121. Los franceses en el puerto de Panissars

Cuando el rey de Francia hubo reunido a todas sus gentes y supo que estaban bien provistas de todo lo necesario, y que del mismo modo estaba preparada y abastecida su armada, decidió entrar por el Rosellón, y cuando entró por el Rosellón, el rey de Mallorca le salió al encuentro a él y a sus sobrinos, hijos del rey de Francia, que venían con su padre; eso es: monseñor Don Felipe, hijo mayor del rey de Francia, que estaba muy dolido y disgustado de lo que estaba haciendo su padre, y el otro, monseñor Don Carlos, rey del capelo, que sentía la mayor satisfacción por lo mismo, pues entendía ser rey de Aragón.

De este modo llegaron juntos a Perpiñán, y toda la hueste del rey de Francia se atendó en Perpiñán y en el Való, de modo que todos los días había escaramuzas con los del rey de Aragón, que les perseguían hasta las tiendas y les mataban, les hacían muchos prisioneros y les causaban grave daño.

¿Qué os diré? Estaba el rey de Francia que no sabía qué hacerse, y un día decidió acercarse al collado de Panissars e intentar pasarlo; pero cuando estuvo en el Való, miró el puerto por donde tenía que pasar, y al ver toda la montaña llena de caballeros de la hueste del rey de Aragón, maldijo al que le había aconsejado que por allí debían de entrar. Con todo, un día intentó el paso, locura que jamás nadie había intentado, y, de una vez, cayeron sobre ellos más de cincuenta mil almogávares y sirvientes de mesnada, que atacaron su vanguardia de tal modo que les hubieseis visto darse la vuelta y caer montaña abajo caballos y caballeros, y recibieron tal castigo aquel día, que más de mil hombres a caballo se perdieron, y un sinnúmero de hombres de a pie.

Cuando el rey de Francia, que estaba en la llanura, vio cómo llegaba su gente, desbaratada y de tal modo maltratada y que no podía ayudarles, dijo:

—¡Ay, Dios! ¿Esto qué es? ¡He sido traicionado!

Entonces, monseñor Don Felipe volvióse a su hermano Carlos y le dijo[35]:

Beu hermano, et regardés la gente de vuestro reino cuan honrablamaunt os recullen.

Y Carlos no contestó nada, tan dolorido estaba. Pero el rey de Francia, su padre, que todo lo había entendido, respondió con gran enojo:

Or taixés-vos, sire Felipe! Que il faunt tal xosa dont il se reprentrant.

—¡Ah, sire, sire! —dijo monseñor Don Felipe—, je compadezco más vuestra vergüenza y deshonor y vuestro daño que no lo hacen ni el papa ni los cardenales, que este beneficio os han procurado y a nuestro hermano han hecho rey del viento, pues ellos siguen con sus diversiones y solaces y poco les importa el peligro y el daño que os está preparado.

Y el rey de Francia se calló, pues comprendía que le estaban diciendo la verdad, pero era tarde para arrepentirse.

¿Qué os diré? Que toda la hueste hubo de volverse hacia Euna para estar junto a la corriente del Tec; y cuando el rey de Mallorca vio que el rey de Francia se marchaba hacia la ciudad de Euna, mandó mensajeros a dicha ciudad de Euna para que recibieran en procesión al rey de Francia. Y salió el obispo de Euna con todos los clérigos y legos, y mujeres y niños, con las cruces, a recibir al rey de Francia; pero en lugar de humillarse ante las cruces, arremetieron contra ellos y les destrozaron a todos, clérigos y legos, hombres, mujeres y niños, a causa de su coraje por lo que les había sucedido. Y así veis, señores, con qué devoción y fe en las indulgencias iban ellos, que nuestro Señor verdadero Dios no ha de poder tolerar tal crueldad sin que ello tome venganza. Cuando esto se supo en toda Cataluña, se redoblaron los ánimos de todo el mundo, y pensaron que más les valía morir luchando contra ellos antes que uno solo se rindiera.

Cuando esto estuvo hecho, pasaron otros quince días sin saber qué hacer, y la armada permanecía toda en Coblliure. ¿Qué os diré? La intención del rey fue la de volverse; pero no quiso nuestro Señor verdadero Dios que escaparan a tan buen precio, sino que les abrió el paso para que pasaran y fuesen a morir en poder de sus enemigos.

122. Paso del puerto de la Massana

Ocurrió que cuatro monjes de Tolzá, que estaban en un monasterio que está cerca de Argilers, vieron al rey de Francia, y uno de ellos era abad de aquel lugar (y por esto era de aquella tierra, porque aquel monasterio es sufragáneo del monasterio de la Grassa, que está en el Narbonés, y por esto siempre tienen abad de aquella tierra, cosa que los señores de España harían muy bien en evitar, no consintiendo que en su tierra hubiese ningún prelado que no fuese súbdito suyo), y dijo al rey de Francia:

—Señor, yo y estos otros monjes somos hijos de vuestra tierra y naturales vuestros, por lo que, señor, nos dolería mucho que os volvieseis con tanto deshonor. Por lo que, señor, si os place, os mostraremos un sitio por donde podréis pasar; es verdad que el sitio es fuerte, pero lo menosprecian, y por esto no hay gentes que se os puedan oponer, pues, a lo más, habrá unos cincuenta hombres. Vos, seňor, llevad mucha gente con azadas, layas, picos y hachas; y nada más entrar, uno de vuestros ricos hombres, con dos mil caballos armados y mucha gente de a pie, que lleven delante de ellos a los hombres de las azadas, picos y hachas abriendo camino; y delante suyo que vaya un millar de peones, para que, si fuesen oídos, con ellos se las hayan, a fin de que los que abren el camino no tengan que abandonar su obra. De ešte modo, seňor, es seguro que vos y toda vuestra gente podrá pasar; y en cuanto hayáis un millar de hombres en lo alto del paso, no tengáis miedo de que nadie les pueda echar antes de que vos hayáis subido con toda vuestra caba llería.

Y el rey de Francia díjole:

—Abad, ¿cómo es que sabéis todo esto?

—Seňor —dijo él—, nuestros hombres y monjes van todos los días a aquel lugar a proveer de lefia y de cal, y a veces, cuando hay hombres que quieren pasar al condado, pasan por allí. Este lugar, seňor, se llama el puerto de la Massana, y si preguntáis al conde de Foix, que conoce estas tierras, o a Don Ramón Roger, os dirán que es asi.

Dijo el rey de Francia:

—No preguntaremos a nadie, que harto fiamos en vos, de manera que esta misma noche haremos lo que haya que hacer.

Enseguida mandó llamar al conde de Armanyac, que traía buena compaía de a caballo y de a pie, y al senescal de Tolosa, y les hizo venir; y mandóles que, a medianoche, estuvieran preparados para seguir a aquellos monjes con mil caballos armados y dos mil peones del Languedoc; y que llevasen igualmente a todos los hombres que había en la hueste con azadas, layas, picos, guadañas y hachas, y que fuesen a hacer lo que los monjes les dirían. En cuanto llegó la medianoche, el conde de Armanyac y el senescal con toda aquella gente siguieron a los frailes y empezaron a abrir camino en cuanto llegaron a la montaña. Y dos de los monjes, por un sendero que había, pasaron delante con los peones, y el abad y el otro monje, con hombres de aquel monasterio que conocían la montaña, iban con ellos y abrían camino.

¿Qué os diré? Al rayar el alba, los dos mil peones estaban en lo alto del collado, pues no fueron oídos por los que estaban de guardia hasta que se dieron con ellos, que, si habían guardado mal, bien despedazados quedaron, que de los cincuenta que había sólo quedaron cinco, que huyeron hacia la hueste de Castelló, que estaba en el collado de Bañolas. Cuando los de la hueste de Castelló lo oyeron, todos tomaron las armas, y fue una suerte que en aquel momento el conde de Ampurias había ido a Castelló para ordenar sus lugares y sus castillos, y con él había ido la mayor parte de la caballería y los mejores hombres de Castelló. Pero los que estaban de guardia en el de Bañolas se fueron hacia el collado de la Massana, y al mirar vieron gran aglomeración de gente que ya había subido, y que, de ahora en adelante, nada podría oponérseles. Y pensaron en volver al collado de Bañolas, y desde Tornevels, que estaba ocupado por algunos, levantaron sus tiendas y se volvieron cada cual a su puesto. Enseguida mandaron un mensaje al rey de Aragón, en el puerto de Panissars, haciéndole saber que los franceses habían pasado por el collado de la Massana; y el señor rey de Aragón no lo podía creer, y mandó un millar de almogávares hacia aquella parte, y viendo que el paso ya estaba ocupado por mucha gente, dijeron:

—Por nada nos iremos sin noticias. Aguantemos una noche, y a la madrugada ataquémosles, y hagámosles mucho daño, y llevémonos con vida tres o cuatro prisioneros para que digan al señor rey cómo han ocurrido las cosas.

A todos les pareció bien, y ni durante el día ni por la noche se descubrieron.

Ahora volveré a la hueste del rey de Francia, donde todo se realizó como el abad y los monjes habían dicho. En cuanto la caballería estuvo en lo alto, comunicaron al rey de Francia con mucha alegría que disponían del paso sin obstáculos, y que el camino había quedado arreglado en forma tal que las carretas podrían pasar, de manera que pensase en venir él y toda su hueste. De esto tuvo el rey de Francia gran satisfacción, y enseguida pensó en desplegar la oriflama, y toda la hueste pensó en montar a caballo. ¿Qué os diré? Ved cuánto puede el poder, que en cuatro días habían arreglado el camino que las carretas cargadas pudieron subir.

Al día siguiente, cuando llegó la madrugada, los mil almogávares arremetieron contra ellos, armándose el mayor revuelo del mundo en la hueste del rey de Francia; tanto, que creían que el rey de Aragón había venido. Y veríais despeñarse los caballos armados y las acémilas, de manera que todos creían que estaban perdidos, y desde luego lo estuvieran con sólo que fuesen tres mil los almogávares que habían venido. ¿Qué os diré? Los dos mil sirvientes del Languedoc aguantaron firme juntos, y tomaron un cerro, y en él, cuando fue día claro, se defendieron, sin querer ceder el paso. Cuando con el día vieron que los que habían hecho esto eran una pequeña compañía, se dieron hechos de armas como no hace falta decir; pero las lanzas y los dardos de los almogávares marcaban la pauta. En cuanto los almogávares vieron el gran poderío que allí había y el que iba subiendo (que ya estaban por encima de ellos, en el collado, más de mil caballos armados), replegáronse en una montaña, y los almogávares se llevaron más de diez prisioneros de alta condición, y habían matado o hecho despeñar, entre los de a caballo y a pie, más de tres mil; y cogieron el camino y se fueron al señor rey y contáronle todo lo hecho, y le llevaron los prisioneros, que le explicaron lo ocurrido. El señor rey mandó pregonar por toda la hueste para que todo el mundo recogiera las tiendas y cada cual se volviera a su sitio; y así, de inmediato, todos cumplieron lo ordenado por el señor rey.

El señor rey, con el infante Don Alfonso, y el conde de Pallars, y el conde de Urgel, y el vizconde de Cardona, y el vizconde de Rocaberti, y otros ricoshombres de Cataluña, se fueron a Peralada.

Cuando estuvieron en Peralada, llegó un mensaje del monasterio de Sant Quirc, que estaba en el llano, pasada la montaña del puerto de la Massana, diciendo que el rey de Francia estaba en el monasterio de Sant Quirc con toda la caballería. ¿Qué os diré? Que el rey de Francia estuvo en aquel lugar del monasterio de Sant Quirc ocho días, que no quiso moverse antes de saber que su hueste de a caballo y a pie y de carretas y acémilas hubo pasado, y hasta saber que su armada había llegado al puerto de Rosas, que es el mayor y más grande de Cataluña, pues en él podrían caber todas cuantas embarcaciones había mandado construir; y esto lo hacía el dicho rey para que los víveres no le llegasen a faltar.

123. Sitio de Peralada

Cuando toda la gente hubo pasado y estuvieron todos reunidos en Sant Quirc, la hueste se movió en orden de batalla, como si todos hubiesen de combatir, y se dirigieron, ordenados y armados, directamente a Peralada, y atendáronse de Garriguells a la Garriga, y de la Garriga a Vallgornera, y de Vallgornera a Pujamilot; y así quedaron todos atendados en aquella hermosa llanura de los Aspres de Peralada. Seguro que nunca se pudo ver mejor que en aquella ocasión lo que era la hueste del rey de Francia como se veía desde Peralada, que no había ninguna tienda que no pudiese ser vista desde los muros de Peralada. Cuando el señor rey de Aragón les vio así todos, levantó los ojos al cielo y dijo:

—¡Ay, Señor y verdadero Dios! ¿Qué es esto que veo delante de mí? No creía que tanta gente se pudiese reunir en un día.

