61. Mensaje al rey Carlos

Entre tanto, el señor rey escogió a cuatro ricoshombres y los mandó como mensajeros al rey Carlos, que estaba sobre Mesina, como antes habéis oído. Y mandóles decir que le mandaba y decía que saliese de su reino, que bien sabía que aquel reino no era suyo, sino que era y debía ser de la reina su esposa y de sus hijos, de manera que pensase en dejar libre aquella tierra cuanto antes, y que si no quería hacerlo le desafiaba, y que se guardase de él, pues podía estar seguro de que le echaría. ¿Qué os diré? De este modo fueron los mensajeros al rey Carlos y le dijeron lo que más arriba les fue ordenado de parte del señor rey Don Pedro de Aragón.

Cuando el rey Carlos oyó esto se dijo:

—Ahora llegó el momento que siempre he temido. Tiene razón el refrán que dice: «El hombre muere del mal que teme». Desde hoy, y mientras viva, no podré vivir en paz, pues tendré que habérmelas con el mejor caballero del mundo y el de más valor. Sea lo que fuere, así habrá de ser.

Y después de haber estado un largo rato pensando, contestó a los mensajeros que ya podían ir pensando en marcharse, pues él no estaba dispuesto a desamparar a su reino para darlo al rey de Aragón ni a ningún otro del mundo, y que entendiera que había emprendido una cosa de la que él haría que se arrepintiera. De modo que los mensajeros pensaron en volver a Palermo, donde estaba el señor rey. Y cuando el señor rey hubo oído la respuesta del rey Carlos, decidió prepararse en seguida y por mar y por tierra dirigirse contra Mesina.

Los sicilianos que le vieron prepararse le dijeron:

—Señor, ¿qué pensáis hacer?

—Quiero ir contra el rey Carlos.

Dijeron los sicilianos:

—Señor, no permita Dios que vayáis vos sin nosotros.

Y de inmediato hicieron llamar a las huestes de todo Sicilia para que, dentro de quince días, estuviesen todos, desde los quince a los sesenta años, con las armas y pan para un mes, en Palermo Así fue mandado, de parte del señor rey de Aragón, por todas partes.

62. Preparativos para la lucha

Entre tanto el señor rey mandó dos mil almogávares a Mesina, para que entrasen de noche. Estos fueron, cada uno con su zurrón a cuestas, y no creáis que llevasen consigo ninguna acémila. Pues cada uno llevaba pan en su zurrón, que así están acostumbrados a alimentarse, y cuando hacen sus correrías cada uno lleva un pan para cada día y nada más, y así, con su pan, agua y algunas yerbas aguantan tanto tiempo como sea necesario.

Tuvieron buenos guías, que eran del país y conocían las montañas y los senderos. ¿Qué os diré?

Que las seis jornadas que hay de Palermo a Mesina las hicieron en tres, y entraron en la ciudad de noche, por un lugar llamado la Cemperiña, donde las mujeres de Mesina estaban haciendo un muro, que todavía existe. Y entraron tan secretamente que no fueron oídos de ningún hombre de la hueste.

Y ahora dejaré de hablar de ellos, que ya están dentro de Mesina, y hablaré del señor rey.

63. Coronación del rey Pedro en Palermo

Cuando las huestes estuvieron en Palermo, como el rey había mandado, todos rogaron al rey que les hiciera la merced de querer recibir la corona del reino. El otorgóselo, y con gran solemnidad y alegría el señor rey de Aragón fue coronado rey de Sicilia, en Palermo, por la gracia de Nuestro Señor, Dios verdadero. Y en cuanto fue coronado rey de Sicilia, con todas las huestes y por mar y por tierra, salió de Palermo para dirigirse a Mesina.

Y ahora os dejaré de hablar del señor rey, que va a Mesina, y volveré a hablaros de los almogávares que habían entrado en Mesina.

64. Entrada de los almogávares en Mesina

Cuando los almogávares hubieron entrado en Mesina (que entraron de noche), no queráis saber la alegría y el bienestar que se difundió por toda la ciudad. Pero al día siguiente, muy de mañana, al romper el alba, ellos se prepararon para atacar la hueste, y cuando les vieron tan mal trajeados, con las antiparas en las piernas, las abarcas en los pies y los capacetes de red en la cabeza, dijeron:

—¡Ay, Dios! Nuestro gozo en un pozo. ¿Qué gente es ésta que va desnuda y sin ropas, que no visten más que unas bragas y no llevan daga ni escudo? Poco podremos confiar en ellos. Estamos listos si todos los del rey de Aragón son de la misma calaña.

Y los almogávares, que les oyeron murmurar, dijeron:

—Hoy es el día en el que os mostraremos quiénes somos.

E hicieron abrir un portal y se lanzaron contra la hueste de tal forma que antes de que les reconocieran hicieron tal estropicio que era una maravilla; tanto que el rey Carlos y los suyos se creyeron que el propio rey de Aragón estaba entre ellos, pues antes de que les reconocieran ya habían matado a más de dos mil personas. Y luego, con todo el magnífico botín que consiguieron, entraron en la ciudad, sanos y salvos.

Y cuando la gente de Mesina vieron tan grandes maravillas como las que estas gentes hicieron aquel día, les estimaron cada uno, por más de dos caballeros, y les hicieron mucho honor y les colmaron de satisfacciones, tanto los hombres como las mujeres. Y se sintieron de tal modo reconfortados que aquella noche hicieron tales luminarias y tales fiestas que toda la hueste quedó pasmada, sintiendo al propio tiempo gran temor y gran dolor.

65. Carlos de Anjou pasa a Calabria

Aquella noche vino un mensajero que informó al rey Carlos de que el rey de Aragón venía con todo su poder de Sicilia y con todo el que se había traído por mar y por tierra y que no estaba más lejos que de unas cuarenta millas. El rey Carlos, cuando hubo oído eso, como era señor muy sabio y buen conocedor de los hechos de armas, pensó que si el rey de Aragón venía, y que era seguro que no podía venir sin que estuviesen enterados algunos de su hueste, pensó que, así como habían traicionado al rey Manfredo, también podrían traicionarle a él. Y por esto tenía miedo que la tierra de Calabria se rebelara, por lo que, por la noche, decidió embarcar y pasar a Reggio. Y al alba, al embarcar, vieron que los de Mesina se habían marchado, pero que todavía había muchos que se habían quedado.

Los almogávares fueron a por ellos, y todos cuantos habían quedado en tierra, de a pie y a caballo, murieron. Y luego cargaron con las tiendas, y ganaron tanto que Mesina fue rica ya para siempre, y los almogávares, no hace falta decirlo, manejaban los florines como si fueran calderilla.

Y, además, fueron al arsenal que había en San Salvador, donde había en astillero más de ciento cincuenta entre galeras y taridas, que el rey Carlos mandaba hacer para pasar a Romanía, como antes hemos dicho, y pegaron fuego a todas, y el incendio fue tan grande que parecía que todo el mundo se quemara, de todo lo cual el rey Carlos sintió mucha pena, pues lo estaba viendo todo desde la Gatuna, donde se encontraba.

¿Qué os diré? Que fueron mensajeros al señor rey de Aragón y de Sicilia y le encontraron con todas sus huestes a treinta millas de Mesina, y le contaron cómo había sucedido todo, de lo que el señor rey se sintió muy descontento, porque de todas todas él quería combatir con el rey Carlos, y con este anhelo venían él y sus gentes; pero pensó que todo era obra de Dios y que Dios sabía lo que era mejor.

De manera que se vino a Mesina, y si fiestas le habían dado en Palermo, mucho mayores fueron las de Mesina, pues la fiesta duró más de quince días. Pero aunque estuvieron en fiestas, el señor rey seguía pensando en los asuntos. Y al día siguiente de que el señor rey estuviera en Mesina, veintidós galeras de las suyas entraron bien armadas.

Ahora os hablaré del rey Carlos, y dejaré al señor rey de Aragón.

66. Retirada del rey Carlos

Cuando el rey Carlos hubo levantado el sitio de Mesina, cosa que hizo a las primeras horas de la noche, se hizo llevar a la Gatuna, porque es la tierra de Calabria más cercana de Mesina, pues entre una y otra no hay más de seis millas, y lo hizo así para que las galeras y las barcas pudiesen hacer muchos viajes a lo largo de la noche; pero no fueron tantos como para que mucha gente de a caballo y de a pie no quedasen todavía a la madrugada, a los que los dos mil almogávares que había en Mesina no les diesen muerte. Sabed, además, que no se llevaron ninguna tienda, ni vino, ni víveres, ni nada de la hueste, de manera que mientras los almogávares acababan con la gente del rey Carlos que había quedado, los de Mesina se apresuraban en recoger todo el botín de las tiendas; pero los almogávares se dieron tal prisa en matarlos que les quedó tiempo todavía para apoderarse de buena parte del botín. Además, habían ganado mucho con lo que llevaban los que habían matado, que eran muchos, pues ya sabéis y podéis imaginar que hombre que huye y pretende embarcar no abandona el oro y la plata, sino que todo lo quiere llevar consigo. De modo que, los que les mataban, lo tuvieron todo y de este modo ganaron una cantidad infinita.

Y a podéis imaginar cuál sería el poder del rey Carlos cuando atacaba Mesina, puesto que tenía ciento veinte galeras y un sinnúmero de leños armados y barcas armadas y barcas de pesca, que pasaban, a cada viaje, seis caballos cada una, en toda la noche no pudieron acabar de pasar toda la gente, aun cuando estábamos en el mes de septiembre, que la noche es tan larga como el día, y el pasaje es tan corto, como ya os he dicho, que es de seis millas. Y para que lo comprendan algunos que no saben lo que son millas, quiero que sepan que dista tan poco San Reiner de Mesina al valle de la Gatuna que de un lado a otro puede distinguirse un hombre a caballo y adivinar si va hacia levante o hacia poniente; con lo que ya veis lo cerca que está y cuánta gente había cuando tantas naves no pudieron pasarlos en un noche.

