ANDREA

Quisiera hablar del desierto, sólo del desierto. Atacama. Es lo único que tengo en la mente. Es el desierto más árido del mundo. Cuando era chica yo habría dicho que era el Sahara, con esas arenas eternas, ininterrumpidas, como las de Moisés y de Lawrence de Arabia. Resulta que no, es nuestro desierto el más seco de todos. Y hacia allá partí, un estupendo lugar para dejar los huesos, si ésa hubiese sido mi intención (es de verdad un buen santuario para morir).

Soy Andrea, me conocen de la tele.

Desde siempre supe que quería ser periodista y estar en el centro de las cosas. Empecé como becaria del departamento de prensa del canal y a los dos años leía las noticias. Más tarde pasé a tener mi propio programa y luego fui diversificándome. Cuando fui capaz de entrevistar desde la farándula hasta el Presidente de la República, me dieron vía libre. Hoy estoy metida en la estructura del canal y descubrí en mí misma un enorme talento empresarial y también un talento para manejar el poder. Me ha ido muy bien. Soy bastante famosa y he ganado bastante plata. Dicho así, mi vida parece estupenda. ¿Por qué estoy aquí? Ni idea. Por supuesto que tengo problemas, como todo el mundo. Y ser famosa no ayuda. He debido lidiar con varias dificultades, miedos escénicos, ataques de pánico, conspiraciones, trampas. Permanente exposición. También un poco de paranoia, nada te hace sentir tan perseguida como la fama. De vez en cuando escapo. Hace un par de años llegué lejos, hasta Tailandia, jurando que mi futuro estaba en los monasterios budistas y no en la pantalla: las madrugadas y el ayuno me bastaron y terminé en una preciosa playa en el Índico, nadando en aguas doradas y comprando sedas.

Y ahora quise escapar de nuevo. Porque, aparentemente, estaba enojada. Les repito: todo anda bien, mi trabajo, mi salud, mi familia. No dudo de mí misma ni de mi talento ni del amor de mi marido. (¿No será que dudas de tu propio amor por él?, podría preguntarme Natasha, porque a ella le encanta torturarme, pero no, no es ésa la pregunta). Entonces ¿por qué estoy enojada? Ni me había dado cuenta de que lo estaba. Un día, terminando mi sesión de masajes, Silvia, una argentina divina, me dice: che, Andrea, ¡qué laburo me has dado hoy!, te he trabajado como nunca la cara y por fin te quité esa expresión de enojo. Cuando Silvia se fue me quedé pensando: ¿qué enojo?: ¿de qué habla? A los pocos días tuve una sesión de fotos para una revista. Apenas la fotógrafa, una joven con cara de aburrida, se paró frente a mí, me dijo: por fa, esa expresión… ¿Qué expresión?, le pregunté desconcertada, ese enojo, me respondió. Volví a preguntarme a qué se referiría. A la semana siguiente fuimos con Carola, mi hija, a la kermés de su colegio. Después ella le comentó a Fernando: papá, tendrías que haber visto la cara de enojada de la mamá, ¡parecía furiosa! Pero, Carola, la interrumpí, ¿de qué hablas? Partí donde Natasha y le pregunté si estaba yo enojada. Como siempre, me devolvió la pregunta y me tiró el bulto de vuelta.

Tras eso, me encerré en el sauna a pensar. (Es el único lugar donde pienso). No podía ser casualidad que todos vieran mi enojo menos yo. Me vino una sensación conocida. El ansia de la fuga. Nos han engañado contándonos que el ser humano vive sólo bajo el gran impulso vital. Existen los impulsitos. En mi caso, se anuncian con enormes ganas de detenerse, de dejarlo todo, de escapar. Una cosquilla empieza a recorrerme el cuerpo, algo así como una fantasía o un anhelo, a veces impreciso, hasta transformarse en el nombre de un lugar. Pensé en algún paisaje que me fuera extraño, uno que, de puro nuevo, me sugiriera simultáneamente un encierro y una apertura absoluta. Por primera vez en muchos años miré el mapa de Chile. Es tan fácil y plácido viajar dentro de nuestras propias fronteras. Entonces decidí que la aridez era la respuesta.

El desierto.

Avisé en el canal que tenía una buena idea para un nuevo programa —lo cual, además, era cierto—, y que me ausentaría unos días. Desperté en la fecha señalada a las 6.30 de la mañana en mi cama de Santiago y todo resultó para que yo aterrizara a las 10.40 en el aeropuerto de Calama, donde me esperaban, lo que ya me emocionó porque yo era la única pasajera (¿todo ese trabajo sólo por mí?). La chiquilla a cargo de recibirme me miró y me pidió un autógrafo. El chofer, Rolando, se definía como «atacameño», más tarde entendí que eso significa declararse indígena. Mientras se deslizaba tan seguro en la camioneta por ese paisaje desconocido para mí, pensé que haber venido sola era una buena idea. Tenía varias cosas en las que pensar. Qué raro resulta un paisaje indiferente, que no se modifica por nuestra presencia. Mis ojos no daban crédito. Vi lomas que parecían berenjenas gigantes, otras de un café cremoso como inmensos helados de chocolate y la arena rizándose como un océano con olas pesadas. El cielo es de un azul prístino, un azul casi desconocido para los ojos urbanos, brillante, nítido, cegador.

