasamos menores afanes que ellos.
Mientras la compañía estaba fuera de Gallípoli para atacar a los alanos, el emperador lo supo. Y quiso la suerte que en aquella ocasión llegaran dieciocho galeras de los genoveses, de las que era capitán micer Antonio Spíndola, que había venido de Génova a Constantinopla para llevarse a Lombardía al hijo menor del emperador para ser marqués de Monferrato. De modo que dicho micer Antonio Spíndola dijo al emperador que, si quería, su hijo el marqués podía tomar por esposa a la hija de micer Opisín Spíndola, y que él le echaría a los francos fuera de Romanía. Y el emperador dijo que le placía.
Con esto, dicho micer Antonio vino con dos galeras a Gallípoli y nos desafió en nombre de la ciudad de Génova. Y el desafío que nos hacía de parte de la ciudad de Génova era que nosotros saliéramos de su jardín, o sea del imperio de Constantinopla, que era el jardín de la ciudad de Génova; y que, de otro modo, si no nos íbamos, él nos desafiaba en nombre de la ciudad de Génova y de todos los genoveses del mundo. Respondíle yo que no aceptábamos el desafío, pues sabíamos que el común había sido y era todavía amigo de la casa de Aragón y de Sicilia y de Mallorca, de modo que no había motivo para que tal desafío él nos hiciera ni nosotros recibiéramos. Él mandó hacer una carta pública de lo que nos había dicho y yo mandé hacer otra de lo que yo le había contestado en nombre de toda la compañía. Otra vez volvió a lo mismo y yo lo mismo le respondí, y fueron hechas otras cartas. Por tercera vez él contestó y yo le dije que mal obraba quien en tales desafíos se apoyaba, y que le requería en nombre de Dios y de la santa fe católica (para cuya exaltación habíamos venido a Romanía) y que cesara en tales desafíos, y que, además, le requería de parte del padre santo apostólico «de quien nos tenemos la bandera» (la cual él podía ver), contra el emperador y sus gentes, que eran cismáticos y que a gran traición habían matado a nuestros jefes y a nuestros hermanos, siendo así que nosotros habíamos venido a servirles contra los infieles. De modo que le requería de parte del padre santo, y del señor rey de Aragón, y del señor rey de Sicilia, y del señor rey de Mallorca, para que nos ayudasen a realizar aquella venganza, y que sí no nos querían ayudar, que no se nos mostraran hostiles. En otra forma, que si no quería revocar los desafíos, protestaba de parte de Dios y de la santa fe católica, que sobre él que tales desafíos traía, y sobre todos aquellos que con él habían estado y estaban, cayera la sangre que se derramaría entre nosotros y ellos a causa de tales desafíos, y que nosotros quedásemos libres de pecado y culpa; pues Dios y el mundo podían ver que nos debíamos recibirlos como forzados y teníamos que defendernos. Y todo esto yo lo mandé poner en escritura pública.
Él insistió en su desafío, y lo hacía porque había dado a entender al emperador que en cuanto nos desafiara en nombre del común no nos atreveríamos a permanecer en Romania. Y no conocía nuestra intención, pues a pecho habíamos tomado que jamás nos marcharíamos hasta que hubiésemos tomado cumplida venganza.
De ese modo volvióse a Constantinopla y dijo al emperador todo lo que había hecho, y además le dijo que ahora le conquistaría el castillo de Gallípoli y se lo entregaría conmigo y con cuantos conmigo estaban. Y de inmediato mandó embarcar sus dieciocho galeras, más siete del emperador, de las que era almirante Don Andriol Morisc, genovés, y se llevaron al hijo del emperador para conducirlo al marquesado. Y vinieron un sábado por la noche frente a Gallípoli las veinticinco galeras y pasaron todo aquel día y la noche arreglando escalas y otros pertrechos para combatir Gallípoli, sabiendo que la compañía estaba lejos y que pocos hombres de armas habíamos quedado.
Y así, mientras ellos preparaban sus batallas para atacarnos mañana, yo ordené mi defensa toda la noche. Y la defensa quedó así ordenada: hice armar a cuantas mujeres había (pues armamento teníamos de sobra) y las mandé a las murallas; y en cada parte del muro mandé un mercader, de entre los mercaderes catalanes que allí estaban, para que fuesen quienes les mandasen a ellas; y dispuse por todas las calles medias cubas de vino bien templado con colodras y pan para que comiese y bebiese quien quisiera, pues bien sabía que las fuerzas de fuera serían tan numerosas que no nos darían tiempo para ir a comer a casa Ordené luego que todo el mundo fuese bien revestido de corazas, pues sabía que los genoveses andaban sobrados de pasadores y gastarían muchos, pues ellos tienen un sistema que no hacen más que tirar a boleo y gastan más cuadrillos en una batalla que en diez los catalanes. Y mandé mantener abiertos todos los postigos de las barbacanas (pues todas las barbacanas estaban guarnecidas con estacadas) a fin de que pudiésemos acudir en auxilio allí donde fuese necesario. Por otra parte, ordené a todos los médicos que teníamos que estuviesen dispuestos para remediar a los que cayeran heridos, de manera que cuanto antes pudiesen volver a la batalla. Cuando hube hecho esto y ordenado a cada uno dónde debía estar y lo que debía hacer, yo, con veinte hombres, iba y corría de acá para allá, viendo dónde hacía más falta.
Cuando se hizo de día, las galeras vinieron a tomar tierra. Y yo, con un buen caballo que tenía y mi tercio de caballos armados con lorigas y perpuntes, impedí a los encargados de amarrar que desembarcasen hasta después de la hora de tercia, y, al final, diez galeras lograron tomar tierra más lejos, y ocurrió que con el forcejeo del tomar tierra se cayó mi caballo, y, al final, un escudero mío descabalgó y me dio el suyo, y por mucho que me apresuré, entre el caballo que estaba en tierra y yo, me levanté con trece heridas. Pero en cuanto hube montado sobre otro caballo, monté a aquel escudero a la grupa, y me fui al castillo con cinco heridas que tenía, de las que poco me sentí, aparte una de espada que tenía a lo largo del pie. Esta y las otras me hice curar enseguida, de modo que no hubo más pérdida que la del caballo.
Cuando los de las galeras vieron que yo había caído, gritaron:
—¡Ha muerto el capitán! ¡A ellos! ¡A ellos! Entonces tomaron tierra todos a la vez y supieron ordenar muy inteligentemente sus batallas, de modo que, de cada galera, salía una bandera con la mitad de la chusma. Y así fue ordenado: que si alguno de los que estaban en la batalla tenía hambre o sed, o era herido, volviese a la galera y, si era ballestero, que saliese otro ballestero; y si era lancero, otro tal; de manera que aquellos que daban la batalla por nada tenían que disminuir, ni para ir a comer ni por otra razón, sino que siempre daban la batalla de pleno.
Ordenados, pues, en esta forma, salieron todos dispuestos a dar la batalla en el lugar que tenían asignado en su chusma y estaban decididos a combatir valerosamente y nosotros a defendernos.
Echaban ellos tantos cuadradillos con sus ballestas que casi nos privaban de ver el cielo; y este disparar duró hasta la hora nona casi, de modo que todo el castillo estaba lleno de ellos, y no sabría deciros por qué los que andábamos por fuera no estábamos todos heridos, pues a un cocinero mío que estaba en la cocina hirviendo gallinas para los heridos, entrando un pasador por la chimenea se le clavó en el hombro más de dos dedos. ¿Qué os diré? La batalla fue muy fuerte, y nuestras mujeres, con cantos y piedras (que yo había mandado poner en abundancia en el muro de la barbacana), la defendían con tal coraje que era una maravilla verlo En verdad que hubo mujer que teniendo cinco heridas en la cara todavía se defendía como si no tuviese ningún mal. Y así duró esta batalla hasta la hora de despertarse.
Cuando llegó la hora de despertar, el capitán que se llamaba Don Antonio Spíndola, como antes os he dicho, que es el que había hecho los desafíos, exclamó:
—¡Oh, gente vil! ¿Cómo es posible que basten tres tiñosos que hay dentro para defender aquella casa? ¡Muy viles sois!
Entonces él se armó bien y con trescientos hombres de las mejores casas de Génova, empuñando cinco banderas, se dispuso a salir de las galeras. En cuanto me lo dijeron, subí a la muralla y les vi venir, y en el acto mandé armar mi caballo y los otros seis caballos que había, y cuando estuvieron bien arreados y guarnecidos, que nada nos faltaba, hice venir cien hombres escogidos entre los mejores y les hice quitarse las armaduras, pues hacía mucho calor y estábamos a mediados de julio.
