Cuando el rey Carlos se hubo despedido del rey de Francia, fuese por sus jornadas a Marsella con los sesenta caballeros de Francia, tal y como los había escogido. Cuando estuvo en Marsella hizo comparecer a Don Guillermo Cornut, que era uno de los honrados hombres de Marsella y de los más viejos, y le dijo que de inmediato abriera tabla y armase con gente buena, todos marselleses y de la costa de Provenza, veinticinco galeras y que no embarcara más que a provenzales, con armamento de cómitres, timoneles y proeles por doble partida y que cada uno de ellos fuese como un león. Que de todo le hacía a él capitán y señor mayor y que seguidamente tomara rumbo hacia Sicilia y visitara el castillo de Malta, donde refrescaría a su gente: y que cuando los hubiese refrescado, buscase a Don Roger de Lauria, que no tenía más allá de dieciocho galeras, pues el rey de Aragón había armado veintidós, de las cuales cogió cuatro para ir a Cataluña, de modo que sólo quedaban dieciocho:
—Y si las podéis alcanzar, todo el mar es nuestro, pues toda cuanta gente buena de mar tiene el rey de Aragón está en estas dieciocho galeras. De modo que no permitáis que por nada del mundo se os escapen, y no volváis a nuestra presencia hasta que a todos los hayáis matado o hecho prisioneros.
Tras estas palabras levantóse Don Guillermo Cornut y fue a besar el pie del rey Carlos, y dijo:
—Señor, gracias he de daros por el honor que me hacéis y os prometo que jamás volveré a Marsella ni ante vos en tanto no os traiga a Don Roger de Lauria y todos los de su armada, presos o muertos.
—Ahora —dijo el rey Carlos— pensad en portaros de manera que antes de ocho días ya estéis fuera, y esto os mandamos bajo pena de perder nuestro aprecio.
—Señor —dijo Don Guillermo Cornut—, así se hará, como vos mandáis.
De este modo, dicho Don Guillermo Cornut se dispuso a armar las galeras e hizo todo cuanto el rey Carlos le había mandado. Por esto he de seguir hablándoos de él hasta que haya realizado su buen viaje (¡y ojalá siempre lo hagan igual los moros!) y he de dejar de hablaros del rey Carlos, sobre el cual ya sabré volver cuando el tiempo y lugar lo requieran.
La verdad es que dicho Guillermo Cornut armó dichas veinticinco galeras, que fueron seguramente las mejor armadas que nunca salieran de Provenza. Puso en ellas más de sesenta hombres buenos, de su propio linaje, y, además, muchos hombres honrados de Marsella, que, en honor de Don Guillermo Cornut, fueron como sobresalientes. Salieron de Marsella y emprendieron rumbo a Nápoles veintidós galeras, y las otras tres las mandó que pasaran por Boca de Far para inquirir noticias. Escogió las tres mejores galeras de remos para que fuesen y dioles cita en el castillo de Malta, donde los encontraría, y que si por acaso llegaban antes que le esperasen.
Ahora dejaré de hablar de ellas y hablaré de Don Roger de Lauria, que, una vez armadas las veinticinco galeras que el señor rey de Aragón le ordenó, mandó las cuatro y un leño armado a Trápani, al señor rey de Aragón, tal como antes habéis leído, de modo que quedaron, bien armadas y pertrechadas, veintiuna y dos leños. En cuanto estuvieron armadas y mandadas las cuatro y un leño al señor rey de Aragón, con las veintiuna y dos leños batió la costa de Calabria hasta las Castelles, que está cerca del golfo de Tarento. Y en muchos lugares hicieron desembarcos y tomaron villas y caseríos, y dicho lugar de las Castelles, que estableció, y consiguieron muchas ganancias. Y, de querer, hubiesen podido causar mucho daño, pero los calabreses venían y decían al almirante:
—¡San almirante, no nos hagas daño! Estad seguros que todos tenemos la idea de que, si el santo rey de Aragón sale con vida de la batalla que ha emprendido contra el rey Carlos, todos a la vez nos rebelaremos contra el rey Carlos. De modo que servios no hacernos todo aquel daño que podríais.
Y el almirante, viendo esto (y comprendiendo que decían la verdad), pasaba haciéndoles el menor daño que podía. Que, en verdad, aquellas gentes de aquel país, por entonces, eran tan brutos para los hechos de armas que cien almogávares apresaban mil, si mil encontraban, pues ni siquiera sabían lo que se hacían; y los hombres que iban con el almirante, almogávares, hombres de mar y sirvientes de mesnada, eran tales que, por la noche, hacían incursiones de ochenta o cien millas dentro tierra y traían al mar todo cuanto querían, de modo que era algo infinito lo que ganaban. Pero si todo os lo quisiera contar, sería tan larga escritura que todo el mundo se aburriría oyéndola. Por lo que me limito a haceros un resumen, pues, a la verdad, sólo con esta salida que hizo el almirante con sus veintiuna galeras y dos leños se podrían contar más de treinta correrías que hicieron, y se encontraron, en cada una, con caballería y mucha infantería, y a todos les derrotaron, de modo que, de todo, se podría escribir un gran libro.
¿Qué os diré? Cuando el almirante hubo batido toda la Calabria y hubo realizado muy buenos hechos, se volvió, con sus ganancias, a Mesina. Y cuando estuvo en el cabo del Arma, que está a la entrada de Boca de Far, por levante, a la hora del alba, se encontró con las tres galeras de provenzales que Don Guillermo Cornut, almirante de Marsella, había mandado para obtener noticias. Y los dos leños armados que iban delante del almirante Don Roger de Lauria vieron las tres galeras de recalo, que estaban descansando por la noche y esperando noticias, y en cuanto los dos leños las hubieron visto, bogando silenciosamente, volvieron al almirante y se lo dijeron. De inmediato el almirante puso sus galeras en escala y rodeó las tres galeras, en forma que no pudiesen tirar por ningún lado, y, de inmediato, él en persona, con tres galeras, acercóse a ellas. En cuanto le oyeron se cogieron a los remos, que más fiaban en los remos que en Dios y en las armas. Y el almirante las atacó. ¿Qué os diré? Cuando ellos dieron la vuelta se encontraron con otras galeras y, de inmediato, se entregaron y fueron presas. Y así encontraron la noticia segura que andaban buscando, cerca de Don Roger. En cuanto el almirante las hubo tomado, se hizo de día, y él quiso saber lo que estaba ocurriendo, y lo supo, pues nada le fue ocultado.
Seguidamente se fue, con gran alegría, a Mesina con las tres galeras, la popa por delante y arrastrando sus banderas, y en el mismo día puso en tierra todo lo que las tres galeras llevaban y todos los hombres enfermos o heridos que había, y refrescó a su gente. Al día siguiente partió con sus veintiuna galeras y dos leños rumbo a Malta. ¿Qué os diré? Que aquel día llegó hasta Siracusa, y siguió hasta el cabo de Capupásser aquel día, y al llegar la noche descansó en parte, y cuando el día estuvo cercano, costeando, llegó hasta el cabo Rasalcaran. Hizo esta ruta por si las galeras de los provenzales hubiesen salido de Malta, en todo momento tenerlas a la vista; puesto que sabía que las tres galeras que había apresado debían esperar allí más gente, por lo que no quería que las galeras le pudiesen escapar ni dispersarse. Cuando estuvieron a la Fuente del Xicle, trajeron muchos refrescos del castillo, y cuando todos hubieron bien refrescado, mandó que cada uno revisara sus armas, y los ballesteros las cuerdas de la ballesta, y las naves y todo aquello que era necesario. De modo que aquella noche tuvieron gran aprovisionamiento de carne y de pan y de vino y de fruta, pues de las tierras de Sicilia, la Xicle es de las más prósperas. Y cada uno pudo tomar agua, que es de las más buenas y sanas del mundo, y, además, cada uno quedó en orden, en vistas a la batalla.
Después de haber cenado y habiéndose llevado el agua, el almirante exhortóles, y les dijo muy buenas palabras, que venían al caso, y especialmente les dijo:
—Barones: Antes de que amanezca estaremos en el puerto de Malta, donde encontraremos veintidós galeras de los provenzales y dos leños armados, que son la flor de toda Provenza y el orgullo de los marselleses. Por esto es necesario que cada uno de nosotros tenga coraje sobre coraje y ánimo sobre ánimo, y que nos portemos de tal manera que, para siempre, se agache el orgullo de los marselleses, que en todos los tiempos han menospreciado a los catalanes más que a ninguna otra gente. Por ello, del resultado de esta batalla recaerá mucho honor y gran provecho al señor rey de Aragón y a toda Cataluña y a toda Sicilia, pues cuando a éstos hayamos vencido toda la mar será nuestra. De manera que os pido que cada uno se porte bien.
Y enseguida respondieron todos:
—Almirante, pensamos atacar, que ya todos son nuestros. Y éste es el día que, desde todos los tiempos, hemos deseado, que contra ellos podamos combatir.
Y todos empezaron agritar a coro:
—¡Aür! ¡Aür!
Y enseguida embarcaron y llevaron por delante una barca de ocho remos que habían cogido en Xicle para descubrir, con ella, secretamente el puerto.
Cuando estuvieron embarcados, hiciéronse a la mar al soplo del viento de tierra, y antes de la hora de maitines estaban frente al puerto. Enseguida ancoraron silenciosamente y mandaron dos leños por delante para reconocer el puerto, y, a un tiro de ballesta por delante de los dos leños armados, iba la barca. Los provenzales tenían los dos leños armados de guardia en cada una de las puntas que hay a la entrada del puerto, y la barca entró de tal manera por el centro del puerto, bogando sin hacer ruido, que llegó hasta delante del castillo y encontró a todas las galeras con las velas enjuncadas, y contólas todas y vio que eran veintidós galeras y los dos leños que vio, que estaban cada uno en su punta, igualmente enjuncados. Y salió del puerto y encontró los dos leños que estaban de guardia en medio de la entrada del puerto, y enseguida fueron al almirante y le contaron lo que habían visto. Inmediatamente el almirante hizo armar a la gente y puso las galeras en orden de batalla. Y cuando estuvieron todos dispuestos para la lucha, empezaba a amanecer, y todos gritaron:
—¡Almirante! ¡Ataquemos, que todos son nuestros!
Entonces el almirante hizo una cosa que mejor parece de loco que de hombre sensato: dijo que Dios le librara de atacarles mientras dormían, sino que quería que en todas las galeras tocasen las trompetas y las nácaras para que despertaran y que les daría tiempo para que aparejasen, pues no quería que nadie le pudiese decir que no los habría vencido si no les hubiese atrapado durmiendo. Y todos empezaron a gritar:
—¡Bien dice el almirante!
Y esto lo hizo el almirante, principalmente, porque era la primera batalla que daba desde que le habían hecho almirante, y de este modo quería señalar su buen ánimo y la proeza de la gente que con él estaba. Hizo, pues, tocar las trompetas y las nácaras y empezaron a entrar al puerto puestas en línea, todas abarloadas unas con otras. Y los provenzales despertaron como en un mal sueño, y, enseguida el almirante, levantando los remos a un tiempo, les dejó que se armasen y prepararan.
Descendieron del castillo un centenar de hombres de paraje, entre provenzales y franceses, que entraron en las galeras de los provenzales, con lo que se hicieron mucho más fuertes, como fue de ver en la batalla.
Cuando Don Guillermo Cornut, almirante de Marsella, vio el orgullo de Don Roger de Lauria, que podía haberlos apresado a todos sin dar la batalla, dijo tan alto que todos le oyeron:
—¡Ay, Dios! ¿Qué gente es ésta? No son hombres, sino diablos, que sólo piden guerra. A mansalva podían habernos cogido y no lo han querido. De manera, señores, que daos cuenta de con quién tenemos que habérnoslas. Será de ver lo que hacéis. Aquí se juega el orgullo de Cataluña y de Provenza, el honor y el deshonor de todos. De modo que procure cada uno de bien obrar, que ya hemos topado con los que veníamos buscando. En su busca salimos de Marsella y paréceme que no ha habido necesidad de buscarles, que ellos mismos han venido a nosotros. Y ahora, salga lo que salga, que no se puede esperar.
