En cuanto llegó al reino de Valencia encontró mensajeros del rey de Granada (que habían venido con grandes joyas y grandes regalos) y le pidieron treguas de parte del rey de Granada. Dicho señor rey Don Pedro, pensando que sus proyectos tenían buen comienzo, se las otorgó por cinco años. Y seguramente es esto que él nunca habría hecho si no fuera por lo que llevaba en su mente realizar: la venganza del rey Manfredo y del rey Conradino y del rey Eus. Por esto decidió consentir con dicha tregua, y así se anunció por todas sus tierras.
Y cuando hubo hecho esto, vio que ya se había cumplido el primer plano de su propósito, eso es, que veía seguro que no podía caer daño por ninguna parte a su tierra, con lo cual podía empezar el viaje cuyo propósito tenía.
Y pensó que debía cumplir el segundo plan; eso es, a saber: en reunir moneda. Y por todas sus tierras solicitó a sus vasallos que le ayudasen con moneda, pues proyectaba un viaje que redundaría en mejoramiento suyo y de sus vasallos. Y sus gentes sabían que era de tan alto ánimo y tan bueno que pensaban que no iba a moverse inútilmente. Y cada uno le otorgó cuanto él pedía; de manera que imponía sisas y otras ayudas en todos sus reinos y tierras, que subían a tanto que daban una infinidad. Y de todo se daban por satisfechos sus sometidos.
Ahora dejaré este socorro que se recogía por todas sus regiones y volveré a hablar del rey Carlos.
Ocurrió que cuando el príncipe de Tarento salió de la entrevista fue jornada tras jornada a reunirse con su padre el rey Carlos, quien le pidió noticias sobre su visita. Él le dijo todo cuanto había ocurrido, y cómo el rey de Francia y el rey de Mallorca le habían hecho mucho honor, mas no así el rey de Aragón, que no había querido saber nada con él, y mejor estuvo bravío y rencoroso, de lo que el rey Carlos quedó muy disgustado y pensó que ya sabía cuál era la espina que llevaba en el corazón. Pero él confiaba tanto en su buena caballería y en el gran poder que tenía, que decidió, en su mente, no sospechar de él, y es natural que así pensara, pues tenía con él cuatro cosas que no había ningún rey del mundo que las tuviera. Primeramente, que él era tenido por el más sabio príncipe y el mejor en armas que en el mundo hubiere después de la muerte del buen rey Don Jaime de Aragón; y la otra, que era el más poderoso rey del mundo, pues por entonces era dueño y señor de todo cuanto había tenido el rey Manfredo; además, era conde de Provenza y de Anjou; además, era senador de Roma y vicario general de toda la parte güelfa de Toscana, de Lombardía y de la Morea; además, era vicario general de toda la tierra de Ultramar y jefe mayor y señor de todos los cristianos que estaban en aquellos mares, tanto de las Ordenes del Temple y del Hospital y de los Alemanes, y de todas las ciudades, castillos y villas, y de otras naciones de cristianos que allí estuviesen o fuesen. Luego tenía en su apoyo al santo padre apostólico y toda la santa Iglesia, que le tenía como su confaloniero y regente. Por otra parte, contaba con la casa de Francia, ya que cuando su hermano Luis murió y dejó por rey al rey Felipe, le recomendó encarecidamente a su hermano el rey Carlos; de manera que contaba con su sobrino el rey de Francia igual que si fuese el rey Luis, su hermano, que viviese.
De modo que, considerando este su poder, poco podía temer del rey Don Pedro de Aragón; y así su corazón se confió más en este poder que en el poder de Dios. Y así, cualquiera que confíe más en su poder que en el poder de Dios, ya puede contar con que Dios demostrará su poder sobre él y hará comprender a todo el mundo que nada puede superar el poder suyo. Pero de este razonamiento, o sea del poder de Dios, he hablado tanto antes que no hay necesidad de que hable más de él. Y Carlos fió sólo en su esperanza y en la fuerza de su poder.
Engreído en su suprema voluntad, el rey Carlos mandó por toda la isla de Sicilia a sus oficiales, que sólo causaban perjuicios con soberbia insolencia, pareciendo que en el mundo no había más Dios que el rey Carlos, menospreciando a Dios y a los hombres y actuando de tal modo que era inexplicable que los sicilianos no les degollasen en lugar de aguantarles.
Entre otras maldades, ocurrió un día, que era festivo, en una iglesia que hay en Palermo cerca del puente del Almirante, y por ser la fiesta de Pascua salió todo el pueblo a ganar las indulgencias, y especialmente las mujeres, que en Palermo todas van. Aquel día salieron algunas gentiles señoras entre las demás, que eran muy hermosas, y los sargentos franceses salieron a su encuentro cuando iban acompañadas de sus jóvenes parientes. Y para poderles meter mano a las mujeres donde quisieran, rodearon a los hombres jóvenes para ver si llevaban armas, y al ver que no llevaban, dijeron que las habrían entregado a las mujeres y empezaron a registrarlas y, con esta excusa, les metían la mano y las pellizcaban, e igualmente les metían la mano en los pechos[13]. De modo que los jóvenes que iban con las señoras, al ver esto y viendo que les aporreaban, a ellos y a ellas, con vergajos a los que se escabullían, clamaron a Dios:
—Padre y Señor, ¿quién podrá soportar tanta soberbia?
Y hasta tal punto llegaron ante Dios semejantes clamores que quiso que de aquellas soberbias y muchas otras allí mismo se tomara venganza. De modo que inflamó el corazón de aquellos que en aquel lugar veían la osadía, y gritaron:
—¡Mueran! ¡Mueran!
Y en cuanto fue dado este grito, a pedradas mataron a todos los sargentos, y cuando les hubieron muerto, entraron en la ciudad de Palermo gritando todos, hombres y mujeres:
—Muiren li francesqui![14].
Y de inmediato todo el mundo tomó las armas y todos cuantos franceses se encontraban en Palermo, todos, murieron. Y enseguida nombraron capitán y jefe de todos a micer Aleneip, que era uno de los más honorables ricoshombres de Sicilia.
Después de esto se organizó la hueste e iban a donde había franceses, y por toda Sicilia fue corrida la voz, y en donde la voz llegaba allí todos los mataban. ¿Qué os diré? Que toda Sicilia se rebeló contra el rey Carlos de pronto, y mataron a todos cuantos franceses pudieron encontrar, de modo que ninguno que se encontrara en Sicilia pudo escapar. Y esto ocurrió por sentencia de Dios, que Nuestro Señor, Dios verdadero, sufre al pecador; pero cuando ve que no se quiere enmendar de sus maldades, de inmediato hace caer sobre ellos la espada de la justicia; y así la mandó sobre aquellos malvados ensoberbecidos que así devoraban al pueblo de Sicilia, que era gente obediente y buena para todo cuanto debían hacer con respecto a Dios o con respecto a su señor, como lo son actualmente, en nuestros días, que no creo existan en el mundo gente más leal ni mejor de como han sido, son y serán a los señores que después han tenido y tienen todavía, como habéis de ver por lo que más adelante se dirá.
Y cuando todo esto hubo ocurrido y el rey Carlos supo el descalabro que había sufrido, movido por un gran coraje, reunió sus huestes y, por mar y por tierra, vino a asediar la ciudad de Mesina, y vino con tal poder que distribuía diecisiete mil prebendas de a caballo, pues diecisiete mil hombres de a caballo tenía, y el número de los de a pie era infinito, cayendo con cien galeras sobre una ciudad que, entonces, no estaba amurallada. Parecía que incontinenti pudiera y debiera perderse; pero aquel poder era nada contra el poder de Dios, que amparaba y defendía el mejor derecho de los sicilianos.
