Cuando mi señora la reina y los infantes se hubieron hecho a la vela desde Barcelona, el señor rey de Mallorca estuvo ocho días con el señor rey de Aragón y los ricoshombres y barones. Pasados los ocho días, el señor rey de Mallorca se despidió del señor rey de Aragón y volvióse a Perpiñán, y con él se fue el conde de Ampurias y Don Dalmacio de Rocaberti, puesto que son vecinos, y después que ellos se hubieron ido, se fueron también todos los ricoshombres de Cataluña y Aragón.
Y el señor rey quedóse en Barcelona, pues había decidido no apartarse de allí hasta que recibiera noticias de mi señora la reina y de los infantes. Y así se cumplió, como antes ya habéis oído, cuando recibió noticias por los dos leños armados; cosa que enseguida comunicó al señor rey de Mallorca y a todos los ricoshombres de su reino y a las ciudades y villas, a fin de que hicieran procesiones y alabasen a Dios.
Cuando el señor rey hubo recibido buenas noticias, fue visitando sus reinos y se fue a ver a su sobrino el rey de Castilla, que le mandó rogar, cuando supo que estaba en Aragón, que se viera con él. Y así fue, que se vieron juntos en Farissa y allí se dio una gran fiesta y particularmente el rey de Castilla tuvo gran gozo y alegría de ver a su tío. Y una vez pasada la fiesta, el señor rey de Aragón le introdujo en una cámara, y le dijo:
—Sobrino: Supongo, que vos habréis oído cómo la Iglesia, sin ninguna razón, ha dado sentencia contra nos. Esto ha ocurrido porque el papa es francés, de modo que, como es de la misma nación que el rey Carlos, le concederá toda clase de favores y ayudas, y podéis daros cuenta, además, puesto que, sin citarnos, nos ha condenado. Igualmente el rey de Francia, cuñado nuestro, que tenía con nosotros firmes convenios, ha concedido su apoyo y ayuda al rey Carlos, su tío; y bien claro nos demostró su ánimo viniendo contra nos a Burdeos para acompañar al rey Carlos con doce mil caballos armados. De manera que veo como cosa segura que se nos viene por la espalda la guerra con la Iglesia y con Francia, y por esto quiero saber de vos cuál es vuestro parecer en este asunto.
El rey de Castilla respondió:
—Tío y señor: todo esto que me acabáis de contar me consta por cierto que así es. Entre otras cosas es por esto que requerí vuestra visita; he oído decir que les habéis mandado mensajes, y estoy convencido de que los mensajeros os traerán noticias de guerra; y yo, tío y señor, os prometo, por los convenios que existen entre vos y yo, y que además, desde ahora, os confirmo con juramento y homenaje de boca y de manos 24 que yo no os fallaré ni de persona ni de nuestra tierra, y que me tendréis en vuestra ayuda con todo mi poder, contra todas las personas del mundo. De manera que cuando vuestros mensajeros hayan vuelto hacednos saber qué es lo que os han traído; y si os traen la guerra, preparémonos, pues me parece que entre vos y nos, y el rey de Mallorca y el rey de Portugal, nos podremos defender de ellos, e incluso creo que si lo emprendemos con coraje, les podremos quitar Navarra enseguida, y más, más adelante. De modo que, tío y señor, confortaos y estad alegre y satisfecho.
Sin duda él decía verdad, pues si estos cuatro reyes de España que él nombró y que son de una misma carne y una misma sangre, se mantuvieran juntos, poco temieran ni valoraran todo el demás poder de este mundo.
Cuando el señor rey de Aragón oyó hablar así a su sobrino el rey de Castilla, levantóse y besóle más de diez veces, y le dijo:
—Sobrino: Esta esperanza tenía yo puesta en vos; y estoy muy satisfecho y os doy las gracias por el ofrecimiento que me habéis hecho y tengo la seguridad de que me lo cumpliréis.
Después de estas palabras se separaron el uno del otro, y se despidieron muy cariñosamente, tal cual un padre puede separarse de su hijo. Y el rey de Castilla volvióse a su reino; y el rey de Aragón siguió visitando su reino, donde nada nuevo pensaba hacer en tanto no volviesen los mensajeros que había mandado al papa y al rey de Francia.
Y de este modo he de dejar de hablaros del rey de Aragón y he de volver a hablaros del rey de Francia y del rey Carlos y del cardenal.
Una vez pasada la fiesta que hicieron en Tolosa al rey de Francia y al rey Carlos, tuvieron éstos consejo con el cardenal y con monseñor Don Felipe y con monseñor Don Carlos, hijos del rey Francia, para decidir qué harían. Y decidieron que el rey Carlos y el cardenal fuesen a ver al papa, y que se llevasen al hijo menor del rey de Francia, que se llamaba Carlos, a quien el papa haría donación del reino de Aragón, y le pondría la corona en la cabeza. Y así se hizo, pero de todo lo cual mucho se sintió molesto monseñor Don Felipe, su hermano, que quería mucho más a su tío el rey de Aragón que a hombre alguno de este mundo, aparte de su padre; pero, en cambio, jamás su hermano Carlos mostró afecto ninguno por la casa de Aragón. De manera que el rey de Francia volvióse a París y el rey Carlos y el cardenal con monseñor Don Carlos, al que se llevaron, se encaminaron hacia Roma para ver al papa, y cuando estuvieron allí, el papa le hizo donación del reino de Aragón y le puso la corona en la cabeza con grandes fiestas y grandes cortes que se congregaron. Y podemos repetir el refrán tan conocido en Cataluña, que uno dice: «Quisiera que tal cosa fuese nuestra», y el otro responde: «Bien se ve que poco os cuesta». Y así se podría decir del papa, que bien se ve que poco le costaba el reino de Aragón cuando tan barato lo vendía. Y en mala hora se hizo aquella donación para muchos cristianos.
Cuando esto estuvo hecho, Don Carlos fuese a Francia con su padre, y el cardenal le acompañó, y a su llegada, el rey dio una gran fiesta. Pero no así monseñor Don Felipe, que le dijo:
—¿Qué hay, hermano? Dicen que os habéis hecho nombrar rey de Aragón.
Y él dijo que así era de verdad, y que él era rey de Aragón, y su hermano le contestó:
—En realidad, mi lindo hermano, lo que vos sois es rey del capelo[27], que lo que es del reino jamás tendréis ni pizca, pues pertenece a nuestro tío el rey de Aragón, que es más merecedor que vos de tenerlo y sabrá defenderlo en forma que pronto habréis de ver que sólo habéis heredado viento.
Con estas palabras se inició una gran disputa entre los dos hermanos, y hubiesen llegado a más si no fuera por el padre, el rey de Francia, que les separó.
Cuando terminó la fiesta, el cardenal dijo al rey de Francia, de parte del papa, que se preparase para atacar en persona al rey de Aragón y que pusiera en posesión de todas aquellas tierras a su hijo, que había sido coronado rey de ellas. Y el rey de Francia dijo:
—Cardenal, pensad en hacernos llegar moneda y haced predicar la cruzada por todas partes y dejad que nosotros cuidemos de los demás asuntos. Nosotros buscaremos gentes de mar y de tierra y mandaremos hacer ciento cincuenta galeras y proveeremos de todo cuanto para el viaje sea menester, y os prometemos como rey que desde el próximo abril en un año habremos entrado en tierras del rey de Aragón con todo nuestro poder.
Después de esto, el cardenal y Carlos, el del capelo, tuviéronse por satisfechos y contentos por lo que el rey de Francia les había dicho, y por lo mismo el rey Carlos, que se había quedado con el papa, buscó por todas partes donde pudiese encontrar caballería y gente con las cuales se pudiese trasladar a Nápoles, y se dispuso a atacar a Sicilia.
Y aquí he de dejarles estar, mientras hacen por todas partes todos sus esfuerzos, y he de volver a hablaros de los mensajeros que el señor rey de Aragón mandó al papa y al rey de Francia.
Cuando los mensajeros del rey de Aragón hubieron salido de Barcelona, jornada tras jornada, llegaron donde estaba el papa, y es seguro que ya habéis visto mensajeros del rey de Aragón mejor recibidos en la corte del papa, pero esto les importó poco. De modo que vinieron ante el papa y le hablaron así:
—Santo Padre, el señor rey de Aragón os saluda afectuosamente a vos y a todo vuestro colegio y se encomienda a vuestra gracia.
El papa y los cardenales se callaron y no dijeron nada; y los mensajeros, al ver que sus saludos no obtenían respuesta, dijeron:
—Santo Padre, el señor rey de Aragón os manda decir por medio de nosotros que mucho le sorprende que vuestra santidad haya dictado sentencia contra él y que tan duramente procedáis contra él y su tierra sin que citación le hayáis hecho, cosa que resultó muy extraordinaria, puesto que él está dispuesto, en poder vuestro y de los cardenales, a admitir todo derecho que el rey Carlos o cualquier otro pueda demandar contra él; y esto está pronto y dispuesto a confirmar ante cinco o seis reyes cristianos, que se obligarán en poder de vuestra corte o santidad, y que cumplirá en todo lo que sea de derecho todo lo que le sea demandado por el rey Carlos o por otro. Por esto suplica y requiere de vuestra santidad y de los cardenales que su derecho sea oído y que revoquéis la sentencia que habéis dado, que, salvando vuestro honor, no ha lugar. Y si por acaso no quisiera admitir la razón que profiriese, entonces, como padre santo, habría lugar a que procedieseis contra él (aunque estamos seguros que no habría de salirse de la razón) y la santa Iglesia ya sabe lo que debe hacer.
Y dicho esto se callaron, y el papa respondió:
—Hemos comprendido bien lo que nos habéis dicho, y os contestamos que no cambiaremos ni volveremos atrás lo que hayamos hecho, que en todo cuanto hemos dispuesto contra él hemos procedido con derecho y razón.
Y calló; y levantóse uno de los mensajeros, que era caballero, y dijo:
—Santo Padre, mucho me maravilla la cruel respuesta que nos dais, y bien dais a conocer que sois de la nación del rey Carlos, pues aquí los suyos son escuchados y amados, siendo así que el señor rey de Aragón es quien más ha mejorado la santa Iglesia desde hace cien años a esta parte que entre todos los reyes del mundo, y esto sin socorro ni ayuda de la Iglesia; y todavía hubiese conquistado más si no hubieseis otorgado la indulgencia que disteis contra él y contra quienes vinieran en su ayuda en Berbería; y por la cruzada respuesta que vos le disteis tuvo que abandonar, con grave daño para toda la cristiandad. Por lo que, Santo Padre, por amor de Dios, mejorad vuestra respuesta.
—Y el papa respondió:
—La respuesta es ésta: que otra cosa no haremos.
Después de esto se levantaron todos juntos los mensajeros y dijeron:
—Padre Santo, he aquí las cartas que nos dan poderes para confirmar de parte del rey de Aragón todo cuanto os hemos dicho; plázcaos, pues aceptar su firma.
—No aceptamos nada —dijo el papa.
Después de esto, los cuatro mensajeros, que traían un notario, dijeron:
—Padre Santo, puesto que así nos respondéis, nosotros, en nombre del señor rey de Aragón, apelamos de vuestra sentencia ante nuestro Señor verdadero Dios, y ante el bienaventurado San Pedro. Y de esto requerimos a este notario que levante testimonio.
El notario levantóse, y cogiendo la apelación la puso en forma de escritura pública.
—Y todavía, Santo Padre, protestamos en nombre del señor rey de Aragón, puesto que en vosotros no encontramos merced, que todo el daño que haga él o sus gentes en su propia defensa, caiga sobre vuestra alma y sobre la de cuantos tal consejo os han dado, y que sobre el alma del señor rey de Aragón y de los suyos no recaiga pena ni daño, pues Dios sabe que por su culpa ni de sus gentes nada se hará. Y de esto, escribano, hacednos otra carta. Así se hizo, y el papa respondió:
—Nos hemos procedido con justicia contra vuestro rey, y quien así no lo crea estad seguro que queda en entredicho y excomulgado, que todo el mundo sabe y debe saber que de la corte del papa jamás salió sentencia que no fuese justa. Y así es verdad que ésta es justa, por lo que, de ahora en adelante, nada cambiaríamos. De manera que ved de marcharos.
