La frase preferida de mi difunta madre que Dios la tenga en su Santo Reino era que tenía una hija insustancial, lo que resulta una virtud en ella porque su vocabulario era más bien restringido y me pregunto cómo dio con esa palabra, pero le encantaba decirla y con ello aprovechar para mirarme en menos. Porque mirada en menos he sido siempre y por casi todo el mundo, por lo que ella no logró tener un punto de vista original, la pobrecita, no fue original en nada y ésa es la herencia que me dejó, junto a un par de cosas más que agradezco como mi buena dicción y mis buenos modales y también el amor y el temor de Dios y algo más que espero recordar.
Para ser honesta —cosa que me precio de ser y que admiro en los demás— debo decirles que me aterra abrir la boca porque no creo tener mucho que decir y me pregunto qué habría sido de mí si no hubiera nacido en el seno de la familia más religiosa de toda la comuna de La Florida, en una casa pareada donde todo lo que sucedía podían oírlo los vecinos y donde se creía que rezando un rosario al día y respetando a los mayores se adquiriría la salvación propia y la del mundo, lo que termina por darle razón a mi madre: soy absolutamente insustancial.
Siempre me enseñaron a respetar al prójimo y eso caló tan profundo en mí que muchas veces confío más en lo adquirido que en mis reflejos. Hay personas que me dicen que yo vivo en el siglo pasado y no hablo del que acaba de pasar sino del anterior y eso parece ser un defecto imperdonable, lo que es a mí, el mundo me queda grande, lo que en el fondo me hace seguir de largo: éste no es lugar para los apocados. Y me pregunto con toda sinceridad la razón por la que Natasha me ha invitado hoy día porque cuando entré y miré a cada una pensé: aquí están las regalonas de Natasha y por un minuto me dije: ay, Ana Rosa, tú eres una de ellas.
Empiezo por el principio: soy Ana Rosa.
Tengo treinta y un años.
Vivo en la parte sur de La Florida, en la misma casa pareada de mis padres —la que heredamos con la hipoteca pagada— con un hermano menor al que cuido desde que el Señor decidió llevárselos, a mis padres, que se fueron los dos juntos y hoy gozarán de la presencia divina en algún lugar más amable que esta tierra, llámese cielo o vida eterna o como ustedes quieran.
Estudié en el liceo más cercano a mi casa y más tarde, por no tener un puntaje que me permitiera asistir a la universidad, me metí a un instituto profesional a estudiar Publicidad que es lo mismo que no estudiar nada. Mi vida parece más bien sacada de un molde protestante que de uno católico, todo ha sido puro trabajo, pura disciplina, pura aversión al goce, puro esperar la próxima vida para ser feliz porque la felicidad no existe entre los humanos sino al lado de los ángeles y arcángeles y de las almas privilegiadas del más allá. No me he casado ni creo poder hacerlo nunca porque no tengo mucho apego a ese tipo de amor y además ya ven que soy muy poco atractiva. En mí no hay mucho para destacar ni mucho para atraer al sexo opuesto, tampoco me sé vestir, no tengo imaginación ni dinero, así soy dueña de cuatro trajes, es todo lo que tengo, los voy turnando cada día de la semana, uno es azul, el otro gris oscuro, y los dos restantes son café y burdeos y a cada uno le he ido comprando una blusa en los mismos tonos, de ese modo no debo pensar cada mañana en qué ponerme porque eso me angustiaría, me los sé de memoria y así no pierdo tiempo porque nunca tengo los minutos suficientes antes de volar a tomar la micro y el metro y dejar preparado a mi hermano y asegurarme de que despertó y tomó el desayuno y se duchó porque estoy segura que si yo no lo supervisara se quedaría dormido y se pasaría el día jugando en la pantalla en vez de asistir a clases. Habría dado la mitad de mi vida por tener unos ojos bonitos. Ojos de laucha, me decía el abuelo, al fin y al cabo, los ojos lo son todo, cualquier belleza o fealdad nace de ellos y las únicas veces que le reclamo al Señor es por haberme dado estos ojos tan insignificantes y opacos rodeados por pestañas casi invisibles y chicos y café como los tienen todos mis compatriotas y en la calle busco ojos lindos, la verdad es que no siempre los encuentro, me siento un rato en los bancos del paseo Ahumada a mirarles los ojos a las mujeres y a imaginarme cómo viven y en qué piensan y qué es lo que les importa y hacia qué son indiferentes. Me impresiona cómo eligen siempre una talla menos cuando no existe en la liquidación la talla propia, nunca una más grande, andan todas apretadas y siempre se les notan los rollos y cuando se puso de moda mostrar las caderas, ahí van todas con el cuero al aire, les quede o no bien esa moda, y hago esfuerzos por practicar la tolerancia.
