GUADALUPE

Me llamo Guadalupe, tengo diecinueve años. Me presento en todas partes como Lupe, para no aparecer tan virginal ni tan mexicana, porque soy chilena y bastante poco católica. Los más cercanos me dicen Lu, como si fuera china, y eso me gusta.

Mi vida es compleja y a veces confusa y la razón principal es que soy demasiado distinta al resto de las mujeres.

Primero: soy lesbiana, siempre lo he sido y no me avergüenza serlo, al contrario. Segundo: mi cabeza funciona tan rápido que no alcanzo a comprender la cantidad de cosas que pasan por ella. Siempre va más adelante y me como las palabras, no porque no sepa hablar sino porque todo adentro es un torbellino, todo es rápido y fugaz. Me siento como mi abuelo: a veces se las da de escritor y piensa en muchas palabras a la vez pero no sabe teclear y el ritmo de sus manos no acompaña al de su cabeza. Tengo un coeficiente intelectual muy alto, según me han dado los tests, y eso me agota, pero no es la razón por la que terminé en terapia. Llegué donde Natasha obligada por mi mamá. Me lo exigió con la idea de analizar el tema del lesbianismo, pero yo vine casi por curiosidad. Y me quedé.

Salí del colegio el año pasado y estudio Informática. Tengo la ambición secreta de terminar un día en algo parecido a Silicon Valley, inventando softwares y ojalá especializándome en la confección de juegos, eso sería bacán, mi máxima aspiración. De paso, si le achunto a uno, puedo convertirme en millonaria, lo que no estaría nada de mal. En mi generación todos queremos ser ricos.

Y a propósito de eso, vengo de una familia más o menos platuda pero, por lo que entiendo, no tradicional. Vivo en La Dehesa, en una casa enorme y llena de comodidades, con mucha tecnología y no muy buen gusto, todo es nuevo y mis abuelos, tanto los unos como los otros, no salieron de Ñuñoa o de Santiago Centro. Cuando hablo de comodidades, quiero decir que nunca he compartido un dormitorio ni un baño con nadie, que tuve mi primer laptop a los quince y fui la primera del curso en llegar a clases con un iPod. Mi papá trabaja en importaciones de piezas para maquinarias, y le va bien. Mi mamá no hace nada, ni siquiera se ocupa de la casa porque tiene gente que lo hace por ella, dos nanas puertas adentro que mantienen todo impecable. Es bastante ociosa mi mamá, no sé cómo no se aburre, mi papá le dice que se busque una pega para entretenerse pero ella contesta que está criando a sus hijos. Somos cinco, la verdad, demasiados. Yo soy la segunda, y detrás de mí vienen tres cabros chicos, el menor de siete años. La mayor es una mujer, ya casada —se casó a los veinte, bien loca ella, ¿verdad?—, y ahora está embarazada, lo que tiene a toda la familia chillando de felicidad. Se llama Rocío, y a pesar de que juntas somos el agua y el aceite, me cae bien. Mi mamá tiene el pelo rubio teñido y una SUV negra enorme y le gusta subirnos a todos adentro para ir al mall y tomar helados y comprar, siempre tiene cosas que comprar. Es bastante alegre y a veces divertida, la única sombra de su vida soy yo. Y la sombra es heavy, se lo aseguro.

En la más tradicional, empecemos con la idea del beso. Desde los cuentos de la infancia hasta las telenovelas, todo pasa por ahí.

En mi colegio todas mis compañeras hablaban siempre de lo ricos que eran los besos, de ese fuego que se sentía, de esas cosquillas y del millón de cosas que te pasan por dentro. Pero a mí no me pasaba ninguna y por más que daba besos nunca logré sentir maravillas, lo cual me hizo preguntarme si el problema era que no sabía besar o si simplemente no me gustaba.

Por el trabajo de mi papá tuvimos que irnos a Venezuela un tiempo y llegué a Chile cumpliendo catorce años, vieja ya, y todavía sin saber qué demonios era un buen beso. Al llegar, tuve mi primer pololo oficial, Matías. Con él las cosas estaban bien, tranquilas, pero no sentía esas locuras increíbles que sentían mis amigas. Hasta que por fin me pasó. Aunque no con él.

Yo tenía un amigo clandestino, Javier, que era bastante mayor que yo y que era gay —digo lo de clandestino porque mis viejos habrían mirado rarísimo si me hubieran visto con él—. Nos habíamos conocido en una fiesta y salíamos bien seguido. Entonces, una noche que carreteábamos juntos, en la mitad del baile y después del tercer shot de tequila, apareció un huevón ultraguapo con una mina, los dos del brazo, y se acercaron para sacarnos a bailar. A Javier se le fueron los ojos, por el gallo, ¿ya? Para ayudarlo, me puse a bailar con la mina, asumiendo que ella estaba en las mismas que yo. Bailamos como una hora y ella me pidió que la acompañara al baño, entró y yo me quedé apoyada en la pared esperándola. En eso abre la puerta y me pregunta si voy a entrar o no. Claro que entré, me senté en el bidé y esperé mirando la cortina de la ducha, muy concentrada. Entonces escuché que el agua del lavatorio dejaba de correr, había cerrado la llave y me encaminé a la puerta para abrirla, para que saliéramos las dos juntas, pero ella no me dejó, me dio la vuelta y me plantó un beso.

