Hallándome un día en una alquería mía que tiene por nombre Xilvella y que se encuentra en la huerta de Valencia, y durmiendo en mi cama, se me apareció en una visión un prohombre viejo vestido de blanco, que me dijo:
—Muntaner, levántate y piensa en hacer un libro sobre las grandes maravillas que has visto que ha hecho Dios en las guerras en que tú has estado, pues place a Dios que por ti sean puestas de manifiesto. Y quiero que sepas que especialmente por cuatro cosas Dios ha prolongado tu vida, te ha mantenido en buena situación y te conducirá a buen fin. De cuyas cuatro cosas es la primera que, siendo así que tú has tenido muchas señorías, tanto en el mar como en la tierra, desde las cuales hubieses podido hacer mucho daño, no es mucho el que has hecho. La segunda es porque no has querido nunca guardar en tu poder a nadie para devolverle mal por mal, antes al contrario; muchos hombres de gran condición han caído a tus manos, y habiéndote causado mucho daño, dábanse ya por muertos, y tú entonces dabas gracias a Nuestro Señor de la merced que te hacía, y cuando se creían más perdidos, los devolvías a Nuestro Señor Dios verdadero, librándoles de tu prisión y los mandabas a sus tierras, salvos y seguros, vestidos y aparejados según correspondía a su condición.
La tercera razón es que Dios quiere que tú cuentes estas aventuras y maravillas porque no hay otro con vida que pueda hacerlo con tanta verdad. La otra es para que, sea cual fuere el rey de Aragón, se esfuerce en obrar bien y en bien decir, comprendiendo las gracias que Dios ha concedido en los asuntos que tú contarás, a él y a sus gentes, y que piense que de bien a mejor tienen que ir en todos los tiempos mientras ellos quieran con verdad y rectitud ocupar su tiempo, para que vean y comprendan que Nuestro Señor ayuda siempre a la rectitud. Que quien va y pelea con la verdad, Dios le exalta y le da la victoria y que, con poca gente, hace vencer y destruir a mucha que va con soberbia y malicia y confían más en su poder que en el poder de Dios. Y así, por estas razones, levántate y empieza tu libro y tu historia, de la mejor manera que Dios te inspire.
Y yo, cuando hube oído todo esto, me levanté y miré de encontrar a dicho prohombre, y no lo hallé en ninguna parte, de modo que hice la señal de la cruz en mi frente y dejé pasar algunos días, durante los cuales nada de esto quise comenzar. Pero otro día, y en aquel mismo lugar, vi en visión de nuevo aquel prohombre, que vino a decirme:
—¡Oh, loco! ¿Qué haces? ¿Por qué menosprecias mi mandato? Levántate y haz lo que te he ordenado, y sabe que si lo haces tú y tus hijos y todos tus parientes y amigos lo tendrán como un mérito ante Dios, por el afán y trabajo que ha de costarte, y aun será como un merecimiento que alcanzarás cerca de todos los señores que han salido y que forman la alta casa de Aragón.
Y se puso a santiguarme y bendecirme a mí, a mi esposa y a mis hijos, y se fue.
Y yo de inmediato empecé este libro, por lo que ruego a todos que lo oigan que lo tengan por cierto, pues es verdad cuanto oyeren, y que no tengan la menor duda. Y siempre que oigan hablar de batallas y hechos de armas estén seguros que todas las victorias están solamente en el poder y la voluntad de Dios y no en el poder de las gentes.
Y sepa cada uno que yo no encuentro ni puedo pensar que si la compañía de los catalanes ha durado tanto en Romanía sea por otra cosa sino porque los catalanes han tenido siempre dos cosas, y las tienen todavía, eso es: la primera, que por mucha victoria que alcanzaren no la atribuían nunca a su bondad, sino únicamente al poder de Dios, y la segunda es que siempre quisieron que la justicia reinara entre ellos. Y estas dos cosas estaban siempre en su querer, desde el más pequeño al mayor.
De este modo, por amor a Dios, vosotros, señores que oiréis este libro, confiaos en estas dos cosas especialmente. Y así, cuanto se os presente delante ejecutadlo, que Dios será quien mejor dirija vuestros actos. Pues quien medita en el poder de Dios y en el poder nuestro fácilmente ha de comprender que no hay en todo más que Dios y su poder. Por lo que señaladamente se hace este libro en honor a Dios y a su bendita Madre y de la casa de Aragón.
Por esto empezaré por la gracia que Dios otorgó al muy alto señor Don Jaime, rey de Aragón por la gracia de Dios, que fue hijo del muy alto señor el rey Don Pedro de Aragón y de la muy alta señora Doña María de Montpellier, que fue muy santa señora ante Dios y ante el mundo y era del más alto linaje del orbe, puesto que salió, por sí y por su linaje, de la casa del emperador de Roma[2].
Por esto empiezo con el tema de dicho señor Don Jaime, al que yo vi, y precisamente lo vi cuando yo era mancebo. Dicho señor rey fue a la citada villa de Peralada, donde yo nací, y se albergó en casa de mi padre, Don Juan Muntaner, que era uno de los mejores albergues de aquel lugar y estaba situado al extremo de la plaza.
Cuento estas cosas para que todo el mundo sepa que yo vi a dicho señor rey y que puedo decir de él cuanto vi y presencié, que, en lo demás, no quiero meterme sino únicamente en aquello que ocurrió en mis tiempos.
Y después de él me ocuparé de los hechos del muy alto señor Don Pedro, por la gracia de Dios rey de Aragón, hijo mayor suyo; y del muy alto señor Don Jaime, rey de Mallorca, igualmente hijo de dicho señor rey; y luego del muy alto señor rey Don Alfonso de Aragón, hijo del muy alto señor rey Don Pedro; y después del muy alto señor rey Don Jaime, hijo de dicho señor rey Don Pedro; y del muy alto señor rey Federico, hijo de dicho señor rey Don Pedro; y del muy alto señor Don Pedro, hermano suyo; y luego del muy alto señor infante Don Alfonso, primogénito del antedicho señor rey Don Jaime; y del señor infante Don Pedro, hijo de dicho señor rey Don Jaime; y del señor infante Don Ramón Berenguer, hijo de dicho rey Don Jaime; y del señor infante Don Jaime, primogénito de dicho señor rey de Mallorca; y del señor infante Don Fernando, hijo de dicho señor rey de Mallorca; y del infante Don Felipe, hijo de dicho señor rey de Mallorca; y todavía del señor infante Don Jaime, hijo del señor infante Don Fernando de Mallorca.
Y cuando hayamos hablado de todos estos y de los honores que Dios les concedió, a ellos y a sus súbditos, cada uno podrá bien saber cómo sobre ellos y sus pueblos Dios ha derramado su cumplida gracia, y que, si así le place, así será de ahora en adelante sobre todos aquellos que desciendan de ellos y de sus vasallos. Pero séales grato en todo momento el poder de Dios y que no confíen demasiado en su valer ni en su bondad, sino que dejen todas las cosas en las manos de Dios.
Muy claramente se puede comprender que la gracia de Dios está y debe estar con todos aquellos que son descendientes del señor rey Don Jaime antedicho, hijo del citado señor rey Don Pedro e hijo de la muy alta señora María de Montpellier, ya que su nacimiento fue un milagro evidentemente de Dios y por obra suya. Y a fin de que lo sepan todos cuantos de ahora en adelante oirán leer este libro, yo lo quiero contar.
Es verdad que dicho señor rey Don Pedro tomó por esposa y por reina a la dicha señora mía María de Montpellier por la gran nobleza de su linaje y por su propia nobleza y porque se acrecentaba, puesto que tenía, en franco alodio, la villa de Montpellier y su baronía.
Poco tiempo antes, dicho señor rey Don Pedro, que era joven cuando la desposó, por la fogosidad que sentía por otras gentiles señoras, ocurrió que no volvió a dicha Doña María, sino que cuando algunas veces venía a Montpellier no se acercaba a ella, de lo cual se sentían muy dolidos y descontentos todos sus súbditos, y especialmente los nombres de Montpellier.
Ocurrió una vez que dicho señor rey Don Pedro vino a Montpellier y se enamoró de una gentil señora de la ciudad, y por ella hacía armas a caballo, torneaba y lanceaba a tablado, y tanto se esmeraba que lo daba a comprender a todo el mundo.
Los cónsules y prohombres de Montpellier, que supieron esto, hicieron venir a un caballero, que era privado de dicho señor rey en tales menesteres, y le dijeron que si quería hacer lo que ellos le dirían le harían rico y le acomodarían para siempre. Él les dijo que le expusieran lo que deseaban, que no había nada en el mundo que él no hiciera en su honor, salvando siempre su lealtad.
De estas palabras pidieron unos y otro que se guardara secreto, y le dijeron:
—¿Adivináis lo que queremos deciros? Este es el motivo: sabéis que nuestra señora la reina cuenta entre las mujeres de este mundo buenas, santas y honestas, y sabéis que el señor rey no vuelve a ella, de lo que deriva gran mengua y daño para todo el reino. Dicha mi señora reina lo soporta como una mujer buena y no hace ninguna demostración de que lo sienta; pero el daño cae sobre nosotros, pues si dicho señor rey moría sin dejar heredero, causaría gran daño y deshonor en toda su tierra, y especialmente causaría gran daño a mi señora la reina y a Montpellier, que iría a parar a otras manos. Y nosotros por ningún motivo quisiéramos que Montpellier saliera jamás del reino de Aragón. Así, pues, si queréis, vos podéis prestarnos vuestra ayuda.