Y vi que los pasadores se les habían terminado, pues no disparaban ni uno, ya que todos los habían gastado; y en camisa y bragas, cada uno con una daga y una lanza en la mano, y las espadas ceñidas y el puñal, les hice armar. Y cuando el capitán, eso es a saber, Don Antonio Spíndola, con todos aquellos hombres de pro, con las cinco banderas, hubieron llegado hasta la puerta de hierro del castillo y estuvieron combatiendo con gran empeño largo rato, que ya iban todos con la lengua fuera por el calor y la sed que sufrían, me encomendé a Dios y a mi señora santa María y mandé abrir la puerta. Y con los seis caballos armados y los hombres de a pie que salieron en forma tan ligera, fuimos a atacar a las banderas, de modo que, del primer golpe, abatimos tres. Y ellos, cuando vieron que nosotros atacábamos tan vigorosamente a caballo y a pie, se sintieron vencidos y pronto les vimos las espaldas. ¿Qué os diré? Baste con decir que Antonio Spíndola perdió la cabeza en el mismo lugar donde nos había desafiado, y junto con él todos los gentiles hombres que con él habían salido; de modo que, en un momento, murieron más de seiscientas personas de los genoveses. Y os digo que, por las escaleras de las galeras, se subieron los nuestros mezclados con ellos, de manera que en realidad, con tal de que hubiésemos dispuesto de un centenar de hombres frescos, hubiésemos retenido más de cuatro galeras. Pero nosotros estábamos todos heridos y cansados, de modo que les dejamos que se fueran con mala fortuna.
Cuando ya todos estaban embarcados, o ahogados, que hubo muchos que al embarcar se caían al mar armados, me llegó el mensaje de que en un campo habían quedado cerca de unos cuarenta, y corrimos allí. Era jefe suyo el hombre más fuerte de Genova: Antonio Bocanegra se llamaba. ¿Qué os diré? Todos sus compañeros murieron, y él, con una espada bordonesa en la mano, lanzaba tales estocadas que ningún hombre se atrevía a acercársele, de modo que nos mató a dos hombres. Yo, que le vi hacer tan gran cosa, mandé que nadie le hiriese y le dije que se rindiera y se lo rogué muchas veces, y por nada lo quiso hacer. Yo entonces mandé a un escudero mío, que estaba armado a caballo, que se lanzara contra él; y aquél lo hizo muy a gusto y diole tal golpe en el pecho con el caballo que lo echó por el suelo, y entonces le deshicieron en cien pedazos.
Así desbaratadas las galeras de los genoveses y muertos y destruidos, fuéronse con el marqués a Génova, y las del emperador se volvieron a Constantinopla, y cada cual se fue con su mala suerte y nosotros nos quedamos, alegres y satisfechos.
Al día siguiente, cuando los de la compañía supieron que yo había sido sitiado, los que estaban bien cabalgados procuraron precipitarse y en una noche y un día hicieron más de tres jornadas, de modo que al día siguiente por la noche ya habían llegado más de ochenta hombres de a caballo. Y luego, al cabo de dos días, toda la hueste vino y nos encontraron con las caras vendadas y heridos y se disgustaron mucho de no haber estado con nosotros. Pero nos alegramos mucho, los unos y los otros, e hicimos grandes procesiones para dar gracias a Dios por las victorias que nos había concedido. Y ellos nos dieron a todos una buena parte de lo que habían ganado, de modo que todos, por la gracia de Dios, fuimos sobradamente ricos.
Cuando todo esto estuvo hecho, los turcos, a quienes nosotros habíamos echado de Anatolia, supieron la muerte del césar y la prisión de Don Berenguer de Entenza, y tuvieron noticia de las victorias que Dios nos había dado y que éramos tan poca gente, volvieron por Anatolia y sometieron todas las ciudades y villas y castillos de los griegos, más estrechamente de lo que antes, cuando nosotros fuimos, lo estaban. Y este fue el daño que les cayó encima por las malas acciones del emperador y por la traición que nos habían hecho; que todo el reino de Anatolia se perdió, ocupándolo los turcos, después de haberse restablecido, y toda la Romanía fue devastada por nosotros, pues dejando Constantinopla, y Andrinópolis, y Cristófol y Salónica, no hubo villa ni ciudad que no fuese saqueada y quemada por nosotros ni lugar ninguno, como no fuesen castillos de montaña.
Con esto vinieron los turcos frente a Gallípoli, y un jefe, cuyo nombre era Xemelic, vino y pidió parlamento, y dijo que, si nos placía, él quería pasar a Gallípoli para hablar con nos. Yo le mandé un leño armado, y él vino con diez caballeros, que todos eran parientes suyos. Y aquí él expuso delante de Rocafort y Don Fernando Eixemenis y de mí, que estaba dispuesto, junto con su compañía, con sus mujeres y niños, a pasarse a nosotros y que nos prestaría juramento y homenaje de que serían para con nosotros como hermanos él y toda su compañía y que nos defenderían contra toda la gente del mundo y que pondrían en nuestro poder a sus mujeres y a sus hijos y que querían estar en todo y por todo bajo nuestro mandato como el más humilde de la compañía y que nos darían la quinta parte de todo lo que ganarían.
Sobre esto celebramos nuestro consejo con toda la compañía, y a todos les pareció bien que los recibiéramos. De manera que recibimos a este Xemelic, que nos pasó hasta ochocientos hombres de a caballo; y luego vino su hermano con cuatrocientos hombre a caballo y con doscientos de a pie, e igualmente lo recibimos. Y si jamás hubo gente que fuese obediente a su señor así lo fueron ellos con nosotros, y si antes hubo hombres leales y verdaderos, así lo fueron ellos en toda ocasión. Y fueron muy buenos hombres de armas y en todos sus hechos; y de este modo estuvieron con nosotros como hermanos y en todos los momentos estaban, con su hueste preparada por ellos mismos, junto a nosotros.
Y así, cuando estos hombres hubieron venido a nosotros, al emperador le quedaban alrededor de mil hombres de a caballo, que eran turcoples que estaban con él a sueldo, que bien solían ser cuatro mil hombres de a caballo, pero a la primera batalla nosotros le matamos más de tres mil; de modo que le quedaron aquellos mil, que del mismo modo se pusieron bajo nuestro poder, con sus mujeres y sus niños, como lo habían hecho los turcos, y del mismo modo nos fueron siempre buenos y leales e igualmente obedientes. Así que nos vimos aumentados de dos mil doscientos hombres de a caballo y logramos quitarle al emperador, matándoselos o quitándoselos, todos los hombres a sueldo que tenía.
De este modo señoreábamos y cabalgábamos por el imperio a nuestro antojo, ya que con los turcos y los turcoples íbamos en las cabalgadas, e iban de los nuestros todos los que querían ir, y les hacían mucho honor, y se portaban de tal manera que siempre volvían con jamás se dio el caso de que, entre ellos y nosotros, se produjera ninguna discusión.
Ahora dejaré de hablar de nosotros y volveré a hablar de Don Berenguer de Entenza, que los genoveses se llevaron a Genova y que, por fin, el señor rey de Aragón sacó de la prisión.
Cuando estuvo fuera de la prisión, el ricohombre se fue a ver al papa y al rey de Francia para lograr que la compañía recibiera sus socorros; pero por mucho que trabajó no pudo lograr que ni el papa ni la casa de Francia le dieran socorro alguno, antes le dijeron que no a todo. Y puesto que al señor rey Don Pedro ya le dijo que no el papa cuando estaba en Alcoll, ya podéis juzgar si quería que la casa de Aragón siguiera muy adelante con su auxilio; de modo que el ricohombre, sin socorro, que no pudo obtener ni del papa ni de la casa de Francia, volvióse a Cataluña y empeñó y vendió gran parte de sus tierras; y fletó una nave de Don Pedro Solivera, de Barcelona, y embarcó, entre hombres de pro y otros, más de quinientos hombres, y fuese a Romanía.
Cuando estuvo en Gallípoli, yo le recibí muy honorablemente, como correspondía a quien debíamos tener por jefe y por mayor; pero Rocafort no quiso recibirle por jefe y por mayor, sino que estimó que él debía ser el jefe; de manera que la disputa fue grande entre los dos. Yo y los doce consejeros de la hueste lo arreglamos, procurando que los dos fuesen como hermanos, de modo que si Don Berenguer quería hacer cabalgadas de por sí, que le acompañase quien quisiera, y otro tanto en cuanto a Rocafort, y lo mismo respecto a Don Fernando Eixemenis. Pero Rocafort, como era muy discreto, supo atraerse a la almogavería, de manera que todos tenían los ojos fijos en él, y al igual los turcos y los turcoples, que habían llegado en un tiempo en el que Rocafort era el superior y más importante de la hueste, de modo que, desde aquel momento, no reconocían a ningún otro señor que se le opusiera.
Para decidir esta paz y concordia, tuve yo que sufrir muchos afanes y trabajos y muchos peligros, puesto que me convenía ir de unos a otros y tenía que pasar junto a los castillos de los enemigos que estaban junto a nuestras fronteras.
¿Qué os diré? Que Don Bernardo de Rocafort, con los turcos y gran parte de la almogavería, fue a sitiar la ciudad de Nova, que estaba sesenta millas lejos de Gallípoli. Y Don Berenguer de Entenza fue a establecer el sitio de un castillo que tiene por nombre el Megareix, que estaba en la mitad del camino entre Gallípoli y el sitio que mantenía Rocafort. Y siempre Don Fernando Eixemenis estaba del lado de Don Berenguer de Entenza, con todos los aragoneses que había en la hueste y una parte de los catalanes de mar. De modo que cada uno mantenía su sitio y cada uno disponía de trabucos, con los que disparaban los lugares que tenían sitiados.
Estando así las cosas llegó a Romanía el infante Don Fernando, con cuatro galeras, de parte del señor rey Federico, rey de Sicilia, que lo mandaba de acuerdo con el siguiente convenio que existía entre ellos: el señor rey disponía que el señor infante no pudiese tomar la señoría de la compañía ni tampoco de las ciudades, ni de las villas, ni de los castillos ni de los otros lugares, sino por cuenta del señor rey de Sicilia, y, además que no podía tomar esposa en Romanía, sin que lo supiera y con el consentimiento de dicho señor rey de Sicilia. De este convenio recibió cartas del rey de Sicilia Don Bernardo de Rocafort, y yo otras tales; y en toda la hueste no había ningún otro hombre que lo supiera.