Hay mucha gente en el mundo que vitupera al rey Carlos porque no quiso esperar en orden de batalla al señor rey de Aragón; pero los entendidos dicen que no hay señor en el mundo que hiciera nada más inteligente que lo que hizo el rey Carlos, por las razones que ya os he dicho, pues temía la traición de los que con él estaban. Por otra parte, conocía los ánimos del rey Don Pedro, que era el mejor caballero del mundo y que traía con él los mejores caballeros de su tierra que ni el rey Artús los tuvo mejores en la Tabla Redonda[15], y de gente de a pie, más de treinta mil que cada uno valía por un caballero. De modo que, pensando estas cosas, obró con gran talento ateniéndose a lo más seguro, pues él sabía que su poder era tan grande que en poco tiempo, lo podría conquistar todo de nuevo. ¿Qué os diría? Que por cierto escogió lo mejor, pues de haberse quedado ya estaría muerto y vencido; pues Dios era la salvaguardia del rey de Aragón y de sus gentes y era él quién le había hecho venir a aquellos lugares.

67. Batalla de Nicótera

Cuando el rey Carlos estuvo en la Gatuna y todas sus gentes que pudieron pasar por la noche estuvieron en tierra, ordenó al conde de Alençon, sobrino suyo, hermano del rey Felipe de Francia, que permaneciera en la Gatuna con gran parte de la caballería, y él se fue a la ciudad de Reggio, que está a seis millas, cerca de la Gatuna y a doce millas de Mesina. Y cuando estuvo en la ciudad de Reggio, dio orden a cada una de sus galeras que se volviesen a su tierra, de modo que todos, con gran alegría, regresaron a su país. De las ciento veinte galeras que había, treinta eran de Pulla, e hicieron rumbo hacia Brindisi, y las otras noventa se fueron juntas hacia Nápoles.

El señor rey de Aragón veía todo esto desde Mesina y llamó a su hijo, el almirante Don Jaime Pedro, y le dijo:

—Almirante, quiero que en vuestro lugar, en estas veintidós galeras, pongáis al noble Don Pedro de Queralt y a vuestro vicealmirante Cortada, y que vayan contra esa armada y la ataquen. Son gente que huye, y tienen los ánimos completamente perdidos, y son de muchas naciones y no están bajo una misma voluntad; por lo que podéis estar seguros de que les vencerán y que no se apoyarán unos a otros.

Respondió Don Jaime Pedro:

—Padre y señor, permitid que no ponga a ninguno en mi lugar en este negocio sino que sea yo en persona quien vaya. Que todo cuanto decís, señor, es verdad, y todos serán muertos o presos; de modo que permitid que tal honor sea para mí.

El señor rey respondió:

—Almirante, no queremos que vos vayáis porque tendréis que tomar el mando del resto de nuestra escuadra.

De modo que Don Jaime Pedro, con gran descontento, se quedó y ordenó las galeras tal como dicho señor le había mandado, y, de inmediato, embarcaron todos con gran alegría, gritando:

—¡Aür! ¡Aür!

Y las gentes de Sicilia y de Mesina que estaban allí se maravillaron al ver que mandaba veintidós galeras contra noventa galeras y más de cincuenta leños y barcas y además barcas de pesca que van por la costa y vinieron todos juntos al señor rey y le dijeron:

—Señor, ¿qué es esto que pretendéis hacer? Queréis mandar veintidós galeras contra más de ciento cuarenta velas, que son las que se van.

Y el señor rey empezó a reírse, y dijo:

—Barones, en este día veréis cómo actuará el poder de Dios en este hecho. Dejadme hacer, que no quiero que nadie contradiga mi voluntad. Nos fiamos tanto en el poder de Dios y en su legítimo derecho, que afirmamos que si fuesen el doble de los que son, a todos les habéis de ver, en este día, muertos y derrotados.

Respondieron todos:

—Señor, hágase vuestra voluntad, y que Dios os ayude.

En el acto el señor rey cabalgó por la costa e hizo tocar la trompeta, y todo el mundo embarcó con gran alegría. Y cuando estuvieron embarcados, el señor rey y el almirante con él, subieron a las galeras, y el señor rey predicó y les dijo lo que tenían que hacer, y el noble Don Pedro de Queralt y Cortada dijeron:

—Señor, dejad que nos marchemos, que hoy hemos de hacer cosa tal que honrará a la casa de Aragón, y vos y el almirante y todos los que están en Sicilia tendréis gran satisfacción y alegría.

Y toda la chusma de las galeras gritó:

—¡Santiguadnos y bendecidnos y mandad que partamos, que todos son nuestros!

Y el señor rey levantó los ojos al cielo y dijo:

—Padre Señor, bendito seáis vos, que me habéis dado señoría sobre gente de tan alto espíritu.

Complaceos en defenderlos y guardadles de todo mal y dadles la victoria.

Y santiguóles y les bendijo y encomendóles a Dios, y en cuanto a él y su hijo el almirante salieron de las galeras por la escala que tenían en tierra, hacia la Fuente del Oro, de Mesina.

En cuanto el señor rey estuvo en tierra, las galeras empezaron a batir remos, y en el momento en que empezaron a batir los remos la armada del rey Carlos no había rebasado la Coa de la Volp. Y las veintidós galeras decidieron hacerse a la vela con viento a la cuadra; y a remos y a vela pensaron ir hacia la armada del rey Carlos. La armada del rey Carlos les vio venir y pusieron rumbo a Nicótera, y cuando estuvieron en el golfo de Nicótera, se reunieron y dijeron:

—He aquí las veintidós galeras del rey de Aragón que estaban en Mesina. ¿Qué haremos?

Respondieron los napolitanos que tenían mucho miedo de que los provenzales les abandonaran, y los genoveses y los paisanos que se preparasen para la batalla. Y si me preguntáis cuántas galeras había de cada lugar, os lo diré: primeramente había veinte galeras de provenzales, bien armadas, y quince galeras de genoveses y diez de písanos y cuarenta y cinco de Nápoles, y los leños y las barcas de ribera del Principado y de Calabria.

¿Qué os diré? Que en cuanto la armada del rey Carlos estuvo ante Nicótera, pensaron todos en desaborlar y se pusieron en orden de batalla. Y las veintidós galeras se encontraron a dos tiros de ballesta cerca de ellos e igualmente desarbolaron y dispusieron la cubierta en zafarrancho de combate y enarbolaron el estandarte en la galera del almirante. Y armáronse todos, abarloando unas galeras con otras, y en cuanto las veintidós galeras estuvieron abarloadas entre sí, bogaron dispuestos a la batalla contra la armada del rey Carlos. Y las de la armada del rey Carlos nunca podían imaginar que tuviesen ánimo para combatirles, de modo que creyeron que solamente lo simulaban. Pero cuando vieron que iba de veras, las diez galeras de los písanos salieron por la izquierda y arbolaron y, en redondo, con viento fresco se hicieron a la mar y decidieron huir.

Cuando los písanos hubieron hecho esto, igualmente obraron los genoveses, y asimismo los provenzales, pues todos ellos llevaban galeras ligeras y bien armadas.

Cuando las cuarenta y cinco galeras, y los leños armados y las barcas del Principado vieron esto, diéronse por muertos y se arrimaron a la playa de Nicótera, y las veintidós galeras arremetieron contra ellas. ¿Qué os diré? Que mataron tanta gente que no pudo contarse y cogieron más de seis mil personas vivas, y apresaron todas las cuarenta y cinco galeras, leños armados y barcas. Y no bastó con esto, pues fueron a atacar Nicótera y la tomaron, y allí mataron a más de doscientos hombres de a caballo, que eran franceses que habían venido de la hueste del rey Carlos, ya que de Mesina a Nicótera no había más de treinta millas.

Y, cuando esto hubo terminado, anocheció, y decidieron descansar durante la noche.

68. Regreso victorioso

Pasada media noche, con el orear del golfo, alzaron velas, y eran tantas que no dejaban ver el mar. Pues no creáis que tenían sólo las cuarenta y cinco galeras, y los leños y las barcas que estaban con ellos, sino que en Nicótera encontraron leños y taridas de banda y barcas que estaban cargadas de víveres que llevaban a las huestes de Carlos, más de ciento treinta en total. Y todas las llevaron a Mesina y metieron en ellas todo el botín y los pertrechos de guerra de Nicótera.

¿Qué os diré? Que, con la brisa, avanzaron tanto por la noche que al alba estaban en Boca de Far, delante de la torrecilla del faro de Mesina, y cuando se hizo de día habían pasado ya la torrecilla. La gente de Mesina estaba esperando, y al ver tantas velas gritaron todos:

—¡Ay, Dios Padre y Señor! ¿Qué es esto? ¡He aquí la armada del rey Carlos que vuelve sobre nosotros después de haber apresado las galeras del señor rey!

Tanto gritaron que el señor rey, que ya se había levantado (que siempre se levantaba con el alba, en verano e invierno), oyó los chillidos, y dijo:

—¿Qué es esto? ¿Qué griterío hay en la ciudad?

—Señor, dicen que la escuadra del rey Carlos vuelve con mucho más poder que cuando se marchó y que vuestras galeras han sido apresadas.

El señor rey pidió un caballo y cabalgó tan presto que no creo que diez hubiesen tenido tiempo de montar a caballo. En cuanto salió del palacio se fue hacia la costa, donde encontró gran luto de hombres, mujeres y niños. Y él, para consolarles, les decía:

—No tengáis miedo, buena gente, que se trata de nuestras galeras, que traen toda la armada.