Asimismo vio todas las naves en el golfo de Rosas, que eran de número infinito. Y entonces el señor rey dijo:

—¡Señor y verdadero Dios, plázcaos no desampararme antes que vuestra ayuda esté conmigo y con mis gentes!

Y tal como el señor rey se maravillaba, así hacían todos aquellos que lo veían, pues el mismo rey de Francia y aquellos que con él estaban se maravillaban, pues nunca se habían visto reunidos como lo estaban en aquella llanura, pues en aquel llano no hay un solo árbol, que todo son campos de labranza, ya que así es Peralada, pues de una parte, llegando hasta la mitad de la villa, están los campos de labranza, y de la otra están los ríos, que pasan cerca de la huerta, la cual es digna de ser vista. Y no era extraño que fuese tan grande la aglomeración de gentes, pues había más de veinte mil caballos a sueldo del rey de Francia y de la Iglesia, y más de doscientos mil hombres de a pie, además de una infinidad de gentes de a pie y a caballo que habían venido por las indulgencias que podían ganar, que eran de pena y culpa.

Cuando estuvieron todos asentados y atendados y la armada hubo tomado la villa de Rosas, metieron sus víveres por las casas. El señor rey de Aragón dijo al infante Don Alfonso que tomara quinientos caballeros y una compañía de a pie y que atacase a la hueste. El señor infante tuvo la mayor alegría de su vida, y llamó al conde de Pallars, y al conde de Urgel, y al vizconde de Cardona, y a Don Guillermo d’Anglesola, y al vizconde de Rocaberti, y díjoles que se preparasen, que él quería, al despuntar el alba, acometer a la hueste, y cada uno de ellos tuvo una gran satisfacción. El señor rey llamó al conde de Ampurias, que había venido tan pronto como supo que los franceses habían pasado, y a los otros ricoshombres y les dijo:

—Barones, ahora mismo vamos a armarnos, y con nuestros caballos iremos a las barreras, para que podamos prestar ayuda a éstos, si es que la necesitan. Y los demás ricoshombres y barones, haced lo mismo.

—Señor —dijeron el conde y los demás—, bien decís.

De modo que, por la mañana, mientras amanecía, el señor infante, con la caballería que se le había ordenado, salió de Peralada y atacó a la hueste por un lado. En la hueste montaban la guardia mil caballos armados, que guardaban la hueste. Tan pronto como empezó el ataque, hubieseis visto derrocar tiendas, y a los hombres de a pie, más de dos mil, que con él habían salido, matar gente y romper cofres y pegar fuego a las barracas. ¿Qué os diré? Que el griterío fue grande, y al oír los gritos, vinieron los mil caballeros de la guardia, y entonces vierais hechos de armas tantos que en menos de una hora los del infante Don Alfonso mataron más de seiscientos de los mil, y ni uno sólo hubiese escapado si no fuera por el conde de Foix, el conde de Estarac, el conde de Comenge y el senescal de Miralpeix, y Don Jordán de la Illa, y Don Roger de Comenge, y toda la caballería del Languedoc, que llegaron muy bien armados en orden de batalla. Y no penséis que viniesen así como hacen los nuestros cuando salen por apellido 30, que uno no espera al otro, sino que ellos lo hicieron a buen paso, como caballeros experimentados, presentando batalla y dirigiéndose hacia la bandera del señor infante. El señor infante, enardecido con su buena caballería, quiso arremeter con el estandarte contra ellos, pero el conde de Pallars y los demás no se lo consintieron. ¿Qué os diré?

Difícilmente podían contenerle para que no atacara, hasta que el conde de Pallars lo tomó por el freno y le dijo:

—¡Ah, señor! ¿Qué intentáis? Por poco nos convertiríais en traidores.

Y con buena intención hízole volver, y replegóse toda su comitiva.

Entre tanto, el señor rey había salido de Peralada con el conde de Ampurias y otra caballería para recibir al señor infante. ¿Qué os diré? Ordenadamente se volvieron dentro de las barreras de Peralada, y el último que entró, con el estandarte y con la compañía, fue Don Dalmacio, vizconde de Rocaberti, que era señor de Peralada, y junto con él, Don Ramón Folc, vizconde de Cardona, con su estandarte. Y ellos dos conjuntamente mandaban la retaguardia, de manera que, gracias a Dios, todos entraron, con gran alegría, sanos y salvos en Peralada, que no habían perdido más que tres caballeros y cinco hombres de a pie, y habían matado más de ochocientos caballeros y un sinnúmero de hombres de a pie. ¿Qué os diré? Que de tal modo se ejercitaban, que todos los días vierais hacer torneos junto a las barreras de caballeros y hombres de a pie, que todo el mundo tenía que maravillarse. Esto duró cinco días, durante los cuales ningún hombre pudo entrar ni salir de Peralada por la parte de la huerta, que si entraba algún francés u hombre de la hueste del rey de Francia, nunca salía ninguno que no acabase muerto o prisionero. Hay que pensar que la huerta de Peralada es la huerta más fuerte que pueda haber en el mundo, pues no hubo hombre que en ella entrara que no estuviese perdido si querían los hombres de Peralada, pues ellos son los únicos que conocen los pasos, que no pueden saber aquellos que no han nacido ni se han criado en la villa.

124. La gesta de la Mercadera

He de contaros una maravilla que ocurrió de verdad, para que estéis tan seguros de ella como si cada uno la hubiese visto. En Peralada había una mujer, que yo conocí y vive todavía, que era llamada la Mercadera, porque tenía un obrador de mercería, y era una mujer muy lista, alta y robusta. Un día, mientras estaba la hueste delante de Peralada, salió de la villa y se fue a su huerto a por berzas; y vestía una gonela de hombre y cogió una lanza y una espada, que se ciñó a la cintura, y un escudo al brazo; y de esta forma fuese al huerto. Cuando estuvo en el huerto, de pronto oyó sonar unas campanillas, y sorprendióse; enseguida dejó de arrancar berzas y fue hacia aquella parte para saber de qué se trataba; y miró, y vio que en la reguera que había entre su huerto y otro, un caballero francés, con su caballo armado con el petral lleno de campanillas, iba de un lado para otro sin saber por dónde salir. Ella que le vio, se colocó en un paso obligado y le arreó tal golpe de lanza por las faldas del muslo que le atravesó a él y a la silla y se apuntó en el mismo caballo. Hecho esto, el caballo se sintió herido, y levantóse de manos y por detrás, en forma tal que el caballero hubiese caído si no estuviera atado con una cadena en la silla. ¿Qué os diré? Ella echó mano a la espada y se vino a otro portillo y fue a herir al caballo por el cabezal, y el caballo quedó atronado. Ella cogió al caballo por las riendas y gritó:

—Caballero, sois muerto si no os rendís.

El caballero túvose por muerto; echó al suelo el bordón que llevaba y se le rindió. Ella recogió el bordón y sacóle la lanza del muslo, y de este modo le condujo hasta dentro de Peralada. De todo esto quedaron muy alegres y satisfechos el rey y el infante Don Alfonso, y le hicieron contar muchas veces cómo lo había apresado. ¿Qué os diré? El caballo y las armas fueron suyas, y el caballero fue rescatado por doscientos florines de oro, que fueron para ella. Y por este hecho podéis colegir si la ira de Dios estaba contra ellos.

125. Incendio y saqueo de Peralada

Pasados que fueron estos cinco días, todos los condes, ricoshombres y barones dijeron al señor rey que no estaba bien que él y el infante Don Alfonso estuviesen en Peralada, y que era mejor que se fuesen a poner orden en las tierras, y asimismo dijeron al conde de Ampurias y al vizconde de Rocaberti, que fuesen a reforzar sus castillos, puesto que con los castillos se podría causar gran daño a los enemigos, y que Don Ramón Folc, vizconde de Cardona, que se había ofrecido para guardar y defender la ciudad de Gerona, fuese a ordenar y establecer dicha ciudad, pues bastaba con que en Peralada quedasen dos ricoshombres con sus compañías. ¿Qué os diré? Que se ordenó todo eso, y el señor rey quiso que el conde de Pallars y Don Guillermo d’Anglesola quedasen en Peralada, junto con Don Arnaldo de Cortsaví, Don Dalmacio de Castellnou; y Don Gilberto de Castellnou, que era muy joven entonces, no se separó del señor rey. Puede decirse que en Peralada quedaron cuatro ricoshombres que contaban entre los mejores caballeros del mundo; y se dispuso después que Don Arnaldo de Cortsaví y Don Dalmacio de Castellnou fuesen a fortalecer sus puestos, pues bastaba que en Peralada quedasen el conde de Pallars y Don Guillermo d’Anglesola.

De manera que, por la mañana, en cuanto clareó el día, el conde de Ampurias fuese a su condado para ordenar Castelló y otros lugares. Y el vizconde de Cardona marchóse a Gerona, metióse dentro y la limpió de mujeres y niños, y cogiendo a su lado muy honrados caballeros y muy honrados ciudadanos que mucho le querían, estableció muy bien la Torre de Gironella y toda la ciudad. Igualmente, el vizconde de Rocaberti fue a fortalecer sus castillos, y el vizconde de Castellnou y Don Dalmacio de Castellonu hicieron otro tanto, al igual que Don Arnaldo de Cortsaví.

Cuando todo esto estuvo ordenado y que, llorando, se hubieron despedido del señor rey, el señor rey estuvo dispuesto para salir al día siguiente y mandó reunir al consejo en Peralada. Exhortóles entonces y les dijo muy certeras palabras, y les reconfortó y animó, y les requirió para que obrasen bien, y se despidió diciéndoles que por la mañana se iría con el señor infante y con todos. Y, entonces los prohombres de Peralada le dijeron:

—Señor, no os dé cuidado este lugar, que el lugar es fuerte y bueno y bien provisto de víveres y de gente, y, con la ayuda de Dios, nosotros haremos tanto que mantendremos inmovilizado al rey de Francia, que no podrá seguir más adelante; y si lo intenta, nosotros le cortaremos los caminos y le mataremos las recuas de los víveres.

Y el señor rey agradeció mucho lo que le dijeron.

¿Qué os diré? Los almogávares que estaban con el señor rey eran unos cinco mil, y el señor rey había ordenado que se quedaran en Peralada; pero de ello, los almogávares, a quienes se había ordenado que se quedaran, se sintieron muy dolidos, porque tenían que permanecer dentro y se les iba el ánimo con la ganancia que los otros obtendrían sobre los franceses con las incursiones nocturnas, y pensaron en dar otra solución al asunto. Y ahora oiréis la gran maldad que cometieron; que cuando llegó la medianoche, cuando el señor rey y el señor infante estuvieron fuera de Peralada y ya podían haber llegado a Vilabertrán o a Figueras, pusieron fuego en más de un centenar de puestos distintos de la villa, gritando:

—¡Salir! ¡Salir!

¿Qué os diré? Las buenas gentes, hombres y mujeres, que dormían en sus camas, oyeron el grito de ¡a fuera!, y vieron la villa abrasarse en el fuego, cada uno y cada una pensaron en salvar a su hijo o a su hija, y los hombres a su esposa y a sus hijos. Y los almogávares decidieron coger lo que pudiesen con el saqueo. ¿Qué os diré? Toda la villa ardió y se quemó, que, salvo las murallas, no quedaron diez albergues en pie. Y fue una gran desgracia, pues la villa de Peralada era de las más antiguas, ya que, desde que Carlomagno y Roldan la conquistaron, no fue de los sarracenos, sino que la verdad es que el monasterio de Sant Quirc lo hizo Carlomagno y lo dotó con Peralada y con otras tierras del Peraladés y del condado de Ampurias.

Mientras el fuego cundía por la villa, toda la gente salió y quedó solamente una buena mujer, que se llamaba Palomera, que se dirigió al altar de Santa María, por la que sentía gran devoción, y dijo que allí quería morir, y tal como lo dijo lo cumplió por amor a ella. Aquella noche, el rey de Francia y toda la hueste, al ver el gran fuego, se maravillaron, y toda la noche permanecieron montados en sus caballos y armados. Y cuando se hizo de día, vieron que toda la villa ardía y comprendieron que la habían abandonado y entraron dentro y apagaron el fuego como pudieron. Los que eran buenos, dolíanse de que un lugar tan bello y tan bueno se hubiese quemado; de modo que se formaron dos empeños, que los buenos apagaban el fuego y los malvados lo encendían. Y de este modo llegaron a la iglesia y encontraron a aquella buena mujer que tenía abrazada la imagen de Nuestra Señora Santa María y vinieron los malvados picardos, que era la peor gente de la hueste, y despedazaron a la buena mujer sobre el altar, y luego ataron las caballerías a los altares y cometieron toda clase de inmundicias, de lo cual fueron muy bien pagados por Dios, como se verá más adelante.