Después de esto, los mensajeros se separaron del papa descontentos, volviéndose a Cataluña a ver a su rey, y le contaron cuanto se les había dicho y cuanto ellos habían hecho, y el señor rey levantó los ojos al cielo y dijo:
—¡Padre y Señor! ¡En vuestras manos encomiendo mi persona y mi tierra y en vuestro poder confío!
¿Qué os diré? Que si los mensajeros del papa vinieron con tan mala respuesta, con otra tan mala vinieron los del rey de Francia, que igualmente protestaron. Cuando estuvieron ante el señor rey de Aragón y le hubieron explicado el mensaje, éste dijo:
—Ahora, hágase lo que se pueda, que con tal de que Dios esté con nosotros, no tememos su poder.
Y así no quiero hablar más de estos mensajes, que sería demasiado trabajo si todo lo quisiera contar; pero ya basta con que los explique resumidamente y os diga la sustancia. De modo que he de dejar de hablaros de los mensajeros y del rey de Aragón y volveré al almirante.
Cuando el almirante hubo tomado Lípari y hubo expedido los dos leños armados y las dos barcas armadas en busca de noticias, a los pocos días volvieron cada uno de por sí y trajeron la noticia de que habían salido de Nápoles treinta y seis galeras con muchos condes y barones, que traían con ellos tal número de barcas que por lo menos transportaban trescientos caballos, y que por tierra igualmente venía mucha caballería en dirección a la Amantea, con el propósito de tomar tierra en Cefalú, a causa de que el castillo de este lugar, que es uno de los más fuertes de Sicilia, estaba todavía en poder del rey Carlos, pero no la ciudad, que se encuentra al pie de la montaña, de modo que venían con el propósito de prestar socorro al castillo y tomar la ciudad, de modo que, una vez desembarcados, volviesen a la Amantea e hicieran tantos viajes como fuesen necesarios hasta que todos hubiesen pasado. Seguro que así se hubiesen hecho las cosas si Dios no aportaba su ayuda, y la verdad es que muy poco faltó para que no causasen gran daño a Sicilia.
En cuanto el almirante oyó esta noticia hizo tocar la trompa y mandó que se reuniera toda la gente en la popa de las galeras y contóles cuanto había oído, y luego arengóles y les dijo muy acertadas palabras, y finalmente acabó diciéndoles:
—¡Señores! Ya habéis oído cómo mi señora la reina de Aragón, y con ella el señor infante Don Jaime y el señor infante Don Federico, han venido a Sicilia, de lo cual todos debemos sentir gran satisfacción y alegría. De modo que es necesario que nosotros nos portemos de tal manera que, con la ayuda de Dios, cobremos estas galeras y estas gentes que vienen con tanto orgullo, pues cada uno puede imaginar que allí donde están ocho condes y seis otros señores con pendón propio, cuánto orgullo y coraje ha de haber. Por lo que ahora es necesario que cada uno duplique su ánimo, pues gran honor hemos de alcanzar combatiendo con tan brava gente.
Y todos gritaron:
—¡Vamos, almirante, que cada día que pasa esperando nos parece un año!
En cuanto la trompeta sonó, todos embarcaron y se fueron en buena hora. Hicieron rumbo a Estrángol, y de Estrángol, calaron en Calabria. Luego fueron costeando la Calabria y vinieron directamente a la Amantea, y de la Amantea a Xomofret, y luego a Sancto Noixent y al Citrar, y después fueron a Castragut y a Maratía. Cuando estuvieron en la playa de la ciudad de Nicastro vieron sobre el cabo de la Pel.lunuda a la armada de los condes, y cuando los hubieron visto, todos gritaron:
—¡Aür! ¡Aür! —y preparándose muy bien para la batalla, arremetieron contra sus enemigos.
Cuando los condes vieron venir la armada del almirante con las banderas desplegadas, sintieron gran satisfacción. Pero si ellos estaban satisfechos, no lo estaba la chusma de las galeras, pero tuvieron que conducirse como forzados, que no se atreven a contradecir los pequeños contra lo que los condes y los demás barones querían. De este modo preparados para la batalla, se acosaron. Y si a unos veíais atacar con gran vigor, lo mismo hacían los otros, y cuando se hubieron mezclado, allí hubieseis visto cómo se repartían los golpes y cómo actuaban los ballesteros catalanes de tabla, que podéis creer que no erraban golpe. ¿Qué os diré? Cosa grave es querer combatir contra el poder de Dios, y Dios estaba con el almirante y los catalanes y los latinos que con él estaban. De poco sirvió el rango ni la riqueza, pues los catalanes acrecieron en tal forma su vigor que las galeras de los condes fueron vencidas. Aquellos que pudieron escapar del centro del combate se separaron del cuerpo de la armada, y fueron once galeras muy bien arregladas que no tenían por qué gritar laus[28], pero que prefirieron huir; y el almirante que las vio marchar hizo que se separaran seis galeras de las suyas para que las alcanzaran; y siguiéronlas hasta el castillo de Pixota, donde las abordaron; y no pudieron coger ninguna por la mucha caballería que allí había. Pero lo mismo dio, pues la caballería que allí estaba y que tenían a sus señores en las galeras empezaron a gritar:
—¡Traidores! ¿Cómo habéis desamparado a tan honrados caudillos como había en las galeras?
Y les acuchillaron a todos.
El almirante y sus galeras, queriendo tomar mayor impulso, gritaron:
—¡Aragón! ¡Aragón! ¡Adelante, adelante!
Y todo el mundo se encaramó en las galeras enemigas, y cuantos se encontraban sobre cubierta murieron, excepto los condes y barones que pudieron escapar con vida y se rindieron al almirante.
De este modo el almirante cogió a los condes, barones y demás gentes, muertos o presos, de veinticinco galeras, y las galeras mis mas, y cuanto de valor había en ellas. Después fue a por las barcas que llevaban los caballos, y cogiólas todas, que no escaparon ni diez, y todos cuantos escaparon cuando la batalla era más dura fueron a dicho castillo de Pixota. De este modo el almirante logró, con gran satisfacción y alegría, las veinticinco galeras que habían que dado y todas las barcas y leños, y además a todo los condes y barones, salvo al conde de Montfort, a un her mano suyo y a dos primos hermanos, que antes se dejaron despedazar que rendirse, y en esto obraron bien, puesto que bien sabían que tampoco podrían evitar perder la cabeza si hubiesen quedado con vida. Pero todos los demás, condes y barones, se rindieron al almirante.
Cuando todo esto estuvo hecho, el almirante puso rumbo a Mesina, y mandó enseguida un leño armado a Cataluña, al señor rey de Aragón, y otro a Sicilia, a mi señora la reina y a los infantes. Y si hubo gran alegría en cada una de estas regiones, no me lo preguntéis, que cada uno ya se lo puede imaginar; e igualmente podéis pensar que las gentes de la armada del señor rey de Aragón ganaron tanto que contar lo que consiguieron, del menor al mayor, sería muy largo de decir; pues el almirante dejó a cada uno cuanto hubiese conseguido. Y, con esta franquicia que les daba, el almirante les hacía duplicar el ánimo, y esto lo había aprendido de lo que hizo el señor rey con las diez galeras que Don Conrado Lanza desbarató de los sarracenos, como antes habéis oído. Porque todo almirante y jefe superior de la gente de armas se debe esforzar para que tengan alegría y se hagan ricoshombres aquellos que con ellos van; que si les quita la ganancia que obtienen, les quita el coraje y luego les cuesta volver a encontrarlos. Y por esto, muchos se han perdido y se perderán si no son largos y generosos con aquellos con quienes han de ganar honor y victoria.
De este modo, satisfechos, como podéis comprender, se vinieron a Mesina, y si hubieseis visto la fiesta, fue la mayor que se hiciera en la tierra. El señor infante Don Jaime y el infante Don Federico salieron a caballo, con mucha gente cabal, a la Fuente del Oro, y toda Mesina salió. Cuando el almirante vio a los infantes, subió a una barca y descendió a tierra, y se acercó al infante Don Jaime y le besó la mano, y el señor infante besóle en la boca; y después, lo mismo hizo con el infante Don Federico. Y el almirante dijo al señor infante Don Jaime:
—Señor, ¿qué mandáis que haga?
Dijo el señor infante:
—Pensad en subir a las galeras y celebrad vuestra fiesta; y después id a saludar a palacio y desembarcad para hacer reverencia a mi señora la reina. Luego celebraremos consejo con vos y con el consejo nuestro, y decidiremos lo que se deba hacer.
De este modo el almirante se subió a las galeras, y fueron celebrando la fiesta, arrastrando las galeras y las barcas y los leños que habían apresado, con la popa por delante y las banderas arrastrando, y cuando estuvo delante de la Duquena, entonó el laus 28, y toda Mesina le respondía; que parecía que el cielo bajara a la tierra.
Cuando todo esto estuvo hecho, el almirante descendió en la Duquena, y entró en el palacio y fue a hacer reverencia a mi señora la reina; y besó el suelo delante de ella por tres veces antes de acercarse, y luego le besó la mano. Y mi señora la reina, con cara alegre y hermosa, le recibió. Del mismo modo, una vez hecha la reverencia a mi señora la reina, fue a besar la mano a la señora Bella su madre; y la madre le besó a él, llorando de alegría, más de diez veces, y tan apretadamente lo tenía abrazado, que no se lo podían quitar, hasta que mi señora la reina se levantó y les separó. Y cuando los hubo separado, el almirante, con permiso de mi señora la reina y de su madre Doña Bella, fuese a su posada, donde se le dio una gran fiesta.
El almirante mandó poner a los condes y barones en el castillo de Matagrifó, y les hizo aherrojar con buenos grilletes y ordenó buenos guardianes, y a los caballeros les consignó en lugares adecuados, asimismo bien aherrojados y bien guardados, y a la demás gente les hizo meter todos en prisiones comunes, igualmente con buenas guardias. Todos los caballos, que eran más de trescientos, los mandó al infante Don Jaime para que hiciera con ellos lo que le pluguiese, y el señor infante, en lugar de hacerles meter en sus establos, regaló treinta al almirante y los demás los dio todos a condes y barones, a caballeros y honrados ciudadanos, y no retuvo ninguno para sí, aparte cuatro palafrenes muy hermosos que había y que dio al infante Don Federico Cuando todo esto estuvo hecho, el señor infante Don Jaime reunió su consejo en palacio, y asistió al consejo el almirante y aquellos a quienes correspondía formar parte del consejo. Cuando todos estuvieron reunidos, mi señora la reina mandó decir al señor infante Don Jaime que él, con su consejo, vinieran ante ella; y ellos fueron enseguida, y cuando estuvieron ante ella, ella dijo:
—Hijo, os ruego que para honrarnos a nos, y por el amor de Dios, antes que nada determinéis sobre los presos, libertéis a todos aquellos que haya de la tierra del Principado, de Calabria, de Pulla y de los Abruzos y que los mandéis cada uno a su tierra, tal como hizo el rey, vuestro padre, con aquellos que fueron hechos prisioneros en la Gatuna y cuando la derrota de las galeras de Nicótera.
Pues, hijo, vuestro padre y nos y vos podemos estar seguros que ninguno de ellos, por su voluntad, vino contra nos, sino que lo hicieron así como forzados; que bien saben ellos que son nuestros subditos naturales y si a cada uno de ellos se le abriese el vientre, dentro se encontraría escrito el nombre de nuestro abuelo, el emperador Federico, y de nuestro padre, el rey Manfredo, y el nuestro y el de todos vosotros; de modo que sería pecado que esta gente pereciera en nuestro poder.
