NATASHA

Me dio mucho gusto verlas en el jardín conversando tan animadamente, como si se conocieran de toda una vida. Pensé en Ana Karenina, y en que todas las mujeres felices se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera.

Natasha está descansando. Más tarde vendrá a despedirse de ustedes.

No sé cuál fue su intención al reunirlas hoy día. Ella nunca me avisa lo que hará, por lo tanto nada puedo adelantarles. ¿Quería reunirlas a todas para despedirse? Quizás. ¿Para que se tuvieran unas a otras en caso de que ella faltase? Es probable. O tal vez sólo anhelaba que ustedes pusieran en palabras sus problemas y, al hacerlo, entendieran cuánto han avanzado, cuán curadas están. En buenas cuentas: para escuchar la herida de la otra. Pero todo esto es suposición mía. Yo sólo soy su asistente, y lo que he aprendido sobre la naturaleza humana lo he hecho conversando con ella, observándola. Llevo tantos, tantos años a su lado que conozco de memoria cada uno de sus gestos, las ondulaciones de su voz, el movimiento de sus manos. Pero no cuento con su sabiduría, tampoco con su preparación. Yo nunca estudié. Sólo pasé un par de años por la Facultad de Letras y lo único que me ha motivado siempre fue la literatura —la lectura, para ser exactas—. Ya saben, hay personas que no nacieron para ser protagonistas sino más bien para convivir con quienes lo son y ése vendría a ser mi caso. Como lectora, nunca se es protagonista de nada, sólo testigo cualificado, y en eso consiste mi trabajo con Natasha.

Hace unos días encontré, entremedio de sus papeles, el discurso que dio el arquitecto Renzo Piano cuando fue galardonado con el Pritzker. Natasha había subrayado la siguiente frase: «… y así seguimos remando contra la corriente empujados sin pausa hacia el pasado. Es una imagen maravillosa, que representa la condición humana. El pasado es un refugio seguro, una tentación constante y, sin embargo, el futuro es el único sitio donde podemos ir».

Fue entonces que empecé a comprender la invitación que les ha hecho hoy día.

Todos estos años a su lado en Chile han sido un regalo. Cuando en Buenos Aires ella me sugirió acompañarla, no lo dudé. Yo no tenía nada, nadie que me sujetara, y poco a poco ella se convirtió en mi familia. Las distintas guerras habían ido dejando a nuestra gente sin país, sin ancla, sin pertenencia. Judíos errantes. Fieles a ese patrón, cruzamos la cordillera.

Creo que a todas ustedes les gustaría escuchar la historia de Natasha. Ella, como terapeuta, carece de la impudicia para hacerlo, pero me ha autorizado para hacerlo yo.

Nació en 1940, en Minsk, Bielorrusia, que era entonces territorio ruso luego de haber sido polaco, lituano, francés, alemán y de haber sido ocupado innumerables veces. Para las chilenas será difícil entender la vida tan azarosa de esos países, ustedes se habituaron a una historia de arraigo; nosotras, de desarraigo. Durante quinientos años el país de ustedes ha tenido el mismo nombre. Primero dependieron de España, luego fueron república, no saben de invasores ni de ocupaciones. Una historia territorialmente ordenada. Nosotros en la Europa Central hemos ido de allá para acá, siempre corriendo las fronteras, y cambiando de vida después de cada guerra y cada tratado. El que fue mi marido, por ejemplo, nació en Galitzia, la tierra de Joseph Roth. Ése era su origen aunque no supiera decir si era polaco, austríaco, ucraniano o algo distinto.

Pero volvamos a Minsk.

Fue un pésimo momento para nacer, es lo que siempre dice Natasha. Acababa de cumplir un año cuando la Alemania nazi los invadió. La ciudad fue brutalmente bombardeada, no quedó nada en pie, no se entiende cómo no murieron todos sus habitantes. Algunos dicen que fue en ese preciso momento y lugar donde empezó el exterminio de los judíos. A Rudy, el padre de Natasha, le gustaba contarnos cómo vieron llegar en Minsk a estos cuerpos especiales de civiles, abogados, empleados fiscales, sacerdotes, que marchaban junto al ejército alemán y cuya única tarea era la de matar judíos. Las primeras masacres datan de entonces. Iban de noche casa por casa sacándoles de sus camas. Hombres, mujeres, niños, ancianos: a todos los reunían en un punto determinado, los acarreaban a los bosques y los ejecutaban. Luego volvían para enterrarlos, intentando borrar huellas.

A los pocos días de la invasión los nazis cercaron un lugar determinado de la ciudad, treinta y cuatro calles, recalcaba Rudy, sólo treinta y cuatro, sacaron de allí a sus habitantes y metieron a todos los judíos. No contaban más que con un metro y medio cuadrado por persona; los niños, con ninguno. En el gueto llegaron a convivir cien mil seres humanos, traídos de distintos lugares del Reich. Pero Rudy y su familia, como los gatos, contaban con siete vidas. No estaban listos mis huesos para las cenizas, nos contaba él, y su supervivencia es una historia de amor. Sí, a veces el amor salva la vida.

Rudy venía de una familia bastante modesta —¡no todos los judíos éramos ricos!, le gustaba recordarnos—, hijo de un carpintero de quien heredó su habilidad artesanal y su taller. Aunque recibió de su familia una educación religiosa y estudió durante su adolescencia el Talmud y los textos sagrados, llegó a la edad adulta siendo, en el fondo, un descreído. Esto hizo que la mirada de Natasha frente a la vida fuera como la de Rudy, más amplia y laica que la de sus familiares y vecinos. No fue la religión la que lo ató a su pueblo. Por esa razón, no es raro que su gran amor resultara ser una goy.

