Al volver el señor rey de Peralada, dio instrucciones a todo el mundo y cada cual se volvió a su puesto; pero el señor rey, al ver que no podía combatir con sus enemigos, organizó un torneo en Figueras, y al torneo fueron cuatrocientos caballeros, a saber; doscientos caballeros de parte del señor rey y otros doscientos que estaban con Don Gilaberto de Castellnou y con el vizconde de Rocaberti, que eran jefes de la otra parte. Celebróse de este modo la más hermosa fiesta y el mejor hecho de armas que en ningún torneo se hiciera desde los tiempos del rey Artús.
Cuando esta fiesta terminó, el señor rey volvióse a Barcelona, y en Barcelona hubieseis visto, todos los días, tablas redondas, torneos, ejercicios de armas, justas y solaz y alegría, de modo que todo el país iba de gozo en gozo y de baile en baile.
Mientras se entretenían con estos juegos, micer Bonifacio de Calamandrana vino a ver al señor rey con un mensaje del papa y otro del rey de Francia, en los que le requerían para que hiciera las paces y diciéndole que querían ver al rey Carlos, que estaba en su prisión, y proponiéndole la celebración del matrimonio entre él y la hija del rey Carlos.
Estaban en estos tratos cuando llegó a Barcelona micer Juan de Agrilli de parte del rey Eduardo de Inglaterra, que le proponía que se acercara más a él a base de otro matrimonio, eso es: que el señor rey de Aragón tomase a su hija por esposa, y en cambio él mediaría entre él y la santa Iglesia de Roma y el rey de Francia y el rey Carlos para que hicieran las paces con él. ¿Qué os diré? Que cuando micer Bonifacio tuvo noticia del mensaje que micer Juan de Agrilli había traído y micer Juan conoció el suyo, se convinieron los dos y se aunaron; pero como micer Bonifacio se dio cuenta de que el señor rey prefería el acercamiento con el rey de Inglaterra mejor que con el rey Carlos, pensó que por aquel lado podían tener la paz y sacar al rey Carlos de la prisión mejor que por ningún otro, y así se dispuso, junto con micer Juan de Agrilli, a tratar del matrimonio con la hija del rey de Inglaterra. ¿Qué otras novedades podría contaros? Los tratos se llevaron de muy distintos modos, de manera que sería muy largo escribirlo. Finalmente, micer Bonifacio y micer Juan de Agrilli se pusieron de acuerdo en que micer Bonifacio se volviera a ver al papa y al rey de Francia y micer Juan al rey de Inglaterra, y que cada uno diese cuenta de lo que habían tratado de hacer y que a una fecha fija se encontrasen juntos en Tolosa para saber la respuesta de cada uno de aquéllos. Y de ese modo se despidieron del señor rey de Aragón y cada uno se fue, como habían acordado.
Ahora dejaré de hablar de los mensajeros, que se van cada uno por su camino, y volveré a hablar del señor rey de Sicilia.
Cuando el almirante volvió a Mesina, como ya habéis oído, mandó reparar todas las galeras, y un día, el señor rey de Sicilia llamó al almirante y a todo su consejo y dijo:
—Barones: nos hemos pensado que sería bueno que armásemos ochenta galeras y que nos, con mil caballos armados y treinta mil almogávares, marcháramos hacia Nápoles, y si podemos tomar la ciudad, que la tomemos, y que ejerzamos allí nuestro dominio en tanto que el rey Carlos está en prisión en Cataluña; y que si no podemos apoderarnos de Nápoles, que vayamos a sitiar Gaeta, y que si la ciudad de Gaeta podemos conquistar, sería aún mejor que si tuviéramos Nápoles.
El almirante y todos los demás alabaron mucho este proyecto del señor rey, de manera que inmediatamente ordenaron todos los preparativos. Y el almirante puso el estandarte en la tabla, y el señor rey mandó inscribir a todos aquellos que tenían que ir con él.
Cuando esto ya estuvo hecho, el señor rey convocó cortes en Mesina, y fijó la fecha en que todos los ricoshombres, caballeros y síndicos de todas las ciudades y villas de toda Sicilia y Calabria debían encontrarse en Mesina. Y cuando llegó el día, mi señora la reina vino también a Sicilia, y el señor rey, y el señor infante Don Federico; y se reunieron todos en la iglesia llamada Santa María la Nueva. Y el señor rey les exhortó y les dijo muy certeras palabras, y les contó que él pensaba ir al Principado, y que les dejaba a mi señora la reina como señora, y que les dejaba en su lugar al infante Don Federico para que pudiese, con el consejo que él le dejaba, regentar y gobernar todo el reino, y que les mandaba lo guardasen como si fuera su misma persona. Cuando hubo dicho esto y muchas otras buenas palabras que venían al caso, sentóse; y levantáronse los barones de la tierra y dijéronle que estaban dispuestos a hacer todo esto que él les mandaba, e igualmente respondieron los caballeros y ciudadanos y los hombres de las villas. Concluido esto, se separó el consejo.
A los pocos días, el señor rey pasó a Calabria con toda la gente; y luego el almirante mandó embarcar a los que iban en las galeras y en los demás leños, taridas y barcas, que llevaban los víveres y todo aquello de lo que tendrían necesidad. Cuando esto estuvo hecho, el almirante con toda la armada partió de Mesina y pasó a Calabria, al palacio de San Martín, donde estaba el señor rey con la gente que había pasado de Sicilia, y con aquellos ricoshombres, caballeros y almogávares que había hecho venir de Calabria; de manera que todos estuvieron con él a la fecha señalada. De este modo el señor rey embarcó con toda aquella gente que tenía que ir con él, y siguió la ruta del Principado con la ayuda de Dios.
Y ahora dejaré de hablar de él y volveré a hablar de sus enemigos.
Cuando sus enemigos supieron todos los grandes preparativos que se hacían en Sicilia, lo mismo imaginaban que se hacían contra Nápoles como contra Salerno, por lo cual, el conde de Artes y muchos otros barones que había en el reino que estaban a favor del rey Don Carlos vinieron con todo su poder a Nápoles y a Salerno y formaron una gran caballería junto con el papa, que mandó gran ayuda de gente y de dinero. De este modo reforzaron aquellas dos ciudades de tal modo que de ninguna manera se pudieran tomar en tanto que ellos no hubiesen perdido sus vidas.
Y ahora volveré a hablaros del señor rey de Sicilia.
Una vez embarcado, el señor rey fue visitando todos sus puestos de la costa hasta llegar a Castellabat, que se encuentra cerca de Salerno, a unas treinta millas, como antes os he dicho.
Cuando hubo visitado Castellabat tomó la ruta de Salerno, y aquí hubieseis oído el gran Via fora!, que parecía que se hundiera el mundo. Aquí el almirante dio con la popa en tierra, junto a los escollos que se hallan frente al centro de la ciudad; y allí los ballesteros, con las ballestas, causaron mucho daño. Y allí estuvieron todos aquel día y aquella noche, y al día siguiente partieron de Salerno y navegaron por toda la costa de Amalia, y el almirante desembarcó a los almogávares, que incendiaron y saquearon muchos lugares que habían sido puestos en pie después que Don Bernardo de Sarriá los había saqueado. Y partiendo de aquí, puso rumbo a Nápoles.