Trabajo como secretaria en un gran almacén del centro de la ciudad donde me presenté cuando leí en el diario que necesitaban vendedoras. En vez de eso, en la entrevista le hablé al supervisor de mi timidez y de mi incapacidad para lidiar con clientes, pero le hablé de mi buena ortografía —enorme cualidad en mi generación que no sabe escribir ni redactar y que se come las haches y los acentos, las comas o los puntos de exclamación, interrogación o suspensivos y coloca los artículos inadecuadamente, si es que se acuerda de colocarlos— y pedí una oportunidad para ejercer labores secretariales, lo cual sorprendió al señor en cuestión pues nadie se presenta a un trabajo para pedir otro. Al final, eso mismo me jugó a favor y aunque tuve la dignidad de no explicarle lo apremiante que era para mí ganarme el sustento y que la educación de un futuro ciudadano dependía enteramente de mis capacidades, él sospechó mi urgencia y prometió llamarme en cuanto se desocupara una vacante para ese tipo de trabajo y así fue que a los dos meses me instalé en la oficina del cuarto piso con un computador al frente y de esto hace cinco años, cuando no existía aún el Transantiago y la vida era bastante más cómoda. Hoy debo tomar cada mañana una micro de acercamiento al metro para subirme a la línea cuatro —la azul—, hago trasbordo en la estación Vicente Valdés para llegar a la línea cinco hasta Baquedano y allí un tercer trasbordo, tomo la línea uno para llegar hasta la estación Universidad de Chile pero no quiero reclamar (menos con la cesantía que hay en estos tiempos de crisis), me siento una privilegiada por tener empleo y cuando me aprietan mucho mucho en el metro le ofrezco a Dios ese sufrimiento cada mañana y llego con mínimos atrasos y borro de mi mente el tema del transporte de esta ciudad hasta la tarde, momento en que vuelvo a hacer lo mismo a la hora punta y lo único que me distrae es pensar a cuáles pecados —de quién, quiero decir— dedicaré ese viaje en concreto y me turno según lo que he visto en la tele, pueden ser los pecados de los chechenios o de los iraníes o los norteamericanos cuando empezaron la guerra con Irak y no pocas veces lo hago por distintos chilenos a quienes les fue arrebatada la gracia divina y creo imperativo el recuperarla. A Natasha esto le divierte y me pregunta a veces cuando llego a la consulta a quién he dedicado los pesares del día o de la semana y se lo cuento con todo detalle.
Volviendo a mi trabajo, la gente que me rodea es bastante amable. Mi jefe es un mandón que anda diciendo frases raras mientras se pasea entre nuestros escritorios: «Plata sobrará, vida faltará», «No se pre-ocupe, ocúpese» y cosas así y él nunca da una orden sino una sugerencia, nunca una instrucción sino una indicación, pero al final manda como loco y si te pilla perdiendo el tiempo te echa una mirada (una de esas miradas suyas que destierran al otro de todo lo conocido), pero a fin de cuentas es un guatón buena persona y yo, sin ser obsecuente, hago caso en todo y así conservo la pega y no me falta el sustento y me siento una triunfadora cada fin de mes cuando recibo el cheque.
Mi padre fue quien me enseñó a leer y a escribir bien porque él era un profesor de escuela primaria con grandes cualidades pedagógicas y aunque siempre vivimos modestamente, nos dejó en herencia —además de la casa ya pagada— el silabario y la lectura de algunos libros (que a pesar del poco interés que demostrábamos en un comienzo supimos más tarde apreciar mi hermana y yo) y cuando ambas cumplimos doce años nos regaló el diccionario de la Real Academia Española en dos tomos con tapa dura y yo lo guardo como un objeto sagrado junto con la Biblia. Me propuse dedicarle quince minutos cada día y como soy tenaz y disciplinada lo hago hasta el día de hoy (y de este modo evito que la palabra central de mi vocabulario sea huevón como lo es para las tres cuartas partes de este país junto a sus muletillas exageradas) y también me ayuda a no sentirme un poquito estúpida por ver tanta tele y cuanto programa hay porque llego muy cansada en la tarde y entrando a la casa la enciendo y queda puesta hasta la noche. Cuando ya he hecho la comida y mi hermano se ha ido a la cama, me encanta enchufarme con los programas nacionales —no tengo cable y no me hace ilusión porque me entretengo más con un reality chileno que con una película— y me he convertido en una experta de la farándula: sé todo de todo, quién anda con quién, las peleas de unos con otros, los nombres de las modelos, en fin, todo, y de esa manera me relajo, pero siempre después de los quince minutos de diccionario. Ayer por ejemplo me dediqué a la palabra clave de mi vida. «Insustancial: adj. De poca o ninguna sustancia». Como me quedé en las mismas tuve que remitirme a la palabra sustancia, y era tan larga la definición que obligaba a ampliar los quince minutos y pensé que valía la pena memorizarla: «f. cualquier cosa con que otra se aumenta y nutre y sin la cual se acaba…». Me parecieron palabras un poco sueltas y no supe cómo interpretarlas de modo que a mi difunta mami, pobrecita, le gustara.
Alguna vez escuché un cuento que me gustó y me aferré a él pensando que de repente las historias de los libros pueden salir de las páginas y convertirse en historias ciertas. Ésta transcurre en un lugar del pasado, puede haber sido en la India o algo parecido, y la costumbre del pueblo era que, al casarse una pareja, el novio debía mostrar a toda la gente la sábana ensangrentada luego de la noche de bodas para así verificar la virginidad de su nueva esposa. Ya sé que eso no es ninguna novedad y lo hemos oído muchas veces pero la importancia de esta historia radica en que ella no era virgen y cuando él se entera esa misma noche al ver que no sangraba no sólo no la rechaza ni la expone sino que no le hace ninguna pregunta y toma un cuchillo que había en el plato de frutas al lado de la cama y se hace un corte en la mano y vierte esa sangre —su propia sangre— en la sábana para mostrársela a todo el pueblo. Esta historia me gustó mucho y me pregunto si entre todos los hombres que trabajan conmigo o los que se paran en la esquina de la plaza cerca de mi casa a escuchar música a todo volumen y a fumar marihuana habrá uno —uno solo— con esa nobleza, aunque hoy nadie dé un peso por la virginidad.