Marlene, hija de un aristócrata —venido a menos porque ya Bielorrusia era parte de la Unión Soviética, pero aristócrata al fin— de la zona katay, le mandó a hacer los muebles para su futura casa. Faltaban unos meses para que contrajera matrimonio con un señor del lugar, un empresario textil también parte de la clase alicaída. Todo esto sucedió antes de que la madre de Natasha apareciera en escena, pero les cuento los detalles por la importancia que tuvo en su vida más adelante. Rudy y esta mujer cayeron fulminados por un amor loco, intenso y, por supuesto, prohibido. El padre de la muchacha, fiel a su espíritu oligarca, se opuso rotundamente a este amor, no había para Rudy salvación alguna frente a sus ojos: era pobre, inculto y, sobre todo, judío. Marlene pretendió zafarse de su compromiso con el novio en cuestión para fugarse con Rudy, pero al darse cuenta de que estaba embarazada —de Rudy, por supuesto— y de que su romance no tenía destino, se casó con el aristócrata e hizo pasar a su bebé por hija suya, lo que no significó que renunciara a Rudy. Él apoyó a su enamorada en cada uno de sus pasos e inventaba las formas más inverosímiles para poder ver, aunque fuera de lejos, a su hija clandestina. Hasta se convirtió en vendedor de pequeños muebles puerta a puerta para pasar por la calle de la casa en que ella vivía.

Más tarde conoció a una mujer humilde, la madre de Natasha, y decidió casarse con ella. Fue una decisión más racional que amorosa. Al nacer Natasha, su hermana cumplía cinco años.

Dos días después de la invasión nazi, un coche tirado por caballos llegó hasta la puerta de la casa de los padres de Natasha, y de él se bajó Marlene. Esta mujer resultaba una desconocida para la mamá de Natasha, pero no hubo tiempo para mayores explicaciones. Con la sagacidad del que no es perseguido, Marlene había comprendido que el destino de Rudy estaba seriamente amenazado y decidió salvarlo, lo que implicaba salvar también a su familia. Los llevó al campo, a una finca que tenía su padre y que los soviéticos no le habían arrebatado aún. Despidió en el acto al cuidador e instaló a Rudy en su lugar. Lo sorprendente es la celeridad con que actuó: cinco días después de la invasión, los judíos no tenían ya posibilidad de movimiento alguno.

A medida que avanzaba la guerra y que los alemanes continuaban en la URSS, las estadías de Marlene en la finca se prolongaban, y siempre llevaba consigo a su pequeña Hanna. No sabemos bien qué sucedía entre Rudy y Marlene en esos encuentros ni cuán humillada se habrá sentido la madre de Natasha.

Aunque vivían muy aislados, hasta ellos llegaba el eco del horror, a veces como rumor, a veces como información. Los judíos eran asesinados de a cientos por día, llegaban de todos lados al gueto y si no morían en manos de los nazis, lo hacían por el hambre y la enfermedad —las epidemias estaban a la orden del día en aquellas condiciones de vida infrahumanas—. Para Rudy resultaba indigno simular que era un ruso blanco bajo las órdenes de una antigua oligarquía, borrar desde su acento hasta sus costumbres, cambiar su aspecto, inventarse otra personalidad para engañar a los nazis, pero indigno o no, tuvo que hacerlo. Y los engañó. En medio de tanta incertidumbre, lo único sólido para la pequeña Natasha pasó a ser su relación con Hanna. En la soledad de la finca, marcada por el frío, el miedo y la falta de comida, el lazo entre las dos niñas era la única luz. Aunque los adultos se esmeraran en esconderles lo que sucedía, un cuerpo helado por falta de carbón o un estómago vacío no podían conservarse como un secreto. En una misma cama Hanna y la pequeña Natasha se abrazaban y le daban la espalda al horror.

Natasha tenía sólo cinco años cuando terminó la guerra, sin embargo afirma tener recuerdos y escenas nítidas en la cabeza. Cuando dieron la película Doctor Zhivago pasó días y días evocando su infancia. Aquella casa en mitad de la nieve, donde se esconde Zhivago con Lara, ¿se acuerdan?, esa casa le recordaba la de la finca. Y el frío. Menos mal que en Buenos Aires no había nieve.

El día en que acabó la guerra y que Rudy comprendió que no vería por mucho tiempo a Marlene ni a Hanna, tomó a las dos niñas de la mano, las llevó a la mesa de la cocina y las sentó al lado del fogón. A cada una les entregó una cadena de oro, colgaba de ellas una piedra preciosa, una alejandrita. Bajo el sol del mediodía las piedras irradiaban una luz verde azulada. Luego las colocó bajo la lumbre del fuego y, ante la sorpresa de las niñas, su color se fue transformando en un rojo profundo. Se las ató al cuello, primero a Hanna, luego a Natasha. La alejandrita tiene propiedades curativas, les dijo, y las ayudará a desarrollar la inteligencia. Llévenla siempre en recuerdo de esta guerra. Como ustedes saben, Natasha no se ha separado de ella.

Marlene volvió a Minsk llevándose a Hanna consigo. Natasha no la volvió a ver. Más adelante Rudy logró cruzar fronteras y a través de Alemania Occidental llegar a la Argentina, como hicieron muchos de sus compatriotas. Entonces comienza su segunda encarnación, como la llama Natasha.

Al otro lado del mundo, Rudy continuó con su trabajo de carpintero. Los primeros años fueron duros, el dinero era escaso, pero como siempre habían sido relativamente pobres, eso no amainó su energía. Al menos ya no tenemos miedo, decía, tranquilo. Como era un verdadero artista, a la larga le fue bien y tuvo una tienda como Dios manda, con carpinteros a sus órdenes y pedidos importantes. La Argentina era un país muy rico en ese tiempo, lleno de expectativas y de buenas oportunidades. Natasha entró a estudiar a un colegio público, como todo inmigrante en esa época. La educación pública era buena, aparte de que los colegios privados eran pocos y muy elitistas. En el colegio sólo había mujeres, la educación pública mixta no había comenzado aún. Al principio le costó entender a sus compañeras que hablaban ese idioma tan raro, pero no tardó en conocer a otras chicas en su misma situación. La gran inmigración después de la Segunda Guerra la hizo encontrarse con niñas de muchos otros países y rápidamente entabló amistad con rusas, polacas, alemanas, croatas y con las ruidosas españolas e italianas. A los pocos meses ya todas hablaban español. Natasha pasó a ser la intérprete de su familia, apenas lograban ir sin ella al mercado y se hacían entender por señas. Su madre nunca consiguió hablar del todo el español, trabajaba en la casa, tenía poco contacto con argentinos, veía a poca gente. Rudy, en cambio, al cabo de los años, terminó hablando con un mínimo acento, talento que ya le había salvado en su país natal. A pesar de haber enterrado el yidish durante los años de la guerra, en América pasó a ser el idioma familiar de nuevo y así se entendían, en privado, los tres miembros de la familia.