En Nápoles hubo gran repique de campanas y salió gran caballería, y fue una gran sorpresa la mucha gente que vino hacia el mar. A pesar de la mucha gente que había, de a caballo y de toda clase, no pudieron impedir que el almirante sacara todas cuantas naves, taridas y galeras como había en los muelles, de modo que estuvieron durante tres días frente a la ciudad, y luego siguieron la ruta de Iscle, donde el rey desembarcó y reconoció el castillo y la villa, y se apoderó de mucho después de haberlo reconocido. Luego salió de Iscle y se dirigió a Gaeta, y en Gaeta desembarcó los caballos y puso toda la gente en tierra, y sitió la ciudad por mar y por tierra, y armó cuatro trabucos, que todos los días disparaban dentro de la ciudad. Seguramente que la hubiese tomado, pero dos días antes de que él llegara habían entrado más de mil hombres a caballo del rey Carlos, de modo que aquellos aguantaron firme en la ciudad. ¿Qué os diré? El sitio se mantuvo muy fuerte, y constriñeron tanto la ciudad que los de adentro tuvieron muy mala fortuna. Además, los del señor rey de Sicilia recorrían todos los días aquella región, y entraron hasta cuatro jornadas por el interior, y hacían las correrías más reales del mundo, tanto en prisioneros como en saqueos de oro y plata que tomaban de los poblados y caseríos que asaltaban y quemaban. Tanto ganado traían, que en la hueste sólo por la piel mataban un buey, y a los corderos nada más por el hígado; de modo que había tal riqueza de carnes que era cosa maravillosa que aquella tierra pudiese proporcionar tanto ganado como aquella hueste consumía.
Y así he de dejar de hablaros del señor rey de Sicilia, que mantiene su sitio a la ciudad de Gaeta, y he de volver a hablaros del señor rey Don Alfonso de Aragón.
Cuando micer Bonifacio Calamandrana y micer Juan de Agrilli salieron de Barcelona, fuese cada uno de ellos a donde habían convenido. ¿Qué podría deciros para daros mayores detalles? Hubo tantas idas y venidas, que si al papa, que si al rey de Inglaterra, que si al rey de Aragón, que si al rey de Francia, que llevaron el asunto hasta la conclusión siguiente: que el señor rey de Aragón se viera con el rey de Inglaterra en un lugar llamado Aleró, y que está en Gascuña, y determinado día se celebró la entrevista. El rey de Inglaterra, con la reina su esposa y la infanta su hija, fueron a dicho lugar de Aleró; y lo mismo hizo el señor rey de Aragón, yendo con él el infante Don Pedro y muchos ricoshombres, y caballeros, y ciudadanos y hombres de las villas, todos muy ricamente compuestos y adornados con muy hermosos vestidos y ricos arneses; e igualmente estuvieron micer Bonifacio de Calamandrana y micer Juan de Agrilli. Fue muy grande la fiesta que el rey de Inglaterra ofreció al señor rey de Aragón, y al señor infante Don Pedro y a todas sus gentes. ¿Qué podría deciros? La fiesta, muy grande, duró más de diez días antes de que empezaran a hablar de ningún negocio. Cuando la fiesta hubo terminado, entraron en negociaciones, y finalmente, el señor rey de Aragón aceptó por esposa a la infanta, hija del rey de Inglaterra, que era la más bella y más graciosa doncella del mundo.
Hechos los esponsales, se reanudó la fiesta, mucho mayor que la que anteriormente se había celebrado. El señor rey mandó disponer un tablado muy alto, y a todas horas se lanzaban los tres palos, de manera tan extraordinaria que los ingleses y las demás gentes se maravillaban mucho, y las señoras igualmente se maravillaban. Y después, justaban, y unos hacían armas y otros tabla redonda. Por otra parte vierais danzar a los caballeros y a las damas y a veces también a los dos reyes con sus esposas y con las condesas y otras altas señoras, y el infante y los ricoshombres, por todas partes danzaban. ¿Qué os diré? Más de un mes duró aquella fiesta, y un día comía el señor rey de Aragón con el rey de Inglaterra y otro día el rey de Inglaterra con el rey de Aragón[43].
Pasada la fiesta, el señor rey de Aragón se reunió en consejo con micer Bonifacio de Calamandrana y micer Juan de Agrilli para tratar la forma cómo el rey Carlos saldría de la prisión.
Sobre esto mucho hablaron, en favor y en contra, cada una de las partes, y al fin se llegó al siguiente acuerdo: que se dieron al señor rey de Aragón cien mil marcos de plata, que el rey de Inglaterra prestó al rey Carlos, y fue ordenado que el rey Carlos saliese de la cárcel y que, dentro de cierto tiempo, habría tratado de paz entre la Iglesia, el rey de Francia y el propio rey Carlos, con el señor rey de Aragón y con el señor rey de Sicilia, y que mientras aquello se hacía, el rey Carlos pondría a sus tres hijos en la prisión en su lugar, además de veinte hijos de ricoshombres. Y de todo ello prestó garantía de cumplimiento el rey de Inglaterra.
En honor de su suegro el rey de Inglaterra, el señor rey de Aragón quiso hacer estas cosas e inmediatamente hizo salir al rey Carlos de la cárcel, y fueron muchos los que dijeron que, puesto que el rey Carlos había salido de la prisión, no metiera en ella a ninguno de sus hijos, pero los que tal decían no decían bien, pues dicho rey Carlos, que estaba en la prisión del rey de Aragón, fue y era en aquellos tiempos uno de los señores más bondadosos que hubo en el mundo, y le desagradó siempre la guerra con la casa de Aragón y era uno de los más rectos y devotos, como lo prueba el honor que le hizo Dios al aparecérsele una visión, que le dijo que buscase en San Martín de Provenza[44] el cuerpo de mi señora Santa María Magdalena, y en aquel lugar indicado por la visión, más de veinte astas de lanza sepultado bajo tierra, él encontró el cuerpo de la mi señora Santa María Magdalena, y todo el mundo puede comprender que si él no fuera bueno y justo como era, Nuestro Señor Dios no le hubiera hecho tal revelación.
En cuanto salió de la prisión, se fue a ver al rey de Mallorca, que le dispensó grandes honores en Perpiñán.
Ahora dejaré de hablar del rey Carlos y volveré a hablar del señor rey de Aragón, y del rey de Inglaterra, y de la infanta reina su esposa prometida.
Cuando se separaron el señor rey de Aragón y el rey de Inglaterra, hubo grandes regalos de joyas de una parte y de la otra, y luego el rey de Inglaterra acompañó al señor rey de Aragón hasta que estuvo en su tierra y luego se despidieron el uno del otro muy cariñosamente, como corresponde entre padres e hijos, y cada cual se volvió a su país.
Cuando el rey Carlos se separó del rey de Mallorca, viose después con el rey de Inglaterra y le dio muchas gracias por lo que había hecho por él. Antes de separarse de él, se pagaron los cien mil marcos de plata que él había dado al señor rey de Aragón por su cuenta, y el rey de Inglaterra le rogó que los rehenes que él había prometido por él fuesen enseguida enviados al rey de Aragón y el otro le prometió que no dejaría de hacerlo. De este modo se despidieron el uno del otro, y el rey de Inglaterra volvióse a su reino y pensó en gestionar la paz entre la santa Iglesia y el rey de Francia con el señor rey de Aragón.
Ahora dejaré de hablar de éstos y volveré a hablar del rey Carlos, que se fue a Provenza.
Tenía en Marsella el rey Carlos a tres de sus hijos, a saber: monseñor Don Luis, que venía después del rey Martel, el mayor; monseñor Don Roberto, que venía después de monseñor Don Luis, y monseñor Don Ramón Berenguer, que era el cuarto hijo que él tenía. Estos tres hijos, junto con veinte hijos de nobles hombres de Provenza, los mandó a Barcelona, al señor rey de Aragón, para que, en su lugar, les tuviera en prisión; y el señor rey de Aragón recibióles y los mandó a Siurana, y allí fueron guardados como lo estuviera el rey Carlos, si allí estuviera.
Cuando hubo cumplido con esto, el rey Carlos se fue a Francia y viose con el rey de Francia y le pidió socorro de caballería, puesto que había sabido que el rey de Sicilia tenía puesto sitio a Gaeta.
Y el rey de Francia le dio todo el socorro y ayuda que él le pidió, tanto en gente como en moneda.
Entonces partió de Francia y fuese a Roma a ver al papa, e igualmente le pidió socorro, y el papa se lo dio, tanto como le pedía. Con todo este poder se vino a Gaeta junto con su hijo Carlos Martel, que era el hijo mayor que tenía, con mucho poder; de modo que fueron tantas gentes que eran una infinidad.