Entonces él hizo sonar sus trompas y sus nácaras y mandó romper los juncos de las velas[22], y bien aparejados, en orden de batalla, vinieron hacia las galeras de Don Roger de Lauria, y las de Roger hacia ellas. En medio del puerto se acometieron tan furiosamente que todas las proas se rompieron, y la batalla fue muy cruel y furiosa. ¿Qué os diré? Daban tal juego las lanzas y los dardos que los catalanes arrojaban, que no había ningún modo de defenderse. Hubo golpe de dardo que atravesó un hombre con sus corazas y con todo, y golpe de lanza que después de traspasar al hombre que alcanzaba pasaba la cubierta de la galera. De los ballesteros no hace falta hablar, pues eran de tabla y estaban tan amaestrados que no hacían ningún disparo que no estropeara o matara al hombre que herían. Podéis creer que, en las batallas, los ballesteros de tabla son los que marcan la jugada. Por esto puede decirse que está loco el almirante de Cataluña que embarca en las galeras subalternos que ocasionalmente les sustituyen, sin que sean más de veinte por centenar para cuando los ballesteros de tabla salen a la caza y no hay nada que se les pueda poner por delante.
¿Qué os diré? Que la batalla empezó al salir el sol y duró hasta la hora de vísperas, que en ninguna época ni nadie pudo ver jamás tan cruel batalla. Y, a pesar de que los marselleses llevaban la ventaja de una galera y de los cien hombres de paraje que habían embarcado del castillo de Malta, al final no pudieron resistir los provenzales; que cuando llegó la hora de vísperas habían muerto tres mil quinientos hombres entre los provenzales, de modo que de nada sirvieron los que quedaban en la cubierta. Cuando los catalanes vieron que aquellos pocos se defendían tan fuertemente, gritaron a la vez: «¡Aragón! ¡Aragón! ¡Via sus! ¡Via sus!», y todos empezaron a tomar impulso y a subirse a las galeras de los provenzales, y a todos cuantos encontraron sobre cubierta mataron.
¿Qué os diré? Que entre heridos y otros que se escondieron bajo cubierta, entre todos, no quedaron con vida más de setecientos hombres, y de ellos muchos murieron por las heridas mortales que tenían. El almirante Don Guillermo Cornut y todos sus parientes y amigos que con él estaban, y los hombres de paraje y de más pundonor, fueron despedazados. De este modo tomaron todas las veintidós galeras, y de los leños armados, el uno se quedó y el otro salió entre ellos, y huyendo se hizo a la mar, que fue más rápido de remos que los del almirante. Y de este modo se fue a Nápoles y a Marsella para informar de las malas noticias.
Cuando el rey Carlos lo supo, quedó muy dolido y descontento, y se dio ya por perdido y no sabía qué hacer. Cuando el almirante Don Roger de Lauria hubo apresado las galeras y el leño, se dirigió a la punta del puerto del lado de poniente, desembarcó a su gente, y cada uno reconoció a su compañero y encontraron que habían perdido más de trescientos hombres y que había doscientos heridos, de los cuales curaron la mayor parte. Y dijo que aquel que hubiese ganado algo fuese suyo, salvo y seguro, que él les daba todo el derecho que el señor rey y él pudiesen tener, que bastante tenían él y el señor rey con las galeras y los prisioneros. Y todos le dieron las gracias, y aquella noche pensaron sólo en cuidarse ellos mismos, y al día siguiente otro tanto. Y luego mandaron la barca a Siracusa para hacerles saber la victoria que Dios les había concedido.
El almirante ordenó por escrito a los oficiales del rey que allí estaban, que inmediatamente remitieran muchos correos a Mesina y a toda la costa de la isla de Sicilia para que contasen tan buena noticia; y así se cumplió. Igualmente el almirante aparejó un leño armado que había cogido a los provenzales y mandólo a Cataluña al señor rey a la señora reina, y pasó por Mallorca y vino a Barcelona, y de Barcelona mandaron un correo al señor rey y a mi señora la reina y a los infantes, y por toda la tierra. Y cada uno se puede figurar el gozo que hubo en cada uno de los lugares del señor rey de Aragón, y el gozo del señor rey y de mi señora la reina y de los infantes. Al mismo tiempo, el leño de los marselleses llegó a Marsella y contóles lo que había sucedido; y el duelo empezó en Marsella y en Provenza, y fue tal que todavía dura y durará estos cien años.
Ahora dejaré estar esto y volveré al almirante.
Cuando el almirante hubo refrescado a su gente durante dos días, con el estandarte en alto, se acercó a la ciudad de Malta con el propósito de combatirla. Pero los prohombres de la ciudad le dijeron que, por el amor de Dios, no les hiciera daño, pues la ciudad se pondría bajo la guardia y protección del rey de Aragón y suya y que se le rendían dispuestos a decir y hacer cuanto él dispusiera. Entonces el almirante entró en la ciudad con toda su gente y les tomó el homenaje a ellos y a toda la isla, y les dejó doscientos hombres, catalanes todos, que les defendieran de la gente del castillo, pero con menos hubiese bastado, pues la mayor parte habían desaparecido en la batalla, especialmente los que eran mejores. Cuando esto estuvo hecho, pendón en alto, vino a sitiar el castillo y a combatirlo, pero vio que nada podía hacer sin contar con trabucos; levantó el sitio, dejándolo para más tarde, convencido de que no le tomaría mucho tiempo rendirlo. Los prohombres de Malta dieron mil onzas en joyas al almirante, y de este modo el almirante quedó satisfecho de ellos y ellos de él, y ofrecieron tal revituallamiento a las galeras que les bastó hasta que entraron en Mesina.
Después de esto se fueron a la isla del Goi y combatió la ciudad, y en el acto se apoderó de los arrabales. Cuando tuvo los arrabales, atacó la ciudad, que se rindió al señor rey de Aragón en manos del almirante. Y entró en ella y recibió el juramento y homenaje de sus gentes, y dejóles, como guardia del castillo que hay en la ciudad, cien catalanes. Cuando hubo ordenado la ciudad y la isla del Goi, los prohombres le dieron quinientas onzas de oro en joyas y dieron a las galeras gran refresco; de este modo el almirante fuese satisfecho de ellos, e igualmente ellos se quedaron alegres y satisfechos.
Así las cosas, el almirante puso rumbo a Sicilia y desembarcó en Siracusa, donde se celebró una gran fiesta y hubo gran refresco. Luego salió de Siracusa y se vino a Agosta, y después a Catania, a Jaix y a Taurnina, y en cada lugar se le dieron grandes fiestas y se le entregó tanto material de refresco que ya no sabían dónde meterlo, y en cada lugar entraban con las galeras que habían apresado con la popa por delante y las banderas arrastrando. De este modo entraron en Mesina, y no cabe preguntar los festejos y luminarias que hubo y cuánto fue el gozo que hubo, que todavía dura y durará para siempre.
Entonces se tuvieron los sicilianos por libres y seguros, pues hasta que esto se hubo hecho no se sentían tranquilos, pero entonces conocieron cuánto valía el almirante y los catalanes y les apreciaron y temieron; y entonces empezaron a mezclarse en Mesina y en toda Sicilia, contrayéndose matrimonios entre sí, y fueron (y son y serán para siempre) igual que hermanos. Que mala suerte hayan, pedimos a Dios, quienes pretendan romper esta fraternidad, que es muy buena compañía. Que nunca jamás dos grupos de gentes se avinieron mejor que ellos, y así fue desde aquellos tiempos y seguirá siendo, si Dios quiere, de ahora en adelante.
Ahora dejaré de hablaros, en adelante, del almirante y volveré a hablar del señor rey de Aragón.
Cuando el señor rey de Aragón hubo salido de Trápani con las cuatro galeras y un leño armado, mandó a Don Ramón Marquet y a Don Berenguer Maiol que fuesen rumbo a la Goleta, pues él quería bordear la Berbería y quería ir a la villa de Alcoll para ver si estaba poblada y lo que decían y hacían; y así, como él lo mandó, se hizo. Cuando estuvieron en la Goleta, el señor rey, con buen acompañamiento, fue a la caza del igüedo, que allí se encuentra en estado salvaje, y él era uno de los mejores cazadores del mundo de toda clase de bestias feroces, y siempre iba gustoso a caza de montería. Cazaron tantos igüedos que hubo para todas las galeras (que es muy buena carne y la más grasa), y abatieron tantos, que durante cinco años se notó su falta.
Cuando hubieron descansado un día en Goleta, costearon la Berbería y llegaron ante la villa de Alcoll. Entonces toda la gente de Alcoll y además un millar de hombres que habían quedado para la guardia, salieron a la costa con sus armas, y las galeras se pusieron en guardia con los estandartes enarbolados. El señor rey en persona subió al leño y dijo:
—Acerquémonos a tierra y colocad delante los escudos, que quiero hablar con ellos.
—¡Ah, señor! ¿Qué queréis hacer? —dijeron Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol—. Mandadnos a uno de nosotros, o a un caballero, que igualmente os traerá las noticias que queréis oír.
Dijo el rey:
—Si no lo oyéramos nosotros mismos, no nos agradaría tanto.
Entonces el rey batió los remos, y cuando estuvieron a tiro de ballesta, mandó a un gaviero que sabía hablar muy bien sarraceno para decirles que diesen seguridades al leño, que quería hablar con ellos, que no le traicionasen, pues de lo contrario el leño haría lo mismo con ellos.
—Y si te preguntan de quién son las galeras, les dirás que del rey de Aragón, que van en mensaje a Cataluña, y si más te preguntan, diles que «este caballero que viene en el leño os contestará, de parte de los mensajeros, cuanto queráis preguntar».
Así, el gaviero fue a tierra y díjoles lo que el rey le había mandado. Al punto los moros les aseguraron y eligieron un moro que había hablar llano, el cual, nadando con el gaviero, trajo el seguro. Cuando estuvieron asegurados, el leño se acercó a tierra y cuatro caballeros sarracenos, a caballo, entraron en el mar hasta la popa del leño y subieron a él. En seguida el rey les hizo sentar ante él y les hizo servir de comer y les pidió noticias. Y díjoles:
—Cuando el rey de Aragón se hubo marchado, ¿qué dijeron y qué hicieron los moros?
Y ellos dijeron:
—Cuando el rey de Aragón levantó velas, durante dos días nadie se atrevió a acercarse a la villa, pues pensaban que las velas eran de otra armada que venía en ayuda del rey de Aragón.
—Ahora decidme —dijo el señor rey—: ¿El día de la batalla echasteis de menos a mucha gente?
—Podéis estar seguros de que por lo menos encontramos a faltar cuarenta mil hombres de armas.
Dijo el rey:
—¿Cómo puede ser esto? Nosotros, que estábamos con el señor rey, no creíamos que hubiésemos matado más de diez mil.
—Seguro —dijeron ellos— que fueron más de cuarenta mil, y os diremos que había tanta prisa para huir, que unos ahogaban a los otros, y si por desgracia el rey hubiese cruzado aquella montaña, todos hubiesen sido derrotados y muertos, que ni uno sólo hubiese podido escapar.
Y dijo el rey:
—Y ¿cómo hubiese podido pasar la montaña? Vosotros habríais lanzado vuestra caballería a atacar la villa y las tiendas si él hubiese pasado la montaña.
—Seguramente —dijeron ellos—, nada de esto hubiese ocurrido, porque éramos gente allegadiza y no existía concordia entre nosotros, de modo que era asunto perdido. Como os decimos, si por ventura y desgracia nuestra el rey hubiese cruzado la montaña, hubiésemos muerto todos y toda la tierra habría sido conquistada: de ahí hacia adelante no hubiese encontrado resistencia y hubiese tomado Bona, y Costantina, y Giger, y Bugía, y gran parte de las otras villas de la costa.
—¡Ay, Dios Padre y Señor! ¡Servios no perdonar este pecado a quien fue culpable de este mal, antes tomad pronto venganza y que cuanto antes sea vista!
Y añadió el señor rey:
Y ellos contestaron:
—Ahora decidme: ¿estas gentes guardan rencor al rey de Aragón?