Hasta los ocho años fui muy feliz. La figura que más aportaba a esa felicidad mía era la de mi abuelo materno, que vivió con nosotros desde siempre. Había enviudado más bien joven por lo que no conocí a mi abuela que dicen que era una gran mujer y cuyo corazón dejó de palpitar sin ningún aviso un día mientras cocinaba un queque para una fiesta de cumpleaños de mi mami, dicen que entonces mi mamá se volvió algo agria (al menos eso creía mi papi). Volviendo a mi abuela, ella no era una jugadora rusa con vestidos de organdí ni dormía en el suelo al lado de la cama de un héroe de guerra en Palestina, ella era una simple mortal sin una vida entretenida que contar. Se dedicó al cuidado de sus hijos y de su esposo, nunca trabajó fuera de la casa y he escuchado que era una «mojigata», así la llamó un día mi abuelo, un día que se fue de lengua lo dijo y ahí entendí por qué mi mami hacía recuerdos del abuelo saliendo solo de noche con sus amigos cuando aún no había enviudado y la juerga era parte de la vida y nadie lo encontraba muy atroz porque entonces los hombres eran infieles por principio y en el fondo fondo las mujeres actuaban de cómplices. Me resulta muy inadecuado imaginar la vida sexual de mis abuelos pero obligada a hacerlo creo que a ella, como a mí —y por esa razón lo traigo a colación—, no le gustaba el sexo. Por eso el abuelo buscaba en otros lados, como todo hombre que se precie. Parece que eso no era muy inusual, digo, lo de las mujeres detestando el sexo, entonces no había revistas que tocaran el tema ni sicólogos que lo consideraran una especie de enfermedad, nadie se metía y si el sexo era un deber, se cumplía y punto pero ojalá lo menos posible y chao. Volviendo a mi abuelo, él fue la luz de mi niñez. Mis padres trabajaban duro, como ya relaté, mi papi en el colegio donde yo estudiaba en la educación básica y mi mami en la Municipalidad: fue empleada municipal toda su vida y nunca faltó a trabajar, la Municipalidad era su vida y siempre se las arregló, primero con los milicos y más tarde con los alcaldes elegidos, y si Dios no se la hubiera llevado a su Santo Reino habría jubilado allí de todos modos. Ella salía temprano en la mañana y llegaba después de las seis y sus hijas, yo la mayor y mi hermana que me sigue (que está casada), teníamos que arreglarnos solas y el abuelo —que ya estaba jubilado de Ferrocarriles del Estado— era la única persona que siempre estaba en la casa y por eso digo que fue la luz de mi infancia porque yo llegaba del colegio y él me ayudaba a hacer las tareas y después me sacaba a pasear y me compraba helados y me presentaba a sus amigos del barrio, todos bien ociosos como él, y rezaba conmigo todas las noches porque yo era su regalona y se miraba en mí. Me enseñó a encumbrar volantines y a hacer barquitos de papel y a pintar con pinceles cuando mis hermanos sólo usaban lápices de colores y sabía contar cuentos divertidos y largos y en las noches era él quien me hacía dormir y no mi mami y yo lo prefería a él porque sus cuentos eran mejores y tenía más paciencia y a mi papi nunca le importó vivir con el suegro, al revés, yo creo que le gustaba porque se avenían bien y les encantaba jugar a los naipes y hablar de fútbol y tomar cerveza y tenían los mismos gustos para comer y cada vez que mi mamá cocinaba prietas o un causeo de patitas, ellos se lo agradecían tanto.
Aunque ya no trabajara, mi abuelo se levantaba temprano cada día y esperaba el baño porque era el único que no estaba apurado y se echaba talco como una guagua y se vestía con corbata y un viejo traje gris de sus épocas de empleado de ferrocarril, con una camisa blanca que se cambiaba cada tres días, y los domingos usaba su traje azul para ir a misa (ese traje lo tenía sólo para la misa y para las bodas y los funerales y los bautizos), lo que me hace preguntarme en qué momento o desde cuándo desaparecieron los trajes domingueros, se cambiaron por buzos, por jeans, o directamente por shorts, que les quedan mal a todos con sus piernas cortas y pantorrillas rechonchas; si ahora no se ve a nadie de traje en misa y los buzos son horribles, ningún hombre se ve bien con un buzo aparte de Pellegrini. Volviendo a mi infancia, no sé para qué se ponía corbata mi abuelo ni lo que hacía en la mañana porque yo estaba en el colegio y no lo veía, pero él almorzaba todos los días con nosotros, nos calentaba la comida que mi mami preparaba la noche anterior y después se tendía a dormir una siesta (jamás se saltaba su siesta). Yo me pegaba a él para sentirme calentita y querida.
Aunque nuestra casa era muy chica, era el orgullo de mis padres porque era propia, conseguida con un subsidio para profesores, y el dividendo era la cuenta más sagrada de las que se pagaban todos los meses, cualquier cosa podía deberse (la luz, el gas o el agua o el almacén) pero nunca el dividendo y yo aprendí a valorar desde pequeñita el esfuerzo que había detrás de la casa propia, especialmente si había en ella dos dormitorios. Esto fue perfecto hasta que nació mi hermano, una especie de tropiezo de mis padres, me tinca que no lo planificaron porque nació doce años después que yo y once después de mi hermana, o sea, la vida estaba ya organizada y de repente, zas, llega otro miembro a la familia y no había hueco para él así que durmió mucho tiempo en la misma cama con mi abuelo porque no había dónde poner una cama más y el living era demasiado chico para un sofá cama y mi mami se habría muerto antes de cometer —palabras de ella— la falta de respeto de dejar a su padre sin dormitorio. El segundo dormitorio era el matrimonial, hasta que mi papi se agotó de dormir con nosotras dos y nos trasladó a dormir con el abuelo. Él en una cama y mi hermana y yo en la otra, pero yo creo hoy día, mirando para atrás, que daba lo mismo dónde se durmiera porque las paredes parecían de papel y todo se escuchaba y cada ronquido de mi papi se oía desde mi cama y supongo que el matrimonio funcionó porque teníamos mi hermana y yo el sueño pesado como las dos niñas saludables que éramos. Dormíamos como troncos o, para usar la expresión de mi mami, dormíamos el sueño de los justos.