Si el almirante y los otros barones que estaban con el señor rey de Sicilia se lo hubiesen permitido, seguro que él les hubiese plantado batalla; pero por nada se lo consintieron, antes al contrario, amurallaron muy bien el lugar donde estaban; y el rey Carlos sitió al rey de Sicilia en este lugar, con lo que hecho semejante jamás se ha visto en ninguna leyenda: que el rey de Sicilia tenía sitiada la ciudad de Gaeta y disparaba con trabucos contra la ciudad y al mismo tiempo la ciudad disparaba con trabucos contra el sitio del rey de Sicilia, y luego vino el rey Carlos, que sitió el sitio del rey de Sicilia y disparaba con trabucos contra dicho sitio, y el sitio del rey de Sicilia disparaba, igualmente, contra el sitio del rey Carlos. De manera que, todos los días, hubieseis visto hechos de armas que el rey de Sicilia y sus gentes hacían sobre aquellos de la ciudad y contra las huestes del rey Carlos, que eran verdaderos milagros.
¿Qué os diré? Esto duró mucho tiempo, hasta que el rey Carlos vio que estos hechos redundaban en su perjuicio y que, al final, el rey de Sicilia conseguiría la ciudad, y que si conseguía la ciudad todo el Principado y la tierra de labor se perdería. Por esto requirió al rey de Sicilia para que hubiese treguas y mandó sus mensajeros al sitio, y le hizo saber, en su carta, que le pedía treguas porque él se encontraba frente a él y le mantenía sitio contra su conciencia, pues él había prometido y jurado al rey de Aragón que cuando estaría fuera de la prisión procuraría, en todo cuanto pudiera, que «entre nos haya paz y buen amor»; y que tal como lo había prometido tenía la voluntad de cumplirlo si Dios le daba vida; y que mejor se trataría la paz estando en tregua que en guerra. El señor rey de Sicilia oyó esta carta que el rey Carlos le había mandado y sabía que era verdad cuanto le hacía saber, y además reconocía en el rey Carlos tanta bondad que estaba muy seguro que buscaría la paz y el buen amor; por todo lo cual consintió en la tregua. Y así se otorgó la tregua de la siguiente manera: que el rey Carlos empezara por marcharse y que cuando el rey Carlos se hubiese marchado con toda su gente, el señor rey de Sicilia embarcaría con toda su gente y con todo lo suyo que tenía en el sitio. Y así se cumplió, pues el rey Carlos se marchó a Nápoles con toda su hueste, y el rey de Sicilia se vino a Mesina, donde se le hizo gran fiesta, y el almirante desarmó las galeras. Después, dicho rey de Sicilia fue visitando toda Calabria y el almirante iba con él. Y pensaron en divertirse y cazar, y mantuvieron a toda la tierra en una gran paz y una gran justicia.
Ahora dejaré de hablaros de ellos y volveré a hablar del rey de Aragón.
Vuelto el señor rey de Aragón, de Aleró a su tierra, pensó que era una gran vergüenza para su casa que en la isla de Menorca hubiese sarracenos y que sería bueno que los echase y la conquistara y que evitara este trabajo a su tío el rey de Mallorca y que era mejor que, cuando le devolviera la isla de Mallorca, le entregara la isla de Menorca poblada de cristianos, que no que la dejara en manos de los sarracenos. Con esto mandó sus mensajeros al almojarife de Menorca diciéndole que pensase en desocupar la isla, pues, de lo contrario, si no lo hacía, debía dar como cierto que se la quitaría y le mataría a él y a toda su gente. El almojarife de Menorca contestó con mucha frialdad, y el señor rey contestó que, con la ayuda de Dios, vengaría al señor rey su padre de la traición que le había hecho cuando hizo saber a Berbería que él iba para allí, lo que fue causa de que Búcaro perdiera la cabeza y de que se perdiera Costantina, tal como antes habéis oído. Seguidamente mandó un emisario a su hermano el rey de Sicilia para que le mandase al almirante con cuarenta galeras armadas, y le hizo saber que las quería para dicha expedición a Menorca. Asimismo mandó cartas al almirante diciéndole que procurara darse prisa para que viniese a Barcelona; y en efecto, vino el día de la fiesta de Todos los Santos.
Tal como el señor rey lo mandó decir a su hermano el rey de Sicilia y al almirante, así se cumplió.
De modo que el almirante armó dichas cuarenta galeras y vínose a Barcelona, donde llegó por la fiesta de Todos los Santos y encontró al señor rey que había preparado la caballería que pensaba llevar con él, y la almogavería, de manera que enseguida se reunieron setecientos caballos armados y más de treinta mil almogávares. Y con la ayuda de Dios, fueron a Salou y embarcaron y se dirigieron a Mallorca, donde llegaron quince días antes de Navidad. Hizo aquel año un invierno tan crudo que jamás se vio ninguno de tantas nieves, lluvias y heladas. ¿Qué os diré? Fue tan crudo el invierno que parecía que se encontraran en el mar de la Tana[45]; tanto que hubo galeotes que, por el frío, perdieron las extremidades de los dedos. Y he de contaros un hermoso milagro que ocurrió durante aquel mal tiempo, milagro que yo vi, así como las demás personas; y os lo quiero contar para que cada uno se guarde de la ira de Dios.
El caso fue que en una compañía había veinte almogávares, que eran de Segorbe y se hospedaban en los pórticos de San Nicolás de Portopí. A la víspera de Navidad, diez de ellos salieron en busca de ganado para comerlo al día siguiente; y trajeron cuatro carneros y los hicieron desollar, y una vez desollados, los colgaron en el pórtico. Uno de los compañeros, que también era de Segorbe, había jugado y había perdido; con la rabia que le daba, cogió un cuarto de carnero y púsolo en el asador. Es costumbre de los catalanes que la víspera de Navidad, por lo general, todo el mundo ayuna y nadie come hasta que llega la noche, de modo que los almogávares aquellos fueron a buscar coles, pescado y frutas para comer. Por la noche, cuando llegaron a dicha posada del pórtico de San Nicolás de Portopí, vieron cerca del fuego donde ellos debían comer el cuarto de carnero en el asador, cosa que les sorprendió y repugnó mucho, y dijeron:
—¿Quién es ese que ha puesto un cuarto de carnero al fuego?
Y aquél respondió que él lo había hecho.
—¿Por qué lo habéis hecho?
—Porque esta noche quiero comer carne para no honrar la fiesta de mañana.
Aquéllos le reprendieron mucho y pensaron que, aun cuando lo dijera, no lo haría; y prepararon su cena y pusieron la mesa.
El otro cogió una servilleta y sentóse al otro lado del fuego; se puso la servilleta y todos empezaron a reír y a bromear, pues se figuraban que lo hacía para burlarse de ellos. Cuando estuvieron sentados comenzaron a comer, y aquél cogió su cuarto de cordero y se lo puso delante y cortó la carne, y dijo:
—Yo quiero comer esta carne en deshonor de la fiesta que es hoy y que será mañana.
Al primer bocado que se metió en la boca tuvo la visión de un hombre tan grande que con la cabeza tocaba el alfarje del pórtico, y dióle con la mano en la cara, llena de ceniza, que, del revés, lo echó por el suelo. Cuando estuvo en tierra, gritó por tres veces:
—¡Santa María me valga!
Y quedóse como muerto, sin poder valerse de sus miembros y con la vista perdida. Los compañeros le levantaron y pusiéronle encima de una frazada, y se quedó como muerto hasta después de la medianoche.
Cuando cantó el gallo, recobró la palabra y pidió un sacerdote; y el clérigo de dicho lugar de San Nicolás vino, y él se confesó muy devotamente. Y el día de Navidad por la mañana, cediendo a sus ruegos y requerimientos, lo llevaron a la iglesia de mi señora Santa María de Mallorca; y él mandó que le pusieran delante del altar, y todo el mundo venía a verle. Y estaba tan débil que de ningún miembro podía ayudarse y la vista la había perdido por completo. Llorando pedía al pueblo que quisiera rogar a Dios por él; y delante de todos confesaba sus pecados y sus desvaríos con gran contrición y gran dolor, tanto que todos los hombres y todas las mujeres sentían gran compasión.