Y así, mientras cabalgaba por la costa, se lo iba diciendo, y ellos contestaban:

Santo señor, quiera Dios que así sea.

¿Qué os diré? Que toda la gente andaba tras él, tanto los hombres y las mujeres y los niños que había en Mesina, donde se hallaban todas las huestes de Sicilia. Y cuando el señor rey llegó a la Fuente del Oro y vio la maravilla de tantas velas como venían con el viento y la niebla, reflexionó y se dijo para sí mismo:

—Que aquel Señor que aquí me trajo, me haga la gracia de no desampararme ni a mí ni a ese desgraciado pueblo.

Y mientras estaba así reflexionando, un leño armado, empavesado con las armas del señor rey, que traía a Cortada, se acercó donde vio que el rey estaba, o sea a la Fuente del Oro, con el estandarte al viento y con toda la caballería que estaba con él montada a la jineta, y de inmediato tomó tierra. Y el señor rey, que vio venir ese leño con sus banderas, tuvo una satisfacción que no se puede decir, y se acercó al mar, y Cortada, ya en tierra, le dijo:

—Señor, he aquí vuestras galeras, que os traen presas a todas estas otras y que han tomado Nicótera y la han incendiado y destruido y matado a más de doscientos caballeros franceses.

Cuando el señor rey oyó eso, bajó del caballo e hincó las rodillas en el suelo, y lo mismo hicieron cuantos allí estaban, y empezaron a cantar la «Salve Regina» y agradecieron y loaron a Dios por esta victoria y no se la atribuyeron a sí mismos, sino únicamente a Dios. ¿Qué os diré? El señor rey contestó a Cortada que fuesen bienvenidos, pero que se volviese al punto y mandase a todos que viniesen ante la Aduana y alabasen a Dios y le saludasen. Y así se hizo, como él lo mandaba.

Y las veintidós galeras entraron primero, y cada una arrastraba tras de sí, entre galeras, leños y barcas, más de quince. Y así, todas empavesadas y con el estandarte en lo alto, y las banderas de los enemigos arrastrando, entraron en Mesina. Y de si fue de ver gozo y alegría, por mar y por tierra, ya lo oirán contar. ¿Qué os diré? Que parecía que mar y tierra se disputaran y los gritos eran sólo de alabanza y gloria a Dios y a Nuestra Señora Santa María, y a toda la corte celestial. Y cuando estuvieron en la Aduana, que es el palacio del señor rey, los loores gritados por todas las gentes de mar y tierra atronaban tanto que a fe mía que las voces se podrían oír en Calabria. ¿Qué os diré?

Con aquella fiesta y aquella alegría tomaron tierra, y todos los sicilianos gritaban:

—¡Padre y Señor, verdadero Dios, bendito seáis, puesto que tales gentes nos habéis mandado para librarnos de la muerte! Y bien parece, Señor, que esta gente es verdaderamente vuestra; que esto no son hombres, sino leones, que cada uno es tal entre los otros hombres del mundo como son los leones entre las otras bestias. Por lo que, Señor, bendito y alabado seáis, ya que tal señor nos habéis dado con tan buena gente.

¿Qué os diré? Que la fiesta fue tan grande que jamás ningún hombre la vio mayor ni con mayor alegría.

Ahora dejaré estar a éstos y hablaré del rey Carlos y del conde de Alenço y de sus gentes.

69. Burla y llanto del rey Carlos

Cuando el rey Carlos supo que veintidós galeras del rey de Aragón iban persiguiendo a su armada, se maravilló mucho, y, santiguándose, dijo:

—¡Ay, Dios! Cuán alocada es esta gente que así va a morir a sabiendas. Cierta es la frase que dijo el sabio: que todo el conocimiento de España está en la cerviz de los caballos; que las gentes no tienen ninguno y los caballos de España son más sesudos y mejores que cualquier otro caballo que en el mundo haya.

Y al día siguiente, cuando él vio entrar tantas velas por la Boca de Far, él y el conde de Alençon (que estaba en la Gatuna y lo vio primero y lo mandó decir al rey Carlos en Reggio) creyeron que la armada volvía con las veintidós galeras que habían apresado y que iban a presentarlas al rey Carlos.

Esto fue lo que creyeron el rey Carlos y el conde de Alençon, y toda su hueste; pero cuando vieron que entraban en Mesina, y por la noche vieron las luminarias que allí se hicieron, quedaron maravillados, y al saber la verdad de los hechos, dijeron:

—¡Ay, Dios! ¿Qué es esto? ¿Esta es la gente que nos cayó encima? ¡Esto no son hombres, que mejor son diablos infernales! ¡Dios, con su gracia, nos permita escapar de sus manos!

Y dejémoslos estar, con su gran dolor y temor, y volvamos a las fiestas de Mesina.

70. Los almogávares en la Gatuna y muerte del conde de Alençon

¿Qué os diré? Que los hombres de mar que habían estado en las galeras ganaron tanto que para siempre podrían tenerse por ricos ellos y sus descendientes, si lo hubiesen sabido guardar.

Cuando los almogávares y sirvientes de mesnada vieron la gran ganancia que los hombres de mar habían logrado, tuvieron mucha envidia. Y los almogávares y jefes de los servidores de mesnada comparecieron delante del rey, y le dijeron:

—Señor, vos estáis viendo que los hombres de mar mucho han ganado en nombre, prez y dinero, mientras la gente piensa que nosotros, como vamos mal trajeados, no servimos para nada De modo que es menester nos deis ocasión para que podamos ganar.

Y el señor rey les dijo:

—Toda ocasión que podamos daros para ganar lo haremos con gusto.

—Entonces, señor —dijeron ellos—, ahora es el momento en que podéis hacernos a todos ricoshombres y os daremos la mayor honra y el mejor provecho que nunca vasallo hiciera a su señor.

Y el señor rey les dijo:

—Veamos de qué se trata.

—Señor —dijeron ellos—, es cierto que el conde de Alençon, hermano del rey de Francia y sobrino del rey Carlos, se halla en la Gatuna con grandes fuerzas de caballería: y, si os place, mandad de inmediato tocar la trompeta y que las galeras se preparen, y enseguida, señor, habrán de estar dispuestas, con gran alegría de los hombres de mar que están vacantes. Y, enseguida, en cuanto estén embarcados, nosotros subiremos a las galeras y cuando habremos descansado, al llegar la media noche, las galeras nos dejarán en la playa de la Gatuna, a poniente, de tal manera que las galeras puedan hacer dos viajes antes del alba. Y cuando nosotros estemos allí, por la mañana al amanecer, si Dios lo quiere, atacaremos la hueste y haremos tales cosas que Dios y vos, señor, y todos aquellos que bien os quieren, sentirán gran satisfacción y alegría, y nosotros seremos para siempre ricoshombres y bien acomodados. Pero, señor, os pedimos, por favor, que la cabalgada sea real, que quinta ni nada debamos dar; cosa, señor, que bien ha de pareceros, pues tenemos fe en Dios que mañana ha de ser el día en que ejecutemos la venganza del rey Manfredo y de sus hermanos, que, para siempre, habréis de sentiros vos y los vuestros complacidos. Que bien veis, señor, que si nosotros matamos al conde de Alençon y tantos hombres buenos de Francia y de otros países que con él se encuentran, buena parte de la venganza quedará cumplida.

El señor rey contestóles alegremente, y les dijo:

—Satisfecho estoy de todo cuanto habéis pensado, y deseo que se haga. Sed buenos y valientes y portaos de tal manera que nos os lo hayamos de agradecer siempre. Seguro que si sois precavidos cuando las galeras os hayan dejado en tierra hasta que el otro embarque sea hecho, y luego, al amanecer atacáis contra ellos, cuanto habéis pensado se podrá hacer.

—Señor —dijeron ellos—, santiguadnos y bendecidnos y dejadnos partir; y haced tocar la trompeta, y decid al almirante todo lo que hay que hacer y que ponga dos leños armados de vigilancia para que ellos no puedan tener noticia de lo que va a ocurrir.

Y el rey les dijo:

—Sed ahora santiguados y bendecidos por la mano de Dios y la nuestra. Y marchad a la buena ventura, con la guardia de Dios y de su bendita Madre que os defienda de todo mal y os dé la victoria.

Y con esto le besaron los pies y se marcharon.

El señor rey mandó venir al almirante y ordenóle que reuniera las galeras y contóle todo lo acaecido, y el almirante, de inmediato, cumplió lo que el rey le había mandado. ¿Cómo lo haría para contároslo? Todo cuanto estaba ordenado ante el señor rey se cumplió: las galeras hicieron dos viajes cargadas de almogávares y sirvientes de mesnada a hora de maitines y todavía volvieron para un tercer viaje: que había tanta gente en San Reiner de Mesina para trasladarse a la Gatuna que subían como si fueran a tomar parte en un baile en el que tendrían que bailar, pero en el que poco tendrían para alegrarse. Y cuando no podían entrar en las galeras se metían tantos en las barcas que por poco se ahogan, pues más de tres barcazas se perdieron, que subían tantos que las hacían zozobrar.

Y cuando hubieron hecho dos viajes, las galeras y muchas barcas, y empezó a amanecer, ellos, con mucho tiento, se acercaron a la villa de la Gatuna y ordenaron jefes de compañía previamente determinados, que, con sus compañías, no tenían otra misión que ir al albergue mayor de la Gatuna, donde se aposentaba el conde de Alençon, y los otros que atacasen la villa y los otros que fueran hacia las tiendas y barracas que había alrededor, pues todos no podían albergarse en la villa. Y así cual fue ordenado, así se hizo.