Luego de una hora y un poco más desde Calama llegamos al Alto Atacama, así se llama el hotel. Un pequeño enclave. Los cerros lo rodean por los cuatro costados. Al centro de esos cerros encontré una larga y baja construcción del color del barro, el mismo que usaban los antiguos para construir: el hotel continúa el colorido para mimetizarse, para no pelearle al desierto.

En la puerta me esperaba el gerente. Desde el principio me sentí acogida, la cordialidad impregnaba el aire.

Mi habitación era muy linda, de colores tabaco oscuro, presente por todos lados el adobe atacameño con que construyeron los indígenas desde los primeros días de su historia. Se prolongaba hacia una terraza privada con camas de cemento y colchonetas para mirar el atardecer —o el amanecer, lo que quieras— y su arquitectura permitía ver sólo los cerros y el desierto y a ningún vecino. Sin televisión. (Sin mi cara en la pantalla). Las líneas austeras me resultaron elegantes. Instalé mi computador en el clóset, dudosa de cuánto uso le daría, puse los libros en el velador —me cunde tan poco la lectura en Santiago—, deshice la maleta y a la una del mediodía estaba en el comedor para el almuerzo (quínoa, corvina y fruta, delicioso). Dormí la siesta —la amanecida a las 6.30 me tenía exhausta— y constaté que no había un solo ruido en los alrededores. Ese silencio era para mí como la clorofila para las plantas o la música para una bailarina. En ese silencio podría conectarme conmigo misma. Porque ése es uno de mis problemas: no me conecto, aunque me esfuerzo. A veces sencillamente no tengo idea de quién soy. Sólo conozco a la Andrea que me muestra la pantalla y mientras esa Andrea vaya bien, parece que todo lo demás da lo mismo. Termino creyendo que esa mujer es la real, la única que existe dentro de mí. El silencio del desierto me permitiría acercarme a mi verdadero yo. Había algo de eco, algo capaz de encerrarte la voz para siempre, de hacerte enmudecer.

Después de aquella gloriosa siesta fui al spa, que abre durante todo el día, lo que me pareció un lujo. En medio del sauna, un profesional del mineral del cobre de Chuquicamata —pensé que aquí habría sólo extranjeros, de los que pagan hoteles caros— cayó en éxtasis cuando se dio cuenta de que yo era quien era. Les gritó a sus amigos que estaban en el jacuzzi: ¡hey, adivinen quién está aquí! Fue como una bofetada. Me encerré en el baño de vapor y no volví a salir. Cuando se fueron, salí en bata, con el pelo mojado, y me tendí afuera en medio de la nada a mirar el atardecer. Era tal la soledad que no sabía cómo reaccionar.

Soy perfectamente feliz, me dije. Es probable que fuese mentira pero me lo dije igual. Luego pensé: mierda, ¿hace cuánto que no pronuncio esta frase? Desde la última vez que estuve en el campo, en casa de los padres de Consuelo. Ella es mi amiga del alma, nos conocemos desde chicas, fuimos al mismo colegio, nos hemos acompañado a través de cada etapa de la vida. Me dice «la diva» y no me toma muy en serio. No se impresiona cuando me ve en la portada de una revista pero se niega a acompañarme al Jumbo, no resiste la expectación de la gente. Bueno, tampoco la resisto yo, casi no voy ya al supermercado. No quise contarle a Consuelo mis nuevos planes: habría insistido en que conversáramos y no estoy preparada. De todos modos, ella se ha acostumbrado a esta mujer que soy, que vive de intensidad en intensidad y que no se amedrenta fácilmente. Me la imagino observando este paisaje del desierto. Ella lo habría definido como poderoso, ese adjetivo habría usado, y yo le habría contestado: es un vacío, un enorme vacío.

Desperté sobresaltada al amanecer. Abrí las cortinas y el paisaje se había transformado: la montaña tenía dientes, cada corte, esculpido por el agua de la cordillera durante el invierno. Bajo ellos, franjas de colores como un elegante vestido de tafetán, rojos, morados, cafés, azules. Los cerros se habían disfrazado para mí. Eran las cinco de la mañana y me encontraba en el desierto mientras en la ciudad, allá lejos, en mi ciudad, aún no había llegado el día. Recordé aquella manida frase de que el viaje no se hace sino que él te hace a ti —o te deshace— y pensé en el viaje como desaparición.

Estaba de vacaciones de la vida real. Supongo que todas odiamos «la vida real» y sabemos cómo nos aplasta si no la tomamos en dosis.

Dormí doce horas.

