181. Paz con Nápoles

Cuando el rey Carlos tuvo conocimiento de la muerte de su hijo, quedó muy apenado, y es natural que así fuera, puesto que era hombre muy bueno y valiente. Como era buen cristiano, entendió seguramente que ésta era una prueba que Dios le enviaba porque permitía que existiera la guerra entre él y la casa de Aragón, de modo que pensó en tratar por todos los medios en hacer la paz con el rey de Aragón y de Sicilia. Se dirigió al papa y díjole que le rogaba que en la forma que fuese tratase y ordenase que hubiese paz entre la santa Iglesia y la casa de Francia con el rey de Aragón, añadiendo que él, por su parte, pondría todos los medios para lograrla. Contestóle el papa diciéndole que le parecía bien y de buen juicio, pensando en el poder de Dios, y que era Dios quien había dado el poder al señor rey de Aragón, que hacía lo que quería en todo el mundo porque tenía a toda España bajo su mando, e igualmente contaría con el rey de Inglaterra, si quería, y además con todo el Languedoc, por lo que era necesario en todos los casos que el tratado de paz se hiciera.

Seguidamente el papa mandó llamar a micer Bonifacio de Calamandrana y ordenóle que se ocupara del asunto, y éste le contestó que lo haría con agrado. El papa dispuso, junto con el rey Carlos, que micer Bonifacio, junto con un cardenal, fuesen a ver al rey de Francia y que le rogase y aconsejara que hiciera la paz con la casa de Aragón, junto con el rey Carlos y que él, por parte de la santa Iglesia, haría cuanto ellos ordenaran. De modo que el rey Carlos, el cardenal y micer Bonifacio dejaron al papa y fueron al rey de Francia, que lo encontraron en París, junto con su hermano monseñor Carlos, que se hacía llamar rey de Aragón.

Cuando hubieron hablado con el rey de Francia y con monseñor Carlos, su hermano, el rey de Francia contestó que mucho le complacía la paz, y que no ahorraría nada para lograrla. Pero monseñor Carlos contestó todo lo contrario, pues dijo que él no dejaría el reino de Aragón por nada, de manera que hubo gran controversia entre él y el rey Carlos. Por fin convinieron lo siguiente, que pareció bien al rey de Francia: el rey Carlos le dio todo el condado de Anjou, que él poseía en Francia, que es muy buen y honorable condado (como cada uno puede pensar cuando su padre, el rey Carlos, que era hijo del rey de Francia, nacido en la casa de Francia, lo tuvo por herencia); y monseñor Carlos dio al rey Carlos todos los derechos que tenía en el reino de Aragón, que le había sido dado por el papa Martín, para que el rey pudiese proceder según su voluntad. Así se cumplió y así se hizo, puesto que esto era lo que más dificultaba la paz Y que nadie diga que al rey Carlos poco le costó la paz que hizo con el señor rey de Aragón, como hemos oído, puesto que le costó el referido condado, que era cosa de gran precio.

Hecho esto, con pleno poder del rey de Francia y de monseñor Carlos, el rey Carlos, el cardenal y micer Bonifacio vinieron a Provenza, y desde Provenza enviaron a micer Bonifacio a Cataluña para que llevara al señor rey de Aragón este mensaje. ¿Qué podría deciros? Tanto fueron y vinieron unos y otros que se acabó en buena inteligencia y la paz fue otorgada por cada una de las partes. Y la fórmula de la paz fue ésta, en suma, que si todo lo quisiera contar habría que hacer un libro mayor que éste. La paz fue así pactada: el papa revocó la sentencia que el papa Martín había dado contra el rey de Aragón, y absolvió al rey de Aragón y a todos aquellos que habían sido y eran sus valedores de toda matanza de hombres y de todo cuanto hubiesen tomado, en la forma que fuese, a sus enemigos, en la forma mejor que se pudiese entender; por otra parte, monseñor Carlos de Francia y el rey Carlos, de por sí, renunciaban a aquella donación que a él había sido hecha del reino de Aragón; por otra parte, que hubiese paz y concordia con el rey de Francia y sus valedores y el señor rey de Aragón y con la santa romana Iglesia, y con el rey Carlos, y además que el rey Carlos daba a su hija Blanca, que era la hija mayor que el rey Carlos tenía, como esposa al señor rey de Aragón, y el señor rey de Aragón renunciaba a todo el reino de Sicilia de esta manera: que si el papa le daba Cerdeña y Córcega en compensación, pero sin que se entendiera que entregaba el reino de Sicilia al rey Carlos ni a la Iglesia, sino que simplemente lo desamparaba y que, si quería, la Iglesia podía apoderarse de él, que a otra cosa no se obligaba el rey de Aragón; por otra parte, volvía al rey Carlos sus hijos, que tenía en prisión, junto con otros rehenes.

De esta forma comparecieron los mensajeros ante el señor rey de Aragón ofreciéndole esta paz, diciéndole que harían lo que más arriba queda dicho y que lo propusiera a su consejo, que más no podían hacer con esto el rey hizo reunir las cortes en Barcelona, y estando reunido el parlamento, murió el rey Sancho de Castilla, que dejó tres hijos: el primero, al que dejó el reino de Castilla, y que se llamaba Don Fernando; otro, Don Pedro; otro, llamado Don Felipe, y una hija[47]. Cuando el señor rey supo la muerte del rey de Castilla, lo sintió mucho y mandó hacerle funerales, como le correspondía[48].

182. Bodas del rey con Doña Blanca

Una vez congregada la corte, el señor rey celebró su consejo con sus barones, prelados y caballeros, ciudadanos y hombres de villas, y, al final, la paz fue otorgada en la forma que antes habéis visto. Los mensajeros volvieron al rey Carlos y al cardenal, que se encontraban en Montpellier, y allí firmarían todas las paces, y, enseguida, todos juntos, con la infanta mi señora Blanca, que trajeron muy honrosamente acompañada, vinieron a Perpiñán; y cuando estuvieron en Perpiñán, el señor rey de Aragón y el infante Don Pedro con él y los señores principales de Cataluña y Aragón, pasaron a Gerona; y el señor rey mandó al noble Don Bernardo de Sarria, tesorero y consejero suyo, a Perpiñán con todos los poderes, para confirmar la paz y el matrimonio a que venía la doncella. Cuando dicho noble llegó a Perpiñán, fue bien acogido por el rey Carlos, y por el señor rey de Mallorca y por todos; y cuando hubo visto la doncella, túvose por muy complacido y enseguida firmó por el señor rey, tanto las paces como el matrimonio.

Cuando esto estuvo hecho, el señor rey de Aragón mandó a Siurana, y de allí trajeron a los hijos del rey Carlos y a todos los otros rehenes; y cuando estuvieron en Gerona, el señor rey, con ellos y con toda su caballería y con todas cuantas damas y doncellas honradas había en Cataluña, vínose a Figueras.

De la otra parte, el rey Carlos y el cardenal y la doncella y toda la demás gente con él, que con él venía, viniéronse a Peralada; y posó él y su comitiva, entre Peralada y Cabanes, en el monasterio de Sant Feliu. El señor rey mandó al rey Carlos sus hijos y todos los rehenes, y el señor infante Don Pedro acompañóles hasta que estuvieron con su padre. Y nunca se vio tanta alegría como la que hubo entre el rey y sus hijos, y todos y cada uno de los barones de Provenza y de Francia hicieron otro tanto con sus hijos que estaban en rehenes y recobraban; pero por encima de todos fue el gozo de mi señora Blanca cuando vio a sus hermanos, y el de éstos al verla a ella.

¿Qué os diré? Tanta gente había de una parte y de otra que Peralada y Cabanes, y Sant Feliu, y Figueras, y Vilabertrán, y el Far, y Vilatenim, y Vila Sequer, y Castelló d’Empuries, y Vilanova, y toda aquella comarca estaba llena de gente. Y el señor rey hacía dar ración cumplida a todo el mundo de todas las cosas, tanto a los extranjeros como a los particulares.

Cundió entre ellos el solaz y la alegría, y el señor rey de Aragón fue a ver al rey Carlos y a la infanta su esposa; y le puso el señor rey la corona en la cabeza; y desde aquel momento en adelante fue llamada reina de Aragón. ¿Qué os diré? Grandes fueron las joyas que se dieron los de una parte a la otra, y fue ordenado que, con la gracia de Dios, oyeran misa en el monasterio de Vilabertrán y que celebrasen sus bodas; y el señor rey le mandó construir una casa de madera, la más bella que nunca fuera de madera construida, y el monasterio es un lugar muy honorable y bueno y muy hermoso.

Tal como fue ordenado fue cumplido; y en el monasterio de Vilabertrán estuvieron todos y hubo gran fiesta y gran alegría, por varios motivos. La primera razón, por el matrimonio que se celebró en buena hora, que bien puede decirse que jamás más hermosa pareja de marido y mujer había sido vista; pues del señor rey os puedo decir que es el más gracioso señor y el más cortés y el más educado y el más docto y mejor en armas que haya sido, y de los buenos cristianos del mundo; y de mi señora la reina Blanca se puede decir lo mismo, que fue la más hermosa dama y la más graciosa ante Dios y ante su pueblo, como jamás lo fuese reina alguna, y la mejor cristiana, pues era manantial de gracias y de toda bondad. Porque Dios les concedió sus dones, que nunca existió marido y mujer de ninguna condición que tanto se amasen, por lo que de ella pueden decirse las palabras que las gentes de Cataluña y Aragón y del reino de Valencia dijeron: que la llamaban «la santa reina Doña Blanca de la santa paz», ya que paz santa y buena fortuna llegó por ella a toda la tierra. Y, como más adelante veréis, de ellos nacieron muchos hijos e hijas, que todos fueron buenos ante Dios y ante el mundo.