¡Y al fin sentí los putos pajaritos, pelos de punta, revoloteos, fuego, todo!

Me puse nerviosa y abrí la puerta, caminé hacia una pieza al fondo del pasadizo donde encontré una salita de estar ultrahippie con cojines en el piso y telas en las paredes y mil cosas medio árabes. Ella me siguió, nos sentamos en un cojín gigante y aproveché de desquitarme de todos los besos insípidos que había dado hasta ese momento. Lo divertido fue que en algún punto me acordé del Mati, me di cuenta que le estaba poniendo el gorro y salí de la pieza, llegué al baile, tomé a Javier de un ala y nos fuimos.

Javier siguió saliendo con el supermino, volví a ver a esta chica varias veces —se llama Claudia— y siempre en buenísima onda, yo siempre pololeando con el Mati, y la verdad es que me costaba resistir las ganas de darle un beso cada vez que la veía. Y el Mati me aburría cada vez más, pero igual lo quería.

Un día Matías y yo nos peleamos, por alguna estupidez, y terminamos el pololeo. Más bien, decidimos darnos un tiempo. Y por alguna razón, perderlo fue un colapso mucho mayor de lo que yo esperaba. Creo que en el fondo entendí que entre mi relación con él y yo se trazaba la línea de la normalidad. En buenas cuentas, él era la razón por la que yo no me tiraba encima de la Claudia.

Desaparecido él, nada me sujetaba. Y ahí… ahí me quedó la cagada.

Fueron días difíciles. Mi mamá había acompañado a mi papá a Buenos Aires y los tres cabros chicos estaban con la abuela. Me encontraba un poco sola desde la vuelta de Caracas, debía esperar el fin de semestre para retomar el colegio y pasaba largos ratos sin hacer nada. La casa era fantasmal, no sé dónde andaba la Rocío que ni la veía. Tomé el celular buscando en la C el número de mi amiga Coca para llamarla y, zas, la pantalla me muestra el número de la Claudia. Como por arte de magia.

Llegó en una hora a mi casa, tuve justo el tiempo para ordenar la pieza, ducharme, vestirme y comer algo. Nos quedamos en el living escuchando música con mi equipo y su discman, ella sentada en el sillón y yo acostada, apoyando la cabeza en sus piernas. Conversamos mucho rato. En un momento, nos dimos un beso. A los diez minutos estábamos en mi cama.

La verdad, nunca me di cuenta de lo que estaba haciendo. Eran mis impulsos, era mi naturaleza. Fue la primera vez en mi vida que tuve sexo, nunca había estado con un hombre, porque, claro, a los catorce años lo hallaba un poco asqueroso. Pero una vez que despertó esta bestia adentro de mí, no tuve cómo pararla.

Al día siguiente llamé al Mati y le dije que se olvidara del tema de «darnos un tiempo», que no lo necesitaba, que termináramos las cosas y listo.

La Claudia fue fundamental para mí. Luego ella se embarazó —todo muy bi— y terminó el romance (no quería ser «lesbiana oficial» hasta que su hijo creciera), pero somos grandes amigas hasta hoy día.

Terminada la relación, traté de no rumiar mucho esta cosa rara que me había pasado. Ok, era una experiencia, no una definición. Aunque me resultaba difícil, trataba de ignorarlo o de ignorarme a mí misma, no sé bien cómo ponerlo, pero me pillaba a veces jugando a «ser normal», a hablar de hombres como se hace a esa edad, a fascinarme con los gallos del cine o de la tele, a carretear con mis amigas como cualquiera. Incluso salí con un par de pretendientes un rato pero ninguno me gustaba de verdad ni me trastornaba como yo esperaba que lo hiciera. Lo curioso es que yo todavía esperaba que me gustara un hombre.

Como a los seis meses de haber conocido a la Claudia asistí a la inauguración de una exposición de pintura de una prima mía, fui con toda la familia. Durante el cóctel me fijé en una de las camareras que paseaban por la galería. Estaba vestida de blanco y negro y se contoneaba con una bandeja en la mano ofreciendo copas de vino tinto. Me llamó la atención su feminidad y la gracia de sus movimientos. Me quedé mirándola un buen rato. Más tarde fui al baño y me encontré con ella —¡siempre en los baños!— y empezamos a conversar, una de esas conversaciones banales de chicas en un baño, que cómo me llamaba, a qué colegio iba, cosas así, y luego salí del baño, me reuní con mi grupo frente a la pintura de un enorme caballo de colores y me dediqué a entretenerme.

Al día siguiente de la inauguración, ella estaba esperándome a la salida de clases. ¡No pude creerlo! Era una mina guapísima de diecinueve años y yo una pendeja de catorce y no exactamente una reina de belleza. Se había dado el trabajo de averiguar los horarios de clases y me había ido a buscar. Desde ese día estuvimos juntas y con ella creé mi primera pareja, con todo lo que eso significa: una niña de catorce años pololeando de verdad con una de diecinueve. A esa edad cinco años son muchos años.