Lo más importante de la casa era la vitrina que había en el living (mi mami se miraba en ella) y Natasha se ríe cada vez que se la describo y le hablo con detalle de la vitrina llena de pequeñas figuras: ángeles, gatos, pastoras o payasos de loza o cerámica pintada. Hoy pienso, cada vez que las limpio, qué significará esa proliferación de objetos innecesarios y qué función cumplirían y sospecho que servían para esconder nuestra propia insignificancia y creo que un día las voy a tirar al suelo y las voy a quebrar una por una porque cuando me siento tonta me vienen esas figuras a la cabeza, no sé por qué. También, por supuesto, en una familia tan piadosa, cundía la imaginería religiosa. Había de todo: crucifijos, estampas de la Virgen Santísima, cuadros de distintos santos, algunos de latón en sobrerrelieve, a la entrada de la casa te recibía el Sagrado Corazón, Jesús con el corazón sangrante hecho tiras, nunca entendí del todo esa imagen, salvo recordar varias veces al día cuánto sufrió Él por nosotros. Había dos mesitas —una a cada lado del único sofá del living— y estaban repletas de pequeñas estatuas o esculturas, como prefería llamarlas mi mami: por ejemplo, Cristo en la cruz al momento de Su muerte, otra bendiciendo en el monte de los Olivos: el monte era un pequeño cerro de yeso que una vez se descascaró y mi mami se enojó así que yo pesqué la témpera que usaba en el colegio y le pinté las partes descascaradas en verde y café y ni se notó y, desde ese día, cada vez que oigo hablar de Israel, pienso en el café y el verde del monte de los Olivos. Me gustaban más las vírgenes porque eran tan distintas entre ellas y tú pensabas que, a fin de cuentas, era la misma persona, cómo iba a haber tantas vírgenes diferentes, la del Carmen, la de Lourdes, la de Fátima, la de Luján, todas las vírgenes nos miraban en nuestro diario acontecer y yo pensaba que vivíamos bajo la protección de ellas y que nada malo nos podía pasar. Lo único que no me gustaba de esta proliferación de figuras sagradas era limpiarlas, cuando me tocaba a mí me empeñaba —hágalo con amor, mijita, con amor, ¿entiende?, me decía mi mami—, me enseñaron a hacerlo con un paño húmedo para meterlo en cada pliegue de las túnicas de la Virgen y de los dedos de Jesús, que nunca quedara una mugre metida entremedio y eso era difícil porque Santiago es una ciudad polvorienta, todo se llena de polvo, quién sabe por qué, y me pregunto cómo serán las otras ciudades, las que no tienen polvo y donde no es necesario vivir con el paño de limpieza en la mano.
Hasta cumplir los ocho años, mi hermana —la Alicia— y yo teníamos los mismos horarios de clases. Íbamos y volvíamos juntas del colegio y como estaba en la esquina nos acostumbramos desde chicas a caminar una al lado de la otra de ida y de vuelta. Algo pasó ese año que decidieron agregarle un módulo al curso de mi hermana y empezó a llegar a la casa más tarde que yo. Entonces yo regresaba antes que la Alicia y el abuelo me esperaba y me decía que yo era toda para él y que teníamos harto tiempo para hacer cosas antes de que llegara la Alicia.
Cumplí ocho años. Ese día quedó en mi pobre mente como uno de los últimos recuerdos brillantes, muy brillantes, como sólo pueden ser los de la infancia, porque las nubes no se ven ni se intuyen, lo que está ahí es lo que es y todo era despejado ese primero de marzo, siglos y siglos atrás, y cuando volví del colegio vi la torta en la mesa y las naranjitas con jaleas coloradas y las galletas obleas y los pancitos con huevo y a mis tías y a mis primos. No sé por qué me hicieron tanto caso pero la celebración (aunque cayó en un día de semana) fue apoteósica y hasta el día de hoy me acuerdo de todos los regalos que me hicieron. El mejor y el más importante fue el de mi abuelo, que no sé de dónde sacó la plata, pero me tenía la casa de la Barbie, ¡lo que más se podía soñar en ese tiempo!: una casa rosada de plástico con piezas y camas, todo para la Barbie, que era —no tengo ni que decirlo— mi juguete preferido. (Aún las conservo y ahora, que tengo una cama ancha toda para mí, las instalo en la cabecera aunque cada noche debo sacarlas y volver a ponerlas en la mañana). Mi mami me pidió que agradeciera a Dios tanta bondad y que rezara un avemaría antes de abrirla. Los grandes se pusieron a tomar cerveza y ponche, porque siempre había vino tinto con duraznos para los cumpleaños y también navegado, que es el vino caliente con cáscaras de naranja y canela. Mientras los chicos jugábamos con la casa de la Barbie, mi papi y mi abuelo se entonaron un poco y cuando todos se habían ido ellos siguieron con ánimo de fiesta y tomando y chacoteando y mi mami puso esa cara de desaprobación que tanto le conocíamos. Se fueron a acostar tarde los dos y la Alicia y yo dormíamos cuando el abuelo llegó a la pieza y me despertó sólo a mí, venga la cumpleañera, me dijo y me sacó de la cama para que durmiera con él, como lo hacíamos todos los días a la hora de la siesta, pero ahora de noche. Quería seguir celebrándome.