Celebrado el matrimonio, la fiesta duró más de ocho días, durante los cuales permanecieron todos juntos. Después se despidieron unos de otros, y el rey Carlos, con sus hijos, volviéronse. Cuando estuvo en el collado de Panissars, el rey de Mallorca salióle al encuentro, y fuéronse al Való, y desde el Való a Perpiñán; y el señor rey de Mallorca túvolos allí más de ocho días. Y durante aquellos ocho días se trabó tanta intimidad entre monseñor Luis, hijo del rey Carlos, y el infante Don Jaime, hijo mayor del señor rey de Mallorca, que se dice que entre ellos se prometieron que lo que hiciera el uno el otro también lo haría, de modo que acordaron renunciar a los reinos que les deberían pertenecer y que entrasen en la orden de mi señor San Francisco De modo que, al poco tiempo, ingresó monseñor Luis, hijo del rey Carlos, y renunció al reino, y fue luego obispo de Tolosa, mal de su agrado, y después de muerto fue canonizado por el Papa por los muchos milagros que Dios hizo por su intermedio, en su vida y en su muerte, y hoy tiene altares en toda la cristiandad y tiene su fiesta. Del mismo modo, el infante Don Jaime, hijo del señor rey de Mallorca, que era el mayor y debía reinar, se hizo fraile menor y renunció al reino, y cuando haya pasado de esta vida a la otra, igualmente se cree que será santo en el paraíso Que quien más hace por Dios, mayor mérito parece que deba esperar, y quien abandona un reino de este mundo por Dios, parece que el reino celestial debe tener por recompensa, de modo que siga su vida hasta el fin diciendo y haciendo bienes.

Ahora dejaré estar estos dos señores, frailes menores santos y benignos, y volveré a hablaros del rey Carlos, que se separó del rey de Mallorca y se volvió a sus tierras con sus hijos. Del mismo modo el señor rey de Aragón, con mi señora la reina, fuese a Gerona, y de Gerona a Barcelona, y luego por todos sus reinos. Y la gloria y el gozo que había en cada lugar que visitaban no hace falta que os lo cuente, pues ya podéis pensarlo; pues quienes habían alcanzado la paz y habían recobrado los sacramentos de la santa Iglesia, así como la misa y todos los demás oficios, de los que aquellas gentes estaban muy deseosos, ¡ya podéis imaginar el gozo y la alegría que debían sentir!

183. Boda del infante Don Pedro

Mientras el rey iba solazándose con mi señora la reina por sus reinos, el señor infante Don Pedro no se separaba de mi señora la reina; de manera que mi señora la reina rogó al señor rey diciéndole que debía procurar el mayor honor para su hermano el infante Don Pedro y que, para ello, le dotase para que pudiese tener casa honrada y asimismo que le buscase esposa según le correspondía El señor rey, obediente a sus ruegos, le heredó muy dignamente y le buscó esposa, entre las honradas doncellas que no fuese hija de rey y que estuviese en España, y ésta fue mi señora Guillerma de Moncada, hija de Don Gastón de Bierne, con grandes riquezas, pues sólo en Cataluña tenía muy buenos castillos y villas y lugares y trescientos caballeros. Las bodas fueron muy buenas y honorables y estuvieron en ellas el señor rey y mi señora la reina. Y el infante Don Pedro y mi señora Doña Guillermina de Moncada fuéronse solazándose por los reinos.

184. Abandono de Sicilia

El señor rey de Aragón mandó mensajeros a Sicilia para Don Ramón Alemany, que era maestro justiciero, y a Vilaragut, que era maestro portuario, y luego a todos los demás, para que abandonasen castillos y villas y ciudades que estaban en Sicilia y en Calabria y por las otras partes del reino, y que se abstuviesen de entregar castillo alguno a ninguna persona, sino que, una vez desamparado el castillo, gritasen en la puerta, con las llaves en la mano:

—¿Hay algún hombre que de parte del santo padre apostólico quiera recibir este castillo de parte suya y de la santa Iglesia?

Y que esto lo gritasen por tres veces, y si dentro de aquellas tres veces no aparecía nadie que quisiera tomarlo o recibirlo, que dejase las puertas abiertas, y las llaves en los cerrojos, y se fueran.

Y así se cumplió y se hizo, sin que ningún hombre del santo padre ni de la santa romana Iglesia compareciera. Y de este modo se marchaban, y cuando se habían ido, las gentes del lugar se apoderaban, de parte del infante Don Federico, de cada castillo o lugar.

De este modo, Don Ramón Alemany y Don Berenguer Vilaragut y todos los otros que allí estaban puestos por el rey de Aragón abandonaron toda Sicilia, y embarcaron en naves y galeras y viniéronse a Cataluña, al señor rey, que les acogió muy bien, y dio a cada uno compensación por todo lo que hubiesen desamparado en Sicilia que fuese suyo[49].

De este modo el señor rey dejó cumplidas todas las convenciones de la paz, de modo que en nada incurrió en falta, de todo lo cual la santa Iglesia y el papa se dieron por pagados y satisfechos.

Y así he de dejaros de hablar del señor rey de Aragón y volveré a hablaros del señor infante don Federico, su hermano.

185. El infante Federico, rey de Sicilia

Cuando el señor infante Don Federico y el almirante, que no se separaba de él, y los otros barones y caballeros y ciudadanos y hombres de villas de Sicilia y de Calabria supieron que el señor rey de Aragón les había desamparado, dijeron al señor infante Don Federico que quisiera amparar la tierra, ya que todo el reino de Sicilia estaba vinculado a él, por el testamento del señor rey Don Pedro, su padre.

—Y si el señor rey Don Jaime lo ha desamparado, también ha desamparado el derecho que él tenía; pero el derecho que tenéis vos, señor, no es él quién, para abandonarlo, ni creemos que le duela que vos lo amparéis, pues a él le basta con cumplir lo que ha prometido para hacer las paces.

¿Qué os diré? Tal fue el unánime acuerdo, y los doctos y legistas opinaron que, en justicia, él podía amparar aquello que el señor rey su padre le había dejado por vínculo. Así se comunicó por todo Sicilia y Calabria y demás lugares de los reinos, y se apoderó de los castillos, villas y ciudades y demás lugares, y al propio tiempo señaló día a todos los caballeros y síndicos de ciudades y villas para que estuviesen en fecha fija en Palermo, donde él pensaba coronarse rey, y quería que todos como tal le jurasen.

El día que les fue indicado estuvieron todos, y allí se reunieron gran número de catalanes y aragoneses y latinos y calabreses y de los demás lugares del reino; y cuando estuvieron reunidos en palacio, o sea en la Sala Verde de la ciudad de Palermo, el almirante habló, y les dijo muy certeras palabras adecuadas a la ocasión que se les presentaba. Entre otras cosas que les dijo, demostróles que su señor era aquel tercer Federico que los profetas habían anunciado que tenía que venir y ser rey del Imperio y de la mayor parte del mundo. Y las razones eran éstas: que era cierto que él era el tercer hijo que el señor rey Don Pedro tenía y que, por otra parte, él era el tercer Federico que había ejercido señoría sobre Sicilia; y además sería el tercer Federico que fuera emperador de Alemania.

Por lo que, de pleno derecho, podían llamarle Federico tercero, rey de Sicilia y de todo el reino.

Después de lo cual todos se levantaron, y gritaron:

—¡Dios dé vida a nuestro señor el rey Federico tercero, señor de Sicilia y de todo el reino!

Enseguida se levantaron todos los barones y le rindieron juramento y homenaje, y luego todos los caballeros y ciudadanos y hombres de las villas.

Cuando esto estuvo hecho, con gran solemnidad, tal como se acostumbra, fuéronse a la seo de la ciudad, y con gran bendición recibió la corona. Y así, con la corona en la cabeza, el pomo en la mano izquierda y el cetro en la derecha y con vestiduras reales, fuese cabalgando desde la iglesia mayor de Palermo a palacio, entre los mayores festejos y solaces que nunca se hicieran en ninguna coronación de ningún rey que en el mundo haya. Cuando estuvieron en palacio, fueron preparados los manjares, y todo el mundo comió.

¿Qué os diré? Quince días duró la fiesta, y nadie en Palermo hizo otra cosa que solazarse y bailar y cantar y hacer juegos de diferentes maneras. A toda hora estaban puestas las mesas en palacio para todo aquel que comer quisiera. Cuando todo hubo pasado y cada uno hubo regresado a sus casas, el señor rey Federico tercero fue visitando toda Sicilia y luego por Calabria y por todos los otros lugares.

Mi señora la reina fue absuelta por el papa, al igual que todos los que formaban su séquito; de modo que todos los días oían misa, pues así tuvo que hacerlo el papa por acuerdo de paz que el señor rey de Aragón hizo con él. En forma que mi señora la reina partió de Sicilia con diez galeras y se fue en peregrinación a Roma, y se despidió del señor rey de Sicilia, al que santigüó y bendijo y le dio su bendición, en la forma que una madre puede darla a su hijo; y cuando estuvo en Roma, el papa la recibió con mucho honor y le concedió todo cuanto ella le pidió. Y estuvo allí, y todos los días iba a ganar las indulgencias, ya que aquella señora era la mejor cristiana que se conociera en el mundo en aquellos tiempos. Micer Juan de Prócida no se separaba de su lado, y estuvo tanto en Roma y ganó las indulgencias, hasta que el señor rey de Aragón vino a ver al papa para tratar de la paz entre el rey Carlos y el rey de Sicilia, su hermano, como más adelante oiréis, y ella se volvió a Cataluña.

Cuando estuvo en Cataluña, mi señora la reina fue mucho lo que hizo para bien del alma del señor rey Don Pedro y por la suya, y creó muchos monasterios y muchos otros beneficios. En Barcelona acabó sus días y dejó su cuerpo a la casa de los Frailes Menores, con su hijo el rey Don Alfonso, y murió vestida de mínima, y seguro que todo el mundo puede creer que está con Dios en su gloria.

Ahora dejaré de hablar del rey de Sicilia y de mi señora la reina y volveré a hablar del señor rey de Aragón.

186. Devolución de sus reinos a Jaime II de Mallorca

Cuando el señor rey de Aragón vio que había paz en todo el mundo, pensó que sería bueno que devolviera las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza al señor rey de Mallorca, su tío.

Como ya os he dicho, el señor rey de Aragón fue a ver al papa una vez que se hicieron las paces, y el papa y los cardenales le hicieron mucho honor y también le fue hecho mucho honor en Genova y en Pisa; y esta vez no pudo concluir nada sobre la paz entre el rey Carlos y el rey de Sicilia su hermano, y se volvió a Cataluña, como ya os he dicho antes.