Se llamaba Agustina y le decían la Gata.

La Gata pasó a ser mi punto de referencia en la vida. Con ella las cosas funcionaban superbién, me sentía segura y me emocionaba la solidez de nuestra relación. Cuando a veces escuchaba a mi mamá —en algún momento jodido con mi papá— quejarse contra los hombres, algo dentro de mí se aliviaba. Yo no tengo que pasar por eso, me decía. Un día, luego de una larga conversación con la Gata en que yo le había contado detalles de mi vida, llegué a la casa y oí a mi mamá diciéndole a mi hermana: los hombres nunca han escuchado a las mujeres, ¡nunca! Sonreí por lo bajo. A mí, la Gata me escuchaba. Y yo a ella. Era mi mejor amiga, mi confidente, mi partner, mi pareja, era todo. Tenía la sensación de que por fin algo era propio, como si antes mis sentimientos no hubieran tenido independencia y por lo tanto no pudiera usarlos. Estuvimos juntas tres años. Fuimos y vinimos incontables veces, peleábamos, terminábamos y al día siguiente volvíamos. Entremedio, cuando algún gallo me parecía un poco más atractivo que el resto, pololeaba con él un mes, sólo como pantalla para mis viejos, porque no quería que se enteraran de que tenían una hija lesbiana. Por supuesto, al profundizar esta aventura, aprendí lo que significaba relacionarse, lo bueno y lo malo de ello, las maravillas y las dificultades, como lo aprende toda mujer con su primer hombre.

Teníamos muchos planes para el futuro: en cuanto yo cumpliera los dieciocho, nos iríamos juntas a Nueva York, viviríamos en el Soho, yo buscaría una pega full time durante un año, de lo que fuera, para poder más tarde costearme estudios de informática. Ella se interesaba en el diseño de vestuario y ya tenía contactos con un par de diseñadores latinos jóvenes y más o menos sabía cómo partir, qué hacer. A veces nos dedicábamos a imaginar cómo sería el departamento en el que viviríamos, la tela que tiraríamos sobre el sillón, la pintura verde manzana que le pondríamos a la cocina, la cafetera que usaríamos, cómo dividiríamos el clóset (a ella la ropa le gustaba mucho más que a mí). El más grande de nuestros enemigos era el famoso calendario: yo lo miraba y lo miraba y me parecía eterno. ¡Cómo apurar el tiempo, por la mierda, cómo hacerlo para que yo creciera luego y fuera libre! La paciencia de la Gata era heavy, si se hubiese enamorado de alguien mayor ya podría estar caminando por la Quinta Avenida y no por el Parque Forestal.

Los papás de la Gata vivían en el sur, en Temuco, y les arrendaban a sus hijos un pequeño departamento en plaza Baquedano para que estudiaran en Santiago. Su hermano era una especie de nerd, un pequeño genio que estudiaba Ingeniería Civil, que nunca veía ni escuchaba nada, metido en su mundo todo el rato, ausente a casi toda hora, el compañero ideal para nosotras. Mis horarios eran hiperrestringidos durante la semana, mi mamá sabía perfectamente cómo funcionaba mi colegio y mis horas de salida. Es increíble los niveles de encarcelamiento en que viven las escolares de colegio privado del barrio alto: todos sus movimientos son controlados. Debía crear tiempo para mi vida privada. Tuve que inventarme, entonces, una vocación, no tenía otra alternativa para ver a la Gata sin que me pillaran: decidí que quería ser escritora y que me apuntaría al taller literario más exhaustivo, uno que diera lecciones dos veces por semana, y, por supuesto, lo daría algún escritor loser que viviera en el centro. Inventarlo me costó diez minutos, mi mamá es tan inculta que le podría haber dicho cualquier nombre y me lo habría creído. Estaba feliz de verme tan interesada en algo así y se lo comentaba a mi papá llena de admiración. A veces, cuando me pedía que le mostrara algo del trabajo que hacíamos en el taller, yo bajaba cualquier texto de Internet y se lo daba a leer, dejándola impresionadísima. Además, ella me pagaba el taller, por supuesto, no existen los talleres gratuitos. Eso me daba pena, me sentía un poco ladrona. No es que a mis viejos les faltara plata, no era eso lo que me importaba, era la credulidad. Pero yo tenía absoluta conciencia de que cualquier engaño era mejor que la realidad misma. ¿Ok?

A medida que pasaba el tiempo y conocía a la Gata cada vez más, tanto a ella como a su ambiente y sus amigos, empecé a darme cuenta de que me ponía el gorro non stop. Como era mi primera experiencia, asumí que las relaciones entre mujeres eran así, e interioricé la infidelidad como algo normal y cotidiano. Hasta el día de hoy, soy permisiva al respecto, siempre que se converse el tema y se explique. Tiendo a perdonar. Pero tampoco soy estúpida y si me entero por otro lado, no hay discusión posible, pesca tus cositas y ándate.