Advierto que mi sueño nunca es del todo espontáneo. Una vez que me duermo lo hago como una adolescente, pero me cuesta mucho quedarme dormida. Son demasiadas las cosas que dan vueltas en mi cabeza cuando por fin me quedo en paz. Si no tomo nada, puedo llegar hasta las cuatro de la mañana con pensamientos obsesivos. (Confieso que el rating es uno de ellos, el principal). Acudo a las pastillas, pero como las odio, vivo inventando fórmulas que no sean adictivas. Que un relajante en la tarde, que un ansiolítico en la noche, me indigna depender de la química. Entonces juego con las dosis, las bajo y tomo un cuarto de la pastilla tal y media de la otra, así voy manejándolas. Soy la clásica mujer que se automedica.

Me puse un polerón sobre el pijama y así vestida fui al comedor. Pienso que en Santiago nunca lo habría hecho. No salgo a la calle si no estoy arreglada. Es tal mi conciencia de ser una figura pública que mi apariencia pasó a ser una especie de fijación. Siempre agradezco haber nacido con una cara relativamente bonita. No tendría la carrera que tengo de haber sido insignificante o fea sin más. No basta con el puro talento, nunca basta el puro talento.

Desayunar en pijama en un lugar público era una experiencia nueva. A propósito del desayuno, en el hotel no había room service. El chiquillo que me atendió en la mesa se ofreció amablemente a llevármelo si así lo pedía, pero no quise privilegios: si todos desayunaban en pie, también lo haría yo. Comí un huevo a la copa hecho a la inglesa, fatal, me quemé los dedos y se me hizo poco, debí pedir la omelette. Cuando vi el pan cortado en tajadas —como el de molde— agradecí estar sola: imaginé a Fernando reclamando por el pan. Él considera que el pan de molde no es pan, aunque lo moldeen aquí mismo cada mañana. Ahora no debo hacerme cargo de nadie, qué alivio.

Los maridos, en general, tienden a reclamar bastante, mucho más que las mujeres.

Amorosamente pusieron una mesa, una silla y un alargador en mi terraza para que pudiera trabajar con la luz del día. Era un hotel amable, lo que resulta raro, los lujosos y sofisticados casi nunca lo son.

Trabajar. Es siempre mi disculpa para existir. Pero vine al desierto a pensar, o recordar. Me he pillado a mí misma corrigiendo los recuerdos. Hay muchos que no me gustan, entonces los corrijo. En eso estuve hasta que me fui al spa. El día anterior había divisado una sala de masajes y, ni corta ni perezosa, me inscribí de inmediato. Era bastante caro. Y una vez más me dije: no importa, no tienes que darle explicaciones a nadie. Me esperaba Yu, una mujer joven llegada de China con estupendas manos y mucha fuerza. Una hora de total relajación con buenas cremas, velas y música muy sutil. En algún momento pensé que muy pocas veces vivo de acuerdo a mis ingresos. En general gastar me hace sentir culpable. Sin embargo, me encanta el dinero, lo encuentro sexy. Fernando siempre está atento a contener mis exabruptos. Sin embargo, yo puedo permitirme esto, puedo estar en uno de los hoteles más caros del país y regalarme una hora de masajes. Sólo cabe preguntar: ¿por qué no lo hago más seguido? ¿Qué mierda les pasa a las mujeres con el dinero cuando lo han ganado ellas mismas? ¿Por qué sentimos tanta culpa?

No nací rica. Mi padre era reportero policial y mi madre, dueña de casa. Durante mi infancia, nunca nos alcanzó la plata para terminar el mes. Mi madre siempre quiso que su hija «fuera alguien», que no siguiera su ejemplo y viviera en la insignificancia y en la opacidad que habían vivido ella y mi abuela. Dicen que todo se repite, que todo vuelve a pasar generación tras generación, abuelas, madres, hijas, una línea eterna. Hasta que alguna la quiebra, da el golpe de fuerza y rompe la repetición.

Comí un exquisito sándwich de salmón y un pisco sour al lado de la chimenea mientras un par de guías me contaban maravillas de la geografía de la zona. No quería salir del hotel, como si estuviera pegada a su suelo, me tenía hechizada. Era tan rica la lectura en la terraza. Y la siesta. Cuando salí a caminar y vi mi silueta en la arena sentí que la mía era una sombra invasora, que por culpa de ella desaparecía lo impoluto.

Mientras miraba mi habitación de adobe y su fascinante color tabaco oscuro, pensé que quería vivir en un hotel. Siempre pienso lo mismo. Los hoteles me hacen sentir libre. Muchas veces he fantaseado con la idea de transformarlos en mi casa, como tantos lo hacían en la Europa de entreguerras.

También pensé en cuántos hoteles he dormido durante mi vida. Y calculé que hay mujeres que nunca han dormido en uno. Me cuesta entender la distribución de los panes. Porque debo agregar que he dormido en algunos de los hoteles más lindos del mundo. Viajo con curiosidad. Con la esperanza de encontrar serenidad en algún sitio. Quizás ésa es la médula del asunto, si no, ¿por qué otra razón se viaje? Tengo cuarenta y tres años y pocos lugares pendientes, quizás una ciudad celestre del Rajastán en la India, la nueva república de Montenegro o la isla de los Canguros en Australia. Pero hasta ayer no sabía que existía este lugar en Atacama, lo que prueba lo incompleto de mi geografía. No me habría gustado morirme sin conocerlo.