—¿Rencor? ¡No lo quiera Dios! Mejor le quieren bien, más que a ningún otro señor que haya en el mundo, sea cristiano o moro. Estamos seguros que, por su bondad, si hasta ahora hubiese estado, más de cincuenta mil personas, entre hombres y mujeres y niños, se hubiesen bautizado y se habrían hecho suyos. Antes nos atrevemos a deciros, por nuestra fe y la del rey Mirabosetrí, que cualquier mercader, o marinero, o cualquier otra persona que pertenezca al rey de Aragón, estará sano y salvo en Alcoll y por toda la tierra del rey Bossetrí. Y esto os lo juramos por la fe que Dios ha metido en nuestro cuerpo; y podéis creernos, que todos cuantos estamos aquí somos jefes y señores de esta gente y de este lugar, y de Giger y de Bugía, y somos parientes carnales del rey Bossetrí.
El señor rey les dijo:
—Pues siendo gente notable como sois, ¿cómo os fiáis de nosotros?
Ellos dijeron que jamás sospecharían que la gente del rey de Aragón pudiesen hacerles falsedad ni traición, que esto no se encuentra ni se encontrará de ahora en adelante.
—Y estad seguros —añadieron— que de ninguna otra gente nos fiaríamos sino de vosotros; que Dios ha dado una virtud al rey de Aragón y a sus gentes: que mantienen la fe y la verdad con los amigos y los enemigos. Y ahora, puesto que os hemos dicho lo que nos habéis preguntado, rogámoos nos digáis dónde se encuentra el rey de Aragón, y qué hizo y qué hace desde que partió de aquí.
Y el señor rey contóles todo cuanto le había ocurrido desde que salió de Alcoll. Y ellos se maravillaron y dijeron que verdaderamente era el mejor caballero y con el mejor corazón, y que si mucho vivía, sometería a todo el mundo.
Quedaron muy satisfechos de cuanto habían oído y se despidieron del señor rey, y le rogaron que las galeras se detuvieran hasta que les hubiesen mandado revituallamiento, pues para honrar al señor donde estuviera, darían refresco a estas galeras y a cuantas pasaran que fuesen suyas. El señor rey dioles muchas gracias y luego les hizo llevar hasta tierra. Y a poco le mandaron en barcas diez bueyes y diez carneros y todo el pan que encontraron cocido, y miel y mantequilla, y mucho pescado. De vino no tenían nada, de modo que fue el señor rey quien les dio a ellos dos cubas de cada clase, una de blanco y otra de tinto, que apreciaron más que si les hubiese dado otros tantos caballos.
Estuvo aquel día el rey en Alcoll y descansó a su gente, y por la noche hízose a la mar con viento propicio y buen tiempo. Puso rumbo a Cabrera, y cuando estuvo en Cabrera, proveyó de agua; luego pasó por Ibiza, y se fue al grao de Cullera, y aquí desembarcó, y la alegría y el gozo fueron para Cullera. De Cullera fueron correos a mi señora la reina y a todos los infantes, que estaban en Zaragoza, y por todas las tierras a medida que recibían noticias hacían procesiones y luminarias y loaban a Dios, que se lo había devuelto sano y alegre.
En cuanto estuvo en Cullera, fuese a Algecira, donde estuvo dos días, y luego se vino a la ciudad de Valencia. Y no me preguntéis la fiesta que allí se hizo, que de todas las fiestas que os he contado que en Valencia se hubiesen hecho por alguna razón, no hubo ninguna semejante a ésta.
¿Qué os diré? Aunque estuviese en fiestas, el señor rey pensaba en sus asuntos, especialmente en el hecho de la batalla, que no olvidaba un momento, ni de noche ni de día. Inmediatamente mandó que se expidieran cartas a todos aquellos a quienes había decidido que estuviesen con él en la batalla, cuya lista tenía por escrito, pues en el mar los había pensado y escrito. Estas notas las dio a sus escribanos para que hicieran cartas a cada uno, de su parte, para que en un día fijo estuviesen preparados en Jaca, tal como deberían entrar en el campo. Y así, como él ordenó, así se hizo; y los correos partieron en todas direcciones. Y eligió, por cien que necesitaba, ciento cincuenta, porque, cuando estuviesen en Jaca, si los había que estaban enfermos, en todo caso pudiese escoger los cien y con los cien partir para Burdeos. Y de este modo cada uno se preparó como si tuviese que entrar en el campo, que ninguno sospechaba que se hubiesen hecho cartas de más, sino únicamente las cien, ya que ningún hombre lo sabía, como no fuere el rey y sus dos escribanos, en secreto, que hicieron con sus manos las cartas, a los cuales mandó el rey, bajo pena de la vida, que quedase en secreto y que nadie supiera que se habían hecho más de cien. Y esto hizo el señor rey con muy buen juicio, pues si se hubiese sabido que preparaba de más, cada uno estaría en duda de si era él aquel que el señor rey querría que entrase en el campo, y por ello no se prepararían tan bien ni con tanto ánimo como teniendo por seguro que él era uno de los cien.
Cuando el señor rey hubo mandado las cartas a todas partes, honorables mensajeros fueron enviados a Burdeos; eso es, a saber: al noble Don Gilberto de Cruïlles para que preguntara al rey de Inglaterra si le daba seguridades en el campo de Burdeos, de modo que no tuviera que temer a gente alguna. Así que dicho noble Don Gilberto partió de donde estaba el señor rey y se fue a Burdeos.
Con pocas palabras que el rey le confió tuvo suficiente, pues quien manda a mensajero inteligente pocas palabras necesita decir, y el noble Don Gilberto de Cruïlles era uno de los caballeros más sabios de Cataluña.
Verdad es que cuando el desafío fue convenido entre el señor rey de Aragón y el rey Carlos, se estableció entre ellos que mensajes de los dos conjuntamente se mandarían al rey Eduardo de Inglaterra, que era uno de los primeros prohombres del mundo, en los que se le rogaba que presidiera la batalla y asegurara el campo en la ciudad de Burdeos. Y el rey de Inglaterra, cediendo a las súplicas de cada uno, se avino a guardar y asegurar el campo en Burdeos, y así lo mandó decir formalmente a cada uno por medio de los mismos mensajeros, añadiendo que él en persona estaría en Burdeos; y por esto, sin duda, el rey de Aragón mandó allí al noble Don Gilberto de Cruïlles.
Cuando el noble Don Gilberto de Cruïlles llegó a Burdeos pensó encontrar al rey de Inglaterra, y no lo encontró, por lo que se presentó ante el senescal, que era hombre de gran nobleza, gran verdad y rectitud, y diole el mensaje igual que debía darlo al rey de Inglaterra. Y el senescal le dijo:
—Don Gilberto, señor: mi señor el rey de Inglaterra es verdad que aseguró estas batallas y que prometió que él estaría en persona; pero también es verdad que ha sabido como cosa cierta que el rey de Francia viene a Burdeos y trae consigo doce mil caballos armados. Cuando hemos sabido esto, el rey de Inglaterra vio que no podría mantener seguro el campo y me ha mandado a mí para que mande decir al rey de Aragón que, por tanto como estima su honor y su vida, no venga a Burdeos; que él sabe seguro que el rey de Francia viene a Burdeos para dar muerte al rey de Aragón y todos aquellos que con él estén. Con tal motivo, en el día de hoy, quería mandar un mensajero al rey de Aragón exponiéndole estas razones; pero puesto que estáis aquí, a vos os lo digo para que os vayáis y se lo digáis. Y si no, tengo por bueno que os quedéis y se lo mandéis decir, y así veréis como lo que os digo será verdad, y todos los días podréis dar testimonio de lo que aquí veréis.
El noble Don Gilberto, como sabio que era, de muy diferentes formas sondeó al senescal para saber qué intención llevaba, pero siempre lo encontró con la mejor disposición hacia el señor rey de Aragón, y cuanto más lo examinaba más seguro le parecía. Así que, cuando se hubo asegurado de la lealtad del senescal y del buen afecto que le dispensaba, mandó decir al señor rey por muchos correos, que fueron cada uno por separado, todo lo que el senescal le había dicho. Y los correos fueron cuatro, y los cuatro entraron juntos en Jaca al cabo de los dos días, donde encontraron al señor rey de Aragón, que en pocos días había llegado, pues de cada dos jornadas hizo una, sin detenerse en ninguna fiesta ni agasajo que en todo lugar le hicieran.
Cuando el señor rey oyó lo que el noble Don Gilberto le comunicaba de parte del rey de Inglaterra y del senescal, quedó muy disgustado. No obstante, los caballeros llegaron todos el día que se les había señalado; que de los ciento cincuenta no faltó ni uno, y cada uno vino aparejado y armado así como convenía a quienes como ellos eran. En tanto que los hechos se desarrollaban, el rey fue a Zaragoza a visitar la ciudad y a ver a mi señora la reina y a los infantes. Y si hubo fiesta, no hace falta decirlo, pues jamás tal gozo y tanta alegría no hubo en la tierra. Estuvo cuatro días con ellos, y seguidamente se despidió de mi señora la reina y de los infantes, y los santiguó y bendijo y les dio su bendición y gracia; y partió de allí y se vino a Jaca.
Cuando hubo llegado a Jaca, aquel mismo día llegaron otros cuatro correos que vinieron de parte de Don Gilberto y que le hacían saber que el rey de Francia y el rey Carlos, los dos juntos, entraron un día en Burdeos con tanta caballería como ya se ha dicho y atendáronse cerca de la ciudad, donde el campo estaba dispuesto en el que los dos reyes debían combatirse, a menos de cuatro tiros de ballesta; y que todos los días venían el rey de Francia y el rey Carlos, con mucha gente, al campo para ver cómo estaba ordenado. Y dad por cierto que el campo estaba bien ordenado, como nunca mejor campo se hiciera, y el jefe de campo tenía una capilla, donde debía estar el rey de Inglaterra, y luego, alrededor, allí donde debían estar los caballeros guardadores del campo.
Y cuando el rey hubo oído esto, quedó mucho más disgustado que antes, y mandó sus correos a Don Gilberto para que le hiciera saber en qué disposición estaba el senescal con respecto a él. Y él respondióle la verdad y le hizo saber que con toda seguridad no existía hombre en el mundo que más pudiese amar a su señor de lo que el senescal le amaba a él, y que de esto estuviese seguro. Y cuando el señor rey supo esto, consideróse a salvo.
Y ahora dejaré de hablaros de él y volveré a hablaros del rey Carlos y del rey de Francia.
Cuando el rey Carlos hubo hecho armar las veinticinco galeras a Don Guillermo Cornut y hubieron salido de Marsella y hubo escogido los cuarenta caballeros de Provenza que debían estar con él en el campo, lo hizo con el mismo talento que el rey de Aragón, que mandó avisar a ciento cincuenta; pero él mandó más de trescientas cartas, que mandó hacer por diferentes sitios, diciéndoles que debían entrar con él en el campo a aquellos que mucho quería y mucho fiaba en ellos. Entre éstos los había que eran romanos y de cada región de Toscana y de Lombardía, y los hubo de napolitanos, y de calabreses, y de pulieses, y de los Abruzos, y de la Marca, y del Languedoc, y de Gascuña. Así que cada uno de ellos se figuraba que era de verdad, y que era a él a quien apreciaba tanto que quería tenerlo en el campo. Él ya tenía el frío propósito de que la mayor parte que metería serían franceses o provenzales; pero mandó hacer esto para que en todo tiempo aquellos tuviesen la seguridad de que el rey Carlos les apreciaba mucho y de este modo se sentían recompensados. Y cada uno era persona de mucho arraigo en su lugar.
Tal como pensaba ocurrió, que la mayor parte y el mayor poder con que hoy cuenta el rey Roberto en Roma, en Toscana, en Lombardía y en los otros lugares es por esta razón, pues cada uno dice:
—Mi padre debió ser uno de aquellos cien que con el rey Carlos tenía que entrar en el campo contra el rey de Aragón.
Y apreciábanse mucho, y así debería ser si fuese como ellos se figuran. Para que veáis como, sin que nada le costara, cuántos amigos se supo ganar para él y los suyos. Con ello podéis colegir que el señor rey Don Pedro de Aragón y el rey Carlos, cada uno sabía lo suyo; pero el rey Carlos le aventajaba por su larga experiencia y por la mucha más edad que tenía.