¿Qué os diré? Que en cuanto fue de día cada uno fue directamente a su objetivo; y sonaron las trompas de los almogávares y de los jefes de los sirvientes de mesnada, y todos atacaron a la vez. Y no me preguntéis cómo y de qué manera, que jamás hubo gente que atacara más vigorosamente que ellos. Y los de la hueste del conde Alençon levantáronse sin saber lo que había ocurrido; y los almogávares y sirvientes cayeron sobre ellos que no hubo ni no que pudiera escapar.

Aquellos a quienes se había ordenado que fueran a la posada del conde de Alençon, fueron y atacaron fuertemente. Cierto que tuvieron que atacar con gran esfuerzo, pues encontraron trescientos caballeros de a pie, completamente armados, que daban guardia al conde. Pero ¿de qué les valió? En cuanto fueron destrozados encontraron al conde que se armaba; y hasta diez caballeros había a la puerta de la cámara, que a nadie permitían entrar. ¿Qué he de deciros? Los almogávares subieron encima de la cámara y empezaron a destecharla; y los caballeros gritaron:

—¡No hagáis tal cosa! ¡No la hagáis! ¡Que aquí está el conde de Alençon! Cogedlo con vida, que él os dará más de quince mil marcos de plata. Y aquéllos gritaron:

—¡Jamás pesarían lo bastante! Que es necesario que muera, en venganza de las muertes que por el rey Carlos han sido cometidas.

¿Qué os diré? Los diez caballeros murieron en la puerta de la cámara, como buenos y valientes, y el conde de Alençon fue despedazado.

Cuando era más fuerte la brega, llegaron las galeras con otro viaje y muchas barcas. Y vierais a la gente descender a tierra y hacer gran mortandad de franceses, pues aquella hueste era, en su mayor parte, de franceses, puesto que estaban con el hermano del rey de Francia. ¿Qué os diré?

Que antes de la hora tercia todos estaban muertos o hechos prisioneros.

El grito de alarma llegó hasta Reggio, y el rey Carlos al saberlo, pensó que el rey de Aragón debía haber cruzado también e hizo armar a toda su gente, y se mantuvo en la ciudad de Reggio, preparado para defenderse él y la ciudad, pues no sabía la verdad cuál era, y estaban que ninguno se atrevía a salir de la ciudad; y entretanto, los almogávares y los sirvientes de mesnada embarcaron en las galeras y en las barcas, que vinieron tantas de Mesina que en un solo viaje les llevaron a todos, con tanto tesoro de oro y plata como en bajeles, y cintas y espadas y florines y moneda de oro y de plata, y trajes y caballos y mulos y palafrenes y arneses de caballero, y tiendas y telas de vestir, y lechos, que sería cosa infinita de contar. ¿Qué os diré? Que nunca hubo cabalgada alguna en la que se llegase a ganar tanto objeto y tanta cosa. ¿Qué más os diré hablando de este hecho? Que el que menos de los que fueron ganó sin medida y sin fin. Y bien se veía en Mesina, donde se gastaban más florines ahora que antes en pitjols [16]; por lo que en aquella ocasión subió tanto la riqueza de Mesina que nunca jamás fueron pobres.

Ahora dejaré de hablar de este hecho, del que el señor rey tuvo gran alegría. Y debo hacerlo por muchas razones: que los sicilianos estimaban a cada hombre de aquellas gentes más que seis caballeros de otras gentes.

Ahora dejaré de hablar del señor rey de Aragón y de sus gentes y volveré a hablar del rey Carlos.

71. Carlos de Anjou desafía al rey Pedro

Cuando el rey Carlos supo que el conde de Alenço estaba muerto, junto con los caudillos que con él estaban y caballeros y demás gente, tuvo una pena muy grande, tan grande que ningún hombre podría describirla, y mayormente cuando supo que lo había hecho la gente de a pie. Y pensó en lo que él, por sí mismo, podría hacer. Y mandó a toda su gente que estuviese preparada, que, por cierto, si el rey de Aragón cruzaba allí donde él estaba, él vengaría aquella muerte. Y así mostrábase muy esforzado ante sus gentes; pero sus ánimos eran muy distintos. De él podía decirse que era el príncipe más conocedor en armas que en el mundo exista, y tenía que serlo por muchas razones: la primera, porque era de la más alta sangre del mundo; por otra parte, porque había vivido siempre entre hechos de armas, puesto que él había estado con su hermano el rey Luis de Francia en el pasaje de Damieta y en el de Túnez y después en las batallas en que él había vencido y en muchas guerras en Toscana y en Lombardía y en otras partes. Y nadie que esto oiga se figure que el señor sólo haya de menester ser bueno en armas, sino que también ha menester que sea hombre de juicio, bondad y sabiduría, y sacar de las guerras su ventaja; que ya sabéis que el Evangelio dice que el hombre no vive de pan solamente. Por lo que ningún señor puede considerarse completo sólo porque se diga que es bueno en armas, sino que muchas otras cosas tiene que tener.

Pero del rey Carlos se podía decir que era bueno en armas, y no solamente en armas, sino que lo era por completo. Y lo dará a conocer a todo el mundo la decisión que tomó en este paso tan estrecho en que se vio; que cosa hará o tratará que le dé mayor valor y bondad y ser reputado como si él hubiese vencido otra batalla igual a aquella del rey Manfredo y del rey Conradino. Y si me preguntáis por qué, fácil me será responderos. Que cuando él dio aquellas batallas estaba en época de gran prosperidad, y ahora estaba en un gran aprieto por muchas razones: la primera, que había perdido el mar, y la otra, que había perdido al conde de Alençó, con la mayor parte de los barones y caballeros en los que él pudiese confiar; por otra parte, desconfiaba de todo el Principado y temía que Calabria, Pulla y los Abruzos se rebelasen por lo mal que ejercían su señorío los oficiales que él había puesto. Por esto, si se piensa bien en todo esto y en muchos otros peligros que le acechaban y que tenía en su contra al príncipe más valiente del mundo y señor de las mejores gentes y más mortíferas que pueda haber y las más leales a su señor (que antes se dejarían descuartizar que permitir que su señor sufriera el menor desacato), resulta evidente que en aquel momento era necesario que usara de todo su buen juicio, ánimo y bondad.

¿Qué os diré? Que aquella noche, mientras los otros dormían, él estaba en vela pensando; y pensó el más sabio pensamiento que nunca otro rey ni señor pensara para el restablecimiento propio y de su tierra.

72. Desafío del rey Carlos

Y discurrió lo siguiente:

—El rey de Aragón es el hombre de más esforzado ánimo que haya nacido desde los tiempos de Alejandro, y si le acusas por haber invadido tus tierras, se justificará. Finalmente, si sigues mandándole mensajeros que lo desafíen, habrá de defenderse dando la batalla, ya sea personalmente, o diez contra diez, o cien contra cien. Entonces lo pondrás en manos del rey de Inglaterra[17] y convendremos en que cada uno debe estar presente en fecha fija y próxima. Y cuando el combate esté acordado y la gente lo sepa, así como ahora están a punto de rebelarse, dejarán de hacerlo y dirán: «¿Por qué rebelarnos? El rey de Aragón tiene que aceptar la batalla, y si es vencido, nosotros seremos todos destrozados con el poder que tiene el rey Carlos». De este modo cada uno estará a la expectativa y nadie dará un paso mientras la batalla no se haya realizado. Y aunque no se realice, habremos superado este momento, puesto que, ahora, no se moverá ninguno.

Y así, tomada esta resolución (que fue la más sabia que nunca señor tomara en tan grave y difícil caso), escogió sus mensajeros más honorables y los mandó al señor rey de Aragón, que estaba en Mesina. Y mandóles que ante toda la corte, reunida en pleno, tanto de sus gentes como de sicilianos y demás, que le hablasen y le dijeran que no le querían hablar como no fuere en presencia de todos, y que, cuando estuviese la corte reunida, le desafiaran. De esta forma, dichos mensajeros vinieron a Mesina y cumplieron lo que su señor les había mandado, y cuando que la corte estaba en su pleno, dijeron:

—Rey de Aragón, el rey Carlos nos manda a vos y os manda decir, por nosotros, que habéis faltado a la fe, puesto que habéis entrado en su tierra sin desafiarle.

Y el señor rey de Aragón, impulsado por la ira, respondió y dijo:

—Decid a vuestro señor que hoy mismo mandaremos mensajeros que estarán con él que por nos le responderán y habrán seguro que de él proceden las palabras que nos habéis dicho. Y si así es, ellos le contestarán cara a cara, personalmente, tal como habéis hecho vosotros en nuestra presencia este reto. De modo que ya podéis marcharos.

Y los mensajeros, sin ni siquiera despedirse del señor rey, volvieron al rey Carlos y le comunicaron la respuesta que el rey de Aragón les había dado.

No pasaron seis horas del día sin que el señor, eso es, el rey de Aragón, mandara dos mensajeros en un leño armado, que fueron a presencia del rey Carlos. Y de este modo, sin saludarle, le dijeron:

—Rey Carlos, nuestro señor el rey de Aragón os manda decir si es verdad que vos mandasteis hoy dos mensajeros para que le dijeran las palabras que le han dicho.

Y contestó el rey Carlos:

—Quiero que estéis seguros, el rey de Aragón y vosotros y todo el mundo, que nos les mandamos que las dijeran de manera que volvemos a repetirlas ante vosotros y por nuestra propia boca.