En esta pequeña libreta anotaba todos los días los menús del hotel. Un ejemplo de la cena: tártaro de salmón, ají de gallina y crème brulée. ¿Por qué lo hacía? No sé, supongo que para concretar la experiencia, para que nada se me fuera por entre las manos, como si lo que ingiriera pudiera fijarme para siempre en el desierto. Es una forma de llevar un diario de vida. Me puse a jugar con la idea de que puedo abandonar la existencia que tengo, incluso a Fernando, no sé si es cansancio o sólo una forma de establecer y confirmar mi independencia.

Yo era la única persona sola en todo el hotel. Y me gustaba estar sola. Fue duro reconocerlo: me da un poco de lata Fernando, me dan un poco de lata los niños.

Ya, ya lo dije.

No podía dejar de mirar, el paisaje se apoderaba de mí. Pensaba en Israel, en Jordania. El desierto nunca deja de ser bíblico. Horas mirando, sólo mirando. Con lo hiperactiva que soy, yo misma me abismaba de mi capacidad de contemplación. Hasta los pájaros me llamaban la atención. Los cerros detrás del hotel parecían, a cierta hora, enormes heridas, vivas, profundas, como si año a año, estación a estación, alguien les rascara la costra.

Y también la gente. Los observaba tratando de entender quiénes eran.

Las vidas ajenas me dan curiosidad. Pero el problema real, en todo caso, es la curiosidad que yo produzco en la gente. Qué extraño es esto de ser famosa. No negaré que reporta muchos beneficios. Una hace lo que le da la gana y los demás tienden a respetarlo, como si la fama te diera el permiso. Te abren todas las puertas. Te pagan más de lo que mereces. No necesitas conectarte con nadie, puedes ver al resto como a través de un velo, con miopía, sin molestarte por la nitidez.

No tengo demasiadas cualidades aparte de mi talento televisivo, pero reconozco entre ellas el no ser mayormente vanidosa. A pesar de cuánto valoro el éxito que he acumulado, los resultados no me obnubilan. En la India compré un baúl de madera, bastante grande, con incrustaciones de metal por fuera y olor a sándalo por dentro. Ése es el lugar donde van a parar todos los recordatorios de mi supuesta fama: fotografías, revistas, videos, DVD, galardones, premios. Se acumulan sin que yo les haga el menor caso. Nunca pretendí hacerme famosa, no lo planifiqué, sólo aspiraba a hacer las cosas bien. Y de repente me sucedió: pasé a ser una imagen imprescindible de la televisión chilena. Luego me di cuenta de que lo que me interesaba de verdad era el poder. Eso fue más lento de adquirir, más difícil. En el baúl está todo, por si algún día mis hijos quieren verlo. Pero eso no sucederá. Si no me interesa a mí, ¿por qué va a interesarles a ellos?

Que nunca abra ese baúl no significa que no sea rigurosa en mi trabajo, lo soy y mucho. Recuerdo todo lo que he debido vencer para llegar donde estoy, desde el pánico escénico de los inicios, que me hacía menstruar cada vez que debía aparecer en la pantalla —fuese cual fuese el momento de mi ciclo—, hasta los ensayos y grabaciones de noches enteras, exhausta, con terror de no ser suficientemente buena. La diferencia entre un aficionado y un profesional es que cuando las cosas van mal, el primero pierde la calma y el segundo se mantiene sereno. Así, conservo el rigor. Como dicen por ahí, el talento es un título de responsabilidad.

Es raro que la palabra que mejor defina mi vida sea el éxito. Las penas, los dolores, la incertidumbre, todo queda cubierto por la pátina de esas cinco letras. Los chilenos odian el éxito ajeno y aunque me hacen reverencias cuando están frente a mí, muchos me detestan. Como si la cordillera nos fuera a aplastar: somos tan angostos, no cabemos en una misma franja de tierra; es la angostura la que nos hace ser mezquinos, siempre con miedo de caernos al agua o de quedar clavados en la montaña si le hacemos espacio al otro.

Un día llegué al comedor a tomar el desayuno y vi que las mesas estaban vacías, hasta el café se habían llevado. Es que cambió la hora en Chile, me explican, ya son las 10.30. ¿Cómo iba yo a saberlo? Quizás ni de un golpe de Estado me enteraría. Hasta ese nivel el desenchufe, pero a la vez que aislada me sentía protegida.

Quise ponerme a trabajar sólo para empaparme de lo que siempre me produce el trabajo: que nada más importa, que si eso va bien, nada puede tocarme. Claro que es mentira, pero de verdad lo vivo así por unas horas y eso me hace bien. Como dice Margaret Atwood: «Cuando todo me sale bien, me siento como un pájaro que canta».

¡Cómo nos defendemos con el trabajo! Sin él, qué miedo la desnudez a la que nos quedaríamos expuestos.