Al llegar el señor infante a Gallípoli trajo cartas para Don Berenguer de Entenza, y para Don Fernando Eixemenis, y para Don Bernardo de Rocafort, y para mí, de parte de dicho señor rey, para que recibiéramos a dicho señor infante como señor, al igual que si se tratara de su propia persona, y carta semejante trajo para toda la comunidad de la compañía. De modo que yo recibí, y mandé recibir a todos los que estaban en Gallípoli, por jefe y por mayor y por señor a dicho señor infante, de parte de dicho señor rey de Sicilia, y le entregué toda mi casa y enseguida le compré cincuenta caballos y tantas acémilas como hubo menester, y mulos y muías para cabalgar a su placer. Y todo cuanto hubo menester yo se lo di, como tiendas y armas y todas las cosas que fuesen necesarias para ponerse en marcha.
Enseguida mandé dos hombres de a caballo a Don Berenguer de Entenza, que tenía sitiado el Megareix, que estaba a treinta millas de distancia de Gallípoli, y otros dos a Rocafort en la ciudad de Nova, que tenía sitiada y que estaba a sesenta millas de Gallípoli; y otro tanto a Don Fernando Eixemenis, que se encontraba en su castillo de Madito, que está a veinticuatro millas cerca de Gallípoli.
Al acto vino Don Berenguer de Entenza a Gallípoli y abandonó el sitio, y en el acto recibió a dicho señor infante, él y todos los que con él estaban, como jefe y señor, de parte del señor rey de Sicilia. Asimismo vino Don Fernando Eixemenis de Árenos, con su compañía, a Gallípoli, y recibió a dicho señor infante por jefe y señor, de parte de dicho señor rey. De modo que todos nosotros fuimos obedientes al mandato de dicho señor rey de Sicilia y tuvimos a dicho señor infante por cabeza y por señor y por mayor. Y de esto tuvimos todos gran alegría y satisfacción y consideramos nuestro asunto como ganado, puesto que Dios nos había traído a dicho señor infante, que era de la casa directa de Aragón, puesto que era hijo del señor rey de Mallorca y, por otra parte, era uno de los mejores caballeros del mundo por su persona, y de los más discretos para mantener la verdadera justicia, de modo que, por muchas razones, era el señor que nos venía como a la medida.
Después de haber jurado todos a dicho señor infante, recibimos un mensaje de Don Bernardo de Rocafort diciéndonos que no podía dejar el sitio que tenía, pero que suplicaba a dicho señor infante que fuese allí, pues toda la compañía sentía gran satisfacción por su llegada. Dicho señor infante tuvo consejo sobre esto, y todos le dimos el consejo de que fuese allí y que nosotros todos le seguiríamos, aparte de Don Berenguer de Entenza y de Don Fernando Eixemenis, que se quedarían en Gallípoli, porque cada uno de ellos estaba indispuesto con Rocafort, y que en cuanto el señor infante viniese con Rocafort, con su compañía, ellos irían a recibirle. Así, dicho señor infante conmigo y con toda la compañía que en Gallípoli estaba, salvo unos pocos que se quedaron con aquellos dos ricoshombres, fuimos allí donde Rocafort mantenía el sitio, eso es, a saber, a la ciudad de Nova. Cuando ellos supieron que el señor infante venía hacia ellos, con gran honor le recibieron, con gran gozo y alegría que todos tuvieron.
Cuando el señor infante hubo pasado dos días con ellos, con aquella gran fiesta, entregó sus cartas a su compañía. Y Don Bernardo de Rocafort, que sabía sólo el convenio que existía entre el señor rey de Sicilia y el señor infante, pensó que el señor infante procedía de tan alto linaje, y que era tan honrado y leal, que por nada faltaría al mencionado convenio. Y pensó en su ventaja y no tuvo en cuenta el provecho común, y se dijo: «Si este señor se queda aquí, como jefe y señor, estás perdido; que aquí están Don Berenguer de Entenza y Don Fernando Eixemenis, que le han recibido primero que tú, y cada uno de ellos es noble, y siempre el infante les honrará, tanto en los consejos como en los hechos, que valen más que tú; y como ellos te odian a muerte procurarán hacerte todo el daño que puedan y te indispondrán con él. Tú eres hoy mayor y señor de esta hueste y dispones de la mayor parte de los francos, a caballo y a pie, que hay en Romanía; por otra parte, cuentas con los turcos y los turcoples, que no reconocen a otro señor. Y siendo tú señor, ¿cómo puedes conformarte con no ser nada? Menester es que te des prisa para que este señor no se quede aquí; pero esto tendrás que hacerlo con gran maestría, puesto que toda la gente ha recibido con gran gozo a este señor y todos lo quieren por jefe y superior. ¿Qué harás entonces? No tienes más que un camino: que aparentando que te parece bien, obres en forma que no se quede». Y ya veréis la resolución que tomó, que no creo que haya existido jamás hombre alguno que tan secretamente la tomara.
El señor infante, como a quien tiene toda la confianza, le explicó todo el asunto y le dijo que mandase reunir consejo general, pues él quería dar sus cartas a la compañía, que procedían del señor rey, pues las que traía para Rocafort ya se las había entregado. Rocafort dijo que al día siguiente mandaría reunir el consejo general, y entre tanto Rocafort reunió por su cuenta a todos los jefes de compañía, tanto de a caballo como de a pie, y les dijo:
—El señor infante quiere que mañana reunamos el consejo, pues quiere daros las cartas que trae del señor rey de Sicilia y os quiere decir de palabra por qué ha venido. De manera que cada uno que esté advertido, y advertid a vuestras compañías para que le escuchen bien; y cuando él haya hablado, que nadie le responda, pues seré yo quien le responda por vosotros, y le diré que vosotros habéis entendido las cartas y sus buenas palabras y que ya puede volverse a la posada, que nosotros deliberaremos en consejo sobre lo que nos ha expuesto.
Así que el señor infante fue al consejo, y a todos ellos les dio sus cartas, y dijo sus palabras buenas y discretas a toda la compañía. Y ellos le respondieron lo que Rocafort había ordenado, eso es, a saber: que se reservaban la decisión; de modo que el señor infante volvióse a la posada y el consejo se quedó en la plaza. ¿Qué os diré? Don Bernardo de Rocafort les dijo:
—Barones, estas cuestiones no deben ser manejadas por todos. Elijamos cincuenta hombres buenos que acuerden la respuesta, y luego, cuando la hayan acordado, que pregunten a cada uno de vosotros si os parece buena y si os parece deben darla, y si es necesario mejorarla, que se haga.
A todos pareció bien lo que dijo Rocafort, de modo que antes de que se fueran quedaron elegidos los cincuenta, y cuando estuvieron elegidos juraron guardar secreto. Y cuando lo hubieron hecho, Rocafort les dijo:
—Barones, gran amor nos ha mostrado Dios al mandarnos este señor, que no hay otro en el mundo que tanto valiera, que éste procede en línea recta de la casa de Aragón y es uno de los mejores caballeros del mundo, y de aquellos que más aman la verdad y la justicia De manera que yo aconsejaría que nosotros, en todo y por todo, lo recibiéramos como señor. Y él nos ha dicho que le recibamos de parte del rey de Sicilia como señor, y esto de ningún modo lo hagamos, pues nos conviene mucho más que él sea señor nuestro que el rey de Sicilia, porque este señor no tiene nada en la tierra y, por tanto, siempre estará con nosotros y nosotros con él. Y el rey de Sicilia ya sabéis qué galardón nos ha dado por el servicio que le hemos hecho nosotros y nuestros padres, que en cuanto logró la paz nos echó de Sicilia con un quintal de pan por hombre, y esto es una cosa que todos debemos recordar. De manera que con toda claridad le debemos responder que nosotros de ningún modo le recibiremos de parte del rey de Sicilia, pero que estamos dispuestos a recibirlo por sí mismo, así como quien es nacido de nuestro señor natural, y que nos tenemos por muy honrados, y que estamos dispuestos a rendirle nuestra fe y nuestro homenaje. Y con esto nos quedará muy agradecido y habremos cumplido nuestro deber para con él, y daremos a conocer al rey de Sicilia que recordamos lo que nos hizo cuando tuvo la paz.
Finalmente, todos dijeron que estaba bien lo dicho; pero ninguno, fuera de Rocafort, conocía los convenios que existían entre el señor rey y el señor infante. Y él sabía que estaban tan firmemente firmados entre ellos que por nada el infante de por sí podía hacer aquello, ni recibir señoría de ciudad, ni de villa, ni de castillo, ni de lugar alguno; que si la compañía lo hubiese sabido, por nada del mundo lo dejaran partir, antes lo recibirían de buena gana en nombre del rey de Sicilia. Pero Rocafort les dijo:
—Barones, si él os dice que no, que de por sí no lo tomaría, no paséis ningún cuidado, que más tarde lo tomará de por sí.
