De ese modo, cada uno embarcó con sus esposas e hijos, muy alegres y satisfechos del señor rey, que jamás hubo señor que más se preocupara por la gente que le había servido de como él lo hizo en la mejor forma que pudo; e incluso hizo más de lo que podía, pues todo el mundo sabía que el señor rey no tenía tesoro, pues salía de guerras tales que nada le podía alcanzar. Igualmente embarcaron los ricoshombres y los caballeros, y tenían los caballeros y los hombres de a caballo doble ración de todas las cosas.
Don Berenguer de Entenza, en aquella ocasión, no pudo estar preparado, como tampoco Don Bernardo de Rocafort, pues Bernardo de Rocafort tenía dos castillos en Calabria que no había querido entregar cuando las paces, mientras no fuera pagado de lo que se le debía de su sueldo, a él y a su compañía, de modo que por esto no pudo embarcar. Pero embarcaron Don Fernando Eixemenis de Arenós, y Don Fernando de Aunes, y Don Corberán de Alet, y Don Pedro de Eros, y Don Martín de Logran, y otros muchos caballeros y adalides y almogatenes.
Cuando estuvieron embarcados, sumaban, entre galeras y naves, y leños, y taridas, treinta y seis velas, y hubo mil quinientos hombres de a caballo, según constaba por escrito, arreados de todas las cosas, y aparte de los caballos; y eran más de cuatro mil almogávares, y más de mil hombres de mar a sueldo, sin contar los galeotes y los marinos que pertenecían al barco. Y todos eran catalanes y aragoneses, y la mayor parte se llevaban a sus mujeres o a sus amigas[53] y a sus niños.
Y así se despidieron del señor rey, y partieron en buena hora de Mesina con gran alegría y satisfacción.
Dioles Dios tan buen tiempo que pronto tomaron tierra en Malvasía; y aquí les fue hecho mucho honor y se les dio refresco de todas las cosas. Encontraron allí mandato del emperador de que se fueran directamente a Constantinopla, y así lo cumplieron, partiendo de Malvasía y yendo a Constantinopla.
Cuando estuvieron en Constantinopla, el emperador, el padre y el hijo, les recibieron con gran gozo y gran placer, al igual que toda la gente del imperio. Pero si ellos estaban alegres, los genoveses estaban dolidos, pues veían que si esta gente se quedaba, ellos perderían el honor y la señoría que ejercían en todo el imperio, tanto, que el emperador no se atrevía a hacer otra cosa que lo que ellos querían, y de ahora en adelante en nada les apreciaría.
¿Qué os diré? Se dispusieron las bodas y el megaduque tomó por esposa la sobrina del emperador, que era una de las más hermosas y más inteligentes doncellas del mundo, y contaba cerca de los dieciséis años Las bodas se celebraron con gran alegría y satisfacción, y todo el mundo recibió su paga de cuatro meses.
Mientras se celebraba tan gran fiesta, los genoveses, con su soberbia, promovieron una riña con los catalanes, que llegó a ser muy grande debido a que un hombre malvado llamado Rosso de Finar trajo la bandera de los genoveses que vinieron de Pera hasta delante del palacio de Blanquerna[54].
Nuestros almogávares y hombres de mar salieron contra ellos, que ni el megaduque ni los ricoshombres ni los caballeros pudieron contenerles; y salieron con un pendón real, y con ellos iban solamente unos treinta escuderos con los caballos alforrados; y cuando estuvieron cerca los unos de los otros, los treinta escuderos arremetieron de tal modo donde estaba la bandera de los genoveses que abatieron en el suelo a aquel Rosso de Finar, y los almogávares se echaron encima de ellos.
¿Qué os diré? Que aquí murió aquel Rosso de Finar y más de tres mil genoveses. Y todo esto lo veía el emperador desde su palacio, y le causaba mucha satisfacción y alegría, tanto, que dijo delante de todos:
—Ahora han encontrado los genoveses quien abatiera su orgullo. Y bien está; que es por culpa de los genoveses que se movieron los catalanes.
Cuando la bandera de los genoveses estuvo por el suelo y Rosso muerto, junto con otros honrados hombres, los almogávares, matando a sus enemigos, querían ir a saquear Pera, que es una villa escogida por los genoveses, donde ellos tenían todo su tesoro y sus mercancías. Al ver el emperador que marchaban contra Pera para saquearla, llamó al megaduque y le dijo:
—Hijo, id al encuentro de esta gente y hacedles volver; que si saquean Pera, el imperio está agotado, pues los genoveses tienen gran parte de nuestro tesoro, y los de los barones y de muchas otras gentes de nuestro imperio.
En seguida el megaduque cabalgó en un caballo con la maza en la mano, junto con todos los ricoshombres y caballeros que con él habían ido, que le siguieron; y fuéronse hacia la almogavería, que ya querían devastar la villa de Pera, y les hizo volver. De lo que el emperador quedó muy satisfecho y alegre.
Al día siguiente mandó que les diesen otra paga y que todos se preparasen para pasar a Boca de Aver y caer sobre los turcos, que en aquel lugar habían quitado al emperador más de treinta jornadas de tierra con buenas ciudades y villas y castillos, que habían sojuzgado y eran tributarias suyas, siendo además lo más doloroso que si un turco quería por esposa la hija del mejor hombre de aquellas ciudades, villas o castillos que a ellos estaban sujetos, el padre, la madre o los parientes se la tenían que dar por esposa. Y si nacía hijo, los hacían turcos y les hacían cortar del miembro, de modo que eran sarracenos; y si era hembra, podía tener la ley que quisiera. ¡Ved en qué dolor y en qué sujeción estaban, y qué gran deshonor para toda la cristiandad! Por lo que podéis comprender cuán necesario era que esta compañía pasara allí, mayormente si se piensa que era tanto lo que los turcos habían conquistado que, formados en hueste, venían hasta delante de Constantinopla (que no había más que un brazo de mar en medio que no tenía más anchura que unas dos millas) y sacaban las espadas y amenazaban al emperador; y el emperador podía verlo todo. Por lo que supondréis en qué dolor tenía que vivir, que si tuvieran con qué cruzar aquel brazo de mar se hubiesen apoderado de Constantinopla.
Ved qué clase de gente son los griegos y por qué Dios les tenía aborrecidos, que xor Miqueli, hijo mayor del emperador, pasó el Atarquí con más de doce mil hombres a caballo y con cien mil hombres de a pie, y no se atrevió a combatir con los turcos y hubo de volverse muy avergonzado. A aquel lugar del Atarquí donde él había estado y se tuvo que volver, allí mandó el emperador al megaduque con su compañía, que no iba más allá de mil quinientos hombres de a caballo y cuatro mil hombres de a pie[55].
Antes de que partiesen de Constantinopla, el megaduque dispuso que el emperador diese por esposa a una parienta suya a Don Fernando de Aunés, y le hizo almirante del imperio. Todo esto lo ordenó el megaduque para que sus galeras se mantuviesen con los hombres de mar que él había traído y para que ni los genoveses ni otras gentes se atrevieran a moverse contra los catalanes en todo el imperio; y dispuso igualmente que cuando él entrase con toda su hueste por el interior del territorio, las galeras fuesen a un lugar convenido, con víveres y toda clase de revituallamiento.
Todo el asunto quedó tan bien ordenado que no existe hombre que pudiera mejorarlo, y al propio tiempo de las islas, las tierras y la costa, obtenía cuanto era necesario para él y para su gente.
Cuando todo esto quedó dispuesto, se despidieron del emperador y embarcaron, y fuéronse al cabo del Atarquí, ya que los turcos de todos modos querían disponer de aquel cabo, que es lugar muy propicio y está resguardado por un muro que desde el cabo Atarquí sigue tierra firme, cuya longitud de frente no mide más de media milla de un mar al otro, y después de aquel estrecho el cabo se hace muy grande y tiene más de veinte millas llenas de alquerías, masías y caseríos. Los turcos habían venido muchas veces para invadir aquel muro, pues si lo pudiesen destruir podrían saquear todo el cabo.