Tendida en una tumbona junto a una de las seis piscinas, esas elegantes fosas rectangulares y oscuras, pensé en la contradicción en la que estaba sumida. Me dije: estoy sobrepasada por mi vida actual, por la continua demanda, por el rating, por la excelencia que debo mantener para que no me desplacen, por el éxito, por el dinero, por una casa tan grande, por un verdadero imperio que debo manejar, hasta por el tamaño de mi clóset. Quisiera tener menos en las manos. Y recordé a mi hijo Sebastián, que cuando me escuchó este mismo discurso un día a la hora de comida, me dijo: mamá, lo que tú quieres es ser hippie.

¿Ser hippie? Recordé cuando Consuelo y yo éramos jovencísimas y usábamos ropa de la India y nos poníamos pulseras en los pies y no teníamos un peso. Éramos felices. Recuerdo haberle enviado un mail a Consuelo contándole la frase de Sebastián. Me respondió con una cita de James Joyce: «Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos la conversación». Le dije que no se pusiera intelectual, pero Fernando le encontró toda la razón. Y Sebastián, cuando venía a tomar el avión, me dijo: mamá, ¿vas a cambiar la conversación en un hotel de lujo?

¿Hippie yo? Volví a mirar la profundidad de esas preciosas piscinas repartidas entre los cactus y las piedras y me pregunté a qué aspiraba si al final termino tirada en esta tumbona, en estas piscinas, en este hotel.

No había un alma a mi alrededor, daba la impresión de que yo era el único ser humano en kilómetros y kilómetros a la redonda. La luna llena se mostraba sobre los cerros, espléndida, instalando un toque de absoluta irrealidad. Fue entonces que me percaté de la existencia de dos animales, huéspedes como yo. Los vi tras una reja, en un espacio grande donde caminaban y paseaban. Una llama y un guanaco. Fui a mirarlos de cerca. Son parecidos, para alguien de otras tierras podrían resultar una misma especie. La llama me miró con los ojos más tristes con que nadie me ha mirado nunca. La reja entre ella y yo impedía que pudiera tocarla. Nos miramos largo rato. Creí que se pondría a llorar. ¿De qué estará triste la llama, rodeada con tanta belleza, cuidada, alimentada? ¿O es que nunca es suficiente?

Cuando me fui el guanaco movió su cuello con una pizca de resentimiento. Y yo, ¿qué?, ¿acaso no estoy solo?

Fui a cenar al comedor y me abordaron tres mujeres, llevaban días mirándome y se habían prometido a sí mismas dejarme tranquila aunque al final no se contuvieron. Siempre hay que agradecer que los fans existan. Pero no cuando estoy escondida del mundo en medio del desierto. La fama me transforma en alguien vulnerable.

Me acordé de esa película, La piscina, en que Charlotte Rampling era escritora y se bajaba de un tren si alguien le dirigía la palabra o la reconocía. Debí haber nacido inglesa y haberme atrevido a ser tan neurótica e insoportable como el personaje de la Rampling.

¿Había olvidado acaso el enojo que me había llevado hasta allá?

El desierto llama a desconectarse del tiempo ajeno. Es un lugar para descomprimirse, vaciarse, perder las referencias y llegar a la nada. Imagino que de esa nada nace cualquier creación. El arte, por ejemplo. ¿No dicen que contamos con el arte para que la verdad no nos destruya? El desierto es un reflejo preciso. Para todo. Para todos.

Me apunté para un masaje tai. El masajista era un chiquillo guapo y amoroso, podría ser amigo de mi hijo Sebastián, pensé. Su masaje estuvo sensacional y me recordó mi estadía en Tailandia. Paseándome sola por el spa entre el calor seco y el húmedo y el agua bien caliente del jacuzzi, me dije: ¿hippie yo?

No hice turismo. Estaba rodeada por lugares preciosos. No importa, algún día los conoceré. Veía llegar a los grupos en la tarde, exhaustos, con sus mochilas, cantimploras, protección solar, parkas y pensaba que gracias a sus paseos yo gozaba del espacio todo para mí misma. Fui la única loca que no se inscribió en ninguno.

Cuando veo grupos de gente, a lo único que aspiro es a no conocerlos. Es que mi vida santiaguina está saturada, personas distintas a toda hora, no hay un evento al que yo no esté invitada, y aunque selecciono bien qué aceptar y qué rechazar, igual me sobrepasa. Además, nunca me han gustado las aglomeraciones, los carnavales, los festivales, todo ese bullicio supuestamente alegre.

La última vez que estuve en Buenos Aires compré el diario en un quiosco y me metí a un café para leerlo. Entre sus páginas venía un volante, rectangular y de papel muy blanco, con el siguiente aviso:

SICÓLOGAS —UBA—

Y bajo ese titular, la siguiente lista:

Cerraba con los nombres, teléfonos y direcciones. Me quedé de una pieza. ¿Ha pasado la enfermedad emocional a ser un lugar común? ¿Son las argentinas más neuróticas que nosotras? No, ellas reconocen la neurosis, que es bien distinto. Repasé la lista para ver en qué categoría entraba yo y me di cuenta, con un sobresalto, de que encajaba al menos en tres.