Cuando el rey Carlos hubo hecho esto, ordenó a sus parientes barones y amigos que consideraba como suyos, particularmente al conde de Artés, que era hijo de su sobrino, para que fuese a Nápoles y para que el papa le abasteciera de moneda, y que pensara en defender Calabria, y que hiciera armar galeras en Nápoles, y que con aquellas veinticuatro de Provenza procurara recorrer Sicilia haciendo todo el daño que pudiera, en tanto que el rey de Aragón no podía socorrerles. Así se hizo, como él mandó. Y cuando todo esto hubo ordenado, él de una parte y el rey de Francia de otra pensaron en ir a Burdeos, de modo que en el día que habían convenido entre el rey de Francia y él entraron, en Burdeos, así como antes hemos dicho y habéis comprendido.
Y les dejaré estar ahora y volveré al rey de Aragón.
Cuando el señor rey de Aragón supo el mucho afecto que el senescal le tenía, pensó que por nada él faltaría en el día convenido de estar dentro del campo. Pero esto lo mantuvo secreto, tanto, que con nadie quiso hablar de ello. Luego hizo venir un honrado mercader llamado Domingo de la Figuera, que era natural de Zaragoza, y era hombre bueno y leal, y sabio y discreto, y era mercader que desde hacía mucho tiempo trataba en Gascuña con caballos al igual que en Navarra, y los traía de Castilla y los llevaba por aquellas regiones del Bordelés y el Tolzá. Y era hombre de grandes posibilidades, que a veces traía de una vez veinte o treinta caballos de Castilla y los conducía por los antedichos lugares; de modo que podéis creer conocía cuantos caminos había en cada una de aquellas provincias, tanto caminos reales como caminos apartados, tanto en las llanuras como en las montañas; que no había sendero en la tierra, fuere cual fuere, en aquellas regiones, ni en Aragón ni en Cataluña, que él no conociera mucho mejor que los que eran de la tierra. Y esto él lo sabía por la larga práctica y porque a veces había tenido que andar fuera de camino por los caballos que traía para algunos ricoshombres, que, a veces, por las guerras que hacían entre ellos, de no hacerlo de este modo podrían haberle dado que sentir.
Cuando Don Domingo de la Figuera estuvo con el señor rey, éste le hizo entrar en una habitación y le dijo:
—Don Domingo, ya sabéis que sois nuestro súbdito natural y que en todo tiempo a vos y a los vuestros hemos honrado y favorecido. Por ello queremos tratar con vos de un asunto que, cuando esté terminado, con la voluntad de Dios, os favoreceremos de tal modo que vos y los vuestros habréis de quedar satisfechos.
Don Domingo, al oír eso, levantóse y fue a arrodillarse ante el señor rey, le besó el pie y le dijo:
—Señor, vos no tenéis más que mandar, que yo estoy dispuesto a cumplir vuestro mandato.
Con esto, el señor rey tomó un libro, que era el de los Evangelios, y díjole que jurase que de esto que le hablaría no diría una palabra a nadie en el mundo. Y él jurólo en seguida y le hizo homenaje de boca y de manos[24]. Y cuando lo hubo hecho, le dijo el rey:
—¿Sabéis, Don Domingo, lo que haréis? Tomaréis veintisiete caballos vuestros, aquellos que yo os diré, y mandaréis nueve a tres lugares del camino que nos haremos a Burdeos, y otros nueve a tres lugares del camino que podremos hacer por Castilla. Así que nuestra voluntad es que determinado día, que debe ser el día en que está convenido que debemos estar en el campo de batalla en Burdeos, nos vayamos de la siguiente manera en persona: que vos iréis cabalgando en un hermoso caballo como señor y, nos, iremos así como escudero vuestro, en otro caballo con una azcona montera en la mano; y estará también Don Bernat de Peratallada, que cabalgará en otro caballo con silla de alforjas, y él ha de llevaros la alforja, que será ligera, que no habrá más que vuestra gramalla y dinero para gastos, y llevará otra azcona montera. Y cabalgaremos todo el día, que en ningún lugar nos detendremos. Por la noche, a la hora del primer sueño, llegaremos a la posada, donde comeremos y descansaremos; y al toque de maitines montaremos en otros caballos que encontraremos ensillados y dejaremos aquéllos; y lo mismo haremos en todas partes. Y yo seré vuestro escudero y os sujetaré el estribo cuando montéis, y os cortaré la carne en la mesa, y Don Bernat de Peratallada cuidará del pienso de los caballos. Y así es menester que de tres jornadas hagamos una al entrar y mucho más al salir, y no hace falta que volvamos por el mismo sitio por donde habremos ido. Y así conviene que se haga, de modo que pensad en el camino que será más seguro para ir, y tomad los nueve caballos y los mandáis cada uno con un escudero del que os podáis fiar, de los que para vos trabajan, y con sendas mantas solamente. Cada uno de éstos los mandáis al puesto donde nosotros los debamos encontrar. Y que los escuderos no sepan unos de los otros que deban ir a otro lugar. Y así se haga con todos, de manera que cada uno piense que sólo mandáis aquellos tres, y decidles que los mandáis para venderlos, y que os esperen en tal lugar, y que por nada partan, y que se cuiden bien de ellos y de los caballos, y que los tres estén en la misma posada. Y cuando nosotros iremos posaremos en otra posada, para que ellos no me vean a mí, que podrían conocerme. De modo que pensad en ordenar todo esto que os he dicho, que no quiero que nadie sepa nada. Y yo os haré entregar los caballos de tres en tres, de modo que aquellos de quienes son los caballos no sabrán para qué los queremos, salvo que les diremos que os los queremos entregar, porque queréis probarlos en el campo para saber cuál será el mejor para nos.
Don Domingo de la Figuera respondió:
—Señor, tal como vos lo mandáis se cumplirá. Y dejad que de ahora en adelante yo cuide de todo, puesto que como yo ya conozco vuestra voluntad, tengo confianza en Dios de que lo he de llevar a cabo en forma que Dios y vos quedaréis satisfechos. Con la ayuda de Dios, tened buen ánimo, que yo os llevaré a Burdeos por tales lugares que nada debéis de temer, y lo mismo digo a la vuelta. Sólo falta ahora que designéis al hombre que ha de entregarme los caballos.
Y dijo el rey:
—Lleváis razón, cuidad de daros prisa.
Seguidamente llamó a su caballerizo y le dijo que, por lo mucho que estimaba su afecto, bajo pena de la vida, nadie debía saber nada de lo que le diría, como no fuese él y Don Domingo de la Figuera. Y el caballerizo dijo:
—Señor, mandad, que yo lo haré.
—Id en seguida y, de tres en tres, entregad veintisiete caballos a Don Domigo de la Figuera, y escoged los mejores que nos tengamos.
Y el caballerizo dijo:
—Señor, dejadnos hacer a mí y a Don Domingo; por cierto que tengo en mi poder unos setenta, entre aquellos que os ha mandado el rey Mallorca y el rey de Castilla y otros. De modo que podremos escoger los veintisiete mejores, aun cuando todos son tan buenos que poco habrá que escoger.
Dijo el señor rey:
—Id en buena hora.
Y ellos se fueron e hicieron seguidamente todo lo que el rey había mandado a cada uno.
Y el señor rey inmediatamente ordenó aquel mismo día que diez caballeros partiesen de uno en uno, acompañados por otros tres, a Burdeos; eso es, uno cada día, y cada uno llevaba un mensaje para Don Gilberto de Cruïlles y para el senescal de Burdeos. Y el mensaje era éste: que el señor rey de Aragón mandaba preguntar al senescal si le aseguraba; pues si le aseguraba, él estaba dispuesto a estar en el campo en su día. Esto lo mandaba hacer por dos motivos: el primero, porque por el camino fuese ya costumbre ver pasar mensajeros del rey de Aragón todos los días, y vieran si, yendo y volviendo, encontraban algo que les pudiera incomodar o, por el contrario, algo que les divirtiera, y así todos los días podía tener noticias; lo segundo era porque él sabía que el senescal tenía orden de hacer todo cuanto le mandara el rey de Francia, si bien tenía otra expresa del rey de Inglaterra de que por ningún motivo consintiera que la persona del rey de Aragón sufriese daño alguno, antes que, con todo su poder, le diese camino expedito y asegurara su salvamento, por cuanto el rey de Inglaterra ya sabía que el senescal era en cuerpo y alma partidario del rey de Aragón y todo su linaje; desde todos los tiempos lo había sido, y por esto le hizo senescal de todo el Bordelés en cuanto supo que se habría de hacer la batalla. Y así, el senescal, en cuanto recibía mensaje del rey de Aragón, inmediatamente iba a contárselo al rey de Francia, y el rey de Francia mandábale que le escribiera que pensara en venir, que el camino estaba dispuesto, y el senescal mandábale decir todo lo contrario: que si tenía amor a la vida, que no viniese, y que Dios y todo el mundo le daría por excusado, y que, por cuanto el rey de Inglaterra veía que no le podía asegurar, no había querido venir, de modo que por nada en el mundo lo intentara. Sucedía con esto que el rey de Francia todos los días usaba de tales mensajes, pues no pasaba día que no recibiera alguno, y así pensaba que el senescal le escribía al otro tal como él le ordenaba, y seguía en la confianza de que el rey de Aragón vendría.
A medida que todo esto se iba ordenando y aconteciendo, se acercaba el día de la batalla. El señor rey llamó a Don Bernat de Peratallada, que era hijo del noble Don Gilberto de Cruïlles, y entrólo en una habitación con Don Domingo de la Figuera juntos, y descubrióle el hecho y mandóle mantenerlo secreto. Y así lo hizo, como lo había hecho Don Domingo de la Figuera. Y mandóles que aquella noche estuvieran dispuestos para partir, de medianoche en adelante. Y mandóle al caballerizo que tuviese dispuestos y ensillados con las sillas de Don Domingo de la Figuera los tres caballos, y que a uno le pusiera la silla con la alforja. Y tal como lo mandó que dó dispuesto: que ninguna persona supo nada, fuera de ellos tres y el caballerizo. Que bien sabía el señor rey que nadie le permitiría que se metiera en tan gran aventura; pero él tenía tan alto el ánimo y tanta lealtad que por nada en el mundo permitiera que en el día convenido él no se encontrara en el campo. Y por eso fue que no quiso que nadie lo supiera; tanto que ni su hijo mayor, Don Alfonso, tuvo la menor noticia.
¿Cómo os daría más prolijas noticias? Cuando medianoche hubo dado, ellos se levantaron, y el caballerizo les tenía preparados los tres mejores caballos que había. El señor rey subió en uno, y puso delante la gramalla de Don Domingo de la Figuera, e iba con una azcona montera en la mano, armado por debajo con unos buenos espaldares y un buen camisón, y luego por encima una especie de blusa verde de lino que lo cubría todo; vistióse además una gramalla muy estropeada y vieja y una especie de capuz de lino a la cabeza que le cubría el capacete. Don Bernat de Peratallada iba arreado semejantemente, y la alforja, o sea una especie de maleta que no pesaba mucho, y con la azcona montera en la mano. Y Don Domingo de la Figuera cabalgó como señor, bien arreado, tal como acostumbraba a hacerlo, con sus buenas calzas, su sombrero para el sol y guantes y bien aparejado. Y Don Bernat de Peratallada llevaba un gran zurrón para los víveres, en el que había seis hogazas, para que comieran durante el día y bebiesen agua donde la encontraran.
Y así, con la gracia de Dios, partieron de Jaca, y caminaron de tal forma que tres jornadas hacían entre la noche y el día y lo que le quitaban a la noche siguiente. Siempre llegaban a la posada a la hora del primer sueño, ya que de día jamás descabalgaban en poblado ni para comer ni beber, sino que se comían el pan cabalgando y caminando. Y cuando llegaban al final de la jornada, encontraban los tres caballos. Y en cuanto Don Domingo de la Figuera con su hueste iba al hostal donde estaban los caballos, tenían gran alegría y le preguntaban cómo era que llegase tan de noche.
Y él les contestaba:
—Para que los caballos no sufrieran con el calor.