¿Qué os diré? Cuando llegaron a un acuerdo, lo sometieron a consejo de la comunidad, y les explicaron detalladamente todo lo que antes se ha dicho; pero no lo dijo Rocafort, sino que se dispuso que lo dijeran dos de aquellos cincuenta que hablaron por todos. Y toda la compañía gritó:
—¡Bien decís! ¡Bien decís!
Y así se dio la respuesta al señor infante.
Cuando el señor infante hubo oído esta respuesta, pudo creer que se la daban en gran honor suyo, cuando en realidad se trataba de una burla. ¿Qué os diré? Con tal parlamento le entretuvieron quince días; y cuando el señor infante vio que persistían en eso, respondióles que podían estar seguros que, si por el rey de Sicilia no le querían recibir, él se volvería a Sicilia. Y cuando esto hubo contestado el señor infante y quiso despedirse, Don Bernardo de Rocafort y toda la compañía le rogaron que no se separa de ellos hasta que estuvieran en el reino de Salónica, y que hasta allí le mirarían como señor, y que entre tanto podría él tomar su resolución y ellos tomarían la suya, y que si Dios quería pondría entre ellos la concordia. Contáronle además la discordia que existía entre Don Bernardo de Rocafort y Don Berenguer de Entenza y Don Fernando de Eixemenis, y le rogaron que quisiera ponerle remedio. Y él respondió llanamente que lo intentaría.
La verdad es que habíamos permanecido en el cabo de Gallípoli y en sus alrededores siete años desde que el césar había muerto, y habíamos vivido cinco años del renadío, y al mismo tiempo habíamos despoblado aquella región en diez jornadas a nuestro alrededor, de manera que habíamos acabado con la gente y ya nada se cosechaba, de manera que era conveniente que, a la fuerza, desalojáramos aquel país. Tal fue el acuerdo de Don Bernardo de Rocafort y de los que con él estaban, fuesen cristianos o turcos o turcoples; y del mismo parecer eran Don Berenguer de Entenza, Don Fernando de Eixemenis y todos los suyos, y yo mismo con los de Gallípoli; pero no nos atrevíamos a movernos, temerosos de que surgieran disputas entre nosotros, pues por lo demás nada teníamos que temer.
El señor infante habló con cada uno, y se acordó que todos a la vez abandonásemos aquella región, y que yo, con veinticuatro barcas y leños y cuatro galeras, todas armadas, con los hombres de mar y con las mujeres y los niños, que me fuera navegando por mar hasta la ciudad de Cristófol, que está a la entrada del reino de Salónica, y que allí, si ellos llegaban antes que yo, me esperarían, y si yo llegaba antes que ellos, les esperase. Y se acordó que yo quemase y destruyera el castillo de Gallípoli, y el castillo de Mádito, y todos cuantos lugares teníamos. De modo que me despedí de ellos y me vine a Gallípoli y cumplí lo ordenado. Y con treinta y seis velas, entre galeras, leños y barcas, salí de Boca de Aver y puse rumbo a Cristófol.
Cuando el infante y la compañía supieron que yo había quemado, devastado y destruido todos los castillos y lugares y que había salido de Boca de Aver a salvo, dispusieron su partida. Y la ordenación que hizo el señor infante fue que Rocafort, con los que con él estaban y los turcos y turcoples, se fueran un día antes, eso es, a saber: que allí donde ellos descansarían una noche, al día siguiente el señor infante con Don Berenguer de Entenza y Don Fernando de Eixemenis y todas las compañías suyas descansarían, de manera que siempre llevasen una jornada de distancia los unos de los otros. Y así lo hicieron, con mucho orden y en pocas jornadas.
Cuando estuvieron a dos jornadas de distancia de Cristófol, el diablo, que sólo hace mal, quiso que la hueste de Rocafort se levantase demasiado tarde y la hueste del señor infante se levantase demasiado de madrugada, por el gran calor que hacía. Los de Rocafort se habían levantado a pleno día, porque aquella noche habían descansado en una llanura donde todo eran huertas colmadas de fruta de todas clases, que por aquella época estaban en su punto, y había buenas aguas y mucho vino, que encontraron por las casas, y a causa de la buena posada se retrasaron en la marcha. Los otros habían tropezado con todo lo contrario, por lo que se levantaron muy de mañana, de modo que la vanguardia de la hueste del señor infante alcanzó la retaguardia de la hueste de Don Bernardo de Rocafort.
Cuando los de Rocafort les vieron, una voz del demonio empezó a correr entre ellos y se pusieron a gritar:
—¡A las armas! ¡A las armas! Ahí está la compañía de Don Berenguer de Entenza y de Don Fernando de Eixemenis que nos vienen a matar.
Y de mano en mano la voz corrió hasta la vanguardia; y Rocafort hizo armar a los caballos y se prepararon todos, y lo mismo hicieron los turcos y los turcoples. ¿Qué os diré? El rumor llegó hasta el señor infante y hasta Don Berenguer de Entenza y Don Fernando de Eximenis, y al instante Don Berenguer de Entenza montó en su caballo, vestido con una cota, sin guarnecerse, con la espada al cinto y una azcona montera en la mano, y trató de acaudillar y barrar el paso a los suyos y obligarles a retroceder.
Mientras les mandaba en la forma que podía, pues no se sabía cuál era el rumor, y mientras intentaba acaudillarles como discreto ricohombre y buen caballero que era, vino en su caballo, armado de punta en blanco, Don Humberto de Rocafort, hermano menor de Don Bernardo de Rocafort, y Don Damalcio Sent Martí, su tío, igualmente en su caballo armado, y juntos vieron venir a Don Berenguer de Entenza, que estaba acaudillando, y creyeron que estaba incitando a la compañía. Los dos juntos le vieron venir, y Don Berenguer de Entenza gritó y dijo quién era, pero los dos le esperaron más allá y lo hirieron. Viéndole desarmado, traspasáronlo con las lanzas y allí mismo le mataron, cosa que fue de gran daño y una desgracia que, obrando él bien, le mataran.
Cuando le hubieron muerto, buscaron a los otros, particularmente a Don Fernando Eixemenis; y Don Fernando Eixemenis, como buen caballero y discreto, ante al tumulto, montó su caballo sin armarse e intentó coger el mando. Y cuando vio que los de Rocafort habían matado a Don Berenguer y que iban con ellos los turcos y los turcoples, que hacían todo lo que se les mandaba, y vio que todo el mundo moría, junto con treinta hombres de a caballo fuese a un castillo que era del emperador. Ya veis en qué peligro hubo de encontrarse que tuvo que, a la fuerza, echarse en poder de sus enemigos; y aquéllos, que veían la disputa, le acogieron gustosos.
¿Qué podría deciros? Matando e hiriendo llegaron hasta donde estaba la bandera del señor infante; y cuando estuvieron cerca del señor infante, todo el mundo guardó la bandera y la persona del señor infante y su compañía, de modo que el señor infante vino armado sobre su caballo, y con la maza en la mano iba acaudillando en la forma que podía. En cuanto Rocafort y su compañía lo vieron, pusiéronse a su alrededor para que nadie pudiese hacerle daño, ni los turcos ni los turcoples.
¿Qué os diré? Que en cuanto el señor infante estuvo con ellos cesó el ataque; pero no cesó del todo, y no se pudo evitar que aquel día matasen de los nuestros mismos, es decir, de la compañía de Don Berenguer de Entenza y de Don Fernando de Eixemenis, más de ciento cincuenta hombres de a caballo y más de seiscientos hombres de a pie. Ved si fue cosa del diablo que, si aquella tierra hubiese estado poblada de gente que saliese a batalla, seguro que hubiesen muerto a los que salieran y se hubiesen matado ellos mismos.
Cuando el señor infante vino al sitio donde yacía muerto Don Berenguer de Entenza, se apeó y empezó a expresar sobre él su sentimiento, y le besó más de diez veces, y todos cuantos había en la hueste hicieron lo mismo. El mismo Rocafort se mostró muy disgustado y le lloró; y su hermano y su tío, que le habían matado, cuando el señor infante les reprendió, se excusaron diciendo que no le habían conocido. Y fue un gran error y un gran pecado que muriera aquel ricohombre, y todos los demás.
El señor infante mandó detener a toda la hueste en aquel lugar durante tres días; y en una iglesia que había, que era ermita de San Nicolás, enterraron el cuerpo y mandaron cantar misas, y lo pusieron en un hermoso monumento que estaba cerca del altar. ¡Dios acoja su alma! Que fue realmente un martirio, pues murió para evitar que se hiciera daño.
Cuando todo esto estuvo hecho, el infante supo que Don Fernando Eixemenis estaba en aquel castillo con aquellos que con él habían ido y otros que fueron después, que serían más de setenta, de manera que en total se encontraban allí un centenar de bravos hombres de la hueste. Mandóle decir el infante que volviese, y él le mandó su contestación diciéndole que le disculpara, pues no estaba ya en su poder el hacerlo, pues, una vez que había ido al castillo, tenía que presentarse al emperador con sus acompañantes, con cuya contestación el infante le tuvo por dispensado, tanto a él como aquellos que con él habían ido.
Estando así las cosas, las cuatro galeras del señor infante, de las que era capitán Don Dalmacio Senan, caballero, y Don Jaime Desplau, de Barcelona, llegaron al lugar donde la hueste estaba, las que el señor infante me había mandado para que me acompañasen, pero ellos no quisieron aventurarse por la Boca de Aver, por miedo a las galeras de los genoveses, y me dejaron solo y se volvieron.