Contestó el caballero:
—Dígoos, señores, que no quedará por mí, en cuanto yo pueda prestar mi ayuda que sea en honra y provecho de mi señor el rey y de la reina mi señora María, y de todos sus pueblos, que por mí no ha de quedar.
—Ahora, pues, puesto que tan bien hablasteis, os diremos que nos consta que vos sois el privado del señor rey en este amor que siente para cierta mujer y que vos procuráis que la alcance. Por esto nosotros os rogamos que vos le digáis que habéis conseguido que posea dicha señora y que vendrá a él con el mayor secreto en su propia cámara, pero que quiere que no haya ninguna luz a fin de que no pueda ser vista de nadie. Esto habrá de causarle gran satisfacción y cuando él se haya acostado y todo el mundo se haya retirado de la corte, vos vendréis a encontrarnos aquí, en el lugar del consulado de Montpellier, y nosotros, los doce cónsules, estaremos junto con otros doce caballeros y ciudadanos de entre los mejores de Montpellier y de su baronía; y estará también mi señora María de Montpellier, la reina, con nosotros, junto con doce señoras honorables entre las más honestas de Montpellier, y junto con doce doncellas irá con nosotros junto a dicho señor rey. Y también vendrán con nosotros los dos mejores notarios de Montpellier, y el oficial del obispo y dos canónigos y cuatro religiosos de reconocida bondad. Y cada hombre y cada señora y doncella llevará un cirio en la mano, que encenderá cuando dicha Doña María entre en la cámara del señor rey. Y junto a la puerta de dicha cámara todos permaneceremos juntos hasta que esté cercana el alba, que vos abriréis la cámara. Y cuando esté abierta, nosotros, cada uno con su cirio en la mano, entraremos en la cámara del señor rey. Y entonces él se maravillará y nosotros le diremos todo lo ocurrido, y hemos de mostrarle que tiene junto a sí a dicha mi señora María, reina, y que tenemos fe en Dios y en Nuestra Señora Santa María que en aquella noche hubieron de engendrar tal fruto del cual Dios y el mundo todo ha de sentirse satisfecho y su reino provisto.
Cuando el caballero hubo oído y comprendido que su razonamiento era santo y justo, dijo que estaba dispuesto y que cumpliría cuanto ellos habían dicho, y que no se privaría de hacerlo ni aun por el temor de perder el afecto del rey ni siquiera su persona; que tenía confianza en Nuestro Señor, verdadero Dios, y que tal como lo habían pensado y dispuesto así sería llevado a buen fin, y que de esto podían estar todos seguros.
—Sin embargo, señores —dijo el caballero—, puesto que vosotros tan bien lo habéis pensado, os ruego, por favor, que añadáis algo más.
Y ellos dijeron:
—Estamos dispuestos a hacer lo que vos aconsejéis.
—Entonces, señores, para mayor honra de Dios y de mi señora Santa María de Vallvert, hoy es sábado y hemos empezado a tratar de estos asuntos, y os suplico y aconsejo que el lunes, en homenaje a Dios y a mi señora Santa María, empiecen todos cuantos presbíteros y ordenados haya en Montpellier a cantar misas de mi señora Santa María, y háganlo durante siete días por los siete gozos que ella obtuvo de su estimado Hijo para que le plazca que a nosotros todos nos dé Dios gozo y alegría por lo tratado y que dé fruto para que el reino de Aragón y el condado de Barcelona, de Urgel y Montpellier, y todas las demás tierras queden bien provistas de buen señor. De modo que ordenaría que el domingo siguiente por la noche ejecutemos todos los hechos según hemos tratado, que al mismo tiempo se hagan cantar misas a Nuestra Señora Santa María de Vallvert.
En esto todos estuvieron de acuerdo, y ordenaron además que el domingo en que esto se haría toda la gente de Montpellier fuesen a las iglesias y que velasen todos rezando oraciones mientras la reina estaría con el rey, y que todos hubiesen ayunado el sábado a pan y agua.
Así quedó ordenado y dispuesto, y todos juntos, tantos como habían estado en el consejo, se fueron a mi señora Doña María de Montpellier, reina de Aragón, y le dijeron todo cuanto habían ordenado. Dicha señora díjoles que ellos eran sus vasallos y que era cierto que por todo el mundo se decía que el más sabio consejo del mundo era aquel de Montpellier, y así, puesto que todo el mundo daba de ello testimonio, a ella le parecía que debía darse por satisfecha con su consejo y que tomaba su visita como si ocupara el puesto de la salutación que el ángel Gabriel hizo a mi señora Santa María, y que así como aquella salutación se cumplió para la salvación del humano linaje, así llegase a cumplirse lo tratado a satisfacción de Dios y de mi señora Santa María y de toda la corte celestial, a honor y provecho del alma y el cuerpo del señor rey y suya y de todos sus vasallos, y que así se cumpla, amén.
Y con esto partiéronse todos con gran alegría, y ya podéis figuraros que aquella semana estuvieron todos en oración y en ayuno, y particularmente la señora reina.
Ahora, alguien podría preguntar:
—¿Cómo fue posible que de todo esto el rey no se enterara, puesto que públicamente, aquella semana, la pasaron todos en oraciones y ayunos y especialmente la señora reina?
Respondo y digo:
—Que estaba ordenado que por todas las tierras de dicho señor rey todos los días se hiciera oración, especialmente para que Dios pusiera paz y buen amor entre dicho señor rey y la señora reina, a fin de que Dios les diese a ellos tal fruto que fuese a satisfacción de Dios y en bien de todo el reino, y especialmente cuando el señor rey se encontraba en Montpellier, se celebraba una procesión muy lucida. Y cuando se lo decían al rey, él contestaba:
—Hacen bien; será lo que Dios quiera.
Y así, por esta buena palabra que el rey decía y por muchas otras buenas que decían el rey y la reina y sus pueblos, quiso Nuestro Señor Dios verdadero que se cumpliesen las profecías cuando así fue su gusto y como más adelante veréis. Ya que de las ordenanzas que se daban no se explicaba el motivo, y por esto el rey no se enteraba de nada y nadie sabía lo que tenía que ocurrir, salvo aquellos que habían estado en el consejo.
Y así, dichas oraciones y misas y ejercicios piadosos se fueron haciendo durante los siete días de aquella semana. Entre tanto el caballero se ocupó del negocio y lo llevó a buen fin, tal y como habéis visto que se había convenido.
De modo que el domingo por la noche, cuando en el palacio todo el mundo estaba acostado, dichos veinticuatro hombres buenos, y abades y priores, y el oficial del obispo, y los religiosos, y las doce señoras, las doce doncellas, con los cirios encendidos en la mano, entraron en el palacio junto con los dos notarios y llegaron hasta la puerta de la cámara del rey. Y allí entró mi señora la reina. Y ellos permanecieron fuera, de rodillas y en oración, todos juntos. Y el rey y la reina estuvieron solazándose, puesto que el rey se figuraba que la mujer que tenía cerca era aquella señora de la que estaba enamorado.
E igualmente estuvieron aquella misma noche abiertas todas las iglesias de Montpellier, y todo el pueblo estaba en ellas rogando a Dios, como antes hemos dicho que estaba ordenado.
Cuando llegó el alba, todos los prohombres y prelados, y los religiosos, y las mujeres, cada uno con su cirio encendido en la mano, entraron en la cámara donde el rey se encontraba en su lecho junto con la reina. Sorprendióse y saltó de inmediato encima del lecho y echó mano a la espada. Y todos se arrodillaron y dijeron llorando:
—Señor, sírvase vuestra merced ver quién yace a vuestro lado.
Y se incorporó la reina, y el rey la reconoció. Y entonces le explicaron cuanto habían tratado. Y el rey dijo que, puesto que así era, quisiera Dios que se cumpliera su intención.
Aquel mismo día, el rey montó a caballo y salió de Montpellier.
Los prohombres de Montpellier retuvieron a seis caballeros de entre los que el rey más amaba, y con todos ellos, como tenían convenido, ordenaron que no se separasen de palacio ni de la reina, ni ellos ni las señoras que allí habían estado, ni las doncellas, hasta que se hubiesen cumplido nueve meses. Igualmente los dos notarios, ante el rey, levantaron actas públicas de lo acontecido, y aquella misma noche lo escribieron y lo fecharon.
De este modo, todos juntos, con gran solaz y alegría, estuvieron con la reina, y la alegría fue mucho mayor cuando supieron y vieron que Dios había querido que su convenio llegase a buen fin, pues la reina engordó, y a los nueve meses, como manda la naturaleza, dio a luz un niño bello y gracioso, que en buena hora nació, para satisfacción de los cristianos, y en especial de sus pueblos, ya que nunca nació señor a quien Dios concediera mayores gracias ni más señaladas.
Con gran alegría y gran satisfacción bautizáronlo en la iglesia de mi señora Santa María de les Taules de Montpellier, y pusiéronle por nombre Don Jaime, por la gracia de Dios, el cual reinó mucho tiempo con grandes victorias, dando gran crecimiento a la santa fe católica y mayormente a todos sus vasallos y sometidos. Dicho infante Don Jaime creció y avanzó más en un día que lo hiciera otro en cuatro.
No hacía mucho tiempo que el buen rey su padre murió[3] y él fue coronado rey de Aragón y conde de Barcelona y de Urgel y señor de Montpellier. Y tuvo por esposa a la hija del rey Don Fernando de Castilla, de la que tuvo un hijo, que fue llamado Don Alfonso, que hubiese sido señor de gran valor y pujanza si viviera, pero murió antes que el rey su padre, por lo que no hace falta hablar de él. La reina madre de dicho infante Don Alfonso hacía ya mucho tiempo que había muerto, que poco tiempo estuvo con dicho señor rey.