De este modo, el megaduque con toda su gente tomó tierra aquí, sin que los turcos se enteraran; y cuando hubieron desembarcado supieron que aquel mismo día los turcos habían estado combatiéndolo, de modo que el megaduque preguntó si estaban muy lejos de allí, y le dijeron que estaban a dos o tres millas, y se encontraban entre dos ríos. De inmediato el megaduque hizo pregonar que todo el mundo, al día siguiente por la mañana, estuviese preparado para seguir la bandera.
La verdad es que él, con la caballería, llevaba su bandera y la del emperador, y los almogávares llevaban un pendón con el emblema del señor rey de Aragón al frente de la vanguardia, y en la retaguardia, el pendón con la insignia del rey Federico, rey de Sicilia, que así lo habían acordado entre ellos cuando rindieron homenaje al megaduque.
Al día siguiente, con gran voluntad y alegría, se levantaron muy de mañana, y al rayar el alba llegaron junto al río donde los turcos estaban atendados con sus mujeres e hijos. Y decidieron atacarles de tal forma que los turcos se maravillaron de aquellas gentes que, con los dardos, daban tan fuertes golpes que nada podía resistirles.
¿Qué os diré? La batalla fue muy fuerte cuando los turcos pudieron tomar las armas. Mas ¿de qué les valió? El megaduque, con su compañía de a caballo y de a pie, arremetía en tal forma sobre ellos que los turcos no pudieron resistir. Al mismo tiempo, no querían huir, por las mujeres y los niños que había, que se les partía el corazón, y mejor preferían morir, de modo que no hubo jamás hombres vencidos que tan caros se vendiesen; pero al final todos perecieron, y sus mujeres y sus hijos fueron hechos cautivos. De los turcos, aquel día murieron más de tres mil hombres de a caballo y más de diez mil hombres de a pie.
Entonces, el megaduque y sus gentes levantaron el campo, y no dejaron con vida ningún varón que contase más de diez años. Y volviéronse al Atarquí con gran gozo y gran alegría, y enseguida metieron los esclavos y las esclavas en las galeras, y muy hermosas joyas, mandando el megaduque la mayor parte al emperador, y de las esclavas a la emperatriz y al hijo del emperador. Y a mi señora la esposa del megaduque mandó el megaduque esclavas y muchas joyas, y a mi señora la suegra del megaduque otro tanto. Y esto ocurrió al octavo día que habían dejado al emperador, de modo que el gozo y la alegría fue tal por todo el imperio, y mayormente para el emperador y mi señora su hermana, suegra del megaduque, y mi señora su hija, que estuvieron tan satisfechos que todo el mundo se hubo de alegrar.
Pero si para todo el mundo hubo gozo, para los genoveses hubo gran dolor; y también estuvo descontento xor Miqueli, el hijo mayor del emperador, a quien dio mucha envidia, y desde aquel día en adelante miró con ira al megaduque y a su compañía, que más quisiera perder el imperio que tenerlo gracias a esta victoria que habían alcanzado, puesto que antes él había estado con tanta gente y por dos veces había sido desbaratado, a pesar de que él en persona era de los buenos caballeros del mundo. Pero sobre los griegos ha mandado Dios tal peste que cualquiera podría confundirles; y esto ocurre por dos pecados señalados que reinan entre ellos, eso es: el uno, que son la gente más orgullosa del mundo, que no hay gente en el mundo a quien ellos aprecien en nada, sino a sí mismo, y no valen nada; por otro lado, que no hay nadie en el mundo que sienta menos caridad hacia su prójimo, que cuando nosotros estábamos en Constantinopla, la gente que huía de Anatolia perseguidos por los turcos gritaban «¡Hambre!», y pedían pan por el amor de Dios, y se acostaban en los estercoleros, y no había ningún griego que quisiera darles nada, y en cambio, había gran mercado de toda clase de víveres; y los almogávares, movidos por la compasión, se partían con ellos la comida, y por esta caridad que hacía nuestra gente, allí donde iban de campaña, más de dos mil pobres griegos que los turcos habían arruinado les iban detrás, y todos vivían con nosotros. Con esto podréis comprender por qué Dios ha descargado su ira contra los griegos, pues, como dice el ejemplo del sabio, «cuando Dios quiere mal a un hombre, la primera cosa con que le castiga es quitándole el conocimiento». Y así tienen tanto la ira de Dios encima, que ellos, que nada valen, se figuran que valen más que toda la gente del mundo, y asimismo, como no tienen caridad para con el prójimo, parece que Dios les ha quitado a todos el entendimiento.
Cuando todo esto hubo pasado, el megaduque, con toda su compañía, se preparó para atacar a los turcos por Anatolia y sacar del cautiverio las ciudades y castillos y las villas que los turcos habían subyugado. Y cuando el megaduque y sus gentes estuvieron preparados para partir del Atarquí era el día primero de noviembre y empezó a hacer el más crudo invierno del mundo, con lluvia y nieves y frío y mal tiempo, de modo que los ríos venían tan caudalosos que ningún hombre los podía cruzar.
De modo que decidió invernar en aquel lugar del Atarquí, que es lugar agraciado en todos conceptos. Por aquellas tierras hace el mayor frío del mundo y cae más nieve que en ningún otro sitio, de manera que empieza a nevar y hasta por abril no para.
Cuando hubo decidido invernar en aquel lugar de Atarquí se le ocurrió la mejor idea que hombre alguno pudiese tener y ordenó que se eligieran seis hombres buenos de aquel lugar, y dos caballeros catalanes, dos adalides y dos almogávares, y que estos doce dispusieran para cada ricohombre su posada, y lo mismo para los caballeros, caudillos y almogávares. Y ordenáronlo así: que el huésped de cada uno debía darle pan, vino y avena, y carne salada, y queso, y hortalizas, y cama, y todo cuanto hubiese menester; aparte la carne fresca y los condimentos, de todo debía abastecerle. A cada cosa le pusieron el precio conveniente estos doce, y ordenaron que el huésped echara las cuentas con aquel que viviría en su albergue respecto a todas las cosas, y que esto entrara en vigor el primero de noviembre y durase hasta final de marzo; y cuando vencería, entonces contarían cada cual con su huésped delante de aquellos doce o de uno de ellos, y tanto como hubiesen tomado se descontaría de su sueldo, y al buen hombre o señor de la casa se lo tendría que pagar la corte. Con ello quedaron muy satisfechos los de la hueste, y los griegos igualmente, y de este modo quedó resuelto que allí invernasen.
El megaduque mandó a buscar a Constantinopla la megaduquesa, y allí invernaron con gran satisfacción y alegría. Y el megaduque ordenó que el almirante con todas las galeras y con todos los hombres de mar fuesen a invernar a la isla de Xiu, que es isla muy graciosa, donde se produce la almáciga, que no se da en ningún otro lugar del mundo, y la idea de hacerles ir allí fue porque los turcos recorren todas aquellas islas, y de ese modo ellos guardaban toda aquel paraje e iban visitando todas las islas. Pasaron, pues, todo el invierno dándose buena vida unos y otros, con solaz y diversión para todos.
Cuando hubo pasado febrero, el megaduque mandó pregonar por todo el Atarquí que por todo el mes de marzo todo el mundo hubiese echado sus cuentas con su huésped y estuviese preparado para seguir la bandera el primer día del mes de abril.
De modo que todos se dispusieron a pasar cuentas con su huésped; y los hubo tales que tan locamente llevaron su tren de vida, que habían tomado de su patrono por más de un año de paga, y los que habían sido sensatos, habían vivido ordenadamente, pero no había ninguno que no hubiese tomado por mucho más de lo que correspondía por el tiempo que había estado.
Mientras se establecían las cuentas durante el mes de marzo, el megaduque con cuatro galeras, con la megaduquesa y su suegra, hermana del emperador, que había invernado con ellos, y dos hermanas de su esposa, fuéronse a Constantinopla para dejar allí a la megaduquesa y para despedirse de la persona del emperador. Y cuando estuvo en Constantinopla, se le hizo gran fiesta y gran honor, y recogió del emperador la paga de cuatro meses, que llevó a la compañía, cosa que nadie se esperaba por los grandes gastos que habían hecho durante el invierno, y cada uno tenía que devolver mucho a la corte. De modo que dejó a la megaduquesa en Constantinopla y se despidió de ella, y de su suegra, y de sus cuñados, y de sus amigos; y luego se despidió del emperador y embarcó con las cuatro galeras, y se volvió con la compañía a Atarquí al quinceno día del mes de marzo, y todos tuvieron gran satisfacción al verle.