Ordenóse entonces que en aquella iglesia, que es la Seo, todos los días se rezara la «Salve regina» hasta que estuviera muerto o curado. ¿Qué más os podría decir? Esto duró hasta el día de la Epifanía, en cuyo día la Seo estaba repleta de gente, y cuando el predicador concluyó su sermón, pidió al pueblo que todos rogasen a mi señora Santa María que pidiera a su bendito y querido Hijo que aquel bendito día mostrara sus milagros sobre aquel pecador, y que todos se arrodillasen, que los clérigos cantarían «Salve regina». Y todos lo hicieron con mucho agrado, y cuando empezaron a cantar «Salve regina», el hombre lanzó un gran grito, y todos cuantos miembros tenía se salieron de su puesto, que seis clérigos tuvieron que sujetarle, y al finalizar la «Salve regina» todos cuantos huesos tenía en su persona produjeron un gran crujido y, en presencia de todos, recobró la vista y todos los miembros volvieron cada uno a su lugar, diestros y sanos. Entonces, él y todo el pueblo dieron grandes gracias a Dios por aquel hermoso milagro que Dios y mi señora Santa María les habían querido mostrar aquel día. Y así el buen hombre se marchó sano y derecho.
Por lo que, cada uno de vosotros que este milagro oiréis, creed que así fue manifiesto y evidente y sacad en vuestro provecho que no se debe dudar del poder de Dios y que se debe bien obrar; y guardaos que ni de hecho ni de palabra hagáis nada que sea contra el nombre de Dios, ni de mi señora Santa María, ni de sus benditos santos y santas, ni contra las fiestas que están ordenadas por la santa Iglesia.
Ahora volveré a hablar del señor rey de Aragón.
Pasada la fiesta de Navidad, que el señor rey celebró en la ciudad de Mallorca, mandó embarcar a todo el mundo y puso rumbo a Menorca. Cuando estuvo a veinte millas de la isla de Menorca, sobrevino una gran tempestad, que dispersó a toda la armada, de modo que tomó tierra en el puerto de Mahón sólo con veinte galeras, y cuando estuvo en el puerto de Mahón el almojarife de Menorca, que se había preparado para defenderse con grandes refuerzos que había recibido de Berbería, atacó con todo su poder la popa de las galeras, y serían unos ciento cincuenta hombres a caballo y más de cuarenta mil de a pie. Estaba el señor rey con las galeras escala en tierra, en la isla dels Conills, y la tempestad duró sus buenos ocho días sin que ninguno de sus hombres pudiera entrar; después, con tiempo más bonancible, ahora llegaba una galera al puerto de Mahón, ahora dos, ahora tres, de manera que todas iban arribando a medida que podían.
Cuando el señor rey vio que habían venido más de doscientos caballos armados, decidió desembarcar los caballos y poner a toda su gente en tierra. El almojarife, que vio que las fuerzas se le echaban encima, retiróse al castillo de Mahón y allí reunió todo su poder.
Cuando el señor rey vio que ya contaba con unos cuatrocientos caballos y con parte de sus almogávares, dijo al almirante y a los otros ricoshombres que pasaría al ataque y que no quería esperar más. El almirante y los demás pedíanle por favor que no fuese, sino que esperara a toda la armada y a todos sus caballeros; pero él dijo que estaban en pleno invierno y que sus gente sufrían mucho con el mal tiempo y que no quería aguantarlo. Fuese, pues, a donde estaba el almojarife con todo su poder y se presentaron, en orden de batalla, en una llanura magnífica que está junto al castillo de Mahón; y cuando las huestes estuvieron una cerca de otra, atacó con toda su gente, y el almojarife hizo otro tanto La batalla fue muy cruel, pues los hombres de la isla eran muy buenos hombres de armas, y contaban con buenos caballeros turcos, que el almojarife tenía a sueldo La batalla fue tan cruel y dura que todos tenían mucho que hacer; pero el señor rey, que era de los mejores caballeros del mundo, arremetía aquí y allá y no se le escapaba caballero al que pudiese herir de pronto, tanto que rompió todas sus armas, excepto la maza, con la que hacía tanto que no había nadie que se atreviese a ponérsele delante. Así, con la gracia de Dios y con sus proezas y las de sus gentes, venció en la batalla, de modo que el almojarife huyó, y entró en el castillo con ocho de sus parientes: los otros murieron todos, y el señor rey mandó levantar el campo a sus gentes y después sitió el castillo, donde el almojarife se había metido.
Entretanto, la armada del señor rey había llegado, y cuando el almojarife vio el gran poder del señor rey, le mandó a sus mensajeros y rogóle y suplicóle que, por favor, a él y a veinte de sus familiares que estaban con él, con sus mujeres y niños, les dejase marchar a Berbería sólo con sus vestidos y con víveres hasta allí y que él le rendiría el castillo de Mahón y la villa de Ciutadella. El señor rey, para poder lograr toda la isla sin esfuerzo, se lo otorgó, de manera que el almojarife le rindió el castillo y la villa de Ciutadella y todos los otros lugares de la isla y le dio todo el tesoro que tenía. El señor rey entrególe una nave de genoveses que fletó, y que había ido al puerto de Mahón a causa de la tempestad, pues se dirigía a Ibiza para cargar sal, y dentro de aquella nave hizo meter al almojarife y hasta cien personas, entre hombres, mujeres y niños, y pagó la nave y les hizo embarcar muchos víveres. Partieron del puerto de tal suerte que les cogió la tempestad y se destrozó en las costas de Berbería, de modo que nadie pudo escapar. Así veis cuán fácilmente lo logra nuestro Señor cuando quiere destruir una nación; de modo que cada uno debe guardarse de sus iras, pues ya veis cómo la rueda de la fortuna giró contra el almojarife y su linaje, que ejercía la señoría en aquella isla desde hacía más de mil años.
Cuando el señor rey hubo expedido al almojarife, fuese a Ciutadella, e hizo coger a todas las mujeres y a todos los niños de la isla y a los hombres que habían quedado con vida, que eran muy pocos, pues en la batalla todos habían muerto. Cuando las mujeres y los niños y los hombres estuvieron presos, sumaban en total unas cuarenta mil personas, y las hizo entregar todas para que fuese su dueño, con facultad de venderlos, a Don Ramón Calvet, hombre honrado de Lérida. Este nombró oficiales a sus órdenes y mandó la mayor parte a Mallorca, y otros los mandó a Sicilia, a Cataluña y a otros sitios; y de cada uno se hizo subasta pública, tanto de las personas como de todo cuanto llevaban consigo.
Cuando esto estuvo listo, el señor rey ordenó que en el puerto de Mahón se construyera una villa bien amurallada y escogió como procurador de la isla a Don Pedro de Libia, honrado ciudadano de Valencia, y diole poderes para que pudiese dar toda la isla a pobladores para que poblase toda la isla de gente buena. Y así lo hizo sin duda, pues toda la isla está poblada de buena gente catalana, como ningún otro lugar pueda estar mejor poblado.
Cuando el señor rey hubo nombrado todos los oficiales de la isla y hubo ordenado la población, de la que fue patrón y capitán dicho Pedro de Libia, que era gran prohombre y sabio, partió de Menorca y vínose a Mallorca, donde se le dio una gran fiesta a su llegada. Visitó toda la isla de Mallorca, con el almirante y con Don Guillermo de Anglesola y otros ricoshombres que con él estaban. Luego partió de Mallorca y mandó toda la armada a Cataluña con el almirante, y el señor rey, con cuatro galeras, volvióse a Ibiza para visitarla, donde se le dio igualmente una gran fiesta, y estuvo allí cuatro días. Luego volvióse a Cataluña, tomando tierra en Salou, y de Salou fuese a Barcelona, donde encontró al almirante, que ya había tomado tierra con toda la armada.