Y así he de dejar estar al rey Carlos, que mantenía sitiada Mesina, y he de volver a hablaros de la casa de Tunis y de lo que en ella ocurrió.
La verdad es que cuando el rey Mirabussac fue erigido rey de Túnez por mano del señor rey Don Pedro de Aragón (como antes habéis oído), su hermano Boaps se fue a Bugía y a Costantina, y se levantó contra Mirabussac y se coronó rey de Bugía. Y cada uno de estos dos hermanos se mantuvo en su reino. Más adelante murió Boaps, rey de Bugía y de Costantina, y dejó como rey de Bugía a Mirabosseri, hijo suyo, y señor de Costantina a Bucaró.
Cuando esto estuvo hecho, dicho Mirabosseri quiso desheredar y apresar, si podía, a dicho Bucaró, y dicho Bucaró supo esto y vio que no se podía defender si no lo hacía por medio del señor rey Don Pedro de Aragón; y ordenó a sus mensajeros que fueran a dicho señor rey Don Pedro de Aragón y que le hicieran saber que él tenía la intención de volverse cristiano en manos del señor rey de Aragón, y que el señor rey de Aragón viniese a Alcoll, que es el puerto de dicha región de Costantina, y que cuando estuviese en Alcoll pensase en ir a Costantina, que él le rendiría la ciudad, que es una de las más fuertes del mundo, y se haría cristiano y le rendiría cuantos territorios tenía, y se convertiría en hombre suyo, su ahijado y su vasallo y que le requería de parte de Jesucristo, que quisiera redimirlo, y que, de otra parte, si así no lo hacía, que Dios se lo demandara en su alma y su cuerpo.
Cuando el señor rey Don Pedro de Aragón oyó este mensaje que le llegaba de parte de Bucaró, señor de Costantina, elevó las manos al cielo y dijo:
—Loor y gracias al Señor, Dios verdadero, por tanto favor como me concedéis. Permitid que si esto ha de ser en honra vuestra y bien de mis reinos, que pueda ser llevado a buen fin.
Los mensajeros eran dos caballeros sarracenos, muy sabios, que propusieron que fuesen vendidos como cautivos a redimir. Y llevaron a cabo aquel mensaje tan secretamente que nadie en el mundo tuvo noticia de nada, fuera del rey. Y el señor rey, con dos prohombres mercaderes muy sabios, les hizo cargar una nave de mercancías, y fuéronse al puerto de Alcoll con dichas mercancías, y los dos sarracenos fuéronse con ellos y con diez cautivos que compraron, que eran de aquella región. Y ordenó el señor rey a los dos mercaderes que cuando estuviesen en Alcoll con la partida de mercancía remontasen hasta Costantina y se viesen con Bucaró y se informaran de si era verdad lo que habían dicho los mensajeros.
Por esto descubrió dicho señor rey el asunto a dichos mercaderes, que eran prohombres y naturales suyos, y mandóles con pena de la vida y de todo cuanto tenían que no descubriesen esto a ninguna persona. Y así como él hubo mandado, se hizo y se cumplió. Y cuando estuvieron en Costantina hablaron con dicho Bucaró y encontraron que todo era verdad, tal como los mensajeros había dicho, y pusieron de acuerdo a Bucaró con todo lo hecho, de tal manera que el señor rey lo tuvo como algo hecho en firme, y Bucaró otro tanto.
De inmediato el señor rey mandó construir naves, leños y taridas para llevar caballos; y así por toda la costa empezaron a hacerse embarcaciones con gran aparejo de todo lo que sería necesario al pasaje, de modo que toda la gente de su reino se maravillaba de los grandes preparativos que se hacían: primeramente los herreros de Coblliure, que hacían áncoras, y los maestros de ribera —todos cuantos había en el Rosellón— que habían venido a Coblliure y que hacían naves, leños, taridas y galeras; en Rosas, otro tanto; en Torrella y en Palamós, en Sant Feliu, en Tossa, en Sant Pol del Maresma. En Barcelona no hace falta que os lo diga, pues era infinita la obra que se hacía. Luego en Tarragona, otro tanto; en Tortosa, en Peñíscola y en Valencia y por toda la costa de las marinas. Y en las ciudades que están en el interior se hacían ballestas, cuadrillos, gafas, lanzas, dardos, corazas, capacetes de hierro, grebas, quijotes, escudos, pavesas y manganos. En las marítimas, trabucos, y piedras para los ingenios en las canteras de Montjuic y en otros lugares. De modo que eran tan importantes las obras que se hacían que su fama llegó a todas partes.
El señor rey de Mallorca vino a ver al señor rey de Aragón y rogóle le dijera qué era lo que pensaba hacer y que, si gustaba, él le acompañaría a cualquier parte que fuese con todo su poder. Y él respondióle:
—Hermano, no quiero que vayáis a este viaje, sino que os quedéis y tengáis cuidado de nuestras tierras; y asimismo os ruego que no os pese si yo no os digo lo que pienso hacer, que, por cierto, hermano, no hay persona en el mundo que si yo debiera abrirle mi corazón se lo abriera mejor que a vos; pero es mi deseo que, aparte Dios, ningún hombre en el mundo conozca la intención de este viaje. De modo que os ruego todavía que no os duela, y asimismo no quiero ayuda ni socorro de ningún hombre en el mundo, salvo el de mis vasallos y sometidos.
Y, con esto, el rey de Mallorca, aun cuando le doliese, dejó de insistir.
Parecidamente el rey de Castilla y su sobrino el infante Don Sancho hicieron lo mismo, que únicamente por este motivo vino el infante Don Sancho a Aragón y se vio con él y se le ofreció de parte del rey su padre y de sí mismo, que en persona le seguiría con todo el poder que tuviere y que tendría treinta o cuarenta galeras en Sevilla y en otras costas suyas, bien armadas y aparejadas. ¿Qué os diré? Igual respuesta que a su hermano el rey de Mallorca le dio, salvando que le dijo que le encomendaría toda su tierra, ya que le tomaba en cuenta como un hijo. Y dicho señor infante respondió que dicho encargo lo tomaba con el mejor deseo y que mandase a todos aquellos que él dejaba como procuradores en sus reinos, que si de algo tenían necesidad le requiriesen de inmediato, que él lo dejaría todo, y que incluso de su persona dispondrían con todo su poder. Y de esto estuvo muy satisfecho el señor rey de Aragón y le abrazó y le besó más de diez veces. Y así se despidieron el uno del otro, y dicho señor infante volvióse a Castilla y contó al rey su padre lo que entre ellos habían hablado.
—¡Ay, Dios! —dijo el rey Don Alfonso de Castilla— ¿Qué señor hay en el mundo cuyos ánimos se puedan comparar con los de este señor?
No tardó mucho tiempo en morir el rey Don Alfonso de Castilla, y quedó como rey de Castilla el infante Don Sancho.