Sobre esto el señor infante dijo a mi señora la reina:
—Hágase como vos mandáis.
De inmediato, ante mi señora la reina, mandó el señor infante al almirante que así lo cumpliera; y el almirante contestó que así sería hecho, tal y como ellos lo mandaban, y así se cumplió. De modo que no me hace falta hablar más, pues se observó exactamente la misma ordenación que el señor rey había dado en los otros casos; y así corrió el buen nombre y la gran fama de la santidad de mi señora la reina por todo el país, y después por todo el mundo. Y cuando esto fue otorgado, el señor infante y su consejo fueron a celebrarlo donde tenían por costumbre celebrarlos todos; y fue decidido que ni de conde, ni de veguer, ni de caballero, ni de barón se hiciera ninguna innovación sin conocimiento del señor rey de Aragón; y que luego fuese armada una galera con mensajeros a Cataluña, que llevase el nombre de todos y que luego el señor rey ordenase lo que le pluguiera. Y tal como fue ordenado se cumplió y se armó la galera, que partió de Mesina.
Y así hemos de dejar de hablaros de la galera y volveremos a hablar de otro hecho que no hay que olvidar.
La verdad es que mientras se estaba organizando esta armada de los condes en Nápoles, un ricohombre de Francia, que se llamaba micer Arnaldo d’Avella, que era barón de gran poder, pensó que él, de por sí, podría acometer algún hecho señalado que redundase en honor suyo y de los suyos y que pudiera agradar al rey Carlos, puesto que había salido de Francia con el propósito de serle útil.
Acercóse, pues, al príncipe y le dijo:
—Príncipe, sé que tenéis en Brindisi veinte galeras abiertas por la popa[29]. Servios mandarlas armar, puesto que todas están reparadas, y haced correr la voz que queréis mandarme con ellas a la Morea, con caballería, en cuanto todo el mundo embarque, de grado o a la fuerza. Yo, con trescientos hombres a caballo, todos vasallos míos o de mis parientes, subiré con los caballos en las galeras, y he de hacer rumbo a Sicilia, hacia Agosta, que es un buen puerto y tiene un hermoso y fuerte castillo, que yo poseí ya en tiempos de vuestro padre y que actualmente el rey de Aragón no se preocupa de guardar y cuya ciudad no está bien amurallada, y con la chusma de las galeras entraremos dentro fácilmente. Atacaremos, por un lado, el conde de Brenda y el conde de Montfort, y los otros condes que han ido a Cefalú atacarán por el otro. De manera que, con toda seguridad, quemaremos y arrasaremos toda la isla y daremos ánimos a los castillos que todavía resisten a nuestro favor. En tanto que Don Roger de Lauria se encuentra fuera de Sicilia, nosotros podríamos hacer, a mansalva, lo que he pensado.
¿Qué os diré? El príncipe tenía a micer Arnaldo d’Avella por tan buen caballero y tan inteligente que creyó en lo que le propuso, y se lo otorgó. Y tal cual lo pensó lo hizo; y mientras el almirante estaba en Lípari, ellos se prepararon y salieron de Brindisi y vinieron a la ciudad de Agosta y la combatieron, la tomaron y la destrozaron. Cuando hubieron desembarcado, se informaron de la situación de la isla, y les dijeron algunos hombres que habían apresado en Agosta, eso es, al capitán de las galeras, y que era de Brindisi y que fue quien preguntó, ya que los franceses venían con tanto orgullo que no se preocupaban de preguntar nada, sino que solamente se ocupaban en quemar y devastar la isla; pero dicho capitán, que llevaba escrito en su pecho el pánico que le causaba Don Roger de Lauria, preguntó, y le dijeron:
—Señor, tened por cosa cierta que hoy hace tres días el almirante estuvo en Mesina.
Y contáronle todo lo ocurrido, y de inmediato el capitán de las galeras fue a encontrar a micer Arnaldo d’Avella, y le dijo:
—Micer Arnaldo, si queréis, esta noche iré con las galeras a Calabria y traeré las gentes que encontraré en la playa y que el príncipe nos habrá mandado. De este modo estaréis mejor acompañado, puesto que yo, aquí, con las galeras, no os prestaría ningún servicio.
Los franceses son una gente tal que en las cosas de la mar se creen todo lo que les dicen, puesto que ellos nada entienden de ella; de modo que le dijo que fuera en buena hora y volviese deprisa, y, en cuanto a irse, podéis creer que, si lo dijo al sordo, no lo dijo a perezoso, de modo que tuvo la ventaja de que micer Arnaldo le concediera licencia, pues de no habérsela concedido igualmente se hubiera marchado por la noche, pues harto sabía y se figuraba que en mala hora habían venido. De manera que desembarcó los víveres y todo cuanto traía para los caballeros y, por la noche, se hizo a la mar. Pero no penséis que se preocupara de ir a la playa de Estil, sino que viró en redondo y puso rumbo a las Colones, y no paró hasta que estuvo en Brindisi, y cuando estuvo en Brindisi dejó las galeras delante de las atarazanas, y cada uno se fue por su lado donde quiso, de manera que si todavía queda alguno en vida es que sigue huyendo.
Ahora dejaré estar al que puso las galeras en buen lugar y a salvo y volveré a hablar del infante y del almirante.
Cuando el señor infante Don Jaime y el almirante supieron que micer Arnaldo d’Avella había saqueado y quemado Agosta, el primero enarboló su bandera, y con setecientos hombres a caballo y cuatro mil almogávares y mucha gente de a pie, fuéronse directamente a Agosta. El almirante hizo subir de inmediato a todo el mundo en las galeras, y no les hizo falta rogar mucho ni forzar, que como si fueran a ganar indulgencias, embarcaban con gran satisfacción y alegría. Cuando hubieron embarcado, fuéronse al puerto de Agosta, y cuando estuvieron en el puerto no creáis que esperasen al señor infante, sino que todos subieron a la villa, y por las calles hubieseis visto los hechos de armas más hermosos del mundo. ¿Qué os diré? Había tirada de dardo que salía de mano de almogávar y que traspasaba caballero y caballo con todos los arreos que llevaba. Seguramente que el almirante los hubiese muerto y desbaratado a todos aquel día, pero era ya de noche cuando esto ocurrió y hubieron de dejar el torneo. Cuando llegó el alba, el señor infante, con su hueste, estaba delante del castillo. Aquellos que lo vieron, dándose ya por muertos y perdidos, se precipitaron dentro del castillo, con tanta prisa, que sólo pudieron meter víveres y avena por tres días, y se vieron perdidos.
Con esto, el señor infante ordenó el combate, y si alguna vez se ha visto combatir con gran fuerza y vigor, así fue aquélla; pero el castillo es seguramente de los más fuertes que yo conozca en tierra llana y, además, está a gran altura hacia el mar, por los dos lados del puerto, hacia el mar griego; de modo que no es posible conquistarlo a escudo y lanza. Al día siguiente, el infante hizo arbolar dos trabucos, que trajeron de las galeras. Cuando micer Arnaldo d’Avella se vio en tan gran aprieto, se tuvo por loco, pues ya había perdido más de cien caballeros y muchos hombres de a pie y carecía de víveres. Mandó dos caballeros al señor infante, clamando gracia para que le dejasen marchar y le pusieran en Calabria y prometiéndole que jamás volvería en su contra. El señor infante, movido por su bondad y misericordia, y por el amor de Dios y por gentileza, respondióles que les dejaría ir, con la condición de que le prometiera hacerle todo el daño que pudiera en toda ocasión y que estuviera seguro que ni caballo, ni arnés, ni nada de cuanto tuvieran les dejaría sacar, fuera de sus vestidos.
Cuando micer Arnaldo oyó lo que los mensajeros le dijeron que había contestado el infante, preguntó si había alguien que le aconsejaba tal cosa; y todos contestaron que no. Entonces exclamó, sin completo juicio:
—¡Oh, Dios! —dijo micer Arnaldo—. ¡Qué gran pecado comete quien a una casa tal y de tales caballeros hace o procura daño! Os digo que ha contestado de la manera más noble que pueda hacerlo un príncipe. Por lo que os digo que se haga como él quiere, y así lo confirmo.
Así lo firmó, con gran sentimiento del almirante y de todos cuantos allí estaban, que tuvieron como cosa mejor que hubiesen muerto; pero el señor infante entendió que, para la honra de Dios, aquello era lo mejor. De modo que el señor infante mandó al almirante que los pusiera en tierra en algún lugar que estuviera a favor del rey Carlos; y de este modo embarcaron. Cuando estuvieron embarcados, el señor infante mandó diez caballos a micer Arnaldo para que cabalgasen él y ocho ricoshombres de su linaje que con él estaban, y a cada uno le mandó el arreo y las armas y sus pertenencias, mandando al almirante que, cuando los pusiera en tierra, se lo entregara de parte del señor infante.
Terminado el embarque, el señor infante llamó al almirante, y le dijo:
—Almirante, tomaréis doce galeras bien armadas, de las que hacemos capitán a Don Berenguer de Vilaragut, y cuando hayáis puesto esta gente en tierra, vos os volveréis a Mesina y que Don Berenguer de Vilaragut que siga vía de Bindisi, y si puede alcanzar las veinte galeras que a estas gentes llevaron a Agosta, combatirá con ellos, que, con la voluntad de Dios, les dará buena cuenta.
—Señor —dijo el almirante—, esto se hará como mandáis, y me place que lo encomendéis a Don Berenguer de Vilaragut, que es muy sabio caballero y bueno en todos sus hechos.
Con esto, llamaron a Don Berenguer de Vilaragut, y el señor infante díjole lo que había pensado, y que se aprestara a subir en las galeras y a bien obrar. Y Don Berenguer de Vilaragut fue a besarle la mano y le dio muchas gracias; y seguidamente embarcó, con buena compañía de caballos y de hombres de a pie que tenía. Y se despidieron del infante y de aquellos que con él estaban, y fuéronse a la playa de Estil, y delante del castillo de Estil el almirante dejó a micer Arnaldo y a su compañía, y luego le dio, de parte del señor infante, los dichos diez caballos para él y para los otros barones que allí estaban y eran parientes suyos, y el arnés de cuerpo y de caballo que les pertenecía. Y cuando micer Arnaldo y los demás vieron esta cortesía, dijeron:
—¡Oh, Dios! ¿Qué esperan el papa y los cardenales que no hacen al rey de Aragón y a sus hijos señores de todo el mundo?
Muchas gracias dieron al almirante, y le rogaron les encomendara a la gracia del señor infante y que tuviera por cierto que, por su bondad, mientras vivieran jamás marcharían contra él desde ninguna parte.
Y así he de dejar de ocuparme de micer Arnaldo d’Avella y sus compañeros, que se volvieron a Nápoles, donde encontraron al príncipe, dolido y disgustado de lo que le había ocurrido con los condes, y dóblósele el dolor cuando micer Arnaldo le hubo contado cómo había sido hecho preso y lo que el infante había hecho.
—¡Ay, Dios! —dijo el príncipe—. Micer Arnaldo, más le valiera a nuestro padre el rey Carlos que este asunto se arreglara. Que si seguimos guerra contra guerra, todo lo veo perdido.
Ahora diré que el almirante se volvió a Mesina y que Don Berenguer de Vilaragut se separó de él con doce galeras y dos leños armados y dos barcas armadas, y dejaré de hablar de ellos y volveré a ocuparme del infante Don Jaime.
Cuando el almirante y Don Berenguer de Vilaragut, con sus gentes, se separaron del señor infante, éste estableció bien el castillo y lo aprovisionó y reparó, e hizo levantar una muralla en la villa, que la unió por los dos lados al castillo, pues la ciudad era muy extensa y no era lo bastante fuerte al defenderse, que por esto se perdió. Cuando este muro estuvo ordenado hacer, mandó que su hueste proclamara y transmitiera por toda Sicilia que todo el mundo que quedara con vida y fuese de Agosta pensara en volver; pero, por sus pecados, pocos había que estuviesen restablecidos. Lo mismo mandó proclamar por toda la hueste y luego por toda Sicilia, que cualquier catalán que quisiera establecerse en Agosta que pensase en venir, que le serían dadas posesiones francas y quitas. Y muchos vinieron, que todavía están, ellos o sus descendientes.