El megaduque preguntó si todo el mundo había pasado cuentas con su huésped, y le dijeron que sí. Respecto a esto, hizo llamar a todo el mundo para que al día siguiente estuviesen en una plaza que había delante de donde el megaduque posaba, y que cada uno trajese el albalá de lo que debía, y que las cuentas estuviesen hechas y ordenadas por los doce hombres, y que se hicieran dos albalaes partidos por a.b.c. 21, y que tuviese uno el huésped y otro el soldado, y aquellos albalaes estaban sellados con el sello del magaduque.
Cuado llegó el día siguiente, todo el mundo vino con su albalá, y encontró que todos habían recibido mucho más de lo correspondiente al tiempo que habían invernado. Y cuando hubo recibido todos los albalaes y los hubieron dejado sobre un tapiz que pusieron ante él, el megaduque se levantó y dijo:
—Prohombres: mucho os he de agradecer, puesto que vosotros quisisteis que yo fuera cabeza y señor vuestro, y me quisisteis seguir donde yo os quise conducir Encuentro ahora que todos habéis tomado el doble de lo que correspondía al tiempo de invernar, y algunos habéis tomado tres veces, y los hay que hasta cuatro veces, de modo que entiendo que si la corte quisiera descontároslo, para vosotros sería un gran desastre. De manera que, a honor de Dios y a honor del imperio, y por el amor que os tengo, yo, como gracia especial, os doy todo cuanto habéis gastado este invierno, de modo que nada os sea retenido de vuestras pagas.
Y en seguida hizo traer fuego y quemó delante de todos los albalaes, y todo el mundo se levantó y fue a besarle la mano y diéronle las gracias; y debían hacerlo, pues fue el mayor galardón que un señor diese a sus vasallos desde hace más de mil años, porque, unos con otros, seguro que vino a darles la paga de ocho meses, pues sólo lo de los hombres a caballo subió cincuenta mil onzas de oro, y de los hombres de a pie, cuarenta mil, lo que junto con lo que habían tomado los ricoshombres, que subía a seis mil onzas de oro, hacía dos cuentos de moneda de barcelonés o de reales de Valencia.
Y cuando esto estuvo hecho, todavía les quiso alegrar más, y mandó que al día siguiente todo el mundo fuese a dicha plaza para recibir en buena moneda de oro paga de cuatro meses. Y así podéis comprender cuál sería el gozo de la hueste y con qué ánimo le sirvieron de ahora en adelante. Y, en efecto, al día siguiente les mandó dar la paga de los cuatro meses. ¡Y todo el mundo se preparó para mejor guerrear!
El día primero de abril, con la gracia de Dios, salió la bandera, y todo el mundo pensó en seguirla en buena hora, penetrando por el reino de Anatolia. Los turcos habíanse reunido para combatir con ellos, eso es, a saber: las tribus de Sesa y de Tin, que eran parientes de aquellos que la compañía había matado en Atarquí; de modo que cuando la compañía estuvo cerca de una ciudad llamada Filadelfia, que es noble ciudad y de las más grandes del mundo, cuyo cerco debe alcanzar las dieciocho millas (tanto como Roma o Constantinopla), a una jornada de dicha ciudad, dichas dos tribus de turcos, que eran más de ocho mil hombres de a caballo y más de doce mil hombres de a pie, iban preparándose para plantar batalla al megaduque y a su compañía. La compañía se mostró muy satisfecha, tanto, que antes de aguantar las flechas de los turcos, arremetieron contra ellos: los de a caballo a los de a caballo y los almogávares a los de a pie.
¿Qué os diré? Que la batalla fue muy dura y duró desde que salió el sol hasta la hora nona; de modo que los turcos fueron todos muertos o presos, que no escaparon ni mil de los de a caballo, ni quinientos de los de a pie. Y el megaduque y los de su compañía levantaron alegremente el campo, pues no habían perdido más que unos ochenta hombres a caballo y cerca de cien de a pie, y tuvieron una ganancia sin fin.
Cuando hubieron levantado el campo, que estuvieron por lo menos ocho días atendados en aquel lugar, que era muy agradable y bueno, se fueron a la ciudad de Filadelfia, donde fueron recibidos con gran alegría. Y corrió la voz por todo el reino de Anatolia de que las tribus de Sesa y de Tin habían sido desbaratadas por los francos; y no es extraño que se alegraran, pues si no hubiese sido por los francos, todos hubiesen sido hechos cautivos. Así, el megaduque y toda la compañía estuvieron en la ciudad de Filadelfia quince días, y luego partieron y fueron a la ciudad de Nifs, y pasaron luego a Magnesia, y de allí emprendieron el camino de la ciudad de Tira.
Los turcos que escaparon de la batalla, con otros que se les fueron juntando, que pertenecían a la tribu de Mendeixia, corriéronse hacia la Tira, hasta la iglesia donde reposa el cuerpo de mi señor San Jorge, que es una de las iglesias más bonitas que yo he visto, y está situada a unas dos millas de la Tira. De madrugada corrieron hacia allí, sin saber que allí estaban los francos. Cuando ellos empezaron a correr, el grito de «Via fora!» comenzó a sonar por aquella región, y el megaduque, al ver a los turcos, esperó, y todos pudieron verles, pues los turcos corrían por el llano y la ciudad de Tira se encuentra en un alto. Ordenó a Don Corberán de Alet, que era senescal de la hueste, que quisiera seguirles, y la compañía se apresuró a tomar las armas. Don Corberán de Alet atacó con doscientos hombres de a caballo y mil de a pie; arremetió contra ellos y en seguida les venció. Mató más de setecientos hombres de a caballo y muchos de a pie; y hubiérales matado a todos, pero la montaña estaba cerca y decidieron dejar los caballos y a pie pudieron huir por la montaña. Don Corberán de Alet era muy buen caballero, y en un exceso de valor pensó también en apearse del caballo y subir a pie por la montaña; los turcos que vieron que les seguían detrás, empezaron a disparar su saetas y, por desgracia, una de ellas hirió a Don Corberán, que por el calor y el polvo se había descubierto la cabeza. Y aquí murió, cosa que fue una gran desgracia, con lo que los cristianos se detuvieron y los turcos se fueron.
Cuando el megaduque lo supo, quedó muy disgustado porque le quería mucho y le había hecho senescal y le había dado por esposa una hija que tenía de una señora de Chipre y que se había quedado con mi señora la megaduquesa en Constantinopla, y debían celebrarse las bodas cuando regresasen a Constantinopla. De manera que, en la iglesia de San Jorge, con gran honor, enterraron a dicho Don Corberán, junto con otros diez cristianos que habían muerto con él. Y se les mandaron hacer hermosas tumbas, para lo que el megaduque y la hueste se detuvieron allí durante ocho días, a los efectos de que la tumba de Don Corberán se hiciera muy rica y bella.
Desde la Tira el megaduque mandó un mensaje a Esmirna, y de Esmirna a Xiu, al almirante Don Fernando de Aunés, para que viniese a la ciudad de Ania con todas las galeras y los hombres de mar con él; y así lo hizo el almirante. Cuando el almirante estuvo dispuesto para partir del Xiu, Don Bernardo de Rocafort llegó a Constantinopla trayendo doscientos hombres de a caballo, con todos sus arreos, excepto los caballos, y un millar de almogávares. Viose con el emperador, y éste ordenóle que fuese donde estaba el megaduque; y así se vino a la isla del Xiu y, con el almirante, se fueron a la ciudad de Ania. Cuando llegaron allí, al cabo de los ocho días, tuvieron noticia de que el megaduque venía, lo que les causó gran satisfacción, y le mandaron dos mensajeros, que encontraron al megaduque en la ciudad de Tira. El megaduque, cuando tuvo esta noticia, quedó muy satisfecho y quiso que yo fuese a Ania y quiso que trajese a Don Bernardo de Rocafort a la ciudad de Altaloc, a la que la Escritura llama Efeso.