Cuando el señor rey de Aragón y el señor infante y los caudillos todos supieron que así había sido destruida y quemada la villa de Peralada, estuvieron muy disgustados; pero los tiempos eran tales que nada se podía hacer. Por esto, en todos los tiempos, sea quien sea rey de Aragón, se siente obligado a conceder muchos bienes a la villa de Peralada en general, y en especial a todo el mundo que sea de ella, e igualmente al señor de Peralada, como nos consta, pues en servicio del rey de Aragón perdieron todo cuanto tenían. Que yo y otros que en aquella hora perdimos y perdemos gran parte de lo que teníamos no hemos vuelto a ella para habitarla, sino que hemos ido por el mundo buscando fortuna con mucho daño y mucho trabajo y muchos peligros que hemos pasado, y de los cuales la mayor parte han muerto en estas guerras que la casa de Aragón ha tenido.

126. Rendición de Castelló de Ampurias

Cuando el señor rey de Aragón hubo salido de Peralada y de Vilabertrán, tomó el camino de Castelló y fuese a Castelló y encontró al conde que no sabía qué hacerse cuando supo que Peralada había sido quemada y desamparada, y los hombres de Castelló igualmente, pues bien sabían todos que si Peralada había sido abandonada no podrían sostenerse contra el poder del rey de Francia; pero si Peralada no hubiese sido abandonada, creían que hubiesen podido aguantar y, entre ambos lugares, no hubiese sido poca la mala ventura que dieran a los franceses. De modo que cuando los prohombres de Castelló supieron que Peralada había sido quemada por los almogávares, se fueron a su señor el conde y le dijeron:

—Señor, decid al señor rey de Aragón, que viene, que si él y los caballeros quieren entrar en la villa, pueden hacerlo; pero no queremos que un solo almogávar ponga el pie en ella, pues harían con nosotros la misma jugada que han hecho con los de Peralada. Y os rogamos nos deis consejo sobre lo que queréis que nosotros hagamos; que si vos lo queréis, estamos prestos y preparados para abandonar Castelló y seguiros con nuestras esposas e hijos, y nosotros mismos pegaremos fuego a la villa; pues preferimos quemarla nosotros y llevarnos lo que podamos que no que los almogávares nos destrocen, tal como han hecho con los buenos hombres de Peralada y las buenas mujeres, que, cuando salían con vasos de plata y tazas y vestiduras, en cuanto estaban fuera del portal se lo quitaban. De modo que no ha de complacer al señor rey ni a vos que lo mismo hagan con nosotros.

El conde respondió y dijo:

—Yo saldré al encuentro del señor rey y que salgan veinte entre vosotros, que hablen por toda la villa y veremos lo que el señor rey querrá y ordena, que todo cuanto él quiera quiero yo que sea hecho.

—Señor —dijeron los prohombres—, decís bien.

Enseguida cabalgó el conde y fueron con él veinte prohombres de los mejores de Castelló; y encontraron al señor rey que estaba cerca, y llevándolo aparte, el conde y los prohombres llamaron al infante Don Alfonso, que también estaba, y todos los prohombres que había. Y comenzaron los hombres buenos a decir al conde lo que ya le habían dicho; y cuando el conde les hubo escuchado y ellos hubieron terminado sus razonamientos, el conde dijo al señor rey:

—Señor: Bien habéis oído lo que estos prohombres han dicho, y yo, señor, les responderé delante vuestro lo que les respondí en vuestra ausencia: que les garantizo que lo que vos, señor, queréis decir y mandar, sobre ellos y sobre todo el condado, así quiero que se cumpla. Y si vos queréis que yo mismo prenda el fuego, incontinente quedará hecho, que por cierto mientras me quede vida en el cuerpo, de vuestro camino no me apartaré.

Y el señor rey respondió:

—Señor conde, bien hemos oído lo que estos prohombres de Castelló os han dicho, y os decimos a vos y a ellos que de la destrucción de Peralada estamos tan disgustados que diez veces lo que Peralada valía lo daríamos para que esto no hubiese ocurrido; pero los tiempos son tales que nada podemos hacer contra aquellos que lo han hecho. Comprendemos que nos y los nuestros, y para siempre, estamos obligados a restituir al señor de Peralada y a toda la comunidad y a cada uno en particular; que bien sabemos que ellos no han perdido lo suyo por nada en lo que ellos tengan culpa, sino por esta guerra que es exactamente nuestra y por nuestros asuntos y de nuestros hijos y no por nada que a ellos pertenezca. Por lo que ante Dios y el mundo nos tenemos por obligados a la restitución; y si Dios nos da vida y nos saca con honra de esta guerra, nos y los nuestros daremos buena enmienda a ellos y los suyos. Así, pues, si a esto nos tenemos por obligados, ¿cómo podríamos querer que Castelló se perdiera? Cada uno de vosotros puede pensar que por nada lo querríamos. Y concedemos que, si Peralada no hubiese sido desamparada, Castelló se podría mantener, que entre las dos villas había muy buena gente, y los de los lugares de afuera, bien se podrían mantener con los castillos que hay alrededor, y nuestra gente, que todos los días les obligarán a dar muchos asaltos. Pero, puesto que ha ocurrido este desastre de Peralada, no creemos que Castelló se pueda mantener contra el poder del rey de Francia. Por lo que os mandamos, señor conde, que vos deis licencia para que los hombres de Castelló se rindan al rey de Francia y yo, por mi parte, les absuelvo de todo aquello a que me estuviesen obligados y vos haced lo mismo con ellos.

Entonces el conde volvióse llorando a los prohombres de Castelló y mandóles y díjoles todo lo que el señor rey había mandado. Y si alguna vez se ha visto duelo y llanto, aquí fue; y nada tenía de extraño, pues se trataba de una muy dura separación.

Así el señor rey, y el conde con él, y el señor infante y toda la compañía fuéronse a Gerona. Y los de Castelló mandaron reunir consejo general y explicaron lo que habían hecho; y antes de salir del consejo designaron al abad de Rosas y al de Sant Pere y mandáronlos a la hueste del rey de Francia y al cardenal, y rogaron al cardenal que sirviera de mediador entre ellos y el rey de Francia.

Él dijo que lo haría con gusto, pues tanto él como el rey de Francia ya empezaban a no exagerar más de la cuenta, pues pensaban que hacía más de tres meses que habían repartido la paga y todavía no habían tomado ningún lugar ni de grado ni a la fuerza, cosa que les sacaba de quicio, pues ellos se figuraban que en cuanto hubiesen pasado los puertos, toda la tierra se dispondría a rendírseles, pero se encontraban con todo lo contrario, que cuanto más les conocía la gente menos les apreciaban; cosa que no les había ocurrido en ningún reino fuera de Cataluña, Aragón y el reino de Valencia; que tan gran congregación de gentes se vinieran contra ellos y que, a pesar de la excomunión y las indulgencias, nadie se les hubiese rendido, y por esto se daban por engañados en su juicio, pues nunca pensaron tener que combatir con gente tan fuerte. De modo que el cardenal sirvió de mediador para los prohombres de Castelló y los abades que les representaban. Y el rey de Francia les recibió en la corona de Francia, bajo su protección y seguridad, no estando a él obligados más que en aquello a que estaban obligados a con el señor conde, y todavía lograron que todos los portales pudiesen tener cerrados, excepto dos, y que ningún hombre de la hueste pudiese entrar si no iba provisto de albalá. Y les hizo entregar diez pendones, que pusieron encima de las puertas y por las murallas en señal de seguridad.

Y todavía el rey de Francia les concedió la gracia de que si él volvía sin conquistar el reino de Aragón, cuando hubiese cruzado el collado de Panissars no le estuviesen en nada obligados de cuanto entre ellos hubiere.

Y de esta manera los abades volvieron a Castelló, trayendo estas seguridades.

127. Sitio de Gerona

Cuando esto estuvo hecho, el rey de Francia fue a atendarse a Gerona y le puso sitio, y las galeras vinieron a Sant Feliu. Pero las naves y las vituallas estaban todas en el puerto de Rosas, que, puesto que Castelló era suyo, no tenían nada que temer. Entonces, cuando el almirante del rey de Francia fue a Sant Feliu, se encontró con que toda la gente había huido a las montañas e hizo pregonar que todo el mundo que fuese de Sant Feliu y de toda la comarca, que quisiera limosna, que viniese y él se la haría. La gente más desmedrada y los pobres y chiquillos vinieron a Sant Feliu en cantidad, y cuando estuvieron aquí y el almirante vio que no venían más, hizo meter a esta gente en casas diciendo que les daría limosna; y cuando estuvieron en las casas les hizo prender fuego, y quemólos a todos. Esta fue la limosna que les hizo. Y de este holocausto podéis pensar si subió el humo al cielo, que no os relataré los hechos porque contarlo da lástima y dolor. Bendito sea Dios, que tanto sufrió, pero que al final tomó cumplida venganza.

Ahora dejaré de hablar del rey de Francia, que ha puesto sitio a Gerona, y volveré a hablar del señor rey de Aragón.

128. Defensas que dispuso el rey Pedro

Cuando el señor rey de Aragón tuvo ordenada y guarnecida la ciudad de Gerona, y hubo puesto dentro como jefe y principal a Don Ramón Folc, vizconde de Cardona, y con él a muchos honrados caballeros y ciudadanos y vio que la hueste del rey de Francia se había atendado por los alrededores y habían ordenado el sitio, el señor rey partió de aquí y fuese a Besuldó y estableció muy bien la villa, y estableció los castillos que había alrededor de Gerona, de modo que daban muy malas madrugadas a la hueste aquellos que el señor rey de Aragón había puesto en los castillos y demás lugares que había establecido, y muy buenas recuas que iban de Rosas a Gerona quebrantaban y destruían. De modo que ¿qué os diré?, que tanto ganaban los hombres de armas con los franceses, y tanto destruían y anonadaban y tan buena caballería y almogavería hacían sobre ellos que, si tal como antes os he contado de Calabria quisiera contároslo, demasiado habría que hacer, si todo querría escribirlo; de manera que me contentaré haciéndoos un resumen. Que de verdad os digo que de tan cerca les vigilaban los de la hueste, que no podían ir los franceses ni a coger hierba ni leña sin que mil caballeros no aparecieran siguiéndoles. E igualmente los que desde dentro les hacían salidas les daban y causaban sobrada desgracia, que no había día que no les atacasen tres o cuatro veces mientras estaban comiendo, e igualmente no les dejaban una sola noche de reposo, de modo que les estropeaban el comer y el dormir. Y parecía, realmente, que la ira de Dios se les cayera encima con tanta enfermedad como se propagó entre ellos, que ésta fue la mayor pestilencia del mundo que nunca mandase Dios a ninguna clase de personas.

Cuando el señor rey de Aragón hubo establecido Besuldó y los otros lugares que estaban alrededor de Gerona y situado la almogavería y los sirvientes de mesnada por aquella frontera, que no os penséis que fuesen pocos, pues habría entre varias partidas más de cincuenta mil almogávares, contando los sirvientes de mesnada, y más de quinientos caballeros y otros quinientos hombres a caballo a la jineta. De tal manera dejó la frontera guarnecida que jamás se vio hueste tan apurada como estuvo la hueste del rey de Francia, ni hubo jamás gentes que alcanzaran tanta ganancia como sacaron de los franceses los que allí dejaba el señor rey de Aragón; y por lo que respecta a los de dentro, podría también contaros maravillas del daño que causaban a la hueste.

Todo esto dejó el señor rey ordenado, y puso como jefe de las gentes que dejó en la frontera al señor infante Don Alfonso, y con él al conde de Ampurias y al vizconde de Rocaberti y al vizconde de Castellnou, a Don Arnaldo de Cortsaví y a Don Guillermo Galcerán de Cartellá, señor de Ostoles y de Pontons, que podemos decir que fue uno de los buenos caballeros que hubo en España, y bien lo demostró en Calabria y en Sicilia muchas veces; que no hubo batalla en Calabria ni en Sicilia en la que él no estuviera y en la que siempre, con la ayuda de Dios, se vencía por su buen consejo y disposición. De este ricohombre, Don Guillermo Galcerán, se podría hacer otro gran libro con las proezas que él realizó, como se hizo de Lanzarote del Lago; y puede comprenderse lo mucho que Dios le quería, que llegó a ser alcaide de Berbería y allí realizó muchos hechos de armas y luego pasó con el señor rey de Aragón a Alcoll y a Sicilia e intervino, como ya os dije, en todos los negocios, tanto que, por su arrojo, le hizo el señor rey de Aragón conde de Catancer y le concedió Dios tanta protección que hasta los noventa años llevó las armas y luego vino a morir en dicho lugar de Ostoles, en la misma habitación donde nació y rodeado de los suyos.