Entonces se levantaron los caballeros y habló uno de ellos y dijo:

—Rey, nos os respondemos de parte de nuestro señor rey de Aragón que vos mentís por la gola, y que nada que él haya hecho puede empañar su fe. Dice además que vuestra fe está en entredicho desde que vinisteis contra el rey Manfredo y además matasteis al rey Conradino. Y si queréis negarlo, él os lo hará confesar cuerpo a cuerpo, ya que él nada dice contra vuestra caballería, y sabe muy bien que sois buen caballero y que os dará ventaja en las armas por los años que tenéis más que él. Y que si esto no queréis aceptar, combatirá con vos diez por diez, o cincuenta por cincuenta, o cien por cien. Y esto estamos nosotros dispuestos y preparados para firmarlo.

Oído esto, el rey Carlos estuvo muy satisfecho en su ánimo y comprendió que había conseguido su propósito.

Y dijo:

—Barones, estos dos mensajeros que ya estuvieron hoy irán con vosotros y verán si el rey mantiene lo que vosotros habéis dicho. Y si lo hace, que piense en soltar prenda ante todos a nuestros mensajeros, y que jure sobre los santos Evangelios, como rey, que él no ha de volverse atrás de lo que ha dicho. Y si esto hace, vosotros, con nuestros mensajeros, volved a nos e igualmente os daremos nuestra prenda y haremos el mismo juramento.

Y luego tomaré mi decisión en un día y decidiré tomar una de las decisiones que él me propone; y fuere cual fuere la que tome, estaré preparado para mantenerla en pie. Después acordaremos él y yo en poder de quién haremos la batalla, y al día siguiente, cuando lo hayamos acordado y en poder de quién la haremos, tomaremos el más breve tiempo que podamos para estar dispuestos para la batalla.

—Todo esto nos place —dijeron los mensajeros.

En seguida pasaron a Mesina y comparecieron ante el señor rey. Y los mensajeros del rey Carlos dijeron lo que su señor les había mandado, y cuando hubieron terminado sus razones, el señor rey contestó y dijo:

—Decid al rey Carlos que todo cuanto han dicho nuestros mensajeros lo decimos nosotros, y para que mejor lo crea él y vosotros, yo lo repetiré.

Y así lo hizo, sin más ni menos, tal como sus mensajeros lo habían dicho. Y entonces respondieron los mensajeros del rey Carlos:

—Entonces, rey, puesto que así lo decís, dadnos vuestra prenda en presencia de todos.

Entonces el rey tomó un par de guantes que tenía un caballero y los arrojó en presencia de todos.

Los mensajeros del rey Carlos recogieron la prenda y acto seguido dijeron:

—Ahora jurad sobre los santos Evangelios de Dios, como rey, que de todo esto no os volveréis atrás, y si lo hiciereis, que seáis tenido por falso, como vencido y perjuro.

El señor rey hizo traer los Evangelios y lo juró tal y como era requerido, y todavía dijo el señor rey:

—Si algo más entendéis que se pueda hacer para mayor firmeza, estoy dispuesto a hacerlo.

Dijeron los mensajeros:

—Bien nos parece, y esperemos que se cumpla.

Seguidamente, con los mensajeros del señor rey, se volvieron a Reggio con el rey Carlos y contáronle todo lo que se había hecho y todo lo que el rey de Aragón había dicho.

El rey Carlos hizo todo cuanto el rey de Aragón había dicho y hecho, tanto en lo que respecta a la prenda como al juramento, y los mensajeros del rey de Aragón lleváronse la prenda. Y cuando esto quedó acordado en forma que no se podía volver atrás, el rey Carlos se dio por satisfecho; y tenía razón de estarlo, pues de inmediato cambió el ánimo de aquellos que se querían rebelar, de modo que vio logrado su propósito. Por esto se dice, y así es la verdad, que no se había dado el caso de que el señor rey de Aragón fuese de hecho engañado en ninguna guerra, fuera de ésta. Y esto le ocurrió por dos razones: la primera, porque tenía que habérselas con un rey de mucha edad y muy sabedor de todas las cosas, por lo que quiero que estéis convencidos que la larga práctica sirve mucho en todos los asuntos de este mundo, y el rey Carlos había largamente practicado en guerras y era viejo y maduro en todos sus actos. Y el rey de Aragón también era muy apto y capaz en toda ocasión y muy sabio; pero también es verdad que era joven y le hervía la sangre, que no la tenía tan acerada como el rey Carlos y no pensó en la presente ocasión. Creed, pues, que todo príncipe sensato o toda persona de cualquier condición que sea, debe asentar sus acuerdos en el tiempo pasado, en el presente y en el porvenir, y si lo hace, siempre que Dios lo quiera y esté de su parte, no tendrá que arrepentirse de su decisión. Y el señor rey de Aragón, en esta ocasión, no atendió más que a dos tiempos: el pasado y el porvenir, y no tomó en cuenta el presente, que si lo hubiese tenido en su ánimo, bien se guardara de aceptar y dar esta batalla. Que bien podía ver que el tiempo presente era tal que el rey Carlos iba a perder todas sus tierras, pues se había llegado a un punto en que esto seguramente iba a ocurrir; que el rey de Aragón se hubiera hecho con el poder sin esfuerzo y sin que nada le costara, pues todo el país estaba a punto de rebelarse.

Por lo que, señores que leeréis este libro, meteos en la cabeza que en vuestros consejos siempre debe haber ricoshombres, caballeros y ciudadanos y toda clase de gentes, entre otros a los viejos, que hayan visto y oído y largamente practicado en lo que tengan por costumbre, y así, seguramente, sabrán escoger de dos bienes el mejor, y de dos males el menor. Y no diré más sobre este asunto, que todos los señores de este mundo son de tan alto linaje que, si no fuera por los malos consejos, jamás harían nada que desagradara a Dios, y aun si consienten que se hagan, no es creyendo que está mal, sino porque se les dice y se les da a entender sobre algunas cosas que son buenas y son todo lo contrario. Por lo que ellos, en cuanto a Dios, quedan excusados; pero los miserables que así les engañan y les hacen creer una cosa por otra, son los verdaderos culpables y recibirán su castigo en el otro mundo.

73. Cómo se decidió la batalla y de la tregua que pidió el rey Carlos

Cuando todo esto estuvo convenido en forma que ninguno de los reyes se podía desdecir de la batalla, el rey Carlos mandó decir al rey Aragón que había pensado que, teniendo en cuenta que cada uno de ellos era del más alto linaje, no era adecuado que se combatieran solos, ni diez por diez, ni cincuenta por cincuenta, sino que se combatieran en mayor número, eso es, que fuesen cien por cien, y así podría decirse, cuando ambos hubiesen entrado con cien compañeros cada uno, que en aquel campo estaban los doscientos mejores caballeros del mundo. Y así quedó firmado por cada parte.

Luego el rey Carlos mandóle decir que había pensado que el rey Eduardo de Inglaterra era para cada uno ellos el rey más neutral que en el mundo hubiere, así como el más recto y buen cristiano; que la ciudad de Burdeos estaba cercana a las tierras de cada uno de ellos y que estaba en su poder, de modo que podrían combatirse en la ciudad de Burdeos a un día fijo, y que bajo pena de traición, cada uno fuera a la ciudad de Burdeos, y que aquel día exactamente, entrasen en el campo. Esto a él le parecía más conveniente que ningún otro príncipe ni lugar en que se pudiese pensar; pero que si el rey de Aragón veía algo mejor y más seguro para las dos partes y que en más breve tiempo se pudiera hacer, que lo dijera; y que si esto le parecía bien, que se dispusiera a firmarlo en virtud del juramento que había hecho en poder de sus mensajeros; y que si le agradaba, él haría otro tanto en poder de los suyos.

Con esto, los mensajeros llegaron hasta el señor rey de Aragón y dijéronle todo lo que el rey Carlos les había mandado que dijesen; y cuando el señor rey de Aragón hubo oído todo lo que antes habéis entendido, túvolo por bueno, y le pareció que el rey Carlos había elegido bien tanto en cuanto al número de combatientes como a la ciudad de Burdeos. Y no quiso modificar nada, sino que confirmó todo esto, como antes se ha dicho, salvo, no obstante, una reserva que añadió al juramento (y exigió que el rey Carlos lo hiciera igualmente), bajo la pena entre ellos convenida, de que ninguno llevase consigo más caballeros ni más fuerzas que los cien que en el campo debían entrar.

Al rey Carlos le pareció bien, y así lo juró y lo firmó cada uno de ellos. De este modo quedaron estipuladas las batallas de ambos reyes, con la cantidad, el número y en poder de quién, y el lugar donde debían hacerse, y el tiempo en que hacerse debían.

Ahora dejaré estar esto y hablaré de la fama que en todo el país adquirieron estas batallas, y luego por todo el mundo. Todo el mundo esperaba el fin que tendría la justa, y todo el mundo lo pensaba por sí, y nadie quería significarse contra ninguno de los dos reyes. De modo que cuando el rey Carlos mandó decir al rey de Aragón que si él lo aceptaba a él le gustaría que hubiese treguas entre ellos hasta que las batallas se hicieran, el señor rey de Aragón le mandó decir que, mientras viviera, no quería estar en paz ni tregua con él, sino que le hacía saber que le haría y le procuraría todo el daño que pudiese, y que estaba seguro que lo mismo le haría él a él. Le hacía saber que pronto pensaba verle en Calabria, de manera que, si quería, no le haría falta ir a Burdeos para combatirle.

Cuando el rey Carlos tuvo noticia de esta respuesta, pensó que no le convenía detenerse en Reggio, por tres razones: la primera, porque, puesto que había perdido el mar, no tendría víveres; la otra, porque sabía que el rey de Aragón, según había oído, quería pasar a Reggio; la otra, porque convenía a sus negocios que se preparara para estar el día convenido en Burdeos. Por eso salió de Reggio y, por tierra, se fue a Nápoles, y dejó a su hijo el príncipe en su lugar. Y de Nápoles se fue a Roma, a ver al papa.

Y ahora le dejaré a él, que está con el papa, y volveré a hablar del señor rey de Aragón.

