EPÍLOGO

La espalda recta, la cabeza erguida, Natasha abre la cortina de la ventana y fija la mirada en el grupo de mujeres que de una en una suben a la camioneta que ha venido a recogerlas. Es el atardecer y el parque, lánguido pero también majestuoso, está vacío, los trabajadores se han ido a descansar y los árboles enormes enmarcan las nueve figuras contra la cordillera. En un instante ya no estarán.

Se ha despedido de cada una de ellas. Las ha abrazado y con un murmullo las ha soltado.

Recuerda cuando en su infancia en Buenos Aires parió la perra de Rudy. Ella pasaba horas hincada en el suelo observando a los cachorros y le llamaba la atención cómo se necesitaban unos a otros para subsistir. Sería el calor lo que buscaban: se amontonaban, apiñando sus cuerpos, acurrucándose unos contra otros. Un día los tomó, uno a uno, y los llevó a la sala cuya chimenea estaba encendida y los instaló a todos alrededor del fuego. No te entusiasmes con esa imagen, Natasha, le dijo Rudy cuando la encontró tendida en el piso abrazada a los perros, el valor de los humanos es su capacidad de separación, de ser independientes, se pertenecen a sí mismos y no a la manada.

Natasha deja caer la cortina. Ya han partido. Las imagina caminando lejos de ella, con el paso más ligero, debajo de las estrellas: no las ya conocidas sino las que están naciendo, producto de la muerte de las otras.

Al final, se dice, alejándose de la ventana, al final todas, de un modo u otro, tenemos la misma historia que contar.