Un día decidí romper con mi costumbre e ir al pueblo, como a tres kilómetros del hotel. Es el propio San Pedro de Atacama, que aparece tanto en los libros de turismo. Me agradó conversar con los choferes, quizás los únicos que no parecen conocerme. Me sorprende ver en Chile esos rostros altiplánicos que sólo he visto en Perú o Bolivia y oírlos hablar nuestro español con acento.

En San Pedro todo es color café y las construcciones son bajitas. Unas viejas bailaban con la música a todo volumen en la plaza frente a la municipalidad, con esa expresión de profunda indiferencia o distancia que usan las mujeres del pueblo al bailar. Me fui directo a la famosa iglesia, que he visto mil veces en fotografías. En mil quinientos cincuenta y tantos, los españoles celebraron las primeras misas allí. Nosotros no estamos acostumbrados en Chile a construcciones tan antiguas que nos sean propias. El techo es de adobe y en el centro del altar está la Purísima, la Virgen, cuando aún el ángel no la había visitado.

Caminé hacia un enorme mercado de artesanía y luego, indecisa, busqué un lugar para almorzar. Aterricé en un boliche barato, donde comí una lasaña de verdura y donde todo el mundo me miró. Por suerte, nadie se acercó a hablarme.

Al salir del restaurante, me entró una llamada de Consuelo desde Santiago. Fue una suerte porque en el hotel hay poca cobertura. ¡Tantos días sin hablar con ella! Me senté debajo de uno de los árboles grandes en la plaza y conversamos como si estuviéramos tendidas en las camas de nuestros dormitorios de la infancia. Le hablé de la belleza del lugar y de sus alrededores, qué bien, me dijo, ¡marchítate con estilo!

El sol era feroz, calcinante.

Ya en la pieza del hotel me vino la inspiración, como si San Pedro me hubiera revitalizado, y me puse a trabajar. Estaba armando algo interesante, con una idea básica bastante novedosa. Las palabras volaban, las ideas se armaban solas.

Salí a dar una vuelta por las piscinas. Al fin apareció otra mujer sola, dejé de ser la única. Era china. Me dio un poco de pena su soledad, en un país tan lejano al suyo.

La altura empezaba a molestarme, la respiración siempre entrecortada, difícil.

Una tarde vi animales desde mi terraza. Tendida sobre la colchoneta con los ojos cerrados sentí de repente un balido de oveja. Luego fueron dos y después tres, al unísono. Me levanté y frente a mí caminaban un par de vacas y muchas, muchas ovejas con su pastor. Me quedé largo tiempo mirándolas, cada una con su guagua, todas tenían guaguas. Aparte de la llama y el guanaco, fueron los únicos animales que vi.

Trato de imaginarme sin Fernando y aunque la independencia me tienta, terminan primando en mí los deseos enormes de ser íntima con alguien, la necesidad de contar con un cómplice en medio de la hostilidad. (El mundo del éxito es el más hostil de todos). Y la posibilidad de compartir… Hace falta cojones para prescindir de eso. Un plato de erizos comido a solas, ¿tiene el mismo deleite? O el color de las piedras en Petra, ¿cómo se ve? Si no es al lugar de la pareja, ¿dónde llega una cuando sospecha de sí misma, cuando siente que el mundo insiste en ponerse en contra? ¿A quién le confía una desde el saldo de la cuenta bancaria hasta lo mal que te cae a veces tu propia madre o tu propia hija? ¿Con quién puedes escuchar en silencio un concierto de Beethoven? No había pensado en Fernando como mi «objeto simbólico», como lo llamó Simona, pero reconozco cuánto me protege su imagen frente al mundo. En mi medio, si no existiera la figura de un marido que poner por delante, me sentiría como tirada a los leones en pleno Coliseo.

Un marido como un lugar.

Quizás un marido es un prólogo.

O un anexo ilustrativo.

Le conté a Consuelo por teléfono que cada día anotaba en mi libreta los menús.

Vivo a dieta. No es una forma de decir, siempre estoy a dieta. He probado cada una de ellas. El problema es que me encanta comer. Y lo que más me gusta son los dulces. La vida sin una buena masa no tiene sentido, un queque, un kuchen, un pastel, lo que sea. Pero la pantalla y el sobrepeso son incompatibles. La exposición pública es la enemiga número uno de los placeres. A medida que pasan los años los placeres varían. Hoy, lo que más me lo causa es la comida. El sexo ha pasado a un segundo plano, lo que a veces me duele.

Da la impresión que hoy en día todas las relaciones se definieran en función de la sexualidad. Menos las mías. No tengo tiempo ni siquiera para ser infiel.