El almirante se despidió de él y fuese a Sicilia, y al regresar a Sicilia atrapóle una tempestad tan grande en el golfo de Lyon que todas las galeras se esparcieron, y unas fueron a parar a Berbería, otras a Cerdeña y otras al Principado. Y el almirante estuvo en aquella ocasión en gran peligro, pero, con la ayuda de Dios, que ya en otros muchos sitios le había ayudado, pudo rehacerse, y corrió hacia Trápani, donde llegó sano y salvo y donde, a los pocos días, recobró todas las galeras.
Cuando todas estuvieron en Trápani, fuéronse a Mesina, donde encontró al señor rey y a toda la gente, que hicieron una gran fiesta. Desarmó entonces y pensó en seguir en la corte del rey de Sicilia, de modo que dicho señor rey no hacía nada sin que él lo supiera. Y vivieron con gran alegría y diversión, visitando y costeando toda la Calabria, y el Principado de Tarento y la tierra de Otrento y los lugares que tenían en el Principado.
Y así dejaré de hablaros del señor rey de Sicilia y volveré a hablaros del señor rey de Aragón.
Cuando el señor rey de Aragón llegó a Barcelona, se celebró una gran fiesta, y luego siguió visitando todos sus reinos. Cuando estuvo en Aragón, viose con Don Alfonso de Castilla y con Don Fernando, su hermano, y dioles mucho de lo suyo, y encontró que estaban muy bien y que conducían la guerra con el rey Don Sancho, su tío, y ganaban todos los días tierras sobre él. Así fue visitando todas las fronteras y vinieron expresamente mensajeros del papa, y del rey de Francia y del rey de Inglaterra para tratar de la paz entre ellos. Esto lo apremiaba el rey de Inglaterra porque quería que al año siguíente se celebrase el matrimonio entre el rey de Aragón y su hija, y por esto hacía cuanto estaba de su mano, y en verdad no hacía menos el rey Carlos, puesto que así lo había prometido y jurado. Tanto se empeñaron el rey Carlos y el rey de Inglaterra que el papa mandó un cardenal a Provenza, en Tarascón, con el rey Carlos, para que tratasen de la paz con el rey de Aragón, y en cuanto estuvieron en Tarascón mandaron sus mensajeros al rey de Aragón con mensajes para que tratasen de la paz con él.
Dicho señor rey, para ordenar el tratado, vínose a Barcelona, y cuando estuvo en Barcelona mandó a sus cortes que en el día fijado estuviesen todos en Barcelona. Tal como lo mandó se cumplió, y cuando la corte estuvo reunida en el palacio real, él les dijo que el rey Carlos y el cardenal estaban en Tarascón y que le requerían para que les mandase mensajeros para que, con ellos, tratasen de la paz, de modo que él no quería hacer nada sin contar con el consejo de sus barones y caballeros y ciudadanos y prohombres de las villas, de modo que ordenasen entre ellos aquellos ricoshombres y caballeros y ciudadanos y hombres de villas qué debían tratar los mensajeros, cuáles serían y con qué poder irían, y que lo que entre ellos tratarían el señor rey, y todos, lo darían por firme. Antes que de aquí partieran quedó ordenado que los mensajeros fuesen doce, eso es, a saber: dos ricoshombres y cuatro caballeros, y dos juristas, y dos ciudadanos y dos hombres de villas, y quedó determinado cuántos compañeros y escuderos debían llevar cada uno.
Una vez ordenado esto, así se cumplió y se hizo, y sobre esto dieron poder a cuarenta, entre ricoshombres, caballeros, ciudadanos y hombres de villas que debían ordenar y dirigir esto, y fue ordenado además que ningún hombre partiera de Barcelona mientras los mensajeros no hubiesen ido y vuelto de Tarascón, a fin de que supieran qué era lo que habían hecho: y así fue todo otorgado.
Cuando esto fue otorgado, aquellos cuarenta, por dos veces, todos los días se reunían en la casa de los Predicadores y trataban y ordenaban sus asuntos, y a medida que iban resolviendo las cosas las llevaban al señor rey, y él rectificaba lo que le parecía a fin de mejorarlo, puesto que era señor muy sabio y muy bueno y tenía de pleno el espíritu de la verdadera caridad y justicia y de todo cualquier otro saber.
Cuando los mensajeros fueron elegidos y decidida la forma como debían ir para mayor honra del señor rey y de todos sus reinos, fuéronles dados los capítulos y el poder, y cuando estuvieron provistos de todo lo necesario se les dio un mayordomo, tal como correspondía a la alta valía de su representación, y partieron de Barcelona, entre caballos del diestro, los que ellos montaban y los de sus compañeros y escuderos y las acémilas, cien caballerías. Y todos los mensajeros fueron buenos y doctos. De este modo, siguiendo sus jornadas llegaron a Tarascón, y el señor rey se quedó en Barcelona con toda la corte; y si jamás visteis juegos y solaces, como de tablas redondas, de lancear a tablado y ejercicios de armas, torneos y danzas de caballeros y de ciudadanos y de hombres de villas y de cada oficio por la ciudad, que se esforzaban en hacerlo todo con placer y alegría, entonces las pudisteis ver, que nadie pensaba más que en alegrarse y divertirse y en hacer todo lo que a Dios y al señor rey pluguiera.
Cuando los mensajeros llegaron a Tarascón, fueron bien recibidos por el rey Carlos, y por el cardenal, y por los embajadores que había del rey de Francia y, especialmente, por los mensajeros que representaban al rey de Inglaterra.
Y quien quiera saber los nombres de los mensajeros y todo lo que el cardenal les dijo de parte del padre santo y, además, todo lo que ellos le respondieron y todo lo que se hizo desde el principio hasta el momento de partir, que acuda a la «Gesta» que de todo redactó Don Galcerán de Vilanova, y allí lo encontrará todo por su orden y además todo lo que, entre otros, respondió Don Maimón de Castellaulí, que era uno de los indicados mensajeros del señor rey de Aragón. Y si alguien me pregunta por qué nombramos más a Don Maimón de Castellaulí que a ninguno de los otros, yo le diré que lo hago porque respondió más varonilmente y mejor como caballero que ningún otro, y si algo bueno se hizo fue gracias a las palabras que él dijo.
De este modo, no hace falta que hable más de ello, pues los parlamentos duraron mucho entre ellos, y, al final, se despidieron y se volvieron con lo que habían hecho, y encontraron al señor rey en Barcelona, y aquí, delante de toda la corte, expusieron su mensajería en forma que tanto el señor rey como todo su consejo quedaron complacidos, pues quedaba establecida la paz en forma tan honorable y buena como al señor rey y a todas sus gentes convenía, y además con gran honor por el señor rey de Sicilia, y de este modo el matrimonio de la infanta, hija del rey de Inglaterra, con dicho señor rey de Aragón habría de cumplirse a los pocos días.
Pero nuestro señor y verdadero Dios quiso mudar de otra manera todo lo que se había tratado, y cada uno puede comprender que nuestro señor y verdadero Dios es la verdadera rectitud y la auténtica verdad, por lo que nadie puede saber ni puede comprender sus secretos, y en aquello que uno, por la cortedad de su entendimiento, cree que han de resultar para mal, se convierten luego en un gran bien, por lo que nadie debe inquietar por nada de lo que Dios decida, por lo que es muy conveniente que, en esto, sepamos conformarnos y alabemos y demos gracias a Dios por todo lo que nos da.
Y así ocurrió que, cuando mayor era la fiesta en Barcelona y más grande la alegría y la diversión, plugo a Dios que al señor rey Don Alfonso le aquejara la enfermedad por un landre que le salió en el muslo, junto a la ingle. Pese a ello el señor rey no se abstuvo de lancear a tablado ni de hacer armas, puesto que él era el más osado en estos juegos, como ningún otro haya en el mundo Y menospreciando aquel landre, le dio la fiebre, y durante diez días estuvo luchando contra la calentura, que cualquier otro hombre ya se hubiese muerto.