Y mientras él estaba con su compañía, el rey y Don Bernat de Peratallada preparaban la comida; y cuando pensaba que ya podía estar dispuesto, se volvía a la posada donde estaban el rey y Don Bernat de Peratallada, y mandaba quedarse a aquéllos, diciéndoles que por la mañana les vería. Y cuando llegaba a su posada encontraba la mesa puesta y le daban el aguamanos, y Don Bernat de Peratallada daba el pienso a los caballos. Y así, cuando Don Domingo comía la sopa y le habían cortado la carne, venía Don Bernat de Peratallada con el rey y se sentaban en otra mesa y comían juntos. Y no penséis que mantenían gran conversación, pues cada cual tenía ya preparado lo suyo, y en cuanto habían comido, se acostaban, y dormían hasta la hora de maitines. Levantábanse, y Don Domingo de la Figuera conducía aquellos tres caballos a sus escuderos, en su posada, y hacíales quitar las sillas y poníanselas a los otros tres, que estaban descansados, y de los otros les decía que los cuidasen bien, y se disponían a cabalgar. Y esto que hicieron en la primera jornada, lo fueron repitiendo todos los días.
Avanzaron tanto, que llegaron a media legua de Burdeos a la hora del toque de oración, y pararon en una torre de un caballero, antiguo prohombre, muy amigo de Don Domingo de la Figuera, donde fueron muy bien recibidos y bien aposentados, y cuando hubieron cenado, se fueron a acostar. Por la mañana, al despuntar el alba, se levantaron y subieron a caballo y se dirigieron hacia el campo, pues aquel día era el día señalado para la batalla. Sin demora se mandó al huésped que fuese a buscar a Don Gilberto de Cruïlles, que se hospedaba en un albergue fuera de la ciudad, y que se encontraba más cerca del campo que ninguno de la ciudad misma, y que le dijera que Don Domingo de la Figuera y un caballero del rey de Aragón estaban allí, y que habían pasado la noche en su casa, y que al punto fuese a verles, él solo, sin que nadie le acompañase. El huésped fue de inmediato a ver a Don Gilberto, que ya se había levantado, y diole el mensaje, y Don Gilberto, que sabía que aquél era el día en que los reyes tenían que entrar en el campo, se sentía receloso y ya se figuraba que ocurriría lo que estaba viendo, por el gran ánimo y la gran lealtad que le constaba era propia del rey de Aragón. Y de inmediato, solo con el huésped, cabalgó sin pedir compañía de nadie.
Cuando estuvo con ellos y vio al señor rey y a su hijo, palideció de la emoción, pero, por lo muy discreto que era, no permitió que se le notara, a causa del huésped. El rey le tomó aparte, y quedaron con el huésped Don Bernat de Peratallada y Don Domingo de la Figuera. Y Don Gilberto dijo, cuando se hubieron separado:
—Señor, ¿qué es lo que habéis hecho? ¿Cómo os habéis metido en tan gran aventura?
—Don Gilberto —dijo él—, quiero que sepáis que, aun cuando me hubiese de costar la vida, de ningún modo yo dejara de venir. De manera que dejémonos de mucho hablar; vos me habéis mandado decir que puedo fiarme del senescal, de modo que id a encontrarle y decidle que aquí está un caballero del rey de Aragón que quiere hablarle, y que se traiga con él a un notario y seis caballeros que sean de su confianza, y no más; y que esto lo haga en seguida.
Don Gilberto de inmediato fue al senescal y se lo dijo, y el senescal fue a ver al rey de Francia y le dijo:
—Señor, ha venido un caballero del rey de Aragón y me ha mandado decir que quiere hablar conmigo. Y con vuestra licencia pienso ir a verle, sí así os place.
Y el rey de Francia respondióle que todos los días comparecían los mismos mandatarios, y añadió:
—Id en buena hora; y cuando hayáis hablado con él, hacednos saber todo cuanto os haya dicho.
—Señor —dijo él—, así lo haré.
De inmediato, el senescal, con el mejor y el más antiguo notario de Burdeos y de la corte del rey de Inglaterra, fue con los seis caballeros más honorables que había, en su compañía; y cuando estuvieron en el campo, encontraron al rey, a Don Bernat de Peratallada, y a Don Domingo de la Figuera en el campo. Y entró dentro del campo el senescal y aquellos que con él vinieron, y el huésped, que estaba con el rey, y Don Gilberto, que vino con el senescal.
Y cuando el senescal entró por el campo, el señor rey salióle al encuentro con sus compañeros y saludóle de parte del rey Aragón, y él, muy cortésmente, devolvióle el saludo, y el rey le dijo:
—Señor senescal, yo he comparecido aquí, ante vos, por el señor rey de Aragón, puesto que hoy es el día en que él y el rey Carlos habían prometido y jurado que estarían en el campo, tal día como hoy; de modo que os preguntamos si podréis mantener seguro al rey de Aragón si hoy comparece en este campo.
Y el senescal dijo:
—Señor, os contestaré brevemente de parte del rey de Inglaterra y mía que yo no podría mantenerle seguro; antes al contrario, en nombre de Dios y de mi señor el rey de Inglaterra, le damos por excusado y le tendremos por bueno y por leal y quito, puesto que de ninguna manera le podríamos asegurar; antes sabemos como cosa cierta que si él viniese, en nada podríamos protegerle, ni a él ni a los que con él viniesen, para que no muriesen, que aquí están el rey de Francia y el rey Carlos con doce mil caballeros armados. Y ya podéis comprender que ni el rey de Inglaterra ni yo en su nombre, de modo alguno le podríamos asegurar.
—Entonces —dijo el rey de Aragón—, servios mandar que se levante acta, y ordenadlo así al escribano.
—Me place —dijo el senescal. Y lo ordenó al notario.
Seguidamente el notario escribió cuanto el senescal había dicho, y cuando llegó la hora de preguntar al rey cuál era su nombre, díjole éste al senescal:
—Senescal, ¿me aseguráis a mí y a cuantos aquí están conmigo?
—Señor —dijo él—, sí; por mi fe y por la fe de mi señor el rey de Inglaterra.
Entonces, el señor rey echóse hacia atrás la capucha y le dijo:
—Senescal, ¿me conocéis?
Entonces él le miró y vio que era el rey de Aragón, y echó pie a tierra, y quería besarle el pie, y el rey no lo permitió, antes le hizo cabalgar de nuevo, y luego le tendió la mano, que él le besó. Y dijo:
—Pero ¿qué habéis hecho, señor?
—Yo —dijo él— he venido aquí para dejar a salvo mi fe, y quiero que todo esto que habéis dicho y todo lo que yo diré el notario aquí lo escriba por extenso: cómo yo en persona he comparecido y he reseguido el campo.
Entonces arremetió con el caballo y dio la vuelta a todo el campo, a su alrededor y por el centro, en presencia del senescal y de cuantos allí estaban. Y mientras el notario escribió cuanto hacía al caso como excusa del rey de Aragón. Y de verdad dicho señor rey no cesaba de cabalgar por el campo hasta que todo lo hubo sopeado, con la azcona montera en la mano. De modo que todos decían:
—¡Oh Dios! ¡Qué caballero hay aquí! Jamás ha nacido caballero que, cuerpo a cuerpo, con él se pueda comparar.
Y cuando hubo rodeado el campo muchas veces, mientras el notario escribía, se fue a la capilla, apeóse y tuvo el caballo por las riendas y rezó a Dios, y dijo aquellas oraciones que correspondía decir, y loó y bendijo a Dios, que en aquel día le había acompañado para que cumpliera su juramento. Y una vez terminada su oración, volvió adonde estaba el senescal y la demás compañía; y el notario acabó de escribir todo cuanto había que escribir, y leyólo en presencia de todos, y levantó sus testimonios. Y cuando lo hubo hecho y el rey hubo dicho por tres veces al senescal que él permanecería allí para dar la batalla si él le podía asegurar y él respondió que no, y todo esto fue puesto por escrito, y en qué forma él, valerosamente, montado en su caballo y con la azcona en la mano, había dado la vuelta al campo y lo había cruzado por el centro y a través y cómo fue a orar a la capilla. En cuanto todo esto fue puesto en forma pública, el rey requirió al senescal para que mandase al notario que hiciera de todo lo escrito dos escrituras públicas partidas por A. B. C. [21]
—Con una os quedaréis vos, y la otra la daréis a Don Gilberto de Cruïlles.
—Señor —dijo el senescal—, de este modo mando al notario que se haga. Y así se cumplió.
Hecho esto, el rey apretó la mano del senescal y púsose en camino, y fueron allí donde habían descansado. Y cuando estuvieron delante de la torre, dijo el rey al senescal:
—Senescal —dijo—, este caballero nos ha honrado y complacido mucho en su albergue, por lo que os ruego que, por amor y honor nuestro, le hagáis, el rey de Inglaterra y vos, tal donativo que él y su linaje se vean siempre favorecidos.
—Señor —dijo el senescal—, así se hará.
El caballero se apresuró a besar la mano del rey, después de lo cual el rey dijo al senescal:
—Aguardad, que nos apearemos aquí para despedirnos de la señora que anoche nos acogió tan gentilmente.
—Señor —dijo el senescal—, haced cuanto os plazca, que así corresponde a vuestra hidalguía.
De tal manera, el rey descendió y se despidió de la señora; y cuando la señora supo que era el rey de Aragón, echóse a sus pies y dio gracias a Dios y a él por el honor que les había hecho. Y así se despidió y cabalgó con el senescal, que le acompañó hablando más de una legua, y le dio las gracias por la buena voluntad que en él había encontrado, y el senescal se le ofreció de nuevo, y se despidieron.
El senescal dijo a Don Domingo de la Figuera:
—Don Domingo —dijóle—, vos conocéis el camino: os aconsejo que de ningún modo volváis por donde habéis venido, ni tampoco por Navarra, que yo sé que el rey de Francia ha mandado cartas a todas partes para que, a partir de este día, sea apresada toda persona que sea del rey de Aragón, tanto si va como si viene.
Y Don Domingo de la Figuera dijo:
—Bien decís, señor; de todo saldremos si Dios quiere.
Entonces se despidieron unos de otros, y el señor rey, con la gracia de Dios, fuese y tomó el camino de Castilla.
Ahora dejaré de hablar de él y volveré a hablar del senescal, del rey de Francia y del rey Carlos.
Cuando el senescal se hubo separado del señor rey de Aragón y de los demás que con él estaban, acompañó a Gilberto de Cruïlles hasta su posada; y luego, el senescal, con la otra comitiva, se fueron a encontrar al rey de Francia y al rey Carlos, y les contaron todo cuanto había ocurrido, y cómo el rey de Aragón cabalgó por el campo, mientras el notario escribía, dando vueltas a su alrededor, por el centro y por todas partes, y cómo se apeó para orar, y, en fin, todo cuanto hizo y dijo. Cuando los reyes oyeron esto, se santiguaron más de cien veces, y de inmediato dijo el rey de Francia:
—Es necesario que esta noche todo el mundo esté al acecho y que los caballos estén bien armados. Tengo por cosa cierta que esta noche ha de atacarnos, pues vosotros no le conocéis todo lo bien que yo le conozco, pues se trata del mejor caballero y de más alto ánimo que haya en el mundo, y ya podéis daros cuenta de quién es cuando una tan grande gesta ha intentado. De manera, senescal, que ordenen la vigilancia de vuestra gente y nosotros mandaremos ordenar la de nuestra hueste.
Y el senescal respondió:
—Señor, todo esto se hará cual vos mandáis.
Y el rey Carlos dijo al rey de Francia:
—Vamos al campo y veremos las pisadas de su caballo, si es que puede ser cierto lo que el senescal dijo.
Y el rey de Francia dijo:
—Estoy de acuerdo; y os digo que ésta ha sido la más alta caballería que jamás haya hecho caballero alguno, y que todo el mundo le ha de temer.
Dijo el senescal:
—Señores, no dudéis de lo que os digo, que aquí está el escribano que hizo la carta y estos seis caballeros que fueron testigos y a los que ya conocía desde hace largo tiempo. Y he aquí el caballero que fue su huésped ayer por la noche, al que le rindió mayor honor y cortesía que nunca se viera de señor alguno: fue a despedirse de su señora esposa, y desmontó y subió a las habitaciones, tal como si estuviera en el lugar más seguro del mundo. Y todo esto estos señores lo han visto.