Más adelante el señor rey de Aragón mandó un mensaje al almirante en Sicilia, para que viniese a Cataluña; y el almirante vino de inmediato. No pasó mucho tiempo, y el señor rey partió con una gran escuadra de Cataluña para ir a ver al papa, para tratar de conseguir de un modo u otro la paz entre el señor rey de Sicilia y el rey Carlos. Cuando estuvo a punto, embarcó en Palamós y comunicó, al señor rey de Mallorca, su tío, que estuviera en Coblliure, que allí se entrevistaría con él; y el señor rey de Mallorca vino enseguida. De modo que el señor rey de Aragón partió de Palamós con ciento cinco galeras, y en las Paradas de Coblliure se vio con el señor rey de Mallorca, su tío, y en aquella reunión mucho se festejaron el uno al otro. El señor rey de Aragón devolvióle las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza y reafirmaron sus paces y su afecto, como de padre a hijo, lo que causó gran alegría entre todos aquellos que bien les querían; y el señor rey delegó en Don Ramón Folc y Don Bernardo de Sarria para que le entregasen las islas en su nombre, y así se hizo y se cumplió. Por mucho que el señor rey instó y trabajó para lograr la paz entre el rey Carlos, su suegro, y el rey de Sicilia, su hermano, nada pudo conseguir en aquel viaje, de modo que se volvió a Cataluña, de lo que las gentes tuvieron gran placer al ver que volvía sano y salvo, y mi señora la reina igualmente.

Y así he de dejar de hablaros de los hechos de Sicilia y de volver a hablaros del rey Don Fernando de Castilla, que, mal aconsejado, desafió al rey de Aragón cuando fueron hechas las paces con el rey Carlos, no hacía mucho tiempo. Dirán algunos:

—¿Cómo Muntaner trata tan sumariamente de estos hechos?

Si a mí me lo preguntaran, les diría que hay preguntas que no merecen respuesta.

187. Guerra con Castilla

Afectaron mucho el ánimo del señor rey de Aragón los desafíos que el rey de Castilla le había mandado y se sintió avergonzado de ellos, de manera que decidió hacer que se arrepintiera, y mandó al señor infante Don Pedro que se preparase con mil caballos armados y con cincuenta mil hombres de a pie y que entrasen hasta nueve jornadas en Castilla, por Aragón; y el señor rey entraría por el reino de Murcia, igualmente con gran poder.

¿Para qué os diría más? Tal como el señor rey lo dispuso, así se cumplió: que el señor infante Don Pedro entró con mil hombres a caballo armados, entre catalanes y aragoneses, en Castilla, y con más de cincuenta mil almogávares; y entró cumplidamente nueve jornadas en Castilla y sitió la ciudad de León, donde emplazó sus trabucos.

Ahora dejaré de hablaros del señor infante, que tiene sitiada la ciudad de León, y volveré a hablaros del señor rey de Aragón, que entró por el reino de Murcia, con grandes fuerzas, por mar y por tierra.

188. Sigue la guerra con Castilla

El primer lugar del reino de Murcia que atacó el señor rey fue Alicante, y combatió la ciudad y la tomó; y luego subió al castillo, que es uno de los mejores del mundo, y pensó combatirlo tan fuertemente que subió por la montaña el señor rey en persona, acompañado de muchos caballeros de a pie, y llegó hasta la puerta del castillo. Algo alejado de la puerta había un lienzo de muro derrocado, y por aquel lugar, a fuerza de armas, invadieron el castillo. Y podéis estar seguros de que el señor rey en persona hubiese sido el primero en entrar si no fuera por un caballero de Cataluña, bueno y experto, llamado Don Berenguer de Puigmoltó, que tiró del señor rey, y gritó:

—¡Ah, señor! ¿Esto qué es? Dejadnos entrar primero.

Pero el señor rey ni le escuchó y siguió adelante; y dicho Don Berenguer de Puigmoltó saltó hacia adelante junto con otro caballero. Los de adentro se defendieron aquí, de modo que es cosa cierta que aquellos dos caballeros hubiesen muerto si no fuera por el señor rey, que con la espada en la mano y abrazado al escudo dio un salto hacia dentro, de manera que él fue el tercero en entrar.

Cuando el señor rey estuvo dentro y Don Berenguer de Puigmoltó y el otro caballero vieron al señor rey tan cerca, pensaron esforzarse, y el señor rey se puso delante el escudo, y un caballero que estaba dentro, compañero de Don Nicolás Peris (que era el alcaide del castillo), que era alto y valiente, arrojó una azcona montera que tenía en la mano al señor rey, y diole tal golpe en el cuarto superior del escudo que lo pasó más de medio palmo adentro. El señor rey, que era joven y de buen talante, saltó adelante, y de tal modo le dio en medio de la cabeza con la espada, que el capuchón de malla que llevaba no le valió de nada, pues hasta los dientes le rajó; después arrancó la espada de su cabeza e hirió a otro, cuyo brazo, con todo el hombro, rodó por tierra. ¿Qué os diré? El señor rey, por su mano, despachó a cinco en aquel lugar.

Entretanto, las gentes acudían y entraban por aquel portillo, y Don Berenguer de Puigmoltó no se separaba del señor rey, y como él, hacía armas que era una maravilla. ¿Qué os diré? Que con la mucha caballería que entró después del señor rey, éste se fue a la puerta del castillo, donde estaba Don Nicolás Peris, el alcaide, con la espada en la mano derecha y las llaves del castillo en la izquierda, y allí se defendía; pero de poco le valió su defensa, pues quedó despedazado. Y de este modo fue tomado el castillo, que es de los mejores del mundo. Cuando el castillo fue tomado, el señor rey ordenó que el alcaide no fuese enterrado en el cementerio, sino que lo consideró como un malvado y ordenó que su cuerpo fuese echado a los perros. De modo que, señores que oís este libro, guardaos en verdad cuando amparéis un castillo de un señor, pues la primera cosa que debe tener en su ánimo es que le salve el castillo a su señor, y la otra que pueda salir de él con honor para sí y su linaje. Y no se hacen a este ánimo muchos de los que ahora reciben castillos, sino que lo primero que piensan es:

—Tanto gano como guarda del castillo, y por tanto encontraré un escudero que me lo guarde, y algo me sobrará cada año.

Aquellos que así reflexionan se forman una idea de loco, puesto que son muchos los caballeros y otros buenos hombres que han muerto y desaparecido, y que además sus señores les han considerado como traidores. Pues este caballero, alcaide de Alicante, llamado Nicolás Peris, murió allí, y lo defendió mientras quedó vida a él y a los que con él estaban; pero por el hecho de que no tenía allí tanta gente como tener debía y estaba a sueldo del rey de Castilla, y no había empleado en su empeño cuanto cada año recibía del rey de Castilla, por cada una de estas cosas fue tenido como traidor. Por esto os digo que uno de los grandes peligros de este mundo es tener un castillo por cuenta de un señor, por muy grande paz que haya, ya que un día, o una noche, ocurre aquello que uno jamás imagina que pueda ocurrir.

Cuando el señor rey hubo tomado el castillo, encomendólo a Don Berenguer de Puigmoltó, e hizo bien, pues muy bien le había servido. Luego fuese a la villa, y Don Ramón Sacoma, y Don Jaime Bernat, y Don Saverdum, que eran las personas principales de Alicante, junto con todas las demás, hicieron juramento y rindieron homenaje al señor rey, y fueron hacia él saliéndose de la villa cuando vieron que el castillo estaba perdido y comprendieron que no podían resistir dentro de la villa, que es bien seguro que, si no hubiesen tomado el castillo, jamás se hubiesen rendido al señor rey. Por lo que ni Dios, ni el rey de Castilla, ni nadie en el mundo les puede acusar; de modo que cuando el rey de Castilla lo supo, les estimó buenos y leales y tuvo por traidor a Don Nicolás Peris, tal como había hecho el señor rey de Aragón, pues comprendió que éste se había portado como buen y caballeroso señor al darlo como traidor.

Cuando el señor rey hubo ordenado Alicante, fuese a Elche y le puso sitio, trayendo sus trabucos.

Mientras el sitio se mantenía, dominó todo el valle de Elda y de Novelda, y Nampot, Aspe, Petrer y la Mola. Y conquistó Crevillente, pues el arraiz de Crevillente se le presentó y se hizo su vasallo. Y luego conquistó Favanella, Callosa y Guardamar. ¿Qué os diré? Tanto tuvo sitiada Elche que la consiguió y se le rindió. Luego conquistó Orihuela y su castillo, que se le rindió Pero Rois de Sant Cebriá, que era su alcaide, cuando vio que la villa de Orihuela se había rendido; e hizo muy bien rindiéndole el castillo sin ser ni siquiera atacado, pues es un castillo fuerte y de los mejores de España, de modo que podéis comprender que aquel caballero se portó con gran bondad y cortesía cuando de este modo rindió el castillo al señor rey. Consiguió luego el castillo de Muntagut, y la ciudad de Murcia, y Cartagena, y Lorca, y Molina, y muchos otros lugares, los cuales es verdad que la mayor parte pertenecían y debían ser con justo título de dicho señor rey, según ya antes pudisteis entender, en los tiempos de la conquista del reino de Murcia.

Y cuando el señor rey hubo conseguido la ciudad de Murcia y la mayor parte del reino, estableció la tierra y dejó como procurador al noble Don Jaime Pedro, su hermano, con mucha caballería, y vínose al reino de Valencia.

189. Muerte del infante Don Pedro

De regreso a Valencia le llegó la noticia de que su hermano, el infante Don Pedro, había muerto de enfermedad en el sitio de León, como asimismo Don Guillermo de Anglesola. Dicho señor infante cumplió perfectamente, como correspondía a un buen cristiano, y tomó todos los sacramentos de la santa Iglesia con mucha devoción, como cristiano limpio y puro que era, que nunca conoció otra mujer carnalmente que mi señora Guillerma de Moncada, su esposa. Y cuando pasó a mejor vida, tuvo un buen fin, como pueda tenerlo el mejor cristiano del mundo; y rogó a todos que no se hicieran para él duelos mientras la hueste no estuviese de vuelta a Aragón con su cuerpo, y que a sus pies fuese enterrado dicho Don Guillermo de Anglesola, como correspondía a quien en muerte y en vida le había guardado tan fiel compañía. Cuando estuvieron en Aragón y el señor rey lo supo, se disgustó mucho por su muerte y mandó que se le rindiera el honor debido, como todo buen señor debe hacerlo por su bueno y amado hermano, y la verdad es que dicho señor infante fue muy llorado por todas las gentes. Que Dios, en su misericordia, haya su alma, tal como todo señor justo, recto y bueno es merecedor.