Luego dicho señor rey tomó por esposa a la hija del rey de Hungría[4], y de ésta tuvo tres hijos y tres hijas. El mayor tuvo de nombre infante Don Pedro, el otro infante Don Jaime y el otro infante Don Sancho, que fue arzobispo de Toledo. De las hijas, una fue reina de Castilla, otra reina de Francia[5] y la otra esposa del infante Don Manuel, hermano del rey de Castilla.
De cada una de estas dos reinas, en vida de dicho señor rey Don Jaime, salieron grandes generaciones de hijos y de hijas. Y con el infante Don Pedro y el infante Don Jaime ocurrió otro tanto, a los cuales dicho señor rey Don Jaime conoció en su vida.
Pero volveré de ahora en adelante a mi propósito, o sea, a los hechos de dicho señor rey Don Jaime.
Digo, pues, y así fue de verdad, que él fue rey de ventura y rey de virtud y de gracia, pues señaladamente habéis comprendido que obra de Dios fue su nacimiento, que constituye uno de los mayores milagros y más visibles que Dios ha hecho desde que tomara carne humana de mi señora Santa María. Porque cada uno de los reyes que ha habido en Aragón y en Mallorca y en Sicilia y que habrá de ahora en adelante descendientes suyos, podemos decir que son en el mismo grado reyes de gracia y de virtud y de verdadera naturaleza real, y así como es Dios quien los ha creado, así los exalta y los exaltará siempre frente a todos sus enemigos. Por esto el santo padre, abandonando a todos los demás reyes del mundo, haría un gran servicio a toda la cristiandad si con el rey de Aragón se aliase y uniera y afirmase ya que éste, con la provisión suficiente que le diera del tesoro de la santa Iglesia, le ganaría la tierra de Ultramar y aniquilaría a todos los infieles, ya que la obra que Dios realizó al hacer que naciera dicho señor rey Don Jaime de Aragón no la realizó inútilmente, sino que lo hizo para su servicio, como ha quedado demostrado desde aquel tiempo hasta ahora, y como se seguirá demostrando de ahora en adelante.
Inútil sería el esfuerzo de quien quisiera contradecir esta obra de Dios, pues es cosa cierta que cuanto más importantes sean los que a los descendientes de aquel señor se opongan, mayor quebranto han de recibir, pues contra la obra que Dios ha creado y hecho nada puede prevalecer.
Así, pues, señores de Aragón y de Mallorca y de Sicilia, que procedéis y sois descendientes de este señor Don Jaime que Dios por su acción y virtud mandó nacer, estad tranquilos y con buen ánimo y aunad vuestra voluntad, y así seréis soberanos de todos los príncipes del mundo; y que las malas lenguas no os hagan separar por nada en el mundo, que el separaros sería contrario a lo que Dios ha establecido, y teneos por satisfechos de lo que Dios os ha dado y os dará. Y tened siempre presente lo que antes habéis escuchado, pues bien podéis comprender que sois todos hechura de Dios y Dios es verdad, misericordia y justicia. De modo que la verdad, la misericordia y la justicia estén con vosotros.
Después de lo expuesto, para que cada uno tenga noticia de las grandes gracias que Dios hizo durante toda su vida a dicho señor rey Don Jaime de Aragón, quiero contároslas sumariamente, pues no pienso decirlas todas por su orden, absteniéndome de ello, puesto que ya son muchos los libros que se han escrito sobre su vida, y de sus conquistas y de su bondad y caballerías e intentos y proezas. Pero en resumen os las contaré, para que sirvan a la mayor inteligencia de aquello de que os quiero hablar.
Como ya os dije, nunca nació rey a quien Dios concediera tantas gracias durante su vida como las que otorgó a este señor rey Don Jaime, y de estas gracias que Dios le concedió voy a contaros parte.
Primeramente, realizó un gran milagro con su nacimiento, como antes os he contado. Después que se vio que era el príncipe más grande del mundo y el más sabio, y el más generoso, el más recto y el que fue más amado de todas las gentes, tanto de sus sometidos como de los extranjeros y particulares, que nunca hubo rey que tanto lo fuese, hasta el punto que mientras el mundo dure se le nombrará como «el buen rey Don Jaime de Aragón». Os diré luego que amó y temió a Dios sobre todas las cosas, y quien quiere a Dios también ama la justicia y la verdad y la misericordia, de todo lo cual él estaba ampliamente dotado. Luego, que fue mejor en armas que ningún otro, y todas estas gracias yo las pude ver y saber como todos aquellos que le vieron y de él oyeron u oirán hablar.
Luego concedióle Dios la merced de tener buenos hijos y buenas hijas y buenos nietos y nietas, que conoció en su vida, tal como antes os he contado. Todavía, además, hízole Dios la gracia de que, antes de que hubiese cumplido los veinte años, conquistara el reino de Mallorca, y lo tomó de los sarracenos con mucho trabajo, que hubieron de sufrir él y sus gentes, tanto por las batallas como por la escasez de víveres, como por las enfermedades, como por otras causas, como podréis ver en el libro que se hizo de la toma de Mallorca. Y todavía quiero que sepáis que dicha toma se realizó con mayor valor y bizarría que ninguna otra, pues la ciudad de Mallorca es una de las ciudades más fuertes del mundo y de las mejor amuralladas.
Ocurrió que como el sobredicho señor rey Don Jaime hubo mantenido por largo tiempo, pese al frío y al calor y a la escasez de alimentos, el sitio, mandó al buen conde de Ampurias que abriese un foso, por el cual la ciudad pudo ser invadida, pues un gran trozo del muro se hundió el día del bienaventurado mi señor San Silvestre y de Santa Coloma, cosa que ocurrió el año mil doscientos veintiocho.
Por el sitio antedicho donde se hizo el foso, la hueste de dicho señor rey entró en la ciudad, y quiero que sepáis que dicho señor rey, por el esfuerzo de sus gentes, fue de los primeros que, con la espada en la mano, llegó a la calle que ahora se llama de San Miguel, donde más fuerte era la lucha.
El señor rey reconoció al rey sarraceno y, a fuerza de armas, se acercó a él y le cogió por la barba. Y así lo hizo porque había jurado que jamás abandonaría aquel lugar hasta que a dicho rey sarraceno cogiese por la barba, y así quiso cumplir su juramento.
Este juramento lo hizo el señor rey porque el rey sarraceno le había arrojado, mediante trabucos y a donde estaba su hueste, varios cautivos cristianos, por lo que a Nuestro Señor plugo que los vengase.
Después que hubo tomado la ciudad se le rindió todo el reino. Tuvo que dejar la isla de Menorca, que está a treinta millas de la isla de Mallorca, en manos de su almojarife, que se convirtió en su hombre y su vasallo y convino con él que le entregaría todos los años determinado tributo. Y lo mismo ocurrió con la isla de Ibiza, que está a sesenta millas de la isla de Mallorca. Cada una de ellas es isla buena y honrada y cada una tiene cien millas de perímetro y cada una estaba muy bien poblada de buena gente de moros.
Esto hizo dicho señor rey porque no podía detenerse, pues los sarracenos del reino de Valencia hacían correrías en gran parte de sus tierras, de modo que las fronteras sufrían gran daño, por lo que fue necesario que acudiese a ella. Y especialmente por esto dejó así dichas islas, que, en aquella ocasión, no echó a los sarracenos y también las dejó porque, como tenía que poblar con su gente la ciudad de Mallorca y toda la isla, una población habría valido menos que la otra, por lo que le pareció mejor, y así lo hizo, dejar dichas dos islas pobladas de sarracenos, ya que siempre estaría en su mano conquistarlas luego.
Cuando hubo tomado dicha ciudad y toda la isla de Mallorca, hizo muy grandes donativos a todas sus gentes y muchas gracias. Pobló dicha ciudad e isla con mayores franquicias y libertades que tenga otra ciudad en el mundo, por lo que es hoy una de las buenas ciudades que en el mundo hay y noble y con las mejores riquezas, poblada toda por catalanes y todos de lugares honrados y buenos, de los que hoy han salido herederos, que son la gente más provechosa y mejor criada que pueda haber en cualquier ciudad que haya en el mundo.
Cuando todo esto estuvo hecho, volvióse a Cataluña y después a Aragón, y en cada una de estas provincias celebró cortes y dio a sus barones y súbditos muy ricos dones y franquicias y libertades, igual a lo que había hecho en Mallorca.
Y no creáis que estuviera mucho merodeando por la tierra, sino que enseguida se fue a Tortosa, que estaba en la frontera, y empezó la guerra con el rey sarraceno de Valencia y con todos los demás sarracenos del mundo, tanto por mar como por tierra, y soportando lluvias, vientos, truenos, hambres, fríos, calores, iba conquistando villas, castillos, burgos y lugares de las montañas y los valles, cogiéndolas a dichos sarracenos. Y duró tanto este empeño que, desde que salió de Mallorca hasta que puso sitio a la ciudad de Valencia y la hubo tomado, transcurrieron ni más ni menos que diez años.
Después que hubo tomado dicha ciudad de Valencia, lo que ocurrió al atardecer de San Miguel del año mil doscientos treinta y ocho, y poblada que la hubo con su propia gente, fue conquistando y apoderándose de cuanto había en el reino de Valencia, dirigiéndose hacia el reino de Murcia. De modo que tomó Algecira, que es de las más fuertes villas del mundo y buena villa y honrada, y luego tomó el castillo de Játiva y la villa. El castillo de Játiva es el más regio castillo que hombre haya, eso es, que ningún rey haya, y la villa, buena y grande y de gran valía y fuerte y bien amurallada. Tomó después el castillo de Cossentaina, y la villa de Alcoy, y Albaida, Penáglia y muchos otros lugares que sería largo escribir. Y asimismo, con muchos barones sarracenos que había en dicho reino, firmó treguas para poder poblar los lugares que había tomado, pero con todos aquellos con quienes firmaba treguas se estipulaba el pago de una cantidad anual.