—En verdad —dijo el rey de Francia— que en ello hubo mucho valor, mucho ánimo y una gran cortesía; pero pensemos en cabalgar.
Y cabalgaron y vinieron al campo, y vieron las pisa das del caballo y todo cuanto el senescal les había dicho.
¿Qué os diré? Que la voz corrió por toda la hueste y por todo el país, y hubieseis visto a todo el mundo armado, hombres y caballos, que aquella noche nadie durmió en la hueste. Al día siguiente levantaron las tiendas y se fueron los dos reyes juntos; y se vinieron hasta Tolosa, donde encontraron al cardenal Cholet, que era legado del papa; a monseñor Don Felipe, hijo mayor del rey de Francia, y a monseñor Carlos, su hermano. Y dieron una gran fiesta a su padre, y al rey Carlos, y otro tanto al cardenal. Y cuando el rey de Francia y el rey Carlos hubieron contado al cardenal lo que había hecho el rey de Aragón, éste se maravilló y se persignó más de cien veces y dijo:
—¡Ay, Dios! ¡Cuan grande fue el pecado que cometió el santo padre, y nosotros todos, cuando a este señor dejamos de ayudarle! Este es otro Alejandro que ha vuelto a nacer en este mundo.
Y ahora dejaré de hablar del rey de Francia, y del rey Carlos, y del cardenal, y volveré a hablar del señor rey de Aragón.
Cuando el señor rey de Aragón se hubo despedido del senescal y de los demás, emprendió el camino que Don Domingo de la Figuera le mostrara; y fuéronse por los límites del reino de Navarra, eso es, siempre por tierras del rey de Castilla; y les condujo por el camino por donde sabía que habían de encontrar los caballos. Tal como lo habían hecho a la entrada, asimismo hicieron a la salida. De modo que vinieron a la villa de Soria, y de Soria a Seron, y de Seron a Xauaquello, que es el último de los lugares de Castilla, a las puertas de Aragón. De Xauaquello vinieron a Verdejo, que es el primer lugar que encontraron de Aragón, y en cuanto estuvieron en Verdejo empezaron a preocuparse de sí mismos, y las gentes de Verdejo, que conocieron al señor rey, le dieron una gran fiesta, con mucha alegría, y allí pasaron dos días, y todos los de la comarca lo supieron, y todo el mundo, de a caballo y de a pie, que fuera de aquella región, le atendía y acompañaba, de modo que bien acompañado llegó a Calatayud, y si en algún lugar se dio una fiesta, fue allí que la dieron.
El señor rey mandó a sus correos por todas partes, y especialmente a Jaca, al señor infante, y a todas las gentes principales de Cataluña y de Aragón, y a los ciento cincuenta caballeros de la batalla, para que estuviesen en Zaragoza «el décimo día después que habréis recibido las cartas, que él estará en Zaragoza, donde celebrará cortes». Así lo mandó decir por todo Aragón, y si antes visteis juegos y fiestas, mayores fueron las que se dieron en Jaca por el señor infante y por todos los que con él estaban. E hicieron una gran procesión, en la que estuvieron todos los prelados de Cataluña y Aragón, loaron y bendijeron a Dios por la gran merced que había concedido a su señor, que de tan gran peligro le había hecho escapar y volver con gran honor, que para siempre sería lo hecho honor y prez para la casa de Aragón. Cuando esta fiesta se hubo celebrado, cada uno pensó en ir adonde le viniera en gana, con tal de que en el día convenido estuviera en Zaragoza. El señor infante Don Alfonso y la mayor parte de los ricoshombres, caballeros y prelados fueron hacia Calatayud con el señor rey. Y no me pidáis tampoco detalles de la fiesta que mi señora la reina y los infantes dieron, y todos los de Zaragoza, cuando tuvieron noticia de todo. Pero los que estaban en Jaca, en Zaragoza y en todo el territorio, estaban con gran temor porque no sabían dónde estaba su señor, ni pudieron averiguarlo de por sí, de modo que nada tenía de extraño que estuvieran inquietos.
Ahora dejaré de hablar del señor rey y volveré a hablar del almirante.
Cuando el almirante hubo ganado la batalla de Malta y hubieron terminado las fiestas de Mesina, como antes habéis oído, se dispuso a armar treinta galeras, al tener noticia de que, en Nápoles, se estaban armando cuantas había, y así, él quería estar aparejado, de modo que mandó armar las treinta galeras. En cuanto las tuvo armadas, recibió noticias de que las de Nápoles tardarían todavía un mes en estar dispuestas, y que en unas catorce de ellas iban a embarcar condes y otros señores de estandarte con mucha caballería, y que los caballos irían en barcas de cruz y en las mismas galeras.
De modo que acertó al pensar que no hacía falta que pasara aquel mes esperando, sin hacer nada, y llamó a su cuñado Don Manfredo Lanza, y le dijo que pensara en subir en las galeras con cien caballeros y mil almogávares y cien hombres de mar, y que todos fuesen con sus tiendas y llevasen cuatro trabucos, que irían al castillo de Malta y lo tendrían sitiado hasta que lo conquistaran.
Y tal cual lo ordenó así se hizo, y subieron a las galeras y se fueron al castillo de Malta, y le pusieron sitio, y los trabucos empezaron a disparar. Y cuando el almirante les hubo puesto en tierra, ordenó que los de la ciudad de Malta y de la isla trajeran cuanto tenían para vender, al sitio, y lo mismo ordenó a los del Goi. Y todos lo cumplieron de muy buena voluntad, pues tenían gran temor de ser saqueados por los del castillo. De modo que el almirante, cuando los hubo ordenado y hubo dejado de jefe a Don Manfredo Lanza, que era caballero muy bueno y de gran valía, decidió marcharse, dejándoles dos leños armados y dos barcas armadas para que pudiesen avisarle de inmediato si algo les hacía falta, y puso rumbo a Trápani, y visitó y reforzó toda la costa y, tierra adentro, llegó hasta Lípari. Y en Lípari mandó desembarcar a su gente y les ordenó combatir la villa, y al final, los de Lípari, que se dieron cuenta de su gran poder, con el que el almirante les podía destrozar, se rindieron al rey de Aragón y al almirante por él. El almirante entró con toda su gente y tomó juramento y homenaje de todos, y refrescó a toda su gente. Y mandó dos leños armados para adquirir noticias, y cada uno se fue por un lado. Por otra parte, mandó también dos barcas armadas con hombres armados de Líper, que fue a inquirir noticias de la armada de Nápoles.
Y ahora dejaré de hablaros de él y volveré a hablar del rey de Aragón.
Cuando el señor infante Don Alfonso, los ricoshombres, caballeros y prelados estuvieron con el señor rey en Calatayud, recibieron, unos de otros, grandes satisfacciones, y Don Domingo de la Figuera y Don Bernat de Peratallada les contaron todo cuanto les había ocurrido, que les pareció una gran cosa, y alabaron a Dios, que les había permitido escapar de todo ello. Entonces, el señor rey, junto con todos, se vino a Zaragoza, y fue muy grande la fiesta que mi señora la reina y los infantes dieron a toda la gente. De modo que la fiesta fue muy grande y duró cuatro días, en los que nadie se ocupó de nada.
Cuando la fiesta hubo terminado, el rey mandó que, al segundo día, todo el mundo fuese al parlamento. Aquel día vino el noble Don Gilberto de Cruïlles de Burdeos y trajo todas las cartas que se hicieron en el campo selladas por el senescal, de lo cual el rey y todo el mundo tuvo gran satisfacción. Y contó lo que el rey de Francia y el rey Carlos habían hecho cuando supieron lo que había ocurrido, y cómo pasaron la noche en vigilancia y se fueron al día siguiente, de todo lo cual se rieron bastante el rey y todos los demás.
En el día que el señor rey había designado, todo el mundo estuvo en el parlamento, y cuando todos estuvieron reunidos, el señor rey les exhortó y les dijo muy buenas palabras, y les contó todo cuanto le había ocurrido desde que salió de Port Fangos, y les explicó cómo él había estado en la batalla y cómo los otros faltaron, y cómo daba muchas gracias a cuantos debían entrar con él en el campo, puesto que con tanto agrado habían comparecido. Díjoles luego que él pensaba mandar a la reina y al infante Don Jaime y al infante Don Federico con ella a Sicilia por dos motivos: el primero, porque toda la gente de Sicilia se sentiría muy satisfecha y se creería más segura, y por otra, porque creía que a la reina le causaría gran satisfacción, de modo que les rogaba que sobre esto le aconsejaran. Por otra parte, les dijo que tenía noticia de que el papa había dado sentencia contra él y declarado la cruzada, y que el rey de Francia había prometido ayuda al rey Carlos, cosa de la que se maravillaba mucho:
—Por los convenios tan firmes que existen entre nos y él, por lo que pensamos que nada ha de poder hacer, por lo que igualmente os pedimos consejo sobre estos asuntos.
Una vez dicho esto, el señor rey se sentó.
Levantóse el arzobispo de Tarragona y contestó a todo lo que el señor rey había dicho, y elevó grandes loores y gracias a Dios, que de tantos peligros le había hecho escapar. Y asimismo contestó al hecho de que mi señora la reina con los dos infantes fuesen a Sicilia, cosa que le parecía bien, y dio muy buenas razones por las cuales así debía hacerse. Por otra parte, en cuanto al papa y al rey de Francia, le pareció acertado que se mandasen mensajeros sabios y honrados cerca del papa y de todos los cardenales, y otros mensajeros al rey de Francia.
—Y a cada uno ordenaréis que digan, de vuestra parte, lo que decidiréis en vuestro consejo.
Cuando el arzobispo hubo hablado, se levantaron los ricoshombres de Aragón y de Cataluña, y otros prelados y caballeros, y ciudadanos y síndicos de las villas y lugares, y todos dieron por bueno lo que el arzobispo había dicho, y lo ratificaron. Con esto la corte se disolvió con gran alegría y la mayor concordia; y el señor rey hizo grandes donativos a todos los ciento cincuenta caballeros que habían venido a Jaca para entrar en la batalla; y les satisfizo todos cuantos gastos habían hecho, tanto en caballos como en arneses, como en dispendios para ir y volver a sus respectivos lugares. De este modo cada uno se volvió a su lugar, satisfecho y alegre del señor rey, y así debía ser, pues nunca hubo señor que tanto se preocupara de sus vasallos como él lo hizo y a cada uno según su valía. Asimismo, Don Domingo de la Figuera hizo devolver los veintisiete caballos al caballerizo del señor rey, y aquéllos y doscientos más dio el señor rey a otros ricoshombres y caballeros que habían venido de Cataluña y de Aragón y del reino de Valencia para honrarle y que no habían obtenido albalá para entrar en el campo. De manera que ¿qué os diré? Que en ningún caso ningún hombre que hubiese venido a Jaca se tuvo por mejor pagado de como lo hizo el rey, que a todos hizo ricos presentes, y los mejores fueron para los ciento cincuenta caballeros. Y así todos partieron satisfechos y alegres y cada uno se volvió a su tierra alegre y satisfecho.
El señor rey se quedó con mi señora la reina y con los infantes en Zaragoza, y pasados ocho días ordenó que la reina, junto con los infantes, excepto el infante Don Alfonso, «que se iría con nos», se fuesen a Barcelona, que allí embarcarían. De todo lo cual, mi señora la reina se sentía, por un lado, muy alegre, y, por otro, muy disgustada, pues tenía que separarse del señor rey. Pero el señor rey le prometió que lo más pronto que pudiera iría también, y esto la consoló. Y así fue que el señor rey y el señor infante Don Alfonso se fueron a Barcelona, pasando por Lérida. Y en cada lugar era grande el festejo que le hacían, pero la fiesta grande fue la que se hizo en Barcelona, que fue la mayor que nunca se hiciera, que, a todas horas, durante ocho días, no se hacían más que juegos y bailes.