129. Planes de guerra naval

En cuanto el señor rey de Aragón vio que la frontera había quedado bien arreglada y que la marcha de la guerra estaba bien prevista y que la ciudad de Gerona quedaba fuerte y bien abastecida con gente buena, que mucho daría que hacer a sus enemigos, marchóse a Barcelona, y ya en Barcelona mandó llamar a Don Ramón Marquet y a Don Berenguer Maiol, y les preguntó:

—Prohombres, ¿qué es lo que habéis hecho?

Ellos respondieron:

—Señor: Encontraréis armadas doce galeras y cuatro leños, es decir, las diez galeras nuevas que mandasteis hacer y dos viejas que había y hemos hecho reparar.

Y el señor rey les dijo:

—Habéis hecho bien. Ahora decidme: ¿Qué pensáis hacer con estas galeras?

—Señor, vamos a decíroslo —dijeron ellos—. La verdad es que hemos tenido y tenemos nuestros espías en Rosas y en Cadaqués, donde están los franceses; también tenemos en Sant Feliu. Hemos sabido, a ciencia cierta, que el número de galeras del rey de Francia es de ciento cuarenta, de las cuales el almirante del rey ha ordenado que se queden con él en Sant Feliu sesenta armadas, y con su vicealmirante van y vienen otras cincuenta de Sant Feliu a Rosas, que no hacen más que transportar víveres en abundancia junto con barcas y leños que van con ellas de Rosas a Sant Feliu y vuelven con ellas. Por otra parte, tiene cinco en Narbona y en Aigüesmortes y en Marsella para proveerse de víveres y, por ningún motivo, dejan de ir y venir estas naves. El remanente de veinticinco permanecen en el puerto de Rosas bien armadas y aparejadas, para guardarlo, y es su capitán un buen caballero de Provenza, llamado Don Guillermo de Loderna. De este modo tiene el almirante ordenadas y dispuestas sus galeras. Nosotros hemos pensado que, si vos, señor, queréis, con estas doce galeras nuestras y cuatro leños armados hacernos a la mar, y cuando estemos en el mar del cabo de Creus, de día estaremos de vigilancia en el mar y de noche nos acercaremos a Cadaqués. En Cadaqués he dispuesto con Gras, que es el mejor hombre de Cadaqués y que tiene dos sobrinos que se han formado conmigo, que estén en la punta de Portlligat, y allí yo recogeré sus noticias, y he ordenado con Gras que tenga cuatro hombres que no hagan otra cosa que ir y venir de Rosas a Cadaqués y que, todos los días, le expliquen lo que allí se trama. Sabemos que las cincuenta galeras han salido de Sant Feliu para ir a Rosas hace cuatro días y que están en Rosas, donde, a lo más, en seis días han de quedar despachadas. En cuanto nosotros sepamos que han pasado las Medes de Torruella, entraremos en el golfo de Rosas, y al nacer el día atacaremos las veinticinco galeras que están a la punta del puerto, y con la ayuda de Dios y vuestra buena suerte, las cogeremos o allí quedaremos todos. Pues debéis saber, señor, que con este ánimo vamos: o que todos quedemos allí descuartizados o que las apresemos, pues la misericordia de Dios es tan grande y el buen derecho que nosotros, y vos, señor, mantenemos, que por nada puede desfallecer nuestra fe, antes confiamos en abatir el orgullo y la maldad de aquella mala gente. De manera que, señor, encomendadnos a Dios y dejadnos ir, para que mañana podamos partir.

El señor rey estuvo muy satisfecho del coraje tan excelente que estos dos prohombres tenían, y comprendió que todo era obra de Dios, pues no parecía que fuesen hombres con ánimos suficientes para realizar tal proeza; por esto, con buena cara y sonriendo, les dijo:

—Prohombres, estamos muy satisfechos de vosotros y de vuestro buen conocimiento y coraje y nos agrada que se haga así, como vosotros lo habéis dispuesto. Tened siempre confianza en Dios, y Dios nos sacará con honra a nos y a vosotros de este hecho y de otros, puesto que el poder de Dios no está con los otros. Pero, prohombres, por mucho que nos duela tenemos que privaros de una galera y de dos leños, que queremos mandar a Sicilia, a la reina y al infante Don Jaime y al almirante, para darles a conocer nuestra situación y para ordenarle que, de inmediato, el almirante venga con cincuenta o sesenta galeras bien armadas. Y vosotros mandadle decir de nuestra parte, y según vuestro consejo, qué ruta debe tomar y cómo se debe comportar y que no se detenga por nada; y comunicadle el orden que el almirante del rey de Francia ha establecido, pues, con la ayuda de Dios, en cuanto partan las galeras, nosotros les caeremos encima, y, perdiendo el mar, lo mismo les ha de suceder con la tierra y con sus personas. Y ahora, prohombres, podéis y debéis ver cómo las cosas han ocurrido como nosotros os decíamos: que precisamente porque sabían los del rey de Francia que disponíamos de pocas galeras, se dividen en partes ellos mismos, cosa que no harían si nosotros tuviésemos cincuenta, y así, con la voluntad y la ayuda de Dios, nuestra idea podrá realizarse. La galera queremos que vaya por el centro de la mar, sin acercarse a la costa de Berbería ni a la de Cerdeña, y que uno de los leños vaya por la Berbería y el otro por la de Cerdeña. De este modo, por medio de uno u otro les llegará nuestro mandato, de manera que las mismas cartas deben llevar uno que otro. De aquí a mañana por la noche tenedlos preparados, y, en cuanto estén, que partan enseguida. Nosotros mandaremos a nuestro canciller que haga dichas cartas tal como vosotros dispondréis, y nos, además, os mandaremos las cartas que mandaremos a la reina, al infante Don Jaime y al almirante, y hemos de mandarles que obedezcan vuestras cartas como si fueran nuestras y que lo que vosotros aconsejéis que haga el almirante sea lo que se haga.

—Señor —dijeron ellos—, para esto no os duela la galera y los dos leños que nos quitáis, pues es buen consejo el que vos habéis tomado. Y nosotros, con la ayuda de Dios, haremos lo mismo que hubiésemos hecho contando con aquella galera y los dos leños.

Seguidamente el señor rey hizo venir al canciller y le dictó sus cartas y le mandó escribir todo lo que Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol le dirían de parte suya.

En resumen, las cartas fueron éstas (la del señor rey, y las de Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol): escribieron al almirante que viniese con cincuenta o sesenta galeras armadas inmediatamente y que no se retrasara por ningún motivo bajo pena de perder la gracia del señor rey.

De modo que las cartas quedaron hechas aquel mismo día en su totalidad y fueron cerradas y selladas. Por otra parte, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol escribieron al almirante, de parte del señor rey y por su consejo, que pusiera rumbo a Cabrera, y que una vez en Cabrera transmitiera un leño a Barcelona y que en él no contase noticia alguna y fuese su mensajero a casa de Don Ramón Marquet, y que allí encontraría a dicho Ramón Marquet y a Berenguer Maiol, que le dirían lo que tenía que hacer y por qué rumbo. Y si ellos no estuviesen en Barcelona, encontrarían tan buena información como si ellos estuvieran, pues ellos se la habrían dejado. Y así se hizo.

130. Victoria junto a Rosas

En cuanto la galera y los dos leños estuvieron dispuestos, se despidieron del señor rey y de sus amigos, y cada uno llevó sus cartas. Cada uno siguió la ruta que se le había marcado, y navegaron con la gracia de Dios. Así partieron sin que nadie supiera dónde iban, aparte del señor rey, de Don Berenguer Maiol, de Don Ramón Marquet y del canciller y escribano que había hecho las cartas; y Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol embarcaron en las once galeras que les habían quedado y dos leños, y podéis creer que jamás se vieron embarcaciones mejor armadas con gente de mar, sin caballeros, que no había ninguno ni ningún hijo de caballero, como lo fueron aquellas once galeras por los mejores hombres de mar. Se despidieron del señor rey, que los santiguó y bendijo, y los confió a la gracia de Dios; y embarcáronse, y a fuerza de remos se hicieron a la mar, que parecía que hacían rumbo a Sicilia.

Cuando hubieron embarcado y estuvieron en el mar, en forma que desde Cataluña no se les pudiese ver, a impulsos de un buen lebeche, izaron velas e hicieron rumbo hacia el cabo de Creus.

¿Qué os diré? Que entre la noche y el día siguiente estuvieron en el mar del cabo de Creus, a unas veinte millas dentro del mar, frente al cabo. Cuando el sol se hubo puesto, con las velas se acercaron a tierra y pusieron rumbo a Cadaqués, y, como la brisa era del siroque, a la hora de oración estuvieron a dos millas cerca de Cadaqués. Enseguida Don Ramón Marquet, en uno de los leños armados, lo puso junto a la punta de Portlligat, donde estaban dos primos hermanos del tal Gras, y ellos habían acordado ya la señal que le harían a Gras por medio de dos sobrinos suyos, y todo esto podía hacerlo Gras porque era el señor de Cadaqués, que pertenecía al conde de Ampurias, y, por lo tanto, ahora pertenecía al rey de Francia, y lo que hacía lo hacía por mandato de su señor el conde de Ampurias. Y quien es señor y mayor de una villa o un castillo puede hacer lo que quiere de día y de noche, de modo que sus sobrinos y estos dos parientes que habían venido con Don Ramón Marquet, indudablemente, podían realizar su cometido, pues nada tenían que temer. De modo que cuando aquellos dos primos de Gras llegaron a Cadaqués y hubieron dado la señal, los dos sobrinos salieron a su encuentro, y fueron juntos a encontrar a Don Ramón Marquet y don Berenguer Maiol. Y como Dios quería proteger los asuntos del rey de Aragón y destruir el orgullo de los franceses, no hizo falta más.

En cuanto Don Ramón Marquet vio a éstos que se comportaban como criados suyos, les dijo:

—Barones, sed bienvenidos. ¿Qué nos contáis de nuestros enemigos?

—Señor, estad seguros que jamás hubo hombre que viniera con más oportunidad de como habéis venido vosotros. Sabed que ayer por la mañana partieron las cincuenta galeras de Rosas con muchas barcas y leños y, con la brisa, pasaron las Medes de Torruella. Nosotros las vimos pasar y todo el día tuvieron que hacer un gran esfuerzo con el viento para hacerse a la mar; luego cambiaron y ayer navegaron todo el día, de modo que creemos deben haber pasado ya el cabo de Aiguafreda.

—Y ahora —dijo Don Ramón Marquet—, ¿qué nos contáis de Rosas?

—Señor —dijo uno de aquellos dos hermanos sobrinos de Gras—, ayer estuve en Rosas, y cuando las cincuenta galeras hubieron salido, no quedaron más de veinticinco galeras, que seguramente están bien armadas con caballeros y hombres de a pie y de mar, gente buena que están de guardia en el puerto; y es su capitán un noble de Provenza, que se llama Don Guillermo de Loderna.

—Ahora —dijo Don Ramón Marquet— explicadme cómo están por la noche.

—Con las velas enjuncadas 22, así permanecen hasta que sale el sol al día siguiente, y así están todos los días. Esta es la orden que tienen, y puedo asegurároslo, pues he estado más de diez noches en las galeras, donde tengo amigos, y siguen siempre la misma orden.

—Entonces, prohombres, ¿qué aconsejáis que hagamos?

—Os rogamos que si vais a ir allí y vais a combatir con ellos que permitáis que subamos con vosotros, pues estamos seguros que si os lo proponéis con ánimo, todos son vuestros, contando con la ayuda de Dios y la buena fortuna del rey de Aragón.

—Barones —dijo Don Ramón Marquet—, ya es bastante que estos dos primos hermanos vuestros estén con nosotros y no conviene que vosotros os separéis de vuestro tío el señor Gras; estad seguros que si Dios nos los entrega, vosotros llevaréis mejor parte que si estuvierais con nosotros.

De manera que iros en buena hora, que nosotros por la mañana estaremos con ellos con la ayuda de Dios, que estará con nosotros. Y saludad a vuestro tío.

—Señores —dijeron ellos—, mayor favor nos haríais si nos llevarais.