Cuando esto estuvo hecho, fue a visitar Siracusa, y Not y todo el valle de Not, y luego fue a Sotera, cuyo castillo era todavía del rey Carlos, y ordenó tal acoso que en pocos días se rindió.
Luego visitó gran parte de la isla y llegó a Cefalú, y ordenó el sitio del castillo, que también estaba a favor del rey Carlos, e igualmente poco tardó en rendirse. De este modo echó de Sicilia a todos sus enemigos, y después volvióse a Mesina, donde se celebró una gran fiesta en su honor y de la reina y del infante Don Federico y de todos.
Y ahora dejaré de hablar del infante y volveré a hablar de Don Berenguer de Vilaragut.
Cuando Don Berenguer de Vilaragut dejó al almirante, se dirigió hacia el cabo de las Colones; y al llegar el alba, fue a Cetró, donde encontró tres naves y muchas taridas del rey Carlos cargadas de víveres, que mandaba a Sicilia, donde se figuraba que tenía su caballería. En el acto embistiólas y tomólas todas, y les dio nueva tripulación y las mandó a Mesina. Después puso rumbo a Tarento, donde igualmente encontró una gran nave, que tomó y mandó a Mesina; luego se dirigió al cabo de las Leuques, y tomó Gallípoli y lo saqueó. Y en cada lugar recibía noticia de las galeras que ya podían haber llegado a Brindisi, por lo menos desde hacía ocho días, pues no se habían detenido en ninguna parte. Por esto iba recorriendo la costa, para que su viaje no fuese inútil, y por esto entraba en todos los lugares pensando encontralas allí. Después de Gallípoli se vino a Tarento, que es ciudad buena y graciosa; y en el puerto de Tarento también encontró una nave, que apresó y mando a Mesina. Y luego fue al puerto de Brindisi, y entró hasta más allá de la cadena, pero más adelante no pudo pasar. Y mandó decir al capitán de las galeras que si quería salir a dar la batalla le esperaría tres días Y así lo hizo: que durante tres días le esperó dentro del puerto, sin que nadie quisiera salir.
Y cuando vio que nadie quería salir, una noche se marchó de Brindisi y fue a saquear Vilanova, y después Pollina, y después todo el burgo de Manópol. Y cuando todo esto estuvo saqueado y en cada lugar había tomado muchas naves, que mandaba a Mesina, fue a recorrer la isla de Corfú, donde igualmente se apoderó de naves, leños y tandas.
Cuando todo esto estuvo hecho y obtenido ganancias sin fin, se volvió a Mesina, alegre y satisfecho, igual que todos los que con él estaban, y tenían motivo para estarlo, pues las ganancias que él y los que estaban con él habían hecho eran sin cuento. Cuando estuvo en Mesina fue bien recibido por mi señora la reina, y por los señores infantes, y por el almirante y por todos, y se le dio una gran fiesta. Cuando esto hubo pasado, el señor infante mandó al almirante que mandase reparar todas las galeras, pues quería que se armasen cuarenta de ellas, pues había oído decir que en Nápoles armaban cincuenta. Y tal como él mandó, se hizo.
Ahora dejaré de hablar de mi señora la reina y de los infantes y del almirante, que hace reparar las cuarenta galeras y tiene puesta tabla, y volveré a hablar del señor rey de Aragón.
Cuando el señor rey de Aragón hubo oído la gran victoria de la batalla contra los condes (que así se la llamó y se llamará siempre por el gran número de condes que en ella hubo), y asimismo los hechos de Agosta y los que Vilaragut hizo, tuvo gran alegría y satisfacción, y alabó y bendijo a Dios por la gracia que le había dado. A continuación decidió poner orden en sus asuntos, y, como ya habéis oído lo que los mensajeros que mandara al papa y al rey de Francia le dijeron, comprendió que no se trataba de ningún juego, sino que ambos poderes se preparaban para lanzarse contra sus tierras, aparte de la cruzada que otorgaba el papa para que los demás se uniesen a ellos. Por esto mandó reunir cortes en Zaragoza de todos los aragoneses, y cuando estuvieron reunidos, el señor rey les dijo muy buenas palabras, y refirióles la gracia que Dios le había concedido en la batalla de los condes.
Hacía ya días que la galera había arribado a Barcelona con las noticias que traía, y ordenó que se volviera mandando decir al señor infante cuanto ordenaba hacer con los condes, y los barones y los caballeros que tenía presos. De esto no hace falta que haga mención, pues el rey era tan sabio que siempre escogía lo mejor de lo que debía hacerse: y esto mandó que se hiciera y no otra cosa, y le pareció muy bien lo que mi señora la reina había dispuesto para la gente menuda.
Cuando se lo hubo contado todo, les explicó también lo de Agosta y lo que Don Berenguer de Vilaragut había hecho. Después, cuando hubo contado todo esto y añadido muy certeras palabras que venían al caso, les dijo lo que los mensajeros habían hecho con el papa e igualmente lo que le habían dicho los que mandara al rey de Francia y en qué forma el papa había dictado sentencia contra él y sus valedores, y cómo había hecho donación a su sobrino Carlos, hijo del rey de Francia, de su tierra, y asimismo de cómo el rey de Francia se preparaba, por mar y por tierra, y que había jurado que, de aquel abril en un año, estaría, con todo su poder, en Cataluña. De modo que requería a los ricoshombres, prelados, caballeros, ciudades, villas y castillos para que todos le diesen su consejo y le prestasen su ayuda.
Cuando les hubo dicho todo esto, levantáronse aquellos a quienes correspondía contestar, y dijeron que habían comprendido bien todo cuanto les había dicho y que alababan y bendecían a Dios por el honor y la victoria que Dios les había concedido, e igualmente que se sentían muy pesarosos por lo que el santo padre había decretado en su contra, e igualmente el rey de Francia; pero que ellos tenían confianza en Dios y creían que les ayudaría, puesto que él y sus gentes mantenían el derecho, y así Dios, que es la pura verdad, rectitud y justicia, sería su valedor, y confundiría a aquellos que con tanta soberbia y orgullo venían contra él. Y que ellos se ofrecían a ayudarle y a valerle todo lo que sus personas pudiesen aguantar, y que estaban dispuestos a morir y a dar muerte a todos aquellos que contra él viniesen, y que le rogaban y le suplicaban que se pusiera alegre y satisfecho, de manera que todas sus gentes pudiesen alegrarse y sentirse satisfechas; y que pensara en ordenar sus tierras y que se dirigieran a las fronteras con el rey de Francia; y que mandara construir galeras y preparar todas las cosas que sirvieran para la defensa de su reino y que pensara también en las otras fronteras:
—Que, en cuanto a las fronteras de Aragón con Navarra, nosotros las guardaremos y defenderemos en tal forma que, si Dios quiere, vos, señor, nos lo tendréis que agradecer, y los enemigos comprenderán que tienen que habérselas con tal clase de gentes que sobrada mala fortuna les han de procurar.
Cuando el señor rey oyó el buen ofrecimiento que los barones de Aragón, los caballeros, las ciudades, villas y lugares le hacían, se alegró mucho y estuvo muy satisfecho de ellos.
Antes de que el señor rey saliera de Zaragoza, ni los ricoshombres ni los demás, les llegó mensaje seguro de que Don Estatxe, que era gobernador de Navarra por el rey de Francia, había entrado en Aragón con cuatro mil caballos armados y que había tomado la torre de Ull, que tenía Don Eixemenis d’Arteda, caballero de Aragón, que era muy buen caballero, y lo demostró al defender la torre de Ull, pues hizo tanto que ningún caballero pudo hacer más en ningún hecho de armas, de modo que, gracias a su heroísmo, salvó la vida, que bien le dolió, ya que Don Estatxe ordenó que por nada del mundo muriera, pues sería una gran desgracia si un tal caballero llegase a morir, y por esto, a la fuerza, le apresaron vivo. Cuando lo tuvieron preso, Don Estatxe le mandó a Tolosa, al castillo Narbonés, y mandó entregarlo a Don Toset de Satxes, que lo defendía. Pero luego Don Eixemenis d’Arteda hizo tales proezas que huyó de aquel lugar, y volvió a Aragón y causó mucho daño cuando hubo salido de la prisión de los franceses.
Y dejaré de hablar de él, que tendría demasiado trabajo si hubiese de contar todas las proezas, coraje y excelencias que los caballeros de Aragón y Cataluña han realizado en estas guerras y en otras y no me bastara el tiempo para escribirlas. Como se dice en Cataluña, «la obra alaba al maestro», porque, en general, por los hechos que en común han ejecutado los catalanes y aragoneses se conoce quiénes son, pues si no fuesen valientes y buenos no habrían hecho los hechos que hecho han y hacen todos los días, con la ayuda y la gracia de Dios. De manera que no hace falta que hable de ninguno en singular, sino que basta con que me ocupe de los hechos que los caudillos han mandado hacer.
Cuando el señor rey y los que con él estaban supieron todo esto, apellido hecho[30], salió la bandera del señor rey y la de todos los caudillos fuera de Zaragoza, y los consejos de las ciudades y villas de Aragón decidieron venir y seguir su bandera, de manera que desde que Aragón fue poblado jamás se vio tan buena gente aragonesa reunida y preparada, de manera que en verdad puedo deciros que no sólo desbarataron los ejércitos de Don Estatxe, sino que los del rey de Francia hubiesen desbaratado si hubiesen estado allí.
Y el señor rey, con gran alegría y satisfacción, decidió ir donde estaba la hueste de Don Estatxe, y se apresuró tanto que un día, a la hora de completas, llegó junto a la hueste de Don Estatxe, a la entrada de Navarra, donde Don Estatxe había vuelto cuando tuvo noticias de la presencia del rey a una legua. De modo que ambas huestes tuvieron noticia una de otra y, por la noche, el rey arengó a su gente y les conminó a portarse bien y les dijo muy buenas palabras y que, por la mañana, con la ayuda de Dios y de mi señora Santa María, quería combatir con sus enemigos, que jamás habían tenido tan alocado atrevimiento como era el de entrar en su reino. Y cuando el señor rey hubo hablado, todo el mundo contestó que así fuese en buena hora. Pero los hechos ocurrieron en tal forma que Don Estatxe, con toda su gente, se volvió sano y salvo a Navarra, de lo cual el señor rey quedó muy descontento, tanto como nunca lo estuviera desde que había nacido, y no he de decir más, pues es muy natural que lo estuviera.
Cuando el rey supo que Don Estatxe se había vuelto a Navarra, se marchó y se vino, jornada tras jornada, a Barcelona. Ordenó igualmente cortes para un día determinado, en el que todos los de Cataluña debían estar en Barcelona. Cuando estuvieron mandadas las cartas a los ricoshombres, prelados, ciudadanos y hombres de las villas, el señor rey llamó a Don Ramón Marquet y a Don Berenguer Maiol, que habían vuelto de Sicilia con las galeras que habían acompañado a mi señora la reina y los infantes, y mandóles que de inmediato mandasen hacer diez galeras nuevas para que no estuviesen con falta de ellas. Y Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol dijeron al señor rey:
—Señor, ¿pero qué estáis diciendo? Sabéis que vuestros enemigos construyen más de ciento veinte galeras y vos mandáis que hagamos diez.
Respondió el señor rey:
—¿Y no sabéis vosotros que nos tenemos en Sicilia más de ochenta, las cuales, cuando nos hagan falta, vendrán armadas?