En cuanto el señor rey estuvo en Barcelona mandó mensajes a todos los barones de Cataluña y a los caballeros, ciudades y villas para que, después de quince días de la fecha de las cartas, estuviesen en Barcelona. Y así se cumplió, tal como él ordenó. Y cuando el señor rey de Mallorca supo que el señor rey estaba en Barcelona, vino a verle, y fue muy grande el agasajo que ambos hermanos se hicieron. Y el día en que la corte fue convocada, el señor rey mandó reunir cortes generales en el palacio real de Barcelona[25]; y dijo todo aquello, sin más y sin menos, que había dicho en la corte de Zaragoza, e igualmente le fue contestado lo mismo que en la corte de Zaragoza, y, de este modo, quedó confirmado. Igualmente el señor rey dio muchos dones y gracias a los ricoshombres, caballeros y ciudadanos y hombres de las villas, de modo que todos partieron alegres y satisfechos.
El señor rey, con su consejo, ordenó a los mensajeros, muy honrados y sabios, que mandó al papa, e igualmente decidió a quién mandara al rey de Francia. Cuando fueron elegidos, les hizo dar dinero en abundancia para los gastos y les hizo abastecer honorablemente de todas las cosas y les entregó bien especificados los capítulos y cuanto debían llevarse, y se despidieron de su señor y se fueron en buena hora.
Cuando el señor rey hubo despachado a los mensajeros, pidió a Don Ramón Marquet y a Don Berenguer Maiol que viesen de armar la nave de Don Pedro del Vilar, que tenía por nombre la «Bonaventura», y otra nave de las mayores que había en Barcelona después de aquélla y que las encorasen y metieran en cada una doscientos hombres de combate, los mejores que hubiese en Barcelona, y que pusieran arietes[26] y áncoras con cabrestante, y castillos levadizos y que encorasen y armasen las gavias y todo cuanto en una nave armada fuese menester; y que armase cuatro galeras y dos leños y dos barcas armadas y que todos juntos fuesen en conserva, pues él quería enviar a la reina y al infante Don Jaime y al infante Don Federico con ella a Sicilia y que quería mandar a cien caballeros con ellos, «aparte aquellos que pertenecen a sus casas», y, además, aparte los marineros, a quinientos ballesteros bien pertrechados y a quinientos servidores, para que las naves y las galeras estuvieran bien aparejadas y sirvieran de refresco para la isla de Sicilia. Tal y como lo mandó, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol lo cumplieron, y seguramente mejor aumentaron que disminuyeron nada, más aún cuando a ellos había sido dado el cargo de capitanes. Cuando todo estuvo armado y aparejado, como el rey había mandado, mi señora reina y los infantes llegaron y se les hizo una gran fiesta, y el señor rey mandó que, con la gracia de Dios, embarcaran, y seguidamente lo hizo todo el mundo.
Cuando todos estuvieron embarcados, mi señora la reina se despidió en la cámara del señor rey, y todo el mundo puede imaginar cuál fue la despedida que se hicieron, pues jamás hubo tanto amor entre marido y mujer como el que siempre existió entre ellos. Cuando la señora reina se hubo despedido del señor rey, los dos infantes entraron juntos en la cámara y se echaron a sus pies. El señor rey levantóles, les santiguó y les bendijo muchas veces y les dio su gracia y bendición y les besó en la boca y les dijo muy certeras palabras, especialmente al señor infante Don Jaime, que era el mayor y que entonces tenía, y tiene todavía, seis años más que el infante Don Federico, y era ya de muy buen juicio y muy sabio y entendido en las cosas buenas, que de él puede decirse lo que dice el refrán en Cataluña «que la espina, como tiene que pinchar, ya nace aguda», que en su juventud ya era sabio, porque sabio tenía que ser, y si entonces lo parecía, luego lo ha demostrado y lo demuestra todos los días; que nunca ha nacido príncipe más sabio, ni mejor educado, ni más cortés, ni mejor en armas, ni en todo como él ha sido, y es todavía, y será para muchos años, si Dios quiere, que Dios le dará larga vida. De modo que el señor infante Don Jaime comprendió bien y puso en obra las buenas palabras que el señor rey su padre le dijo, e igualmente el infante Don Federico, que con el juicio que tenía retuvo lo que el señor rey les dijo. Y puede decirse, igualmente, lo que del infante Don Jaime he dicho: que cada uno de ellos son tan buenos delante de Dios y del mundo y delante de los pueblos y sus vasallos que el mundo no puede nombrar ni encontrar otros que sean mejores.
Cuando el señor rey les hubo dado su gracia y bendecido, les besó de nuevo en la boca y ellos le besaron los pies y las manos y salieron de la cámara. El señor rey permaneció sólo en la cámara por lo menos cuatro horas del día, que no quiso que nadie entrara. Y lo mismo hizo la reina en otra habitación, con el señor infante Don Alfonso y con el señor infante Don Pedro; y les santiguó y bendijo muchas veces y les dio su gracia y sus bendiciones y les besó en la boca más de cien veces, y ellos se inclinaron y besáronle los pies y las manos e hicieron gran aprecio de las buenas palabras y de las advertencias que les dio.
Cuando todo esto estuvo hecho, el señor rey de Mallorca y los condes y barones y prelados, caballeros y ciudadanos, salieron todos del palacio. Y la señora reina les dijo que entrasen en el suyo, que ella quería pedirle gracia a mi señora Santa Eulalia y a San Olegario. Y así entraron en el suyo, y ante Santa Eulalia y San Olegario, el arzobispo de Tarragona y ocho obispos que había rezaron una oración muy buena sobre la cabeza de la reina y de los infantes.
Después de todo esto, cumplidas las oraciones de mi señora reina, con las caballerizas dispuestas, se fueron hacia el mar. Y el señor rey de Mallorca llevó del diestro a mi señora la reina a caballo, y a pie le llevaban del diestro el conde de Ampurias, y el vizconde de Rocaberti, y Don Ramón Folc, vizconde de Cardona, y otros ricoshombres de Cataluña y Aragón hasta el número de cincuenta (que iban a pie a su alrededor), y los consejeros de Barcelona, y muchos otros ciudadanos y luego todo el pueblo de Barcelona, tanto hombres como mujeres y doncellas y niños, que todos lloraban y rogaban a Dios por mi señora la reina y por los infantes, para que les guardase de todo contratiempo y les llevase sanos y salvos a Sicilia. ¿Qué os diré? Que muy duro había que tener el corazón para no llorar en aquella ocasión.
De este modo, cuando llegaron a la orilla del mar, el señor rey de Mallorca descabalgó y ayudó a apearse a mi señora la reina y la hizo entrar en una barca empavesada y, con ella, los dos infantes que iban con los dos que se quedaban, y aquí veréis la compasión que daba, que no los podían separar hasta que el señor rey de Mallorca entró en la barca y, llorando, los separó y puso en la barca al señor infante Don Jaime y al señor infante Don Federico con mi señora la reina, y en cuanto los tuvo allí subió a la barca con el conde de Ampurias y Don Dalmacio de Rocaberti y Don Ramón Folc, vizconde de Cardona. Y ordenaron bogar, y en cuanto comenzaron a bogar, mi señora la reina se volvió, y santiguó y bendijo a sus hijos, y luego a toda la gente y finalmente a todo el país. Y los marineros bogaron y se fueron hacia la nave mayor, que tenía por nombre la «Bonaventura».
Cuando mi señora la reina y los infantes se hubieron alejado de tierra, hicieron embarcar a las damas y doncellas en otras barcas que estaban preparadas y a los ricoshombres y caballeros para honrar y acompañar; y con la gracia de Dios, fueron llegando todos a la nave. Y mi señora la reina y los infantes subieron a la nave y el señor rey de Mallorca y el conde de Ampurias y el vizconde de Rocaberti, con ellos; y luego subieron las damas y las doncellas que iban con mi señora la reina, y la demás gente, Don Ramón Marquet la repartió entre la otra nave y las galeras.
Cuando todos estuvieron embarcados, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol se acercaron al señor rey de Mallorca y le besaron la mano, diciéndole:
—Señor: Santiguadnos y bendecidnos a todos, y bajad en tierra y permitid que nos vayamos, con la gracia de Dios.
Con esto el señor rey de Mallorca se despidió de mi señora la reina, llorando, y luego de los infantes; y les santiguó y bendijo y les dio su bendición con mucho cariño, llorando, y el conde y el vizconde y Don Ramón Folc hicieron otro tanto. Cuando se hubieron despedido, salieron de la nave, que estaba desamarrada, y los infantes en la parte central de la antena, y el piloto pasó a saludar, y cuando hubo saludado mandó izar velas y de inmediato la nave se puso a la vela. Y hubierais oído los gritos que llegaban de la playa, donde todo el mundo gritaba:
—¡Buena ventura! ¡Buena! —que parecía que todo el mundo resonara.
Cuando hubiéronse hecho a la vela, el señor rey de Mallorca se volvió a tierra, y los barones y ricoshombres y caballeros cabalgaron y se fueron al palacio, donde encontraron que el rey estaba todavía en la cámara con los dos infantes que estaban con él, a saber, el infante Don Alfonso y el infante Don Pedro. Y cuando el señor rey supo que el señor rey de Mallorca había llegado, y los condes y los barones, salió de la cámara, y sonaron las trompetas y fueron a comer. Y cada uno se esforzó en distraer y alegrar al señor rey y a los infantes, y cuando hubieron comido, levantaron la mesa y entraron en otra sala, donde acudieron juglares de diferentes clases, que les alegraron. ¿Qué os diré? Así pasaron todo aquel día.
Y a ellos tengo que dejar estar, para hablar de mi señora la reina, de los infantes y de su armada.
Cuando las naves y las galeras y los leños armados se hubieron hecho a la vela, aquel señor que guió a los tres Reyes y les mandó la estrella que les guiaba, igualmente mandó Dios a estas tres personas la estrella de su gracia, eso es, a mi señora la reina y al señor infante Don Jaime y al señor infante Don Federico. Y éstas son las tres personas que podéis comparar a los tres Reyes que fueron a adorar a Jesucristo, de los cuales uno tenía por nombre Baltasar, el otro Melchor y el otro Gaspar.
En cuanto a Baltasar, que fue el hombre más devoto que haya nacido y el más agradable a Dios y a los hombres; lo mismo podemos decir de mi señora la reina, que desde mi señora Santa María no ha nacido señora más devota, ni más santa, ni más agradable que mi señora la reina. Al señor infante Don Jaime podéis compararlo a Melchor, que fue el más justo de los hombres y el de mayor cortesía y verdad que haya nacido, aparte Jesuscristo, y por esto el señor infante Don Jaime se le puede comparar, puesto que tiene todas estas bondades y otras más. Y al infante Don Federico se le puede comparar a Gaspar, que era joven y niño y el hombre más hermoso del mundo y sabio y recto. De manera que, tal como Dios quiso guiar a aquellos tres Reyes, así guiará a estas tres personas y a todos aquellos que con ellos van y que a ellos están y estarán sometidos. Y por esto, desde un principio, en lugar de estrella les dio Dios buen viento, como a pedir de boca, y no les desamparó hasta que sanos, salvos y alegres estuvieron en el puerto de Palermo.
Y cuando los de Palermo supieron que mi señora la reina estaba aquí, y los dos infantes, no hace falta decir si fue grande su alegría, puesto que, cuando todos los de la isla se tenían por desamparados, ahora se tuvieron por seguros. Y enseguida mandaron correos por toda Sicilia; y todos los que estaban en Palermo, hombres y mujeres y niños, salieron a San Jorge, donde tomaron tierra.
Cuando mi señora la reina y los infantes salieron a tierra, mi señora la reina persignóse y levantó los ojos al cielo y, llorando, besó la tierra y luego fuéronse a la iglesia de San Jorge, y allí oraron ella y los infantes. Entre tanto, vino todo Palermo y se acoplaron más de quinientas cabalgaduras. A mi señora la reina le trajeron un palafrén blanco, manso y hermoso, y pusiéronle la silla de mi señora la reina; y enseguida sacaron, de dos galeras abiertas que había, dos hermosos palafrenes para los infantes, con muy rico arnés. Y luego trajeron tres muías y dos palafrenes que había muy hermosos para mi señora la reina, y luego otros treinta y más, entre mulos y palafrenes que tenían, para las damas y doncellas que venían con mi señora la reina, cada uno con su bonito arnés. Y después trajeron, ya sea de las galeras o de la otra nave en la que no iba la reina, hasta cincuenta caballos de España, hermosos y buenos, que eran de los caballeros que venían con mi señora la reina y con los infantes.