Los padres estaban convencidos de los valores de la época: la educación de los hijos como el gran estandarte y la herramienta que los haría progresar en la vida. Natasha debía tener una buena educación, a cualquier precio. Así fue como, al terminar la primaria, lograron hacerla entrar a un buen colegio secundario, el Liceo de Señoritas N° 1. Por entonces el clima político era tenso, marcado por el control cada vez más férreo que Perón ejercía sobre el país y la educación. Este liceo cambió bastante la vida de Natasha: quedaba en la entonces aristocrática avenida Santa Fe y allí se entretejían vidas distintas, más cultas, más sofisticadas de lo que ella había conocido. Encontró a chicas que pertenecían a familias adineradas, que viajaban a Estados Unidos y traían los primeros chicles-globo Bazooka, por ejemplo.

Natasha egresó del liceo con muy buenas notas e, influenciada por algunas de sus compañeras más acomodadas, decidió entrar a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Esto enojó mucho a Rudy, quien consideró que era una tontera, una inutilidad. Natasha le prometió estudiar más adelante Medicina. En realidad, lo que estaba más cercano a su interés y a su corazón era la sicología, no la siquiatría, pero por entonces no había una carrera como tal para estudiarla. De hecho, de aquella facultad salieron las primeras sicólogas argentinas de los años cincuenta y sesenta, cuando las terapias estaban reservadas a médicos siquiatras. Pero no estaba dispuesta, en ese momento, a pasarse años encerrada en las aulas de Medicina.

Es muy argentino y muy judío eso de la fascinación por el mundo psi, y no tiene que ver sólo con el fundador del sicoanálisis, sino con una pasión por la indagación, por los orígenes, sumada a una capacidad de emigrar: por eso los argentinos y los judíos estamos permanentemente yéndonos, somos errantes, fácilmente adaptables, y tenemos una compulsión a la diáspora. Te los encuentras viviendo en los lugares más remotos del mundo.

Mantengo nítido el siguiente recuerdo: las clases en la universidad acababan de empezar, yo no conocía a nadie, no sabía con quién conversar, por lo que aprovechaba los tiempos libres leyendo en un banco del jardín. En eso estaba cuando se me acercó una muchacha con un tipo muy centroeuropeo, era alta, delgada, tenía la cara lavada, los pómulos levantados y los ojos muy azules. El pelo, bastante claro, sujetado en una cola de caballo. Vestía una pollera azul marino con zapatos negros y planos y un chalequito blanco corto y fino.

¿Leés a Simone de Beauvoir en francés?, me preguntó admirada, mirando de soslayo la portada del libro.

Sí, le contesté, un poco divertida.

¿Y leíste ya Los mandarines?

No, éste es mi primer libro de ella, dije señalando la portada de El segundo sexo, y no sé cuánto me gusta todavía.

Bueno, creo que ése es mejor. En Los mandarines deja entrever una cierta mezquindad.

(¿Será una pedante, me pregunté? Sin embargo, me interesó que hablara de la faceta mezquina de Simone de Beauvoir, que se atreviera a ponerla en duda, y la invité a sentarse a mi lado en el banco).

Entonces me preguntó por qué hablaba yo francés.

Porque hablo todos los idiomas imaginables, le contesté riendo.

¿Por qué? ¿De dónde eres?

Y de Simone de Beauvoir pasamos a Ucrania —mi tierra de origen— y a Minsk y no nos paró la lengua, tanto que llegamos tarde a la siguiente clase. Ahí empezó todo. Ella recién estudiaba el francés y como todo argentino que se preciara en aquellos tiempos, aspiraba a hablarlo y leerlo bien, y me pidió que la ayudara a practicar, necesitaba un poco de conversación para soltarse. La invité a mi casa ese fin de semana. Si alguien me hubiese dicho mientras sujetaba El segundo sexo en mi falda esa mañana soleada en la facultad que cincuenta años más tarde estaría yo contando esta anécdota frente a sus pacientes en Santiago de Chile, no lo habría creído.

Cuando Natasha estaba por cumplir los veintiuno, su madre murió de un cáncer de pulmón. La agonía fue un horror y ella, hija única, lo vivió como la pérdida total del relato de su vida. El hecho de que su madre muriera a miles y miles de kilómetros del lugar donde nació, y que la Argentina le hubiese resultado inevitablemente ajena, fijó en su mente la idea de la trashumancia: sus quejidos eran en otra lengua y cada dolor plasmó en la hija paisajes trágicos, deslumbrantes y lejanos, aumentados por el espejo del final. Al dedicarse con pasión a la enfermedad de la madre, sintió que algún día debería pagar alguna deuda, sin saber muy bien cuál. Rudy le hablaba, entre una inyección y otra, enojado, impotente: ¿por qué no te dedicaste a la medicina en vez de andar hurgando en la naturaleza humana?, quizás habrías podido salvar a tu madre; lo otro, la mente, nunca tiene remedio.

En el delirio final, la madre creyó estar de vuelta en Minsk y se apaciguó. A Natasha le faltaron los ritos adecuados para llorarla. Nos hace falta Dios, le dijo a su padre en el cementerio y él no respondió.

Terminada la facultad, Natasha decidió partir a Francia y cumplir la promesa hecha a su padre de estudiar Medicina. La Francia de aquellos tiempos vibraba de ideas y de novedad. El cine, la literatura y la filosofía florecían. Efectivamente estudió Medicina y se tituló, pero nada disfrutaba tanto como la lectura de las distintas escuelas de sicoanálisis —al que nunca adhirió como forma de terapia— y de las discusiones con los amigos en torno a aquellas ideas. Vivió la mayor parte del tiempo en una chambre de bonne en la calle Cardinal Lemoine en el Barrio Latino y allí, dice Natasha, empezó su gusto por la austeridad. En tan pocos metros cuadrados, no tenía nada ni quería tenerlo. Lo que le interesaba no se podía tocar.