Tengo miedo de que con los años una deje de querer a la gente. En la juventud, parte de ser joven es derramar el afecto, jugarse por él un cien por ciento, estirarlo hasta el infinito. Una lo reparte a diestra y siniestra, con inocencia y sin selectividad. A medida que pasan los años, comenzamos a sintonizar más fino y, como consecuencia, descartamos. A mí, la mirada se me ha vuelto más suspicaz, más enjuiciadora y esos mismos ojos ven a los demás con más sospecha. Las personas son más tontas de lo que parecen, más molestas, algunas más arrogantes, otras más envidiosas, la lealtad nunca es completa. Hacerse mayor es percibir más los defectos. Y te empiezan a aburrir. Temo amar cada vez menos. A veces pienso que ésa es una de las razones de la soledad de los viejos: se cree que los viejos están solos porque nadie los quiere, quizás están solos porque ellos ya no quieren a nadie.

Ya casi no mantengo una conversación sin un objetivo, no tengo tiempo para la gratuidad.

Si hago hoy una lista de todos mis cariños, sospecho que a medida que pasen los años la lista no hará más que acortarse.

Las noches del desierto fueron las más silenciosas de todas las noches, mudas, como una capa de silencio tendida sobre otra y otra y luego otra más. Como una torta de mil hojas. He conocido el silencio antes, en la casa de campo de Consuelo. Cuando el día se acababa, también terminaba el ruido y venía la noche, no con ruido sino con sonido. Era un sonido largo. Yo pasaba horas y horas desentrañándolo: el canto, los aullidos, los mugidos, los suspiros, los ladridos. Una suma de enorme añoranza. También se agregaba el viento. El falso silencio del campo me recuerda el desierto. Hay quienes creen que de verdad la noche calla, sin sospechar el caos que comienza con la oscuridad.

Me sentía como ellos: una llama y un guanaco solos.

Cuando se acaba la pasión, la atención interior se debilita. ¡Pobre Fernando! Qué cansancio para él esta esposa que se pasa la vida ocupada. Ya no sé lo que es el amor: me da mil vueltas y me hace aterrizar en el lugar de partida. En Atacama pensé que era la hora de decirme la verdad. Al mismo tiempo, la altura empezaba a hacerse sentir cada día más. Pero era absurdo… La altura afecta cuando se llega a ella, no después de tantos días. La chiquilla que hacía mi habitación me traía una agüita, té de alguna planta desconocida. Algunas veces me conversaba. No me siento ni chilena ni argentina ni boliviana, me dijo, soy atacameña. Me contó que su padre había visto los registros de la iglesia en San Pedro, los que llevaban los españoles, y que su familia se remontaba hasta mediados de mil setecientos. Todo, todito lo registraban los españoles, dijo, cada bautizo, cada matrimonio, cada muerte y cada terremoto.

Definitivamente me gustan los atacameños. No me gustan los que ahora se llaman a sí mismos ganadores. Los que fracasan con grandeza, ¿son perdedores? Pienso en los que fueron jóvenes en pleno siglo XX. ¡El denostado siglo! Cómo echarán de menos su épica.

Mi corazón empezó a jugarme malas pasadas, las palpitaciones aumentaron y a veces la altura se confundía con la angustia. Ya no soy una adolescente, me decía, mi cuerpo tiene derecho a agotarse. Es el declive, qué duda cabe, estoy al borde de empezar a envejecer. En todo caso, más que angustia, lo que sentía era melancolía. Los antiguos llamaban así a ese abatimiento, seguro que se referían a la simple depresión de nuestros días, pero ese nombre es más evocador. Melancolía. Creo que Freud lo ligaba a los duelos dirigidos a uno mismo en vez de al ausente. Cuando atardecía, miraba los cerros y me venía una tristeza larga como un paño morado de duelo.

Fernando me ama, pero ya no le gusto.

Las parejas que pelean suelen tener buen sexo. Si se piensa, no es raro, tanto una cosa como la otra derivan de la pasión. En mi caso, me quedaron sólo las peleas. Cuando se acaba la pasión, cambia el reclamo, cambia la atención interior. No más vendavales que lo borran todo. No más sexo.

El sexo es como la red que protege al equilibrista. Está ahí para contener la caída. Si la red no existiera, supongo que tampoco existiría el equilibrismo. Entonces, cuando por alguna razón la red ha sido retirada, ¿cómo te proteges? Puedes hacer la acrobacia que desees en la altura y producir grandes sobresaltos y miedos y desajustes, porque sabes que la red te espera y que te abrazará y detendrá el terror de la caída. Es parte del juego, es la ley del juego. Y un día la red ya no está… y el equilibrista, preso en sus propios hábitos, insiste en seguir haciendo las acrobacias. Tienta al vacío. Baja la altura de la cuerda para correr menos riesgos. Para poder caerse. Y, por supuesto, se cae. Y se llena de heridas. Nada lo sujeta ya.

La libido, como la red, está al acecho, preparándose, nunca en sosiego, expectante. Ya en sus garras, cualquier pasado, cualquier maltrato, cualquier miedo se anula.

Ésa es la acción del sexo: restañar. La explosión, la pelea, el gesto hiriente, todo cabe dentro de la pareja porque tarde o temprano recurrirán al sexo que sanará toda herida, o al menos hará el amago de sanación. Cuando el sexo desaparece, las heridas quedan a flor de piel, ya no se cierran.