En dicha ciudad de Efeso está el monumento en el que se puso monseñor san Juan Evangelista cuando se hubo despedido del pueblo, y luego vieron una nube que parecía de fuego, y es tradición de que, en ella, se subió al cielo en cuerpo y alma. Y bien parece que ocurrió el tal milagro, pues cada año se demuestra en el monumento, pues el día de san Esteban, a la hora de vísperas, empieza a salir del monumento (que tiene cuatro caras y está al pie del altar, con una hermosa piedra de mármol encima que mide más de doce palmos de largo por cinco de ancha, y en medio de la piedra tiene nueve agujeros muy pequeños), y de estos nueve agujeros, cuando empiezan a decir vísperas el día de san Esteban y de san Juan, sale maná como de fina arena, por cada uno, y sube más de un palmo por encima de la piedra, tal como si fuera un manantial de agua. Y aquel maná empieza a salir, tal como os he dicho, en cuanto empiezan las vísperas de san Juan, es decir, el día de san Esteban, y dura toda la noche y luego todo el día de san Juan, hasta que el sol se pone, y es tal la cantidad de maná cuando cesa de salir a la puesta del sol que bien se medirían tres cuarteras de Barcelona[56].
Aquel maná es maravillosamente bueno para muchas cosas, como, por ejemplo: quien lo bebe cuando se siente venir la fiebre, ésta desaparece y jamás le vuelve; y si la mujer va de parto y no puede tener la criatura, que lo beba con vino y enseguida será parida; y todavía si se está en una gran tempestad en el mar, si se echa al agua por tres veces en nombre de la santa Trinidad y de mi señora santa María y del bienaventurado san Juan Evangelista, enseguida cesa la tempestad; y todavía, quien sufre mal de vejiga y lo bebe, en nombre del antedicho santo, se cura enseguida.
Enseguida cogí yo la compañía, y llevé veinte caballos a Rocafort, y con grandes peligros que pasé de asaltos de los turcos, llegué a la ciudad de Ania; y le dije a Rocafort que quisiera cabalgar y venir conmigo a la ciudad de Efeso, llamada también Teóloco en griego, y que nosotros, los francos, llamamos Altaloc; y Rocafort, en cuanto entregó dichos veinte caballos a su compañía, decidió cabalgar y venir conmigo a dicha ciudad de Altaloc; y vinieron con él quinientos almogávares; los otros quedaron en la ciudad de Ania con el almirante Don Fernando de Aunés, a causa de que los turcos corrían por allí todos los días.
Cuando llegó a la ciudad de Altaloc, el megaduque, con toda la compañía, llegó a los cuatro días, y recibió muy bien a dicho Bernardo de Rocafort, de manera que le nombró senescal de la hueste, como lo era Don Corberán de Alet, y prometióle a su hija por esposa, la misma que a dicho Don Corberán había prometido. Enseguida entró él en posesión del cargo y el megaduque diole cien caballos y enseguida le hizo entregar la paga de cuatro meses a él y a todos aquellos que con él habían venido.
Estuvo el megaduque en dicha ciudad ocho días y luego fuese con toda la hueste a la ciudad de Ania, y dejó a Don Pedro de Eros por capitán en la ciudad de Tira; y dicho Don Pedro de Eros quedó en dicha ciudad de Tira con treinta hombres de a caballo y cien de a pie.
Cuando el megaduque entró en Ania, el almirante y todos los hombres que habían venido con Rocafort le salieron al encuentro para recibirle con sus armas, de lo que el megaduque se sintió muy satisfecho por cuanto le refrescaron la hueste, y mientras el megaduque estaba en Ania restauró de paga a toda la compañía.
Un día cundió la alarma porque los turcos que pertenecían a la tribu de Tira corrieron la huerta de Ania, y la hueste salió de tal forma que alcanzaron a los turcos y les atacaron, y aquel día mataron más de mil hombres de a caballo de los turcos y más de dos mil hombres de a pie. Los otros escaparon porque les ocultó la noche, que, de lo contrario, todos hubiesen sido muertos o hechos prisioneros. Así que volvióse la compañía a la ciudad de Ania con gran gozo y alegría por las grandes ganancias que habían obtenido.
Estuvo el megaduque en la ciudad de Ania más de quince días, y luego después mandó sacar la bandera y quiso acabar de visitar todo el reino de Anatolia, de modo que la hueste penetró por la Puerta de Hierro, que es una montaña que tiene un paso que se llama la Puerta de Hierro, que está en el límite del reino de Anatolia con el reino de Armenia. Cuando estuvo cerca de la Puerta de Hierro, los turcos de la tribu de Ania que habían sido derrotados en la huerta de Ania, y todos los demás turcos que habían mandado las otras tribus, se agruparon en una montaña y alcanzaron enseguida el número de diez mil hombres de a caballo y más de veinte mil de a pie. Dispuesta la batalla, al nacer el alba del día de mi señora santa María de Agosto, se lanzaron contra el megaduque. Enseguida los francos se prepararon con gran satisfacción y alegría, que parecía que Dios les protegiera en aquella ocasión. Y los almogávares gritaron:
—¡Despierta, hierro! ¡Despierta!
En el acto el megaduque, con la caballería, atacó a los hombres de a caballo, y Rocafort, con la almogavería, a los hombres de a pie, y allí vieseis hechos de armas como nunca fueran vistos por hombre alguno.
¿Qué os diré? La batalla fue muy dura y cruel, pero al fin todos los francos lanzaron un grito y clamaron:
—¡Aragón! ¡Aragón!
Y tuvieron tan gran victoria que los turcos se dieron por vencidos, y así, matando y persiguiendo, duró la persecución hasta la noche, y la noche les salvó de la persecución. Pero al final, quedaron de los turcos a caballo, muertos más de seis mil y de a pie más de doce mil. De modo que aquella noche la compañía tuvo una buena noche, y al día siguiente levantaron el campo en forma que estuvieron ocho días para levantarlo y fue sin fin la ganancia que obtuvieron.
Después de esto, el megaduque mandó llamar a todo el mundo, ordenando que siguiesen su bandera, y fuese a la Puerta de Hierro, y allí estuvo tres días. Luego decidió volverse a la ciudad de Ama.
Mientras volvía a Ania llegáronle mensajeros del emperador, por los que le hacía saber que lo abandonase todo y volviese a Constantinopla, puesto que el emperador de Lantzara, que era el padre de la megaduquesa, había muerto y había dejado el imperio a sus hijos, que eran dos jóvenes hermanos de la megaduquesa y sobrinos del emperador, y el hermano de su padre se había apoderado del imperio. Por esto el emperador de Constantinopla, puesto que el imperio de Lantzara pertenecía a sus sobrinos, había mandado un mensaje al tío de sus sobrinos, que se había erigido como emperador, para que entregara el imperio a aquellos infantes que eran sus sobrinos y a los que pertenecía. La contestación fue una vileza, por lo que empezó una gran guerra entre el emperador de Constantinopla y aquel que se había hecho emperador de Lantzara, en forma que el emperador de Constantinopla perdía todos los días en la guerra, y por esto mandó el mensaje al megaduque para que viniese a socorrerle.
El megaduque se sintió muy descontento de tener, en aquella ocasión, que desamparar el reino de Anatolia, al que había conquistado totalmente y librado de los sufrimientos que representaba el dominio turco.
Para decidir lo que procedía hacer, ante el mensaje y los apremiantes ruegos del emperador, mandó reunir el consejo. Finalmente, el consejo acordó que, de todos modos, fuese a socorrer al emperador, puesto que el invierno se les venía encima y que durante el invierno harían lo que al emperador conviniera y que luego, a la primavera, volverían a Anatolia. Y el megaduque tuvo éste por buen consejo, y enseguida prepararon las galeras y metieron en ellas todo cuanto tenían en la hueste; y la hueste siguió por la costa, de modo que las galeras constantemente se encontraban cerca de la hueste. El megaduque dejó cada puesto con suficientes medios de defensa, aun cuando con poco era bastante, pues había barrido de tal modo a los turcos de aquel territorio que ni uno se atrevía a aparecer por aquel reino, hasta tal punto había sido restablecido.