Y volveremos al señor rey de Aragón. Cuando dicho señor infante Don Sancho hubo dejado a dicho señor rey de Aragón y se hubo vuelto a Castilla, dicho señor rey se fue a sus costas para reconocer todos los trabajos. Y decidió ordenar que se fabricara bizcocho en Zaragoza, Tortosa, Barcelona y Valencia, e hizo venir a Tortosa de avena, trigo y harina, hasta una cantidad tal que en Tortosa no podía caber, e hicieron barracas y casas de madera, donde lo metían. Asimismo mandó sus cartas a todos los ricoshombres de su tierra que quería que fuesen con él para que se dispusieran a seguirle en el viaje con tantos caballeros y tantos ballesteros y con tantos peones; y a cada uno le hacía dar, en sus tierras o donde ellos querían, su ayuda en moneda, tanta como fuese menester. Y mandó que nadie se ocupara de víveres, de cebada ni de vino, que él haría embarcar suficientemente para todos de todo cuanto hubiesen menester para todo el viaje, y esto lo hizo para que sólo se tuviesen que preocupar de los arreos de sus personas y que todos fuesen muy bien arreados. Y de este modo se cumplió. Jamás, hasta aquel día, se había visto una expedición como aquella, tan bien arreada en las personas y los caballos y en la que hubiese tantos ballesteros, peones y hombres de mar. Asimismo ordenó que hubiese veinte mil almogávares, todos de la frontera, y seis mil ballesteros de las montañas. Ordenó también que fuesen con él mil caballeros, todos de honrada alcurnia, y muchos ballesteros de Tortosa y de Aragón y de Cataluña y sirvientes de mesnada.
¿Qué os diré? Tan grandes eran los preparativos, que todos los reyes y señores del mundo, tanto cristianos como sarracenos, que tuviesen algo en sus costas marineras estaban vigilantes y tenían mucho miedo y gran temor por sus tierras, por el hecho de que no había ningún nacido viviente que supiera lo que quería hacer.
Lo cierto es que el papa le mandó decir que le rogaba le dijera qué era lo que pensaba hacer, y que si se lo mandaba a decir a tal punto podría ir, que él le remitiría socorros en dinero y en indulgencias. Pero el señor rey Don Pedro de Aragón mandóle decir que le agradecía mucho su ofrecimiento, pero que le rogaba que no le molestara que en aquella ocasión no se lo mandase a decir, pero que en breve se lo haría saber y entonces habría lugar para la ayuda y las indulgencias que le ofrecía; pero que ahora, en aquel momento, tuviese la bondad de excusarle.
De este modo los mensajeros se fueron con dicha contestación para el papa. Y el papa, cuando lo oyó, dijo:
—A fe mía que tengo por cierto que este hombre es otro Alejandro que ha venido al mundo.
Después le llegaron igualmente mensajes del rey de Francia su cuñado, que le traían parecido mensaje al del papa, y se fueron con la misma respuesta. Y después vinieron los del rey de Inglaterra y de otros príncipes del mundo, y todos se volvieron con la misma respuesta, tanto los mensajeros del papa como los de los reyes o de las repúblicas.
De los sarracenos no me hace falta hablar, pues a cada rey sarraceno le decía el corazón que iba a venir contra él, de modo que era la mayor maravilla del mundo ver la cantidad de hogueras y atalayas que se descubrían por toda la costa de Berbería. Y al rey de Granada le decían sus hombres:
—Señor, ¿cómo es eso que no guarnecéis Vera y Almería? Es seguro que el rey de Aragón caerá sobre vos.
Y respondía el rey de Granada:
—¿Qué os pasa, gente alocada? ¿No sabéis que el rey de Aragón tiene treguas con nosotros por cinco años? ¿Os figuráis que él romperá lo que nos tiene prometido? No os preocupéis y creed como cosa cierta que él es de tan alto espíritu que ni por todo el mundo dejaría de cumplir en nada lo que haya prometido. ¡Oh, así a Dios pluguiera que yo, con gran parte de mi poder, pudiese ir con él, tanto si quería que fuese contra cristianos como contra sarracenos! De verdad que le seguiría voluntariamente a mi costo y cargo. De modo que abandonad esta sospecha, que no quiero que ningún hombre de mi tierra aumente por ello su vigilancia. La casa de Aragón es casa de Dios, llena de verdad y de fe.
¿Qué os diré? Todo el mundo estaba con el ala levantada a la espera de lo que este señor haría.
Mas si es verdad que todo el mundo tenía miedo, Bucaró tenía una gran alegría.
Y ahora dejaré esta relación y volveré al señor rey de Aragón y a sus preparativos.
Dicho señor no cesaba de ir a visitar todas las obras, y de este modo lograba que se apresurasen, ya que cuando él las visitaba se avanzaba más en ocho días de lo que hubiesen avanzado en un mes.
Cuando vio que las obras estaban ya casi terminadas, reunió cortes en Barcelona, y en aquellas cortes ordenó todas sus tierras y ordenó todo su pasaje e hizo almirante a un hijo natural que tenía, que se llamaba Jaime Pedro, que fue muy agraciado y muy bueno en todos sus actos; de modo que dicho Jaime Pedro empuñó el bastón de almirante. Hizo vicealmirante a un caballero de Cataluña, de muy honrado linaje, llamado Cortada, que era buen sujeto, fuerte en las armas y conocedor de todos los negocios propios de un caballero. Y cuando hubo hecho todo esto, fijó el día en que todos cuantos tenían que ir en aquel viaje debían estar en Port-Fangós, o sea el primero de mayo, dispuestos y preparados para embarcar. Y ordenó que Don Ramón Marquet y Don Berenguer Maiol cuidasen del despacho de todo lo tocante a Cataluña en once galeras, naves, taridas y leños. Luego, igualmente, puso en cada lugar buenos hombres de mar que apresuraran cuanto en cada sitio se debía preparar para el pasaje. En Valencia dicho señor Don Jaime Pedro, que había quedado en aquel reino, ordenó el rápido despacho del ejército, tanto de caballeros como de almogávares, como de ballesteros de montaña. ¿Qué os diré? Que en todos los citados lugares, tanto de la marina como de tierra adentro, dieron pronto despacho a lo que estaban haciendo, y de tal modo se realizó todo que el mismo día que él había fijado estuvieron todos, tanto la gente de mar como de tierra, ya sea en Tortosa o a Port-Fangós. ¿Qué otras noticias importantes podría daros? Que de tal manera vinieron todos con buena voluntad que aquel que tenía que traer cien caballeros o cien peones traían el doble, que, aun cuando no quisieran, les seguían y no querían sueldo alguno; y vinieron además toda la gente principal de Aragón y de Cataluña y del reino de Valencia, y los síndicos de todas las ciudades.
Entonces vino el rey Don Pedro y acampó en Port-Fangós, donde estaban todas las naves aparejadas con cuanto habían menester, de modo que ya sólo faltaba que embarcasen el señor rey y los condes, barones y caballeros, ciudadanos, ballesteros, almogávares y sirvientes de mesnada.
Cuando el señor rey húbolo reconocido todo y vio que estaba a punto, tanto las naves y taridas como las galeras armadas, leños y barcas, estuvo muy alegre y satisfecho, mandó reunir a todas las gentes, en general por medio de toques de trompeta, para que todo el mundo fuese a escuchar lo que el señor rey les quería decir, pues quería despedirse y, después del parlamento, quería embarcar.
En cuanto oyeron este pregón, todo el mundo vino a escuchar el discurso, ricoshombres, caballeros, ciudadanos y toda la demás gente. Y cuando estuvieron todos reunidos, el señor rey subió a un catafalco de madera, que mandó hacer alto, de tal manera que todos le pudiesen ver y oír.