Ahora dejaré de hablar del señor rey de Aragón y volveré a hablar de los hechos de Sicilia.

190. El duque Roberto

Cuando el señor rey de Aragón fue por segunda vez a ver al papa y estuvo en Nápoles y en Sicilia, sin conseguir que se hiciera la paz entre su hermano, rey de Sicilia, y su suegro, el rey Carlos, el duque Roberto, hijo mayor del rey Carlos, permaneció en Sicilia, en la ciudad de Catania, que le habían entregado el señor Virgili y Don Napoleón, dos caballeros de Catania[50], que también le rindieron después Paternó y Ademó y otros lugares. La guerra seguía muy dura en Sicilia, ya que el duque tenía muchas fuerzas de caballería, que sumaban por lo menos tres mil caballos armados, y el rey de Sicilia no tenía más de un millar armados entre catalanes y aragoneses, y todos los días los del señor rey de Sicilia ganaban sobre aquéllos.

191. Batalla de Gagliano

Ocurrió que tres barones de Francia vinieron a Sicilia en ayuda del rey Carlos, para vengar la muerte de sus parientes, que habían muerto en la guerra de Sicilia en tiempos del señor rey Don Jaime. Estos tres barones traían consigo trescientos caballeros de Francia, todos escogidos, que eran los mejores de Francia, y que eran llamados los «caballeros de la muerte»; y vinieron a Catania con el ánimo y la voluntad que, fuese como fuese, tenían que combatir contra Don Guillermo Galcerán, conde de Catancer, y con Don Blasco de Alagó, que estaban de parte del señor rey de Sicilia. Y así lo juraron, de modo que, cuando llegaron a Catania, todo el mundo les llamaba «los caballeros de la muerte», tal como ellos se habían puesto por nombre.

¿Qué os diré? Supieron un día que el conde Galcerán y Don Blasco estaban en un castillo de Sicilia llamado Gagliano, y los trescientos caballeros, con mucha gente arreada y otros que quisieron acompañarles, marcháronse a Gagliano. El conde Galcerán y Don Blasco, que habían venido a la llanura de Gagliano, lo supieron, y revistaron la gente que tenían, y se encontraron con que no tenían más de doscientos hombres a caballo y alrededor de unos trescientos de a pie, y acordaron, a pesar de todo, presentarles batalla. Al rayar el alba salieron de Gagliano en orden de batalla, sonando nácaras y trompas; y los caballeros de la muerte, al verlos, revisaron igualmente cuántos eran, y encontraron que en aquel momento eran más de quinientos hombres de a caballo y muchos de a pie, todo gente buena y de su propio país.

Cuando ambas hueste se vieron, los almogávares del conde Galcerán y de Don Blasco gritaron:

—¡Despierta, hierro! ¡Despierta!

Y todos a la vez golpearon las piedras con los hierros de las lanzas, hasta que cada uno lograba que saltara fuego, de modo que parecía que en todo el mundo hubiese luminarias, más aún porque era de madrugada. Los franceses que vieron esto, se maravillaron y preguntaron qué quería decir, y los caballeros que allí estaban y que ya se habían encontrado con los almogávares en Calabria en otros hechos de armas les explicaron que se trataba de una costumbre suya, que siempre que entraban en batalla despertaban los hierros de las lanzas; de manera que dijo el conde de Brenda, que era uno de los condes de Francia:

—¡Dios mío! ¿Esto qué será? Nos hemos encontrado con los demonios, que quienes despiertan al hierro parece que han de herir en el corazón, y me parece que ya hemos topado con lo que íbamos buscando.

Y entonces persignóse y encomendóse a Dios, y en orden de batalla arremetieron unos contra otros.

El conde Galcerán y Don Blasco no quisieron disponer vanguardia ni retaguardia, sino que todos juntos, la caballería por el lado izquierdo y lo almogávares a la derecha, atacaron la avanzada de aquéllos en forma tal que parecía que se hundiera el mundo. La batalla fue muy cruel, y los almogávares arremetían con sus dardos haciendo verdaderas diabluras, tanto que, al entrar sobre ellos, más de cien hombres a caballo o perdieron el caballo o murió el caballero. Luego rompieron las lanzas y empezaron a destripar caballos, moviéndose entre ellos como si se pasearan por un hermoso jardín. El conde Galcerán y Don Blasco se las emprendieron con las banderas francesas, que las echaron todas por el suelo. Entonces; sí que vierais hechos de armas y dar y recibir golpes, que antes, con tan poca gente, jamás hubo tan grande y tan cruel batalla; y esto duró hasta el mediodía, sin que nadie pudiese decir quién llevaba la mejor parte, sino tan sólo por las banderas de los franceses, que fueron todas abatidas, excepto la del conde de Brenda, que llevaba él mismo cuando fue muerto su abanderado y la entregó a otro caballero.

Cuando los catalanes y aragoneses vieron que aquéllos se mantenían tan fuertes, corrió la consigna entre ellos y gritaron:

—¡Aragón! ¡Aragón!

Y este grito les enardeció a todos, y atacaron con tanta fuerza que aquello fue la mayor maravilla del mundo, de manera que de los caballeros franceses no quedaron más allá de ochenta. Entonces éstos se subieron a un cerro, y el conde Galcerán y Don Blasco arremetieron contra ellos. ¿Qué os diré? Bien puede decirse que se ganaron el nombre que se habían traído desde Francia, llamándose «los caballeros de la muerte», pues todos murieron: los trescientos completos y aun algunos que con ellos estaban, pues sólo escaparon cinco hombres de a caballo alforrados, que eran de Catania e iban con ellos como guías, y pudieron huir.

Cuando todos estuvieron muertos, las tropas del conde Galcerán y de Don Blasco levantaron el campo, y podéis decir que ganaron tanto que fueron ricos para siempre aquellos que estuvieron en la batalla. Y revisaron cuánta gente habían perdido, y encontraron que habían perdido cerca de veinticinco hombres de a caballo y treinta y cuatro hombres de a pie; así que, una vez levantado el campo, alegres y satisfechos entraron en Gagliano e hicieron curar a los heridos. La noticia llegó al señor rey de Sicilia, que estaba en Nicosia, y causó gran placer tanto a él como a los que con él estaban.

Cuatro días después de la batalla, el conde Galcerán y Don Blasco se corrieron a Paternó y Adernó e hicieron gran presa de franceses que habían venido de Catania al bosque a coger leña y hierba; y había más de doscientos caballeros que habían ido para guardar las acémilas, y todos murieron o fueron presos.

Así que, en aquella ocasión, hubo gran duelo en Catania por la muerte de los caballeros de la muerte y los otros, y asimismo sintieron gran dolor el rey Carlos y el papa, que cuando lo supo dijo:

—Pensábamos haber hecho algo y nada hemos hecho, que nos parece que Sicilia tanto la defenderá éste como lo hicieran su padre y su hermano, que por muy joven que sea demostrará a qué casa pertenece. De manera que si no lo cogemos por medios de paz, jamás sacaremos otra cosa que no sea daño.

192. Batalla de Falconara

En cuanto el rey Carlos supo todo esto, hizo preparar en Nápoles a su hijo el príncipe de Tarento, y entrególe mil doscientos caballeros entre franceses, provenzales y napolitanos, todos de gente buena; e hizo aparejar cincuenta galeras, todas abiertas por la popa, y embarcaron.

El rey Carlos mandó a su hijo el príncipe que sin excusa fuese directamente a la playa de cabo de Orlando, ya que eran suyos la Nogata y la Figuera y el cabo de Orlando, y el castillo de San Marco y Castelló y Francavila, de manera que era mejor que tomase tierra a salvo en su propia tierra que no que hiciera hueste en cualquier otro punto, pues allí contaría con mucha caballería del duque, que en seguida estaría con él, y además contaría con revituallamiento de los lugares que estaban de su parte, y que desde allí podría ir a Catania por tierras propias y que se mantenían fieles.

Seguramente el rey Carlos indicaba el mejor camino a quien quisiera obedecerle; pero la juventud a veces no está de acuerdo con la sensatez, sino que prefiere seguir su impulso. Por esto el príncipe embarcó en Nápoles con toda aquella gente, y después de despedirse de su padre, que le santiguó y bendijo y le amonestó para que obrase bien, a él y a todos los que con él estaban, y todos le besaron las manos, y embarcaron y cogieron la vía de Trápena.

Ved si recordaban bien lo que el rey les había dicho, que todos dijeron al príncipe:

—Señor, tomemos tierra lo más lejos que podamos del duque, y luego, con el estandarte en alto, nos iremos a Catania, destruyendo y quemando cuanto se nos ponga por delante, pues sería una vergüenza para vos y para nosotros que en seguida os mezclarais con el duque, y parecería que no os atrevéis a hacer nada por vos mismo.

Y así, el príncipe, creyendo este consejo y olvidando lo que el rey Carlos le había mandado, vínose a Trápani.

Cuando las velas pasaron por delante del cabo de Gall, las guardias vieron que llevaban rumbo a Trápani, y de inmediato mandaron un mensaje al rey de Sicilia, que se encontraba en Castrojoan; y allí se encontraba porque, como Castrojoan está en el centro de la isla, en seguida podría prestar socorro aquí o allá. Cuando supo que el príncipe seguía la vía de Trápani, mandó a sus barones por todo Sicilia que le esperasen a él en Calatafim, donde le encontrarían, y asimismo lo mandó a decir a Don Hugo de Ampurias, que se encontraba en Reggio, en Calabria.

Cuando cada uno hubo recibido el mensaje, pensaron en esperar al señor rey; pero el príncipe tuvo tan buen tiempo, que antes de que el señor rey tuviese reunida a toda su gente tomó tierra en las rocas de Trápani, entre Trápani y Marsara, y aquí desembarcó los caballos y a toda su gente. Y vínose a Trápani, y combatióla, y no pudo hacer nada, antes recibió mucho daño, de modo que levantó el sitio y fuéronse a Marsara. Y el señor rey salióle al frente con su gente, que eran más de setecientos caballos y cuatro mil almogávares; y estaban con el señor rey el conde Galcerán, y Don Blasco de Alagó, y Don Ramón de Moncada, y Don Berenguer de Entenza, y otros muchos y buenos caballeros.