Cuando tuvo toda la tierra ordenada, jornada tras jornada se vino a Boca de Aver. Cuando estuvo en la Passáquia, mandó un leño armado al emperador preguntándole qué quería que hicieran Cuando el emperador supo que las fuerzas de los francos estaban en la Passáquia, estuvo muy alegre y satisfecho y mandó que se hiciera una gran fiesta en Constantinopla; y mandó decir al megaduque que pasara a Gallípoli y que en el cabo de Gallípoli diese posada a su gente. Aquel cabo tiene unas quince leguas de largo y en ningún lugar es más ancho de una legua, pues por ambos lados lo circunda el mar; y es el más fértil de todos los cabos del mundo, generoso en buen pan y buenos vinos y de toda clase de frutos en abundancia.
A la entrada del cabo, en tierra firme, hay un buen castillo, llamado Hexamilia, que quiere decir lo mismo que seis millas; y por esto se llama así, puesto que en aquel lugar no tiene más de seis millas de anchura, y en medio está este castillo para guardar todo el cabo. De un lado del cabo está el mar de Boca de Aver, y del otro el golfo de Margarix; y dentro del cabo están la ciudad de Gallípoli, y el Pótemo, y el Sisto y el Medito, y cada uno de estos lugares son buenos, y además de estos lugares hay muchos caseríos buenos e importantes. De modo que el megaduque repartió sus fuerzas por estos caseríos, que están bien provistos de todas las cosas, y ordenó que cada labrador diese a su huésped lo que hubiese menester y que cada uno lo anotara y llevasen sus cuentas.
Cuando tuvo a toda la hueste instalada, el megaduque fuese, con cien hombres de a caballo, a Constantinopla, para ver al emperador y a mi señora su suegra y a su esposa; y cuando entró en Constantinopla se le hizo gran honor. Mientras él estuvo en Constantinopla, el hermano del emperador de Lantzara, que guerreaba con el emperador, como antes habéis oído, que supo que el megaduque había venido con toda su hueste, dio su caso por perdido e inmediatamente mandó a sus mensajeros al emperador e hizo todo cuanto el emperador quiso. De modo que gracias a los francos el emperador vio logrado su propósito en esta guerra.
Cuando estuvo firmada esta paz, el megaduque dijo al emperador que pagase a la compañía y el emperador dijo que lo haría, y mandó batir moneda en forma de ducado veneciano, que vale ocho dineros barceloneses; y él los hizo y les llamó «basilios» y no valían ni tres dineros, y quiso que circulasen al precio de los que valían ocho dineros; y mandaba que quien tomase de los griegos caballo, o mulo o mula o víveres u otras cosas, que los pagase con aquella moneda Y esto lo hacía él para mal, y para que entrase odio y mala voluntad entre el pueblo y la hueste, pues en cuanto él hubo logrado lo que se proponía en todas sus guerras, quisiera que los francos estuvieran todos muertos o fuera del imperio.
El megaduque se opuso a aceptar aquella moneda, y mientras estaban con esta discusión llegó a Romanía Don Berenguer de Entenza, trayéndose más de trescientos hombres de a caballo y más de mil almogávares. Cuando llegó a Gallípoli se encontró con que el megaduque estaba en Constantinopla, y mandóle dos caballeros preguntándole qué quería que hiciera. El megaduque mandóle decir que viniera a Constantinopla con toda su compañía, y así lo hizo. Cuando estuvo en Constantinopla, el emperador lo recibió muy bien y más aún el megaduque. Al día siguiente de su llegada, el megaduque fue al emperador y le dijo:
—Señor, este ricohombre es uno de los más nobles hombres de España, como no sea el hijo de un rey, y es uno de los mejores caballeros del mundo y es para mí como un hermano. Ha venido a serviros por, vuestro honor y por afecto hacia mí, por lo que es necesario que yo le dé una satisfacción extremada; de modo que, con vuestra licencia, yo le daré la vara y el capelo del megaducado.
El emperador dijo que le complacía, y cuando vio la sinceridad del megaduque, que se quería despojar del megaducado, se dijo a sí mismo que era necesario que su sinceridad le valiera por algo.
Al día siguiente, ante el emperador y la corte en pleno, el megaduque se quitó de la cabeza el capelo del megaducado y lo puso en la cabeza de Don Berenguer de Entenza; y después le dio la vara y el sello y la bandera del megaducado, de lo cual todo el mundo se maravilló.
En cuanto se hubo hecho esto, el emperador, delante de todos, hizo que se sentara cerca de él al hermano Roger, y le dio la vara, y el capelo, y la bandera y el sello del imperio, y lo vistió con las ropas que correspondían al oficio y le hizo cesar del imperio.
César es un cargo tal que se sienta en una silla que está junto a la del emperador y sólo es medio palmo más baja. Y puede hacer en el imperio lo mismo que el emperador; puede conceder bienes a perpetuidad y puede meter mano en el tesoro, y puede ordenar recaudaciones, y colgar y hacer arrastrar, y, en fin, todo cuanto puede hacer el emperador puede hacerlo él. Y además, firma: «César de nuestro imperio», y el emperador le escribe llamándole «César de tu imperio». ¿Qué os diré? Que de emperador a césar no hay más diferencia sino que la silla es medio palmo más baja que la del emperador, y el emperador lleva el capelo encarnado y todas sus ropas encarnadas, y el césar lleva el capelo azul y todas sus ropas son azules con un friso estrecho de oro.
De este modo el hermano Roger fue nombrado césar y ocurrió que hacía más de cuatrocientos años que no había habido césar en el imperio de Constantinopla, por lo que el honor fue más grande.
Con todo esto se celebró una gran solemnidad y una gran fiesta, y desde entonces Don Berenguer de Entenza fue llamado «megaduque», y el hermano Roger, «césar».
Con gran satisfacción volviéronse a Gallípoli, reuniéndose con la compañía. Y el césar se trajo a mi señora su suegra y a mi señora su esposa y a dos hermanos de su esposa, de los que el mayor era emperador de Lantzara; y como ya había pasado «Omnia Sanctorum» pensaron en invernar. Y con gran alegría, invernaron el césar con mi señora su esposa y con su suegra y sus cuñados, y el megaduque hizo lo mismo.
Cuando hubieron pasado la fiesta de Navidad, el césar fue a Constantinopla para decidir con el emperador lo que se había de hacer, puesto que la primavera se acercaba; y el megaduque se quedó con la compañía en Gallípoli. Y, cuando el césar estuvo en Constantinopla, acordaron que el césar y el megaduque pasasen, por la primavera, al reino de Anatolia; y convínose entre el césar y el emperador que éste le cedía el reino de Anatolia y todas las islas de la Romanía; y que pasaran a Anatolia y el césar repartiese entre sus vasallos ciudades, villas y castillos, con la obligación de que cada uno tenía que prestarle determinado número de caballos armados sin que él tuviese que darles sueldo alguno; de modo que allí debían irse y que desde aquel momento en adelante el emperador no estaba obligado a dar sueldo a ninguno de los francos, sino que era el césar quien debía proveerles; pero, sin embargo, antes el emperador debía darles, por vía de presente, la paga de seis meses, como estaba establecido en el convenio.
De este modo el césar se despidió del emperador, quien le entregó moneda de aquella mala para hacer la paga, y el césar tomóla pensando que, puesto que pasaba a Anatolia, poco le importaba el desagrado de la gente que quedaba en Romanía, de modo que, con aquella moneda, se vino a Gallípoli, y empezó a dar la paga con aquella moneda, y cada uno, con la misma moneda, pagó a su huésped.