Cuando el señor infante vio sus galeras tuvo una gran alegría, e hizo reunir el consejo y preguntóles qué acuerdo habían tomado: que si querían recibirlo por señor de parte del señor rey de Sicilia se quedaría con ellos, y que de lo contrario no se quedaría. Don Bernardo de Rocafort, que ya se tenía por el más alto cuando Don Berenguer de Entenza hubo muerto y Don Fernando Eixemenis no estuvo, hizo que la compañía mantuviera su acuerdo: que por nada le recibirían de parte del rey de Sicilia, pero si por sí mismo.
De modo que el señor infante se despidió de ellos y embarcó en sus galeras, y fuese a una isla que se llama Taix, que estaba a seis millas, cerca de aquel lugar. Y fue una suerte que aquel mismo día yo llegué a aquella isla con mi compañía, pues no tenía noticia alguna de la hueste. Y allí encontré al señor infante, que tuvo gran satisfacción al verme, y me contó lo ocurrido, de todo lo cual me sentí muy dolido y disgustado, al igual que cuantos conmigo se encontraban. Entonces el señor infante requirióme de parte del señor rey de Sicilia y de la suya para que no me separara de él, y yo le dije que estaba dispuesto a cumplir cuanto me mandara aquel a quien yo tenía como mi señor, pero roguéle que me esperara en la isla de Taix, y yo con toda aquella gente que mandaba iría primero a la compañía. Y díjome que le placía. En seguida, con todas las treinta y seis velas, fuime a la compañía, y la encontré a una jornada cerca de Cristófol. Cuando estuve con ellos, antes de salir a tierra hice asegurar a todos los hombres y mujeres y niños, y todo cuanto era de Don Berenguer de Entenza y de su compañía, y lo mismo hice con lo de Don Fernando Eixemenis, y luego salí a tierra.
Todos aquellos y aquellas que quisieron ir donde se encontraba Don Fernando Eixemenis fueron, y les hice acompañar con cien hombres de a caballo turcos y otros tantos de turcoples y cincuenta hombres de a caballo cristianos, y mandé que les prestasen carros que llevasen la ropa. Aquellos que quisieron quedarse con la hueste se quedaron, y aquellos que no quisieron les di barcas que los llevaron a Negrepont y les pusieron a salvo.
Cuando hube dejado listo todo lo referido, para lo cual hice que la hueste se detuviera dos días, hice que se reuniera el consejo general, y les reprendí por todo lo que había sucedido, y les hice recordar de cuánto eran deudores de aquel ricohombre que habían matado, e igualmente de Don Fernando Eixemenis, que por su honor había dejado al duque de Atenas, haciéndoles mucho honor.
Y en presencia de todos les devolví el sello de la comunidad, que yo tenía, y todos los libros, y les dejé los escribanos, y me despedí de todos. Todos me rogaron que no me separara de ellos, y sobre todo los turcos y turcoples, que vinieron a mí llorando, suplicándome que no les desamparara, pues ellos me consideraban a mí como si fuese su padre. En verdad que ellos me llamaban sólo su «cata», que en turco quiere decir «padre»; y en verdad también que a nadie eché tanto de menos como a ellos, que habían entrado en mi poder y siempre habían tenido más confianza en mí que en ningún otro hombre de la hueste de los cristianos. Yo les dije que de ningún modo podía quedarme, pues no podía faltar a la palabra dada al infante, que era mi señor; de manera que, por fin, me despedí de todos y, en un leño armado que era mío, de setenta y dos remos, y dos barcas armadas, me separé de ellos y me fui a Taix, donde encontré al señor infante, que me esperaba.
Cuando me hube separado de la compañía, ésta pasó, con grandes dificultades, el paso de Cristófol y, jornada tras jornada, fuese a un cabo cuyo nombre es Caserandria, que es un cabo marítimo situado a cerca de veinte millas de la ciudad de Salónica. A la entrada de aquel cabo se atendaron, y de allí corrieron la ciudad de Salónica y por todo el país, donde encontraron tierra nueva. Y pensaron en devastar aquella región como lo habían hecho con las de Gallípoli, de Constantinopla y de Andripólis.
Y aquí he de dejar de hablar de la compañía, y voy a hablaros de una bella aventura que me ocurrió en Gallípoli, y que no quiero dejar de contaros.
Ocurrió que, antes de que viniese a Gallípoli el señor infante, había venido un prohombre genovés llamado micer Tesí Jaquería, que era sobrino de micer Boneto Jaquería, y vino con un leño de ochenta remos armado sobre cubierta. Cuando estuvo en Gallípoli pidió salvoconducto y dijo que quería hablar conmigo. Yo le aseguré y él me dijo:
—Capitán: la verdad es que yo he tenido el castillo de Fulla durante cinco años por cuenta de mi tío micer Boneto Jaquería. Ahora micer Boneto ha muerto, y su hermano, para quien queda el lugar y que es igualmente tío mío, vino este año con cuatro galeras para pedirme cuentas, y yo se las rendí; pero la verdad es que nos pusimos muy bien de acuerdo. Ahora he sabido que vuelve con otras cuatro galeras con intención de prenderme, y quiere poner otro capitán en Fulla; y he recibido una carta de su hijo en la que me dice que de ningún modo le espere, que si puede detenerme me llevará a Génova. Por esto he venido a vos, y estoy dispuesto, al igual que todos aquellos que conmigo han venido, a rendiros fe y homenaje y a ser uno más en vuestra compañía.
Y o, que sabía que era hombre honrado, y que le vi muy inteligente y bueno, le recibí y le di albergue bueno y honrado, y le inscribí con diez caballos en el libro de la compañía, pues yo tenía poderes para hacerlo, y nadie más fuera de mí los tenía.
Cuando él hubo ingresado en nuestra compañía me dijo que armase una galera que tenía en el puerto y dos leños y que le diese compañía, que él encontraría la manera de apoderarse del castillo de Fulla, y que con ello ganaríamos todo el tesoro del mundo. Yo enseguida armé la galera y su leño y otros dos leños armados y una barca armada, de manera que en total fueron cinco leños. Subió en ellos toda su compañía, que eran unas cincuenta personas, todos hombres buenos y diestros, y les di por capitán un primo hermano mío que se llama Don Juan Muntaner, al que di poderes para que pudiese hacer todo cuanto mi propia persona puede hacer, y que todo cuanto hiciera lo hiciese con el consejo de dicho micer Tesí Jaquería y de otros cuatro catalanes que le asigné como consejeros.
De esta manera partieron de Gallípoli al día siguiente del domingo de Ramos. ¿Qué os diré? Que dicho micer Tesí maniobró en forma que llegaron al castillo de Fulla por la noche de la fiesta de Pascua, y a la hora de maitines levantaron sus escalas sobre el muro, que él las traía ya dispuestas, como quien sabía lo que tenían de alto poco más o menos. ¿Qué os diré? Antes de que fuesen oídos hizo subir a aquel lugar nuestros hombres junto con los suyos, hasta que tuvo treinta sobre el muro, bien armados y dispuestos. Cuando éstos ya estaban arriba se hizo de día, y él, con hachas, junto con el resto de la compañía, empezó a darle a las puertas. Cuando los que estaban dentro les oyeron, corrieron a las armas; y éstos rompieron las puertas, y aquellos de los nuestros que estaban en el muro empezaron a matar cuantos encontraban en la muralla y en las torres. ¿Qué os diré? Que en poco rato mataron más de ciento cincuenta personas, y los otros se figuraron que por lo menos había dentro quinientos hombres combatientes. Cuando hubieron tomado el castillo, salieron fuera, por la villa que tenían los griegos que allí habitaban, que eran más de tres mil personas, todos labradores del alumbre que allí se cría. Y saquearon toda la villa, y cogieron y dejaron cuanto les plugo. ¿Qué os diré? Que fue una infinidad lo que llegó a ganarse.
En aquel lugar se ganaron las tres reliquias que el bienaventurado San Juan Evangelista dejó en el altar de Efeso cuando se puso en el monumento; y cuando los turcos tomaron aquel lugar, sacaron aquellas tres reliquias y las dejaron en prenda en Fulla para obtener trigo.
Y las reliquias eran éstas: la primera, un trozo de la Vera Cruz que mi señor San Juan Evangelista sacó con su propia mano de la Vera Cruz, de aquel lugar donde Jesucristo había tenido la cabeza, y aquel trozo estaba muy bien engastado ricamente en oro, con piedras preciosas que valían una infinidad (que mucho os costaría creerlo si os contara lo que a su alrededor llevaba engarzado), con una cadenita de oro que había y que mi señor San Juan llevaba siempre en el cuello. Otra reliquia era una camisa muy preciosa, sin costura alguna, que mi señora Santa María hizo con sus benditas manos y se la dio, y con la cual decía siempre la misa el bien aventurado San Juan. La tercera reliquia era un libro que se llama El Apocalipsis, que estaba escrito en letras de oro por la propia mano del bienaventurado San Juan, y en cuyas cubiertas había también una gran riqueza de piedras preciosas.
Así, entre otras cosas, ganaron estas tres reliquias, que si se pudieron ganar fue porque micer Tesí Jaquería ya sabía dónde estaban. Con gran ganancia, pues, se volvieron a Gallípoli, y aquí se repartieron todas sus ganancias, y echamos a suertes el reparto de las reliquias. A mí me correspondió, por fortuna, la Vera Cruz, y a él la camisa y el libro que se llama Apocalipsis; y lo demás se repartió como repartirse debía.