74. Liberación de los prisioneros italianos

Cuando el señor rey de Aragón hubo confirmado las batallas, hizo venir al almirante, y le mandó que a todos cuantos prisioneros cristianos había les diese, entre cincuenta, una barca de aquellas grandes de cruz que las galeras habían traído de Nicótera. Igualmente mandó al mayordomo que a cada preso le hiciera dar una gonela, y camisa, y bragas, y un gorro catalán, y cinturón y cuchillo catalán, y un florín de oro para sus gastos, y que cuando estuviesen fuera de la cárcel se volviera cada uno a su tierra.

Inmediatamente que esto fue mandado, el almirante en persona cabalgó y escogió las mejores barcas y, a mayor gloria de Dios, metió en cada una pan, agua y queso, y cebollas, y ajos para quince días y cincuenta personas. Cuando todo esto quedó ordenado, la gente salió fuera del puerto por la Puerta de San Juan, y seguramente alcanzaban a ser unas doce mil personas. Y el señor rey montó a caballo y se dirigió hacia ellos e hízoles vestir a todos como antes se ha dicho, y les dijo:

—Barones, la verdad es que vosotros no tenéis ninguna culpa en el daño que el rey Carlos ha causado, ni sois culpables de haber venido con él, de modo que, en nombre de Dios, os absolvemos, y pensad, cada uno, en volver a vuestras casas. Sólo os ruego y os aconsejo que, si no os vieseis forzados, otra vez no volváis contra nos.

Y todos empezaron a gritar:

¡Santo señor! ¡Dios os dé vida y a nosotros la gracia de que os veamos emperador!

Y se pusieron todos rodilla en tierra y cantaron la «Salve Regina». Cuando lo hubieron hecho, el almirante les hizo embarcar a todos, tal como el señor rey había ordenado; y de este modo se fueron cada cual a su lugar.

Y Dios les facilitó gran alegría cuando llegaron, igual que a los amigos cuando les vieron. La fama de este suceso recorrió todo el mundo, de modo que, en todas partes, amigos y enemigos, rogaron a Dios por el señor rey de Aragón.

75. Conquistas en Calabria

Mandó hacer un pregón ordenando que todo el mundo se preparase para embarcar con pan para un mes; que se dijera a todos que el próximo lunes quería pasar a Calabria para combatir con el rey Carlos (y el pregón se hizo el jueves), y que si Dios hacía que él saliese a la batalla, no haría falta que fuese a Burdeos, lo que mucho le agradaría. Cuando las gentes oyeron el pregón, todos, con gran alegría, se prepararon para pasar el estrecho.

Cuando el rey Carlos se enteró de la novedad, comprendió que no se trataba de una broma, y por esto (y porque había perdido el dominio del mar, como antes os he dicho, y por tanto no podía abastecerse suficientemente de víveres) decidió marcharse, como ya dije, y no quiso esperar al rey de Aragón, que de todas todas se había hecho a la idea de encontrarle. ¿Qué os diré? El lunes por la mañana el rey de Aragón pasó a Calabria y desembarcó en Gatuna, donde esperaba encontrar al rey Carlos, y cuando le dijeron que se había ido estuvo muy descontento y dijo:

—Puesto que ya estamos aquí, que no sea en vano.

No habían pasado dos días que ya les había combatido muy fuertemente, tanto que se rindieron a su merced y le entregaron todos los franceses que allí estaban. Y el señor rey los expidió como había hecho con los otros.

Cuando hubo tomado la ciudad de Reggio, tomó Alana y la Mota, y el castillo de Santo Noixent, y el castillo de Santa Ágata, y el castillo de Pie de Dátil, y el Amandolea y Giraix. ¿Qué os diré?

Que tanto como cabalgaban tanto rendían. Los hombres de a caballo alforrados y los almogávares hacían correrías que penetraban tres y cuatro jornadas y tenían encuentros con la caballería que el rey Carlos había dejado por aquellas villas. Pero ¿qué voy a contaros? Que si los del señor rey de Aragón eran cien hombres a caballo y quinientos de a pie y se encontraban con quinientos hombres a caballo y tres o cuatro mil hombres de a pie, a todos les mataban o hacían prisioneros; que de tal modo les habían puesto en derrota, que en cuanto oían gritar «¡Aragón!» se daban por muertos y declaraban vencidos. Y si quisiera contar todos los hechos de armas que los hombres del rey de Aragón hacían todos los días en Calabria, no habría quien alcanzara a escribirlos, y si alguna vez habéis visto a un señor satisfecho, así estaba el rey de Aragón. Quince días estuvo en Calabria, y en aquellos quince días conquistó toda la costa de Túrpia hasta Giraix, y regocijábase tanto que cuando pensaba en entrar en batalla casi perdía el juicio.

Pasados los quince días que estuvo en Calabria, recorrió todo el país con el estandarte en alto, y dejó allí su vicario general, y estableció a sus gentes en los lugares y castillos que había tomado, y dejó, además, a todos los hombres de armas, tanto almogávares como sirvientes de mesnada, y además dejó quinientos hombres a caballo, y volvióse a Mesina con el resto de su caballería.

Cuando estuvo en Mesina, organizó toda Sicilia, poniendo un estratego[18] en Mesina y capitanes y justicieros y maestros justicieros en los otros lugares. Y fue capitán del valle de Matzara micer Aleneip. Y a cada uno de los latinos ricoshombres y caballeros de Sicilia les dio y repartió oficios junto con los catalanes y aragoneses, de modo que en cada oficio ponía un catalán y un aragonés y un latino, y lo hacía para que se acostumbraran los unos a los otros y para que creciera entre ellos el afecto y la amistad.

Cuando hubo ordenado de esta manera toda la isla y Calabria, decidió poner orden en las cosas marítimas. De modo que llamó a Don Jaime Pedro, su hijo, y le dijo:

—Don Jaime Pedro, como vos sabéis, nos, debemos combatir en día fijo con el rey Carlos y el tiempo de que disponemos es corto. Confiamos mucho en vos y en vuestra caballería, y queremos que vos vayáis con nos y que seáis de los que deben entrar en el campo con nos; por esto queremos que renunciéis al almirantazgo, pues no nos parece que ni a vos ni a nos honrara que siguieseis siendo almirante. Nuestro almirante tendrá aquí trabajo con diversas gentes, de modo que no ha lugar, por ser vos quien sois, hijo nuestro que mucho amamos, que debáis seguir aquí con ellos.

El noble Don Jaime Pedro respondió:

—Padre y señor, os doy gracias puesto que me hacéis tanto honor que queréis que yo sea uno de aquellos que con vos entrará en el campo, y os ruego además, señor, que si queréis darme un condado, sea mejor en vuestra tierra. Por lo que, señor, el almirantazgo, y mi persona, y cuanto tengo, tomadlo a vuestro gusto, que nunca jamás estuve tan satisfecho como de esta gracia que me acordáis.

Y entonces cogió la vara del almirantazgo y la puso en manos del señor rey.

76. Roger de Lauria, almirante

Entonces el señor rey llamó al noble Don Roger de Lauria, al que había educado, e hízole arrodillar ante sí y le dijo:

—Don Roger: Doña Bella, vuestra madre, ha servido bien a la reina nuestra esposa, y vos os habéis formado con nos, y también nos habéis bien servido, de modo que, con la gracia de Dios, os damos la vara del almirantazgo, de modo que, de ahora en adelante, seréis nuestro almirante y de Cataluña, del reino de Valencia y de Sicilia, y de todas las tierras que tenemos y que Dios nos dará a conquistar.

El noble Don Roger se echó al suelo y besó los pies del señor rey y luego las manos, y tomó la vara del almirantazgo con tal buena fortuna que Dios quiera que todos los oficiales a quienes el señor rey encomiende sus cargos los administren tan bien como dicho noble lo hizo, pues bien puede decirse que jamás vasallo alguno honró mejor su oficio de como él lo hizo, y esto empezó en el momento en que tomó la vara del almirantazgo.

Se dieron alegres juegos y fiestas en Mesina, y fue una fiesta tan grande, que maravillaría si se contara. Cuando todo esto hubo pasado, el señor rey mandó reunir consejo general en la iglesia de Santa María la Nueva; y predicó con gran acierto y tan ordenadamente, y aconsejó y sermoneó a todas las gentes tanto catalanas como aragonesas y latinas, y les rogó que todos se amasen y honrasen unos a otros, y que ninguna disputa hubiese entre ellos, y que se quisieran como hermanos. Y cuando todo esto y muchas otras cosas les hubo dicho, añadió:

—Todos sabéis que nos tenemos poco tiempo para ir a la batalla que hemos emprendido, a la batalla del rey Carlos, a la cual por ningún negocio del mundo dejaríamos, aquel día, de estar en el campo. Por lo que os decimos que tengáis buen ánimo y bien esforzado, pues os dejamos tan buena gente que ella sola basta para batirse con el rey Carlos, de modo que, con la ayuda de Dios, podéis estar seguros. Os prometemos que en cuanto lleguemos a Cataluña os mandaremos a la reina y a dos hijos nuestros, de modo que entended bien que tenemos este reino y a vosotros como tenemos Cataluña y Aragón. Tanto como el mundo dure podéis estar seguros que nos y los nuestros no os dejaremos, pues nos hacemos cargo de que sois como vasallos naturales. Os prometemos, además, que si salimos con vida de la batalla, volveremos de inmediato, siempre que no surjan otros negocios que no podemos prever, y aun cuando otros negocios nos llamaran, siempre tendríamos fijo el rostro hacia vosotros.

Con esto santiguó y bendijo a toda la gente y se despidió de todos.