Dijeron ellos:
—Señor, nos parecería mejor que, por lo menos, mandaseis hacer aquí cincuenta galeras, pues no sabemos si las que están en Sicilia llegarán a tiempo cuando las necesitemos, y si éstas ya estaban hechas, no importara si los hechos que allí ocurran les forzaban a tardar Es tan grande el poder de la Iglesia y del rey de Francia y del rey Carlos y el de sus valedores que creemos que aquí y allí nos darán mucho que hacer, y si nosotros tenemos cincuenta galeras entre Valencia, Tortosa, Tarragona y Barcelona, bien podríamos armarlas, y más si más tuviésemos. De manera, señor, que con tal que vos queráis que dispongamos de cincuenta galeras en Cataluña, fe tenemos en Dios y en vuestra buena estrella, y buena cuenta daremos de todas las de vuestros enemigos.
El señor rey respondióles:
—Prohombres, vosotros decís bien; pero mejor será que nuestros enemigos no sepan qué tenemos, que si supieran que tenemos cincuenta galeras, vendrían todos juntos y sería muy duro y de gran peligro que todas nos combatieran, pues en aquellas galeras habrá muy buena gente entre provenzales, gascones, genoveses y písanos y otros muchos. Cuando sepan que sólo hay diez galeras, se sentirán muy seguros y no apreciarán nuestro poder, y, por esto, se irán repartiendo, y vosotros, con estas diez galeras, iréis hiriendo acá y allá a mansalva, y así, mientras van menospreciando nuestro poder, nuestras galeras vendrán de Sicilia e irán a atacar donde esté la mayor parte de la armada. De este modo, con la ayuda de Dios, acabaremos mejor con nuestros enemigos con poco poder que si con gran poder nos mostráramos. En las guerras las cosas son así, y no hay más que encomendarse a Dios, y luego, con su ayuda, coger el mejor partido sin demostrar que se cuenta con mayor abundancia.
Después de oír esto, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol dijeron:
—Perdonadnos, señor, que os quisiéramos aconsejar, pues bien cierto es que ni nosotros ni cien como nosotros llegamos a la altura de vuestras pisadas. Confesamos, señor, que es de muy buen criterio lo que nos habéis dicho, de manera, señor, que como vos mandáis, mandaremos hacer las diez galeras.
—Ahora —dijo el señor rey— id en buena hora y mantened secreto lo que os hemos dicho.
—Señor —dijeron ellos—, de esto podéis estar seguro.
Y con esto le besaron la mano y se fueron a hacer lo que el rey les había mandado.
Convocada la corte, fueron todos a Barcelona el día que el señor rey había fijado, y cuando acudieron al palacio real, el señor rey les dijo lo mismo que había dicho en la corte de Zaragoza a los aragoneses y muchas más palabras pertinentes que venían al caso.
Después de hablar el señor rey, levantóse el arzobispo de Tarragona y dijo:
—Señor, yo os digo por mí y por todos los prelados de mi arzobispado y otros eclesiásticos que nosotros no os podemos aconsejar con respecto a la guerra, y mayormente contra la sentencia que el santo padre ha dado contra vos. Por lo que os rogamos que no queráis obtener nuestro consejo, pero sí que os sirváis dejarnos nuestras rentas justo para que podamos vivir estrechamente.
Cuando el señor rey hubo oído lo que el arzobispo le dijo, comprendió su gran bondad y la de los demás prelados y clérigos, y el gran afecto que le demostraban. Pues lo que el arzobispo dijo, lo dijo a buen entender, pues equivalía a decir que el señor rey se apoderase de todo cuanto a la Iglesia pertenecía y que lo utilizase para la guerra, pero lo dijo en forma que no pudiese ser reprendido por el papa ni por los demás. Y en verdad así lo comprendieron todos los prelados y clérigos que había en la tierra del señor rey, que sólo tuviesen lo necesario para vivir mientras durase la guerra, y que de todo lo demás se sirviera el señor rey.
En tal sentido contestó el señor rey al arzobispo, y díjole que había comprendido bien lo que él había dicho y que les tenía por excusados a él y a todos los demás prelados y clérigos y que comprendía que ellos llevaban razón, de manera que podían retirarse en buena hora, que él se quedaría con los caudillos, caballeros, ciudadanos y hombres de las villas para tratar de la guerra.
De este modo el arzobispo y los demás prelados y clérigos salieron del consejo y cada uno se fue a su tierra; y el señor rey se quedó en la corte con los antedichos ricoshombres y otros.
Cuando el arzobispo y los demás prelados y clérigos estuvieron fuera del consejo, levantáronse los ricoshombres, caballeros, ciudadanos y hombres de las villas para tratar de la guerra en la forma que procedía hacerlo. Y si en Zaragoza se dio buenas respuesta al señor rey, mucho más cumplidamente le fue contestado en esta corte por los ricoshombres, caballeros y ciudadanos y otros. Y si bien lo expresaron con palabras, mucho mejor lo cumplieron por obra, como más adelante oiréis. De cuya contestación dicho señor rey quedó muy satisfecho, e hizo grandes donativos a todos y les dio las gracias. Y así se disolvió la corte, con gran concordia entre el señor rey y sus vasallos y súbditos, y con la palabra que les dio el señor rey, cada uno volvió a sus tierras.
Despedida la corte, el señor rey se fue a la ciudad de Gerona, y mandó decir a su hermano el señor rey de Mallorca que quería verle y le rogaba viniese a dicha ciudad, o, si así lo prefería, él se trasladaría a Perpiñán. El señor rey de Mallorca dijo que prefería venir, y a los pocos días vino, en efecto, a Gerona, y el señor rey de Aragón salió a su encuentro hasta el puente, y si se agasajaron el uno al otro no hace falta que lo diga, pues cada uno se lo puede suponer, pues ambos hermanos tenían muchos deseos de verse; y de este modo entraron en Gerona, donde les fue ofrecida una gran fiesta. Aquel día comieron el señor rey de Mallorca en compañía del señor rey de Aragón, y luego al día siguiente; y al tercer día y al cuarto día, el señor rey de Mallorca invitó al señor rey de Aragón con toda su compañía; y luego al quinto día el señor rey de Aragón quiso que el señor rey de Mallorca comiera con él. Cuando hubieron oído misa, los dos hermanos, sin nadie más, entraron en una cámara; y había pasado ya la hora nona sin que hubiesen salido ni comido. Lo que se dijeron y convinieron entre ellos, esto es algo que nadie pudo saber; pero se rumoreó que el señor rey de Aragón dio licencia al señor rey de Mallorca para que apoyara y ayudara al rey de Francia contra él, porque ambos hermanos eran sabios y comprendían que Montpellier y los condados de Rosellón y de Confleent y de Cerdaña se perderían si hacía otra cosa; y la casa de Francia tenía y tiene tal costumbre: que nada de lo que se apoderara en guerra lo devolvería, sino que antes perdería toda su tierra. De modo que comprendiendo que Montpellier, Rosellón, Confleent y Cerdaña no se podrían defender, mejor era conservarlos desde entonces. Y así se separaron, sin que ninguna persona supiera nada de lo que se habían dicho, salvo lo que pensaron aquellos que eran inteligentes, y sin que los mismos franceses dejasen de abrigar por mucho tiempo aquella sospecha. Y cuando se hubieron despedido el uno del otro, el señor rey de Aragón se volvió a Barcelona, y el rey de Mallorca a Perpiñán.
Ahora dejaré de hablaros de los reyes y volveré a hablar del señor infante Don Jaime y del almirante.
Cuando el almirante hubo hecho reparar las cuarenta naves, como le ordenara el señor infante, y dispuso de todas las chusmas y de toda la demás compañía de cabos (según estaba ordenado, o sea que tantos hombres de cabeza hubiese que fuesen latinos como catalanes, y los ballesteros de tabla todos catalanes, y todas las galeras, aparte seis de ligeras que tenía con sobresalientes[31]), mandó embarcar el pan en las galeras y todo lo necesario; y cuando las galeras hubieron cumplimentado todo esto, con la gracia de Dios, mandó el señor infante al almirante que mandase embarcar a la gente. En cuanto el trompeta recorrió la ciudad, la gente embarcó con buen ánimo y buena voluntad.
Cuando estuvieron embarcados, el almirante se dirigió a despedirse de mi señora la reina y de los infantes, y mi señora la reina persignóle y bendíjole. El señor infante llamó aparte al almirante y le dijo:
—Nos parece acertado que toméis rumbo a Nápoles y que procuréis, si es posible, apoderaros de Iscle, pues si tenemos la isla de Iscle, fácilmente destruiremos Nápoles.
A lo que respondió el almirante:
—Señor, santiguadnos y bendecidnos y dejad que nos vayamos, que tened por cierto que, con la ayuda de Dios, haremos tanto que por todos los tiempos se hablará de ello.
Después de esto, el almirante besóle la mano y se despidió de él, y del infante Don Federico, y de todos los demás, y con la gracia de Dios, embarcó.
Cuando acabaron de embarcar eran en total cuarenta galeras, cuatro leños armados y cuatro barcas, y dijeron la buena palabra y partieron en buena hora. Costearon la Calabria, y ya, de entrada, se apoderaron de Escalea, y encontraron en el puerto de Santo Nicoló de Escalea cuatro naves y muchas taridas que cargaban astillas de remos y de árboles y de antenas de galeras para llevarlas a Nápoles; y el almirante las tomó todas y las mandó a Mesina. Después tomaron la Amantea, y Xomofret, y Sancto Noixent, y el Citrar, y la ciudad de Nicastro, que asoló y quemó toda; y después tomaron Castellabat. Y cada uno de estos lugares lo presidió.
Podéis creer que cuando supieron los calabreses que la batalla de Burdeos no se había celebrado, al poco de combatir se rendían, pues cada uno llevaba en su alma y en su corazón al rey de Aragón y odiaban hasta la muerte a los franceses, como lo demostraron cuando el señor infante pasó a Calabria, que no esperaban otra cosa sino que el señor infante pasara.
Bofarull, admitiendo que estos marinos ocupaban el tercer puesto (después de los proeles y alieres), nos dice que en las Partidas se les llama sobresalientes. Deducimos de todo ello que su principal misión era la de defender con ballestas a los remeros de las galeras.
Cuando el almirante hubo tomado todo esto, llegó la noticia a Nápoles, y el príncipe se mostró muy disgustado. El almirante, tomando informes constantemente, puso rumbo a Nápoles, y cuando estuvo frente a Nápoles se puso en orden de batalla, escalonando las galeras y, armados y pertrechados, acercóse a los muelles a dos tiros de ballesta. Y más podrían haberse acercado, pues no encontraban quien se les opusiera; pero él lo hizo con mucho juicio, para no impedirles que pudiesen subir a las galeras, pues lo que él deseaba de todas todas era que ellos armasen todas las galeras que había para que combatiesen con él.
Cuando los de Nápoles vieron acercarse las galeras al muelle, eran de ver los gritos de ¡Vía jora! y el repicar de campanas en Nápoles, que parecía que se hundieran cielo y tierra. El príncipe, con toda su caballería, se vino al muelle e hizo tocar la trompeta, pregonando bajo pena de la vida que todo el mundo subiese a las galeras; pero era en vano que gritara, pues ninguno quería subir. Cuando el príncipe vio esto, enfurecido, fue el primero en subir personalmente a las galeras, y cuando los condes, barones, caballeros, ciudadanos y las demás gentes vieron al príncipe subido en las galeras, movidos por la vergüenza, todos decidieron subir en dichas galeras, cada uno con sus armas y bien arreado. ¿Qué os diré? Treinta y ocho galeras armaron, y muchos leños, y muchas barcas.