Cuando todo esto estuvo en tierra, los barones y los caballeros y los hombres buenos de Palermo, y las damas, doncellas y niños, se acercaron a mi señora la reina y a los infantes para besarles los pies y las manos; y aquellos que no se podían acercar, besaban la tierra, y todos gritaban:
—¡Felicidades a mi señora la reina y a los señores infantes!
Y la alegría era tan grande y el ruido de trompetas y de nácaras y de címbalos y de todos los demás instrumentos, que parecía que se mezclaban el cielo y la tierra.
De este modo mi señora la reina cabalgó y el señor infante Don Jaime la llevaba del diestro a caballo; y micer Aleneip, y micer Juan de Calatagiró, y micer Pedro de Calatagiró, y micer Mateo de Térmens, y muchos otros ricoshombres a pie la llevaban. Luego iba toda la gente de Palermo, cantando y bailando y alabando y glorificando a Dios que los había traído. Después cabalgó el infante Don Federico, que iba del otro lado de mi señora la reina. Y después todas las damas y doncellas que con ellos vinieron y los caballeros y todos aquellos que eran de sus casas. De modo que no cabalgó ninguna persona fuera de mi señora la reina y los infantes y aquellos que con ella habían venido; que todos los demás iban a pie.
Y así, con tal alegría, se fueron al palacio real, y antes de que fueran al palacio real, mi señora la reina quiso que fuesen a la iglesia mayor del arzobispado y que hicieran reverencia y rindieran honores a mi Señora Santa María; y así se hizo. Y cuando estuvieron a la puerta de la iglesia, mi señora la reina ordenó que sólo descabalgase ella y los dos infantes y dos damas. Y entraron dentro ante el altar de mi Señora Santa María, a la que hicieron su oración; y volvieron a cabalgar, y con aquella alegría se fueron a palacio. Cuando hubieron descabalgado ante el palacio, mi señora la reina entró en la capilla de palacio, que es de las más ricas del mundo, e igualmente, ella y los infantes, hicieron su oración; y luego subieron a las cámaras y se arreglaron y compusieron.
Tocaron después las trompas y se fueron a comer, y todo quien quería comer podía hacerlo, y mandaron a las naves y a las galeras tal cantidad de revituallamiento que les bastó para ocho días. ¿Qué os diré? Que la fiesta duró por lo menos ocho días, en los que nadie hizo otra cosa que danzar y alegrarse. Y lo mismo hicieron en toda Sicilia.
En cuando hubieron tomado tierra la reina y los infantes y fueron recibidos con estas fiestas y trasladados a palacio, Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol mandaron los dos leños a Cataluña, cada uno de por sí, con cartas, en las que daban a conocer el día en que habían tomado tierra en Palermo y cómo habían sido recibidos, qué tiempo habían tenido y cómo todos estaban sanos y alegres. Los dos leños partieron de Palermo y fueron a Cataluña sanos y salvos, y tomaron tierra en Barcelona, donde encontraron al señor rey, que había prometido que jamás saldría de aquella ciudad mientras no recibiera sus noticias. De modo que los dos leños vinieron a Barcelona y dieron las cartas al señor rey, y cuando el señor rey las hubo leído, y los del leño hubieron contado cómo habían llegado sanos y salvos y los agasajos que les hicieron, el señor rey mandó hacer una procesión de gracias a nuestro señor Dios por aquella gracia que le había concedido.
Y así he de dejar de hablaros del señor rey y volveré a hablaros de mi señora la reina y los infantes.
Ocho días había durado la fiesta en Palermo, y cuando mi señora la reina y los infantes se hubieron repuesto de las fatigas del mar, mi señora la reina celebró consejo con micer Juan de Prócida (que era uno de los hombres más sabios del mundo y había venido con ella) y con otros ricoshombres y caballeros que con ella habían venido y con Don Conrado Lanza, que también había venido con ella y con el infante Don Jaime; y ella con él, reuniéronse en consejo y preguntóles qué le aconsejaban que hiciera. Y micer Juan y los demás le aconsejaron que mandara cartas a todas las ciudades y villas de la isla para que mandasen síndicos y procuradores a Palermo:
—Que dentro de los diez días después de recibida la carta vuestra estén en Palermo para que estén en la corte que pensáis reunir; y asimismo los ricoshombres y caballeros de Sicilia. De este modo, cuando los tendréis reunidos, les diréis lo que convenga decirles.
Y mi señora la reina y el señor infante Don Jaime tuvieron por bueno este consejo, y así se cumplió.
Cuando llegó el día que les fue señalado, todos estuvieron en Palermo, y aquel día se reunieron todos en general en la Sala Verde de Palermo, y allí se dispuso el sitial de mi señora la reina y los infantes, y luego de los ricoshombres y los caballeros, y después todos los demás se sentaron en el suelo, donde se habían extendido tapices. La noche anterior mi señora la reina y el señor infante habían llamado a micer Juan de Prócida, y dijéronle lo que debía decir, y que hablase él por mi señora la reina y por los señores infantes; y que presentase las cartas que el señor rey de Aragón mandaba a toda la comunidad de Sicilia en general e igualmente en particular a cada lugar y a los ricoshombres.
Cuando todos estuvieron reunidos, levantóse mi señora la reina y díjoles:
—Barones, micer Juan de Prócida os hablará en lugar nuestro, de manera que oíd lo que os va a decir y tenedlo como dicho por nos personalmente.
Y volvió a sentarse. Y micer Juan levantóse y, como era uno de los más sabios hombres del mundo, dijo:
—Barones: Mi señor el rey de Aragón os saluda largamente y os remite esta carta a toda la comunidad de Sicilia en general.
Hizo leer la carta, y cuando la hubieron leído comprendieron lo que les mandaba decir.
—Y yo, después, en lugar de mi señora la reina y de los infantes, he de deciros lo que ella querrá que os diga.
Y, enseguida, dio la carta a micer Mateo de Térmens, quien se la puso en la cabeza y después, con gran reverencia, besó el sello y la abrió en presencia de todos; y cuando estuvo abierta, la leyó de tal manera que todo el mundo la pudiera oír.
La sustancia de la carta era la siguiente: que él les daba su gracia y les hacía saber que les mandaba la reina Constanza, su esposa y señora natural de ellos: y que se la mandaba y les decía que la tuviesen como señora y reina, que la obedeciesen en todas las cosas y que la amasen. Y que, además, les mandaba al infante Don Jaime, hijo suyo, y al infante Don Federico, igualmente hijo suyo; y que les recomendaba y mandaba que, después de la reina y de él, guardasen y tuviesen al infante Don Jaime, hijo suyo, por cabeza principal y señor en lugar suyo y de la reina su madre. Y por esto, como la reina no podría estar todos los días y todas las horas en consejo, en su lugar tramitasen y ordenasen y librasen consejo y todas las cosas con el infante Don Jaime; y que sin contar con él no hicieran cosa alguna, a menos que fuese la reina, o él por ella, quien les diera poder para hacerlo, y que creyeran que ellos encontrarían tanta gracia en dicho señor infante que tendrían que sentirse por muy satisfechos.
Cuando hubieron leído la carta, levantóse micer Aleneip y dijo en nombre de todos:
—Señora reina, sed bienvenida: y bendita sea la hora en que vos llegasteis entre nosotros junto con los infantes; y bendito sea nuestro señor rey de Aragón, que para nuestra guarda y defensa a vos os ha mandado. Por lo que todos rogamos a Nuestro Señor y verdadero Dios, Jesucristo, y a su bendita Madre y a todos los benditos santos, que él dé vida al señor rey, y a vos señora, y a todos vuestros hijos; y que a nosotros acorte los días y os los alargue en buena vida a vosotros, y que Dios nos ayude a nosotros y a todos vuestros pueblos. Así os recibimos, señora, por todos nosotros y por aquellos que aquí no se encuentran, de parte del señor rey, por señora nuestra y por reina para hacer y decir todo cuanto vos mandareis. Y así recibimos a los infantes como aquellos que habrán de ser señores nuestros, y después de vos y del señor rey, mayormente recibimos al infante Don Jaime por jefe mayor y señor en lugar del señor rey y vuestro. Y para mayor firmeza, yo lo juro por Dios y los santos Evangelios, por mí y por toda la comunidad de Sicilia, que mantendré y cumpliré todo lo que he dicho.
Y así lo juraron todos cuantos estaban presentes en aquella corte, por ellos y por los lugares cuyo sindicato ostentan. Y en cuanto lo hubo jurado, levantóse y fue a besar la mano a mi señora la reina y a los infantes, y cada uno de los síndicos y los ricoshombres, caballeros y ciudadanos honrados hicieron otro tanto.
Y cuando esto se hubo hecho, levantóse por mi señora la reina dicho micer Juan de Prócida, y díjoles:
—Barones: Mi señora la reina da muchas gracias a Dios y a vosotros por la mucha buena voluntad que le habéis demostrado, y os promete que siempre, tanto en general como en particular, os amará y os honrará y os ayudará con el señor rey y con sus hijos en todo aquello que pueda y que sea bueno y honesto; y os ruega y os ordena que, de ahora en adelante, miréis al señor infante Don Jaime así como señor vuestro, en lugar del señor rey su padre y de ella, por cuanto como no es adecuado que ella vaya por las tierras, será él quien habrá de visitar todos los lugares así como señor, y tendrá que ir en las guerras y en los negocios, tanto en los hechos de armas como en otros peligros. Que estos nuestros infantes son de una casa tal que desde todos los tiempos de nada se precian tanto como de ser buenos en las armas, y así lo han sido sus antecesores y así lo mantendrán ellos y todos los que de ellos descenderán. Por lo que es necesario que toméis guardia y cuidado de ellos, y especialmente del infante Don Jaime, que desde ahora intervendrá en los negocios y en las guerras, puesto que el infante Don Federico es tan pequeño y de tan pocos días que no queremos que se separe de nos hasta que sea mayor.
Levantóse el citado micer Aleneip, y contestó por todos a mi señora la reina y a los infantes que todo así se cumpliría, Dios mediante, tal y como mi señora la reina mandaba.
—En forma que Dios y nuestro señor el rey, y vos, mi señora, y los infantes, y todos vuestros amigos y sometidos, se sentirán satisfechos.
Después de esto, mi señora la reina santiguóles y bendijo a todos, y les dio su gracia y su bendición.
Y levantáronse todos y cada uno volvióse a su tierra con gran alegría y gran satisfacción. Y micer Juan dio a cada uno las cartas que en particular iban dirigidas a cada lugar y a cada ricohombre.
Mi señora la reina y los infantes, con su séquito, se fueron por tierra, a cortas jornadas, a Mesina, y en cada lugar, a su paso, les hacían festejos verdaderamente sorprendentes. De modo que vinieron a Mesina y, con ellos, vinieron los quinientos ballesteros y los quinientos almogávares, por tierra, con todas sus armas, y todos los caballeros, con sus armamentos y los caballos al diestro, y era tan bonito verles que todo el mundo hacía grandes esfuerzos para conseguirlo y a todos proporcionaban una gran alegría. Si en Palermo se les hizo fiesta grande, mucho más lo fue la de Mesina, sin comparación alguna, puesto que duró más de quince días, durante los cuales no hubo nadie que hiciera nada. Dentro de aquellos días llegó la noticia de que el noble Don Manfredo Llança había tomado el castillo de Malta, que se le rindió a su merced, con lo que seguramente mejoró la fiesta, y mi señora la reina y los infantes tuvieron gran satisfacción, y así debió ser, pues el castillo es real y bueno y le sienta a la isla de Sicilia como la piedra al anillo.
Cuando hubo pasado la fiesta, mi señora la reina convocó cortes en Mesina, de la gente de la ciudad y de la llanura de Millás y de la costa hasta Taurnina. Y cuando todos estuvieron reunidos con mi señora la reina y los infantes, micer Juan de Prócida les dijo muy buenas palabras y les dio gran consuelo y alegría, de modo que todos partieron satisfechos de mi señora la reina y de los infantes.
Ahora dejaré de hablar de ellos y volveré a hablar del señor rey de Aragón.