Era rosada y dura, la casa de la Barbie.
Dios dispuso tantas cosas incomprensibles para mí. No es que me queje pero a veces me pregunto por qué cargó sus dados sobre esta pobre alma liviana y modesta que ha dado tantas vueltas en redondo, como una palabra que hubiera perdido sus letras, y yo sé por qué no le cargó los dados a la Alicia, cómo no lo voy a saber, si fui yo quien la protegió a la Alicia. Era sólo un año menor, pero en alguna parte de mi pequeña cabeza decidí que la única que podía cuidarla era yo y Dios no me castigó por soberbia porque hoy la Alicia es feliz y se casó como todo el mundo y tiene dos guaguas y es normal, a la muerte de mis padres se le quitó esa cosa anticuada que teníamos todos y partió a ser ella misma y hoy sigue siendo católica y amando a Dios y cumpliendo cada uno de sus mandamientos, lo que me hace pensar que no es obligación ser tan remilgada como era mi mami para que Dios te ame. Siempre sentí que Dios no se acercaba a mí como al resto de la gente o al menos como al resto de los miembros de mi familia y esto me hacía preguntarme por la razón y la razón me llevaba de vuelta a mí misma: había algo sucio en mí que espantaba a Dios y aunque Él estuviera acostumbrado a los espantos aquí en la tierra, igual tomaba cierta distancia, ni curiosidad debía sentir Él por mí. A veces pensaba que al que le asignaron mi caso en el cielo se puso en huelga y dejó el caso tirado.
En el liceo se reían un poco de mí, no era una mofa ofensiva pero mis compañeras no entendían que no me metiera con los gallos como lo hacían ellas, algunas eran bien bien lanzadas y hasta embarazadas adolescentes hubo en mi curso y hablaban de besos con lengua cuando éramos super chicas y yo les decía: Dios las va a castigar, y se morían de la risa, como si el temor de Dios fuera algo muy muy pasado de moda que ni en broma tenía que ver con ellas. Nunca tuve amigas íntimas, quizás en la primera infancia, nunca más, porque hasta el día de hoy no le encuentro el sentido, creo firmemente en el pudor y en el recato y me pregunto por qué hay personas que necesitan mostrarse desnudas frente a otras cuando la única verdad es que cada ser humano es una pequeña isla. Aunque tienda puentes y puentes, siempre será una isla y todo lo demás es mentira.
Entonces cumplí ocho años y en las noches empecé a hacerme un ovillo sobre mí misma y de un día para otro mis manos pasaron a ser dos seres vivos independientes de mí y se sujetaban entre ellas sin parar y se restregaban y nunca descansaban y se me llenaron de manchas rojas, ásperas y feas, y me dolían. La vida empezó a cambiar y me dije que eso es lo que Dios pedía de mí y que mi deber principal era hacer feliz al abuelo, yo le debía tanto a él que haría lo que me pidiera. Un día, sin embargo, se me ocurrió quejarme a mi mami. Ella me miró con su cara agria y por todo comentario dijo: ¡qué edificante!, con una expresión en los ojos que hoy recuerdo como adusta y avara, los entrecerraba como si una mugre se le hubiera metido adentro, como si esquivara el polvo o la luz, era la marca del enojo, tanto enojo acumulado. Pero qué le vamos a hacer, la familia es sagrada porque es nuestra identidad. Aunque sea una cárcel, es siempre nuestra identidad. Cuando camino hacia la micro cada mañana, veo planchas y planchas de cemento agrietado y monótono, siempre igual a medida que avanzan mis pies por la vereda y me viene a la mente la mirada de mi mami y el cemento agrietado es igual a sus ojos y pienso que de haber tenido otros ojos, quizás mis pasos hacia la micro cada mañana podrían ser distintos. Además de esa mirada, tenía un cuerpo ínfimo como el mío, era enjuta como si nunca hubiera florecido, seca y enjuta, y con los miembros siempre un poco apretados y volcados hacia adentro. El abuelo le decía: laucha, puras lauchas en la familia. Muy edificante…, muy edificante, me decía mi mami picoteando alrededor mío como una gallina, una semana entera dijo eso y no otra cosa cada vez que pasaba cerca de ella. Para qué pronunciar palabra, entonces. Sentí como si mi voz hubiese quedado olvidada en algún hueco oscuro. Cada vez que algo no le gustaba a mi madre, se enfermaba, se enfermaba de veras con síntomas visibles, sus enfermedades se veían y le daba la gripe o una diarrea aguda o una fiebre alta. Si nosotras la hacíamos rabiar y aparecía la fiebre, era nuestra culpa y las tías nos lo decían y la Alicia y yo nos aterrábamos. La Alicia se atrevió a ponerse a pololear cuando tenía como doce años y mi mamá casi se murió, como si el pecado lo estuviera cometiendo ella y no su hija, y le salió una alergia, tan fea tan fea, que tuvo que perder una mañana de trabajo para ir a la posta (ella que jamás dejaba de trabajar) y la Alicia no tuvo más remedio que deshacerse del pololo para que la alergia desapareciera y entonces volvió la paz y todos se sentían santificados porque la niña había entrado en razón y el abuelo me hizo rezar el doble cada noche o a la hora de la siesta, porque a veces le daba con que yo rezara antes de pegarse a mí para dormir.