Y hubieseis visto qué manera de llorar y dolerse. Gritaban:

¡Santo señor, Dios te dé vida y victoria y a nosotros Dios nos conceda la gracia de que siempre tengamos buenas noticias de vos.

Y así, cuando el señor rey bajó de la tribuna desde donde había perorado, hubieseis visto qué prisas para besarle los pies y las manos, pues fue forzoso que todos le besaran pies y manos. Y así, a pie, le acompañaron hasta el real, que ni cabalgar pudo ni quiso hacerlo, por que las mujeres y las doncellas salían por las calles a besar el suelo delante de él cuando no alcanzaban a besarle los pies y las manos. ¿Qué os diré? De mañana era cuando empezó su discurso y noche oscura fue antes de que llegase a palacio, que ni él ni ningún hombre que allí estuviera se le ocurrió comer ni beber, pues no podían saciarse de su vista.

Cuando estuvo en palacio, las trompas y las nácaras sonaron, y todo el mundo que quiso comer, comió, pues en todo el tiempo que el señor rey estuvo en Sicilia a ninguna persona se cerró la puerta ni la mesa, si es que quería comer. Y el señor rey y todos se sentaron a comer, y todos fueron ordenadamente servidos.

Al llegar el día siguiente, el señor rey llamó al almirante y le dijo:

—Almirante, armad en seguida veinticinco galeras y armadlas de este modo: que en cada una haya un cómitre catalán y otro latino, y tres pilotos catalanes y tres latinos, e igualmente se haga con los proeles; y que los remeros sean todos latinos, y los ballesteros todos catalanes. Y así, de ahora en adelante, todas cuantas armadas tendréis sean así ordenadas, y no lo cambiéis por ningún motivo.

Colocad, pues, el estandarte en la tabla y pensad en pagar estas veinticinco galeras y dos leños para cuatro meses, que nos queremos subir en dichas galeras y viajar a Cataluña.

Esto dijo delante de todos, y el almirante hizo lo que se le había mandado.

Por la noche hizo venir al almirante y le dijo:

—Almirante, mantened secreto lo que nos os diremos; tan encarecidamente os lo mandamos como caro os es nuestro afecto. Vos, entre estas galeras, armaréis cuatro totalmente de buena gente catalana, que no haya ningún latino ni ningún hombre de otra lengua. Y simularéis que las mandáis a Túnez, pero que vayan a Trápani, pues nos estaremos en Trápani dentro de veinticuatro días.

Y detallóle las jornadas que tenía que hacer.

—De este modo, allí las encontraremos, y en aquellas cuatro embarcaremos, y con la ayuda de Dios y de mi señora Santa María, nos iremos. Y que esto quede en secreto y que ningún hombre lo sepa. Y vos os quedaréis con las otras galeras para guardar la isla y a nuestra gente que está en Calabria.

Y dicho almirante dijo:

—¡Ay, señor! ¡Por la gracia de Dios! ¿Qué será lo que vos, con tan pocas galeras, pensáis hacer?

Dijo el rey:

—No hablemos más, que así se hará.

—Pero, señor, por el amor de Dios, que vaya yo con estas cuatro galeras.

Dijo el rey:

—No lo haréis. Y no repliquéis en lo que nos queremos.

—Señor —dijo el almirante—, que se haga como vos mandáis.

¿Qué he de deciros? Que así se hizo, como el señor lo había mandado.

Cuando todo esto estuvo ordenado, el señor rey se despidió de Mesina y fue visitando todas las tierras de Sicilia. Y llegó a Palermo, donde se celebró la mayor fiesta que nunca se diere a ningún señor, y tal como había hecho en Mesina, reunió el consejo general y les predicó con los mismos razonamientos e igualmente veríais los mismos llantos y lamentos, y le siguieron desde la iglesia mayor, donde se celebró el parlamento, hasta palacio, e igualmente las mujeres y doncellas salían por las plazas besando el suelo delante de él y gritando bendiciones y alabanzas.

Cuando todo esto hubo acabado, el señor rey salió de Palermo y se fue a Trápani. Y si me preguntáis qué gente le seguía, sería muy largo de contar, pues desde que salió de Mesina, de cada lugar iba tanta gente con él que eran una infinidad. Y en cada lugar le convidaban y les obsequiaban a él y a todos los que con él iban, fuere cual fuere su condición. ¿Qué os diré? Cuando estuvo en Trápani hizo igualmente otro parlamento y hubo más gente que en ningún otro parlamento, y les dijo lo mismo que había dicho a los otros en los otros lugares.

Este mismo día, mientras el señor rey estaba en la tribuna pronunciando su discurso, las cuatro galeras y un leño armado que el almirante había añadido, llegaron a Trápani, y de dichas galeras fueron capitanes Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol, en quienes el señor rey mucho confiaba. Y enseguida, en cuanto las galeras hubieron llegado, los prohombres de Trápani les dieron un gran refresco. Y aquel día, con grandes llantos que hubo en Trápani, el señor rey embarcó a la buena ventura, y mandó subir únicamente a aquellos que él había ordenado y nadie más. Y así el señor rey, con la gracia de Dios, embarcó y se hizo a la mar. Dios, por su bondad y gracia, le conduzca a buen puerto.

Ahora dejaré de hablar del señor rey, que bien sabré volver a ello: que él se va a la buena ventura y la isla de Sicilia queda bien ordenada, por mar y por tierra, y todo cuanto tenía en Calabria, bien ordenado y establecido. Y ahora hablaré del rey Carlos.

77. El rey Carlos pide ayuda al papa

Cuando el rey Carlos estuvo con el papa, rogóle que reuniera su consistorio, pues deseaba hablar con él y con todos los cardenales. Tal como lo requirió fue cumplido. Hacía esto el rey Carlos puesto que de él había recibido el encargo de la conquista de Sicilia, e igualmente en presencia de todos, y todos le prometieron asistencia y ayuda. Cuando el papa y su colegio estuvieron reunidos, el rey Carlos dijo así:

—Padre santo, vos y todo vuestro consistorio sabéis que yo emprendí la conquista de las tierras del rey Manfredo para honra de la santa Iglesia, tal y como entonces lo requerí; y vos, en aquella ocasión, y todo vuestro colegio, prometisteis ayudarme contra toda persona que quisiera impedirlo y que, además, me abasteceríais de moneda y de cuanto hubiese menester. Vos, padre santo, y todos estos señores que aquí están, sabéis que yo he cumplido cuanto os prometí, y no he evitado el peligro a mi persona ni a mis parientes y amigos ni a los vasallos que tengo. Es verdad que el rey de Aragón, y por gran culpa vuestra, ha venido contra nos en Sicilia y gran parte de Calabria, y todos los días nos irá quitando más si Dios y vuestro consejo no nos ayudan. Es indudable que vos y estos señores debéis prestarme ayuda por cuatro razones: la primera, porque así lo convinisteis conmigo; la segunda, porque el rey de Aragón ha hecho lo que ha hecho por gran culpa vuestra, pues por la cruel respuesta que disteis al noble Don Guillermo de Castellnou tuvo que actuar buscando medios para resolver sus negocios, ya que le faltó la ayuda que vos le negasteis, cosa que no hubiese hecho si vos le hubieseis ayudado en aquello que os pedía, como era de justa razón y tan buena que no sólo vos, sino todos los reyes de la cristiandad debieron de haberle ayudado, puesto que jamás hubo rey en el mundo que tal cosa intentara y lo mantuvo tanto como no lo hubieran podido mantener los cinco mejores reyes de la cristiandad. Y así, con gran culpa vuestra, se movió y vino a Sicilia, donde los sicilianos, con gran humildad, le requirieron por señor, y vos sabéis que él llevaba razón por la reina su esposa y sus hijos, a los que no podía defraudar. Pero si vos le hubieseis otorgado la ayuda que él solicitaba de vos, estamos seguros que él no hubiese abandonado lo que tan bien había comenzado. De manera, santo padre, que vos fuisteis la ocasión de nuestro mal, el cual es tan excesivo para nos que, aun cuando sólo hubiésemos perdido al conde de Alençon, nuestro sobrino, ya fuera pérdida tan grande que con nada se podría enmendar; pero además de su muerte hemos perdido muy buenos parientes y vasallos nuestros y de nuestro sobrino el rey de Francia, que nunca podrán ser vengados. Y la tercera razón es que podéis estar seguro que si de inmediato no pocedéis excomulgándole a él y a cuantos están en su ayuda, hará tanto que llegará hasta Roma, si al mismo tiempo no absolvéis de pena y de culpa a todos cuantos contra él estén y nos ayuden y condeneisle a él y a todos aquellos que estén bajo su valimiento haciéndoles perder cuanto tienen. Cuando esta sentencia hayáis dado, seguro que el rey de Castilla y el rey de Mallorca y el rey de Inglaterra y los otros señores del mundo que tienen el propósito de mantener al rey de Aragón se abstendrán de hacerlo y en nada se significarán, antes, al contrario, habrá algunos que querrán ganar las indulgencias; pero si no la quieren ganar ni quieren valernos, por lo menos no han de intentar nada.

La cuarta razón es que del tesoro de San Pedro ayudéis en esta guerra a nosotros, y aun que al rey de Francia, que es gonfalonero de la santa Iglesia, le obliguéis, con la cruzada que daréis contra el rey de Aragón, a marchar contra sus tierras. Y así, si estas cuatro cosas hacéis, nosotros abatiremos al rey de Aragón, le quitaremos todas sus tierras, de modo que no podrá prestar ayuda a Sicilia.