Y cuando hubo subido, podéis estar seguros que fue bien escuchado, que el señor rey decidió predicar y dijo muy buenas palabras para aquellos que debían ir con él y para aquellos que debían quedarse, y cuando hubo terminado, levantóse en nombre de todos el noble Don Arnáu Roger, conde de Pallars, que iba con él en el viaje, y le dijo:
—Señor, todas nuestras gentes, tanto nosotros que vamos con vos como aquellas que se quedan, sienten gran satisfacción por las palabras que les habéis dicho y todos juntos os ruegan muy humildemente que les digáis y les descubráis a dónde tenéis el propósito de ir.
Pensaba, además, que por descubrir su propósito nada malo podría ocurrirles, puesto que ya era tan próxima la hora de embarcar, y que para todos sería un consuelo saberlo, tanto para aquellos que irían como para los que se quedarían, y que, además, muchos mercaderes prepararían víveres y toda clase de refrescos, que traerían para las huestes, y todavía, además, que de sus ciudades y sus villas le mandarían todos los días ayuda y socorros de todas clases.
Y el señor respondió, y dijo:
—Quiero que sepáis, señor conde, igual que los demás señores que aquí están, que si supiéramos que nuestra mano izquierda sabe lo que tiene el propósito de hacer nuestra mano derecha, nosotros mismos nos la cortaríamos; de modo que no me habléis más de este asunto y pensad sólo en embarcar a aquellos que con nos deben venir.
Y cuando el conde y los demás oyeron tan firmes palabras como las que dijo el señor rey, ya no quisieron hablar más y contestaron:
—Señor, puesto que así es, empezad a mandar, que nosotros haremos lo que vos mandéis. Y quiera Nuestro Señor Dios verdadero y Nuestra Señora Santa María, y toda la corte celestial, que se cumpla vuestro propósito en honor suyo y acrecentamiento y honor vuestro y de vuestros sometidos, y que nos concedan la gracia de que podamos serviros de tal manera que Dios y vos quedéis satisfechos.
Después de esto se levantó el conde de Ampurias y el vizconde de Rocaberti y otros ricoshombres que no tenían que formar parte del viaje, y dijeron:
—Plázcaos, señor, permitir que con vos nos embarquemos y que de ningún modo nos dejéis, que hemos venido aquí bien decididos a embarcar, igual que aquellos que ya tenían el albalán para emprender el viaje.
Y el señor rey respondió al conde de Ampurias y al vizconde de Rocaberti y a los otros, y les dijo:
—Mucho os agradecemos vuestro ofrecimiento y vuestra buena voluntad; pero a ello hemos de responderos que tanto nos serviréis vosotros que os quedáis como aquellos que vienen, que quiero que sepáis que tanto tendréis que hacer vosotros que os quedáis como nosotros que vamos.
Y cuando hubo dicho esto, les bendijo y los santiguó a todos y los encomendó a Dios. Y jamás se habían visto tantos llantos y gritos como aquí se produjeron para despedirse, tanto que el mismo rey, que era el señor de más firme corazón que hubiese en el mundo, no escapó de llorar.
Y levantóse y fue a despedirse de mi señora la reina y de los infantes, y después de acariciarles les dio su bendición. Y le habían preparado un leño armado, y embarcó en él con tal ventura y gracia como jamás haya coronado jamás embarque de señor alguno. Y en cuanto él estuvo embarcado, todo el mundo pensó en embarcar, de modo que a los dos días ya lo habían hecho todos. Y con la gracia de Nuestro Señor Dios verdadero, y de Nuestra Señora Santa María y de todos sus benditos santos y santas, levantaron velas hacia Port-Fangós, para proseguir su viaje, en el mes de mayo del año de la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo mil doscientos ochenta y dos.
Y cuando hubieron levantado velas, tenéis que saber que había en el mar más de ciento cincuenta velas Y cuando estuvieron a veinte millas mar adentro, en un leño armado, el almirante Don Jaime Pedro fue a cada nave, leño, tarida, galera o barca, y a cada patrón le dio un albalá sellado con el sello del señor rey y cerrado con el mismo sello. Y mandó a cada patrón que pusieran rumbo vía Mahón, que está en la isla de Menorca, y que en dicho puerto entrasen todos, que allí repostarían, y que cuando ya estuvieran fuera del puerto de Mahón que cada uno abriese su albalá, y no antes, bajo pena de la vida, y que cuando lo hubiesen abierto siguieran el rumbo que les ordenaba el rey en dicho albalá. Y así se cumplió, como el almirante mandaba.
Entraron todos en el puerto de Mahón y tuvieron un tiempo muy bueno y tomaron revituallamiento de refresco. De inmediato el almojarife de Menorca vino junto al señor rey, y le dijo:
—Señor, ¿qué es lo que queréis que haga? Si habéis venido para tomar la isla, yo estoy dispuesto a hacer lo que ordenéis.
El señor rey le contestó:
—Almojarife, nada debéis temer, pues no hemos venido para causaros enojos ni pesar alguno ni a vos a ni a la isla. Podéis estar seguros de esto.
El almojarife se levantó, besóle el pie y diole muchas gracias. Y mandó traer tal refresco para el señor rey y para toda la armada que sería muy largo de contar; tal abundancia hizo traer de todos los refrescos, que les duraron para más de ocho días.
He de contaros una gran maldad que cometió. Debéis saber que aquella noche mandó una barca armada de sarracenos a Bugía y por toda la costa, haciendo saber que el señor rey, con toda su armada, estaba en el puerto de Mahón y que creía iba a ir hacia Berbería, de modo que se guardasen.
Cuando supieron esto, entre ellos Boqueró, señor de Costantina, tuvo la mayor alegría que ningún hombre pueda tener; pero en lugar de ser discreto, a causa de su gran alegría, abrió su corazón a algunos amigos particulares y a parientes de los que se fiaba en todo, y esto lo hacía para apresurarse para cumplir al señor rey de Aragón lo que le tenía prometido.
Y uno de aquellos a quien había descubierto su anhelo lo dio a conocer a todos los de la ciudad y a los caballeros sarracenos que con ellos estaban. ¿Qué os diré? Que al conocer el rumor se alzaron y lo aprendieron, y de inmediato le cortaron la cabeza a él y a otros doce que con él estaban de acuerdo. Y mandaron un mensaje al rey de Bugía para que viniese a apoderarse de la ciudad y de todo el territorio, y así se hizo.
Ahora dejaré de hablar de ellos y volveré a hablar del señor rey de Aragón.
Cuando el señor rey hubo refrescado a su gente, partió de Mahón, y cuando estuvieron diez millas mar adentro, cada uno abrió el albalá, y todos encontraron en él el mismo mandato de que pusieran rumbo hacia el puerto de Alcoll, y así lo hicieron. Tuvieron una gran bonanza, de manera que en siete días surcaron del puerto de Mahón al puerto de Alcoll.
Cuando estuvieron en el puerto de Alcoll tomaron tierra, pero los de Alcoll se dieron a la fuga, de modo que a pocos pudieron alcanzar. Desembarcaron los caballos, y cuando todos estuvieron en tierra, el rey pidió a los sarracenos que habían apresado en Alcoll noticias de Boqueró, y contáronle lo que había ocurrido, de lo que el señor rey quedó muy disgustado. Pero, puesto que aquí había venido, decidió que el viaje se cumpliera a satisfacción de Dios y de la santa fe católica. Enseguida mandó levantar un muro de palos, con el que rodeó la ciudad y a todas sus huestes, y estos palos se los hacía traer de las naves, y todos tenían punteras de hierro y había anillos de hierro en cada palo.