Cuando las huestes se vieron, cada una se puso en orden de batalla; y el conde Galcerán, y Don Guillermo Ramón de Moncada, y Don Blasco de Alagó tomaron la delantera del señor rey de Sicilia, y situaron a los peones al lado derecho y la caballería a la izquierda. Y cuando los almogávares vieron que estaban a punto de atacar gritaron todos:

—¡Despierta, hierro!

Y todos dieron con los hierros de las lanzas contra las piedras, que parecía una gran luminaria, de lo que mucho se asustaron todos los de la hueste del príncipe cuando supieron la causa, como la supieron los antedichos caballeros de la muerte. Entonces, las banderas de las vanguardias de cada una de las partes se acercaron y se atacaron con tal fuerza, que aquello fue una gran maravilla.

Cuando la vanguardia del señor rey de Sicilia hubo atacado, el señor rey, que iba bien armado cabalgando un buen caballo y era casi un niño, joven, experto en armas y valeroso, no quiso esperar más, sino que se fue directamente allí donde vio la bandera del príncipe, y atacó tan vigorosamente que él en persona dio tal lanzada al abanderado del príncipe que echó por tierra a él y a la bandera.

Entonces vierais hacer armas al príncipe, que era igualmente alto y soberbio, y también casi un niño, y joven, y uno de los mejores caballeros del mundo, tanto, que era maravilloso lo que hacían el rey y él, cada uno con su propia persona.

¿Qué os diré? En la lucha que hubo cuando el príncipe quiso levantar la bandera se unieron, de una y otra parte, toda la buena caballería; y el señor rey no se apartaba de la lucha, sino que evitaba que la bandera del príncipe se alzara, y defendía la suya para que no pudiese caer. Y en esta lucha se enfrentaron el señor rey y el príncipe, y al reconocerse, cada uno se sintió satisfecho; y entonces vierais combatir a los dos cuerpo a cuerpo, pues de cada uno podría decirse que había encontrado digno compañero, que de tal modo se atacaban que cada uno destrozó sobre el otro todas las armas que llevaba. Al final el señor rey dio tal golpe con la maza sobre la cabeza del caballo del príncipe que el caballo perdió el sentido y cayó al suelo; tan pronto como el príncipe hubo caído, un caballero llamado Martín Peris de Eros descabalgó, pues conoció que era el príncipe, y quiso matarle, pero el rey dijo:

—¡No lo hagas! ¡No lo hagas!

Y el señor rey quiso descabalgar, y entonces Don Martín Peris de Eros gritó:

—¡Señor, no os apeéis, que lo guardaré que no muera, puesto que así lo queréis!

De modo que el señor rey puede decir que aquel día fue buen padrino para el príncipe, que gracias a Dios y a él quedó en salvo su vida. Dios quiera reconocer su mérito, bien que sea de justa razón que gentil sangre guarde siempre a su igual.

Cuando el príncipe reconoció que aquél era el rey, con quien tanto se había combatido, se le rindió; y el señor rey lo encomendó a dicho Martín Peris de Eros y a su hermano Pedro de Eros, y a Don García Eixemenis de Aibar. Y cuando lo hubo encomendado, siguió por el campo con la maza en la mano, acudiendo donde había mayor lucha, de modo que hizo tantas armas aquel día que todo el mundo pudo reconocer que era hijo del buen rey Don Pedro y nieto del buen rey Don Jaime.

¿Qué os diré? Así iba gozoso por el campo abatiendo caballeros y derrocando caballos, como hace el león entre las bestias.

En cuanto a los almogávares, os contaré el caso de uno de ellos que se llamaba Porcell, que después fue de mi compañía en Romanía, que con un cuchillo de corte dio tal cuchillada a un caballero francés que la canillera y la pierna cortó de golpe, y aún penetró más de medio palmo en la ijada del caballo. De los dardos no hace falta que hable, pues los hubo que atravesaban al caballero que herían por el escudo, pasando a la otra parte después de atravesar escudo y caballero.

Así fue como se ganó la batalla y cómo toda las gentes del príncipe rodaron por el suelo y fueron muertos o hechos prisioneros.

El señor rey, después de ganar la batalla, mandó a Trápani, y a Marsara, y a Calatafim, y a Calatamaure que todo el mundo trajera pan y vino, pues él quería estar todo el día en el campo y que su gente levantase el campo, y que fuese de todo el mundo todo lo que habían ganado, pues él sólo quería al príncipe y a todo señor de bandera que estuviese preso, y que los otros fuesen de quien los había ganado o preso. Así vino al campo un gran refresco, y todo el mundo bebió y comió a placer, y el mismo señor rey mandó poner sus tiendas, y allí comió, con todos los ricoshombres, y en una rica tienda también hizo descansar al príncipe, e hicieron venir a los médicos, que le curaron una gran herida de bordón que tenía en la cara y otras heridas, y preparáronle muy ricamente la comida, y mandó el señor rey que fuese bien curado.

Aquel día descansaron todos en las tiendas, en el campo, y las gentes levantaron el campo, que no hubo ninguno que no hubiese obtenido un sinfín de ganancias. Por la noche, el señor rey, con toda su hueste, alegres y satisfechos, y con el príncipe y los otros prisioneros, entraron en Trápani, y allí estuvieron cuatro días. Después el señor rey mandó que el príncipe fuese conducido al castillo de Cefalú, y que allí fuese bien guardado y bien curado; y a los otros prisioneros, ricoshombres, les hizo igualmente repartir por los castillos, y los encomendó a distintos caballeros. Tal como lo mandó así fue cumplido; que haciendo pocas jornadas el príncipe fue conducido a Cefalú, y allí quedó dispuesta una guardia como correspondía a tal señor. Y, cuando todo esto estuvo hecho, el señor rey y los caballeros, cada uno en su puesto, volviéronse a la frontera.

Y así he de dejar de hablaros de él y volveré a hablar del duque y del rey Carlos.

193. Ayuda de Francia y de la Iglesia al rey de Nápoles

Cuando el duque supo la prisión de su hermano y el desastre que había ocurrido, podéis pensar cómo quedó de disgustado; y el rey Carlos más que todos los demás. Todas las principales casas de Nápoles quedaron huérfanas de señor; y el mismo papa, cuando lo supo, quedó muy dolido, y si antes no dijo nada cuando conoció la muerte de los caballeros de la muerte, ahora habló por dos veces, pues dijo que daba por agotado el tesoro de San Pedro con este rey Federico, que no quería la paz. De manera que mandó un cardenal a Francia, con mensajeros del rey Carlos, que igualmente iban para rogar al rey de Francia para que mandase a su hermano, micer Carlos, a Sicilia en ayuda del duque; que si no lo hacía que se diese cuenta que el duque tenía que hacer de dos cosas una: o tenía que abandonar todo lo que tenía en Sicilia, o tenía que quedar prisionero o muerto; y que el papa se ofrecía a darle a micer Carlos, del tesoro de la Iglesia, aquel sueldo que a él pluguiera, y a todos los caballeros que trajera; y rogóle que, si podía, vinieran cinco mil caballeros con él, que él les abastecería de moneda.

A ese tenor fueron a Francia los mensajeros del rey Carlos y el cardenal, y expusieron los hechos ante el rey de Francia y los doce pares. Al fin acordaron que de ningún modo el rey Carlos fuese abandonado, ni sus hijos, por la casa de Francia, y que la vergüenza y el daño del rey Carlos más afectaba a la casa de Francia que a ninguna otra. Y os digo que fue bueno el consejo; porque si lo mismo hacían los otros reyes del mundo, que ayudasen a los que de sus casas habían salido, mejor les valdría y más temidos serían que no lo son cuando les desamparan. De modo que fue acordado que micer Carlos, en persona, viniese y se proveyera de ricoshombres y de tantos caballeros como le pluguiera, que todo lo pagaría la Iglesia.

Micer Carlos emprendió gustoso el viaje, que, si quisiera, habría podido evitar, pues le bastaba con recordar que había aceptado la donación del reino de Aragón, contra el señor rey Don Pedro, su tío; de modo que emprender ahora el viaje contra el rey de Sicilia, que era su primo hermano, muy mal le debió parecer. Por tales faltas de sentido, cada uno puede ver cómo ocurren los hechos, pues desde hace cien años la casa de Francia no hace nada que redunde en su honor, antes les ha recaído un total deshonor; y así ocurre siempre con todos los que no van de acuerdo con la verdad y la justicia.

Ahora os dejaré de hablar de micer Carlos de Francia, que va buscando la gente que con él debe pasar a Sicilia, y he de volver a hablaros de un hombre valiente, de humilde condición, que, por su valentía, subió, en poco tiempo, a más que ningún otro hombre que antes hubiese nacido. Por esto quiero hablaros de él, en este caso, pues todas las hazañas que en adelante seguirán fueron muy maravillosas y de gran importancia, y todas son reputadas, y así debe ser, a la casa de Aragón. Y como, en parte, ésta es la causa por la cual me he decidido a hacer este libro, he de contaros las grandes maravillas que por él se realizaron y las grandes victorias que catalanes y aragoneses obtuvieron en Romanía, que allí fue su principio. De cuyas maravillas nadie podría contar la verdad como yo lo hago, pues estuve en Sicilia, durante su prosperidad, como procurador general suyo, e intervine en todos los más importantes asuntos que emprendió, por mar y por tierra, de modo que cada uno de vosotros debe creerme.

194. Roger de Flor

Lo cierto es que el emperador Federico tuvo un halconero que era de Alemania y se llamaba Ricardo de Flor[51] y era una excelente persona. Diole por esposa, en la ciudad de Brindisi, una doncella, hija de un hombre honrado de la ciudad, que era ricohombre; de modo que entre lo que le dio el emperador y lo que obtuvo por su esposa fue un muy ricohombre. De aquella esposa tuvo dos hijos, el mayor, que tuvo por nombre Jacóme de Flor, y el otro, el menor, que tuvo por nombre Roger de Flor. En el tiempo en que Conradino vino al reino, el mayor de éstos no tenía cuatro años, y el llamado Roger no tenía más de uno; y su padre, que era bueno en armas, quiso estar en la batalla de Conradino contra el rey Carlos, y en ella murió. Cuando el rey Carlos tuvo el reino, cogió todo lo que fuese de alguien que hubiese sido de la familia del emperador o del rey Manfredo, de manera que a estos muchachos y a su madre sólo les quedó lo que ella había aportado en dote, pues de todo lo demás fueron desheredados.