Cuando las tuvieron armadas, decidieron bogar hacia el almirante. El almirante hizo como que huía y procuró atraerlas hacia fuera, de tal modo que las tuviera en forma que ni una pudiese escapar; y cuando vio que las tenía en buena mar, decidió dar la vuelta hacia ellas. Aquellos que le vieron volver, perdieron de pronto el vigor con que iban a su alcance y largaron remos. El almirante hizo otro tanto y mandó abarloar una galera con la otra y se puso en orden de batalla. Y cuando cada uno hubo hecho esto, se atacaron unas galeras a otras, y si en alguna ocasión hubo una fuerte batalla en el mar, ésta fue ésa, pues no se le puede comparar ni la batalla de Malta ni la de los condes. ¿Qué os diré? Que la batalla duró desde hora tercia hasta la hora de vísperas. Pero contra la voluntad de Dios y contra su poder nada puede durar, y el poder y la voluntad de Dios estaban y están con el señor rey de Aragón y los suyos, por lo que el poder del rey Carlos y del príncipe era nulo contra aquél.
Por esto nuestro señor Dios verdadero dio vigor al almirante y a sus gentes, que todos a la vez gritaban: ¡Aragón! ¡Aragón! —y— ¡Sicilia, adelante, adelante!
Y con aquel coraje barrieron más de treinta galeras; y cuando las hubieron barrido, no pudieron tomar la galera del príncipe porque las otras formaron a su alrededor; tan honrada gente de paraje había en ellas que antes preferían morir que ver al príncipe prisionero. Mas ¿de qué les valió? Al final no pudieron aguantar y murieron las mayor parte de todos los condes y barones y hombres de paraje que había, de modo que la galera del príncipe quedó sola, pero nadie podía tomarla. Al ver esto, el almirante puso fuerza contra fuerza y poder contra poder y gritó:
—¡Vergüenza! ¡Vergüenza!
Entonces todo el mundo decidió saltar a la galera del príncipe y barrieron toda la proa, y el almirante saltó, con la espada en la mano, y cuando llegaron al centro de la galera, allí hubieseis visto hechos de armas y dar y recibir golpes, que aquello fue una gran maravilla, de modo que todos los que estaban sobre cubierta de la galera del príncipe murieron.
El almirante vino ante el príncipe, que se defendía mejor que no lo hiciera el rey, ni su hijo, ni ningún otro caballero; que tan bien se defendía, que no había ningún hombre que se atreviera a acercarse a sus estocadas. Y seguramente que él mejor quería morir que vivir, tan enfurecido estaba. Es verdad que se acercaron caballeros del almirante que, con lanzas en las manos, intentaron herirlo, pero el almirante gritó:
—¡Barones, no lo hagáis! Que éste es el príncipe y mejor lo queremos vivo que muerto.
De modo que el príncipe, viendo esto y que de poco le valía su defensa, se rindió al almirante. Y de este modo, todos fueron muertos o prisioneros.
En cuanto la batalla estuvo ganada, el almirante dijo al príncipe:
—Si queréis vivir, dos cosas debéis hacer enseguida; y si no queréis hacerlo, tened en cuenta que ahora será vengada la muerte de Conradino.
Y el príncipe respondió y dijo al almirante:
—¿Qué es lo que queréis que haga? Que si hacerlo puedo, lo haré de mi propia voluntad.
—Lo que yo quiero —dijo el almirante— es que me hagáis traer ahora a la hija del rey Manfredo, hermana de mi señora la reina de Aragón, que vos tenéis prisionera aquí, en el castillo del Huevo, junto con aquellas damas y doncellas que vivas estén; y que me hagáis rendir el castillo y la villa de Iscle.
El príncipe contestó que lo haría gustoso, y al instante mandó a uno de sus caballeros a tierra en un leño armado, y trajo a mi señora la infanta, hermana de mi señora la reina, con cuatro doncellas y dos damas viudas. Y el almirante recibiólas con gran gozo y se arrodilló y, llorando, besó la mano de mi señora la infanta.
Cuando esto estuvo hecho, bogó hacia Iscle con todas sus galeras; y cuando estuvieron en Iscle se encontraron con que había un gran duelo, porque la mayor parte de la gente de Iscle habían sido muertos o hechos prisioneros en la batalla. Y el príncipe mandó que el castillo y la villa se rindieran al almirante; y de inmediato, sin hacerse rogar, lo hicieron, porque así pudieron recobrar a sus amigos que estaban presos en las galeras. Y el almirante recibió el castillo y la villa, y dejó allí cuatro galeras bien armadas y dos leños, y más de doscientos hombres de otras armas, e hizo salir de las galeras todos los prisioneros que eran de Iscle, y dejóles ir sin rescate, y les hizo vestir con la ropa de los otros, con lo que la gente de Iscle quedó muy consolada.
Hecho esto, ordenó a aquel que había dejado como capitán de las galeras que no dejase entrar ni salir a nadie de Nápoles sin su permiso, y los que entrasen le debían entregar determinada cantidad por nave o leño, e igualmente por la mercancía que llevasen, y los que saliesen pagasen por cada cuba de vino un florín de oro, y dos florines por cuba de aceite, e igualmente todas las demás mercancías, pues cada cosa debía pagar su tributo.
Y así se cumplió y más aún, que de tal modo lo apretaron que el capitán de Iscle tenía su comisionado dentro de Nápoles, que recibía el tributo de todas las cosas dichas, y con su albalá tenían que salir todas, ya que de lo contrario eran aprehendidas y perdían la nave, el leño y la mercancía. De modo que éste fue el mayor honor que ningún rey tomara sobre otro, y que el señor rey de Aragón tuvo sobre el rey Carlos; y el rey Carlos tuvo que aguantarlo por la gente de Nápoles, que se hubiese arruinado si no hubiesen podido vender sus bienes y darles salida.
Solucionado esto, el almirante hizo rumbo a la isla de Prócida y a la isla de Capri; y de cada una de aquellas islas se apoderó. Y tal como los de Iscle le habían rendido homenaje por el señor rey de Aragón, así aquellos de Prócida y de Capri le hicieron homenaje; y él entrególes los prisioneros que tenía de cada uno de estos lugares. Hecho lo cual, el almirante mandó un leño armado a Cataluña, al señor rey de Aragón, y otro a Sicilia, para que supieran aquella buena noticia, y que Dios nos dé tanta alegría como en cada uno de estos lugares tuvieron. Y así, mientras el señor rey de Aragón y todo Cataluña y Aragón y todo el reino de Valencia tuvieron satisfacción, y mi señora la reina y los infantes y toda Sicilia, por igual fue el pesar que el rey Carlos sintió cuando lo supo en Roma, donde estaba con el papa, y todos aquellos que estaban de su parte, pero la parte gibelina tuvo gran alegría y placer.
Cuando los leños armados hubieron dejado al almirante, el mismo Señor que les había dado la victoria les dio tan buen tiempo que en pocos días estuvieron en Mesina. Y cuando estuvieron dentro de la Torreta, empezó en Mesina el mayor gozo y contento que jamás hubiese habido, y los infantes y toda la caballería salieron a la Fuente del Oro, y con ellos todo el pueblo de Mesina. El almirante, con sus galeras, arrastraba a las otras con la popa por delante y arrastrando las banderas; y cuando estuvo delante de la Fuente del Oro y vio que allí estaban los infantes, tomó tierra en una barca. Los infantes, que le vieron salir a tierra, se acercaron al almirante, y el almirante vino hacia ellos y besóles la mano, y cada uno de ellos se agachó para besarle en la boca. Cuando esto estuvo hecho, el almirante preguntó al señor infante Don Jaime qué mandaba que se hiciera con el príncipe, y el señor infante respondió:
—Pensad en subir en las galeras y celebrad vuestra fiesta. Nosotros estaremos en palacio antes que vos para recibir a la infanta nuestra tía; y celebraremos nuestro consejo con vos y con los demás consejeros nuestros para decidir qué haremos del príncipe y de los demás prisioneros.
De modo que el almirante subióse a las galeras y con gran gozo y alegría entraron por el puerto de Mesina; y llegaron frente a palacio y entonaron seguidamente el laus 28, y todo Mesina le contestaba.
De manera que toda la gloria era para los que querían bien a la casa de Aragón, y gran dolor para los otros.
Cuando el laus terminó, el almirante mandó poner escala en tierra junto a la Duquena del puerto, y de allí salió mi señora la reina y los infantes. Los infantes subieron a las galeras y recibieron a su tía con gran satisfacción y alegría, y con ella descendieron por la escala. Eran cuatro las escalas que el almirante había mandado colocar, uniéndolas por ambos lados con travesaños de madera, de manera que mi señora la infanta y los infantes salieron juntos por la escala. Y cuando estuvieron al pie de la escala, mi señora la reina y su hermana fueron a abrazarse, y estuvieron así abrazadas y besándose y llorando que nadie las podía separar, y que daba mucha compasión a quien lo veía. Y no era de extrañar, pues desde que no se habían visto habían perdido al buen rey Manfredo, su padre, y a la reina su madre, y el rey Carlos, que mató al rey Conradino y al rey Eus, sus tíos, y muchos otros honorables parientes. Por fin los infantes y el almirante las separaron, y así las dos, cogidas de la mano, subieron al palacio, donde fue muy grande la fiesta que se les daba. Y los manjares fueron muy ricamente preparados, y todos fueron servidos; pero antes de que comieran, el señor infante mandó al almirante que metiera al príncipe en el castillo de Matagrifó; y a los condes y barones que los confiara a caballeros que los guardasen cada uno en sus casas; y a los otros prisioneros que los pusieran en cárceles comunes. Tal como el señor infante lo mandó se cumplió dentro de dos días.
Después, una vez terminada la fiesta, el señor infante llamó a todos los ricoshombres de Sicilia, caballeros, ciudadanos y hombres de las villas y lugares para que de cada uno viniesen síndicos con plenos poderes, y dioles como término hasta a dos meses de la fecha de las cartas que se hicieron para que estuviesen en Mesina. Dioles tan largo plazo para que dentro de aquel término hubiese ido y vuelto un mensaje para el señor rey en Cataluña, y que éste pudiese disponer lo que quisiera que se hiciese con el príncipe y las demás personas de autoridad, puesto que a los pequeños mi señora la reina los mandó poner en libertad y que fuesen llevados a sus tierras, como hizo con los anteriores.
Seguidamente, dicho señor infante y el almirante mandaron preparar una galera y mandaron a dos caballeros al señor rey de Aragón para hacerle saber que habían puesto al príncipe en Matagrifó bajo buena guardia y qué mandaba que se hiciera con él, así como de los condes y barones, y mandáronle por escrito los nombres de cada uno. De modo que salió la galera y encontró al señor rey en Barcelona, que ya había recibido noticias por el leño armado que el almirante le mandó cuando venció en la batalla, y por esto había venido a Barcelona, donde pensaba que otros mensajes de Sicilia habría de recibir en breve. En cuanto llegaron a Barcelona enviaron saludos, y fue tanta la gente que acudió a la playa para contestar a su saludo que parecía que había venido todo el mundo.
En cuanto los mensajeros salieron a tierra, fuéronse a palacio para ver al señor rey, y le besaron el pie y la mano y le entregaron las cartas que le traían y le dijeron su mensaje. El señor rey les recibió con mucha alegría y mandó dar un gran refresco a la galera, y aquel mismo día les despachó, de modo que al día siguiente salieron de allí y en pocas fechas volvieron a Mesina, donde encontraron a mi señora la reina y a los infantes y al almirante y entregáronles las cartas que el señor rey les enviaba. Lo que en ellas decía no lo puedo decir yo, pero los hechos que siguieron con respecto al príncipe y los demás estuvieron de acuerdo con lo que el rey dispusiera, pues se procedió con tanta inteligencia que todo el mundo pudo darse cuenta de que todo tenía que haber salido de la gran sabiduría del señor rey.