De modo que, con estos palos y con cuerdas que pasaban por las anillas, rodearon toda la hueste y la ciudad; e hizo salir de las naves los tapiadores que traía, y con tapias pusieron barreras en los caminos por donde debía salir la hueste fuera de aquel muro.
Mientras se ocupaba en hacer fuerte a su hueste, se reunieron a su alrededor treinta mil hombres sarracenos a caballo y tal número de gente de a pie, que todo el campo y las montañas quedaron cubiertos. ¿Qué os diré? Que los alicos y morabitas iban predicando y gritando por toda la Berbería otorgando perdón a todos los de su maldita religión. De modo que, antes de que hubiese transcurrido un mes, habían llegado cien mil hombres de a caballo y un sinnúmero de hombres de a pie. Y el buen conde de Pallars, que vio tan gran aglomeración, había hecho una bastida con tapias y maderos en un cerro cercano a la villa de Alcoll, y desde aquel lugar dicho conde de Pallars y muchos otros atacaban contra ellos. Y allí estaba el cerro con la bastida, y lo llamaron el cerro de Pica-baralla, y en aquel cerro todos los días se acometían tan grandes hechos de armas que no se puede contar. Y quien quiso ver coraje y calidad de señor, en aquel cerro la pudierais ver, que cuando el torneo andaba revuelto y el señor rey comprendía que los cristianos llevaban la peor parte, embestía en medio de la contienda y atacaba entre ellos. Pero no os figuréis que ni Roldán, ni Oliveros, ni Tristán, ni Lanzarote, ni Galaz, ni Perceval, ni Palamedes, ni Boortes, ni Escors de Mares, ni el Morant de Gaunes, ni ningún otro pudieran hacer todos los días lo que hacía el rey Don Pedro; y junto a él todos los ricoshombres, caballeros, almogávares y hombres de mar que allí se encontraban. Porque ya puede pensar cada uno cuán necesario era para el señor rey y para sus gentes que así se hiciera, ya que se encontraban en una llanura, sin fosos ni murallas, fuera de aquella palizada que ya os he dicho; y de la parte contraria había reyes e hijos de reyes y barones y nobles sarracenos, que eran la flor de todos los sarracenos del mundo, que no estaban allí para otra cosa sino para confundir a los cristianos. Por lo que, si se dormían en las pajas, ya podéis pensar de qué mal sueño les harían despertar, de modo que era necesario que no se descuidaran. Y es cierto que cuanto mayores eran los hechos y más peligrosos, más satisfechos estaban el rey y todas sus gentes, ya que jamás se vio ninguna hueste que estuviera mejor abastecida de todos los bienes como aquélla, y de día en día crecía la abundancia.
En cuanto supieron en Cataluña que el señor rey estaba en Alcoll, todo el mundo, como para ganar indulgencias, sólo pensaban en cargar naves y leños de gente, de víveres y armas y de toda clase de auxilios. Y todos acudían a aquello, de modo que ocurría que, a diario, veinte o treinta bajeles cargados de dichas cosas entraban en Alcoll, de modo que de todas las cosas había mejor mercado allí que en Cataluña.
Cuando el señor rey hubo visto y reconocido aquel país y se dio cuenta del poder de los sarracenos, pensó que muy fácilmente podría conquistar toda la Berbería si el papa quería ayudarle en moneda e indulgencias, puesto que jamás los cristianos habían estado en tan buenas circunstancias y que ningún rey cristiano había podido forzar el paso, ni el rey de Francia, ni el de Inglaterra, ni el rey Carlos, que, si no a base de cruzada y con el tesoro de la Iglesia, para pasar a Túnez, y ninguno de ellos había dominado tanto terrenos como él tenía en Berbería. Que de Giger hasta la ciudad de Bona no había sarraceno que pudiese parar, pues por toda aquella costa iban los cristianos a proveerse de leña para sus huestes y tenían por allí el ganado, sin que ningún sarraceno se atreviese a acercarse. Por el contrario, había cristianos que penetraban en cabalgadas que duraban tres o cuatro jornadas y traían presas de personas y de ganado, de modo que los sarracenos no se atrevían a separarse de sus ejércitos, pues en cuanto lo hacían caían cautivos, de manera que todos apresaban tantos que en Alcoll todos los días había mercado de ellos.
De modo que cuanto más duraba el asedio del señor rey toda la hueste se sentía más segura.
Algunas veces el señor rey arremetía con quinientos caballeros armados y dejaba otros tantos en las barreras. Cuando el señor rey atacaba, dispersaba a los sarracenos, y hacía tanta mortandad que daría espanto decirlo, y cautivaba tantos que por un sueldo se podía comprar un sarraceno. De modo que todos los cristianos se sentían ricos y alegres, y más que todos ellos el señor rey.
Y ahora os dejaré de hablar de los hechos de armas que se hacían todos los días y os hablaré de lo que el señor rey imaginó.
Cuando dicho señor rey vio que aquellos negocios podían ser de mucha honra y provecho para toda la cristiandad, mandó al papa al noble Don Guillermo de Castellnou, caballero principal de Cataluña y pariente suyo. Con dos galeras lo mandó a Roma a ver al papa, ordenándole lo siguiente: que cuando embarcara se dirigiera a la sede de Roma sin detenerse en ningún sitio hasta que estuviera junto al papa; y que cuando estuviera con el papa, le saludara de su parte, a él y a todos los cardenales; y que cuando le hubiese saludado, le rogase de su parte que mandara reunir su consistorio, pues a él quería dirigir algunas palabras, a él y a los cardenales de parte del mencionado señor rey; y que cuando esto se hubiera hecho, saludara de nuevo al citado papa y a todo su colegio y que, de su parte, se expresara así:
—Santo padre, mi señor el señor rey de Aragón os hace saber que se encuentra en Berbería, en un lugar que tiene por nombre Alcoll, y encuentra que desde este lugar se podría cobrar toda la Berbería si vos, santo padre, le queréis dar ayuda de dinero e indulgencias. Y que la mayor parte de esto puede quedar cumplido antes de que transcurra mucho tiempo. ¿Qué os diré? Que antes de que transcurran tres meses cree que habrá conquistado la ciudad de Bona, de la que fue obispo San Agustín, y luego la ciudad de Giger. Y cuando estas ciudades (que se encuentran en la costa de Alcoll, una al lado de levante y la otra de poniente) haya conquistado, considerad que dentro de poco tiempo tendrá todas las ciudades de la costa, y la Berbería es de tal condición que quien posea la costa dominará toda la Berbería. Son gente que en cuanto vean el gran desastre que se les avecina se harán cristianos en su mayor parte. Por todo lo cual, dicho señor rey os requiere en nombre de Dios que le otorguéis tan sólo estos dos socorros, y en breve, si Dios quiere, la santa Iglesia verá aumentar sus rentas en más de lo que le habréis adelantado, pues ya visteis cuanto hizo crecer el rey su padre la renta de la santa Iglesia, sin que hubiese obtenido ninguna ayuda. Por lo que, santo padre, esto os pide y requiere, y que os plazca no retrasarlo.
Y en el caso de que él, os contestara:
—¿Por qué no dijo esto a los mensajeros que le mandamos a Cataluña?