Y tomó, además, todavía el castillo de Cullera, que está a la orilla del mar, y la villa y el castillo de Corbera y el valle de Alfandac, con tres castillos que había. Después tomó Bairén, que es castillo fuerte y bueno; luego Palma, Vilallonga, Rebollet, Galinera y el valle de la Guar, el valle de Aixelló, el valle de Jávea, Alcalá, Segaría, Denia, Locaibe, Pop, Tárbena, Garix, Bérdia, Cap, Altea, Polop, Godalest, Confrides y el castillo Orxeta, Finestrat, Relleu y muchos otros castillos y villas que están por aquel lado. Todavía tomó Serra, Alocau, Torres, Castellnou, la ciudad de Segorbe y el castillo y la villa de Jérica, Castalia, Tibi, Ibi, Saixona y otros muchos lugares que están por aquel lado. Y tomó Quart, Manises, Paterna, Ribarroja, Vilamarxant, Cheste, Benaguacil, Liria, Chiva, Buñol, Macastre, Madrona, Xulell, Vall de Aiera, que son siete castillos en un valle, y Navarrés y Llombai, Enguena y todas las Terres Albes, que son más de diez castillos; y muchos otros lugares, los cuales yo no quiero escribir por esto que os he dicho antes, que en el libro que se ha hecho de la conquista lo encontraréis. Pero antes de que hubiese conquistado la ciudad de Valencia ya había conquistado muy buenos lugares, villas y castillos, así como os he dicho antes. Primeramente conquistó, al salir de Tortosa hacia la marina, Amposta, que en aquel tiempo era lugar real, y el castillo de Ulldecona, Peñíscola, Oropesa, Castellón y Burriana, Almazora, Xilxes, Almenara, Vall de Segon, Murviedro y el Puig. Asimismo conquistó, hacia la tierra firme, Vall de Roures, Morella, Sant Mateu, Cervera, Valltraiguera, La Jana, La Salsadella, Les Coves, Cabanes y Bell-lloc, Vilafamés, y el castillo de Muntornés, Burriol, Nules, y el castillo de Uxó, y La Vall, Altura y todo el río de Mijares, que son treinta castillos fuertes a maravilla; y el castillo y la villa de Onda, que tiene tantas torres como días tiene el año (y lo mismo tiene Denia, de la que antes os he hablado); y muchos otros castillos que en el libro de la conquista encontraréis.
Y cuando todo esto hubo conquistado y ordenado, quiso ir a visitar el reino de Aragón y Cataluña, y el condado de Rosellón y el de Cerdaña y de Conflent, que su primo hermano el conde Don Nuño Sánchez le dejó y que con él había pasado a Mallorca. Y asimismo fue a visitar Montpellier, que tenía muchos deseos de ver. Y en cada uno de los lugares donde iba hacían grandes procesiones y alababan mucho a Nuestro Señor verdadero Dios, que les había salvado, y hacían bailes y juegos y diversiones de distintas maneras, y todo el mundo se esmeraba en lo que pudiera hacer honor y placer. Y él asimismo a todos concedía dones y tantas gracias que todavía se sienten dichosos los descendientes de aquellos que los recibieron.
En tanto el rey se entretenía con estas diversiones, los sarracenos del reino de Valencia, que estaban en paz y tregua, cuando supieron que el rey se encontraba lejos, se levantaron y, antes de que el rey pudiese acudir, se habían apoderado de muchos castillos y lugares. Tal como lo tenían pensado y con el consejo y la ayuda del rey de Murcia y el rey de Granada, levantáronse en las fronteras con los castillos que pudieron alcanzar, de los que obtuvieron muchos antes de que los cristianos se diesen cuenta. Recorrieron todo el país, cautivaron a muchos cristianos y causaron mucho daño.
De inmediato el procurador del reino y los ricoshombres de la ciudad, las villas y los lugares mandaron sus mensajes al señor rey dándole a conocer toda la verdad del hecho, de todo lo cual quedó muy disgustado. Enseguida ordenó que el señor infante Don Pedro, su hijo mayor, se dispusiera a ir al reino de Valencia y que llevase buena compañía de caballeros de Cataluña y Aragón. Y le dio el mismo poder en todas las cosas como si se tratase de su propia persona.
Dicho señor infante Don Pedro, siendo como quien era, hombre de elevado espíritu y mejor que ninguno que hubiese nacido o haya de nacer, con gran satisfacción y alegría, recibió dicho poder. Y se despidió del rey su padre, quien le bendijo y le santiguó y le otorgó su gracia. De inmediato decidió ir al reino de Valencia con los ricoshombres, caballeros y peones de Cataluña y Aragón, y cuando estuvo en la ciudad de Valencia pensó en ordenar sus ricoshombres y caballeros, ciudadanos y almogávares[6] y sirvientes de mesnada y hombres de mar, y los repartió todos por aquellos lugares donde veía que hacían mayor falta.
Fuese él hacia Játiva y se encontró con los moros, que eran muchos, en el canal de Alcoy, y los derrotó y sembró entre ellos muerte y confusión.
Luego se fue a otro sitio e hizo otro tanto, de modo que cuando se pensaba que estaba en un lugar estaba en otro, y donde no podía alcanzar a caballo, iba a pie con los almogávares. Llevó de este modo con tal dureza la guerra que los moros no sabían qué hacer, pues donde se figuraban estar más seguros, en aquel lugar los hacía prisioneros y los mataba y cautivaba cuantos quería; de modo que les puso en el corazón la muerte y el miedo de tal modo que no sabían qué hacerse.
Decidieron acoplarse en un fuerte castillo que está a una legua de Játiva, que se llama Montesa, creyendo que desde este lugar podrían dañar a todo el territorio. Pero dicho señor infante supo su propósito por medio de los espías que tenía entre ellos, y dejó que se reunieran en gran número, y una mañana, antes de que fuese de día, estuvo él rodeando el castillo y su mole con mucha gente de a pie, y mandó por todo el país que sus ricoshombres y caballeros se uniesen a él, y así se hizo como él lo ordenó. De este modo vino la hueste de la ciudad de Valencia y de todas las villas del reino. Y sitió dicho puesto de Montesa y túvolo de tal modo sitiado que se le rindieron.
En cuanto el citado puesto de Montesa se hubo rendido, todos los lugares que se habían levantado se rindieron, de modo que no cabe duda que puede decirse que dicho señor infante Don Pedro conquistó de nuevo gran parte del reino de Valencia. Y así todos los días llegaban al rey su padre noticias de los grandes esfuerzos, caballerías, almogaverías y asaltos que dicho señor infante hacía sobre los moros, de todo lo cual sentía gran satisfacción y agrado.
En cuanto el rey Jaime pudo se vino al reino de Valencia, especialmente porque recibió un mensaje, según el cual el rey Don Alfonso de Castilla, que era su yerno, quería verse con él y que se iba a Valencia junto con la reina, su hija y los infantes. Para honrar y como prueba de amor hacia dicho rey Don Jaime, que él tenía como padre, pensó ir a Valencia.
Y encontró al infante Don Pedro que había destrozado a todos los moros que se habían rebelado y se sintió muy alegre y satisfecho de él y sus acciones. Finalmente, trató y ordenó las cosas para darle esposa, puesto que de muchas partes le proponían muchos y honrosos matrimonios de hijas de emperadores y reyes. Por fin decidió darle la hija del rey Manfredo, que era rey de Sicilia y del Principado y de la Tierra de Labor, y de Calabria, y de la Tierra de Tarento, y de la Tierra de Trento, y de Pulla y de los Abruzos y de toda aquella comarca hasta la ciudad de Escales, que está en la Marca de Ancona; y en su mar tenía la Playa Romana hasta San Fabián, que está en el mar de dicha ciudad de Escales y de Fermo; y era hijo del emperador Federico, que era el más alto señor del mundo y de la mejor sangre. Y dicho señor rey Manfredo vivía más honorablemente que ningún otro rey que en aquellos tiempos hubiese en el mundo y con los mejores hechos y dispendios.
Por esto aquel matrimonio plugo al señor rey de Aragón y al señor infante Don Pedro, su hijo, más que ningún otro que en el mundo se pudiera. De modo que nombró mensajeros buenos y honorables, que fueron a cerrar el hecho con los mensajeros del rey Manfredo, que, con tal motivo, habían venido, y cuando estuvieron en Nápoles cerraron su trato con el rey Manfredo, y con diez galeras bien armadas condujeron a la doncella, que era de edad de catorce años, y era la criatura más bella y la más inteligente y la más honesta que hubiese nacido después de la Señora Santa María.
Y con gran satisfacción y gran alegría, muy bien acompañada de ricoshombres y doncellas, la condujeron a Cataluña.
Y dicho señor infante tomóla por esposa legítimamente, así como manda la santa Iglesia. Y en las bodas estuvo el buen rey su padre y todos sus hermanos y todos los barones de Aragón y de Cataluña. Y podría contaros los grandes acontecimientos que en aquellas bodas se celebraron, pero quien quiera saberlos que recurra al libro[7] que se hizo del infante Don Pedro después que fue rey, y allí encontraréis los nobles actos y dones que en aquellas bodas se hicieron y otros largos relatos que yo dejo de escribir porque ya están escritos.