Mientras se efectuaba la paga, el césar dijo a mi señora su suegra y a mi señora su esposa que quería ir a desperdirse de xor Miqueli, hijo mayor del emperador. Y la suegra y la esposa le dijeron que no hiciera nada de esto, que ellas sabían que era un hombre inicuo y que le tenía tanta envidia que era seguro que si le encontrara en un lugar donde él tuviera mayor poder que el césar le destruiría, al igual que a todos que con él estuviesen. Finalmente, el césar dijo que por nada dejaría de hacerlo, puesto que para él sería una vergüenza partir de la Romanía y entrar en el reino de Anatolia, para habitar para siempre allí contra los turcos, sin que fuera a despedirse, cosa que sería muy notada.
¿Qué os diré? Que su suegra, y su esposa, y sus cuñados se sintieron tan dolidos que reunieron todo el consejo de la hueste y le hicieron decir que de ningún modo hiciera tal viaje; y fue inútil que se lo dijeran, pues por nada del mundo dejaría de ir. Cuando su suegra y su esposa y sus cuñados vieron que por nada dejaría de ir, dijéronle que les entregara cuatro galeras, que se querían ir a Constantinopla; y el césar llamó al almirante Don Fernando de Aunes y le dijo que llevase a Constantinopla a su suegra, a su esposa y a sus cuñados. Y es que la esposa del cesar no podía pasar con él a Anatolia porque estaba embarazada de siete meses y su madre quería que diese a luz en Constantinopla. Se despidieron, pues, del cesar y embarcaron en las galeras y fuéronse a Constantinopla. Y quedó dispuesto que, cuando la esposa hubiese parido, con diez galeras fuese a donde el césar se encontrara; de manera que la esposa estuvo en Constantinopla, y a su tiempo tuvo un hermoso hijo, que todavía vivía cuando yo empecé este libro.
Y ahora dejaré de hablaros de la esposa y de su hijo y volveré a hablaros del césar y de la hueste.
Lo cierto es que, como os he dicho, la hueste estaba en Gallípoli, y quiero que sepáis que Gallípoli es la cabeza del reino de Macedonia, donde nació Alejandro y fue su señor; de modo que, en la marina, Gallípoli es la cabeza del reino de Macedonia, del mismo modo que Barcelona es cabeza de Cataluña en la marina, y Lérida en tierra firme. También hay en Macedonia otra buena ciudad, que tiene por nombre Andrinópolis, y de Gallípoli a Andrinópolis hay cinco jornadas. En Andrinópolis estaba xor Miqueli, hijo mayor del emperador. Y todavía quiero que sepáis que el cabo de Gallípoli está al lado de poniente de la Boca de Aver, y al otro lado de levante está el puesto de Atarquí, donde el megaduque (como entonces se llamaba) invernó el otro año con su hueste. Y aquel lugar de Atarquí era una puerta de la ciudad de Troya, y la otra puerta era un puerto que está en medio de Boca de Aver, en el que hay un castillo muy hermoso, que lleva por nombre Paris, el cual lo mandó hacer Paris, el hijo del rey Príamo, cuando hubo tomado por la fuerza de las armas a Helena, esposa del duque de Atenas, en la isla del Tenedo, que está cerca de la Boca de Aver, a cinco millas.
En aquellos tiempos, en la isla del Tenedo había un ídolo y, cierto mes del año, venían allí todos los hombres y las mujeres honorables de Romanía, en romería; y por esto ocurrió, en aquel tiempo, que Helena, esposa del duque de Atenas, estuvo allí en romería acompañada de cien caballeros. Y Paris, hijo del rey Príamo de Troya, estaba allí, que había venido también en romería y llevaba consigo cerca de cincuenta caballeros; y vio a la señora Helena, y se enamoró tanto de ella que dijo a sus hombres que era menester que fuera suya y que se la llevase. Y tal como se le metió en el corazón, así se hizo, que se armó con toda la compañía, y apresó la mujer y quería llevársela; y aquellos cien caballeros que estaban con ella quisieron defenderla y, finalmente, murieron los cien, y Paris se la llevó; y por esto se armó una guerra tan grande que, al final, la ciudad de Troya, que tenía un contorno de trescientas millas, fue sitiada durante trece años, y luego fue escarnecida, tomada y destruida.
Al extremo de Boca de Aver, a la parte de afuera, hay un cabo, que se llama el cabo Endremite, que era otra puerta de la ciudad de Troya, de modo que ya veis que Boca de Aver estaba llena de ricos y bellos lugares por todas partes, y siempre se encontraban muy buenas villas o muy buenos caseríos en el tiempo en que nosotros fuimos, y todo fue destruido y despoblado por nosotros, como más adelante oiréis, con gran daño del emperador y gran provecho nuestro.
Ahora volveré a hablar del césar, que se dispuso, con trescientos hombres de a caballo y con mil hombres de a pie, a ir a Andrinópolis para ver a xor Miqueli, hijo mayor del emperador, contra la voluntad de todos sus amigos y de sus vasallos. Y esto lo hacía por la gran lealtad que había en su corazón y por el fino amor que con recta razón sentía por el emperador y su hijo, y figurábase que, tal como él estaba lleno de lealtad, tales debían ser el emperador y sus hijos; y era todo lo contrario, como se fue demostrando.
Cuando el cesar partió de Gallípoli, dejó como jefe y mayor de la hueste al megaduque Don Berenguer de Entenza, y a Don Bernardo de Rocafort como senescal de la hueste; y fuese; y jornada tras jornada, llegó a la ciudad de Andrinópolis. El hijo del emperador, xor Miqueli, salió a su paso, y recibióle con mucho honor; y esto lo hizo el muy malvado para ver con qué compañía venía.
Cuando hubo entrado en Andrinópolis, el hijo del emperador estuvo con él, con gran gozo y gran alegría que le hizo el césar a él, y xor Miqueli hacía otro tanto.
Cuando hubo estado junto con él durante seis días, al séptimo día, xor Miqueli hizo venir a Andrinópolis a Girgon, jefe de los alanos, y Melic, jefe de los turcopies[57], de modo que, entre todos, fueron más de ocho mil hombres de a caballo. Aquel día convidó al cesar, y cuando hubieron comido, aquel Girgon, jefe de los alanos, entró en el palacio donde estaba xor Miqueli con su esposa y el césar, y sacaron las espadas y despedazaron al césar y a los que estaban con él; y luego por la ciudad, mataron a cuantos con el césar habían venido, que sólo tres escaparon porque se subieron a un campanario. Y de aquellos tres, uno era Don Ramón Alquer, hijo de Gisberto de Alquer, caballero de Castelló de Ampurias; el otro, hijo de caballero de Cataluña, llamado Ramón de Tous, y el otro, Bernardo de Roudor, del Llobregat. Y éstos fueron combatidos en el campanario, pero defendiéronse tanto que el hijo del emperador dijo que sería pecado que muriesen, y dioles su amparo. Sólo estos tres escaparon.
Fue todavía mayor la maldad de dicho xor Miqueli, pues había ordenado que los turcoples y una partida de alanos fuesen mandados a Gallípoli y ordenó que el día en que el césar muriese saqueasen la ciudad y todos los caseríos. Nosotros habíamos sacado los caballos a forrajear y la gente estaba por los caseríos. ¿Qué os diré? Que en cuanto nos vieron descuidados nos quitaron todos los caballos que teníamos por los caseríos y nos mataron más de mil personas; de modo que sólo nos quedaron doscientos seis caballos y tres mil trescientos siete hombres de armas, entre de a caballo y de a pie, y de mar y de tierra. Y enseguida nos pusieron sitio en frente, y vino tanta gente sobre nosotros que fueron más de diez mil hombres de a caballo, entre turcoples, y alanos, y griegos, y más de treinta mil hombres de a pie. Y el megaduque, es decir, Don Berenguer de Entenza, mandó que abriésemos un foso, incluyendo en él todo el arrabal de Gallípoli; y así lo hicimos. ¿Qué os diré? Más de quince días estuvimos así, que teníamos con ellos torneos dos veces al día; pero cada día era para nosotros un desastre, pues éramos nosotros los que perdíamos.