Durante el tiempo que estuve con ella aprendí un montón sobre relaciones, crecí muchísimo, pero también me cagué de miedo. Me sentí super sola, insegura, escondida, no aceptada. Disimular ante todo el mundo el cariño que sientes por alguien es muy complicado y angustiante. Me imagino que es por eso que existen las relaciones oficiales como el pololeo, el noviazgo, el matrimonio. Se tienen que haber inventado para que la potencia de los sentimientos tenga derecho a existir, para darle una vía libre a que se expresen y desarrollen. Una válvula de escape, en buenas cuentas. Para mí tiene todo el sentido del mundo. Especialmente en la adolescencia, cuando lo único, lo único que importa es lo que sientes. Hay que aplastarlo para que no se te vaya por una rendija y se note, se vea. Fueron años de un silencio cuático: amar así y no poder contarlo es heavy. No hablaba con nadie por miedo, fingía frente a todo el mundo, me hacía pasar por alguien que en verdad no era y eso, lo juro, es horrible, es una de las peores cosas que te pueden pasar. Me sentía ajena a todo lo que estuviera fuera de mi relación. Enajenada, como diría Natasha. En algún momento decidí que mi vida no estaba bien y tuve dudas sobre mi fuerza para enfrentarla y salir de ahí sana y salva.

Quizás alguna de ustedes se pregunte cómo se asume la homosexualidad. Creo que es un proceso largo, paulatino, difícil y lleno de trampas. Por ejemplo, mi aspecto ha sido siempre masculino: desde muy chica no soportaba las cintas rosadas en el pelo ni los vuelos en el vestido, siempre he llevado el pelo muy corto, desde que dejó de vestirme mi mamá y yo pude elegir opté por el negro como mi color y ningún color «femenino» me gustaba. Igual que Layla: ni rosados ni celestes. Mis hermanos chicos me dicen «la camionera» y les carga mi manera de caminar, de fumar. A veces, soñando con los ojos abiertos, me veía a mí misma tierna, toda vaporosa, con vestidos largos y blancos y el pelo muy suave al viento, como una elfa de Tolkien, preciosa, etérea, ultrafemenina, como Galadriel —o como Cate Blanchett actuando de Galadriel—, la esencia de lo que se considera ser mujer. Y cuando me veía así, me daban ganas de entregarme, de no pelear más contra el mundo, de soltar las defensas, de que alguien me dijera: duerme, Lu, duerme que yo te quiero, descansa.

Ok. Cuando cumplí diecisiete años ya me consideraba una lesbiana experta y deseada por todas las minas, aunque eso no es mucho decir considerando los espantos de mujeres que frecuentan el mundo gay santiaguino. Las cosas con la Gata iban viento en popa y yo estaba cada vez más segura de que she was the one. Aunque seguíamos ocultándonos.

Poco antes de mi cumpleaños, me junté con ella en El Cafetto de Providencia, nuestro café habitual, y me contó que le habían ofrecido una pasantía en un taller de diseño en Nueva York y que aprovecharía para profundizar sus estudios, que le pagarían suficiente como para vivir y con eso, unido a lo que le enviaba su viejo al mes, podía pagarse el arriendo de un departamento y vivir tranquila. O sea…, se iba un año antes de lo planeado, por lo tanto, sin mí.

Se me cayó el cielo encima.

En un mes, ya se había ido.

Una prima mía estudiaba una maestría en Irlanda y en las vacaciones de verano rogué y rogué: papá y mamá, déjenme ir, necesito salir de aquí. Por fa, por fa. Me dijeron que sí. ¡Chacal! Y me fui. A desquitarme. Me encargué de agarrarme a cualquier huevón que pudiera y ni me fijé en las minas, las odiaba: todas eran unas traicioneras.

Tipo febrero, estando yo aún en Dublín, recibí un mail de la Gata. Me contaba de su departamento restaurado en el Soho, de la cafetera, del color de la colcha, de cuánto se acordaba de mí y de mis ganas de vivir en Nueva York, de que en realidad la ciudad estaba hecha para mí y bla, bla, bla. Al pie de mail, una posdata decía: «Conocí a una chica que se llama Soledad. Es superlinda y estoy saliendo con ella, le conté de lo nuestro y no tiene ningún problema, aunque a veces se enoja porque hablo mucho de ti, ¿no te pasa a ti lo mismo?».

Exploté. Decidí no volver a hablarle. Le respondí un mail super políticamente correcto y al mes me contestó —cáchense, ¡al mes!— contándome que ya vivía con la concha de su madre de la Soledad y que estaba tan contenta.

Así, me desconecté de la vida de la Gata y volví a Chile decidida a no pololear en mucho, mucho tiempo.

Estaba equivocada.

En el mundo hay muchos tipos de discriminación, pero pocos como los que sufrimos las lesbianas. Los hombres homosexuales han avanzado, sus realidades hoy no tienen nada que ver con las de hace veinte o treinta años.