El día que cumplió veinticinco años, sus amigos más íntimos le organizaron una sorpresa, invitándola al lugar más ajeno a su rutina de la ciudad: el Folies Bergère. Natasha nunca había asistido a un espectáculo de nudistas. A la salida se acercó un hombre joven, vestido con un elegante abrigo negro y una bufanda blanca, a saludar a uno de los amigos de Natasha. Fue presentado al grupo, era médico también como ellos y se conocían de la facultad. Le contaron que celebraban un cumpleaños. Él miró a la homenajeada y en su expresión apareció un dejo de burla. ¿Qué hace una estudiante de Medicina latinoamericana en un lugar así?, preguntó, ante lo que ella respondió, rápida y agresiva: ¿es que debo estar en mi continente haciendo la revolución? La respuesta provocó en él cierto interés. A Natasha le pareció alguien especial, la desconcertó que su rostro fuera oscuro y sus ojos profundamente azules y se lo quedó mirando. Los demás sugirieron un último trago antes de cerrar la noche y lo invitaron a acompañarlos. Sentados a una mesa grande en La Coupole, Natasha dice que es de las pocas veces en que se ha emborrachado. Es que sentía «cosas raras» —así las describió— instalada al lado de este hombre que no cesaba de hacerle preguntas capciosas y difíciles. En algún momento, inquieta, le preguntó qué le pasaba con ella, que por qué no la dejaba tranquila. Él le respondió con toda franqueza: es que me gustas. Y Natasha sintió que se le abría un enorme espacio en el estómago.

Al día siguiente la invitó a un boliche con mucho humo y vino tinto a escuchar a un joven cantante de origen griego llamado Georges Moustaki.

Al subsiguiente, al cine a ver Hiroshima mon amour. A ella no le gustó. Es demasiado lenta, si no pasa nada, le dijo a Jacques-Henri, y él no pudo creer que ella se atreviera a poner en duda a la nouvelle vague.

Jacques-Henri se reía de ella y hasta entonces nadie lo había hecho. Resultó irresistible que por fin alguien no la tomara tan en serio. A la semana, a pesar de sí misma, se declaró enamorada. No perdieron mucho tiempo. En un par de meses ella abandonaba su cuartito del décimo piso en Cardinal Lemoine e instalaba sus pocas pertenencias en un lindísimo departamento de la Place des Vosges. ¿Eres rico?, le preguntó desconcertada cuando conoció dónde vivía, y por toda respuesta él dijo que era un buen neurólogo. Terminó casándose con él varios años después, por razones domésticas, como ella las llama: debía obtener la nacionalidad francesa. En la Argentina siempre hay que tener una doble nacionalidad a mano, por si acaso, decía.

Natasha nunca fue ni ha sido una gran fanática del matrimonio. Vivían vidas bastante independientes, a veces dejaba a su amante solo por semanas y se iba a estudiar a casa de amigos en la playa. A Jacques-Henri le parecía perfectamente normal. A su vez él partía a una casa de campo que poseían sus padres en la Provence y tampoco se apuraba por volver. Ambos pensaban que ésa era la única convivencia posible y civilizada.

Aunque solían parecer indiferentes uno con el otro, se querían. Nunca se tocaban en público: era difícil imaginarlos en la intimidad. Era parte de las reglas. Se provocaban, jugaban mucho, alimentaban sus mutuas inteligencias. Yo soy tonto sin Natasha, era una de las frases que a Jacques-Henri le gustaba decir. Conversaban mucho. Natasha se desesperaba ante la incógnita que representaba el cerebro de sus pacientes. Incansables sus discusiones con Jacques-Henri al respecto, sus preguntas, sus inquietudes. Alguien se preguntaba: si no hubiera sido neurólogo, ¿se habría casado con él?

Tampoco era fanática de la maternidad.

Cuando se embarazó —un accidente, lo describió ella—, lo último que pasaba por su mente era ser madre. Ya estaba titulada, trabajaba en un hospital público y empezaba a tener pacientes privados. Su profesión la devoraba. Entonces intervino Jacques-Henri: consciente de que era el cuerpo de su mujer y no el suyo el que desarrollaba una vida, le pidió con humildad: hagamos un acto de dulzura.

Tuvo sólo un hijo, Jean-Christophe, que hoy ejerce como médico cirujano en París —¡qué falta de imaginación!, le dijo Natasha cuando le avisó que estudiaría Medicina— y que viaja a este continente a ver a su madre cada vez que puede. Es guapo, tiene sentido del humor y no quiere casarse por ningún motivo, ha traído ya a varias mujeres de visita y Natasha hace todo el show de darles el visto bueno pero él aún, a los cuarenta, no se ha decidido a contraer compromisos serios.

Volvamos atrás.

Un día, en París, a la vuelta de clases, se encontró con una carta de Rudy en su buzón de la correspondencia en el foyer del edificio de Cardinal Lemoine. Subió los diez pisos encantada saboreando con anticipación las noticias de su padre y una vez instalada, con una taza de buen café, extendió la carta sobre la única mesita que poseía. Hanna. Rudy le hablaba de Hanna y le recordaba esos años de su infancia, durante la guerra, cuando convivieron en la finca de Marlene. Y le contó que Hanna era su hermana. Para Natasha no sólo fue una sorpresa sino una conmoción. La recordaba sin equívocos. Se le antojó hablar con su padre, desesperaba por más información. Como una llamada a Buenos Aires le costaría el equivalente a la alimentación de una semana, tuvo que resignarse al correo aéreo. A las alturas en que Rudy respondió, Natasha no daba en sí de emoción y de ganas de partir de inmediato a reunirse con su hermana. Sin embargo, no era tan fácil. Rudy sólo sabía que el marido de Marlene había dejado Bielorrusia y se había instalado en Moscú. Y Natasha, calculando que Hanna ya tendría más de treinta años, temía al espíritu errante que su hermana podría también haber heredado.