Cuando sintióse tan fuertemente agravado en su enfermedad, hizo su testamento con mayor diligencia que nadie pudiese tener; y una o dos veces se lo hizo leer y examinar. Dejó su reino a su hermano el señor Don Jaime, rey de Sicilia; y legó su cuerpo a la orden de los Frailes Menores de Barcelona. Y así, con gran contrición por sus pecados, confesó muchas veces y recibió a nuestro salvador Jesuscristo y recibió la extremaunción. Y cuando hubo recibido todos los sacramentos de la santa Iglesia, se despidió de todos y se hizo dar la cruz y adoróla muy devotamente y, con llantos y lágrimas, cruzó los brazos con la cruz sobre su pecho, y elevando los ojos al cielo, dijo:
—En tus manos, Padre y Señor, encomiendo mi espíritu.
Y se santiguó y se bendijo a sí mismo y luego a todo su pueblo y a todos sus reinos, y con la cruz abrazada, diciendo muy santas oraciones, pasó de esta vida a la otra.
Si alguna vez se vio gran llanto, aquí fue, entre aquellos que habían perdido tan buen señor. Y tal como él lo había mandado, en gran procesión fue llevado a los Frailes Menores, y allí fue sepultado. ¡Dios, por su gracia, tenga su alma! Y sin ninguna clase de dudas podemos creer que está con Dios en el paraíso, como corresponde a quien se marchó virgen de este mundo, pues jamás se juntó con mujer alguna, ya que era su deseo llegar virgen a su esposa y que después tampoco de otra mujer se ocupara[46].
Don Jaime; y así se hizo, pues en cuanto el conde de Ampurias y los demás elegidos hubieron embarcado, fueron a Sicilia para traer al señor rey Don Jaime de Sicilia para ser señor y rey de Aragón y conde de Barcelona y del reino de Valencia. Entretanto los barones y los ricoshombres, caballeros, ciudadanos y hombres de villas ordenaron que el infante Don Pedro rigiera y gobernase los reinos y toda la tierra con el consejo que le fue dado, hasta que dicho señor rey Don Jaime llegase a Cataluña. Y el señor infante Don Pedro rigió y gobernó sabiamente los reinos como ningún señor más sabiamente pueda hacerlo.
Y cuando el conde de Ampurias y los demás que con él estaban hubieron embarcado, navegaron en forma que, con un viento o con otro, a remos y a vela, en poco tiempo tomaron tierra en Trápani y supieron que mi señora la reina y el señor infante Don Jaime y el señor infante Don Federico estaban en Mesina, y al instante pusieron rumbo a Mesina. Cuando estuvieron en Mesina, fueron, sin levantar estandartes ni entonar el laus, y se dirigieron a la Duquena. Cuando estuvieron ante la señora reina y el señor rey y el señor infante, el conde, llorando, contóles la muerte del rey Don Alfonso, y si alguna vez hubo duelos y llantos, aquí fueron. ¿Qué os diré? Dos días duró el duelo, grande y áspero, y al cabo de los dos días, el conde rogó a mi señora la reina y al señor rey que mandasen reunir al consejo general, y enseguida el señor rey convocó dicho consejo. Todo el mundo fue convocado a Santa María la Nueva, y el conde de Ampurias, en presencia de todos, hizo publicar el testamento del señor rey Don Pedro, en el cual vinculaba que si el rey Don Alfonso moría sin hijos recayera el reino de Aragón en dicho señor rey Don Jaime, al igual que Cataluña y el reino de Valencia, como antes habéis oído. Luego hizo público el testamento del señor rey Don Alfonso, que asimismo dejaba todos los reinos a dicho señor rey Don Jaime, hermano suyo, rey de Sicilia.
Cuando los testamentos se hubieron leído, el conde y los otros mensajeros que habían venido requirieron a dicho señor rey Don Jaime para que se sirviera pensar en ir a Cataluña y recibir sus reinos, y el señor rey Don Jaime contestó que estaba dispuesto a ir, pero que primero ordenaría la isla de Sicilia y toda la Calabria y toda la demás tierra, decidiendo en qué forma debían quedar, y después ya pensaría en ir, y la respuesta complació a todos. De inmediato el rey ordenó al almirante que armase treinta galeras, y el almirante en seguida abrió la tabla y puso a punto las antedichas treinta galeras, dispuestas para armar. Entre tanto, el señor rey ordenó por toda la Calabria y las otras tierras que los ricoshombres, caballeros y síndicos de ciudades y villas viniesen pronto a Mesina. Cuando estuvieron en Mesina, exhortóles y díjoles muy buenas palabras, y encomendóles a mi señora la reina, para que la guardasen como reina y señora, y asimismo les mandó que guardasen como cabeza principal y como si fuera su propia persona al infante Don Federico, y que hicieran cuanto él mandase y quisiera, tal como lo harían por él. Cada uno así lo prometió, y él los santiguó y bendijo a todos y se despidió de ellos, y aquéllos, llorando, le besaron el pie y las manos, y luego besaron las manos al señor infante Don Federico.
Cuando esto estuvo hecho, todos se despidieron y volvieron a sus casas con gran sentimiento por la marcha de su rey, pero con gran alegría por el acrecentamiento que le había recaído, y asimismo por el buen jefe que les había dejado, o séase, por el infante Don Federico.
Hecho esto, el señor rey Don Jaime se despidió de toda la universidad de Mesina y les dio el mismo mandato que había dado en Calabria; y después fuese a Palermo, donde igualmente hizo venir a todos los barones de Sicilia, y a los caballeros y síndicos de las ciudades y villas, y cuando estuvieron reunidos díjoles muy buenas palabras, igual a las que había dicho a los otros, y les dio el mismo mandato; y cuando esto estuvo hecho, se despidió de todos y se volvió a Trápani.
Entre tanto, el almirante había venido con las galeras, y mi señora la reina y el infante Don Federico también estaban allí, junto con todos los barones de Sicilia. Y aquí el señor rey se despidió de mi señora la reina, que le dio su bendición; y luego se despidió del señor infante Don Federico; le besó más de diez veces, como a quien amaba mucho, y esto por varias razones, eso es, a saber: porque era su hermano de padre y de madre, y la otra, porque el señor rey su padre se lo había encomendado, y él siempre le había obedecido, tal como un buen hijo debe hacerlo con un padre, y porque era muy caro a su corazón, y por esto le dejaba como gobernador y señor de todo el reino. Y se despidió de todos y embarcó, con la gracia de Dios, junto con el conde de Ampurias y los otros embajadores que estaban con él, y con el almirante, que no se separó de su lado Hiciéronse a la mar, y Dios les dio tan buen tiempo que en pocos días estuvieron en Cataluña.
Tomaron tierra en Barcelona, con la gracia de Dios; que bien fue gracia de Dios la que caía sobre sus pueblos cuando les vino el rey Don Jaime como rey y señor, pues desde aquel día entró la paz y la buena concordia en todos los reinos y tierras, pues el señor rey, igual que fue agraciado y venturoso en el reino de Sicilia, ha sido y es venturoso y lleno de todas las gracias en el reino de Aragón, y en toda Cataluña, y en el reino de Valencia, y en cuantos lugares le pertenecen.
Cuando hubo tomado tierra en Barcelona, no me hace falta decir la fiesta que le fue hecha; pero antes de que empezara la fiesta, él mandó que se reuniera todo el mundo en los Frailes Menores, y pagó su deuda, tanto en llanto como en misas y beneficios que mandó decir y hacer, sobre el cuerpo del señor rey Don Alfonso, su hermano. Cuando esto se hubo cumplido, en lo que transcurrieron cuatro días, la fiesta fue tan grande que parecía que se hundiera el mundo. La fiesta duró más de quince días; y una vez terminada salió de Barcelona y, pasando por Lérida, se fue a Zaragoza; y en cada sitio se celebraban grandes fiestas. Pero cuando salió de Barcelona, el primer sitio donde se dirigió fue a Santes Creus, y aquí igualmente pagó su deuda al cuerpo del señor rey su padre; y luego siguió su camino, como ya os dije, a Zaragoza. Allí la fiesta fue, sin comparación, la mayor de todas; y allí recibió la corona, en buena hora.