El mundo es más humano, una presidenta mujer en Chile, un negro en Estados Unidos, también los hombres gays se acercan al poder. Sin embargo, nosotras no. Los gays han llegado al punto no sólo de ser tolerados sino además apreciados. Si hasta los barrios en que se instalan suben de precio, llegaron los gays, todo será más bonito, más sofisticado, más elegante. Es que los gays tienen tan buen gusto, es que cuidan tanto el entorno…, huevadas así. Un poco más y verán la consigna: Rent a gay. Los ponen como personajes importantes y adorables en las series de la tele. Las mamás de hombres gays terminan encariñándose con sus parejas, se sienten protegidas por este hijo que se encargará de ella toda la vida —otro mito más— y aunque al principio se hayan ido a la mierda al enterarse de las inclinaciones sexuales de su hijo, con el tiempo lo superan y lo viven alegremente. Son el perfecto adorno para una comida social. Pero nosotras: escondidas, siempre escondidas. Nunca he sabido, en el ambiente, de que algún padre siente a la mesa a su hija lesbiana con su pareja frente a sus amigos. Los hijos gays a veces se convierten en un trofeo, mientras nosotras somos un lastre. En Chile, al menos. Me contaron que el ministro de Cultura francés no sólo era gay sino que además escribió un libro detallando sus peripecias sexuales. Yo no cacho mucho de política, si me dedicara a eso seguro que me la pasaría disimulando. En el ambiente artístico, las cosas son un poco más relajadas, pero ¿quién dijo que las lesbianas se dedican sólo al arte?

Sigo con mi historia.

Volví de Dublín más guapa de lo que había estado en mucho tiempo; no crean que fue casual. Era mucho más grande y estaba mucho más enojada con el mundo que antes. En el asiento de al lado de la sala de clases conocí a la Rosario, una mina ultra pelolais, típica pendeja de diecisiete, femenina a cagarse y totalmente hetero. La verdad es que no le encontré nada especial hasta que ella empezó a pensar que yo era fascinante y quería pasar más tiempo conmigo de lo que querría cualquier persona cuerda. Comenzamos a salir a veces, a conversar, a sentarnos juntas en clases, y un día fuimos a un asado de curso y después de una buena cuota de carrete seguimos a una fiesta sumando grados de alcohol al cuerpo. Ese día me quedé a dormir en su casa y mientras conversábamos tiradas sobre la cama, se abalanzó sobre mí y me dio un beso.

¡Ahí comenzó la cagada!

Nos pillaron.

En un momento, la mamá subió, nos vio y tuve que aguantar dos horas de conversación en la mesa del comedor familiar. La mamá de la Rosario amenazó con llamar a mi vieja para contarle y el miedo me empezó a inundar. Logré convencerla de que no lo hiciera, pero pasé dos semanas aterrada, sin saber si cumpliría su palabra. Por mientras, hiperescondidas de los viejos, nos pusimos a pololear. La Rosario nunca entendió la seriedad del asunto y le faltó poco para publicarlo en el diario mural del colegio. Tarde o temprano, todos se enteraron y terminé sentada en la oficina de la directora: o hablaba yo con mis viejos o les decía ella en la reunión del día siguiente.

Llegué a mi casa ese día muriéndome de miedo, cercada por todos lados, teniendo claro que no había vuelta atrás. Debía aceptar «lo que había hecho» —palabras de la directora— y decirles a mis viejos que me gustaban las minas. Mi mamá, que será frívola pero no tonta, me había preguntado sobre el tema algunas veces. Supongo que era culpa de mi pelo corto, de mi actitud masculina y de mis amigos gays. Ellos eran un claro referente. La verdad, no había que ser muy perspicaz para darse cuenta de lo que estaba pasando. Pero, gracias a Dios, siempre he sido seca para vender la pomada así que no costó demasiado que mi mamá me creyera cuando le decía que de verdad me gustaban los hombres.

Llegó mi mamá a la casa, era el momento de enfrentarla, y le pregunté si podía hablar con ella de una cosa muy importante. Accedió de inmediato. Me senté frente a ella en la mesa del comedor, la miré a los ojos y le dije: mamá, hasta hoy estaba pololeando con una compañera de curso.

Es todo lo que recuerdo. Después comenzó una nebulosa, preguntas y respuestas que no tengo claras. Pero sé que a los cinco o diez minutos mi vieja se puso a llorar y decidí pararme y subir a mi pieza a encerrarme un rato, me fumé una cajetilla de cigarrillos en menos tiempo del que creí posible y esperé.

Una hora después subió a verme mi nana, que me conoce de toda la vida y me abrazó con fuerza. Me miró y me dijo: yo te voy a querer igual, pase lo que pase. Esa frase me da vueltas hasta el día de hoy y creo que fue la que me dio más convicción para afrontar lo que me esperaba.

Mi papá venía en camino, llamado por mi mamá, supongo. Yo creo que él siempre tuvo sospechas, pero realmente no le afectaba tanto el tema. La cosa es que llegó mi viejo y se sentó en el living con mi mamá a esperar que yo bajara. Entré muerta de miedo. Me fijé en que ese día mi papá se había puesto una camisa de rayas rosadas. Y que la cara de mi mamá estaba empapada por el llanto.