Y así veis lo que salimos ganando con la compañía de micer Tesí Jaquería. Después, micer Tesí, con lo que había ganado, armó su leño con su gente y la nuestra y se vino a la isla de Taix, donde había un hermoso castillo despoblado, y tomó aquel castillo y lo reparó y arregló.
Y a aquel castillo fui yo, y allí encontré al señor infante con las cuatro galeras, y aquí me esperó él cuando yo fui a la compañía a despedirme, y aquí volví con el señor infante. Si alguna vez se ha visto a alguien acoger bien a su amigo, así micer Tesí hizo conmigo, que incontinenti me entregó el castillo y todo cuanto en él había, y cuidó del señor infante y de nosotros todos durante tres días que nos obligó a quedarnos. Después se me ofreció en persona, y con el castillo, y con todo cuanto tenía, y yo le di muchos arneses que yo tenía en mi casa, y muchas armas de distintas clases, y le di una barca armada de veinticuatro remos, y le dejé más de cuarenta hombres que quisieron quedarse a sueldo con él, de modo que lo dejé bien provisto y arreado. De manera que es veraz el proverbio catalán que dice: «Haz bien y no mires a quién», pues en aquel lugar donde jamás pensaba estar recibí tan gran satisfacción, y el señor infante por mí, y toda nuestra compañía. Y si nos fuese necesario, en aquel castillo nos podríamos salvar todos, y en él podríamos haber estado más tiempo, y podríamos volver si nos conviniera.
De manera que nos despedimos de micer Tesí Jaquería y nos marchamos de la isla del Taix con el señor infante, quien me hizo entregar la mejor galera que había, aparte de la suya, que se llamaba «Española», y con las cuatro galeras suyas y mi leño armado y una barca armada mía nos fuimos al puerto de Almiro, que está en el ducado de Atenas, donde el señor infante había dejado tres hombres para hacer bizcocho cuando entró en Romanía. Allí no encontramos ni a los hombres ni al bizcocho, pues todo lo habían saqueado la gente de la tierra. Pero si ellos lo saquearon, bien nos vengamos, pues todo cuanto había lo pasamos a sangre y fuego.
Luego partimos de Almiro y nos fuimos a la isla de Escrófol, y allí combatimos el castillo y saqueamos toda la isla. Después nos fuimos al cabo de la isla de Negroponto, y el señor infante dijo que quería pasar por la ciudad de Negroponto, y todos le aconsejamos que no lo hiciera. La verdad es que, al entrar en Romania, había pasado por allí y le recibieron con buen solaz y compañía, y pensó que lo mismo harían esta vez; y a pesar de todos, se empeñó en que fuéramos. En mala hora seguimos aquel camino y nos pusimos la cuerda al cuello a ojos vista, porque, como se ve, es un gran peligro viajar con un joven hijo de rey, pues son tan altos en ánimo y estirpe que no se imaginan que nada pueda alcanzarles en su daño. Y así debería ser si el mundo tuviera buen sentido, pero el mundo es tan desconsiderado que en pocas ocasiones se preocupa de cumplir con lo que es debido. Son, además, señores a los que nadie se atreve a contradecir en nada de lo que quieren realizar, y así fue como nosotros tuvimos que asentir a nuestra propia destrucción.
Fuímonos, pues, a la ciudad de Negroponto, y allí nos encontramos con que habían llegado diez galeras de los venecianos y un leño armado, de los que eran capitanes Don Juan Corin y Don Marco Minyot, quienes iban a las órdenes de micer Carlos de Francia (a quien pertenece el imperio de Constantinopla), al encuentro de la compañía; y allí estaba en nombre de micer Carlos un ricohombre francés llamado Tibaud de Cipoys. El señor infante pidió pasaporte para él y toda la compañía, y los señores de Negrepont nos aseguraron, e igualmente a los capitanes de las galeras, e invitaron al señor infante. Cuando estuvimos en tierra, las galeras de los venecianos corrieron sobre las nuestras, y especialmente sobre la mía, pues corría la voz de que yo traía de Romanía todos los tesoros del mundo. Cuando subieron, matáronme más de cuarenta hombres; e igualmente me hubiesen matado a mí si hubiese estado, pero yo no me separaba un paso del señor infante. De este modo saquearon mi galera de cuanto había, que era una gran cosa; y luego detuvieron al señor infante y diez de los mejores que con él estaban. Cuando hubieron perpetrado esta traición, micer Tibaud de Cipoys entregó el señor infante a micer Juan de Messi, señor de la tercera parte de Negroponto, para que lo llevara al duque de Atenas para que 10 guardase para micer Carlos de Francia e hiciera con él lo que él le mandaría. Y se lo llevaron con ocho caballeros y cuatro escuderos a la ciudad de Estives, y el duque de Atenas lo mandó guardar en el castillo de Sant Omer.
Los hombres de Negroponto convencieron a Don Tibaud de Cipoys y a los capitanes de las galeras que si querían conseguir algo de la compañía que me devolvieran a mí, pues yo me llevaba mucho de lo que correspondía a la compañía, y de este modo lograría dos cosas buenas: que haría un gran favor a la compañía y, por otra parte, que ellos sabían que me matarían en el acto, y así no habría quien reclamara nada de lo que me habían quitado. Y que devolviera también a Don García Gomis Palasin, a quien Rocafort odiaba más que a nadie en el mundo, con lo que le darían gran satisfacción y nada podían hacer que tanto le gustara.
Tal como se lo aconsejaban, así lo hicieron y nos devolvieron a Don García Gomis y a mí a la compañía. Cuando estuvimos con la compañía presentaron a Don García Gomis a Rocafort, y Rocafort estuvo muy satisfecho y vino enseguida a la popa de las galeras, y en cuanto estuvo en tierra, sin otra sentencia, le hizo cortar la cabeza en presencia de todos; cosa que fue una lástima y una gran desgracia, pues en realidad era uno de los mejores caballeros del mundo, en todos los aspectos.
Cuando esto estuvo hecho, me llevaron a mí a tierra y, cuando los de la compañía me vieron, Rocafort y todos los demás me besaron y abrazaron y empezaron a llorar por cuanto había perdido.
Los turcos y turcoples bajaron todos y querían besarme la mano y empezaron a llorar de alegría, pensando que yo iba a quedarme. En seguida, con Rocafort y todos juntos, con los que me acompañaban, me llevaron al mejor aposentamiento que había y en seguida me pusieron en libertad.
En cuanto estuve en mi albergue, los turcos me mandaron veinte caballos y mil perpras de oro, y los turcoples otro tanto; Rocafort me mandó un hermoso caballo y una mula, y cien cahízes de avena y cien quintales de harina y carne salada y ganado de una y otra clase. Al igual, no hubo adalid ni almogaten ni nadie que valiera algo en la hueste que no me mandase su obsequio, tanto, que se puede calcular que lo que me mandaron valía cuatro mil perpras de oro. De modo que Don Tibaud de Cipoys y los venecianos quedaron muy desilusionados con haberme devuelto.
Después que se hizo todo esto, Don Tibaud de Cipoys y los venecianos y los capitanes de las galeras empezaron a hablar de sus asuntos con la compañía. Lo primero causado; y esto tuvieron que jurarlo, pues en la compañía que me reintegrarían de todo el daño que me habían causado; y esto tuvieron que jurarlo pues, en la compañía les dijeron que yo había sido su padre y su gobernador desde que habían salido de Sicilia y que ningún mal se pudo meter entre ellos mientras yo estuve presente y, además, que si yo hubiese estado con ellos, aquella desgracia que ocurrió con Don Berenguer de Entenza y los demás no hubiese ocurrido. Este fue el primer capítulo que tuvieron que prometer y jurar; pero lo cumplieron mal y feamente, porque Dios puso el mal en cuanto hicieron, como veréis más adelante.
¿Qué os diré? Rocafort, pensando que había perdido la casa de Sicilia y de Aragón y de Mallorca y además de toda Cataluña, pensó en acercarse a micer Carlos y por esto juró e hizo jurar a toda la compañía la señoría de micer Carlos de Francia, a despecho de una parte y de otra. Y cuando hubieron rendido juramento y homenaje a Don Tibaud de Cipoys por micer Carlos y hubieron jurado a dicho micer Tibaud por capitán, dicho micer Tibaud rigió su capitanía con mucho tiento porque veía que otra cosa no podía hacer.
¿Qué os diré? Cuando hubieron jurado, micer Tibaud se cuidó de que nadie se atreviera a mandar más que él, y a Rocafort para nada le consultaba, pues le hacía menos caso que a un perro, y mandó hacer un sello con un caballero con corona de oro, pues pensaba coronarse rey de Salónica. ¿Qué os diré? Cuando hubo hecho esto, Don Tibaud fué capitán del viento, tal como su señor, micer Carlos, fue rey del capelo y del viento cuando hubo aceptado la donación del reino de Aragón, así fue él capitán del capelo y del viento.