Eran principios de los sesenta, el apogeo de la Guerra Fría: tratar de ubicar a alguien en la Unión Soviética no era una tarea fácil. Empezó la Recherche, como la bauticé yo. Natasha tuvo desde entonces una obsesión: la de encontrar a su hermana. Hanna se convirtió en un tornado, porque era una fuerza circular, cerrada, potente e impenetrable, imposible de detener, sólo equivalente a ese fenómeno de la naturaleza. La forma en que una obsesión elige su objeto de deseo y desecha otros es un misterio. He llegado a preguntarme cómo se vive si no se tiene una idea fija: es la que da distinción y convierte en significativo un devenir que podría ser perfectamente ordinario sin ella. El mío, por ejemplo. O, sin ir más lejos, el de casi toda la humanidad.

Y así empezó la búsqueda. La Recherche.

Lo primero que a Natasha se le ocurrió, acertadamente, fue acudir a los amigos comunistas de su facultad. Ellos eran los dueños de la Unión Soviética en París, los más probables interlocutores y mensajeros. Contaban sólo con el nombre del padre legal de Hanna, el empresario textil con que Marlene se había casado. Pasó como un año antes de que llegara a sus oídos la noticia de que ya había muerto: caído en desgracia con el régimen poco después de la guerra, Stalin lo había mandado matar. Con eso se cerraba una pista importante o, más bien, la única a la que Natasha podía acudir. Entonces yo pasaba una temporada con ella en París. Recuerdo bien a Jacques-Henri y a ella en la mesa de la cocina del departamento de Place des Vosges, con una copa de vino tinto en la mano cada uno y mucho olor a tabaco negro —Jacques-Henri fumaba sin parar—, dándole todas las vueltas posibles a esta idea. No resultaba raro el fin del marido de Marlene, era un típico representante de la Rusia Blanca que había tratado de asimilarse al sistema para sobrevivir pero que fue denigrado o expulsado por él. El problema era que, si había caído en desgracia, ¿en qué lugar podía esconderse o tratar de pasar desapercibida su familia para no correr el mismo peligro? Entonces Natasha decidió partir a la Unión Soviética y la única forma era la de hacerse invitar con una delegación de médicos franceses. Sus amigos comunistas lo lograron, pero eso tardó casi otro año. Nada era fácil y el tiempo cobraba otro sentido en esta búsqueda. Supongo que ella así lo comprendió porque no desperdició gratuitamente ansiedad ni adrenalina. La idea fija tenía un timing determinado y ella se adecuaría.

El viaje de Natasha fue un perfecto fracaso. Sus indagaciones fueron muy mal recibidas por la gente que la había invitado y tampoco logró viajar a Minsk, que era una alternativa posible, y tomar la hebra desde sus inicios. Un régimen controlador como aquél era el peor aliado de Natasha. Sus amigos comunistas prometieron seguir la investigación, y aunque ella los llamaba de tanto en tanto y les recordaba su promesa, interiormente sabía que no llegarían lejos.

A pesar de Hanna, la vida continuaba. Con Hanna en el centro de su obsesión, pero continuaba igual. A principio de los setenta, siendo Jean-Christophe un niño, Natasha decidió que su matrimonio con Jacques-Henri había terminado. Se acabó la pasión, fue su veredicto. Y sin ella podían ser grandes amigos pero no una pareja. Jacques-Henri, con ese dejo de cinismo que lo caracterizaba, la peleó: trató de convencerla de que la pasión no importaba nada, que de todos modos se acababa algún día, que siguieran adelante. ¿El sexo? ¿Qué diablos importa el sexo? Pero Natasha se había cansado ya de Europa. Tomó a su hijo y volvió a Buenos Aires.

Rudy estaba viejo y Natasha quería disfrutarlo y pasar junto a él el último buen tiempo de su vida. Compartieron casa. Combinó su consulta privada con una práctica en un hospital público, lo mismo que hace hoy en Chile, y se dedicó a criar a su hijo, a cuidar de su padre y a ejercer su profesión apasionadamente y con tenacidad. Aquel tiempo vuelve a ella con dulce nostalgia y su mirada se suaviza al recordarlo, como si en esos ojos azules —tan grandes— navegara la placidez entremezclada con el afecto y la rigurosidad. Como ella.

Todas conocemos algún momento clave en la vida que podríamos denominar «punto de viraje». Un hecho determinado desencadena otro y luego otro y otro más, y de repente la cotidianidad ha decidido dar un enorme giro sin que al final recordemos bien cómo ni qué lo produjo. En este caso fue la muerte de Rudy. O la dictadura militar. Lo concreto es que la vida de Natasha dio un vuelco enorme y fue entonces que Chile apareció en el horizonte. Un importante siquiatra argentino, amigo de Natasha desde los tiempos de la facultad en París, había conseguido fondos europeos para investigar sobre el malestar femenino en las clases populares de los países subdesarrollados y había decidido instalarse en Chile porque su situación política y social a principio de los setenta le resultaba de lejos la más interesante del continente. Estaba aquí cuando el golpe de Estado. Su investigación no les pareció política a los militares de Pinochet por lo que siguió trabajando en paz. Cuando las cosas se pusieron demasiado feas en la Argentina, le ofreció a Natasha cruzar la cordillera y trabajar con él. Pero cómo, si ésa es también una dictadura, objetó Natasha. Sí, le contestó su colega, pero es ajena. Le explicó que si llegaba con su nacionalidad francesa a trabajar en ese programa, amparado por la Comunidad Económica Europea de entonces, era difícil que la molestaran. La convenció de que no viviría con el corazón en la boca como sus amigos en Buenos Aires.

La Argentina de Videla se le había vuelto imposible a Natasha y esta oferta le llegó cuando consideraba seriamente, a pesar de sí misma, la idea de regresar a París. Claro, París estaba repleto de argentinos. También de chilenos. Toda Europa lo estaba. Pero la propuesta de su amigo le hizo apostar por el otro lado de la cordillera. Al final, mi militancia real son las mujeres, le dijo. Habían acordado con Jacques-Henri que Jean-Christophe estudiara la secundaria en París. Adelante, lo alentó, ya no me necesitas, cuanta menos madre tengas, más sano serás. Fue entonces que me dijo: ¿vamos? Yo estaba igual de furiosa y de dolida con la Argentina de Videla pero cambiarla por el Chile de Pinochet me parecía, por decir lo menos, una locura. Trabajaba entonces con Natasha, la asistía en sus investigaciones y le llevaba adelante su consulta. Yo había adquirido entonces esta rara serenidad, este no deseo, como el personaje de Baricco en Novecento: podría haber navegado eternamente sin desembarcar, él tenía su música, yo mis libros; los dos, ninguna ambición. Mi matrimonio, como tantos de nuestra generación —la primera que se separó masivamente—, ya había concluido. («El matrimonio es una institución criminal», escribió Piglia. «Con los lazos matrimoniales siempre termina ahorcado alguno de los cónyuges»). En mi caso, habíamos decidido separarnos antes del ahorcamiento.