En mi memoria tengo un momento largo largo de la vida en que sólo recuerdo el cuerpo: el cuerpo mío, el de mi mami, el de Alicia, el del abuelo. Puros cuerpos, por que la mente se niega a meterse en los recuerdos del alma, majadera como un gato la mente, hace de las suyas y juega conmigo y bloquea la memoria como le da la gana. Los agresores se colocan al mismo nivel de las víctimas. Todo se vuelve complicado y difícil de recordar, puras imágenes cortas y fugitivas. Me quedo fija en las que tengo, aunque sean pocas, y tengo pocas porque es difícil distinguir con claridad el mundo cotidiano y normal, mientras es tan fácil recordar lo extraño. Estoy convencida de que lo que más ciega los ojos es lo familiar y por eso yo deambulé sin ver por los días y los meses y los años, una puede quedarse pegada por mucho tiempo en la ceguera porque lo familiar termina no viéndose.
Hemos trabajado mucho con Natasha sobre las memorias de ese tiempo y lo que llego a recordar es gracias a ella porque cuando empecé la terapia tenía un agujero negro en la cabeza. A medida que pasaba el tiempo, a los nueve años, a los diez, cada vez que me lavaba el pelo me quedaba con mechones en la mano (hasta que cumplí ocho lo llevaba cortito y lleno de ondas muy monas) y de repente empezó a quedarse lacio, cada vez más lacio, y se me puso tan fino que casi raleaba. Cada vez que observaba el aparador del living —al frente de la vitrina que ya les mencioné—, pesado y estático, pensaba cuán resignado era ese mueble y sentía que el mueble y yo éramos la misma cosa aunque él tuviera más peso que yo.
En la antigua China (y esto lo sé porque un día decidí asistir a una conferencia gratuita que daban a dos pasos de mi lugar de trabajo y me dije: Ana Rosa, eres un poco estúpida, por qué no haces algo para cultivar tu mente, y entonces empecé a aprovechar que trabajaba en el centro para sacarle un poco de partido a ese sector de la ciudad porque en La Florida no se habla de la antigua China sino más bien del mall Plaza Vespucio y de lo caro que es el café en el Starbucks o de la última liquidación de Zara), como decía, en la antigua China la idea popular del cuerpo humano consistía en que éste lo conformaban dos elementos diferentes, elementos o almas. Uno —llamado po— era viscoso y material; y el otro —hun—, vaporoso y etéreo, y se creía que la confluencia de los dos producía la vida y que llegaba la muerte cuando ambos elementos o almas se dispersaban. Aparentemente al hun —por ser más ligero, supongo— le gustaba separarse del cuerpo y lo hacía por lo general cuando la gente dormía y así se producían los sueños, según la creencia. Llegado el momento final, este elemento o alma era el primero en partir y por esa razón, cuando alguien empezaba a morir, su hijo debía subir a las azoteas o tejados de la casa para llamar a las almas hun y pedirles que volvieran y sólo si fracasaba en este intento llegaba la muerte real. Cuando me enteré de esto, pensé mucho en ese pobre hijo que corría por los altos de las casas llamando a las almas etéreas y me imaginaba cómo se sentiría al no lograrlo y si se culparía de la muerte por no haber traído de vuelta al hun y si se culpaba, cómo se odiaría, y si creería que el castigo podría sobrevenirle por su inutilidad para salvar a su padre y si debería el pobre vivir con eso para siempre. Todo esto pensaba yo cuando me imaginaba al hijo persiguiendo almas.
Era el mes de julio, un día viernes de mediados del mes, en un invierno especialmente frío cuando yo tenía quince años. Desde entonces me he aficionado a los inviernos porque siento que son de verdad, no como el verano, que pasa volando y parece divertido y coqueto, pero no lo es, porque el sol siempre está apurado y deja a todos con las ganas. El invierno no pretende consolar pero, a fin de cuentas, yo siento que consuela porque una se hace un ovillo sobre sí misma y se protege y observa y reflexiona y creo que sólo en esa estación se puede pensar de verdad y en ese invierno de mis quince años terminaron tantas cosas para mí.
A mis padres no les gustaba mucho moverse y nadie en la casa iba ni a la esquina, no éramos viajeros en mi familia, tanto así que yo no he cruzado nunca la frontera y casi no conozco las ciudades de nuestro propio país y cualquier punto del mapa es para mí un asombro. Luego de mucho alboroto y preparativos, decidieron mis papis viajar a Linares a visitar a una tía que era la madrina de mi papá a quien no veía desde hacía años. Se quedarían ahí por el fin de semana (lo que fue toda una organización entre ellos y el abuelo para cuidar la casa y hacer la comida) y a mí me dejaron salir el viernes para que el sábado y domingo me quedara cuidando a mi hermano chico que era casi una guagua y fue por eso que yo estaba en la casa de una amiga el viernes en la tarde con la televisión prendida y justo antes de las noticias le dije a mi amiga: va a llover, y de repente dieron un flash y mostraron un accidente en la carretera y un bus que se había dado vueltas porque el chofer se quedó dormido y yo seguí jugando a las damas con mi amiga porque nada terrible que pasara por la televisión podía tener que ver conmigo y cuando a los cinco minutos escuché que el bus se dirigía a Linares, algo parecido a una cosquilla me entró en el estómago y luego se convirtió en algo helado como si me hubieran inyectado (así entró ese hielo por mi sangre) y, sin decir nada, abrí la puerta de la casa de mi amiga y salí corriendo y corrí y corrí hasta mi casa en el frío y recuerdo el cielo encapotado y turbio como si anunciara una tormenta y yo sin respirar siquiera, siempre helada y derrotada, con un miedo del tamaño de una casa sobre mi cabeza hasta que llegué. Mis padres alcanzaron a estar vivos por unas horas, murieron en el hospital de Linares —la ciudad más cercana al accidente— y hoy me imagino al po de la antigua China feliz con sus elementos viscosos y materiales entre el caos y la sangre y yo no estaba ahí para gritarle al hun que volviera, no pude subirme a un techo para llamar a esas almas malas que los abandonaron a la primera, no pude perseguirlas ni obligarlas a regresar, no pude ayudar a mis padres y sentí que no era Dios quien me vencía sino algo que no pude detener a tiempo. Y por si fuera poco, me enteré por las noticias (como nunca nadie debe enterarse de una tragedia personal y menos cuando se tiene quince años y se es dependiente y chica y poco preparada).