Y dijo Don Ramón Marquet:

—Por cierto que no lo haremos, pues en las batallas no nacen hombres y no queremos de ningún modo que el señor Gras vea de vosotros más que cosas agradables.

Con esto les encomendaron a Dios, y los dos sobrinos fueron a contar al señor Gras todo lo que habían dicho y hecho. Y el prohombre señor Gras les dijo:

—Ay, señor, ¡bendito y verdadero Dios, que sois todo verdad y justicia! Ayudadles, dadles la victoria y libradles de todo mal.

Y cuando hubo dicho esto, los dos sobrinos cogieron veinte criados y, costeando por tierra, se fueron a ver la batalla.

Las galeras empezaron a bogar, y al despuntar el día estaban delante de las veinticinco galeras.

Dos leños de Don Guillermo de Loderna, que estaban de guardia, las vieron, y habiendo contado las galeras, se fueron a él, y le dijeron:

—Señor: ¡Levantaos! Mandad armar a vuestra gente, que tenemos delante once galeras y dos leños que vienen. Seguro que son las once galeras y los dos leños de Don Ramón Marquet y de Don Berenguer Maiol, de las que recibimos noticia que habían salido de Barcelona.

De inmediato, Don Guillermo de Loderna mandó tocar las trompas y las nácaras e hizo armar a todo el mundo. Entretanto se levantaba el día, y unas galeras vieron a las otras, y Don Guillermo de Loderna hizo desenjuncar las velas y se enfrentó con las once galeras, que estaban fuera, a fin de que no pudiesen tomar tierra. Don Guillermo de Loderna vino contra las once galeras con quince de las suyas, y las amarró por delante, y había ordenado que las otras diez galeras atacasen por la popa, y así las tendrían en medio, de manera que no podrían escapar; cosa que, sin duda, estaba muy bien ordenada. Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol mandaron abarloar sus galeras con amarras largas, y del mismo modo obraron con los remos, a fin de que los enemigos no se pudiesen meter entre ellos. Así, cuando quisieran, podrían largar remos y con los ballesteros de tabla cascarles, y cuando vieran que les habían bien cascado, largasen remos y se acostasen enseguida, y así se hizo.

Por cierto, que quiero que cada uno sepa, y os lo dice quien ha visto muchas batallas, que los ballesteros de tabla deciden de las batallas cuando las galeras ponen los remos en amarras. Por lo que siempre, sea quien sea el almirante o capitán de las galeras de los catalanes, se comportará sabiamente si no lleva sobresalientes 3I en las galeras, sino ballesteros que sean de tabla, pues los ballesteros de tabla van descansados, y con sus ballestas y saetas puntiagudas y demás proyectiles, bien arregladas y dispuestas y emplumadas, y mientras las galeras bogan, ellos están tensando su ballesta. Que los ballesteros catalanes son tales que sabrían hacer una ballesta nueva y cada uno sabe tensar su ballesta, hacer viras y dardos, y cuerdas, y encordar y atar y todo cuanto al ballestero corresponda, pues los catalanes no admiten que sea ballestero nadie que no sepa del principio al fin todo lo que a la ballesta se refiere. Por esto lleva todo su arreo en una caja, como si tuviese que instalar un taller de ballestería, y ninguna otra gente tiene esto, pues los catalanes lo aprenden desde que les amamantan y la demás gente del mundo no lo hace, por cuyo motivo los catalanes son los más soberbios ballesteros del mundo. Por lo que los almirantes y los capitanes de las armadas catalanas deben dar todas las oportunidades para que se conserve esta habilidad singular que las otras gentes no tienen y no permitir que disminuya. Por lo que no conviene que tales ballesteros boguen como terceros, pues si lo hacen, pronto pierden la gracia de la ballesta. Todavía, los ballesteros de tabla tienen otra calidad, pues cuando ven algún gaviero o remero de banco en su línea, que está fatigado y desea comer o beber, el ballestero bogará en su puesto hasta que aquél haga lo que tenga que hacer. De este modo los ballesteros van frescos y reposados y hacen que la chusma vaya fresca y reposada. No digo que en una armada no sea bueno que haya diez galeras por centenar con sobresalientes, para que puedan dar alcance a las galeras que se les pongan delante, de modo que bastan dos, para veinte, y no más.

Por esto, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol, que tenían experiencia de eso, actuaron como debían actuar en galeras catalanas, de modo que las galeras estaban proa contra proa, y las otras diez que estaban en la popa no podían entrar entre ellas gracias a los remos, que estaban bien amarrados. En las proas y en las popas era de ver las lanzas y saetas, que salían de manos de los catalanes tan bien templadas que todo cuanto alcanzaban traspasaban, y entre tanto, los ballesteros maniobraban en forma que no erraban un solo disparo. Los de las galeras de Don Guillermo de Loderna estaban con la espada y el bordón en la mano, sin poder hacer otra cosa, y cuando había alguno que tomase la lanza o el dardo, sabían tan poco de su manejo que tan pronto la arrojaban por la contera como por el hierro.

Tanto duró la batalla, que Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol vieron que las cubiertas de sus enemigos quedaban, en gran parte, barridas por los ballesteros, que les habían fuertemente herido, y de los pundonorosos que quedaban, muchos mejor era que se hicieran medicar que no que combatieran. Cuando vieron esto, hicieron tocar la trompeta de su galera, que ésta era la señal convenida, que cuando sonara la trompeta de la galera de Don Ramón Marquet y de Don Berenguer Maiol, todo el mundo largara remos y embistiera a los enemigos de flanco. Así se hizo, y cuando las galeras se hubieron mezclado, vierais las estocadas de los bordones y de las espadas, y dar con las mazas, y los ballesteros de tabla dejaron estar sus ballestas y se lanzaron al abordaje de sus enemigos.

¿Qué podría deciros? La batalla fue muy cruel y fuerte desde que se hubieron acostado; pero por fin los catalanes, con la ayuda de Dios, que estaba con ellos, vencieron, de manera que se apoderaron de todas las galeras, siendo el resultado de la batalla que, de la parte de Don Guillermo de Loderna, murieron más de cuatro mil personas, y de la de los catalanes, cerca de cien y no más.

De modo que cuando hubieron vencido la batalla y cuando hubieron hecho prisionero a Don Guillermo de Loderna y algunos caballeros más, pues eran pocos los que habían quedado con vida y todos estaban malheridos, sacaron las galeras fuera, y cuando estuvieron muy afuera, vinieron hacia una punta que está muy cerca de Cadaqués, y allí salió la gente a tierra y refrescaron con gran gozo y alegría, celebrando las grandes ganancias que habían hecho. Y los dos sobrinos del señor Gras, con los veinte sirvientes, vinieron hacia ellos, y Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol, reservadamente, mandaron a Gras mil florines de oro, y otros mil los dieron a los sobrinos suyos, y esto así se hizo para que ninguno de los veinte que con ellos habían venido se enterase de nada, antes cuando a ellos se acercaron lo hicieron en forma que pareciera que de nada se conocían, a fin de que aquellos veinte no les pudieran acusar. Y sus primos hermanos, que estaban en las galeras, ganaron mucho, pero aparte de lo que ganaron, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol les dieron a cada uno doscientos florines de oro y otras cosas. De modo que los sobrinos del señor Gras se volvieron a Cadaqués alegres y satisfechos, y le dieron a su tío los mil florines de oro, y le contaron todo lo ocurrido. Y el prohombre tuvo gran satisfacción y alegría, pero no se atrevió a manifestarlo.

131. Fracasa el auxilio de las otras cincuenta galeras

Cuando la gente de las galeras hubo refrescado y reconocieron todos los prisioneros que habían hecho y cuanto habían cogido, tocó la trompeta y pensaron en embarcar.

La verdad es que, mientras se hacía la batalla de Rosas, fueron dos barcas armadas a las cincuenta galeras y contaron lo ocurrido; de modo que las dos barcas alcanzaron las cincuenta galeras más allá del cabo de Aiguafreda, en una cala que tiene Tamariu por nombre, que es escala de Palafrugell, y allí les dieron estas noticias. Inmediatamente las cincuenta galeras volvieron hacia Rosas, y cuando hubieron pasado el cabo de Aiguafreda, vieron las galeras de Don Ramón Marquet en el mar, que arrastraban las veinticinco galeras y seguían su camino. Don Ramón Marquet era uno de los buenos marinos del mundo, y calculando todo lo que luego sucedió, o sea que los hombres de Rosas mandarían barcas a las galeras y las harían regresar, por la noche, a favor del viento, metióse cuanto pudo en el mar, de manera que si las galeras volvían sobre ellas, cuando quisieran atacarles, ellos se encontrarían a barlovento. Así ocurrió que cuando las cincuenta galeras les vieron, como antes os he dicho, tuvieron que avanzar a remo. Como estaban muy armadas, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol vieron que, si arrastraban todas las veinticinco galeras, no podrían escapar, por lo que echaron a pique catorce galeras con todo lo que había y retuvieron once, o sea una por cada galera. El viento les empujó hacia fuera e izaron velas las veintidós y se decantaron a lo alto tanto como pudieron, de manera que las cincuenta galeras que vieron eso y el viento que se puso fresco, pensaron que nunca se las podrían coger y que les avanzaban mucho a barlovento, por lo que, con mucha pena, se volvieron a Rosas, donde encontraron las naves y leños desamparados, que si hubiese habido otras once galeras de catalanes hubieran hundido y quemado la totalidad de las naves.

De modo que reforzaron el lugar dejando allí veinticinco galeras, y con las otras veinticinco se fueron a Sant Feliu, con aquellas barcas y leños que habían dejado en Tamariu.

132. Disgusto del rey de Francia y disputa con el cardenal

Cuando el rey de Francia y el cardenal lo supieron, tuviéronse por muertos, y dijo el cardenal:

—¡Ay, Dios! ¿Qué demonios son esta gente que tales hechos realizan?

Y dijo el rey de Francia:

—Cardenal, ésta es la gente más leal a su señor que en el mundo haya, y vos podríais hacer de ellos picadillo antes de conseguir que tolerasen que su señor, el rey de Aragón, perdiera sus tierras.

Y así, tanto por mar como por tierra, veréis muchos de estos latigazos, por lo que os digo que es una empresa loca la que vos y yo hemos acometido. Y vos sois en parte responsable de este hecho, pues vos lo tratasteis y urdisteis con nuestro tío el rey Carlos, que esta gente y sus hechos han hecho morir con gran dolor. Y Dios quiera tal paga, como a él, no nos corresponda.

Y el cardenal no supo qué contestar, pues bien sabía que el rey de Francia le decía la verdad, de modo que se callaron.

Cuando el almirante del rey de Francia supo esto, no hace falta que os diga con qué miedo estaba; pero ordenó que tal cual iban las cincuenta galeras de Sant Feliu a Rosas, fuese y viniese él con ochenta y cinco galeras, y que las veinticinco permaneciesen siempre en Rosas. Y así se hizo en adelante, de modo que el almirante Don Roger de Lauria tendría que batirse con mayor número a la vez de lo que el rey de Aragón y Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol se figuraban.

Y así he de dejar estar al almirante del rey de Francia y volveré a hablar de Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol.

133. Llegada a Barcelona

Cuando Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol vieron que las cincuenta galeras habían abandonado su caza, desplegaron velas y largaron la costa camino de Barcelona. ¿Qué podría deciros? Entre aquel día y la noche y el día siguiente, a hora de tercia estuvieron a la vista de Barcelona, y cuando les vieron, los de la ciudad tuvieron mucho miedo de que las once galeras no se hubieran perdido y todos estaban muy desalentados. Pero el señor rey, a quien le apretaba el corazón más que a ninguno, vino a caballo a la marina con gran caballería y esperóles, y contó que había veintidós velas grandes y dos leños. Y todo el mundo pudo contarlas, y se animaron, pues el señor rey les dijo:

—Barones, cobrad buen ánimo, que éstas son nuestras once galeras que traen otras once galeras, y he aquí sus dos leños que traen.

Entre tanto, los dos leños tomaron tierra y fueron hacia el rey, que comprendieron que estaba a la orilla del mar, y diéronle la buena noticia, y el señor rey les hizo dar buenas albricias. Y cuando las galeras estuvieron cerca de tierra, desarbolaron y se desembarazaron y, a remos, entraron con las otras, con la popa por delante y arrastrando las banderas. La fiesta que se hizo en Barcelona fue grande, y Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol acudieron al señor rey y le besaron el pie, pero el señor rey se inclinó y fue a abrazarles y les recibió con buena cara y hermoso semblante.

Y ellos le dijeron:

—Señor, ¿qué nos mandáis hacer?