Y de esta doncella, que tenía por nombre reina Costança, tuvo dicho señor infante Don Pedro muchos hijos, de los cuales sobrevivieron a dicha señora reina y al rey su padre cuatro varones y dos doncellas, esto es, a saber: el infante Don Alfonso, el infante Don Jaime, el infante Don Federico y el infante Don Pedro. Y de cada uno de estos señores nacieron los más sabios príncipes del mundo y los mejores en armas; y de todos sus hechos, cuando haya lugar y tiempo, hablaremos, como encontraréis más adelante. Y de las doncellas de las que antes he hablado, fue una reina de Portugal, y lo es todavía, y la otra fue esposa del rey Roberto de Jerusalén.
Y una vez celebrado este matrimonio, dio el rey esposa a su otro hijo de nombre el infante Don Jaime, y diole por esposa la hija del conde de Foix, que es el barón más honrado y el más rico que haya en el Languedoc; cual hija del conde de Foix tenía por nombre mi Doña Esclaramunda, y fue de las más sabias señoras y de mejor vida y más honesta que hubiese habido. Y en dichas bodas acontecieron grandes hechos realizados por los barones de Aragón y de Cataluña y de Francia y de Gascuña y de todo el Languedoc.
Y de esta señora tuvo dicho señor infante Don Jaime muchos hijos y muchas hijas, de los cuales sobrevivieron al padre y a la madre cuatro hijos y dos hijas, al igual que del señor infante Don Pedro. El primer hijo habido tuvo por nombre el infante Don Jaime, el otro el infante Don Sancho, el otro el infante Don Fernando y el otro el infante Don Felipe. Y de todos estos señores os contaré su vida y sus hechos cuando haya tiempo y lugar. Y de las doncellas, una fue la mujer de Don Juan, hijo del infante Don Manuel de Castilla, y la otra, esposa del antedicho Roberto, rey que la tomó después que fue muerta Doña Violante, hija que fue del señor rey Don Pedro. Y de todos estos infantes os contaré su vida y costumbres cuando haya tiempo y lugar.
Después que hubo casado estos sus dos hijos, hizo arzobispo al tercer hijo, que tenía por nombre el de infante Don Sancho, que fue muy piadoso y bueno, que en tiempos de su vida se le tenía por uno de los mejores prelados del mundo y de los más sabios y honestos y que mucho ayudó a acrecentar la santa fe católica en España y causó gran daño y mengua a los sarracenos. Tanto que al final murió en batalla contra los sarracenos, de modo que puede ser contado entre la lista de los mártires por la santa fe católica y glorificar su muerte.
Y cuando dicho señor rey Don Jaime de Aragón vio cumplidas todas estas cosas, se sintió alegre y satisfecho, y arregló sus reinos.
Volveré ahora a lo dicho de Don Alfonso de Castilla, que vino a Valencia con la reina su esposa y con los infantes. Dicho señor Don Jaime de Aragón salió a recibirle con sus hijos, hasta los mojones del reino, y ordenó en tal forma el país que todos cuantos venían con el rey de Castilla no encontraron nada que se les vendiera por dinero alguno, antes todos venían a tomar ración de todo cuanto pedían de boca, en la corte del señor rey de Aragón. Y dióseles con tal abundancia de cuanto pedían y habían menester que sus troteros vendían por las plazas carneros enteros y cabritos y cuartos de ternera y de vaca, y pan y vino, capones y gallinas, conejos, perdices y toda clase de volatería; de modo que la gente del lugar donde se encontraban vivían casi por nada; tan a buen precio vendían todas las cosas. Y así duró este cargo más de dos meses que el rey de Castilla estuvo en Valencia y en su reino, que ningún dinero gastaron ni él ni nadie que con él estuviere. Y durante este tiempo podéis imaginar cómo vivieron los reyes y las reinas y los infantes, condes y vizcondes, barones, prelados y caballeros (que muchos había de todos los reinos) y ciudadanos y hombres de mar, en la mayor alegría y diversión.
Hallándose reunidos, el rey de Castilla habló un día al rey de Aragón y le dijo:
—Padre, bien sabéis que cuando me disteis a vuestra hija por esposa me prometisteis que me ayudaríais a conquistar el reino de Murcia. Es verdad que, en dicho reino, lleváis buena parte de la conquista, puesto que vuestro es Alicante, Elche, Valle de Elda, de Novelda, Aspe, Petrer, Crevillente, Favanella, Callosa, Orihuela, Guardamar, hasta el campo de Muntagut por tierra y por mar hasta Cartagena. Y la ciudad de Murcia y aún Muntagut, Molina, Seca, Cartagena, Alhama, Lorca, Mula, Caravaca, Senes, Bulles, Nogalt, Llibreny, Belena, Almansa y muchos otros castillos que son de dicho reino, pertenecen a nuestra conquista. De modo que, puesto que Dios os ha hecho tanta gracia que habéis conquistado el reino de Valencia, os ruego, en la forma que un hijo puede rogar a un padre, que me ayudéis a conquistar dicho reino y que, cuando esté conquistado, vos tengáis los lugares que son de vuestra conquista y nosotros los nuestros, pues es muy cierto que dicho reino nos causa mucho daño en todas nuestras tierras.
De inmediato el rey de Aragón respondió que estaba muy satisfecho de aquello que le había dicho y que realmente eran ciertas las cosas que le había dicho; de modo que ya podía ir pensando en volver a su tierra y que prestase todo su apoyo a las demás fronteras, que él tomaba sobre sí la conquista de Murcia y de su reino y que ante él juraba que no cesaría jamás hasta que le hubiese conquistado la ciudad de Murcia y gran parte del reino.
Inmediatamente dicho señor rey de Castilla levantóse y fue a besar en la boca a dicho señor rey Don Jaime, y dijóle:
—Padre y señor, os doy cumplidas gracias de esto que me habéis dicho; y puesto que así es, yo me volveré a Castilla y procuraré arreglar todas las fronteras que se hallan hacia la tierra del rey de Granada, y especialmente Córdoba, Ubeda y Jaén y Baeza y la frontera de Sevilla; y cuando me sienta seguro de que ningún daño me puede alcanzar del reino de Murcia, me defenderé bien del rey de Granada y del rey de Marrocs, y de todos sus valedores, pues el mayor peligro que mi tierra sufre es por el reino de Murcia y, de ahora en adelante, con la ayuda de Dios y de mi señora Santa María, vos me defenderéis de él.
Y después de estos convenios, dicho señor rey de Castilla volvióse a su tierra; y dicho señor rey de Aragón le acompañó hasta que estuvo fuera de sus reinos y le atendió en todo momento de cuanto él y todas sus gentes hubiesen menester, tal como antes ya se dijo.
De aquí en adelante dejaremos al señor rey de Castilla, que se volvió a sus tierras y a sus reinos, y volveremos a hablar del señor rey de Aragón, que se dispuso a entrar en el reino de Murcia.
Al fin el señor rey de Aragón celebró su consejo con sus hijos y sus barones, y todos se pusieron de acuerdo en que, en atención a la promesa hecha al rey de Castilla, que él les contó en todos sus detalles, correspondía entrar enseguida. Cada uno ofrecióse a seguirle a su propio coste y cargo, prometiendo que no le faltarían en tanto tuviesen vida y valor y mientras no hubiese llevado a cabo dicha conquista. De todo ello dicho señor rey estuvo muy alegre y satisfecho, y les dio muchas gracias.
De modo que, de inmediato, ordenó que dicho señor infante Don Pedro hiciera una correría por el reino de Murcia hasta la ciudad. Dicho señor infante Don Pedro, en orden de batalla, con muchos ricoshombres de Cataluña y Aragón y del reino de Valencia, ciudadanos, hombres de mar y almogávares, corrió todo el reino, por mar y por tierra, talando y destruyendo todo el país. Y, en cuanto lo había talado, se instalaba en todo lugar. Primeramente taló y destruyó toda la huerta de Alicante y Nomport y Agost; luego taló Elche y el Valle de Elda y de Novelda, Villena y Aspe, Petrer, Crevillente, Cretal, Favanella, Callosa, Guardamar, Orihuela y fue hasta que llegó al castillo de Muntagut, que está en la huerta de Murcia, y taló y destruyó aquel puesto.
Allí salió el rey sarraceno de Murcia, con todo su poder de a caballo y a pie, y dicho señor infante se detuvo dos días en orden de batalla ante el rey de Murcia, que no se atrevió a combatir con él. Y os digo que seguramente, si no fuese por las acequias que había entre las dos huestes, el señor infante hubiese embestido contra ellos; pero las acequias y los canales y las aguas eran tan abundantes entre ellos que no lo pudieron hacer. Pero sí que ocurrieron muchos hechos de armas, hasta el punto de que en uno de los torneos que hubo, dicho señor infante, con sus propias manos, llegó a matar a más de diez caballeros, hasta el punto de que, donde él atacaba, cuando lo habían reconocido, no creáis que se atrevieran a plantarle cara de ninguna manera.
¿Qué os diré? Un mes entero, con sus huestes, quemando y destruyendo, estuvo en dicho reino, y todos los que estaban con él se hicieron ricos y acomodados con el gran botín que trajeron, tanto de cautivos y cautivas como de cosas y ganado que trajeron. Tanto que dicho señor infante mandó al señor rey su padre unas mil cabezas de ganado mayor y más de veinte mil cabezas de ganado menor y más de mil cautivos sarracenos y mil cautivas sarracenas. Cuyos cautivos y cautivas dicho señor rey presentó y dio, ya sea al papa, ya sea a los cardenales, en gran cantidad, y al emperador Federico y al rey de Francia y a los condes y barones amigos suyos; las cautivas las dio a la señora reina de Francia, hija suya, y a las condesas y baronesas de todas partes, de tal modo que no se quedó ni uno, sino que todos los repartió y donó, de modo que el padre santo y los cardenales y los demás señores del mundo cristiano quedaron muy contentos y satisfechos e hicieron procesiones en honor de Nuestro Señor verdadero Dios, que había otorgado a dicho señor infante aquella victoria.