Ya cumplí treinta y uno, he vivido más de la mitad de mi vida como una huérfana, pero el momento ese en que yo corría a mi casa desde la casa de mi amiga, el cielo encapotado y el tablero de las damas y el sonido de la televisión me persiguen como si tuvieran miedo de que yo olvide. Como si la materia viscosa de la carne podrida pudiera olvidarse, porque ésa es la imagen que salió al día siguiente en la prensa: la fotografía de los cuerpos apiñados con sus sangres y sus tripas confundidas. A este país le gustan los accidentes, es increíble la cantidad de minutos que les dedican en las noticias: aparece el conductor y dale que dale, accidente tras accidente, ojalá con harto detalle escabroso y familiares llorando, pero esta vez era mi gente y así murieron y Dios se los llevó juntos —al menos eso— porque mil veces me he preguntado cómo habrían soportado la vida uno sin el otro.
Me sentía culpable de sus muertes.
Cuando se hizo de noche, el día del funeral, olvidé todo el vocabulario y me quedé pegada en una palabra: muérete.
Muérete muérete muérete.
Hasta que, aturdida como estaba, me vino el temor de que mi pobre madre —que en paz descanse— se revolviera en su tumba por culpa de esta hija mayor que prefería desaparecer y esquivar las responsabilidades que le esperaban. A decir verdad, no fueron muchas mientras vivió el abuelo, quien se hizo cargo de todo, y la casa ya estaba pagada y entre su jubilación y algunos ínfimos ahorros de mis padres y la plata que nos dio la compañía de buses del accidente y los pequeños trabajos que hacíamos la Alicia y yo nos arreglamos. Yo seguí por mucho tiempo en un estado de aturdimiento permanente, delante y detrás de mí flotaba el aturdimiento y no sé de qué otra manera describirlo y pensé que era justo vivir así porque los dolores tienen derecho a impedir que se les olvide.
Después de la muerte de mis padres todo se cubrió de muerte, absolutamente todo. Yo era muy joven para entrar en ese viaje y le hacía el quite a las grandes preguntas y evitaba también enfrentarme con la conciencia de fin y yo creo que la muerte decidió instalarse a mi lado como una amenaza, sin tocarme, pero me invadía igual y entonces yo corría a la cama de mi hermano chico durante la noche para ver si respiraba o, si la Alicia se atrasaba en llegar, me instalaba al lado del teléfono esperando la llamada fatal y, si una amiga decía que llegaría a las seis y no era puntual, yo decidía que la habían atropellado en la calle y hasta el pobre perro —un quiltro que habíamos adoptado— sufrió mis obsesiones y lo encerraba con llave en el patio para que no saliera y no fuera a pasarle algo.
Eso hacía en vez de llorar el accidente.
A partir de la muerte de mis padres, dejé de ser la regalona del abuelo. Él se dedicó a sacar adelante a mi hermano chico, sintiendo que el Señor le encomendaba la tarea de hacer de él un hombre, lo que facilitó la vida para nosotras, que ya teníamos hartos problemas. Se terminaron las siestas y los dormitorios se redistribuyeron, pasando la Alicia y yo a dormir en la cama grande de mis padres, y el abuelo se quedó en su pieza con el cabro chico, cada uno en una cama (los hombres allá, las mujeres acá). Así pasaron los años y a pesar de que todos tratábamos de hacer una vida común y corriente, yo ya estaba rota. Viví muchos años en el lado equivocado del silencio porque callé y porque no podía hacer otra cosa.
El abuelo murió cuando la Alicia y yo habíamos terminado el colegio y yo cursaba el tercer año en el instituto. Le dio cáncer al estómago y fue una enfermedad bastante corta porque se lo detectaron cuando ya no tenía remedio y yo me dediqué a cuidarlo. Estaba viejo y vencido y derrotado, esa impresión me daba, y traté con todo mi esfuerzo de hacerle amables sus últimos días y no me moví de su lado hasta el final.
En su lecho de muerte le hice una pregunta, la única que me atreví a hacerle:
¿Por qué mi madre no me protegió?
Porque a ella le hice lo mismo, fue su respuesta.