Sin hijos y con mis hermanos repartidos por el globo, concluí que lo más cercano que yo tenía a una familia era Natasha y que, partiendo ella, me quedaba bastante huérfana en la Argentina. Una vida a su lado me parecía mucho mejor que una vida sin ella. Pero no cerré mi apartamento ni tomé ninguna decisión definitiva. Vine a Chile a probar si lo resistía. Creo que la casa en la playa de Isla Negra que arrendaba el amigo siquiatra de Natasha fue un factor importante en mi decisión de quedarme. Hablo de la Isla Negra de entonces, antes de convertirse en un fetiche de Neruda con turistas y buses y estampitas. Era un lugar solitario, visitado por un tipo de personas muy específicas, personas a las que era un agrado encontrase en el boliche donde comíamos el pescado frito. Solíamos pasar los fines de semana allí y como llegamos en invierno, mi encuentro con el mar chileno fue poderoso. Ese mar en Isla Negra, su oscuridad, su revoltura, su inaccesibilidad, me traspasó el corazón con una fuerza inesperada. También los bosques de pinos y las rocas inmensas. No debió pasar mucho tiempo antes de que le dijera a Natasha que el agua marrón del Río de la Plata no me hacía ninguna falta.

Al año siguiente volvía a Buenos Aires, vendía mi piso en Belgrano y lo cambiaba por uno en Providencia. Natasha aportó lo suyo comprando una pequeña parcela en la ribera del río Aconcagua. Acondicionó la antigua casa con que venía y pudimos seguir disfrutando de los bosques de pinos, agregando los magnolios, los paltos, los papayos y nísperos, los chirimoyos y lúcumos y los crespones blancos y rosados. Y los perros. Natasha tiene dos boxers, Sam y Frodo, son de color castaño, enormes —el tamaño tiene que ver con que se alimentan básicamente de paltas—, y resultan aterradores para un virtual entrometido. Es sugestiva la contradicción viviente entre la ferocidad que aparentan y lo dóciles que de verdad son. Salgo a pasear y juego con ellos lo suficiente como para no ceder a la tentación de tener uno en mi departamento. Así, nos convertimos en santiaguinas, reclamando sin parar, que la contaminación, que el tráfico, que el transporte, que la falta de estímulos, pero en el fondo estamos felices. Basta un día despejado después de una lluvia en que aparezca la majestuosa e increíble cordillera, ahí, al ladito, a la mano, para que olvidemos todo el odio a la ciudad y nos reenamoremos.

Pero está Hanna. Volvamos a la obsesión de Natasha.

Durante nuestros años chilenos, siguió haciendo lo inhumano para averiguar algo de su hermana y aunque se bancara un fracaso tras otro, continuaba en su empeño. Mi temor era que la reconstrucción permanente de su fantasía acabara por disolverla. Que la idea de Hanna —porque Hanna no era más que eso, una idea— se volviera frágil, inasible, y que la naturaleza, que no perdona, simplemente la borrara. Ciertos días, cuando estábamos en el campo, Natasha me preguntaba si yo creía que había muerto. Yo no creía nada. Pero, claro, por supuesto, Hanna podía haber muerto. A veces le recordaba a Natasha que su hermana ya había pasado los treinta años cuando ella comenzó la famosa Recherche, que no era muy probable que siguiera ligada al destino de su padre, bien podría haberse casado, adoptado el nombre de su marido y ser una buena comunista, sana y salva. Puede vivir en Mongolia, le sugería, en Armenia o en el Báltico, la URSS es tan imposible y enorme.

Un día cayó el Muro de Berlín.

Y un año después se deshizo la URSS, derrumbándose el sistema, pulverizándose.

Desde su consulta, Natasha seguía los hilos del acontecer con minuciosidad. Hasta que fue posible y razonable tomar un avión y partir. Qué fuerza y energía mostró entonces. En algún momento de debilidad sentí que era mi deber acompañarla pero luego comprendí que era una tarea que le correspondía sólo a ella. A ella y a nadie más. Y para que le fuera bien, le recé al Dios en el que no creo.

Ya en Moscú, se instaló en un hotel relativamente barato, dispuesta a quedarse allí el tiempo que fuera necesario. Recorrió cada casa de los nombres que aparecían ligados a Marlene y a su marido, suponiendo, por supuesto, que ella ya estaba muerta. Sólo uno resultó estar lejanamente emparentado, pero con la suficiente vaguedad para insistir que esa rama de la familia era de Minsk, no de Moscú, que habían perdido el rastro de ella aunque sabían que él había sido ejecutado en tiempos de Stalin. Entonces Natasha decidió, como la vez primera, partir a Minsk. Antes de hacerlo, golpeó las puertas de varias embajadas, la francesa, la argentina, la chilena, hasta llegó a conversar con los alemanes, ¿no eran ellos, después de todo, los culpables?

En Minsk vivió momentos de mucha emoción al conocer la ciudad y los barrios que habían pertenecido a sus padres. Encontró parientes que le dieron la bienvenida y la arroparon pero que apenas pudieron ayudarla. Sólo le informaron lo que ya sabía: que la familia del empresario textil había abandonado la región después de la guerra para no volver. Averiguó dónde estaba aquella finca en la que había pasado tantos momentos con Hanna, y regresó a ella, sólo para encontrarla totalmente cambiada, sin una piedra o madera que le recordara la antigua casa. Apenas algún árbol añoso, algunos frutales le producían un eco en la memoria.

Hasta que un día, estando en Minsk, la llamó un funcionario de la embajada de Francia, conocido de Jean-Christophe, y le dio, por fin, alguna noticia.