Llegó luego el día en que se reunió la corte, como estaba previsto. El señor infante convocó a consejo general y todo el mundo vino al palacio de Mesina, tanto los que ya estaban en la ciudad por lo general, como todos los demás hombres y ricoshombres, y caballeros y síndicos de todas las tierras de Sicilia, y todas las personas doctas. Cuando estuvieron todos reunidos, el señor infante, que era de los más sabios entre los príncipes de este mundo y el mejor hablado (y lo es todavía, y lo será mientras viva), levantóse y dijo:
—Barones: Nos os hemos hecho reunir aquí porque, como sabéis, nos tenemos aquí, en Matagrifó, encarcelado, al príncipe, hijo mayor del rey Carlos. Todos sabéis también que el rey Carlos, su padre, despojó de su herencia al bueno del rey Manfredo, abuelo nuestro y señor natural vuestro, y cómo después murió él en la batalla con su hermano Eus. Luego sabéis también cómo el rey Conradino, nuestro tío, vino de Alemania para vengar aquella muerte y aquel despojo, y cómo, porque así a Dios plugo, él y sus gentes fueron desbaratados por dicho rey Carlos. Sabéis que dicho rey Conradino cayó en sus manos vivo, y sabéis que cometió la mayor crueldad que ningún rey ni hijo de rey hiciera con persona tan gentil como era el rey Conradino (que por cierto pertenecía a la más alta sangre de este mundo), al que mandó cortar la cabeza en Nápoles. Por la gran crueldad que cometió todos podéis ver qué penitencias le va dando Dios, y qué venganza se toma; y precisamente porque sois vosotros quienes habéis sufrido mayor daño y mayor deshonor que ninguna otra persona en el mundo haya, tanto por la muerte de vuestro señor natural y de sus hermanos, como cada uno habéis perdido parientes y amigos, así place a Dios que de todo esto seáis vosotros quienes tomen cumplida venganza, y os ha puesto en vuestro poder la cosa más querida que el rey Carlos pueda tener en el mundo; pensad, pues, en juzgarlo y dictad aquella sentencia que más justa os pareciere Después de esto se sentó, y levantóse micer Alaime, a quien se había ordenado que contestase por todos en común, sobre lo que el señor infante propusiera, y dijo:
—Señor: Hemos comprendido bien lo que vos nos habéis dicho y sabemos que todo es verdad, tal y como vos lo habéis expuesto; agradecemos a Dios y a nuestro señor rey, puesto que le ha placido que tan sabio señor como vos nos fuese mandado como regente, y como a vos place que por nosotros sea tomada venganza de la muerte y del daño que el rey Carlos nos ha hecho; por lo que, señor, teniendo ante los ojos a Dios, sentencia doy yo, por mí: que sobre el príncipe recaiga la misma muerte que su padre dio al rey Conradino. Y así, tal y como yo digo esto, levántese cada uno de los barones, de los caballeros y de los síndicos de las tierras: que si les parece bien, que lo confirmen por sentencia y se ponga por escrito, y que cuanto diga cada uno de los síndicos, lo digan de por sí y en nombre de toda la comunidad que representan. Y si hay alguno que algo quiera añadir, que se levante, que yo esto que digo lo digo por mí y por todos los míos.
Y cuando hubo hablado, se sentó, y antes de que ninguno se levantara, todo el pueblo de Mesina se levantó, y gritaron todos:
—¡Bien dicho! ¡Bien dicho! Todos decimos que pierda la cabeza y confirmamos lo que micer Alaime ha dicho.
Entonces levantóse el almirante, que ya conocía los propósitos que se tenían, y dijo:
—Barones, tal como micer Alaime ha dicho, levántese cada uno de por sí, ricoshombres, caballeros y síndicos y que dicte cada uno su sentencia y luego, lo que resulte en general, escríbase.
Seguidamente llamó a dos notarios de la corte de Mesina, los más fidedignos que había, y dos jueces, y que los jueces dictasen y ellos escribieran lo que dijera cada uno para memoria perdurable.
Y así se hizo y cumplió.
Cuando todo terminó, el almirante ordenó que se leyera en presencia de todos; y cuando se hubo leído y todos oyeron aquella sentencia dada por ellos y por aquellos a quienes ellos representaban, el almirante preguntó si todos, en comunidad, confirmaban aquella sentencia. Y todos respondieron:
—Esto queremos y así lo confirmamos, por nosotros y por toda la comunidad de la isla de Sicilia.
Después de esto se levantaron y se fueron a comer, y decidieron que al día siguiente se hiciera justicia. Pero el señor infante, después que la sentencia fue dada y confirmada, quiso usar de misericordia y no quiso devolver mal por mal, antes recordó las palabras del Evangelio que dicen:
«Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta». Por esto no quiso la muerte del príncipe, sino que, con él, naciera la paz y concordia, puesto que le constaba que no merecía castigo por las cosas que hiciera su padre el rey Carlos, pues había oído decir, y así era de verdad, que le disgustó mucho la muerte del rey Conradino e igualmente porque era cierto que era pariente próximo del señor rey su padre, y si lo era de su padre, también lo era de sí mismo.
Al día siguiente, el señor infante Don Jaime llamó al almirante, y le dijo:
—Almirante: Aparejad la mejor nave de catalanes que ahí esté, y cuatro galeras y dos leños armados y mandemos al príncipe a Barcelona, al señor rey nuestro padre.
Y el almirante dijo:
—Señor, decís bien, y en el acto se hará.
Y así, en cuanto la nave estuvo armada, y las galeras y los leños, metieron al príncipe en aquélla, bajo buena guardia y bien ordenada, y partieron de Mesina. El tiempo fue bueno, y en pocos días estuvieron en Barcelona, donde encontraron al señor rey, quien en el acto mandó que lo metieran en el Castillo Nuevo de Barcelona y ordenó que se pusiera buena guardia.
Con esto, dejaremos estar al príncipe, que está en buen lugar y seguro, y volveré a hablar del señor infante y del almirante.
Después de embarcado el príncipe, el señor infante mandó al almirante que hiciera armar cuarenta galeras, pues pensaba pasar a Calabria y conducir la guerra en forma que para nada tuviese que contar con su padre. El almirante estuvo muy satisfecho cuando vio que el señor infante tenía tan acertado juicio y que era atrevido y esforzado, de manera que no hizo nada para refrenar sus proyectos, sino que, por el contrario, se los facilitó, y dijo:
—Decís bien, señor. Haced que vuestra caballería y vuestros peones se preparen, que las galeras podéis darlas por dispuestas.
De modo que el señor infante llamó a las huestes de todos los catalanes y aragoneses que estaban en Sicilia, aparte aquellos que regentaban los cargos y ocupaban los castillos. A los pocos días todo el mundo estaba preparado en Mesina, y el señor infante pasó a Calabria con mil caballos armados y cien alforrados a la jineta[32] y gran cantidad de almogavería y de sirvientes de mesnada; y el almirante estuvo dispuesto con las cuarenta galeras, de las cuales había veinte abiertas por la popa 29, en las cuales iban cuatrocientos hombres a caballo y muchos almogávares.
Así, con la gracia de Dios, el señor infante, por tierra, y el almirante, por mar, iban tomando ciudades, villas, castillos y lugares. ¿Qué os diré? Que si todo, por orden, os lo quisiera contar, como otras veces os he dicho antes, no me bastaría el papel. Tantas caballerías y tantos hechos de armas se hicieron en los lugares que conquistaban, que en ninguna historia del mundo encontraréis mayores maravillas a las que las gentes que estaban con el señor infante y con el almirante hacían, que, de un centenar, entre los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses que había en aquella corte de cada uno de ellos y de sus proezas y caballerías, se podría hacer un mejor romance que el que se hizo de Jaufré[33], y además de estos cien, podríamos citar un millar parecidos entre los peones. Del almirante no hace falta hablar, que maravillas fueron todos sus actos, pues se tuviera por muerto si en todo lugar donde ocurría un hecho de armas no aventajase a todos en caballería.
¿Qué os diré? Tanta fue la capacidad, el valor y la buena caballería del señor infante que, desde que salió de Sicilia hasta que volvió a Cataluña, se vio que había conquistado toda la Calabria y que sólo le faltó el castillo de Estil, que está en la cima de una gran montaña, junto al mar. Y, además de la Calabria, conquistó el Principado hasta Castellabat, que está cerca de Salerno, a treinta millas, e Iscle, como ya habéis oído, y Prócida y Capri, y todavía, por la parte de levante, la ciudad de Tarento y todo el Principado hasta el cabo de las Leuques, y la ciudad de Otrento y la de Lix, que está a veinticuatro millas cerca de Brindisi.
Y si hubiese quien os contara los hechos que en Otrento se hicieron por dicho Don Berenguer d’Entenza, cuñado del almirante, y por otros, sería una maravilla oírle, pues corrieron toda la Pulla, toda la isla de Corfú y todo el Arta y la Valona y toda Esclavonia. Y tal como tributaban en Nápoles todas las naves que entraban y salían, y las galeras de Iscle, al señor rey de Aragón, así tributaba a dicho señor rey toda nave o leño que entrase en el golfo de Venecia, a la ciudad de Otrento, a aquellos que estaban por cuenta del señor rey de Aragón o del señor infante, dejando los que entraban o salían de la ciudad de Venecia, porque dicha ciudad y común estaban en paz con el señor rey de Aragón.
Y que nadie se maraville de que así, en resumen, os hable de estas grandes conquistas, que si así lo hago es porque ya se han escrito libros que hablan particularmente de cada uno de estos asuntos y lugares que se conquistaban; y porque, además, sería cosa muy larga.
Cuando el señor infante hubo conquistado toda la Calabria y todos los demás lugares, cedió dichos lugares a los ricoshombres, a sus caballeros y a honrados ciudadanos y adalides de los almogávares y cabos de sirvientes de mesnada. Y dejó todas las fronteras bien delimitadas y luego se volvió a Sicilia, donde mi señora la reina y la infanta su tía y todas las gentes de Sicilia tuvieron gran gozo y alegría, ya que, desde entonces, no se hizo notar en nada la guerra en Sicilia, ya que los fronterizos que estaban en Calabria, en el Principado y en Pulla, eran los que hacían la guerra y la ganaban y venían a gastársela en Mesina.
Cuando el señor infante estuvo en Sicilia, el almirante, con licencia del señor infante, fuese a Berbería, a una isla que se llama Gerba, que pertenecía al rey de Túnez. Y asoló la isla, y se apoderó de más de diez mil, entre sarracenos y sarracenas, que transportó a Sicilia, y mandó a Mallorca y a Cataluña; y ganó tanto que el botín que obtuvieron las galeras sirvió para pagar lo que costó hacerlas y cuanto se gastó para armarlas.
Después hizo otro viaje, y fue a Romanía, corriendo la isla del Metelí y Estalimenes, y las Formentes, y Tin, y Andria y las Mitoles. Y luego recorrió la isla de Xiu, donde se fabrica la almáciga y la seda, y cargó todas las galeras con la almáciga y la seda; y después la ciudad de Malvasía; y volvió con las ganancias a Sicilia y fueron tantas que las cinco armadas se pagaron.
Asimismo recorrió la isla del Corfú, y quemó y arrasó todo el arrabal del castillo. Y recorrió toda la Cefalonia y el Ducado. Y las gentes que con él habían estado se hicieron todas ricas, hasta tal punto que, si jugaban, no admitían en su partida a nadie que no tuviese monedas de oro, y si traía monedas de plata, ni con mil marcos le admitían.
No transcurrió mucho tiempo que recorrió de nuevo la isla de Gerba, y trajo más gente de la que antes había traído, de modo que los moros de Gerba se fueron al rey de Túnez y le dijeron:
—Señor, ya ves tú que no puedes defendernos del poder del rey de Aragón, sino que con la fe de que vos nos defenderíais hemos sido corridos dos veces por el almirante del rey de Aragón, con lo que hemos perdido padres y hermanos y esposas, e hijos e hijas. Por lo que, señor, te rogamos quieras absolvernos para que podamos pasarnos a su señorío; y así viviremos en paz y nos harás favor y bienestar. De lo contrario, señor, date cuenta de que la isla quedará deshabitada.