Después de lo dicho, el señor infante y todas las gentes que con él estaban en armas viniéronse a la ciudad de Valencia, donde encontró al señor rey su padre, que les dio una gran fiesta con grandes agasajos, y cuando hubo terminado la celebración de su regreso, dicho señor rey entró en una cámara con dicho señor infante, y le preguntó sobre cuanto había hecho y le había ocurrido desde que él se marchara. Pero el señor infante se guardó mucho de contarle ningún hecho de armas en el que hubiese intervenido personalmente, pues castigaba a cualquiera que contase algo de ello. De modo que dicho señor rey sintió gran placer y alegría por lo que dicho señor infante le contó que le había sucedido, y especialmente tuvo gran satisfacción cuando vio el buen sentido y el buen juicio que dicho señor infante tenía.
En esta conversación el señor rey preguntó al señor infante qué le aconsejaba que hiciera con la conquista y si le parecía que había llegado el momento de empezarla.
Y el señor infante contestóle:
—Padre y señor, mi consejo no vale lo bastante para dároslo a vos y a vuestra sabiduría, pero yo os daré mi parecer y luego vos haréis lo que mejor os parezca y Dios, con su bondad, os lo tendrá en cuenta. Mi consejo, padre y señor, sería éste: que vos, en buena hora, penséis en visitar Aragón y Cataluña y Montpellier, y todas las demás tierras vuestras, y que me dejéis a mí aquí, en la frontera, y yo les haré una guerra de escaramuzas, de modo que no podrán sembrar nada, y si no siembran no cosecharán, y dentro de un año vos, señor, con gran parte de vuestro poder, habréis vuelto a Valencia y en buena hora, en el mes de abril, cuando ellos tienen que empezar a recolectar sus bienes, puesto que en abril empieza la siega de la cebada en aquellas tierras, que son tempraneras. Entonces, vos, señor, entraréis y no penséis en deteneros hasta que estéis sobre la ciudad de Murcia, a la que pondréis sitio, y mientras vos estéis en el sitio yo correré todo el país y guardaré los pasos, de modo que no le pueda llegar socorro del rey de Granada, y así destruiréis la ciudad y todo el reino.
—Hijo —dijo el señor rey—, tengo por bueno vuestro consejo, y de este modo quiero que se haga, como vos lo habéis dispuesto.
Y así convocó cortes por todo el reino de Valencia y ordenó que todos los ricoshombres, prelados, caballeros y hombres de villas estuviesen en la ciudad de Valencia un día determinado; y así se cumplió, como él había mandado.
Aquel día, cuando todos estuvieron reunidos en el claustro de mi Señora María de la Seo de Valencia, dicho señor rey hizo su buen discurso y dio muy buenas razones que hacían al caso y recomendó como superior y jefe a dicho señor infante y ordenóles que guardasen y obedecieran a su persona como si fuera la suya propia. Y así, con plenitud de poderes, dejóle de vicario y procurador mayor en todo el reino de Valencia.
Todos en común recibieron con gran alegría y satisfacción a dicho señor infante con todo el poder que dicho señor su padre le otorgó. Y dicho señor infante, también muy satisfecho, recibió dicho poder, especialmente porque sabía que quedaba en un puesto en el que le constaba que todos los días habría de ejecutar grandes hechos de armas. Pero él disimulaba tanto como podía a fin de que su señor padre no descubriera el gran deseo que sentía, pues es seguro que si su señor padre adivinara la décima parte de los peligros en que él se encontraría por tales reinos, no le dejaría, por el miedo que tendría de perderle. Pero tan secretos guardaba los peligros a que se arriesgaba en los hechos de armas, que dicho señor rey los ignoraba, y mejor creía que dicho señor infante conduciría la guerra muy mesuradamente y con mucho tiento. Y seguramente es verdad como lo pensaba, pero, aparte de eso, todos los días dicho señor infante no abandonaba ni puente ni palanca, sino que donde veía que había de ocurrir un apretado hecho de armas, allí se encontraba siempre, con lo cual los hechos llegaban a mejor fin, pues es indudable que allí donde cada uno ve a su señor natural ya no piensa más que en guardar su persona y su honor, y no os figuréis que en tales ocasiones nadie piense en su mujer, hijo o hija, sino únicamente en ayudar a sacarle de aquel lugar con honor y victoria y salvación de su persona.
Y más que nadie en el mundo llevan esto en su corazón los catalanes y aragoneses y todos los que están sometidos a dicho señor rey de Aragón, pues todos son adictos a su señor, llenos del más delicado amor natural.
Disolvióse la corte con gran concordia y alegría y dicho señor rey entró en Aragón, y luego en Cataluña y en el Rosellón, y se fue a Montpellier. Siempre deseaba ir a Montpellier, como es cosa natural en toda persona, pues al igual que las aves y todas las criaturas aman su patria y el lugar donde han nacido, por lo que, como dicho señor rey Don Jaime nació en Montpellier, iba muchas veces a aquel lugar, y todos los señores descendientes suyos deben igualmente amarlo, por los milagros que Dios permitió allí con motivo de su nacimiento.
Y también quiero que sepáis igualmente que no ha habido vasallos, ni los hay todavía, que puedan amar más al señor rey de Aragón y a los descendientes de dicho señor rey Don Jaime de lo que lo hacen los hombres buenos naturales de Montpellier. Pero de aquel tiempo hacia acá han venido a poblar, por el buen señorío que encontraban, hombres de Cohors, y de Fijac, y de Sant Xantoni, y de otros muchos lugares, y de Auvernia, que no son naturales directos de Montpellier, que han permitido que la casa de Francia se haya entrometido; pero estad seguros que esto no gusta ni gustará nunca a ninguno de aquellos que son en línea directa naturales de Montpellier. Por lo que todas las tierras que pertenecen a dicho señor deben querer con el corazón y el entendimiento y honrar a todos los hombres de Montpellier, que no deben dejar de hacerlo por treinta o cuarenta casas de los antedichos que vinieron a poblar, por lo que requiero y ruego a los señores, ricoshombres, caballeros, ciudadanos, consejeros, mercaderes, patrones de naves y marineros, almogávares y peones que pertenezcan a la señoría del rey de Aragón y de Mallorca y de Sicilia, que amen y honren a todos aquellos que sean de Montpellier y caigan en su poder; y si lo hacen, por la gracia de Dios y de mi señora Santa María de Vallvert y de las Taules de Montpellier y del señor rey Don Jaime de Aragón, que allí nació, os será tenido como mérito en este mundo y en el otro, y os haréis honor y cortesía a vosotros mismos y conservaréis el recto amor que entre vosotros y ellos debe existir y existirá siempre, si Dios así lo quiere[8].
Salido dicho señor rey del reino de Valencia, dicho señor infante rigió el reino con gran rectitud, y no había sarraceno ni nadie que se alzara contra la razón que, de inmediato, no fuera castigado.
Igualmente condujo la guerra enérgica y duramente contra el rey de Murcia, de modo que los sarracenos no sabían a qué atenerse, pues cuando ellos se figuraban que el señor infante estaba diez jornadas lejos, cuando se levantaban le veían correr por sus tierras y tomar y destruir cuanto veía, hasta tal punto que les había metido el miedo en el cuerpo. Así siguió la vida todo aquel año, durante el cual el señor rey iba recorriendo sus reinos, y él velaba por las noches y sufría fríos y calores, hambres e incomodidades para estar siempre encima de los sarracenos, que en su corazón no admitía que pudiese existir un día de descanso, pues donde había mayor fiesta nuestra y que los sarracenos se figuraban que él estaría en la fiesta, aquel día caía sobre ellos y les confundía, cautivándolos y destruyendo sus bienes. Estad seguros que jamás nació hijo de rey con corazón tan firme, ni más fogoso, ni más valiente, ni de más bella figura, ni más sabio, ni más mañoso con sus miembros, pues de él se puede decir lo que se dice del que está lleno de todas las gracias, que no es ángel ni demonio, sino que es un hombre cabal. Por lo que es cierto que a dicho señor infante se le puede aplicar este proverbio: que verdaderamente es un hombre en el que concurren todas las gracias.
Y de este modo, durante aquel tiempo, el rey recibía buenas noticias de dicho señor infante Don Pedro, y dicho señor infante recibía buenas noticias del señor rey su padre, que con gran placer y alegría iba visitando sus tierras y lugares.
En el momento convenido, dicho señor rey vino al reino de Valencia con gran parte de su poder, y decidió entrar así aparejado y dispuesto por mar y por tierra, para que no se pueda decir que jamás ningún rey mejor aparejado y dispuesto se dirigió contra otro rey. Con gran alegría entró en el citado reino de Murcia por mar y por tierra, y quiso disponer del mar para que sus huestes estuviesen bien abastecidas de víveres. Y así se ordenó, y de inmediato tomó el castillo de la villa de Alicante y Elche, y todos los otros puestos que antes os he contado, y que están entre el reino de Valencia y el reino de Murcia, que es ciudad muy noble y honrada y muy fuerte, y casi la mejor amurallada que haya en el mundo. Y en cuanto estuvo frente a dicha ciudad, ordenó su asedio, en tal forma que nadie podía entrar en ella por parte alguna. Y no os daré largos informes, únicamente que el sitio duró tanto que los sarracenos tuvieron que hacer las paces y le entregaron la mitad de la ciudad y la otra mitad la retuvieron para sus necesidades, pero bajo su señorío. De modo que pasaba por el centro de la ciudad una calle larga y ancha que empieza en el lugar donde se celebra el mercado que está delante de los Predicadores y se extiende hasta la iglesia mayor de Nuestra Señora Santa María, y en aquella calle se encuentran la Peletería, los Cambios y la Pañería y otros muchos oficios.