Cuando los capitanes de las galeras vieron esto, pensaron que ellos habían terminado de realizar aquello para lo cual habían venido, puesto que ya habían puesto a Don Tibaud como capitán de la compañía, y se despidieron y quisieron marcharse. La compañía y los turcos y turcoples, e incluso Tibaud, me rogaron que me quedara; pero yo dije que no me quedaría de ningún modo y, cuando vieron que otra cosa no podrían sacar de mí, llamaron a los capitanes de las galeras y les rogaron encarecidamente que cuidasen de mí; y me dieron una galera en la que viajara toda mi compañía. El capitán mayor, micer Juan Corin, quiso que yo viajara en su galera; y micer Tibaud me hizo cartas para Negrepont, para que, so pena de daño corporal y de sus bienes, todo el mundo me devolviera lo que era mío. Y yo di todos los caballos y carros y acémilas a aquellos que habían estado en mi compañía, y me despedí de todos y embarqué en la galera de micer Juan Corin. Y si alguien fue honrado por un gentilhombre, así lo fui yo por él, pues quiso siempre que durmiese con él en una misma cama y comíamos los dos solos, en una misma mesa.
Así que nos fuimos a la ciudad de Negroponto, y cuando estuvimos en la ciudad, los capitanes dijeron al baile de Venecia que mandase hacer un pregón para que cualquiera que hubiese habido algo de lo mío me lo devolviera bajo pena de daño personal y material, y lo mismo hicieron micer Juan de Messi y micer Bonifacio de Verona, cuando hubieron visto la carta de micer Tibaud de Cipoys. ¿Qué os diré? Tuvieron mucho empeño en que yo quedase satisfecho de sus palabras; pero de lo que me habían quitado nada pude recobrar.
Rogué a micer Juan Corin que me permitiera ir a la ciudad de Estives para visitar al señor infante; y él me dijo que en consideración a mí me aguardaría cuatro días, cosa que mucho le agradecí.
Inmediatamente conseguí cinco caballerías y me fui a la ciudad de Estives, que está a unas veinticuatro millas de distancia, y allí encontré al duque de Atenas enfermo, a pesar de lo cual me recibió bien y me dijo que lamentaba mucho del daño que había sufrido y que él se me ofrecía para que viera en qué podía ayudarme, y que así lo haría. Yo le di muchas gracias y le dije que la mayor satisfacción que podía darme era que hiciera los mayores honores al señor infante; y él respondió que a esto se sentía muy obligado y que lo que lamentaba era tener que servirlo en el estado en que se encontraba. Le rogué entonces que me concediera permiso para poder verle, y él dijo que sí, que podía verle y estar con él y que, en obsequio mío, mientras yo estuviera, todo el mundo podría entrar y comer con él, e incluso que si quería cabalgar podría hacerlo.
En seguida mando abrir las puertas del castillo de Sant Omer, donde estaba, y yo fui a ver al señor infante. Y si me dolió verle en poder de otro, no me lo preguntéis, que creí que el corazón me estallaba; pero él, con su bondad, me consoló. ¿Qué os diré? Dos días estuve con él y le rogué que, si le agradaba que yo estuviese con él, yo rogaría al duque de Atenas que permitiera que con él estuviese. Él dijo que no era necesario que yo me quedase, sino que era mejor que procurara irme a Sicilia y que él me daría una carta credencial para el señor rey de Sicilia, que a nadie más quería escribir. Enseguida me hizo la carta y me dijo todo el mensaje que debía trasladarle y todo cuanto debía hacer; que él bien sabía que no había nadie en el mundo que conociera mejor que yo todo lo que le había ocurrido en Romanía, y seguramente así era de verdad.
Después de estar dos días con él, me despedí con mucha pena, que poco faltó para que el corazón no me estallara. Dejéle parte del poco dinero que llevaba y me despojé de unas vestiduras que llevaba y se las di al cocinero que el duque le había puesto. Y hablé aparte con él para que procurara que no sufriese y que no le hiciera ningún daño nada que le pudiesen dar de comida; que si nada malo hacía, de mí y de otros recibiría mucho bien. El puso sus manos en los Evangelios y juró ante mí que antes dejaría que le cortasen la cabeza que permitir que ningún mal pudiese hacérsele con ninguna comida que él preparase. Y así me separé de él y, habiéndome despedido del señor infante y de su compañía, fui a despedirme del duque, y su merced me regaló joyas muy valiosas y ricas, y yo me marché muy satisfecho de él.
Volví a Negroponto y encontré las galeras, que sólo me esperaban a mí, y embarqué de inmediato.
Partimos de Negroponto y fuimos a tomar refresco en la isla de Setepose y luego a la Sidra y después a Malvasía y a Malea y a Sant Ángel y al puerto de las Guatlles y después a Coron. Y de Coron fuimos a la isla de Sapiencia y aquella noche dormimos en dicha isla.
Al llegar la mañana, en cuanto salió el sol, miramos y vimos llegar cuatro galeras y un leño por allí de donde nosotros habíamos venido. Enseguida nos pusimos en movimiento y seguimos su camino, y ellos, que nos vieron, empezaron a armarse. Miré y vi relucir los capacetes de hierro y las azconas monteras; pronto pensamos que se trataba de las galeras de Don Riambaud des Far, de quien ya había tenido noticia, y enseguida se lo dije a nuestro capitán, de modo que los venecianos también decidieron armarse. Al cabo de un rato el leño armado de Don Riambaud des Far vino con Don Pedro de Ribalta, que iba en la poca, y enseguida le conocí; me acerqué para que me viera y tuvo gran alegría, de modo que subió a mi galera y me dijo que se trataba de las galeras de Don Riambaud des Far. Los capitanes de los venecianos me llamaron aparte y me dijeron que yo les informara sobre este caballero, si era malvado y si había hecho daño a los venecianos. Yo les dije, como cosa cierta, que se trataba de un hombre de pro, que por nada haría daño a alguien que fuese amigo del rey de Aragón, de modo que les rogaba que le respetaran y honrasen mientras estaríamos juntos. Por esto, ellos mandaron desarmar a la gente y me encargaron que les asegurase de su parte que eran bien venidos. Entonces subí al leño con Don Pedro de Ribalta y fui a ver a Don Riambaud e hice desarmar a todo el mundo; y entonces, todos juntos, vinimos a las galeras. Y aquí nos saludamos unos a otros y todos juntos fuimos a la isla de Sapiencia y allí pusimos las escalas en tierra.
Nuestros capitanes invitaron a Don Riambaud des Far y a todos los jefes y aquel día estuvimos allí hasta la madrugada.
De madrugada nos levantamos todos a la vez y fuimos a Metó, donde refrescamos todas las galeras y proveímos de agua. Al día siguiente nos acercamos a la playa de Matagrifó y también nos abastecimos de agua, y luego nos fuimos a Clarenza. En Clarenza las galeras de los venecianos tenían que detenerse para ordenar cuatro galeras que tenían que dejar de guardia; de modo que yo me trasladé a las de Don Riambaud des Far, quien me hizo entregar una galera para mi compañía.
Micer Juan Corin, el capitán de los venecianos, me dio dos cubas de vino y mucho bizcocho y carne salada y de todo lo que tenía en su compañía. Y mandé comprar en Clarenza todo lo que había menester.
Me despedí de ellos y con Don Riambaud des Far nos dirigimos a Corfú y, cruzado Corfú, tomamos tierra en el golfo de Tarento, eso es, a la salida del cabo de las Leuques; y luego costeamos la Calabria y nos vinimos a Mesina. En Mesina Don Riambaud des Far desarmó, y él y yo fuimos a encontrar el rey, que se hallaba en Castronou. Aquí, el señor rey acogió bien a Don Riambaud y le regaló unas joyas; después se marchó Don Riambaud y yo quedé con el rey y dile la carta del señor infante y le di cuenta de todo mi mensaje.
El señor rey se disgustó mucho por la prisión del señor infante, y en seguida mandó un mensaje al señor rey de Mallorca y al señor rey de Aragón. Entretanto llegó un mensaje de micer Carlos al duque de Atenas para que entregara al señor infante al rey Roberto; y enseguida lo mandó a Brindisi, y de Brindisi fuese por tierra a Nápoles. En Nápoles el señor infante estuvo en prisión cortesana, pues estaba vigilado y cabalgaba con el rey Roberto, y comía con él y con mi señora la reina, esposa del rey Roberto, que era hemana suya.
¿Qué os diré? Más de un año estuvo el señor infante en prisión y luego el señor rey su padre reclamó del rey de Francia que se lo entregase. De modo que el rey de Francia y micer Carlos mandaron mensajeros al rey Carlos, que vivía todavía, y al duque Roberto, para que lo mandasen al rey su padre. En dos galeras mandáronlo inmediatamente al rey su padre, y tomaron tierra en Coblliure, y celebró gran fiesta el rey su padre, y mi señora la reina su madre, y todos cuantos estaban en las tierras del señor rey de Mallorca, ya que todos le querían más que a ningún otro hijo que el rey tuviera.
Así he de dejaros de hablar del señor infante, que está con el señor rey su padre, sano y alegre, y he de volver a hablaros de la compañía hasta que os la haya conducido al ducado de Atenas, donde hoy se encuentra. Después de esto no volveré a ocuparme de ellos, que si algo decía podría errar, como quien de sus hechos posteriores nada sabe con seguridad.