Me senté en uno de los sillones color damasco y los miré con cara de terror. Mi papá me pidió que le explicara. Les dije que era bisexual (pequeña mentira piadosa) y que no sabía qué onda y de nuevo la nebulosa. No recuerdo bien la conversación, supongo que el pánico iba borrando mi memoria a medida que empezaba a almacenarse. En algún momento, mi mamá se levantó y al minuto sentí que sacaba el auto del garaje. Me quedé sola con mi papá. Su primera pregunta fue si me había acostado alguna vez con un hombre, a lo que respondí que no. Luego, si lo había hecho con una mujer. Le dije que sí. Me contestó: no decidas que prefieres la vainilla si no has probado el chocolate. Me reí y él me acompañó. Lo que más le enojaba era que no le hubiera dicho antes. Pensaba que la confianza que teníamos era más fuerte de la que yo había demostrado al haber ocultado esto por años. Bastante más cool mi papá de lo esperado.

Devastada, subí a mi pieza. Cerré la puerta, me acosté en mi cama y traté de dormir. Al día siguiente partí al colegio a esperar el resultado de la reunión de la directora con mis viejos. Nadie me preguntó si les había dicho o no y la directora jamás mencionó el tema con ellos. ¿Se dan cuenta? Me obligaron a salir del clóset bajo amenaza y fue todo mentira. O sea, si no les hubiera contado, probablemente no lo sabrían hasta el día de hoy y podría haberse evitado tanto dolor. Me cagaron en mala. Pero, a la vez, fue la mejor decisión. La única posible para dejar de mentir.

Las cosas con la Rosario iban de mal en peor. Ella, después de haber sido tan bocona, ahora estaba siempre asustada por lo que estaba pasando. No entendía cómo podía estar con una mujer si siempre le habían gustado los hombres y creo que por eso no me dio pasada. Pololeamos un mes y ella me pateó, fue la primera y hasta ahora la única mina en hacerlo. Hoy la entiendo, debe haber sido muy complicado para ella, pero entonces le eché la culpa de todo, la odié con el alma y desde ese momento en adelante me transformé en la party monster.

Fue un período muy autodestructivo.

Hasta ese día salía todos los fines de semana y carreteaba harto pero sin mucha conciencia de lo que hacía, en el fondo sólo eran jugarretas adolescentes. Ahora no, ahora salía a destruirme. Ésa era mi intención. Fumaba pitos todo el día. No es que lo hiciera por primera vez, pero antes fumaba para estar tranquila, para escribir o para bailar. Ahora era distinto. Lo hacía de manera compulsiva, casi adictiva. Tomaba copete cada vez que salía y aunque no solía curarme —tengo buena cabeza— me mandaba cagadas y jugaba a lo que quería.

Debo mencionar a Johnny, mi amigo del alma hasta hoy día. Él es gay, obvio. Y en esa época fue mi compañero de juergas, de engaños, de juegos y mentiras, de todo. Y de coca. Porque también le hice a la coca un tiempo.

Y mi mamá, cada vez más preocupada por lo que me estaba pasando. En el colegio mis notas eran un asco, me quedaba dormida en clase o me portaba pésimo, no tenía ningún interés en estar ahí, quería escaparme a fumar pitos y ver la tele todo el día y caminar por Santiago o ir a bailar. Las clases me partían en dos, igual que mis compañeros, que eran unos perfectos idiotas.

Un día, después de clases, me quedé conversando con un grupo que estudiaba un par de cursos más abajo que yo y uno me preguntó si sabía de dónde podía sacar semillas de marihuana, porque quería plantar. El pendejo estaba en octavo y tenía dieciséis años, para que se lo imaginen, un año menos que yo. Le dije que tenía algunas en mi casa y que se las regalaba si quería. Una semana después me acordé y las eché a la mochila. Antes de entrar a clases le pasé un cartucho de papel con las semillas adentro que eran viejas, tenían más de un año, lo más probable es que nada fuera a crecer de ellas.

Un par de días después descubrí por qué un pendejo de dieciséis años seguía en octavo básico. Era un día gris de mierda y yo estaba una vez más apestada del colegio y queriendo que llegaran ya las 3.30 para poder irme a la plaza o a mi casa o quién sabe dónde. Recuerdo que pasé toda la primera hora de clases mandándole mensajes de texto a una amiga puteando contra todo el mundo.

Al final de la primera hora me llamó la profesora jefe fuera de la sala y me mandó a la dirección. Yo, sin saber qué cagada me había mandado ahora. Mario, el pendejo de mierda, se había dedicado a regalar semillas, el papá lo había pillado y me delató en menos de un segundo. Obviamente el papá llamó al colegio. Ya habían echado a tres amigos míos por marihuana: a uno por fumar, a otro por vender y al tercero por andar trayendo las semillas. Pero éstas no eran ilegales, por lo que yo pensé que no me iba a pasar nada. Bueno, llevaban dos meses tratando de agarrarme con algo. La mamá de la Rosario se había encargado de hacerme una campaña del terror con los demás apoderados de mi curso, en la onda de que yo era una pésima influencia para sus pobres hijos.

Y me echaron.

Ok. Perdí mi colegio, que hasta ese momento, por más que dijera que lo odiaba, era el único lugar donde me sentía en familia. Me tuve que ir. Dejar a todos mis amigos. Empezar de nuevo. Me metieron a un instituto donde van las minas cuicas echadas de los colegios normales. Un lugar de terror.