—Lo que os digo —dijo el señor rey— es que dejéis a todo el mundo lo que haya cogido y que no se haga ningún registro en las galeras; y los prisioneros sean nuestros y todo lo demás sea vuestro, y repartidlo y dad lo que os parezca a los hombres sobresalientes que con vosotros han estado.

Después de esto, ellos le besaron el pie, y con gran satisfacción se volvieron a las galeras y dijeron toda la merced que el señor rey les había hecho. Y todos empezaron a gritar:

—¡Señor, Dios os dé vida!

Y así, todo el mundo salió a tierra libremente llevándose lo que habían recogido.

Cuando todo esto quedó hecho, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol fueron al señor rey y le dijeron:

—Señor, si bien os parece, haremos sacar a tierra las veintidós galeras y las haremos reparar, pues todas necesitan arreglo.

Dijo el señor rey:

—Decís bien, y en seguida poned nuestro estandarte en la tabla y empezad a pagar a todo el mundo por cuatro meses, de manera que cuando estén reparadas contéis con el armamento, pues si el almirante venía con él juntos deberéis ir.

—Señor —dijeron ellos—, esto estará hecho, y tened buen ánimo de ahora en adelante, pues aun cuando el almirante no viniera, nosotros, con la ayuda de Dios, los desharíamos con estas veintidós galeras.

Dijo el señor rey:

—Quiera nuestro Señor Dios que así sea.

De modo que decidieron arrastrar las galeras a tierra y repararlas, y abrieron tabal y pagaron por cuatro meses.

Ordenado todo lo dicho, el señor rey salió de Barcelona y se fue donde estaba el señor infante Don Alfonso con los caudillos y los caballeros y demás gente buena que había dejado en la frontera.

E iba de unos a otros con poca gente de a caballo y de a pie para ir reconociendo cuanto hacían.

134. Combate de la Virgen de Agosto

El día de mi señora Santa María de agosto, el señor rey se iba hacia Besuldó, y a la hora del alba topó con una celada de cuatrocientos caballeros franceses que se habían puesto de vigilancia porque esperaban una recua que venía de Rosas con víveres para la hueste. Por aquel lugar, hombres de a pie y a caballo les asediaban siempre, y por esto se habían puesto en aquel lugar de noche, para poderles castigar. Y el señor rey iba hablando de cuanto veía; que sus gentes en cada lugar de la frontera se encontraban ricos y prósperos por las muchas cabalgadas que daban todos los días contra los franceses, y les mataban mucha gente y obtenían grandes ganancias, de modo que todos estaban alegres y satisfechos. De modo que el señor rey iba descuidado, y Dios, que todo lo hace bien y quería guardar de muerte o prisión al señor rey, hizo que los almogávares que con él estaban y que serían unos doscientos, yendo por las quebradas de las montañas, levantaron dos o tres liebres, y al alcance de las liebres empezaron a dar gritos y a baladrar. El señor rey y los que con él estaban, que serían unos sesenta hombres a caballo, cogieron las armas enseguida, pensando que debían haber visto caballería, y los franceses que estaban emboscados figuráronse que habían sido descubiertos y pronto salieron de la celada. Y el rey que les vio dijo:

—Barones, hagámoslo bien; reunámonos con nuestros hombres de a pie, que aquí hay mucha caballería que aquí se ha puesto por nosotros. Esforzaos, pues, en obrar bien, que hoy haremos algo de lo que todo el mundo hablará, con la ayuda de nuestro Señor Dios, Jesucristo.

Todos respondieron:

—Señor, por gracia y merced permitid que subamos todos a aquella montaña, de manera, señor, que vuestra persona esté a salvo, que a nosotros sólo nos da miedo de la persona vuestra. Y cuando vos estéis allí arriba, veréis lo que haremos nosotros.

Dijo el señor rey:

—Dios no ha dispuesto que por ellos mudemos el camino.

En seguida la partida de almogávares, que estaba cerca del rey, se juntaron con él, pero no llegarían a un centenar en el momento de embestir, y por en medio partieron las lanzas. El señor rey embistió el primero, e hirió lo primero que encontró con la lanza por el centro del escudo, que no tuvo necesidad de buscar médico; y luego echó mano a la espada, y dio de acá y de allá, abriéndose paso, en forma que nadie se atrevía a esperarle de frente cuando le hubieron reconocido por la forma de herir. Los otros que con él estaban obraban bien también, que no hay ningún caballero que pudiese hacer mayores maravillas que las que ellos hacían. De los almogávares es bueno que os diga que iban entre ellos con las medias lanzas, de modo que no quedaba caballo que no destriparan. Esto lo hicieron cuando hubieron acabado con los dardos, y creed que no hubo ninguno de sus dardos que no matase caballero o caballo; y luego con las medias lanzas hacían maravillas.

El señor rey estaba ahora aquí ahora allí, ahora a la derecha ahora a la izquierda, que tanto hirió con la espada que la hizo pedazos, y en cuanto echó mano a la maza, hería con ella mejor que no lo hiciera ningún otro caballero en el mundo. Acercóse al conde de Nivers, que era el capitán de aquella compañía, y diole de tal manera con la maza en el yelmo que lo echó por el suelo, y en seguida volvióse y dijo a un buen mozo que no se separaba de él y que tenía por nombre Guillermo Escrivá, de Játiva, que iba en un caballo alforrado a la jineta:

—Guillermo, apéate y mátalo.

Y aquél echó pie a tierra y matóle. Y cuando lo hubo muerto, por su desgracia, atrajo su vista la espada que llevaba, que era muy rica, y al desceñírsela, un caballero del conde, que estaba muerto, vio que aquél había muerto a su señor, vino y le dio de tal forma con el bordón por las espaldas que lo dejó muerto. Y el rey, al volverse, vio que aquel caballero había muerto a Guillermo Escrivá, diole de tal modo con la lanza sobre el capacete de hierro que los sesos se le salieron por las orejas, y cayó muerto en tierra. En aquel lugar, donde yacía muerto el conde, hubieseis visto dar y recibir golpes. El señor rey, que vio a su gente en semejante revoltijo, lanzóse sobre los enemigos, haciéndose abrir tal plaza que de inmediato, con aquella entrada, mató con su maza a más de quince caballeros, pues podéis creer que a quien alcanzaba de lleno no necesitaba más que un golpe.

Estando en aquella mezcolanza, un caballero francés, al ver que el rey les causaba tanto daño, vino con la espada en la mano y cortóle las riendas, y poco faltó que, por esto, el rey se perdiera, por lo que ningún caballero debería ir a un hecho de armas con menos de dos pares de riendas, unas de cadenas y otras de cuero, y que aquellas de cadenas estén cubiertas de cuero. ¿Qué os diré? Que el señor rey iba así como abandonado, y el caballo lo llevaba de acá para allá; pero cuatro almogávares que estaban cerca del señor rey se aproximaron y le anudaron las riendas. Y el señor rey, acordándose de aquel caballero que le había cortado las riendas, fue hacia el lugar donde se encontraba, y pególe de tal forma que ya no tuvo que pensar más en cortar riendas, sino que quedó muerto junto a su señor.

Entonces, cuando el señor rey hubo vuelto donde estaba el revuelo de la batalla, vierais herir y pegar; que ricoshombres y caballeros había en compañía del señor rey como jamás se había visto en ningún hecho de armas, pues cada uno hizo aquel día maravillas de sí mismo. ¿Qué os diré? Que un caballero joven de Trápani, de nombre Don Palmer Abat, que el señor rey había recibido en Sicilia en su casa, que jamás se había encontrado en ningún hecho de armas, hizo tanto como hiciera Roldán si estuviera vivo. Y todo esto ocurría por el gran amor que tenían por el señor rey y porque veían lo que hacía con sus manos. Que lo que el señor rey hacía no era obra de caballero, sino obra de Dios exactamente, pues ni Galaz, ni Tristán, ni Lanzarote, ni Galván, ni Boortes, ni Palamedes, ni Perceval el Galés, ni el Caballero de la Cota Mal Cortada, ni Escors de Marés, ni el Morant de Gaunes, si todos juntos se reunieran allí con tan poca gente como tenía el rey de Aragón, no podrían hacer tanto en un día contra cuatrocientos caballeros tan buenos como eran aquéllos, que eran la flor y nata del rey de Francia, como hizo el señor rey de Aragón y aquellos que con él estaban en aquella hora.

¿Qué os diré? Que los franceses se quisieron replegar en un cerro, pero el señor rey cabalgó hacia aquel que llevaba el estandarte del conde y diole con el mazo en el yelmo, que muerto y frío le dejó en el suelo; y los almogávares en el acto sacaron el estandarte del asta hecho pedazos, y los franceses, que vieron el estandarte de su señor por el suelo, formaron un solo grupo, y el señor rey arremetió contra ellos con todos los suyos juntos. Los franceses habían tomado un cerro y estaban tan apretados unos con otros que ni el señor rey ni ninguno de los suyos pudo entrar entre ellos, y así duró la batalla hasta que fue de noche y oscuro. De los franceses no quedaban más que ochenta caballeros, y el señor rey dijo:

—Barones, es de noche y pronto nos podríamos herir los unos a los otros atacándoles a ellos.

¡Reunámonos!

Y cuando estuvieron reunidos en otro cerro, miraron y vieron venir unos quinientos caballeros franceses con tres estandartes. Y si me preguntáis quiénes eran, yo os lo diré: que eran tres condes parientes del conde de Nivers, que tenían mucho temor por su primo, que había ido a la celada y no le vieron volver a la hora del mediodía, cuando ya debía de haber vuelto a la hueste, por lo que, con licencia del rey de Francia, ellos fueron a buscarle. Y de ese modo vieron a aquellos caballeros en un cerro y vieron al rey de Aragón en otro; y en cuanto fueron hacia los suyos, les salieron al encuentro, y oyendo el mal resultado de su aventura, fuéronse allí donde yacía muerto el conde con otros parientes suyos también muertos, y recogiéndoles con grandes llantos y grandes gritos, fuéronse, caminando toda la noche, hasta que estuvieron con la hueste; hubieseis visto lamentos y llantos y duelos, que parecía que el mundo se hundía. Tanto, que Don Ramón Folc, vizconde de Cardona, que estaba dentro de Gerona, mandó a diez hombres fuera para buscar noticias, y cogieron a dos hombres de la hueste y los metieron dentro, y cuando Don Ramón Folc les vio preguntóles por qué hacían aquellos llantos y lamentos en la hueste, y ellos contáronle lo que había ocurrido, y entonces Don Ramón Folc hizo hacer grandes luminarias por toda la ciudad de Gerona.

Ahora les dejaré estar a ellos y volveré con el rey de Aragón.

El señor rey de Aragón dijo a los suyos:

—Barones, estémonos aquí toda la noche, y por la mañana levantaremos el campo y reconoceremos cuánta caballería han perdido, que fuera gran deshonor que así dejáramos el campo.

—Señor —dijeron aquellos que con él estaban—, ¿qué decís? ¿No basta con lo que hoy habéis hecho? Puede que mañana tengáis más que hacer.

Repuso el rey que por cierto él levantaría el campo, pues no quería que nadie pudiese reprochárselo. De manera que, cuando fue de día, los otros almogávares que iban por la montaña se reunieron con el señor rey, y de su caballería, más de quinientos hombres a caballo. Y el señor rey, con el estandarte desplegado, fue por el campo con aquellos que habían estado con él en la batalla, que no permitió que ningún otro descendiera. Y aquellos levantaron el campo y ganaron tan bellos arneses y tantos florines y tornesas[36] que para siempre quedaron acomodados. El señor rey reconoció su gente y vio que habían perdido doce caballeros, y aquel Guillermo Escrivá que murió por la espada que le dio envidia. Por lo que cada uno debe guardarse mientras está en la batalla, que no le mueva el corazón más que a obtener la victoria, y que no le dé envidia ni oro ni plata ni ninguna cosa que vea, sino tan sólo que meta mano contra sus enemigos, que si vence ya tendrá sobradamente su parte al levantar el campo, y si pierde, poco provecho le dará nada que tenga, pues con la persona ha de quedar. De manera que, a cada uno, que el corazón le vaya a lo que os digo, y si lo hace así, Dios le sacará siempre con honor del campo. También encontraron que habían perdido hasta veinticinco hombres de a pie. De modo que ya podéis pensar qué hecho de armas fue éste de tan poca gente contra tan buen caballero, que allí quedaron hasta trescientos veinte caballeros franceses muertos, de los cuales, según opinión de los que en la batalla estuvieron, únicamente el rey, con sus propias manos, había matado sesenta.