Estando así sitiados, Don Berenguer de Entenza mandó preparar cinco galeras y dos leños y, contra la voluntad de todos los que allí estábamos, dijo que quería intentar un ataque para poder dar ayuda a la compañía de víveres y de dinero. Todos le dijeron que no había nada que hacer y que era mejor que combatiesen todos juntos, puesto que les tenían sitiados. Y él, como caballero bueno y entendido que era, aun cuando comprendía el peligro de la batalla, no quería acomodarse a lo que le decían, y decidió intentar un ataque hacia Constantinopla, y una vez hecho el ataque volvería inmediatamente a Gallípoli; de modo que, al final, hubo que hacer lo que él quería. Con él embarcó tanta gente que en Gallípoli sólo quedamos Don Bernardo de Rocafort, que era senescal de la hueste, y yo, Ramón Muntaner, que era capitán de Gallípoli; y no quedaron con nosotros más que seis caballeros, a saber: uno, Don Guillermo de Siscar, caballero de Cataluña; Don Fernando Gorín, un caballero de Aragón; y Don Juan Peris, portugués; y Don Guillermo Peris de Caldes, de Cataluña; y Don Eiximen de Alberó. Hicimos un reconocimiento para ver cuántos éramos después de la partida de Gallípoli de Don Berenguer de Entenza, y vimos que no éramos, entre de a caballo y de a pie, más que mil cuatrocientos sesenta y dos hombres de armas, de los cuales había, de a caballo, doscientos seis (que ya no teníamos caballo) y mil doscientos cincuenta y seis hombres de a pie. Y así quedamos con nuestra pena, y todos los días, desde la mañana hasta la noche, teníamos que mantener el torneo con los de afuera.
Ahora dejaré de hablaros de nosotros, de Gallípoli, que bien sabré volver a ello, y os hablaré de Don Berenguer de Entenza.
Don Berenguer de Entenza cogió las cinco galeras y tomó la ciudad de Heraclea, que está a veinticinco millas de distancia de la ciudad de Constantinopla. Y aquella ciudad es aquella donde estaba Herodes cuando mandó matar a los Inocentes, por lo que quiero contaros un milagros que es evidente. En aquel lugar de Heraclea hay un golfo que va a la isla de Mármara y hasta el Atarquí; y es un bello golfo, que tiene de largo unas veinte millas y otro tanto de ancho, pues llega desde el cabo de la ciudad de Heraclea hasta el cabo de Gano y hasta el Mármara, que es una isla de donde se talla todo el mármol de Romanía. Y dentro de este golfo hay dos buenas ciudades, la una tiene por nombre el Panido y la otra el Redristó. Y en esta ciudad de Redristó se nos hizo la mayor maldad que nunca jamás se hubiese hecho a nadie; y para que sepáis cuál fue aquella maldad, voy a contárosla.
La verdad es que después de la muerte del césar, cuando ya nos habían atacado y nos tenían sitiados, tomamos el acuerdo de que antes de luchar contra el emperador debíamos desafiarle y retarle por lo que había hecho; y que este desafío y luego el reto se hiciera en Constantinopla, en presencia del baile del común de Venecia, y del común de Pisa, y del capitán del común de Génova, y todo con cartas públicas. Y ordenamos al caballero Siscar y al adalid Pero Lopis, y a dos almogávares y dos cómitres, que, en una barca de veinte remos, fuesen allí de parte de Don Berenguer de Entenza y de toda la compañía.
Así se hizo y fueron a Constantinopla, y en presencia del baile del común, y de los dichos comunes, desafiaron al emperador y después le retaron y declararon que, diez por diez, o cien por cien, estaban preparados para probar que en forma malvada y falsa había hecho matar al césar y a otras gentes que con él estaban, y que habían atacado a la compañía sin desafiarla, en menoscabo de su fe, y que de ahora en adelante se desentendían de él. De todo esto llevaron escrituras públicas partidas por a.b.c, una para entregársela y otras como testimonio para las comunes. El emperador excusóse diciendo que él no lo había mandado hacer; y ya veis cómo podía excusarse cuando aquel mismo día hizo matar a todos cuantos catalanes y aragoneses había en Constantinopla, con Don Fernando de Aunés, el almirante.
Cuando esto estuvo hecho, dejaron al emperador y pidiéronle que les diese un portero que les acompañara hasta que estuviesen en Gallípoli, y él les entregó el portero y, cuando estuvieron en la ciudad de Redristó, el portero les mandó detener y, veintisiete personas que eran, entre catalanes y aragoneses, a todos les descuartizó y a cuartos les colgaron en la carnicería. Podéis comprender la crueldad que mandó cometer el emperador con aquellos mensajeros. Pero guardad en vuestro corazón que con la ayuda de Dios, como veréis más adelante, la compañía tomó tan gran venganza, como jamás se hubiese hecho.
Y en este golfo se produce el milagro de que siempre hallaréis unas extensiones de sangre que son tan grandes como un cobertor, y las hay mayores y otras menores; y aquel golfo está siempre lleno de tales manchas de sangre viva, y en cuanto se sale de aquel golfo dejan de encontrarse. Y esto ocurre por la sangre de los Inocentes que en aquel lugar fue derramada; y así ocurre desde aquellos tiempos y ocurrirá siempre. Y esto es la pura verdad, pues yo la he cogido con mi propia mano.
Cuando Don Berenguer de Entenza hubo saqueado la ciudad de Heraclea, que fue uno de los grandes hechos del mundo, se volvía hacia la compañía con grandes ganacias. Pero cuando se volvía hacia Gallípoli, dieciocho galeras genovesas venían de Constantinopla y debían entrar en el Mar Mayor y se encontraron con él en una playa que hay entre Panido y el cabo del Gano. Don Berenguer de Entenza hizo armar a su gente y, dando con la proa en tierra, estuvo con la popa fuera de las cinco galeras. Los genoveses le saludaron y luego, en una barca, fueron a donde estaba él para darle seguridades; y el capitán de las dieciocho galeras le invitó a comer en su galera, y Don Berenguer de Entenza, por desgracia, fióse y fue a la galera del capitán. Y mientras comían, la gente de Don Berenguer de Entenza fue desarmada y siguiéronles detrás y apresaron cuatro galeras y mataron más de doscientas personas. En una de las galeras, en la que estaba Don Berenguer de Entenza, estaba Don Berenguer de Vilamarí y otros caballeros y se negaron a desarmar; y sobre esta galera fue tan grande la batalla que en ella murieron cuatrocientos genoveses, y los de la galera fueron muertos todos, que ni uno pudo escapar.
Y a veis qué convite supieron hacer los genoveses a Don Berenguer de Entenza, al que llevaron preso a Constantinopla con todos los suyos que quedaron con vida, y se apoderaron de todo cuanto Don Berenguer de Entenza había ganado en la ciudad de Heraclea. Y es que está loco todo señor que se fía de ningún hombre del común; pues hombre que no sabe lo que es la fe no la puede guardar. De modo que se llevaron a Don Berenguer de Entenza preso, con todos los suyos, y los tuvieron con gran desdoro en Pera (que es villa de genoveses, delante de Constantinopla) más de un mes, hasta que las galeras hubieron entrado y salido del Mar Mayor. Luego lleváronse a Don Berenguer de Entenza para Génova y pasaron por Gallípoli; y yo entré a verle y quise dar diez mil perpras[58] de oro por él (que cada perpra vale diez sueldos barceloneses), y que lo dejasen, y no quisieron hacerlo. Cuando vi que no lo querían hacer, le di a él, para que las gastara, mil perpras de oro. Y se lo llevaron a Génova.
Y he de dejar de hablaros de Don Berenguer de Entenza, que bien sabré volver a hacerlo cuando haya tiempo y lugar, y volveré a hablaros de nosotros, que habíamos quedado en Gallípoli.