En aquellos tiempos las naves de las órdenes del Temple y del Hospital iban a parar a Brindisi, y allí venían también a invernar las de Pulla, que querían sacar del reino peregrinos o víveres, y las Ordenes tenían por todas partes grandes posesiones, tanto en Brindisi como en Pulla, como por todo el reino. De modo que las naves que invernaban en Brindisi cargaban por la primavera, para ir a Acre, llevando peregrinos, o aceite y vino y toda clase de grasas y trigo. Seguro que es el lugar mejor preparado para el pasaje a Ultramar de que pueda disponer ningún cristiano, y la tierra mejor colmada de toda suerte de dones, bastante cercana de Roma, y el mejor puerto del mundo, siendo la ciudad muy hermosa, pues sus casas bordean todo el puerto y penetran hasta el mar.

Tiempo más adelante, cuando este chico Roger tendría cerca de los veinte años, ocurrió que un prohombre del Temple, que era hermano sargento y se llamaba hermano Vassall, había nacido en Marsella y era comandante de una de las naves del Temple y buen marinero; y ocurrió que un invierno vino a invernar a Brindisi con la nave y la hizo lastrar para que la repararan. Y mientras hacía reparar la nave, aquel muchacho Rogeró iba por la nave y por la jarcia muy ligeramente, como si fuese un mono; y todos los días estaba con ellos, ya que el albergue de su madre estaba cerca de allí, donde la nave estaba lastrada. Aquel prohombre, el hermano Vassall, le encantaba tanto aquel muchacho Rogeró que lo quería tanto como a un hijo; y pidiólo a la madre y le dijo que, si se lo entregaba, pondría todo su esfuerzo para que fuese un buen hombre del Temple; y la madre, como le parecía un excelente sujeto, se lo entregó con agrado y él recibiólo. Y salió el más experto mozo de mar, que hacía maravillas encaramándose y en todos los ejercicios, tanto que cuando tuvo quince años era reputado como uno de los mejores marinos del mundo, tanto como persona como en cuestiones de marinería, de modo que aquel prohombre, hermano Vassall, le dejaba hacer en la nave todo cuanto quería.

El maestre del Temple, viéndole tan bueno y atrevido, diole el manto y le hizo hermano sargento del Temple; y al poco tiempo de haberle hecho hermano, el Temple compró a los genoveses la mejor nave que se hiciera en aquellos tiempos, y que tenía por nombre «El Halcón», y entrególa a ese hermano Roger de Flor. En esta nave navegó mucho tiempo, dando pruebas de su conocimiento y gran valor, tanto que cuando estaba en Acre, el Temple la apreciaba más que todas las otras naves que tenía, pues todas juntas no les servían tanto como esta sola, y había que admitir que este hermano Roger era el hombre más generoso que jamás haya nacido, que sólo podía ser comparado con un joven rey, pues todo cuanto ganaba lo daba y repartía a los honrados caballeros del Temple y a muchos amigos que se sabía ganar.

En aquel tiempo se perdió Acre, y él, que estaba en el puerto con la nave, sacó a muchas mujeres y doncellas, con gran tesoro y muy buena gente. Y luego, de allí mismo, llevó gente a Montpelegrin, de modo que en aquel viaje ganó una infinidad; y cuando desarmó, dio gran parte al maestre y a todos los que tenían poder en el Temple; y cuando hubo hecho esto, hubo envidiosos que le acusaron ante el maestre, diciendo que tenía un gran tesoro que le había quedado del negocio de Acre; de manera que el maestre se apoderó de cuanto botín encontró que fuera de él, y luego quiso apoderarse de su persona. Él lo supo, y abandonó la nave en el puerto de Marsella, y vínose a Génova, y aquí encontró a micer Tisino de Oria y otros amigos que se había sabido ganar, y les pidió tanto prestado que pudo comprarse una buena galera, que llevaba el nombre de «La Oliveta», y la armó muy bien.

Con la galera se vino a Catania para ver al duque, y ofrecérsele para la guerra, tanto con la galera como con las personas. El duque no le acogió bien, ni de hecho ni de palabra, y así pasaron tres días sin que pudiera obtener una buena contestación. Al cuarto día, compareció de nuevo ante él, y le dijo:

—Señor, veo que no os place que yo entre a vuestro servicio, de modo que quedad con Dios, que yo iré a buscar otro señor a quien le agrade.

El duque contestóle que se fuera en buena hora, y enseguida embarcó y se vino a Mesina, donde encontró al señor rey Federico, y compareció ante él y se le ofreció, como había hecho con el duque El señor rey acogióle muy amablemente, y le dio las gracias por el ofrecimiento, y enseguida lo hizo de su casa y le asignó ración buena y honrada. Él le rindió su homenaje, al igual que cuantos con él habían venido.

El hermano Roger, que vio la buena y honrada acogida que el señor rey le había hecho, se dio por muy satisfecho; y cuando hubo estado ocho días con el señor rey y hubo refrescado a su gente, se despidió del señor rey y se dirigió hacia Polla; y apresó una nave cargada de víveres del rey Carlos, que iba a Catania para el duque, y metió gente de la galera en la nave y los de la nave en la galera y mandó la nave a Siracusa, pues se trataba de una nave de tres cubiertas cargada de trigo y otros víveres. Después apresó por lo menos diez taridas, igualmente cargadas de víveres que el rey Carlos remitía al duque; y con aquellas taridas él se vino a Siracusa, donde había gran necesidad de víveres; y con la misma galera llegó también al castillo de Agosta.

¿Qué os diré? Con aquella presa abasteció Siracusa y el castillo de Agosta y Lentini y todos los demás lugares que estaban del lado del señor rey, como era Vola y otros lugares. Y pensó en vender los víveres en un gran mercado de Siracusa y mandó también a Mesina; y con el dinero pagaba a los soldados que estaban en los castillos de Siracusa, y en la ciudad, y en Agosta y en Lentini y en otros lugares; de manera que a todos pagó, quien con dinero quien con víveres para seis meses; y de este modo lo abasteció todo. Cuando todo esto estuvo hecho, cobráronle todavía ganancias, pues había logrado más de ocho mil onzas; y vínose a Mesina, y mandó al señor rey mil onzas Carolinas y pagó a los soldados que estaban con el conde de Esquilaix en Reggio, y en Calana, y en la Mota, y en el castillo de Santa Ágata, y en Pie de Datil, y en la Amandolea y en Giraix, eso es, a saber, en dinero o en víveres y también para seis meses.

Luego armó cuatro galeras, además de la suya, que tomó de las atarazanas; y cuando hubo armado las galeras salió otra vez hacia Pulla y tomó en Otrento la nave de Don Berenguer Samuntada, de Barcelona, que iba cargada de trigo del rey Carlos (gran nave de tres cubiertas que el rey Carlos mandaba a Catania), y le puso tripulación y la mandó a Mesina, proporcionando gran abundancia a la ciudad con otras naves y leños que tomó y mandó igualmente cargadas de víveres, y que fueron más de treinta; de manera que era una infinidad lo que él ganaba, y el bien que hacía a Mesina y a Reggio y a toda la comarca, que fue algo muy grande.

Cuando hubo hecho todo esto compró unas cincuenta caballerías buenas, y cabalgó a escuderos catalanes y aragoneses que recibió en su compañía, y puso diez caballeros catalanes y aragoneses en su casa, y con mucho dinero fue allí donde el señor rey estaba, y lo encontró en Piazza; y allí le entregó más de mil onzas en dinero, y dio a Don Blasco y a Don Guillermo Galcerán y a Don Berenguer de Entenza, más que a nadie, y se les acercó con tanto afecto que se hicieron como hermanos y decidieron que todo cuanto hubiesen fuese común entre ellos.

¿Qué os diré? No hubo ricohombre ni caballero que no apreciase sus dotes. En todos los castillos donde llegaba pagaba a los soldados de seis meses, y así robusteció al señor rey y refrescó a su gente de tal forma que lograba que cada uno valiera por dos.

El señor rey, que vio su bondad, le hizo vicealmirante de Sicilia y le hizo de su consejo, y le dio el castillo de Trip y el castillo de la Licata y las rentas de Malta.

El hermano Roger, viendo cuánto honor el rey le había dispensado, dejóle su compañía de a caballo, y dejó como principales a dos caballeros, uno de los cuales se llamaba Don Berenguer de Montroig y el otro micer Roger de la Macina, y dejóles dinero para subvenirse. Y él se despidió del señor rey y vínose a Mesina, y armó cinco galeras y un leño, y pensó batir todo el Principado, y Playa Romana, y la ribera de Pisa, y de Génova, y de Provenza, y Cataluña, y España, y Berbería. Y todo cuanto encontraba de amigos y enemigos, que fuese moneda y buen botín que pudiese meter en las galeras, lo tomaba; y a los amigos les daba carta de débito y les decía que cuando hubiese paz les pagaría; y de los enemigos tomaba también todo lo bueno que encontraba, y dejábales los leños y las personas, pues a ninguna persona hacía daño, de modo que todos se iban satisfechos. Fue tal que en aquel viaje ganó un sinfín de oro y plata, y buenas ropas, tanto como las galeras pudieron llevar; y así, con aquella ganancia, volvióse a Sicilia, donde todos los soldados, tanto de a caballo como de a pie, le esperaban como los judíos esperan al Mesías.

Cuando estuvo en Trápani oyó decir que el duque había atacado Mesina y la tenía sitiada por mar; vínose a Siracusa, y aquí desarmó. Pero si grande era la confianza con que le esperaban los soldados, no fue menos grande la forma como trató de socorrerles, pues a todos cuantos encontraba, ya fuese de a caballo como de a pie, como guardias de castillos y tanto en Sicilia como en Calabria, a todos pagó por seis meses, y por esto todos los soldados sentían tanta voluntad que cada uno valía por dos. Y luego mandó que viniera su compañía, e igualmente la pagó, y mandó al señor rey gran refresco de dinero, al igual que a todos los ricoshombres.