Y así, levantado el campo del arnés y de la moneda (que de los caballos no hizo falta sacar uno del campo, pues no había caballo que no tuviese siete u ocho lanzadas), fuese el señor rey a Besuldó, y por todas aquellas fronteras encontró el señor rey que estaban ricos y sobrados, como sucedía en las otras. ¿Qué os diré? Cuando el señor rey hubo reconocido cuanto fue menester, vínose a Hostalric, donde estaba el señor infante Don Alfonso.

Y ahora dejaré de hablar de ellos y volveré a hablar de mi señora la reina y del señor infante, y del almirante, y de la galera y los dos leños que el señor rey les mandó desde Barcelona.

135. Victoria de Don Roger de Lauria

Cuando hubieron salido de Barcelona la galera y los leños que el señor rey enviaba a Sicilia, cada uno siguió el rumbo que le había sido señalado y llegaron a Mesina, donde encontraron a mi señora la reina y a los señores infantes y al almirante, y diéronles las cartas que el señor rey, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol les mandaban. De inmediato, el señor infante ordenó al almirante que mandase armar todas cuantas galeras había, y seguidamente mandó tocar la trompeta anunciando que todo el mundo viniera a recibir la paga por cuatro meses, y todo el mundo, con gran satisfacción, cobró la paga.

¿Qué os diré? A los quince días el almirante tuvo armadas cuarenta y seis galeras que habían reparado, y no quiso esperar más las que se seguían reparando. Hizo embarcar a sus gentes y se despidió de mi señora la reina y de los infantes. Apresuróse tanto en partir para que no pudiese haber noticia de ello, pues durante estos quince días no pudo salir de Sicilia ninguna vela que pudiese venir a occidente. Cogió rumbo a Cabrera y tuvo buen tiempo, de modo que en poco tiempo llegó a Cabrera, y cuando estuvo en Cabrera mandó uno de los leños que el señor rey le había enviado a Barcelona, y allí encontró a Don Ramón Marquet y a Don Berenguer Maiol, que enseguida le dieron por respuesta que pusiera rumbo al cabo de Aiguafreda, y que en aquellas aguas habían de encontrar ochenta y cinco galeras que el almirante del rey de Francia mandaba personalmente, y que hacían el transporte de víveres entre Sant Feliu y Rosas. Hacíanle saber esto después de haber apresado las veinticinco galeras que estaban en Rosas, y que se diese prisa, antes que de él tuviesen noticia, y que según sus espías, estaban seguros de que en aquellas aguas las tenían que encontrar, y que asimismo ellos, con todas las galeras que tenían reparadas en Barcelona, estarían muy pronto con él. De este modo el leño armado se fue con esta respuesta, y Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol comunicaron esta noticia al señor rey, que se encontraba en Hostalric.

Cuando el leño armado hubo salido de Barcelona, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol hicieron embarcar a todo el mundo, y armaron dieciséis galeras que habían reparado. El leño armado encontró al almirante en el mar, y cuando el almirante hubo leído la carta de Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol, dirigió su rumbo hacia el cabo de Aiguafreda, y de noche tomó tierra en las Formigues, y allí descansó parte de la noche.

Tenía ordenado a todas sus galeras que, cada una, tuvieran dispuestos tres fanales: uno a proa, otro en el centro y el otro a popa, a fin de que, si las galeras del rey de Francia venían por la noche, de inmediato fuesen encendidos los tres faroles, para que viesen sus galeras y para que el enemigo se figurara que cada fanal correspondía a una galera. Y gracias a esta previsión del almirante se ganó todo el hecho, pues tal como él imaginó así ocurrió.

Cuando el día estaba ya cercano, la armada del rey de Francia pasaba con su fanal delante, y en cuanto el almirante la vio venir hizo armar a la gente, y de inmediato mandó tres leños armados a la descubierta, y en seguida volvieron y armaron, y dijeron al almirante que se trataba de toda la armada del rey de Francia. El almirante siguió su camino y púsose entre la tierra y ellos, y cuando los tuvieron enfrente, encendieron a la vez los fanales y arremetieron contra ellos. Y aquí vierais volar lanzas y saetas, y actuar a los ballesteros de tabla. ¿Qué os diré? Antes de que se hiciera el día el almirante les había desbaratado y se apoderó de cincuenta y cuatro galeras, y otras quince que había de písanos se escoraron en tierra, y dieciséis de genoveses se fueron mar adentro por temor de que les ocurriera lo mismo, y nada esperaron, sino que se hicieron a la mar y se volvieron a su tierra.

Cuando se hizo de día, el almirante reconoció las galeras, y vio que en tierra había quince que eran de písanos y se habían hundido en la tierra, y los galeotes del almirante se trajeron todo el botín y prendiéronlas fuego. Y cuando hubo hecho esto, el almirante siguió vía a Rosas.

136. Toma de Rosas

¿Qué os diré? Este día en el que se dio la batalla, a la hora de vísperas, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol estuvieron con el almirante, y el almirante entrególes todas las galeras que habían apresado, y díjoles que pasasen por Palamós y por Sant Feliu, y que cuantas naves encontrasen se las llevasen junto con las galeras a Barcelona, y que se diesen prisa, que él iría a Rosas para apoderarse de la nave que había y de las veinticinco galeras, y de todos los víveres que estaban en tierra, y que no saldría de Rosas hasta que la hubiese tomado. Así que Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol hicieron lo que el almirante les había mandado, y de inmediato se fueron a Palamós y a Sant Feliu y apresaron todo cuanto había en materia de embarcaciones. Luego salieron a tierra en Sant Feliu y quemaron todos los víveres que había, y los que se habían quedado, fieles al rey de Francia, escaparon todos.

Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol mandaron separadamente diez hombres al señor rey de Aragón, que seguía en Hostalric, para comunicarle esta buena noticia, y luego se fueron a la ciudad de Barcelona y por todo el país para dar a conocer esta buena noticia, y cuando lo hubieron hecho, dijeron:

—Nosotros esperaremos al almirante aquí, puesto que él nos ha dicho que fuéramos a Barcelona, pero es mucho mejor que vayamos junto con él, para que sea él quien reciba el honor que le corresponde.

Y así lo hicieron en efecto, y a todos pareció bien su nobleza.

Cuando Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol se hubieron separado del almirante, éste siguió vía a Rosas. Los de Rosas se figuraron que se trataba de su armada, y las veinticinco galeras, regateando, salieron fuera con gran algarabía. El almirante mandó izar los estandartes del rey de Francia, a fin de atraerlos muy a fuera y que no pudiesen arrimarse a tierra, con lo que perdería parte de la gente. Cuando se hubieron acercado, el almirante apretó de remos e hizo abatir aquellos estandartes y puso los del señor rey de Aragón. Los que vieron eso quisieron darse la vuelta, pero el almirante les atacó. ¿Qué os diré? Que las apresó todas con toda su gente. Luego se fue al puerto de Rosas, donde encontró más de ciento cincuenta, entre naves y leños y tandas, y a todas las apresó.

Seguidamente salió a tierra, donde había más de quinientos caballeros franceses y muchas acémilas, que habían venido a por víveres, y les atacó y descompuso en forma que mataron más de doscientos caballeros franceses y muchas acémilas de las que había. Los demás, con toda la gente que pudo seguirles, huyeron hacia Gerona, donde encontraron al rey de Francia, que ya había recibido la mala noticia: y éstos le trajeron más.

El almirante combatió la villa de Rosas y tomóla y la estableció bien a causa de los víveres que allí había, y cuando lo hubo hecho se vino hacia Barcelona y encontró a Don Ramón Marquet y a Don Berenguer Maiol en Sant Feliu, que le habían aguardado, de lo cual se sintió muy satisfecho.

De esta suerte el almirante mandó todas las naves que había apresado, tanto galeras como otros leños, naves y taridas, a Barcelona, pues bien veía que el mar era suyo y que nada tenía que temer.

137. Retorno a Rosas

En cuanto el almirante con Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol estuvieron juntos, con todas las galeras armadas, pensaron en volverse a Rosas, pensando que el rey de Francia no podría prolongar el sitio y que sería conveniente que ellos, con todos los hombres de mar, se encontraran en el puerto de Panissars para tener su parte en el botín y en los prisioneros. Y como lo pensó lo hizo y se vino a Rosas, y de Rosas a los Graells de Castelló. Y no me preguntéis si tuvieron alegría las gentes de Castelló y de toda la tierra, que era muy grande el gozo en el Ámpurdán; y en el Rosellón era igualmente grande, aun cuando no se atrevían a demostrarlo a causa de que el rey de Francia tenía a los dos hijos del rey de Mallorca en París, eso es: el infante Don Jaime, el mayor, y el infante Don Sancho, que venía después del infante Don Jaime. Por esto el señor rey de Mallorca y sus gentes no se atrevían a demostrar que les complacía el honor que Dios hacía al señor rey de Aragón.

Ahora dejaré de hablaros del almirante, que está dispuesto a ir al collado de Panissars, allí donde sepa que el rey de Francia vaya a salir con sus gentes, y volveré a hablar del señor rey de Aragón.

Pero podéis estar seguros que de todo cuanto le había ocurrido y de la situación del rey de Aragón y en qué extremos se encontraba el rey de Francia, mandó recado a Sicilia por medio de un leño armado.

138. Muerte del rey de Francia

Cuando el rey de Aragón tuvo conocimiento de esta noticia, inmediatamente, con todas sus gentes de a caballo y de a pie que estaban en las fronteras, se dirigió al collado de Panissars para que ni el rey de Francia ni ninguno de su hueste pudiese escapar. Cuando el rey de Francia supo todas estas cosas, levantó el sitio de Gerona, y sintiéndose atrapado y enfermo, se vino a la llanura de Peralada, y allí reunió a toda su gente, y no encontró en toda su hueste más allá de tres mil caballeros armados y casi nadie de su gente de a pie, pues todos estaban muertos, ya sea en hechos de armas, ya sea por enfermedades, de modo que se dio por perdido. Y no me preguntéis por el cardenal, que a buen seguro absolviera al rey de Aragón de pena y de culpa con tal que le diese seguridades para salir de su tierra.

¿Qué os diré? El rey de Francia estaba tan enfermo que con estas novedades su mal empeoró.

Mandó venir a sus hijos, y cuando les tuvo delante, dijo a monseñor Don Felipe:

Sire, en estos asuntos siempre habéis sido más entendido que nos, que si os hubiésemos creído, nos no moriríamos aquí (y habremos muerto antes de que transcurra la noche), ni tan buena gente por nuestra culpa habría muerto ni moriría. Por todo lo cual os concedemos nuestra gracia y nuestra bendición y os rogamos que guardéis esta gente de Castelló que a nos se había rendido y las de otros lugares de estos alrededores, que no se les haga mal alguno; y les absolveréis de todo cuanto estén obligados y que cada cual vuelva a su señor. Os aconsejamos, además, que secretamente mandéis un mensaje a vuestro tío el rey de Aragón para que os conceda pasaporte para que, a salvo, podáis pasar vos y vuestro hermano y mi cuerpo; pues estoy seguro que, si él se lo propone, ni uno de nosotros podrá escapar y no habrá nadie que no sea muerto o hecho prisionero. Nos sabemos que el rey de Aragón os quiere bien, y él sabe que vos también le queréis, de modo que no os dirá que no, y de este modo proporcionaréis beneficio a vuestra alma y a la mía. Y todavía os pido, hijo mío, que me concedáis un don.

—Señor —dijo él—, lo que habéis dicho se hará, y en cuanto al don, mandad lo que os plazca, que yo estoy dispuesto a cumplirlo.

—Hijo —dijo él—, decís bien. Bendito seáis de Dios y de mí. ¿Sabéis, hijo, cuál es el don que os pedimos? Que no queráis mal a vuestro hermano Carlos, que aquí está, porque tomó el reino de vuestro tío y suyo; bien sabéis vos que él no tiene la culpa, sino que la culpa fue toda nuestra y de nuestro tío el rey Carlos. Antes os suplico que le améis y le honréis como un buen hermano debe amar al otro, que no sois más que dos hermanos de una madre que salió de la mejor casa de reyes del mundo y que son los mejores caballeros, por todo lo cual debéis amarle caramente. Y todavía os ruego que tratéis y hagáis todo vuestro esfuerzo para que la casa da Aragón esté en paz con el rey de Francia siempre, y con el rey Carlos, y que el príncipe, nuestro primo, salga de la prisión, pues si vos ponéis vuestro empeño, la paz será un hecho.

Después de esto, abrazóle y besóle, e hizo otro tanto con Carlos e hizo que se besaran. Y cuando hubo hecho esto, levantó los ojos al cielo, y mandó que le trajeran el cuerpo de Jesucristo y lo recibió con gran devoción y luego mandó que le dieran la extremaunción.