En cuanto esta ciudad estuvo dividida, dicho señor rey la pobló con sus gentes, y a los pocos días los sarracenos vieron que entre ellos y los cristianos no podía haber buena armonía en la ciudad y pidieron y suplicaron a dicho señor rey que quisiera tomar su parte de la ciudad y que la poblase con quienes tuviera a bien, y que les diese un arrabal en el que ellos pudiesen amurallarse y sentirse seguros. Y dicho señor tuvo mucho gusto en ello y accedió a sus súplicas y les dio un arrabal fuera de la ciudad, que ellos amurallaron y que tiene por nombre la Reixaca, y allí se trasladaron. De este modo dicha ciudad de Murcia fue tomada por dicho señor rey Don Jaime de Aragón, en el mes de mayo del año mil doscientos sesenta y seis.
Cuando hubo tomado dicha ciudad, poblóla toda de catalanes, al igual que Orihuela, Elche, Alicante, Guardamar, Cartagena y otros lugares, de tal manera que podéis estar seguros que aquellos que en dicha ciudad de Murcia y en los antedichos lugares se encuentran son verdaderos catalanes y hablan el más bello catalán del mundo, y todos son buenos en las armas y en todo cuanto hacen. Y bien puede decirse que es uno de los reinos más agradables del mundo, y ni yo ni nadie puede conocer otras dos provincias que sean mejores ni más agraciadas de lo que son el reino de Valencia y el reino de Murcia.
Cuando dicho señor rey hubo poblado dicha ciudad de Murcia y los demás lugares, lo entregó todo, tanto su parte como la otra, al señor rey de Castilla, su yerno, a fin de que todos conjuntamente se pudiesen ayudar y que unos socorrieran a los otros. Expresamente entregó a su yerno el infante Don Manuel, Elche, el Valle de Elda y de Novelda, Aspe, Petrer. Y el señor rey de Castilla Don Alfonso hizo igualmente adelantado de toda su parte a dicho infante Don Manuel. Y de esta manera todas las tierras se ayudaron y se defendieron de los moros, unos con otros.
Pero en los convenios que se establecieron, dicho señor rey Don Jaime de Aragón entregó su parte del reino de Murcia a su yerno el rey Don Alfonso de Castilla y a su yerno el infante Don Manuel, a condición de que en cualquier momento que él quisiera recobrarlo se lo devolvieran. Y así se lo prometieron, y de ello se establecieron buenas escrituras. Es por esta razón que la casa de Aragón ha recobrado dichos lugares, y fueron recobrados como más adelante os diré, cuando llegue su tiempo y lugar.
Cuando dicho señor rey de Aragón tuvo los referidos lugares ordenados, poblados, guarnecidos y entregados a los antedichos señores sus yernos, se volvió al reino de Valencia, y en la ciudad de Valencia convocó sus cortes, en las que se reunieron gentes de la mayor importancia. Acudieron los infantes sus hijos, que con gran placer estuvieron con el señor rey su padre y con todos los barones, ricoshombres, caballeros y ciudadanos. Y fue muy grande la fiesta que para toda la gente se celebró en la ciudad, y no era de extrañar, pues tantas gracias les había concedido Dios a todos que mucho debían alegrarse en Dios y con el señor rey y los señores infantes.
En aquellas cortes ordenó el señor rey que fuese procurador y vicario general el señor infante Don Pedro del reino de Aragón, y del reino de Valencia, y de toda Cataluña, hasta el collado de Panissars; e igualmente hizo vicario y procurador al señor infante Don Jaime del reino de Mallorca, de Menorca y de Ibiza, y del condado de Rosellón, y de Conflent, y de Cerdaña, y de Montpellier, para que cada uno viviera así como señores, con las reinas sus esposas, y los infantes e infantas suyos, de modo que las tierras fuesen mejor regidas y gobernadas, y que él durante su vida lo pudiese ver, juzgando así su certero juicio y su buen comportamiento y el buen gobierno de cada uno. Pues podéis estar seguros de que jamás puede conocerse a un hombre, sea cual sea su condición, hasta que se le da poder, y en cuanto a una persona le ha sido dado poder, cualquiera que sea, hombre o mujer, en seguida podréis conocer cuál es su juicio. Para esto, dicho señor quiso ordenar y cumplir todo lo antedicho, y para tener al mismo tiempo mayor descanso para ir visitando y recorriendo todos sus reinos y las otras tierras.
Y con esta ordenanza, de la que toda la gente quedó muy satisfecha, partieron todos de la corte y cada cual se fue a sus asuntos. Y dicho señor rey fue visitando todas sus tierras con gran placer y alegría, y donde sabía que estaban las reinas nueras suyas y sus nietos, iba a visitarles y a obsequiarles, haciendo gran fiesta con ellas y con ellos.
El señor infante Don Pedro tenía en su casa a dos hijos de caballeros que habían venido con la señora reina Doña Constanza, su esposa, y el uno se llamaba Don Roger de Lauria, que pertenecía a un honrado linaje de señores de pendón propio, y su madre tenía por nombre mi señora Bella, que crió a dicha reina mi señora Constanza, y con ella vino a Cataluña, y era señora muy sabia y buena que no se separó nunca, mientras vivió, del lado de la señora reina. Del mismo modo, su hijo, que se llamaba Roger de Lauria, tampoco se separó de ella y se crió en la corte, pues era muy mozo cuando vino a Cataluña. Su baronía estaba en Calabria y la formaban veinticuatro castillos de pertenencia, y la cabeza de dicha baronía se llamaba Lauria. Dicho Don Roger de Lauria había crecido ya en aquel tiempo y era alto y bien formado y se hacía querer mucho del señor infante y de mi señora la reina y de todos.
Asimismo vino con mi señora la reina otro honrado mancebo que era hijo de conde y pariente de mi señora la reina, y tenía por nombre Don Conrado Lanza, y una hermana suya joven y soltera que se había criado con mi señora dicha reina. Este Don Conrado Lanza era uno de los más hermosos hombres del mundo, el mejor hablado y el más sabio, tanto que en aquel tiempo se decía que el catalán más bello del mundo era el suyo y el de Don Roger de Lauria. Y nada tenía de extraño, pues ellos vinieron de muy jóvenes a Cataluña y se criaron siempre con el señor infante, de modo que aprendieron el catalán, y de cada lugar de Cataluña y del reino de Valencia recogieron todo lo bueno y bello que hay en él, y así cada uno de ellos fue el más perfecto catalán que pueda haber y hablado catalán de la manera más hermosa.
Y dicho señor infante, Don Pedro hizo caballero a cada uno de ellos, y dio por esposa la doncella hermana de Don Conrado Lanza a dicho Don Roger de Lauria, la cual salió muy buena señora y sabia y honesta y de buenas costumbres. De dicha señora sobrevivió a él y a ella un hijo que se llamó Don Rogeró, que hubiese sido hombre de pro si hubiese vivido más largo tiempo, pero murió joven, de veintidós años. Pero ya hablaremos de él más adelante, cuando convendrá hacerlo, que en el tiempo que vivió hizo tales hechos que razones habrá para que hablemos de él cuando llegue su hora. Asimismo tuvo de ella tres hijas, que todas fueron buenas señoras; la mayor fue esposa del noble Don Jaime de Jérica, sobrino del señor rey Don Pedro, que fue de los mejores barones y de los más honrados de España por parte de padre y de madre; fue muy buena persona. La otra fue esposa del noble Don Ot de Moncada, y la otra, esposa del conde de Sancto Cebrino, que está en el Principado. Y aquella señora, hermana de Don Conrado Lanza, que tuvo dichos hijos, murió, lo que fue una gran lástima tanto por su bondad como por sus hijos, que eran todos muy pequeños.
Después dicho noble Don Roger de Lauria tomó por esposa la hija de Don Berenguer de Entenza, que es una de las casas más distinguidas entre todas las de ricoshombres que pueda haber en Aragón y Cataluña. Y esta señora tuvo, que le vivieran, dos hijos y una hija.
Y así he de dejar ahora de hablaros de dicho noble Don Roger de Lauria, del que hablaremos más adelante, que él fue tal que sus hechos darán motivo a que yo deba hablar de él, pues bien puede decirse que desde que Dios vino a la tierra por medio de Nuestra Señora Santa María, nunca hubo hombre, ni que fuese hijo de rey, a quien Dios concediera tantas gracias y que tanto honrase a su señor en todos los hechos que le fuesen encomendados.
Volveré a hablar un poco del cuñado de Don Roger, Don Conrado Lanza, para relatar un hecho que le ocurrió por gracia de Dios y del señor rey Don Pedro.
Verdad es que antes debería hablar de dicho señor rey de Aragón Don Pedro, pero prefiero relatar antes este caso, que después de todo lo mismo tiene ahora que después, y lo hago ahora porque estamos ocupándonos de estos dos ricoshombres y es mejor hablar ahora de este hecho que realizó Don Conrado Lanza que luego. Que de todos los hechos, con tal que se cuente la verdad, en cualquier lugar del libro se puede hablar, y si lo dejara para más adelante, puede que entonces me estorbara, particularmente tratándose de una historia de poca extensión. Por esto pido a todos que me perdonen si en este lugar u otro cualquiera encuentran que se dicen cosas que se relatan antes del tiempo en que deberían relatarse; pero si me lo preguntan, yo les podría dar razones que harían que me excusaran. Pero donde sea que se intercalen los relatos que os haga, podéis estar seguros de que son verdad, tal como van escritos, y no pongan en ello la menor duda. De modo que voy a contaros la merced que Dios hizo a este ricohombre Don Conrado Lanza.