Entre tanto, había conocido a una mujer, digo una mujer, no una mina ni una chica ni una loca de mi edad. Se llamaba Ximena. Fue en una kermés del colegio del Johnny. Él quedó a cargo de un puesto de café y yo me comprometí a ayudarlo. Entre los dos atendimos a la gente y vendimos más vasos de café que nadie, también pastelitos que había hecho mi nana. Recibía contenta la plata, sintiéndome toda una empresaria. En un momento comenzó una obra de teatro de los alumnos, partimos todos a verla y cerré el puesto por un rato. Pero en la mitad de la obra me aburrí y salí a fumar un pucho. Cuando estaba terminando, vi a una señora muy guapa bajarse de un auto y pensé que quizás podría querer un café, así es que me apuré hasta el puesto para llegar antes que ella. Doscientos pesos no será mucho pero estaba empecinada en que el nuestro fuera el puesto que ganara más plata. Esperé a que llegara, obviamente mis diecisiete años y mis zapatillas Nike eran mucho más rápidos que sus treinta y siete y sus tacones. No sé qué me pasa con los tacones pero los encuentro altamente atractivos, los stilettos por sobre todos los otros. Mezclado con la panty adecuada, son una bomba segura. Cuando llegó, me miró sorprendida de que no hubiera nadie y me preguntó cuánto rato hacía que habían entrado. Hace como veinte minutos, le respondí y aproveché para ofrecerle un café. Me dijo que andaba sin monedas y —obviamente— le dije que corría por cuenta de la casa. Saqué dos monedas de cien de mi bolsillo y las puse en la alcancía. Ella se rió y aceptó encantada. Le expliqué que la obra tendría un intermedio dentro de media hora y que entonces podría entrar porque no era muy buena idea que interrumpiera. Me hizo caso y se quedó todo ese rato conversando conmigo. Muy animada. Entonces supe que se llamaba Ximena, que estaba recién separada de su marido, que era abogada y que tenía un hijo en cuarto básico. Y que necesitaba un profesor particular que le diera clases de inglés al cabro chico. Yo me ofrecí inmediatamente, le conté de mis cursos en Dublín, ella nuevamente aceptó encantada. Intercambiamos celulares y seguimos conversando, estaba impresionada conmigo y con lo fácil que le resultaba hablar con alguien que tenía veinte años menos. Se rió de todas mis historias y aproveché para mostrarme lo más inteligente e interesante posible, pues era extremadamente atractiva.

Una semana después empecé con las clases de inglés. Me pagaba muy bien. A veces yo le pedía que me pagara menos porque no podía cobrarle los ratos que conversaba con Simón, su hijo, ni menos el tiempo en que tomábamos té y veíamos Bob Esponja juntos. Era tanto lo que me gustaba la Ximena que nunca le conté a mi mamá que hacía estas clases porque me ponía nerviosa. Además, si mi vieja se enteraba de que estaba ganando plata, lo más probable era que me dejara de dar mesada y, si eso pasaba, disminuiría el nivel de carrete en mi vida, ya que todo cuesta plata.

Poco después de que me echaran del colegio, fui a darle clases a Simón y cuando llegué, me abrió la puerta la propia Ximena, llorando como una loca. Al verme se puso roja y empezó a pedir disculpas. Me explicó que su ex marido había estado en la casa, que había quedado la cagada y que había salido con Simón, pero a ella se le olvidó avisarme. Que no me preocupara, que igual me iba a pagar la clase. Le pedí que no pensara en eso, que se sentara y le llevé un vaso de agua. Me instalé a su lado y traté de calmarla. Hablamos mucho rato y ella terminó abrazada a mí, llorando sin parar.

No sé bien qué pasó, pero le di un beso.

Ella se puso nerviosa pero me abrazó con más fuerza y me respondió complacida.

A partir de ese día comencé a llegar más temprano a las clases y a veces a irme más tarde, me quedaba conversando con la Ximena. Ella empezó a mostrarse más contenta y yo, por mi lado, a comprometerme un poco más con mis propias cosas. A veces nos dábamos besos, a veces no, más que nada conversábamos.

Un día me invitó a salir, las dos, onda amigas, fuimos a comer. Me dijo que estaba super complicada porque yo le estaba empezando a gustar. Bueno, a mí ella me encantaba. No olvidaba que tenía treinta y siete años, un hijo, una separación y quién sabe cuánto carrete en el cuerpo. Pero parecía una niña. Porque no tenía idea de cómo enfrentar la situación me-gusta-alguien-de-mi-mismo-sexo.

Comenzamos a salir más seguido. Me quedé a dormir un par de veces en su casa. Pensé, en verdad, que podía estar así durante muchísimo tiempo sin aburrirme. Pero ya a esas alturas me estaba acostumbrando a que estas cosas no me resulten. De a poco me cayó toda la depre que no me había caído antes. Seguía saliendo con el Johnny casi todos los fines de semana a carretear. En una de esas noches conocí a la Lulú, una chica de dieciséis años, muy, pero muy guapa y profundamente triste, lo cual me conmovió muchísimo, y decidí que, fuera como fuera, la haría sonreír, así es que me dediqué toda la noche a que se cagara de la risa. Terminamos conversando y riéndonos mucho y me di cuenta de cuánto me gustaba esa sensación.