78. Contestación del papa

El papa contestó en seguida:

—Ahijado de la santa Iglesia: todo cuanto habéis dicho hemos bien comprendido, y contestamos a las cuatro cuestiones que nos habéis planteado, porque estamos obligados a ayudaros. A la primera os respondemos que es verdad que hicimos un convenio con vos, y, por tanto, debemos prestaros toda la ayuda que podamos contra toda persona que venga contra vos, y así lo haremos de muy buena gana. La otra que nos decís, que fue por culpa nuestra que el rey de Aragón fue contra Sicilia, os la concedemos, pues reconocemos que en aquella ocasión obramos más por impulso que por razón, por lo que reconocemos la culpa y nos sentimos obligados a ayudaros en todas las cosas. La tercera, sobre la cruzada y la excomunión, os prometemos que antes de que partáis de nuestro lado se hará y proveerá. A la cuarta, sobre el tesoro que nos pedís y que requiramos al rey de Francia, como gonfalonero de la Iglesia, lo haremos con gusto y estamos dispuestos a abasteceros a vos y al rey de Francia de moneda. De modo que cobrad buen ánimo y confortaos, que en todo cuanto pedís dará la santa Iglesia cumplimiento.

Después de esto hablaron los cardenales y se mostraron conformes en todo lo que había dicho el santo padre. De manera que el rey Carlos quedó muy pagado y satisfecho y les dio muchas gracias por la buena respuesta y rogóles que enseguida fuesen despachadas todas las cosas, pues tenía que ir a ver a su sobrino el rey de Francia para pedirle socorro y ayuda y para que fuese con él a Burdeos.

Y así el papa se apresuró de tal manera que dentro de pocos días dio la sentencia y la cruzada contra el rey de Aragón y su tierra y todos aquellos que le ayudasen y socorrieran, y absolvió de pena y culpa a todos aquellos que contra él vinieran.

Y esta sentencia la dio el papa Martín, que era francés[19].

Y dícese que nunca salió de la corte de Roma ninguna sentencia que no fuese justa; y así debemos creerlo todos, pues dicen los clérigos que son los administradores de la santa Iglesia, que «sententia pastoris, iusta vel iniusta tenenda est»; y así deben creerlo todos los fieles cristianos, y así lo creo yo. Por esto esta ayuda fue muy grande y la mayor que la santa Iglesia puede hacer a ningún señor y la que más temida debe ser por todo fiel cristiano.

79. Actitud del rey de Francia

El rey Carlos se despidió del padre santo y de los cardenales y vínose a Francia. Cuando el rey de Francia y él se vieron, fue grande el sentimiento que se manifestaron por la muerte del conde de Alençon. Este luto duró, para ellos y toda la gente, dos días, y al tercero el rey Carlos tuvo una conversación con el rey de Francia, su sobrino, y con todos los doce pares de Francia, y cuando estuvieron en consejo, el rey Carlos se levantó y se lamentó del gran deshonor y el gran daño que el rey de Aragón le había causado, y requirió al rey de Francia y a los doce pares para que le prestasen ayuda y socorro. La ayuda que les pedía era ésta: les rogó que no le desamparasen en tan gran necesidad como era aquélla, puesto que ellos sabían que era hijo del rey de Francia y que era una misma carne y sangre con ellos y que jamás la casa de Francia había desamparado a nadie que de ella procediera. De modo que el señor rey, su sobrino, y todos le estaban obligados para la ayuda que solicitaba, que era ésta: que en las necesidades tan grandes de la batalla que tenía comprometida, pues se acercaba el día en que tenía que estar en Burdeos, le apoyaran. Y así, por estas dos razones, les suplicaba que pudiese contar con ellos.

Dicho esto se calló y levantóse el rey de Francia, y dijo:

—Tío, hemos comprendido muy bien cuanto os ha ocurrido y hemos comprendido de qué nos requerís; os contestaremos que, por muchas razones, estamos obligados a ayudaros, pues en vuestro deshonor tenemos mayor parte que ninguna otra persona que exista en el mundo y asimismo en el daño que habéis sufrido, especialmente en nuestro hermano el conde de Alençon, que con muerte tan vil hemos perdido. Pero aun cuando tuviésemos diez veces más razones de las que tenemos, no sabemos qué hacer, puesto que estamos obligados, por juramento con el rey de Aragón, cuñado nuestro, de valerle y ayudarle contra todas las personas del mundo, y él asimismo a nosotros, y, además, que por ningún motivo podemos estar en contra suya. Así que, en tal trance, no sabemos qué decir.

Entonces levantóse un cardenal, que era legado del papa con pleno poder, y dijo:

—Señor rey: No tengáis preocupación por esto, que yo estoy aquí con plenos poderes del papa.

Vos creéis que el santo padre tiene tal poder que aquello que ata en la tierra atado está en el cielo, y lo que sea absuelto en la tierra absuelto queda en el cielo. Por lo que yo, en nombre de Dios y del padre santo apostólico, os absuelvo de todo juramento y de toda promesa que vos hubieseis hecho por cualquier motivo a vuestro cuñado el rey de Aragón. Y de esto he de libraros, cuando salgamos de aquí, formal escritura con sello pendiente; de modo que de ahora en adelante teneos por absuelto de cuanto vos a él estuvieseis obligado. Y aun os requiero, en nombre del padre santo, que vos estéis preparado para marchar contra él, y os doy a vos, y a aquellos que os sigan y os ayuden, absolución de pena y culpa, y doy a todos aquellos que contra vos estén la excomunión. Y esto mañana lo predicaré en general en la ciudad de París y luego todos los días se predicará por todas las tierras de cristianos del mundo. Y todavía más os digo, señor rey, que el tesoro de San Pedro os ayudará y os bastará en todo cuanto os sea menester. De modo que pensad en prestar vuestra ayuda a vuestro tío el rey Carlos, que aquí está, que sin ninguna reserva podéis hacerlo de aquí en adelante[20].

80. Contestación del rey de Francia

Entonces el rey de Francia contestó, y dijo:

—Cardenal: Hemos comprendido lo que nos habéis dicho de parte del santo padre y entendemos que ésta es la verdad como nos habéis expuesto y ésta es nuestra creencia, y así debe ser la de todo fiel cristiano; de modo que nos damos por absueltos de todo cuanto estábamos obligados con nuestro cuñado el rey de Aragón. Y puesto que es así, responderemos cumplidamente a nuestro tío sobre la ayuda que nos pide y en cuanto al apoyo relativo a la batalla que tienen entablada el rey de Aragón y él. Primeramente, nos, tío, os respondemos, sin embarazo, que personalmente y con gentes y dinero os ayudaremos mientras vivamos contra el rey de Aragón y todos sus valedores. Esto os prometemos y juramos en manos del cardenal que aquí representa al santo padre apostólico: y esto os lo proclamamos en honor de la santa Iglesia y en honor nuestro, por cuanto a vos nos sentimos obligados y en venganza de nuestro hermano el conde de Alençon. Además, os aconsejamos lo siguiente: que por nada del mundo dejéis de estar presente el día de la batalla en Burdeos. Nosotros en persona iremos con vos, e iremos tan bien acompañados como no creemos lo pueda estar el rey de Aragón, que no creemos sea tan osado que aquel día se atreva a comparecer, y si lo hace, que no pierda su persona: que ni el rey de Inglaterra ni ningún otro le podrá ayudar.

Así hubo hablado el rey de Francia, y se calló. Y el rey Carlos respondió:

—Sobrino y señor: Gracias os damos de parte de la santa Iglesia y nuestra por el buen ofrecimiento que nos habéis hecho y por el buen consejo que nos dais respecto al viaje y la batalla. Pero tememos que el rey de Aragón pudiera alegar algo contra nuestra buena fe, y por esto iremos bien acompañados, tal como está estipulado entre nos y él, en cartas partidas por a.b.c[21].

Dijo el rey de Francia:

—Nada puede objetaros contra vuestra lealtad, pues ya hemos estudiado todos los convenios que hay entre vos y él. Y en el punto en que vos dudáis, dice que vos no llevaréis más que aquellos cien que con vos entren en el campo, y él otro tanto, y vos no llevaréis más que aquellos cien que con vos entren en el campo, pero nosotros mandaremos los que queramos, que esto no entra en el convenio, ya que de esta circunstancia él no ha sabido guardarse. De este modo vos no os excederéis de aquello que tenéis convenido.

Y respondió el rey Carlos:

—Seguro que ésta es la realidad de lo que dice el convenio; de modo que hagamos lo que vos habéis aconsejado.

Levantóse entonces el legado y dio muchas gracias al rey de Francia de parte del santo padre apostólico y de todo el colegio del papa, y santiguóle y le dio la bendición. Cuando esto estuvo hecho, levantáronse gran número de los doce pares de Francia que allí se encontraban y confirmaron todo lo que el rey de Francia había dicho y ordenado y se ofrecieron cada uno en persona y haberes y de cuanto poseían, para ayudar al rey Carlos y seguir al rey de Francia a su costo y pagando todos los gastos para ganar la indulgencia.

Cuando todos hubieron hablado, dijo el rey Carlos:

—Rey y señor, nos queda poco tiempo para llegar a Burdeos. Dejaremos aquí al legado, que no se separará de vos, y nosotros iremos a Provenza y nos llevaremos sesenta caballeros de Francia, que nos hemos propuesto entren con nosotros en el campo si la batalla se realiza, y añadiremos cuarenta de Provenza. Y con estos cien caballeros estaremos en Burdeos ocho días antes de la fecha. Y vos ordenaréis vuestra marcha a vuestro gusto, que, en cuanto a ella, nosotros no podemos ni debemos decir nada.

El rey de Francia contestó que daba lo hecho como bueno y que podía irse a concluir sus negocios, que él ya sabía lo que tenía que hacer. Después de esto, se besaron y despidieron el uno del otro.

Y así voy a dejar al rey de Francia y al legado, que todos los días iban predicando la cruzada por todas partes, y hablaré del rey Carlos.