195. Sitio de Mesina

La verdad es que el duque supo que en Mesina no había muchos víveres y pensó que podría acosarla, para lo cual él, con su hueste, se fue a la Gatuna y dejó aquí la escuadra para que ningún leño ni barca pudiese entrar con trigo a Mesina ni a Reggio, de modo que así podía mantener dos sitios a un tiempo y rodear Mesina para que por tierra no le pudiese llegar socorro, puesto que estaban en su poder Millas, y Montforte, y Castelló, y Francavilla, y Jais y Catania. De modo que ordenó las fronteras y dejó fuerzas en Catania, Paterno, Adernó, Tseró y en otros lugares, y se vino a Mesina con toda la escuadra, formada por más de cien galeras, y tomó tierra en Rocamadore. Luego vínose a Borgo, donde se hace el mercado, y lo destruyó y quemó; y se fue después a las atarazanas, y quemó dos galeras, y dejó las demás porque se defendieron.

¿Qué os diré? Todos los días nos daba una gran batalla, y bien puedo yo decirlo, puesto que estuve dentro del sitio desde el primer día hasta el último y tenía bajo mi condestablía desde la torre de Santa Clara hasta el palacio del señor rey; y seguramente pasábamos más apuros que en ningún otro sitio de la ciudad, porque ¿qué os diré?; nos daban mucho quehacer, tanto por tierra como por mar.

El señor rey de Sicilia mandó prevenir a Don Blasco y al conde Galcerán, y con setecientos hombres de a caballo, con el escudo a cuestas y dos mil almogávares, les mandó para que socorrieran Mesina; y ellos venían con el propósito de no entrar en Mesina hasta que se hubiesen combatido con el duque; y no creáis que dejaran de hacerlo, pues con tal ánimo venían. Cuando estuvieron en Trip, nos mandaron decir que por la mañana, al despuntar el alba, estarían en frente de Mesina, y que nosotros atacáramos por un lado a la hueste del duque, que ellos lo harían por el lado contrario.

De modo que nosotros nos preparamos muy contentos a salir por la mañana y atacar. Por la noche, el duque, que lo supo, mandó que todos se retiraran a Calabria, y no quedó ni uno, aparte algunas tiendas que no pudieron llevarse porque les alcanzó el día. Con el alba, Don Blasco y el conde, con toda la compañía en orden de batalla, subieron a la montaña para atacar Matagrifó; y los de la ciudad, cuando estuvieron preparados para salir y miraron, no encontraron a nadie, pues todos habían pasado a Calabria y a la Gatuna, donde se aposentaron.

Así Don Blasco y el conde Galcerán, con aquella compañía, entraron en Mesina, y quedaron muy disgustados al no encontrar batalla; tanto que Don Eixiverre de Josa, que llevaba la bandera del conde Galcerán, les mandó a la Gatuna un juglar con unas coplas, en las que les hacía saber que estaban preparados y que, si querían volver a Mesina, les dejarían tomar tierra a salvo, y después les combatirían. Pero nada de eso quisieron hacer, pues temían a estos dos ricoshombres más que a nadie en el mundo; y hacían bien, pues eran muy buenos caballeros y de gran valor, vencedores de muchas batallas.

196. Aprovisionamiento de Roger de Flor

Duró tanto el sitio que Mesina se vio en el caso de tener que ser abandonada por hambre, y aunque el señor rey entró dos veces y en cada una se trajo más de diez mil acémilas cargadas de trigo y harina y mucho ganado, esto no era nada, pues el trigo que viene por tierra poco monta, pues la caballería y la gente que les acompaña, cuando se vuelven, ya se han comido una gran parte. De modo que la ciudad estaba muy apurada.

Cuando supo esto el hermano Roger, tenía seis galeras en Siracusa, y compró cuatro que estaban entre Palermo y Trápani, que eran de los genoveses, y así se hizo con diez galeras. Cargólas en Xaca de trigo y vínose a Siracusa, en espera de que arreciara el viento de jaloque o del sur. Cuando llegó, la tempestad arreció tan fuerte que todo el mar parecía de sangre, y nadie se atreviera a intentarlo como no fuera tan buen marinero como él era, que puso vela a Siracusa, cuando hubo dado parte de la noche al descanso, y al alba del día estaba en Boca de Far; y en Boca de Far hizo la maravilla del mundo, pues nada aguanta cuando hay tempestad de jaloque o del sur, ya que las corrientes son tan fuertes y el mar tan embravecido que nada puede resistir.

Él, con su galera por delante, pensó entrar con los arrimones y bastardos ferrados; y cuando las galeras del duque las vieron, todos empezaron a silbar y quisieron levar anclas y no pudieron; y de este modo las diez galeras del hermano Roger entraron en Mesina a salvo y seguras, pero no había ni un hombre que tuviese seco ni un hilo de su ropa.

En cuanto estuvo en Mesina, hizo pregonar el trigo a treinta tarines la salma, cuando a él le costaba a más de cuarenta con los gastos, y pudo venderlo a diez onzas la salma si hubiese querido.

Así Mesina quedó aprovisionada y, al día siguiente, el duque levantó el sitio y volvióse a Catania.

Esto os dará a entender que los señores del mundo no deben despreciar a nadie, pues ahí veis a este gentilhombre que tan buen servicio prestó al rey de Sicilia, que, por su cortesía, le dio buena acogida, y cuánto perjuicio causó al duque por la mala acogida que le hizo.

197. Sitio de Xaca

El levantamiento del sitio de Mesina causó gran gozo y alegría a toda Sicilia y a toda Calabria, al igual que al señor rey y a todos los barones. El rey Carlos y el papa estuvieron con gran recelo y con mucho miedo de que allí se perdiera el duque y cuantos con él estaban, e inmediatamente decidieron mandar apremiantes mensajes a micer Carlos para que decidiera venir, y éste vino a Nápoles trayendo más de cuatro mil caballeros pagados por el papa.

Cuando estuvo en Nápoles, pensó en armar las galeras que el duque le había mandado junto con otras que ya estaban en Nápoles y que el rey Carlos había hecho aparejar, y con leños y taridas vino a tomar tierra en Térmens; y de Térmens, el duque, con toda su hueste, vino a Catania, y allí hicieron una gran fiesta. Como buen comienzo, prodújose en Térmens una reyerta entre latinos, provenzales y franceses, en la que murieron más de tres mil personas.

Partieron de Térmens y fueron a sitiar la villa de Xaca, que está en la costa exterior y que seguramente es la villa más débil y la menos fuerte de Sicilia; y estuvieron mucho tiempo atacándola con trabucos; y puedo aseguraros que si el rey de Aragón la sitiara, mucho habría de sentir si en un mes no la lograra de grado o a la fuerza: y ellos nada pudieron hacer.

Por donde más estrecho se mantenía el sitio, una noche entró por la costa un caballero de Peralada, llamado Don Simón de Vallgornera, con más de doscientos hombres de a caballo, entre catalanes y aragoneses, y muchos de a pie; y una vez estuvieron dentro del lugar se portaron de tal manera que poco se preocupaban del sitio, sino que les causaban mucho daño.

¿Qué os diré? El sitio duró tanto que micer Carlos y el duque perdieron todos cuantos caballos tenían, por enfermedad, y gran parte de la gente, de manera que, entre todos, no pudieron reunir más de quinientos hombres de a caballo.

198. Paz de Calatabellota

El señor rey Federico estaba con todo su poder a una legua de distancia en un lugar llamado Calatabellota; y allí estaban con él el conde Galcerán con su compañía y Don Hugo de Ampurias, el conde de Esquilaix, y Don Blasco, y Don Berenguer de Entenza, y Don Guillermo Ramón de Moncada, y Don Sancho de Aragón, hermano del señor rey; y el hermano Roger, y micer Mateo de Térmens, y micer Conrado Lanza, y muchos otros ricoshombres y caballeros que todos los días, a voz en grito, decían al señor rey:

—Señor, vayamos a Xaca y prendamos a micer Carlos y al duque, que es cosa segura que se puede hacer sin riesgo.

Y el señor rey decía:

—Barones, ¿no sabéis acaso que el rey de Francia es primo hermano nuestro y micer Carlos lo es igualmente? Entonces, ¿cómo podéis aconsejarme que vaya a prender a micer Carlos? Estamos seguros que está en nuestra mano; pero Dios no quiera que nos hagamos tal deshonor a la casa de Francia, ni a él, que es primo hermano nuestro, que si ahora está en contra nuestra, en otra ocasión, por ventura, estará con nosotros.

De manera que de ningún modo le podían convencer.

¿Qué os diré? Micer Carlos llegó a saberlo, y cuando lo supo, pensó y dijo:

—¡Ay, Dios! ¡Cuan dulce es la sangre de esta casa de Aragón! Que bien recuerdo que el rey Felipe mi hermano y yo hubiésemos muerto en Cataluña si el rey Pedro, nuestro tío, lo hubiese querido; y hubiese sido puesto en razón que lo quisiera, por lo que nosotros le estábamos haciendo.

Y asimismo me parece que el rey Federico, su hijo, se porta conmigo, pues estoy seguro de que en sus manos está el habernos muerto o hecho prisionero, y es por cortesía y por derecho de naturaleza que su corazón no puede sufrirlo. Y por esto fue grande el error de que yo viniera contra él, pues tal es la bondad suya y tal nuestra maldad, que es conveniente que parta de Sicilia en cuanto se haya hecho la paz entre él y la santa Iglesia y el rey Carlos.

Y la verdad es que todo estaba en su mano, pues tenía poderes del papa para que mucho o poco, tanto en la guerra como en la paz, cuanto hiciera sería confirmado por la santa Iglesia; y parecidos poderes tenía del rey Carlos.

Por lo que mandó, desde luego, sus mensajeros a Calatabellota, y pidió una entrevista con el señor rey, que se celebraría entre Calatabellota y Xaca. La entrevista fue acordada, y decidido el día de su celebración, fueron cada uno de ellos, y se abrazaron y besaron. Todo aquel día estuvieron los dos solos en parlamento; y después, por la noche, volviéronse cada uno a su lugar y dejaron las tiendas paradas para el día siguiente. Al día siguiente por la mañana ya estaban aquí.