Después de las fiestas de la coronación viose con Don Alfonso de Castilla, que vino a encontrarle en Aragón; y el señor rey diole de lo suyo, y aquél le rogó que por favor no le desamparara, pues el hecho de que el rey Don Alfonso hubiese muerto era para él un verdadero desastre, ya que, si hubiese vivido un par de años más, le habría hecho rey y señor de Castilla, de modo que, si no recibía su ayuda, daba su caso por perdido. El señor rey le animó y le dijo que estuviera seguro de que él no le desampararía, sino que antes le procuraría todo el socorro que le fuese posible.
Cuando esto estuvo hecho, Don Alfonso se marchó muy alegre y satisfecho del señor rey, y se volvió a Castilla, a Seron y a los demás lugares que eran suyos.
El señor rey fue visitando todo Aragón, y luego se vino a la ciudad de Valencia y siguió visitando este reino. Mientras iba visitando sus tierras, vinieron mensajeros muy honorables del rey Don Sancho de Castilla, primo hermano suyo, y saludaron muy reverencialmente a dicho señor rey Don Jaime de parte del rey Don Sancho de Castilla, e hiciéronle saber que le satisfacía mucho su llegada, y que le rogaba, como a primo muy querido, que quisiera hacer las paces con él, que estaba dispuesto a ayudarle y a valerle contra todos los hombres del mundo, y que el rey Don Alfonso le había combatido y le había puesto en peligro de que le quitaran sus reinos, pues quería darlos a sus sobrinos, que no le eran tan próximos parientes, cosa que mucho le había sorprendido, pues no creía que tuviera con él ninguna clase de deuda. De modo que le rogaba que no tuviera en cuenta lo que el rey Don Alfonso, su hermano, había hecho, sino que pensara en la gran obligación que entre ellos existía.
El señor rey de Aragón contestó muy cortésmente a los mensajeros, como correspondía al señor que ha sido y es, el más cortés y mejor educado en todo, como nunca ningún señor haya habido. Y les dijo que fuesen bien venidos, y luego añadió que el rey Don Sancho no debía sorprenderse de nada de lo que el rey Don Alfonso le hubiese hecho, pues el rey Don Alfonso, como buen hijo, quería vengar la gran falta que él había cometido contra el señor rey su padre.
—Y dígoos que en el mismo ánimo estábamos, pero que puesto que él pedía la paz, a nos place que la haya.
Los mensajeros respondieron:
—Sea, señor, con una condición: que se ofrece a haceros enmienda, de acuerdo con vuestro criterio, de todo cuanto hubiese podido faltar a vuestro padre, y que la enmienda sea aquella que vos acordéis, así como si queréis que os dé ciudades o castillos, o villas, o lugares, y que os rinda todos aquellos honores que vos entendáis que os son debidos.
El señor rey contestó que, puesto que tan claramente lo exponía, él se deba por satisfecho, y que él no quería ni castillos ni villas ni otros lugares, pues, gracias a Dios, él tenía tales reinos y tan buenos que no sentía ansias de obtener más lugares, sino que le bastaba que él se arrepintiera de lo que había hecho; pero que lo que él quería que hiciera es que diese parte de la tierra de Castilla a aquellos dos infantes sobrinos suyos, o sea a Don Alfonso y Don Fernando, pues él por nada les dejaría desamparados. Y los mensajeros dijeron que, contando con estas bases, ellos partirían.
Volviéronse, pues, al rey de Castilla y le contaron lo que el señor rey les había dicho, y le aseguraron de la gran bondad y buen juicio que en él había. El rey de Castilla se mostró muy satisfecho y les ordenó que volvieran y le comunicaran que él estaba dispuesto a hacer lo que él dispusiera. ¿Qué os podría decir? Que tantas veces fueron y vinieron los mensajeros que la paz fue otorgada por cada una de las partes, pues Don Alfonso y Don Fernando de Castilla querían estar en paz con su tío el rey Don Sancho, y se daban por satisfechos con lo que el señor rey de Aragón hubiese pactado con el rey de Castilla que se les diera, y que renunciaban al reino.
Acordóse, pues, la entrevista entre el señor rey de Aragón y el rey de Castilla, y que se encontraron en Calatayud, que pertenece al rey de Aragón, y en Soria, que pertenece al rey de Castilla, y cada uno se esforzó en presentarse para la entrevista lo más honrosamente posible.
Cuando el rey estuvo en Calatayud, con gran séquito de ricoshombres, prelados, caballeros y ciudadanos, supo que el rey de Castilla estaba en Soria y que se había traído a la reina y al infante Don Juan, su hermano, y muchos otros ricoshombres. El señor rey de Aragón, cuando supo que la reina estaba en Soria, por cortesía y para hacer honor a la reina, quiso ir a Soria antes de que viniesen a Calatayud, y fue a Soria. El rey de Castilla, cuando supo que él venía, salióle al paso a más de cuatro leguas, y allí fue acogido el señor rey de Aragón con muy gran honor, al igual que todas sus gentes, que mientras estuvieron en Soria no hubo más que fiesta y alegría.
Cuando la fiesta terminó, el señor rey de Aragón quiso volverse, y rogó al rey de Castilla y a la reina que vinieran a Calatayud, donde el señor rey atendió a todo lo necesario para el rey de Castilla y la reina y todos los que con ellos estaban desde el momento en que entraron en Aragón hasta que salieron para Castilla. Con toda seguridad puede decirse que cuantas cosas quisieron y cuantas se puedan nombrar, de todo hacía dar ración a todo el mundo el señor rey de Aragón tan abundantemente que no hubo nadie que se las pudiese comer, de modo que se podía ver, por las plazas, dar dos raciones de pan por un dinero, y un lechón, un cabrito, o un cordero, o gallinas, o avena, o pescado fresco, que en otro momento os costara dos sueldos, lo podíais obtener por seis dineros. De todo esto encontrabais las plazas llenas, de aquellos que lo vendían, de modo que todos los castellanos y gallegos y otras muchas gentes que había se maravillaban.
Un día comía el rey de Aragón en la posada del rey de Castilla con el rey y la reina, y al día siguiente comían ellos con él en su posada. La fiesta que se hacía todos los días era tan grande que verlo era cosa de maravilla. Estuvieron todos juntos en Calatayud durante trece días, y durante estos días se hicieron las paces y fueron firmadas entre ellos. También se hizo la paz entre el rey de Castilla y sus sobrinos, y se les dieron tantas tierras en Castilla que ellos se dieron por satisfechos y lo agradecieron (y podían agradecerlo) al señor rey de Aragón, ya que si no fuera por él, de otro modo nada hubiesen obtenido.
Así, transcurridos estos trece días en Calatayud con gran concordia y paz y amor, se marcharon; y el señor rey de Aragón acompañó al rey de Castilla y a mi señora la reina hasta que estuvieron fuera de Aragón. Y por todas partes el señor rey subvino a sus necesidades, como antes os he dicho, hasta que estuvieron fuera de sus reinos, en forma que ni un solo día pudo notarse que las raciones disminuyeran, sino que crecían y aumentaban todos los días. Cuando estuvieron en los límites de los reinos, se despidieron unos de los otros con gran concordia, amor y con la gracia que Dios les otorgaba. El señor rey de Castilla y mi señora la reina su esposa fuéronse satisfechos y alegres por la paz que habían hecho con el señor rey de Aragón, y también por la paz con sus sobrinos, de quienes habían tenido mucho miedo que les quitasen los reinos, como lo hubiesen hecho si el señor rey de Aragón lo hubiese querido; pero el señor rey de Aragón prefirió pactar entre ellos paz y amor por la gran obligación que existía entre ellos y con él mismo.