El señor rey de Aragón tiene siempre derecho al tributo del rey de Granada, y del rey de Tírensé, y del rey de Túnez, y como hacía mucho tiempo que no habían remitido nada a dicho señor rey de Aragón, hizo armar en Valencia cuatro galeras e hizo capitán de ellas a dicho noble Don Conrado Lanza. Y éste se fue al puerto de Túnez y a Bugía y por toda la costa, guerreando y asolando todos los puertos. De modo que llegó, en el mar del rey de Túnez y de Tirensé, a una isla que lleva por nombre Alfabiba, y fue a aquel puerto para repostarse de agua. Y en cuanto llegó a aquel lugar para llevarse el agua, diez galeras de sarracenos que pertenecían al rey de Marruecos y que habían sido armadas en Ceuta, vinieron a aquel mismo lugar para llevar agua. Estas diez galeras de sarracenos estaban mejor armadas y con la mejor gente sarracena que nunca fueran armadas, y habían hecho ya gran daño a unos leños que habían tomado a los cristianos y llevaban muchos cautivos en las galeras, cosa que constituía un gran pecado.
Cuando las galeras de Don Conrado Lanza vieron venir a las diez galeras, salieron de la posta, y los sarracenos, que les vieron y que ya tenían noticia de ellas, gritaron en su lengua sarracena:
—Aur! Aur!
Y muy valientemente se lanzaron contra las galeras de Don Conrado Lanza. Y las galeras de Don Conrado Lanza hicieron la rueda y se reunieron las cuatro juntas y tuvieron su consejo. Y dicho Conrado les dijo:
—Señores, vosotros sabéis que la gracia de Dios está con el señor rey de Aragón y con todos sus vasallos, y sabéis cuántas victorias ha alcanzado sobre los sarracenos. Bien podéis imaginar que el señor rey de Aragón está presente con nosotros en estas galeras, puesto que aquí está su estandarte, que representa su persona. Así que él sea con nosotros y la gracia de Dios y la suya nos ayudarán y nos darán la victoria. Sería una gran vergüenza para dicho señor rey y para la ciudad de Valencia, de donde somos todos, que ante esos canes volviésemos la cara, cosa que nunca hizo hombre alguno que pertenezca al rey de Aragón. Por lo que os ruego y a cada uno recuerdo el poder de Dios y de Nuestra Señora Santa María y de la santa fe católica, y el honor del señor rey y de dicha ciudad de Valencia y de todo el reino; y vigorosamente todos, así como están amarradas entre sí las cuatro galeras, ataquemos y hagamos tanto en este día que para siempre se hable de nosotros. Y es seguro que les venceremos y que para siempre quedaremos bien acomodados. Pero todos veis que estamos por entero en ventaja y que podemos marcharnos a nuestro placer, pues aunque quieran no nos pueden forzar a dar la batalla. De modo que diga cada uno lo que mejor le parezca; pero en cuanto a mí, ya os digo mi parecer. Y todavía vuelvo a decíroslo y os lo ruego en nombre de dicho señor rey y de la ciudad de Valencia: que ataquemos, que todos son nuestros.
Y todos empezaron a gritar:
—¡Ataquemos, ataquemos, que todos son nuestros!
Con esto, armáronse todos muy bien, y los sarracenos hicieron otro tanto. Y cuando estuvieron armados, cada uno de cada parte, Don Conrado Lanza, de una bogada bien dirigida, lanzóse sobre ellos con tal fuerza que hubo sarracenos que dijeron a su capitán que las galeras venían contra él y que se rindiera. Gran parte de los sarracenos eran de esta opinión, pero en las galeras de los sarracenos había muy buenos caballeros y no creían que los cristianos fuesen tan locos que quisieran combatir con ellos.
Pero el almirante de los sarracenos era hombre de mar muy inteligente y había estado en muchos hechos de armas y había comprobado cómo eran los catalanes, de modo que empezó a menear la cabeza y dijo:
—¡Barones, lo que pensáis es una locura! No conocéis a la gente del rey de Aragón como yo les conozco. Estad seguros que ellos se preparan bien y sabiamente para combatir con nosotros y vienen tan dispuestos a morir que ¡ay del hijo de madre que les espera! De modo que, así como ellos vienen convencidos de alcanzar la victoria o morir, meteos lo mismo en vuestro ánimo, pues en el día de hoy, si mucho no os esforzáis, seréis todos muertos o cautivos. Y Dios permitiera que yo me encontrara cien millas lejos; pero, puesto que las cosas son así, me encomiendo a Dios y a Mahumet.
Con esto hizo sonar las trompas y las nácaras, y con gran estrépito y con grandes gritos empezaron a atacar vigorosamente. Y las cuatro galeras, con menos gritos y discursos y sin bullicio alguno, arremetieron por el centro de las diez galeras.
Entonces la batalla fue muy cruel y ruda, y duró desde la mañana hasta la hora de vísperas, que ninguno encontró espacio para comer ni beber. Pero Nuestro Señor, Dios verdadero, y su bendita Madre, de quienes proceden todas las gracias y la buena fortuna del rey de Aragón, dio a los nuestros la victoria de tal manera que la totalidad de las diez galeras fueron todas desbaratadas y los hombres muertos o prisioneros. ¡Bendito sea el Señor que lo hizo!
Cuando hubieron ganado la batalla y todas las galeras desbaratadas y presas, desataron a los cristianos cautivos que en ellas encontraron, y a cada uno le dieron tan buena parte de lo que encontraron y que Dios les había hecho ganar, como a cada uno de ellos.
Y así, con gran alegría y gran victoria, se volvieron a Valencia con las diez galeras que habían cobrado y con muchos cautivos sarracenos que se habían escondido en la parte baja, de los que abrieron mercado.
El señor rey les hizo merced de que todo cuanto habían ganado fuese suyo, que no quiso guardar la quinta parte ni nada. Y quiso que las esposas de los cristianos que murieron en la batalla, y sus hijos, tuviesen buena parte en la ganancia tanto como aquellos que escaparon, de lo que estuvieron todos muy alegres y satisfechos: que tanto les pareció todo bien que todos duplicaron su ánimo de bien hacer, como lo demostraremos más adelante por los grandes hechos y batallas que más adelante oiréis.
Estad, pues, seguros que los buenos señores ayudan a sus vasallos a ser buenos, y por encima de todos los señores lo hacen aquellos que pertenecen a la casa de Aragón, que no parece que sean señores y vasallos, sino compañeros. Cuando se piensa en los otros reyes del mundo, que tan difíciles y ariscos son para sus vasallos, y se piensa en las gracias que les conceden los señores de la casa de Aragón, es para besar la tierra que pisan.
Si alguien me preguntara:
—Muntaner, ¿qué gracias conocéis vos que hagan los señores de la casa de Aragón a sus sometidos más que los otros?
Os diría:
—La primera gracia es que consideran a sus ricos-hombres, prelados, caballeros y ciudadanos y hombres de los pueblos y masías con mayor verdad y rectitud que ningún otro señor del mundo.
Por otra parte, siempre les dan y les conceden muchas gracias.
Por otra parte, cada uno se puede hacer más ricohombre de lo que es, pues no ha de temer que, contra razón y justicia, nada le sea pedido ni quitado: cosa que no ocurre con los otros señores del mundo. Por esto las gentes de Cataluña y Aragón viven con elevado espíritu, ya que se ven establecidos a su modo y ningún hombre puede ser bueno en las armas si no es de espíritu elevado.
Todavía tienen con ellos la siguiente ventaja: que cada uno puede hablar con ellos tanto como se le meta en el corazón que quiere hablarle, que todas las horas que convenga será escuchado graciosamente y más graciosamente contestado.
Por otra parte, si un ricohombre, caballero, ciudadano u hombre de pueblo que sea honrado quiere casar a su hija o les requiere en asuntos de honor, irán y les honrarán en la iglesia o donde les plazca. Y lo mismo hacen si alguno muere o quieren celebrar su aniversario, que irán igualmente como si fuesen sus iguales: y esto no lo esperéis de otros señores del mundo.
Por otra parte, en las grandes fiestas, dan convites a toda la gente buena, y comen en presencia de todos y allí donde todos los que estén invitados comerán: cosa que no hacen los otros señores del mundo.
Además, si el ricohombre, caballero, prelado, ciudadano, hombre de pueblo, payés o cualquier otro natural les manda fruta o vino u otras cosas, sin duda lo comerán; y aceptarán, además, en sus castillos, villas, lugares o alquerías sus invitaciones y comerán de todo lo que se les haya preparado y dormirán en las cámaras que les hayan dispuesto.
Y, por otra parte, cabalgan cada día por las ciudades, villas y lugares, y se muestran a sus pueblos. Y si un buen hombre o una mujer pobre les llama: «¡Por favor, señor!», tirarán de las riendas y les escucharán, y de inmediato atenderán a sus necesidades.
¿Qué os diré? Que son tan buenos e indulgentes con sus subordinados que sería muy largo escribirlo. Por esto sus sometidos están tan inflamados en su amor que no temen la muerte si se trata de exaltar su amor y honor y señoría, de guardar un puente o una palanca, de pasar frío o calor, o cualquier peligro. Por esto Dios acrece y mejora a ellos y a sus pueblos, y les da victoria y honor y así será de ahora en adelante, si Dios quiere, sobre todos sus enemigos.
Ahora dejaré de hablar de esta materia, y hablaré del señor rey y de sus hijos.