Así el rey de Túnez dio su acuerdo y absolvióles. Y ellos mandaron sus mensajeros al rey de Aragón, y se le rindieron, y por él, al almirante. Y el almirante mandó construir allí un hermoso y fuerte castillo, que se ha mantenido, se mantiene y se mantendrá a mayor honra de cristianos, como otro castillo no haya.
Digo esto porque Gerba es una isla que está en medio de Berbería, y tanto dista Gerba de Ceuta como Gerba de Alexandría. Y no creáis que sea del todo una isla, pues está tan cerca de tierra que cien mil hombres a caballo y otros tantos de a pie podrían pasar sin que el agua les llegara a las cinchas si aquel paso no les estuviese prohibido y defendido por cristianos; por lo que es necesario que quien sea capitán de Gerba tenga cuatro ojos y diez orejas y que tenga la cabeza segura y firme por muchas razones, sobre todo porque el socorro más próximo que tiene de cristianos es Mesina, que está a más de quinientas millas; y al propio tiempo, Gerba tiene por vecinos Selim, Ben Margan, Jacob Ben-Acia y Bon-Bárquet, y los Debebs y otros barones alárabes, que cada uno dispone de mucho poder en caballería; y si al capitán que estuviese en Gerba se le llenaban los ojos de sueño, pronto encontraría quien lo despertara de un mal sueño.
Así que cuando el almirante hubo realizado estos hechos, decidió reparar todas cuantas galeras tenía, porque había oído contar que el rey de Francia mandaba construir muchas galeras. De modo que tengo que dejar de hablaros del almirante, y volveré a hablar del rey de Francia y del rey Carlos.
Cuando el rey Carlos tuvo noticia tanto de la prisión del príncipe como de la batalla de los condes, como de los hechos de Agosta, como de todos los otros daños que había sufrido y sufría cada día, pensó en recurrir al papa y luego al rey de Francia, y decidió urdir y preparar todo cuanto pudiese contra el rey de Aragón. Cuando lo hubo removido todo y dispuesto que el rey de Francia marchara contra el rey de Aragón, pensó en dirigirse a Nápoles, pues tenía gran temor de que se rebelara. Con él vino el conde de Artes y otros condes y barones, que reunieron, por lo menos, dos mil caballeros, y jornada tras jornada, llegaron a Nápoles, y llegaron en un momento tal, que seguro que de los dos mil no volvieron a Francia ni doscientos, pues todos murieron en la guerra de Calabria o de Tarento.
Sólo en un día murieron en Otrento más de trescientos caballeros, y asimismo murieron muchos en Tarento, y en la llanura de Sant Martí, en un día, murieron a manos de los almogávares más de quinientos caballeros. ¿Qué os diré? Que no había lugar donde se tropezasen con los catalanes y aragoneses que no muriesen o quedasen descabalados. Esto ocurría por la voluntad de Dios, que abatía su orgullo y exaltaba la humildad que el señor rey de Aragón tenía, igual que sus hijos y sus gentes.
Y se daba a comprender por los prisioneros que para honra de Dios dejaban ir libremente y en cambio no se puede decir que el rey Carlos soltase ninguno de los que caían en su poder o de los suyos, pues cuando cogían a alguno, les cortaban las muñecas y les sacaban los ojos. Esto hubo de sufrir, durante mucho tiempo, el almirante y los demás que estaban con el señor rey de Aragón, hasta que al fin, viendo que procedían así en demasía, el almirante decidió también cortar muñecas y sacar ojos, y cuando los otros vieron que así les correspondían se enmendaron, y el almirante hizo lo mismo, pero quedaron bien castigados, pues aquéllos no dejaron de hacerlo por amor a Dios ni por compasión. Y así ocurre a mucha gente que mejor se acaba con ella tratándoles mal que bien, siendo así que mejor fuera que cada cual se corrigiera de sus vicios por amor o temor a Dios que esperar que Dios descargue sobre ellos sus iras.
¿Qué os diré? Todos los días llegaban al rey Carlos noticias tales que se dice que nunca hubo señor en el mundo que, después de tan gran prosperidad como había tenido, se viera tan desgraciado cuando llegó su fin. Por lo que todo el mundo se debe esforzar en guardarse de la ira de Dios, pues contra la ira de Dios no hay nada que se resista. ¿Qué os diré? Caído en tal postración, quiso Dios que acabara sus días y pasara a mejor vida. Y de él puede decirse que el día en que murió, murió el mejor caballero del mundo, después del señor rey de Aragón y el señor rey de Mallorca, y solamente me reservo estos dos. De este modo, su tierra quedó con grandes trabajos a causa de su muerte y porque el príncipe, que debía heredar sus tierras, estaba preso en Barcelona. Pero el príncipe tenía muchos hijos, y entre ellos había tres infantes mayores, a saber: monseñor Don Luis, que después fue obispo de Tolosa y fraile menor, y murió obispo y hoy es santo canonizado por el santo padre apostólico, que mandó hacer por él fiesta en todas las tierras de cristianos. Había además otro hijo, que se llamaba monseñor Don Roberto, que se titulaba duque de Calabria, y luego otro, que se llamaba, y se llama todavía, príncipe de Tarento. Estos dos hijos, con el conde de Artes y otros barones honrados de su misma sangre, rigieron la tierra hasta que su padre, el príncipe, salió de la cárcel, en paz, como más adelante oiréis.
Así he de dejar de hablaros del rey Carlos y de sus nietos, que regían la tierra, y he de volver a hablaros del rey de Francia.
Cuando el rey de Francia hubo ordenado que se hicieran las galeras y se prepararan víveres por todo el Tolzá, el Carcassés, el Bederrés y el Narbonés, y además en el puerto de Marsella y en Aigüesmortes y en Narbona, mandó al cardenal, que era legado, y al senescal de Tolosa, a Montpellier, para lograr que el rey de Mallorca permitiera el paso libre por sus tierras. El rey de Mallorca fue a Montpellier y el cardenal predicóle y le hizo muchos ofrecimientos en nombre del santo padre, al igual que del rey de Francia. De poco le valieran sus sermones si no existiera el acuerdo que el señor rey de Aragón y el señor rey de Mallorca habían convenido, según opinión de las gentes, acuerdo al que se había llegado por dos motivos: el primero, porque no podía prohibirles la entrada por el Rosellón de ningún modo, y si intentaba impedirlo, Montpellier estaba perdido para siempre, y el Rosellón y Confleent y Cerdaña; el otro motivo, que si aquéllos no entraban, y entraban por Navarra y por Gascuña, tenían mejor entrada que por el Rosellón, pues cuando estuviesen en el Rosellón no era cosa fácil pasar a Cataluña. Y así, por estas razones, el señor rey de Mallorca obedeció los ruegos del papa y del rey de Francia. Y de este modo, el cardenal y el senescal volviéronse al rey de Francia con gran satisfacción, pues ya tuvieron el hecho como ganado, y por esto, cuando lo contaron al rey de Francia, éste se puso muy contento, así como Carlos, el rey del capelo, y mandáronlo decir al papa, que también tuvo gran satisfacción. Enseguida, el rey de Francia mandó dar la paga de seis meses a los ricoshombres, caballeros y sirvientes y marineros y otras personas, pues dinero tenía en abundancia gracias al tesoro de San Pedro, que habían acordado para el pasaje a Ultramar, y que se transformó en contra del señor rey Don Pedro de Aragón, por lo que podréis comprender el fruto que iba a dar. Cuando la paga estuvo satisfecha por parte del rey de Francia y llegó la primavera, y el oriflama[34] salió de París, se calculó, cuando estuvieron en Tolosa, que venían con el rey de Francia dieciocho mil hombres a caballo y un sinnúmero de gentes a pie. Venían además por mar ciento cuarenta galeras grandes y más de ciento cincuenta naves con víveres, y leños, y taridas, y barcas innumerables.
¿Qué os diré? Que era tan grande el poder que el rey de Francia mandaba, que entre ellos poco se atendía al poder de Dios, pues todos decían:
—Tantas son las fuerzas que lleva el rey de Francia, que pronto conquistará todas las tierras de Don Pedro de Aragón.
De modo que el poder de Dios no era tomado en cuenta entre ellos y sólo se hablaba del poder del rey de Francia. En cambio, si hablabais con alguna persona de las que estaban con el rey de Aragón y le decíais:
—¿Qué harán el rey de Aragón y su tierra? —aquéllos dirían:
—Dios es todopoderoso y le ayudará en su derecho.
Y todos los del rey de Aragón imploraban el poder de Dios y los otros en nada lo reconocían.
Pero ya oiréis cómo nuestro señor verdadero Dios obró con su poder, que está por encima de todos los poderes, y tuvo compasión de los pacientes y castigó a los orgullosos y a los ignorantes.
Ahora dejaré de hablaros del rey de Francia y de sus ejércitos, que se encuentran en Tolosa y en toda su región, y volveré a hablar del señor rey de Aragón.
Cuando el señor rey de Aragón supo que el rey de Francia había salido de París y había sacado el oriflama, y que venía con tan gran poder por mar y por tierra, inmediatamente mandó sus mensajeros a su sobrino el rey de Castilla para hacerle saber con cuánta fuerza el rey de Francia se le venía encima, y requiriéndole, por el convenio que existía entre los dos, para que le mandase fuerzas de caballería, y que si lo hacía, podía estar seguro que él daría la batalla al rey de Francia.
Cuando el rey de Castilla hubo recibido este mensaje, respondió a los mensajeros que se volvieran, que él se prepararía de tal manera para correr en ayuda de su tío que el rey se daría por satisfecho.
Pero si la respuesta fue buena, los hechos quedaron en nada, pues no recibió ayuda ni de un solo caballero ni de un peón, de forma que el señor rey de Aragón se encontró engañado como lo había sido por su cuñado el rey de Francia, y cuando llegó la ocasión, se vio abandonado de todos sus amigos terrenales, de manera que, como sabio y esforzado señor que era, y el mejor caballero del mundo y el más sabio, levantó los ojos al cielo y dijo:
—Señor verdadero Dios, a vos encomiendo mi alma y mi cuerpo, todas mis gentes y mis tierras; y plázcaos, Señor, que puesto que todos los que me debían ayudar me han abandonado, seáis vos quien me ayudéis y seáis mi valedor y el de mis gentes.
Bendíjoles, y lleno de esfuerzo, ardiendo en el amor de nuestro Señor, verdadero Dios, Jesucristo, mandó ensillar y que todos se previniesen y armasen. De modo que, aquel día, el rey llevó las armas por la ciudad de Barcelona y dio una gran fiesta, y hubo gran alegría para honrar a Dios. De este modo levantó el ánimo de sus gentes, que ya querían encontrarse con las armas junto a sus enemigos, que por lo que tardaban en llegar, los días les parecían años.
Cuando cada uno hubo recibido su mandato, valerosamente pensaron en cumplirlo. El día que les fue señalado, fueron todos al collado de Panissars y allí se atendaron, y estuvieron allí el señor rey y el infante Don Alfonso con gran número de caballería de Cataluña. Y cuando estuvieron juntos, el señor rey ordenó que el conde de Ampurias con sus gentes guardase el collado de Bañolas y el collado de la Massana, por lo que el conde de Ampurias formó su hueste desde Castelló al collado de Bañolas, y a los demás los situó en el collado de la Massana; y el conde con sus caballeros iba visitando a los unos y a los otros, pues no había más de media legua entre unos y otros. Cada uno de estos dos pasos eran tan difíciles que no había por qué temer que pudieran pasar ninguno de ellos.
Por otro lado mandó al vizconde de Rocaberti a guardar el Pertús, y el señor rey con todas las demás fuerzas se mantuvo en el collado de Panissars. A cada sitio eran mandados mercaderes y otras gentes, que les llevaban, para vendérselo, todo cuanto podían menester. De manera que todos los pasos estaban bien ordenados y provistos.
Y dejaré de hablaros del señor rey de Aragón y de sus gentes y volveré a hablar del rey de Francia y del rey de Mallorca.