Y ahora dejaré de hablaros del rey de Castilla y volveré a hablaros del señor rey de Aragón y de Sicilia.
Cuando el señor rey de Aragón se hubo separado del rey de Castilla, fue recorriendo y visitando todos sus reinos y tierras satisfecha y alegremente, de modo que, en poco tiempo, puso todas sus tierras en paz y concordia, pues desde que fue coronado rey de Aragón y Cataluña y del reino de Valencia ha tenido y tiene su tierra tanta paz y concordia que de día y de noche uno puede ir cargado de moneda, que no encontrará nadie que le cause daño ni molestia. Puso igualmente paz y concordia entre todos sus barones, que siempre solían batallar, y evitó que hubiese banderías en la ciudad de Barcelona, ni en otras ciudades y villas. En Tortosa habían existido grandes bandosidades entre los Garidells, los Carbons y los Puig, y para poder castigarles, se avino con Don Guillermo de Moncada, que poseía la tercera parte, y con el Temple, que tenía otro tanto, y cuando ya la ciudad fue suya, terminó con dichas banderías, a unos de grado y a otros a la fuerza, de manera que ahora es una de las ciudades más tranquilas que existen en Cataluña. Y lo mismo se hizo en muchos otros lugares.
Ahora dejaré de hablaros del señor rey, que de este modo va ordenando sus reinos, y quiero daros cuenta de la tabla redonda y del gran honor que hizo Dios al almirante en Calatayud cuando estaban los reyes, que fue uno de los mayores honores de tabla redonda que jamás Dios hiciera a ningún ricohombre ni caballero.
La verdad es que, cuando los reyes estuvieron en Calatayud, como antes habéis oído, los castellanos preguntaban:
—¿Quién es ese almirante del rey de Aragón, a quien Dios ha hecho tanto honor?
Se lo enseñaron, e iban tras él cien o doscientos caballeros y otras gentes, igual que a otros les siguen dos o tres, y no llegaban a saciarse de contemplarle. El almirante, en honor del rey de Castilla y de la reina, hizo anunciar que mantendría tabla redonda en Calatayud, y la mandó construir con su tela de justar y con un castillo de madera en uno de sus extremos, del que él saldría cuando apareciera un caballero. El primer día que hubo tabla, quería él solo mantener la tabla contra cualquiera que quisiese justar; y allí fueron el señor rey de Aragón, y el rey de Castilla, y el infante Don Juan, hermano del rey de Castilla, y Don Juan, hijo del infante Don Manuel, y Don Diego de Biscalla, y otros barones de todas las tierras y reinos del rey de Castilla, y ricoshombres de Aragón y de Cataluña y del reino de Valencia, y también de Gascuña, tierra del rey de Inglaterra, y toda la demás gente que había venido a ver las juntas, y especialmente para ver qué haría aquel almirante del cual todo el mundo hablaba tanto. De modo que toda aquella llanura de Calatayud donde se hacía la tabla redonda, estaba tan llena de gente que apenas si cabían, hasta el punto que, si no fuera invierno, no hubiesen podido aguantar. Y en aquel momento llovió un poco.
Estando así los reyes y la gente, apareció un caballero de aventura muy bien arreado y de buen continente dispuesto a justar. Apenas lo vieron los del castillo, tocaron la trompeta y enseguida salió el almirante, igualmente bien arreado y tan gentilmente que parecía un muy aventajado cabañero. Si alguien me pregunta quién era el caballero de aventura, digo que era Don Berenguer Arnaldo de Alguera, de la ciudad de Murcia, que era muy valiente y osado y uno de los más apuestos cabalgadores de España y pertenecía al séquito del rey de Castilla, y era alto y soberbio y de buen talle. Lo mismo puedo deciros del almirante, que contaba entre los mejores cabalgadores del mundo y era uno de los más cumplidos caballeros del mundo.
¿Qué os diré? Los fieles, o guardadores del campo, trajeron dos astas muy gruesas a dicho Berenguer Arnaldo de Alguera, que cogió aquella que le plugo, y la otra la dieron al almirante; luego los fieles les pusieron a los dos en medio de la tela y dieron la señal a cada uno para que se moviesen. Y empezaron a moverse el uno contra el otro: y quien vio venir aquellos dos caballeros podrá decir que no eran caballeros, sino el rayo y la tempestad, pues jamás pudo haberlos que mejor se atacaran con todo lo suyo, ni más braviamente. Don Berenguer Arnaldo de Alguera hirió al almirante en el cuarto delantero del escudo, de manera que el asta saltó hecha pedazos; y el almirante hirióle en el yelmo, con tan gran golpe delantero en la cara del yelmo, que éste le voló de la cabeza más de dos astas de lanza lejos y la lanza se rompió en más de cien piezas. Al herir en el yelmo, apretó tan fuerte contra la cara de dicho Don Berenguer Arnaldo que le magulló toda la nariz, de tal suerte que nunca jamás la tuvo derecha y, además, le corría tanta sangre por la cara y por las cejas que todo el mundo pensó que estaba muerto. Pero hizo tan buena caballería que, a pesar de haber recibido tan gran golpe, ni siquiera se desmayó. Tanto fue así que ambos reyes, que le conocían y le apreciaban mucho, tuvieron miedo que estuviese muerto viéndole tan cubierto de sangre, con la nariz rota y aplastada, y preguntáronle cómo se sentía, y él les dijo que bien y que no sentía ningún mal. Recogieron el yelmo del suelo y los reyes ordenaron que se levantara la tabla y que no querían que se justara más, por el temor de que degenerara en disputa. De modo que el almirante, con sus tropas y sus nácaras, volvióse a la posada armado, y toda la gente, tanto castellanos como los demás, iban tras él diciendo que bien digno era de que Dios le concediera tanta honra como en muchos lugares le había dado, pues era uno de los buenos caballeros del mundo. Y así quedóse con aquel honor y aquella fama que corrió por toda Castilla.
Aquí he de dejar estar al almirante y hablaré de los asuntos del señor rey de Aragón y de Sicilia.
Cuando el señor rey de Aragón hubo arreglado sus asuntos con el rey de Castilla y ordenada toda su tierra, mandó al almirante que se volviese a Sicilia y que estuviera cerca del infante Don Federico, y que en todo momento tuviese reparadas y a punto cincuenta galeras y que sólo faltara mandar subir a la gente si era necesario. Y que con el infante Don Federico fuese visitando todo Calabria y las demás tierras del reino y que gobernasen el país con la verdad y la justicia.
Tal como el señor rey lo mandaba, así se cumplió: el almirante salió para el reino de Valencia, visitando todas sus tierras, o sea sus villas y castillos, y luego vínose a Barcelona por mar, con todas aquellas galeras que quiso tomar en Valencia; y en Barcelona embarcó, después de despedirse aquí del señor rey, y fuese a Sicilia. Pasó por Mallorca y por Menorca y luego costeó la Berbería y se apoderó de naves y leños de los sarracenos y devastó villas y lugares; y con gran ganancia y alegría se volvió a Sicilia; y encontró en Palermo a mi señora la reina y al infante Don Federico, que le recibieron con gran gozo y alegría y él les dio las cartas que tenía del señor rey. Cuando vieron las cartas y supieron la paz que había hecho con el rey de Castilla, estuvieron muy satisfechos, y el almirante, con el infante Don Federico, fueron visitando las tierras por todo Sicilia y luego pasaron a Calabria e hicieron otro tanto.
Cuando estuvieron en Calabria, llególes un mensaje diciéndoles que Carlos Martel, el hijo mayor del rey Carlos, había pasado de esta vida a la otra, lo que causó gran duelo entre aquellos que le querían bien, puesto que era un buen señor. Quedó de Carlos Martel un hijo, que fue y sigue siendo rey de Hungría, y una hija, llamada Clemencia, que fue después reina de Francia; y el infante Don Federico hizo saber la muerte de Carlos Martel al señor rey de Aragón.
Ahora dejaré de hablar de ellos y volveré a hablar del rey Carlos.