Vos le contestaréis:
—Porque no era el momento oportuno para descubrir a vos ni a nadie lo que estaba en su propósito, por cuanto había prometido y jurado a los mensajeros de Bucaró que a nadie en el mundo lo descubriría, por lo que, santo padre, no debéis doleros.
Y si por acaso él no quisiera otorgaros socorro alguno, vos protestaréis de nuestra parte, y en vuestra protesta le diréis que si no nos envía el socorro que nos le pedimos, por su culpa tendremos que volvernos a nuestra tierra, pues bien sabe él y todo el mundo que nuestro poder no es tanto en moneda para que por largo tiempo pudiésemos esto mantener, y que Dios habrá de demandárselo. Y que sepa bien que nos tenemos el propósito, que si nos concede el socorro que le pedimos, queremos dedicar toda nuestra vida a aumentar la santa fe católica, especialmente en esta parte adonde ahora hemos venido. Pero os ordenamos que este mensaje lo llevéis a cabo lo más apresuradamente posible.
—Señor —contestó el noble Don Guillermo de Castellnou—, bien comprendí lo que me habéis ordenado, de manera que quedaréis satisfecho, y apresuraos a concederme vuestra bendición y gracia, que yo os encomiendo a Nuestro Señor para que os defienda y os guarde y os dé la victoria sobre nuestros enemigos. Pero, señor, si bien os parece, hay otros ricoshombres mejor hablados a quien podríais remitiros, y yo agradecería mucho más a vos y a Dios que, en el caso en que os halláis, yo no tuviera que separarme de vuestro lado, pues todos los días veo que os metéis en lugares de mucho peligro, y me duele el corazón pensar que yo no estaré cerca de vos.
Y el rey empezó a reír y dijo:
—Seguro estoy, Don Guillermo, que vos tendríais mayor gusto en quedaros que en iros; y en cuanto al arrojo que nos atribuís en los hechos de armas, sabemos que podemos contaros entre los mejores que están bajo nuestra señoría. De manera que no nos añoréis, que a vuestro regreso encontraréis todavía tanto que hacer que bien podréis satisfacer vuestro deseo. Confiamos tanto en vos, que pensamos que en este mensaje y en otras ocasiones todavía más importantes sabréis dar buen cumplimiento como ningún otro barón que nos hayamos. De modo que pensad en marcharos y que Jesucristo os guíe y os devuelva a nos sano y salvo.
Después de esto, dicho noble inclinóse hasta el suelo y quiso besarle los pies, pero el señor rey no lo consintió y lo levantó y diole la mano. Y cuando le hubo besado la mano, el señor rey besóle en la boca. Y en seguida fueron aparejadas y armadas dos galeras, y él embarcó en ellas y decidió marcharse. ¡Que Dios le conduzca a buen salvamento!
Ahora le dejaré a él y volveré a hablar del señor rey y de los grandes hechos de armas que todos los días se hacían en Alcoll.
Ocurrió un día que los sarracenos decidieron formar en orden de batalla y dirigirse a la bastida del conde de Pallars completamente decididos a tomarla aun cuando les costara perder la vida. Pero cuando esto pensaron, un sarraceno que había vivido en el reino de Valencia vino de noche a ver al rey y le dijo:
—Señor rey, han pensado esto.
Y el rey le dijo:
—¿Cuál será el día en que esto quieren hacer?
—Señor —dijo él—, hoy es jueves, y el domingo por la mañana, que será festivo para vosotros, ellos se figuran que estaréis en misa, igual que muchos de vuestros barones, y por esto piensan dar entonces esta embestida.
—Ahora —dijo el rey— vete en buena hora, que mucho te agradecemos lo que nos has dicho, y nos te prometemos darte patrimonio allí donde naciste y entre tus amigos; y nos complace que estés entre esta gente y que nos hagas saber todo cuanto ellos se propongan. El sábado por la noche ven a vernos y nos dirás todo lo que hayan acordado.
—Señor —dijo él—, estad seguro de que estaré con vos.
Y el señor rey le hizo dar veinte doblas de oro, y se fue.
Y ordenó el señor rey a los escuchas que cada noche estaban en celada que en cualquier momento que se les acercara y les dijera «Alfandac» le diesen salvoconducto para ir y volver (puesto que él había nacido en el valle de Alfandac).
El señor rey reunió su consejo y les explicó lo que el sarraceno le había dicho, y ordenó a cada uno de sus vasallos y súbditos que estuviesen dispuestos, que el señor rey quería acometer a las huestes sarracenas. Y si alguna vez hubo gozo y alegría en una hueste, así fue en ella, que el día les parecía un año.
Mientras estaban con estos preparativos, vieron venir de levante dos barcas armadas, bien despalmadas, con gallardetes negros, que entraron directamente en el puerto y tomaron tierra. Si me preguntáis quién y qué clase de gente eran, os lo diré: eran sicilianos de Palermo, y venían cuatro caballeros y cuatro ciudadanos de dicho lugar como mensajeros de toda la comunidad de Sicilia, y eran personas muy sabias.
En cuanto hubieron tomado tierra, vinieron ante el señor rey y echáronse a sus pies, llorando y besando la tierra tres veces antes de llegar hasta él; andando de rodillas, arrastrándose, llegaron hasta sus pies y se los cogieron, gritando los cuatro a la vez:
—¡Señor, mercedi! ¡Señor, mercedi!
Y le besaron los pies, sin que nadie pudiese apartarlos; que al igual que la Magdalena con sus lágrimas lavó los pies de Jesucristo, así con sus lágrimas lavaron ellos los pies al señor rey. Los gritos, los lamentos y el llanto daban mucha pena; e iban todos vestidos de negro. ¿Qué os diré? Que el señor rey se echó para atrás y dijo:
—¿Qué pedís, y quién sois, y de dónde?
—Señor —dijeron ellos—, somos de la tierra huérfana de Sicilia, desamparada de Dios y de señor y de toda cosa buena terrena, cautivos, miserables, que todos estamos dispuestos a recibir muerte vil, hombres, mujeres y niños, si vos, señor, no nos socorréis. Por lo que, señor, venimos a vuestra santa y real majestad de parte de aquel pueblo huérfano clamándoos gracia por la santa pasión que Dios sufrió en la vera cruz para el linaje humano, para que tengáis compasión de ellos y para que les socorráis y les libréis del dolor en que se encuentran. Y debéis hacerlo, señor, por tres motivos: uno, porque vos sois el rey más santo y el más justiciero que en el mundo exista; la otra razón es porque la isla de Sicilia y todo el reino debe pertenecer a mi señora la reina vuestra esposa, y después de ella a los infantes vuestros hijos, puesto que ellos pertenecen a la santa línea del santo emperador Federico y del santo señor rey Manfredo, que legítimamente eran nuestros señores; y así, en consecuencia, debe ser mi señora la reina Constanza, esposa vuestra y señora nuestra, y luego, reyes y señores vuestros hijos y suyos La tercera razón es que todo rey santo está obligado a ayudar a los huérfanos, mozos y viudas; y como la isla de Sicilia está viuda desde que perdió tan buen señor como el santo rey Manfredo, podéis considerarla como tal; y los pueblos son tan huérfanos, que no tienen padre ni madre ni nadie que les ayude si Dios y vos no los socorréis; y las criaturas inocentes que están en la isla esperan la muerte, pues no puede confiarse en los jóvenes, que son de poca edad y no saben poner remedio a sus necesidades. Así, pues, santo señor, tened piedad y servios tomar aquel reino, que es tuyo y de tus hijos, y líbralos de la mano del Faraón, que tal como Dios libró al reino de Israel de las manos y el poder de Faraón, así, señor, puedes tú libertar aquel reino de la mano de la gente más cruel que exista, cuando tienen poder, como son los franceses.