¿Qué os diré? Los dos solos trataron de la paz, y después intervinieron el duque y aquellos que les plugo; y la paz fue hecha. El rey Carlos dejaba la isla al rey Federico, y le daba por esposa a su hija mi señora Leonor, que era y es todavía de las más inteligentes criaturas que en el mundo haya, aparte tan sólo mi señora Blanca, su hermana, reina de Aragón; y el señor rey le cedía cuanto tenía en Calabria y en todo el reino. Esto fue firmado por cada una de las partes, levantándose por tanto el entredicho de Sicilia, de lo que por todo el reino se tuvo el mayor gozo.

Enseguida se levantó el sitio de Xaca, y micer Carlos y sus gentes se fueron por tierra a Mesina, y en cada lugar fueron bien acogidos. El duque desamparó Catania y todos los demás lugares que tenía en Sicilia; y viniéronse todos a Mesina, y el señor rey hizo otro tanto. El señor rey hizo grandes honores a micer Carlos, e hizo venir al príncipe de Cefalú y lo devolvió a micer Carlos; y entonces se despidieron del señor rey, y fuéronse por Calabria, que el señor rey les devolvió.

Y al poco tiempo el rey Carlos mandó a mi señora la infanta, muy honorablemente, a Mesina, donde el señor rey la recibió con gran solemnidad; y aquí, en Mesina, en la iglesia de mi señora Santa María la Nueva, el señor rey la tomó por esposa. Y aquel día se levantó el entredicho por toda la tierra, por un legado arzobispo que vino de parte del papa, y fueron perdonados a todo el mundo todos los pecados que en la guerra hubiesen cometido. Y aquel día le fue colocada a mi señora la reina la corona en las sienes, y se celebró en Mesina la mayor fiesta como jamás se hubiese hecho.

199. Proyectos de Roger de Flor

Mientras se celebraba aquella fiesta, en la que todo el mundo participaba, el hermano Roger estaba absorto en una profunda reflexión; tanto que parecía testarudo cuando, en realidad, era el mejor previsor del porvenir.

Y se dijo:

—Este señor se ha acabado, y lo mismo va a ocurrir con los catalanes y aragoneses que le han servido a los que él nada podrá ofrecer, cosa que le ha de causar gran embarazo. Y esta gente es igual que todo el mundo, que no pueden vivir sin comer; de modo que al no recibir nada del rey se desmandarán a la fuerza y acabarán por destruir toda la tierra e irán muriendo por partidas. De modo que es menester que, puesto que tanto has servido a este señor que tantos honores te ha otorgado, le quites esta gente de encima, para honra de aquél y provecho de todos.

Lo mismo pensó de sí mismo: que no le convenía quedarse en Sicilia, ya que, puesto que el señor rey había hecho la paz con la Iglesia, con lo mal que le querían el rey Carlos y el duque, querrían entregarlo al maestre del Temple, y el rey tendría que hacer de dos cosas una: u obedecer al papa y entregarle, o volver a estar en guerra con la Iglesia, y él no quería que, por su culpa, tuviese el rey que sufrir tan gran afrenta.

Cuando hubo reflexionado sobre estas cosas ciertas, fuese a encontrar al rey y le hizo entrar en una cámara y le expuso todo cuanto había pensado. Y cuando se lo hubo dicho, añadió:

—He pensado, señor, que si vos me ayudáis, puedo dar solución a este asunto, que os convenga a vos y a cuantos os han servido, y a mí mismo.

Dijo el señor rey que mucho le complacía y que le agradecía mucho cuanto había pensado, y que le rogaba que lo intentara en forma tal que él no sufriera desdoro y que redundase en provecho de aquellos que le habían servido, y que él estaba dispuesto y preparado para prestarle toda la ayuda que pudiese.

—Entonces, señor —dijo el hermano Roger—, con vuestra licencia mandaré dos caballeros con una galera armada al emperador de Constantinopla, haciéndole saber que estoy dispuesto a ir, con todas mis fuerzas de a caballo y de a pie, cuando él quiera, todos catalanes y aragoneses, y que nos dé acogida a sueldo. Yo sé que tiene gran necesidad de este socorro, pues los turcos le han quitado más de treinta jornadas de sus tierras; y él en nadie confiaría tanto como en los catalanes y aragoneses, mayormente en éstos, que han llevado a cabo esta guerra contra el rey Carlos.

Y el señor rey respondióle:

—Hermano Roger, vos sabéis de estas cosas mucho más que nos; pero nos parece que vuestra idea es acertada. De manera que disponed lo que os plazca, que de todo cuanto ordenéis nos daremos por satisfechos.

Después de esto, el hermano Roger besó la mano al señor rey, y, despidiéndose de él, fuese a su posada y pasó todo aquel día arreglando sus asuntos. Y el señor rey y todos los demás seguían solazándose y divirtiéndose en la fiesta.

Al día siguiente, el hermano Roger mandó preparar una galera y eligió dos caballeros en los que confiaba y les expuso todo cuanto había pensado. Les dijo, además, que en todas las formas tratasen que él recibiera por esposa a la sobrina del emperador, hija del emperador de Lantzara; y además que fuese nombrado megaduque del imperio, y que el emperador diese paga de cuatro meses a todos cuantos él llevaría, a razón de cuatro onzas al mes de sueldo por cada caballero armado y una onza por cada hombre de a pie, y que con aquellos sueldos los mantuviera todo el tiempo que quisieran estar; y que la paga debían encontrarla en Malvasía.

Sobre todas estas cosas les dio capítulos, tanto sobre estos extremos como sobre cuanto debían hacer; y todo esto lo sé yo porque fui yo mismo quien fue a ordenar y dictar los referidos capítulos.

Dioles poder con procuración bastante para que sobre todas estas cosas pudiesen firmar por él, tanto respecto al matrimonio como sobre los demás extremos. Indudablemente, los caballeros eran buenos y sabios, y una vez entendida la forma, pocos capítulos fueron bastantes, y todo quedó puesto en orden. De modo que, en cuanto fueron despachados, se despidieron del hermano Roger y fuéronse a ver al emperador.

Cuando hubieron salido de Mesina, el hermano Roger, que daba la cosa por hecha (por el hecho de que él tenía gran renombre en la casa del emperador desde aquellos tiempos en que mandaba la nave del Temple que llevaba el nombre de «El Halcón», que había dado mucha satisfacción a las naves del emperador que encontraba por Ultramar, y sabía hablar griego muy correctamente, y tenía también la mejor fama en Romanía y en todo el mundo por la ayuda que tan lealmente había prestado al señor rey de Sicilia), preocupóse de su compañía, de manera que, finalmente, Don Berenguer de Entenza, que era con él hermano jurado, le prometió que le seguiría, al igual que Don Fernando Eixemenis de Arenós, y Don Fernando de Aunés, y Don Corberán de Alet, y Don Martín de Logran, y Don Pedro de Eros, y Don Bernardo de Rocafort, y además muchos otros caballeros catalanes y aragoneses, y de entre los almogávares, más de cuatro mil, todos buenos, que desde el tiempo del señor rey Don Pedro hasta ahora habían hecho la guerra de Sicilia. De modo que estuvo muy alegre, y entretanto no cesaba de darles prisa.

Tan rápida fue la galera que en poco tiempo estuvo en Constantinopla, donde encontró al emperador, xor[52] Andrónico, y a su hijo mayor, xor Miqueli. Cuando el emperador hubo oído el mensaje, estuvo muy alegre y satisfecho, y acogió bien a los mensajeros, y finalmente los asuntos se resolvieron tal como el hermano Roger había dictado: que el emperador accedió a que el hermano Roger tuviese por esposa a su sobrina, la hija del emperador de Lantzara, y de inmediato lo firmó, por el hermano Roger, uno de los caballeros, y también accedió a que toda la compañía que trajera el hermano Roger estuviese a sueldo del emperador, a cuatro onzas al mes por caballo armado y dos onzas por caballo alforrado, y una onza por hombre de a pie, y cuatro onzas al cómitre, y una onza el piloto, y veinte tarines el ballestero, y veinticinco tarines el proel, y que fuesen pagados de cuatro en cuatro meses; y que en todo momento, si hubiese alguno que quisiera volverse a poniente, que pudiera hacerlo y fuese pagado, y luego se pudiese volver, y tuviera la paga de dos meses como despido; y que el hermano Roger fuese el megaduque de todo el imperio, cuyo oficio vale tanto como decir gran príncipe, señor de todos los soldados del reino, con autoridad sobre el almirante, y que todas las islas de Romania le están sometidas, al igual que los puestos de las costas.

De este título de megaduque mandó privilegio con bula de oro firmado por él y por sus hijos y por el hermano Roger. Y le mandó la vara del megaducado, y la bandera y el capelo, pues todos los oficios de Romania tienen su capelo propio, y nadie se atreve a llevar ningún capelo a ellos parecido.

Asimismo otorgó que en Malvasía encontrarían repuesto de paga y todo cuanto hubiesen menester cuando vendrían.

200. Regreso de los mensajeros

Con todas las garantías de cumplimiento volvieron a Sicilia los mensajeros contentos y satisfechos, y encontraron al hermano Roger en la Licata, y le contaron cuanto habían hecho, entregándole los privilegios de todo, y la vara del megaducado y la bandera, el capelo y el sello. El hermano Roger acogió a los mensajeros con gran alegría y satisfacción, y recibió el megaducato, y de ahora en adelante será llamado «megaduque».

Cuando el megaduque hubo recibido todas estas cosas, se fue a encontrar al señor rey, que se encontraba en Palermo con mi señora la reina, y le contó lo hecho El señor rey se puso muy alegre, y de inmediato mandó entregar al megaduque diez galeras de las atarazanas y dos leños, y se las hizo reparar y aparejar. El megaduque tenía ya sus ocho, y de este modo tuvo dieciocho galeras y dos leños, y además fletó tres naves grandes y muchas taridas y otros leños. Y mandó pregonar por todas partes que quien con él quisiera ir viniese a Mesina, y el señor rey socorrió a todos de cuanto le fue posible en dinero, y dio a cada persona, tanto hombre, como mujer, como niño, que con el megaduque se fuera, tanto si era aragonés como catalán, un quintal de bizcocho y diez piezas de queso, y entre cuatro, un cerdo de carne salada, y ajos y cebollas.