Hanna no era una idea abstracta. Se había casado hacía muchos años con un funcionario del Partido, un ruso, ingeniero industrial, que había sido destinado a Vietnam a finales de la guerra. Producida la unificación, su tarea fue ir a dar cooperación técnica a los vencedores. Natasha se sintió muy afortunada, ya contaba con un nombre, el del marido de Hanna, aunque la noticia incluía la muerte de éste en Hanói algunos años atrás. No se sabía que su esposa hubiera vuelto a la entonces URSS, no había registro de ello.

Vietnam.

De Moscú partió a París. Jean-Christophe la encontró exhausta pero por ningún motivo rendida. Su reacción fue: otro país socialista, mon Dieu, qué pesadilla. Acordaron que Natasha volviera a Chile (su trabajo se resentía enormemente, «hay límites para tanta ausencia», le mandé a decir yo). Desde París visitaron la embajada de Vietnam y empezó la nueva búsqueda. Como era de esperar, el nombre del marido de Hanna constaba en los registros, no así el de ella. Jean-Christophe se comprometió a continuar. Los franceses todavía se sienten un poco chez eux en la antigua Indochina, le dijo, y ya no estás en edad de andar de pueblo en pueblo, de casa en casa. En cuanto tuviera algunas vacaciones o tiempo libre, partiría hacia el Oriente. Bajo esa promesa volvió Natasha a Chile.

Jean-Christophe hizo innumerables viajes a Vietnam, terminó siendo un verdadero experto en ese país al que ha llegado a amar entrañablemente. Por supuesto que su primera acción pisando Hanói fue visitar la embajada rusa. Ya no era la embajada de la Unión Soviética: con esa disculpa enmascararon el caos y la profunda apatía que encontró, puros burócratas displicentes y un poco flojos a quienes una viuda perdida, fuera o no rusa, los tenía sin cuidado. Además, le dijo un funcionario con cierto sentido del humor, los vietnamitas no eran los búlgaros, fueron siempre más autónomos, nosotros no los controlábamos.

Cuando Jean-Christophe se enteró de que la expectativa de vida de las mujeres en Vietnam era setenta y dos años, decidió apurarse. El tiempo apremiaba.

En uno de sus viajes conoció a una militante y dirigente del Partido, una mujer llena de agallas que había conocido a Hanna y a su marido en los tiempos de la cooperación. Habían sido amigos y sabía que Hanna tenía un don: el interés profundo en los niños y una capacidad extraordinaria para conectar con ellos. Se enteró de que en la URSS había estudiado para ser profesora, pero no había podido ejercer mientras vivió en Hanói. A la muerte de su marido, había desaparecido. Nadie la había vuelto a ver. En un país socialista la gente no desaparece así nomás, le refutó Jean-Christophe, hay controles, tiene que haber algún registro de ella. Si al enviudar se volvió a casar con un vietnamita, le respondieron, no tendríamos cómo enterarnos, ella figuraría con otro nombre y nacionalidad. Si hubiese sido un hermano tuyo, mamá, y no una hermana, ya lo habríamos encontrado, se quejaba Jean-Christophe, él no habría perdido su nombre como lo hacen las mujeres. Si se fue con un extranjero y dejó el país, le sugirieron, no hay pista posible. No creerá, escuchó Jean-Christophe con cierta ironía, que conservamos cada ficha de cada persona que ha salido del país durante los últimos veinte años. ¿Y los registros de matrimonio? Lo miraron como se mira a un niño que pide lo imposible sin saberlo: nuestros funcionarios están ocupadísimos, ¿se imagina que tenemos personal para dedicar a alguien a buscar registros de matrimonio? Al menos la amiga vietnamita le dio a Jean-Christophe algo de mucho valor: una fotografía (que hoy reposa en un bonito marco en el dormitorio de Natasha, al lado de una de Lou Andreas-Salomé). En ella, Hanna parece tener alrededor de cincuenta años y un rostro claro y limpio, como el de Natasha cuando yo la conocí. La foto es en blanco y negro pero se deduce el azul de sus ojos. Posa al lado de su marido en alguna recepción oficial, con un traje oscuro y mal cortado, aunque la chaqueta es lo único que muestra la fotografía. Su pelo está peinado hacia atrás en un moño anticuado. Aun así, es una mujer hermosa.

Como Jean-Christophe debía dedicarse a su trabajo en Francia, contrataron a un investigador para empezar la búsqueda fotografía en mano. Encontrar a alguien perdido hace años entre más de ochenta millones de habitantes no es tarea fácil. Hanói fue recorrido de punta a punta, cada escuela, cada jardín infantil, cada hospital. Nada. Lo mismo la antigua Saigón, lo que tomó una cantidad de tiempo considerable. El centro del país fue el siguiente objetivo, y Natasha se apuntó para cubrirlo. La idea del detective no le entusiasmaba, desde el principio fue escéptica de sus resultados, como si en el fondo, sin decirlo, creyera que sólo el afecto tendría la fuerza suficiente para encontrar a su hermana, no una investigación. Se tomó vacaciones y se reunió con Jean-Christophe en Da Nang. Luego de búsquedas infructuosas siguieron a Hué. Ya un poco frustrados, se instalaron en la costa del mar de la China Meridional, en Hoi An. Al menos, el lugar tenía suficiente encanto y belleza como para distraerlos un poco de cualquier pesar. Fue allí, en una escuela, donde el director, tomando la fotografía en sus manos y observándola con minuciosidad, les dijo: en las afueras de Hoi An, en medio de unos campos de arroz, hay una escuela muy pequeña donde enseñan unas mujeres blancas.

No fue fácil encontrar el enclave, efectivamente la escuela era insignificante, casi perdida en el campo, en medio de un mísero caserío, rodeada por arrozales y por unas vacas grises, flacas y huesudas. Fue la tenacidad la que les hizo dar con ella. Era una construcción baja dividida en tres habitaciones, con un patio largo techado cuyo piso era sólo la tierra. Un grupo de niños pequeños jugaba en una esquina alrededor de una mujer, hacían una ronda. Otro grupo estaba sentado en el suelo en torno a otra profesora, practicando un ejercicio con unas piedras chicas y puntiagudas. Una tercera ocupaba, junto con tres niños, una mesa baja en medio del patio y sobre su superficie se veían dos libros abiertos. Todas se cubrían la cabeza con un enorme sombrero de paja, los típicos sombreros cónicos vietnamitas, lo que las tornaba prácticamente invisibles. Natasha se adelantó y caminó hasta el patio. Pidiéndole excusas, interrumpió a la mujer de la mesa, quien, al girar la cabeza hacia arriba para mirarla, descubrió su tez blanca. Sus ojos y lo que asomaba de su pelo bajo el sombrero eran oscuros pero era una mujer blanca. Le sonrió.