Cuando Don Bernardo de Rocafort tuvo hecho el sello que representaba un caballero con corona de oro, se hizo el amo de la hueste, pues a Don Tibaud de Cipoys le conocían menos que a un sargento, de lo que éste se sintió muy dolido y le parecía como un escarnio. Rocafort abusó tanto que, en cuanto moría alguien de la hueste, enseguida se apoderaba de todo lo suyo y, por otro lado, si alguno tenía una hija hermosa o una bella amiga, era forzado que fuese suya; de modo que ya no sabían que hacerse con él. Al final todos los jefes de las compañías fueron a ver en secreto a Don Tibaud de Cipoys y preguntáronle qué remedio pensaba poner, pues a Rocafort ya no podían aguantarle. Contestóles él que ningún consejo podía darles, pero que si querían llegar a buen fin, que ellos lo pensaran por su lado, que él lo pensaría por el suyo. Todo esto lo decía Don Tibaud porque se figuraba que querían traicionarle o engañarle, y por esto fue a ver a Rocafort y, privadamente, le reprendió; pero él no le hizo el menor caso.
Entretanto, Tibaud había enviado a su hijo a Venecia para que le armasen seis galeras, y las estaba esperando. Al poco tiempo llegaron con su hijo, que venía de capitán, y cuando las galeras estuvieron aquí, él se sintió seguro. Secretamente preguntó a los jefes de las compañías qué habían decidido y qué pensaban hacer respecto al asunto de Rocafort. Ellos contestaron que les parecía acertado que micer Tibaud convocara consejo general y que cuando estuvieran en consejo ellos denunciarían todo lo que él estaba haciendo, y se apoderarían de su persona y se lo entregarían. Y así se hizo. Para su desgracia, al día siguiente, cuando estuvieron en consejo, le provocaron a discusión y, en la disputa, le apresaron y lo entregaron a micer Tibaud, con lo que cometieron el mayor error que jamás nadie cometiera al entregarlo a alguien, pues mejor era que ellos por sí mismos tomasen venganza, si tal era su deseo.
¿Qué os diré? Que en cuanto micer Tibaud tuvo a Don Bernardo de Rocafort y a Don Humberto, su hermano (pues su tío Don Dalmacio de Sant Martí hacía poco que había muerto de enfermedad), los jefes de las compañías corrieron a su albergue y en las cajas de Rocafort encontraron tanta perpras de oro que tocaron a trece perpras por cada hombre, y le saquearon todo cuanto tenía.
Cuando micer Tibaud tuvo a Rocafort y a su hermano, una noche embarcó secretamente en las galeras con su compañía y puso dentro a Rocafort y a su hermano; y en cuanto abatieron los remos, dejóles sin despedirse de nadie. Y cuando llegó la mañana y los de la compañía, al no encontrar a micer Tibaud, se dieron cuenta de que se había ido llevándose a Rocafort y a su hermano, les dolió mucho y se arrepintieron de lo que habían hecho; y se promovió un gran escándalo entre ellos, y tomaron las armas y lancearon a catorce jefes de compañía que habían dado su acuerdo en aquel asunto. Luego eligieron a dos de a caballo, un adalid y un mogaten, para que les rigieran mientras no tenían jefe. Y de esta manera estuvieron, rigiendo los cuatro la hueste, junto con los doce del consejo.
Tibaud de Cipoys fue hasta Nápoles, y allí entregó al rey Roberto a Rocafort y su hermano, que eran los hombres a quienes menos quería de este mundo, por los castillos de Calabria que no le habían querido rendir, como los demás hicieron.
Cuando el rey Roberto tuvo en su poder a los dos hermanos, mandólos al castillo de Avers, y una vez allí metidos les dejó morir de hambre, que, en cuanto hubieron entrado, nadie les dio nada, ni de comida ni de bebida. Y así veréis que quien hace el mal no lo aleja de sí; y que cuanto más importante es el puesto que un hombre ocupa más mesurado y más justiciero debe ser.
Ahora dejaré de hablaros de Rocafort, que ya se acabó su época, y volveré a hablaros de la compañía.
Ocurrió por aquel tiempo que el duque de Atenas murió de enfermedad, y como no tenía hijo ni hija, dejó el ducado al conde de Brenda, que era su primo hermano.
Este conde de Brenda se había criado en Sicilia y permaneció largo tiempo, cuando era mozo, en el castillo de Agosta, donde su padre le había dejado en rehenes, pues allí estaba preso y salió con rescate, dejando a su hijo en su lugar, y por esto aparentaba querer a los catalanes y hablaba catalán.
Cuando fue al ducado, el déspota del Arta le desafió, y el Ángel, señor de Blaquia, hizo lo mismo, y otro tanto el emperador; de modo que, por todos lados, le daban mucho quehacer. Mandó sus mensajeros a la compañía y prometió pagarles el sueldo de seis meses si acudían a ayudarle y mantenerles aquel sueldo, eso es, a saber: cuatro onzas al mes por caballo armado, dos por caballo alforrado, y una onza por hombre de a pie. Y de esto hicieron juramento con las convenientes escrituras por cada una de las partes.
Con esto partió la compañía de Caserandria y se fue a la Morea, no sin pasar muchos apuros al cruzar la Blaquia, que es la tierra más fragosa del mundo. Cuando estuvieron en el ducado de Atenas, el conde de Brenda acogióles muy bien y les dio en el acto el sueldo de dos meses y empezaron a luchar contra los enemigos del conde en forma tal que, en poco tiempo, tuvieron desbaratada toda la frontera de los enemigos del conde. ¿Qué os diré? Que todos se dieron por satisfechos cuando pudieron hacer las paces con el conde, pues éste recobró más de treinta castillos que le habían quitado, y con gran honor pudo afrontar al imperio, y al Ángel y al déspota. Y todo esto se consiguió en seis meses, sin que hubiese pagado más de dos.
Cuando vio que estaba en paz con todos sus vecinos, ocurriósele cometer una gran maldad, como fue la de querer destruir la compañía. Escogió hasta doscientos hombres de a caballo entre lo mejor que había, y otros trescientos de a pie, y a éstos les hizo de su casa y les pagó y les dio tierras y posesiones; y cuando los tuvo bien seguros, mandó a los demás que saliesen de sus tierras y de todo su ducado. Dijeron aquéllos que les pagase por el tiempo que le habían servido y él contestó que iba a pagarles con la horca.
Entretanto había mandado venir de las tierras del rey Roberto, unos; del principado de Morea, otros, y de otras tierras, hasta setecientos caballeros franceses, y cuando los tuvo reunidos, reunió también unos treinta mil hombres de a pie, griegos, y, formada así su hueste, se dispuso a atacar a la compañía. En cuanto los de la compañía lo supieron, con sus mujeres y sus hijos, salieron a una hermosa llanura próxima a Estives, donde había un pantano, cuyo pantano convirtieron en su escudo.
Cuando los doscientos hombres de a caballo y los trescientos de a pie de los catalanes vieron que los propósitos del conde eran firmes, se fueron a él y le dijeron:
—Señor, nuestros hermanos están ahí, junto a nosotros, y vemos que os proponéis destruirlos, cosa que constituye un gran entuerto y un grave pecado; nosotros os decimos que queremos ir a morir con ellos; de modo que os retamos y nos despedimos de vos.
El conde les dijo que se fuesen en mala hora y que bien estaba que muriesen junto con los otros.
De modo que, todos juntos, fueron a mezclarse con los de la compañía, y trataron de presentar batalla.
Los turcos y los turcoples se reunieron todos en un lugar, sin querer mezclarse con los de la compañía, temerosos de que unos y otros no se pusieran de acuerdo para destruirles a ellos, de manera que prefirieron mantenerse a la expectativa.
¿Qué os diré? El conde planteó la batalla con los setecientos caballeros franceses, todos de espuela dorada, y otros muchos del país, y con los hombres de a pie arremetió contra la compañía.
Púsose él en la vanguardia con su bandera, y decidió atacar a la compañía y los de la compañía decidieron atacarle a él.
¿Qué os diré? Que los caballos del conde, con el ruido que armaron los almogávares, diéronse la vuelta hacia el pantano, y entonces cayó el conde y su bandera y todos los que iban en la vanguardia. Los turcos y los turcoples, cuando vieron que la cosa iba de veras, decidieron atacarles a ellos, y la batalla fue muy fuerte; pero Dios, que siempre ayuda a la rectitud, ayudó a la compañía de tal manera que de los setecientos caballeros sólo escaparon dos, que todos murieron junto con el conde y todos los barones del principado de Morea. De aquellos dos que escaparon uno fue micer Bonifacio de Verona, señor de la tercera parte de Negroponto, que era gran personaje y muy bueno, y siempre había apreciado la compañía, y por esto, en cuanto le conocieron lo salvaron. Y micer Roger del Laur, un caballero del Rosellón, fue el otro, que muchas veces había ido con mensajes a la compañía. También murieron todos cuantos caballeros había del país. De modo que la compañía levantó el campo y había ganado la batalla y todo el ducado de Atenas.
En cuanto levantaron el campo rogaron a micer Bonifacio que fuese su capitán, y él por nada quiso aceptarlo; de modo que hicieron capitán a micer Roger del Laur, y le dieron por esposa a la mujer que fue del señor de la Sola, con el castillo de la Sola. Y así repartiéronse la ciudad de Estives y todas las villas y los castillos del ducado; y dieron las mujeres como esposas a los de la compañía, y a cada uno según lo que valía, y hombre hubo a quien le dieron mujer tan distinguida que no le doliera servirle el agua a manos. Se afianzaron, pues, de tal manera y en tal forma ordenaron sus vidas que, si discretamente saben mantenerlo, ellos y sus descendientes muy honradamente han de vivir.