El señor rey, movido a compasión, les hizo levantar y les dijo:
—Barones, sed bien venidos. Es verdad que el reino de Sicilia debe ser de la reina nuestra esposa y, después, de nuestros hijos, y nos disgustan mucho vuestros apuros. Hemos oído vuestro mensaje, y sobre cuanto nos habéis dicho hablaremos en consejo, y todo cuanto de bueno podamos hacer por vosotros nos lo haremos.
Y ellos contestaron:
—Señor, Dios os dé vida e infunda en vuestro ánimo la compasión de nuestra miseria. He aquí las cartas de cada una de las ciudades de Sicilia y cartas de los ricoshombres y de caballeros, de villas y castillos, que todos están dispuestos a obedeceros como señor y rey a vos y a cuantos luego vendrán después de vos.
Y el señor rey tomó las cartas, que eran más de cien, y mandó que se les diera buen hospedaje y ración de todo cuanto hubiesen menester.
Ahora les dejaré estar y volveré a los sarracenos, que se disponían a ir el domingo, en orden de batalla, contra la bastida del conde de Pallars.
El sábado por la noche el sarraceno volvió a dicho señor rey y dijo:
—Señor, estad preparado al alba con todas vuestras gentes, pues la batalla está dispuesta.
Dijo el rey:
—Nos, estamos contento de ello.
De inmediato el rey mandó que al alba estuviesen los caballos armados, y todo el mundo, tanto los sirvientes de mesnada como los almogávares y los hombres de mar, que lo estuvieran también, y se reuniesen todos tras las empalizadas. Y que cuando sonaran las trompas y las nácaras y el estandarte del señor rey se desplegaría, al grito de «¡San Jorge y Aragón!», todo el mundo atacara.
De modo que el señor rey mandó que todos se fuesen a dormir, pero todos sentían tanta alegría que apenas si hubo uno solo que pudiera dormir aquella noche. Cuando llegó el alba, todo el mundo estuvo preparado, y los de a caballo y de a pie, allí donde el señor rey se encontraba, fuera de las barreras.
Llevaba la vanguardia el conde de Pallars, y el noble Don Pedro Ferrandis, señor de Ixer, y otros ricoshombres. De modo que, en cuanto fue de día, los sarracenos, con sus batallas muy bien ordenadas, fueron hacia la bastida del cerro de Pica-baralla, y cuando vieron a los cristianos así preparados, maravilláronse y se dieron todos por muertos, tanto que muy a gusto les hubieran dado la espalda si se atrevieran. ¿Qué os diré? Que cuando el rey vio que ellos rehusaban y se iban parando, apresuróse a mandar a la vanguardia que atacara, e hizo desplegar el estandarte y las trompas y las nácaras sonaron, y la vanguardia atacó. Los sarracenos aguantaron de firme, tanto que los cristianos no los podían derrotar de tantos como eran. El señor rey cabalgó con el estandarte y arremetió entre los moros, y los moros se desbarataron de tal modo que no quedó ninguno en la vanguardia de los sarracenos, fuese porque escaparon, que lo hicieron un sinnúmero, sea porque murieron. En cuanto al señor rey, quiso cruzar una montaña que tenían delante, pero el conde de Pallars y otros ricoshombres gritaron:
—¡Ah, señor! No lo hagáis, por Dios, pues si seguís adelante dad por perdido todo lo que de Alcoll ha quedado y lo que hay en las tiendas, que allí sólo han quedado personas enfermas, niños o mujeres, y si esto perdíamos nos quedaríamos sin víveres. ¡Y además, señor, acordaos de vos mismo, que más apreciamos vuestra persona que todo lo demás de este mundo!
Pero el señor rey estaba tan enardecido contra los sarracenos que en nada de esto pensaba. Pero cuando comprendió lo que le decían acordóse y pensó que así era de verdad, de manera que se detuvo al pie de la montaña e hizo tocar la trompeta y todo el mundo se reunió con el señor rey y gallardamente y con gran alegría se volvieron a Alcoll. Y levantaron el campo, y aquel día ganaron tanto todas sus gentes que tuvieron bastante para pasarlo bien durante todo el viaje. Los sarracenos quedaron tan asustados y descorazonados que se echaron atrás más de una legua de donde solían estar, no porque les faltase gente, pues les llegaba todos los días tanta como pudiesen desear, sino porque no eran lo bastante valientes para atreverse a pensar que podían volver allí donde antes estaban. Antes el señor rey hizo quemar todos los cuerpos de los sarracenos para que aquel paraje no fuese más malsano.
Ahora dejaré estar al rey y a su hueste y hablaré del noble Don Guillermo de Castellnou. Pero antes quiero deciros el asombro de los sicilianos cuando hubieron visto lo que el rey de Aragón y su gente habían hecho y hacían todos los días. De modo que se decían entre ellos:
—Si Dios permite que este señor vaya a Sicilia, echad cuenta de que todos los franceses ya están todos muertos y vencidos y que nosotros todos estamos fuera de peligro, que ésta es la mayor maravilla que gente alguna haya hecho; con qué alegría y satisfacción van a la batalla, al revés de todas las gentes, que van a la fuerza y con temor.
Verdad es que era una maravilla sin igual, y que ellos se daban cuenta.
Cuando el noble Don Guillermo de Castellnou salió de Alcoll, yendo a orza y pujamen y a remo, pronto llegó a Roma con las dos galeras. Fue adonde estaba el papa, y en cuanto estuvo frente a él y su consistorio, hizo todo cuanto el señor rey le había mandado y le dijo todo cuanto el señor rey le había ordenado decir.
Cuando el papa lo hubo oído, respondió tal como el rey ya había imaginado y dijo:
—¿Por qué el rey de Aragón no nos mandó decir su propósito, como hace ahora, cuando estaba en Cataluña?
Dicho señor noble contestó como el señor rey le había dicho. ¿Qué os diré? Que el papa le contestó que puesto que entonces el señor rey se escondía de él, no iba a darle ningún socorro, ni de cruzada ni de nada, y dicho señor noble protestó en la forma que el señor rey le tenía mandado. Y de inmediato se despidió del papa, molesto y enojado, y díjole más de lo que el rey le había ordenado:
—Padre santo, yo me marcho con la cruel respuesta que me habéis dado. Quiera Nuestro Señor Dios verdadero que si a causa de vuestra respuesta algo malo le ocurre a la cristiandad, pese todo sobre vuestra alma y sobre la de aquellos que han permitido y aconsejado tal respuesta.
Y con esas palabras pensó en embarcar y vínose a Alcoll.
Cuando el rey le vio tuvo una gran satisfacción, en particular porque le quería mucho y le apreciaba por sus hechos de armas y demás. Reunió su consejo y quiso saber qué respuesta se traía, y él se lo contó todo.
Cuando el señor rey oyó la gran crueldad del papa, levantó las manos al cielo y dijo:
—Señor verdadero Dios, vos que sois principio y dueño de todas las cosas, os ruego que me juzguéis de acuerdo con mi pensamiento, que bien sabéis que mi voluntad era la de vivir y morir a vuestro servicio, pero también sabéis que esto no podía durar; por consiguiente, derramad vuestras gracias sobre mí y sobre mis gentes y servios socorrerme con vuestro consejo y ayuda.