Hanna, dijo Natasha, con un hilo de voz, busco a Hanna.

La mujer volvió a sonreír y en un francés rudimentario respondió: no, no hay ninguna Hanna aquí.

Natasha apuntó a las otras dos mujeres que, más allá, rodeadas de niños, se concentraban en su quehacer, indiferentes a esta occidental que hablaba con su compañera.

Phuong y Linh, dijo la mujer de la mesa, afirmando con la cabeza sus palabras. Se levantó de su asiento girando el cuerpo y tomó levemente del brazo a su interlocutora como para guiar sus pasos ofreciéndole la salida.

Natasha no se dio por vencida. Aunque pecara de maleducada, se zafó del contacto y caminó bajo el techo del patio escolar hacia los otros dos grupos que allí trabajaban, hacia Phuong y hacia Linh. Jean-Christophe, quien me hizo el relato más tarde, miraba bajo un sol abrasador esta escena, desde afuera, como si no considerara adecuado intervenir.

Natasha se acercó a la segunda mujer, la que hacía una ronda con los niños, y la miró directo a la cara. Tenía muchos años, el pelo blanco y los ojos claros. También los tenía la tercera, la que sentada en el suelo observaba el ejercicio de las piedras. Pero ambas ostentaban un cutis oscuro, teñido por el aire y el sol, al contrario de las vietnamitas, que se lo cuidan para mantenerlo claro. Ninguna parecía una mujer rusa de Minsk. Muda, Natasha fue de una a la otra, observándolas. Entonces vio el reflejo verde azulado. La mujer sentada en el suelo vestía una túnica con un cuello alto y los dos primeros botones estaban desabrochados. Una luz se dejó ver, la de una piedra preciosa. Natasha se agachó y tocó la piedra. Entonces abrió su blusa y tocó su propia alejandrita. La mujer en el suelo la observaba con gran curiosidad. Natasha pronunció su verdadero nombre y ella, asombradísima, accedió con la cabeza.

Sí, Hanna.

La Recherche había concluido.

Marlene nunca le habló a Hanna de su verdadero padre, por lo que la existencia de esta hermana resultó toda una novedad. No había olvidado los días de la guerra en la finca y recordaba con enorme ternura a esa niña llamada Natasha con quien compartió momentos tan terribles y cruciales. Tampoco había olvidado a Rudy, cuando les regaló a ambas la cadena con la alejandrita que, a petición de su madre, había llevado siempre al cuello. Le era tan familiar que ya no la veía y jamás pensó que terminaría siendo el signo de reconocimiento más irrefutable.

Era una anciana frágil y muy delgada que vivía en una cabaña cerca del mar y que se dedicaba a enseñar idiomas a los niños. Su nombre era otro, efectivamente se había casado con un vietnamita con el que vivió muchos años, un pescador, y figuraba con su apellido. Y su nombre de pila no lo había cambiado porque pretendiera esconderse sino porque Linh resultaba más fácil para los lugareños.

No voy a relatar aquí la historia de Hanna. Sólo les cuento, para que comprendan los próximos pasos de Natasha, que Hanna tiene hoy setenta y cinco años, que su existencia ha sido dura y que su cuerpo se ha resentido a la par. Estragada, fue la palabra que usó Natasha para describirla. Una judía errante, como todas nosotras. Si no, ¿cómo se explica que no haya vuelto a Rusia al enviudar? ¿No cree en las raíces?, se preguntaba Natasha, ante lo que yo respondí: no, igual que tú.

Natasha quiso traerla a Chile pero la negativa de Hanna fue rotunda: nada la moverá de Vietnam, aquélla es su tierra, ninguna otra.

Hoy Hanna agoniza. La pobreza y frugalidad, en general las condiciones de vida de los últimos veinte años, la han consumido. Está vieja y cansada, lista para partir, si es que alguna vez se está listo para ello. Y su hermana la acompañará y le cerrará los ojos.

Yo no tengo a una Hanna. Pero tengo mis libros. Tienen una cualidad maravillosa: ellos acogen a cualquiera que los abra. Varios de mis autores han ido envejeciendo conmigo y son para mí más reales que las personas de carne y hueso a quienes puedo tocar con la mano. Tantas veces llegaba Natasha a mi cubículo, cansada, luego de un largo día de trabajo, y me decía:

Cuéntame de la vida allá afuera.

Si por afuera te refieres a los personajes de mis novelas…

Sí, a ellos…, cuéntame qué hacen, qué dicen, qué piensan.

Es que la literatura, como el sicoanálisis, lidia con la compleja relación entre saber y no saber.

Edward Said, aquel escritor palestino tan admirable, habló del late style, el estilo tardío. Se usa en general para los artistas: es la etapa final, cuando el creador se suelta las trenzas y empieza a hacer lo que le da la gana, sin ningún miramiento ni coherencia con su obra anterior. De aquel desate de amarras nacen a veces obras valiosísimas.

Creo que Natasha ha entrado en su late style como siquiatra y lo vivirá como se le antoja (una buena prueba de ello es que me ha permitido contarles a ustedes su historia). Parte a Vietnam para no volver hasta haber enterrado los huesos de Hanna. El hospital, sus investigaciones, su consulta, sus pacientes, todo se relativiza a partir de ahora. La idea fija ha encontrado por fin su ondulación. Hará lo que tiene que hacer. Y lo hará con la solemnidad que corresponde.

Cuando Gabriela Mistral partió a México, el escritor Pedro Prado escribió a sus amigos mexicanos: no hagan ruido en torno a ella; porque anda en batalla de silencio.

Me atrevería a decirles lo mismo a ustedes.