Cuando terminé el colegio y estudiaba en el instituto, decidí hacerme las preguntas que seguro se hacen todas las mujeres: que el matrimonio, que los hijos, que el futuro. Aunque no se lo dijera a nadie —y Dios tenga a bien perdonarme— los niños no me gustaban, algo me pasaba con ellos (algo no muy santo) que pude comprobar con los de mi hermana las miles de veces que me tocó cuidarlos: me acometía una extraña y escondida tentación de tratarlos mal, de aprovecharme de su inferioridad física y de mi autoridad sobre ellos y me gustaba su indefensión y me daban ganas de vengarme. A medida que fueron creciendo, tuve la certeza de que yo no sería una buena madre y que de poder evitarlo era mejor que no tuviera hijos, pero como para tener hijos se necesita un papá —y en ese campo yo era una perfecta nulidad— no parecía ser un problema muy apremiante. Mientras estudiaba Publicidad me hice amiga del Toño, un compañero de curso que era tan tímido y poca cosa como yo, todavía le quedaban espinillas en la cara y tenía el pelo negro un poco tieso y los ojos cafés bastante chicos. No debía de pesar más de sesenta kilos y tenía pinta de ratón —laucha y ratón, tal para cual—, el pobre no amenazaba a nadie y actuaba como si lo supiera. Pobre Toño, era tan buena persona, tan bien educado y tan amable conmigo. Total, me pasé la película de que podíamos hacer una buena pareja porque no me daba miedo ni yo a él y era evidente que a él las mujeres lo aterraban, quizás qué experiencia tuvo con su mamá o con su familia —nunca me lo dijo— pero la cosa es que funcionábamos bien juntos y estudiábamos en mi casa o en la suya y conversábamos de puras tonterías y nos entreteníamos. Un día, a la salida del cine, íbamos por una calle oscura y de repente, ¡zas!, pienso que el Toño se sintió obligado a jugar al macho —al margen de las ganas que tuviera— y me tiró contra una pared y me metió la mano debajo de la blusa, todo eso sin nunca habernos dado un beso y yo me espanté me espanté y le pedí que fuéramos de a poco y el pobre transpiraba y se sintió estúpido por las piruetas que trataba de hacer y a partir de ahí fuimos lento por las piedras, probando. No diría que fue una experiencia exitosa (apenas satisfactoria) pero le pusimos empeño y yo quedé con la conciencia tranquila de haber tratado, al menos, y de no haber tomado decisiones sin entrar en el campo de batalla, porque ustedes se imaginarán que el único resultado posible fue negativo y a partir de entonces pude decirlo: no me interesa el sexo, no me gustan los hombres, aunque se lo dijera a mi almohada lo dije, y con eso me quedé más tranquila.
Ahora bien, si hubiese decidido que los hombres sí me gustaban y mi intención hubiera sido emparejarme, mi situación sería, en la práctica, la misma. Si tener un hombre es un prestigio, un añadido que cuelga de una, un abrigo de buena tela que cae elegante en el hombro, no importa si abriga, yo paso frío. A una la miran en menos porque es sola. La gran pregunta es: ¿dónde están los hombres? Yo no los veo. Las mujeres como yo formamos un verdadero ejército: mujeres en la treintena que están solas, que se levantan de una cama por su cuenta y se duermen en la misma sin una arruga en la sábana. Mujeres que —a pesar de trabajar y salir cada mañana al mundo— no tienen dónde conocer hombres, dónde se esconden esos hombres posibles no lo sabe nadie, porque los compañeros de oficina están casados o viven con alguien y si se meten con una —hablo por boca de mis compañeras de trabajo—, es sólo en plan de una aventura de una noche o, a lo más, un par de noches, y luego andan todos culposos y enojados por haber tomado de más y por haberse metido en una historia pasajera con alguien a quien están obligados a ver todos los días. Nadie tiene dónde conocer a nadie y pasa el tiempo y una va adquiriendo un tinte de ansiosa o de probable solterona, lo que hace que los posibles candidatos se espanten y esos candidatos —escasísimos— no son un dechado de imaginación ni de originalidad, los que son así no se meten con empleadas de gran almacén o con oficinistas modestas. Las de mi tipo no llegan muy lejos porque nada es gratis, para llegar a algún lado debes pagar el boleto y el boleto puede ser tu nombre o tu pinta o tu cuenta bancaria o tu oficio, pero algún boleto tienes que tener en la mano y yo no tengo ninguno. Los fines de semana de este ejército de mujeres al que pertenezco son casi siempre aburridos y al final les gusta trabajar porque al menos en el trabajo se rodean de gente y de trajín y olvidan lo profunda que es su soledad. Se dice que en este país hay más deprimidos que en ningún otro —las estadísticas no mienten— y las mujeres de mi edad y mi condición abultan esa estadística y eso es triste porque están justo en ese período intermedio en que se supone que están forjando el futuro y armando familias y resulta que el futuro se escapa de las manos. Por eso, a pesar de todo, doy gracias al Señor de no ser una más de ellas y de haber optado por la soltería. Así me hieren menos.
Me impresionó mucho una historia que leí en el diario de una mujer que mata a su marido en defensa de su hija: nadie mató por mí, ni de cerca, cómo me duele que nadie me haya protegido. Quisiera conocer a esa mujer de la noticia y reclinar mi cabeza sobre su hombro para que me abrace.
Creo que es más sano no casarse ni tener hijos, prefiero eso a lanzarme en ese camino para embarrarlas sin remedio y hacerle daño a todo el mundo. He puesto un enorme empeño en acercarme al lado bueno de la vida e imaginarme a mí misma como un pequeño lugar soleado donde nadie tiene nada que temer y gasto mucha fuerza venciendo día a día las partes oscuras de mi alma que bien sabe Dios que las tengo y las temo y las detesto porque trato de ser ese rayo de luz y a veces vienen fuerzas subterráneas que se empeñan en llevarme a las tinieblas. Quizás mi inclinación profunda sea la de una víbora y no lo sepa y un día se destapará. Siento que vivo como a la espera, como si no fuera dueña de lo que soy y que un día despertaré convertida en esa víbora y saldré al mundo a envenenar como un reptil desalmado y demoledor y que toda la compostura de mis treinta y un años se irá por el desagüe para confirmarme que las oraciones no bastaron y que el abuso del que fui víctima me torció para siempre. Y ése sería el mayor golpe que la vida podría darme.
Sólo sé una cosa, que todo lo que me ha pasado y pasará es culpa mía.