Cuando hubo recibido todos los sacramentos que todo buen cristiano debe recibir, cruzó las manos sobre el pecho, y dijo:

—Señor, verdadero Dios, en tus manos encomiendo mi espíritu.

Y de este modo pasó dulcemente de esta vida y tuvo un buen fin. Y si me preguntáis dónde murió, os diré que en el albergue del Sordo de Vilanova, a menos de media legua de Peralada, el año 1285.

Cuando el rey de Francia hubo muerto, el rey Felipe ordenó que se mantuviese secreto, y él mandó sus mensajeros secretos a su tío el rey de Aragón, que estaba en el puerto de Panissars, y le hizo saber que su padre había muerto y que le rogaba que le permitiera pasar con sus gentes, pues mejor le valía que fuese él el rey de Francia que ningún otro. Y el señor rey de Aragón, en cuanto recibió este mensaje, se dice que enseguida lo hizo saber a su hermano el rey de Mallorca, que se encontraba en el Való, a una legua de distancia de donde él estaba, y le mandó decir que él, con su caballería y gentes del Rosellón, saliese a recibir a su sobrino el rey de Francia a la Clusa, para que los almogávares y gente de mar que estaban con Don Roger de Lauria no le pudiesen destrozar; que él, del lado del Pertús y el collado, como pudiera, evitaría que se acercaran a por donde pasaría la oriflama; y él haría saber a su sobrino el rey de Francia que marchara siempre junto al oriflama, él y su hermano y el cuerpo de su padre; y que así y en esta forma lo hiciesen, que él evitaría que sus gentes les hicieran tanto daño como les podrían hacer. Y así como el señor rey de Aragón lo ordenó, así se cumplió; y así lo hizo saber a su sobrino el rey de Francia.

Cuando monseñor Don Felipe comprendió que el señor rey de Aragón le aseguraba a él y a su hermano y además a todas sus gentes que cerca de él pasarían, y que había ordenado que el señor rey de Mallorca estuviera con su caballería en la Clusa, meditó sobre lo que haría y llamó al cardenal y a su hermano, y les dijo:

—He recibido respuesta de nuestro tío el rey de Aragón, que me hace saber que me asegura a mí y a mi hermano y que aquellos que estén conmigo junto a la oriflama, pasarán; pero para los demás no nos puede dar garantía, pues sus gentes son tantas que no hay hombre que las pueda acaudillar.

De manera que veo que gran parte de la gente que ha quedado está perdida.

A lo que el cardenal contestó:

—Señor, puesto que él os concede esta gracia, pensad en pasar, que pesa más vuestra persona y la de vuestro hermano y el cuerpo de vuestro padre que no todos los demás. De modo que no tardemos, y pensemos en irnos, que los que aquí mueran ya subirán con los demás al paraíso.

139. Desastre de los franceses en Panissars

Monseñor Don Felipe llamó a sus barones y ordenó una avanzada (en la que figuraba el conde de Foix) de quinientos caballeros armados; y después iba él con el oriflama y con su hermano y el cuerpo de su padre y con el cardenal; y con ellos iban alrededor de mil caballos armados. Después venían todas las acémilas y toda la gente menuda de a pie, y, en la retaguardia, venía toda la demás caballería que había quedado, que serían como unos tres mil quinientos caballeros. Y así salieron de Pujamilot y pensaron ir aquel día a La Junquera.

Aquel mismo día el almirante, con todos los hombres de mar, estuvo en el collado de Panissars. Y aquella noche, sólo Dios sabe la noche que pasaron los franceses, que ninguno pudo desarmarse ni dormir, antes sólo oiríais lamentos y gemidos, pues los almogávares y sirvientes de mesnada y hombres de mar atacaban por ios flancos de la hueste y mataban a la gente y destrozaban los cofres, que tal ruido hacían haciendo estallar los cofres que parecía que os encontrarais en un bosque donde hubiese un millar de hombres astillando leña. Del cardenal os diré que desde que salió de Peralada hasta que llegó a Perpiñán no hizo más que masticar oraciones de miedo que tenía a que le degollaran. Y así pasaron toda la noche.

Al día siguiente por la mañana, el señor rey de Aragón hizo pregonar que todo el mundo siguiera su estandarte y que nadie, bajo pena de la vida, atacase mientras no atacara su bandera y mientras no sonaran las trompas y nácaras. Y así todo el mundo se agrupó bajo la bandera del señor rey, y cuando el rey de Francia pasó y su vanguardia llegó al Pertús, el señor rey de Aragón les dejó pasar, y toda la gente del rey de Aragón gritaba: —¡Ataquemos, señor, ataquemos! Y el señor rey iba conteniéndolos para que no hicieran nada.

Vino después el oriflama con el rey de Francia, su sobrino, con su hermano y el cuerpo de su padre, y el cardenal, como ya habéis oído que se había dispuesto, y pensaron pasar por dicho puesto del Pertús. Y del mismo modo, entonces, las gentes del señor rey de Aragón vociferaron con grandes gritos:

—¡Qué vergüenza, señor, qué vergüenza! ¡Ataquemos! ¡Ataquemos!

Pero el señor rey se mantenía firme hasta que el rey de Francia hubo pasado y todos los que iban con él, cerca del oriflama. Pero cuando las acémilas y la gente menuda empezó a pasar, y las gentes del señor rey de Aragón vieron eso, no creáis que el señor rey ni nadie les pudiera contener, de modo que un grito se levantó por toda la hueste del rey de Aragón:

—¡Ataquemos! ¡Ataquemos!

Entonces todo el mundo empezó a correr contra ellos; y vierais romper cofres, y saquear tiendas y ropas y oro y plata amonedada, y vajillas y tanta riqueza que todo el mundo se hizo rico y bien acomodado. ¿Qué os diré? Que quien antes había pasado, bien le valió, porque de las acémilas y de la gente de a pie y de los caballeros de la retaguardia ni uno pudo salvarse, que todos fueron muertos y los equipajes saqueados. Cuando empezaron a acometer, los alaridos fueron tan grandes que desde cuatro leguas se les oía. Tanto que el cardenal, que lo oyó, dijo al rey de Francia:

—Señor, ¿esto qué es? ¡Somos todos muertos!

Dijo el rey de Francia:

—Podéis creer que nuestro tío no ha podido contener más a su gente, que bastante trabajo le ha costado dejarnos pasar a nosotros. Pues ya oísteis que, cuando pasó nuestra vanguardia, todos le gritaban: «¡Ataquemos, señor!». Y a él le visteis que les acaudillaba con una azcona montera en la mano; y luego, cuando pasamos nosotros, gritaban: «¡Vergüenza, señor! ¡Ataquemos, ataquemos!».

Y él entonces todavía se esforzaba más en contenerles; pero cuando nosotros hubimos pasado y sus gentes vieron las acémilas, cegados por el botín que aquello representaba, ya no les pudo contener.

Con que haced cuenta que de los que quedaron no escapará ni uno, de manera que pensemos en marcharnos pronto.

Cuando hubieron pasado el Pertús, en un collado que hay encima de una ribera, vieron al señor rey de Mallorca con muy buena caballería y muy buena gente de a pie, del Rosellón y de Confleent y de Cerdaña; y se mantuvo en aquel collado con el estandarte real desplegado. Y el cardenal, que les vio, acercóse al rey de Francia, y dijo:

—¡Ah, señor! ¿Qué podemos hacer? He aquí al rey de Aragón que viene.

Y el rey de Francia le dijo:

—No temáis, que aquél es nuestro tío el rey de Mallorca, que nos viene a acompañar, que nos sabemos que así estaba ordenado por el rey de Aragón y por el rey de Mallorca.

Entonces el cardenal tuvo una gran alegría, pero no se tenía por muy seguro. ¿Qué os diré? El rey de Francia se acercó al rey de Mallorca, y el rey de Mallorca a él, y se abrazaron y besaron, y luego besó y abrazó a monseñor Carlos y después al cardenal.

Y el cardenal le dijo:

—¡Ay, señor rey de Mallorca! ¿Qué será de nosotros? ¿Acaso vamos a morir?

El rey de Mallorca, cuando le vio así tan demudado que parecía que ya estuviese muerto, no pudo por menos que sonreír, y le dijo:

—Cardenal, no temáis. Con nuestra cabeza os garantizamos que estáis a salvo y seguro.

Entonces él se tuvo por asegurado, que en toda su vida no había pasado tanto miedo.

Y decidieron ponerse en marcha, a pesar de que fueran tan grandes los lamentos que se oían por las montañas y el griterío de las gentes del rey de Aragón tan fuertes, que parecía que se hundiera el mundo. ¿Qué os diré? Con un buen trote, cuando les era posible, pensaron en marchar más adentro, pasada la Clusa, ya que no había nadie que se sintiese seguro mientras no estuvieran en el Való. Y aquella noche se quedaron en el Való el rey de Francia y toda la compañía; pero el cardenal decidió entrar en Perpiñán. Lo cierto es que no hacía falta que esperaran la retaguardia que habían dejado, pues a todos les habían mandado al paraíso las gentes del rey de Aragón.

Al día siguiente el rey de Francia, con el cuerpo de su padre y con su hermano y con el rey de Mallorca, que no se separó de ellos, fuéronse a Perpiñán. Y aquí el señor rey de Mallorca les atendió en todo y a todos durante ocho días; y cada día se hacían cantar misas para el rey de Francia, y todos los días salía la procesión con el cuerpo, y lo absolvían; y de noche y de día le hacía quemar el señor rey de Mallorca, pagándolo él, en tanto como estuvieron en su tierra, mil hachones grandes de cera. De modo que hizo tanto honor al cuerpo del rey de Francia y a sus hijos y a todos aquellos que con él estaban, y al cardenal, que para siempre la casa de Francia le tuvo que estar muy agradecida y otro tanto la casa de Roma.

¿Qué puedo deciros? Cuando hubieron estado ocho días en Perpiñán y cuando se sintieron repuestos, fuéronse. Y el señor rey de Mallorca acompañóles hasta que estuvieron fuera de sus tierras y les proveyó de todo, y luego les dejó y se volvió a Perpiñán. Y los franceses se fueron, pero tan desmedrados, que de entre ellos no escaparon diez de cada cien que no muriesen de enfermedad. Y el cardenal fuese tan atemorizado, que el miedo no le salía del cuerpo, y al cabo de pocos días murió, y fuese al paraíso con aquellos a quienes, con sus prédicas, él había mandado…

¿Qué os diré? Tan malparados se volvieron que, mientras el mundo exista, en Francia y en todos sus territorios habrán de acordarse siempre cuando les nombren a Cataluña.

Y ahora he de dejar de hablar de ellos y he de volver a hablaros del señor rey de Aragón y de su gente.

140. Disposiciones reales

Cuando hubo pasado el oriflama, como ya habéis oído, y la gente del rey de Aragón hubo muerto y preso a aquellos que andaban rezagados, ganando todo un mundo de riquezas, el señor rey volvióse a Peralada y ordenó y reparó la villa e hizo volver a todos y les concedió muchos dones y gracias, y luego hizo lo mismo con Gerona. El almirante fuese a Rosas, y el señor rey de Aragón mandó al almirante que devolviera Rosas al conde de Ampurias y que le entregara cuantos víveres había, que ascendía a un gran valor, y luego mandó al almirante que se volviese a Barcelona. Él, igualmente, una vez hubo ordenado y reparado la ciudad de Gerona, se volvió a Barcelona y mandó que todo el mundo se volviera a su tierra; y de esta manera todos regresaron a sus casas, alegres, satisfechos y ricos. Y el señor rey se fue a Barcelona con el señor infante Don Alfonso y con todos los ricoshombres, menos aquellos que eran del Ampurdán, o de la montaña de los puertos.

Cuando ya estuvieron en Barcelona, quiso Dios que aquel mismo día llegase el almirante con todas las galeras y con Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol. La fiesta en Barcelona fue muy grande, pues jamás otra igual se hizo en ninguna ciudad, en forma que el domingo siguiente el mismo señor rey salió a tablado y lanzó tres lanzas y otro tanto hizo el infante Don Alfonso. Unos cabalgaban y otros hacían armas, de modo que la alegría era tal que Dios y todo el mundo se debía alegrar. Pero la alegría, cada mañana, empezaba pensando en Dios, pues se hacía una procesión por la ciudad, alabándole y dándole gracias y bendiciendo a Dios por la gracia que les había otorgado; de modo que hasta la hora de comer empleaban todo su tiempo en alabar a Dios y, después de comer, se dedicaban a los otros juegos. ¿Qué os diré? La fiesta duró más de ocho días.