La verdad es que cuando supimos que Don Berenguer de Entenza estaba preso y que todos los que con él estaban habían muerto o eran prisioneros, quedamos muy desconsolados. Igualmente, cuando supimos la muerte de Siscar y de los otros mensajeros que habíamos mandado al emperador, un día reunimos el consejo para decidir qué haríamos. Como ya os he dicho, encontramos que no éramos más que doscientos seis hombres de acaballo y mil doscientos cincuenta y seis hombres de a pie. El acuerdo de lo que haríamos se decidió en dos partes: unos decían que nos fuéramos con todo lo nuestro a la isla del Meteli, que es una isla buena y provechosa, pues todavía teníamos cuatro galeras y más de doce leños armados, y muchas barcas, y una nave con dos cubiertas, de modo que podíamos embarcarnos y ponernos a salvo, y luego, cuando estuviésemos en aquella isla, haríamos la guerra al emperador. La otra opinión era ésta: que sería una gran vergüenza para nosotros que habiendo perdido a dos señores y a tanta gente buena como nos habían matado con tan grande traición, que no los vengásemos y muriésemos con ellos; que no habría gente en el mundo que no nos apedrease, mayormente siendo gente de tanta fama como éramos y estando el derecho de nuestra parte; de manera que más nos valía morir con honor que vivir con deshonor.
¿Qué os diré? Al final el consejo decidió que combatiéramos todos contra ellos y que apresuráramos la guerra, y que muriesen todos los que dijeran lo contrario; y para mayor seguridad se acordó que enseguida se quitasen de las galeras, y de los leños, y de las barcas, y de la nave, dos tablas del fondo de cada barco para que nadie pudiese pensar que por mar podría escapar, de modo que cada cual pensara en comportarse como bueno. Y éste fue el final del consejo.
Y o y todos los demás fuimos a hundir todos los barcos[59], y yo mandé hacer una gran bandera de San Pedro de Roma para que estuviese en la torre maestra, y mandé hacer una bandera real del señor rey de Aragón, y otra del señor rey de Sicilia, y otra de San Jorge, y estas tres las llevaríamos a la batalla, y la de San Pedro que estuviese en la torre maestra. Y así, entre aquel día y el siguiente, quedaron hechas.
Llegado el viernes, a la hora de vísperas, veintitrés días antes de la fiesta de san Pedro de junio, nos reunimos todos con nuestras armas ante la puerta de hierro del castillo; y mandé subir a la torre maestra diez hombres, y un marinero llamado Bernardo de Ventaiola, que era del Llobregat, entonó el laus del bienaventurado san Pedro de Roma, y todos le respondieron con lágrimas en los ojos. Y cuando hubo dicho el laus, en cuanto se levantó la bandera, comenzaron todos a cantar «Salve Regina». Hacía un tiempo hermoso y claro y no había en el cielo una sola nube; y en cuanto la bandera se alzó, una nube se puso sobre nosotros y nos cubrió a todos de agua mientras estábamos de rodillas, y duró tanto como duró el canto de la «Salve Regina». Cuando esto quedó hecho, el cielo aclaró como antes estaba, y a todos nos dio gran alegría.
Ordenamos que aquella noche todo el mundo confesara y que por la mañana, de madrugada, comulgara, y que al salir el sol, cuando los enemigos vendrían para forzar al torneo, todos estuviesen preparados para el ataque. Así lo hicimos. Y encomendamos la bandera del señor rey de Aragón a Don Guillermo Peris de Caldes, caballero antiguo que era de Cataluña, y la bandera del señor rey de Sicilia a Don Fernando Gorin, caballero, y la bandera de San Jorge la encomendamos a Don Eiximen de Alberó, y Don Bernardo de Rocafort encomendó su bandera a un hijo de caballero llamado Guillermo de Tous.
Entonces ordenamos nuestra batalla de la siguiente manera: no hicimos ni vanguardia, ni centro, ni retaguardia; únicamente que los hombres de a caballo nos pusimos todos al lado izquierdo, y pusimos los peones a mano derecha. Y en cuanto lo hubimos ordenado esto, ya lo supieron nuestros enemigos, pues la verdad es que la hueste de los enemigos estaba atendada cerca de nosotros, en una montaña de tierra labrada que distaba unas dos millas.
Cuando llegó la mañana de aquel sábado, veintidós días antes de la fiesta de san Pedro de junio del año mil trescientos seis, ellos vinieron contra nosotros, veinte mil hombres de a caballo dispuestos para la batalla, y dejaron dos mil con los hombres de a pie en las tiendas, pues daban la victoria como cosa hecha.
A la salida del sol, nosotros estábamos ya fuera de los fosos, preparados para combatir y ordenados como antes os he dicho. Y ordenamos que ningún hombre se moviese hasta que fuese dicha la buena palabra, que rezó dicho Ventaiola, y que cuando la hubiese dicho, tocarían las nácaras y atacáramos todos a la vez. Y así se hizo; y los enemigos estaban con las lanzas apoyadas en el muslo, dispuestos a herir.
Cuando se hubieron dado las señales que estaban ordenadas, pensamos en atacar todos a la vez de una embestida, y dimos de tal modo en el centro de ellos que pareció que todo el castillo se cayera al suelo; y ellos también atacaron muy vigorosamente.
¿Qué os diré? Por sus pecados y por el buen derecho que estaba con nosotros, fueron vencidos, pues una vez vencida la vanguardia todos se volvieron de golpe. Y nosotros pensábamos en atacar, que no había nadie que levantase la mano que no hiriese en carne; y así llegamos hasta la montaña donde estaba su hueste. El buen talante con que salieron, tanto los de a caballo como los de a pie para ayudar a los suyos no se ha visto jamás, de manera que, de momento, creímos que tendríamos mucho quehacer, pero al llegar al pie de la colina surgió de entre nosotros una voz y todos gritamos:
—¡Afuera! ¡Afuera! ¡San Jorge! ¡San Jorge! Y así cobramos coraje y fuimos arremetiendo fuertemente contra ellos, y de este modo les vencimos y no hubo necesidad de atacar más.
¿Qué os diré? Durante todo el día siguió y siguió la persecución, que bien duró hasta veinticuatro millas, que ya era de noche oscura cuando les dejamos, y por la noche tuvimos que volver, que ya era media noche cuando volvimos a Gallípoli.
Al día siguiente reconocimos nuestra compañía y encontramos que sólo habíamos perdido un hombre de a caballo y dos de a pie; y fuimos a levantar el campo y nos encontramos con que habíamos matado a más de seis mil hombres de a caballo y más de veinte mil de a pie. Y esto fue por la ira de Dios, que cayó sobre ellos, que nosotros de ningún modo podíamos suponer que hubiese tanta gente muerta, de manera que pensamos que el uno había ahogado al otro. Igualmente murió mucha gente en las barcas que habían sacado a tierra por la costa, que estaban todas estropeadas, y al vararlas metían tanta gente dentro, que cuando estaban en el mar zozobraban y se ahogaban, y de este modo murió mucha gente.
¿Qué os diré? La ganancia que alcanzamos en aquella batalla fue tan grande que no hay manera de fijar su número; ocho días tardamos en levantar el campo, que no había manera de recoger tanto oro y plata, ya que los cinturones de todos los hombres de a caballo, y las espuelas, y las sillas, y los frenos, y todas sus armaduras estaban adornadas con oro, y cada uno llevaba moneda, y lo mismo ocurría con los hombres de a pie. Igualmente cogimos más de tres mil caballos vivos; los demás los encontramos muertos; los otros iban por el campo arrastrando las tripas; de manera que tuvimos tantos caballos que había tres para cada uno.
Cuando se hubo levantado el campo, tomé por mi cuenta a cuatro griegos que encontré en una casa y eran hombres pobres que habían estado en Gallípoli, y les dije que les haría mucho bien si querían ser espías, y ellos estuvieron de acuerdo. Vestíles muy bien a la griega, y les di a cada uno un rocín de los que ya teníamos en nuestro poder, y me juraron que me servirían bien y lealmente.
Enseguida mandé dos de ellos a Andrinópolis, para que viesen qué hacía el hijo del emperador, y los otros dos los mandé a Constantinopla. Y a los pocos días volvieron aquellos que habían ido a ver al hijo del emperador, y dijeron que el hijo del emperador venía contra nosotros con diecisiete mil hombres de a caballo y más de cien mil hombres de a pie, y que ya habían salido de Andrinópolis.