Entonces dijo y rogó a todos los que formaban parte de su consejo que pensaran en lo que debían aconsejarle, y que asimismo él lo pensaría. Y con esto se separaron y se fue cada uno a su posada.
No pasaron cuatro días que llegaron otras dos barcas de Sicilia con mensajes parecidos a los que ya habían mandado, pero todavía más lastimosos. En una de las barcas venían dos caballeros y dos ciudadanos que eran de Mesina, que, como habéis oído, estaba sitiada por el rey Carlos, y todos estaban en circunstancias de morir o caer prisioneros. La otra barca había salido de Palermo con otros dos caballeros y dos ciudadanos, como ya habéis oído, con poderes de toda Sicilia. Vinieron todos vestidos de negro, con las velas negras y los estandartes negros, y por cada gemido que los otros dieron, éstos daban cuatro, de modo que dieron tanta lástima a todo el mundo que todos rompieron a gritar a un tiempo:
—¡Señor, a Sicilia! ¡Señor, a Sicilia! ¡Por amor de Dios, no dejéis perecer ese pueblo desgraciado que ha de ser de vuestros hijos!
Cuando los ricoshombres supieron la opinión de cuantos iban en la hueste, fueron juntos a ver a su señor y le dijeron:
—Señor, ¿qué pensáis hacer? Por amor y respeto al mismo Dios, tened piedad de ese pueblo desgraciado que de este modo os pide gracia. Que no puede haber señor tan cruel en el mundo, sea cristiano o sarraceno, que no haya de sentir compasión. Entonces, ¡cuánta más debéis sentirla vos por muchas razones que estos hombres os han dado y que son todas verdad! Cuanto más cuando ya habéis visto la cruel respuesta que os ha dado el papa. De modo que debéis creer que todo viene directamente de Dios, y que si a Dios placiera que vuestro propósito de permanecer en este lugar se cumpliera, también le hubiera placido que el papa os otorgara ayuda. Pero no quiso que os fuese otorgada para que vayáis a socorrer a ese pueblo desgraciado. Y además, señor, con esto podéis conocer lo que a Dios place, que bien sabéis que la voz del pueblo es la voz de Dios, y ya veis cómo gritan todas las gentes de vuestras huestes: «¡A Sicilia! ¡A Sicilia!». Entonces, ¿a qué esperáis, señor? Nosotros todos os prometemos, en nombre propio y de toda la hueste, que os seguiremos, y recibiremos y daremos la muerte a honra de Nuestro Señor Dios, y en honor vuestro, y socorreremos al pueblo de Sicilia. Estamos todos dispuestos y aun sin sueldo os seguiríamos.
Cuando el señor rey oyó esta maravilla y vio la buena voluntad de su gente, levantó los ojos al cielo y dijo:
—Señor, a vuestro servicio y en vuestro honor emprendo yo este viaje, y a vuestras manos encomiéndome yo y todas mis gentes.
Y añadió:
—Puesto que place a Dios y a vosotros, decidimos ir; con la gracia de Dios y a su guarda y de Nuestra Señora Santa María y de toda la corte celestial: ¡Vamos a Sicilia!
Y al instante, toda la gente gritó:
—Aur! Aur!
Y todos se arrodillaron y entonaron en alta voz la Salve Regina. Y aquella noche despacharon las dos barcas de Sicilia, que se fueron a Palermo con la buena noticia; y al día siguiente, el rey mandó embarcar todas las cosas, y los caballos, y todo cuanto tenían, y el último en embarcar fue el señor rey.
Y cuando estuvieron embarcados, que lo hicieron todos en tres días, las otras dos barcas de los sicilianos se fueron, comunicando que les habían visto tomando velas. ¡Y Dios nos dé tanta alegría como la que hubo en Sicilia cuando esto supieron!
Ahora dejemos al señor rey, que se va con buen viaje a Sicilia, y hablemos de los sarracenos.
Cuando los sarracenos vieron las velas en el mar, temieron que fuese otra armada que venía en ayuda del rey de Aragón y estuvieron cuatro días que no se atrevían a acercarse a Alcoll por temor a un engaño. Por fin fueron acercándose poco a poco, y cuando vieron que los cristianos se habían ido, celebraron grandes fiestas con gran alegría y volviéronse cada uno a su tierra con tales quejidos y llantos por los amigos y parientes que habían perdido, que para siempre se hablará en la Berbería y temerán a la casa de Aragón más que a ninguna otra casa de rey que haya en el mundo.
Y ahora les dejaré estar y volveré al rey de Aragón.
El señor rey tuvo un tiempo tan bueno, de a pedir de boca, de modo que en pocos días llegó a Trápani, a tres días de la salida de agosto del año antedicho mil doscientos ochenta y tres. Y así podéis saber el tiempo que permaneció en Alcoll, donde fue a la salida de mayo y tomó tierra en Trápani a los tres días de la salida de agosto, de modo que no creo exista en mundo de cristianos rey alguno que con sólo su poder tanto tiempo hubiese estado.
En cuanto hubo tomado tierra en Trápani se hicieron tan grandes luminarias en toda Sicilia (pues los hombres de Trápani mandaron correos a todas partes de Sicilia) que era una maravilla, así como la satisfacción que se notaba por doquier. Motivo tenían, puesto que Dios les había mandado al santo rey de Aragón para que les librara de las manos de sus enemigos y para que fuese para ellos guía y gobernador; tal como mandó a Moisés al pueblo de Israel y le entregó la vara, así el señor rey de Aragón libertará igualmente al pueblo de Sicilia. Pues todos podemos comprender que esto fue obra del mismo Dios.
Cuando el rey y sus gentes estuvieron en tierra, en Trápani, no me hace falta decir la satisfacción y alegría que todos sentían, hasta el punto que las mujeres y las doncellas, bailando, venían delante del rey de Aragón y gritaban:
—¡Santo señor, Dios te dé vida y te dé la victoria para que puedas librarnos de las manos de esos malvados franceses!
Y con tales cánticos y con estas alegrías andaban todos, que nadie se acordaba ni de su trabajo ni de su jornal.
¿Qué os diré? En cuanto lo supieron en Palermo, mandaron al señor rey la mayor parte de los ricoshombres con un gran tesoro y mucha moneda para que lo diera a sus gentes. Pero el señor rey no quiso aceptar nada, antes dijo que mientras no lo necesitara nada quería, pues él traía moneda y tesoro suficiente; pero que podían estar seguros de que él venía para recibirlos como vasallos y para defenderlos contra todas las personas del mundo.
De este modo se fue a Palermo, y toda la gente salió a recibirle a cuatro leguas de distancia, y quienes hayan visto grandes fiestas y grandes alegrías podrán deciros que aquélla fue la mayor que nunca se hiciera. Con grandes procesiones, satisfacción y alegría de hombres, mujeres y niños recibieron a dicho señor rey y le condujeron al palacio imperial, y luego dieron buenos aposentamientos a todos los que con él venían. Y al mismo tiempo que el señor rey entró por tierra, llegó la armada por el mar.
En cuanto todos se sintieron seguros, los prohombres de Palermo mandaron mensajeros a todas las ciudades, villas y castillos para que mandasen síndicos de todas partes que trajeran las llaves y el poder de cada lugar, y que las llaves del lugar, a título de señoría, las entregasen al señor rey y le prestaran juramento y homenaje, y le coronasen rey y señor. Y asi se hizo.