Fernando estaba enfermo, una simple gripe. Le dejé nuestro dormitorio para él solo y me fui a dormir por unos días a la pieza de la Carola, que estaba de vacaciones. Esa pieza da a un pasillo donde al fondo está la puerta de nuestra suite, que a su vez tiene un segundo pasillo para llegar a la pieza propiamente dicha. Eran las dos de la madrugada y un raro desvelo se había apoderado de mí, me daba vueltas y vueltas en la cama sin lograr nada. Entonces me levanté pensando que si me pegaba al cuerpo de Fernando el sueño se haría presente. Caminé descalza por el pasillo que da hacia nuestro dormitorio y allí escuché unos ruidos extraños. Me detuve. Entonces los reconocí: suspiros entrecortados, quejas, pequeños gritos sofocados. Sexo. Avancé. Desde la punta del pasillo divisé en la oscuridad las luces de la pantalla de televisión que está frente a la cama. Una pareja hacía el amor como sólo lo hacen en la pornografía. Me quedé en el vano de la puerta, inmóvil. Vi cómo se tocaba. Volví lentamente a la pieza de mi hija con el pulso acelerado. En pocos minutos la angustia se convirtió en gelidez, luego en una sustancia blanda, pegajosa, mi propio yo me miraba de vuelta entumecido, asqueado.

Me sentí una leprosa.

Pensé por unos días que el no aludir a esa escena frente a Fernando correspondía a un respeto por su intimidad. Mentira. Era el agravio, y solamente el agravio, el motivo de mi discreción.

En Atacama, a cierta hora de la tarde, la arena se transforma en suaves ondulaciones como si el desierto fuera una frondosa cabellera. Pienso en mi fracaso para vivir a través de un movimiento armónico como el del desierto.

O de cualquier movimiento que no sea el mío.

Hemos hablado con Natasha del narcisismo, no es que yo lo ignore.

He tratado de comprender qué parte mía dejo bajo los reflectores, qué precio pago. Vivo el dolor de haber amado y ya no amar. Créanme, viví el amor y se me fue, no soy capaz de cambiarlo. Soy talentosa, soy poderosa, pero no pude querer nuevamente. Quise y ya no quiero.

Me han ofrecido internacionalizar mi carrera. Si acepto este nuevo contrato, y tengo muchas ganas de aceptarlo, tendría que vivir en el extranjero. Hasta ahora, Fernando y los niños no están dispuestos a partir conmigo. Sus vidas y quehaceres están en Chile y no piensan sacrificarlos por mí. Lo peor de todo, y esto sólo se lo he dicho a Natasha, es que, en lo más profundo de mí, ni siquiera sé si me importa.

He hablado de las ventajas de la fama. Pero la fama es adictiva. Es volver al camarín a desmaquillarte y no reconocer tu mirada o la mueca de tu boca en el espejo pues sólo te conoces y te gustas bajo las luces. Es el terror permanente de ser sobrepasada por otra mejor que tú. Es pensar en el rating las veinticuatro horas del día. Es estudiar, estudiar y estar siempre al día, aunque las horas de sueño y de goce se reduzcan a veces hasta desaparecer. Es trabajar sin descanso. Es desconectarse de todo para no perder el foco un solo segundo. Es matar al de al lado si se pone en tu camino. Es ser capaz de vender a tu madre si es necesario.

Eso es.

¿Qué ejercicio es este que hacemos, Natasha? Me pregunto si somos capaces de ser espectadoras de nosotras mismas. Quizás aprovechamos un auditorio selecto para inventarnos un poco. O para callar lo que más odiamos. En la vida real, son pocas las conversaciones que me interesan, dejo toda esa capacidad en el set. Si me encuentro con una amiga, le pregunto a qué horas desayuna. O cuánto se demora desde su casa a la oficina cada mañana. Cuánto gasta en el supermercado. Por eso le contaba a Consuelo desde el desierto qué había comido ese día. Eso importa: los pequeños movimientos materiales de la vida cotidiana.

Y el desierto se me reveló como un espejismo. Se supone que una mente saturada llega al desierto a vaciarse. Cuando intenté vaciar la mía, caí en la trampa. Mis palpitaciones y arritmias no las originaba la altura.

Es que no me alcanza la respiración, le expliqué a Fernando por teléfono. Vuélvete, me contestó.

Me instalaron un balón de oxígeno hasta comprobar que respiraba con cierta normalidad. Salí de allí en la madrugada. Otra fuga más. Aún en el avión mi corazón palpitaba más de la cuenta. Cuando llegué a Santiago y abrí la puerta de mi casa, me sujeté a ella. Antes de entrar solté el llanto. Lloré y lloré como una niña. No había fuerza alguna que me separara de esa puerta de mi casa.

Por ahora, me quedo en mi torre de cristal, con la luz y el sol en la cara, esperando que la vida diga lo que tiene que decir. Lo importante es que, cuando ella —la vida— venga a buscarme, esté donde esté, no me encuentre vencida.