Me encanta poder transformar a otro, aunque sea por un momento, nomás.

Y lo que más me encanta de todo es que me quieran, supongo que a todos les pasa lo mismo. ¿Por qué mierdas una busca la vida entera ser querida? ¿Por qué una es capaz de todo con tal de que la quieran? A veces, cuando estoy en ambientes hetero donde conocen mis inclinaciones, siento que me miran, los pobres, creyendo que soy un objeto de caridad. Y me he pillado a mí misma pensando: si la compasión implica más amor, adelante, que me compadezcan.

Resultó que justo esa misma semana la Xime me dijo que la estaba complicando mucho el tema con Simón y la separación y que prefería que paráramos un tiempo. Que no quería dejar de verme pero que estaba muy confundida, que no cerráramos ninguna puerta, que nos íbamos a encontrar de nuevo. Tener veinte años más que yo estaba por encima de sus fuerzas y que no sabía cómo bancárselo.

Yo, devastada una vez más, pasé una semana sin ir a clases, haciendo la cimarra con los nuevos compañeros del instituto y metida en puras huevás. Y siempre pensando en sexo. A veces he llegado a preguntarme si el lesbianismo te hace más caliente que la heterosexualidad. Todas mis amigas lesbianas no piensan más que en sexo. Una obsesión en la mitad de la cabeza, como si nos hubieran dado ahí con una flecha. Cuando escucho a personas como Simona o como Mané me pregunto: ¿cómo pueden vivir sin sexo?, ¿será porque son viejas?, ¿cómo eran ellas a mi edad? Quizás sea sólo una cuestión de años. Igual, no me puedo imaginar a mí misma en el futuro sin la calentura permanente, sin un cuerpo a mi lado en la cama. El día en que pierda eso, creo que lo habré perdido todo.

Total, que después llegó la Lulú. Poco a poco empezamos a vernos, tranquilo, buena onda, disfrutaba mucho de su compañía, estar juntas era fácil y la mayoría de las cosas resultaban triviales para ella, no se quedaba pegada en pendejadas. Así, con ella las cosas fueron sencillas, rápidas y muy aprovechadas.

Estuvimos un año y medio juntas. Compartimos la vida y fue la primera vez que me casé. Existe este mito entre las lesbianas: después de la segunda salida se casan. Hay un chiste al respecto:

¿Qué lleva una lesbiana a su segunda cita?

Las maletas.

Ok, no muy divertido pero es típico. Eso me pasó a mí con la Lulú. Fue tan fuerte que me peleé con toda mi familia para mantener viva esta relación. Vivimos juntas, viajamos juntas y creé lazos muy fuertes con su familia. Su mamá pasó a ser casi una mamá para mí también. Mi propia vieja se escandalizaba, no entendía cómo la mamá de la Lulú aguantaba que durmiéramos juntas bajo su mismo techo. Una vez me enfermé en casa de Lulú y mi vieja fue a verme. Cuando la vi aparecer en esa casa y sentarse en el sillón de ese dormitorio, comprendí que había ganado la guerra, ya no una pequeña batalla, sino la guerra misma.

Bueno, en este caso, como partió todo tan rápido, terminó rápido también. Un día estábamos estupendo y al siguiente, peleadas a muerte.

Ya acabada la historia de Lulú, volví a ver a la Ximena. Tuvimos un affaire corto pero intenso. Fue raro volver a su vida como si el tiempo no hubiera pasado. Pero a las dos semanas, nos pilló el ex marido. Fue de improviso a buscar a Simón, que estaba en casa de unos compañeros de curso, y abrí yo la puerta, en bata de levantarse. De nuevo caos. Después de ese incidente, decidimos que había demasiadas cosas en riesgo para ella (aunque yo no perdía nada). Me pregunto por qué una abre siempre la puerta. Por qué nadie es capaz de dejar que el timbre suene. La gente es muy idiota, yo también. Y también me pregunto por ese ex marido y por todos los de su lote: ¿qué creen ellos que significa la homosexualidad? ¿O la bisexualidad, como en este caso? Muchos científicos dicen que todos los seres humanos son bisexuales, que la sexualidad tiene que ver con la cantidad de hormonas masculinas y femeninas que hay en el cuerpo, y que muchas veces los más fóbicos con el tema son los que más temen esa parte suya. Pero volviendo al caso de la Ximena: ella pensaba que podría perder la custodia de su hijo si el ex marido me encontraba en la cama con ella. ¿Es que la Ximena es menos madre por calentarse con una mujer? ¿Es que Simón corre algún peligro?

La situación me obligó a cuestionarme, a rumiar las cosas, como una vaca siempre hambrienta. Y a resentirme, por supuesto.

En medio del drama, la Ximena, muy seria, me hizo una pregunta: Lu, me dijo, ¿no has pensado en capitular?

Le pregunté qué quería decir.

Rendirte.

Me quedé pensando un momento: ustedes podrían preguntar —y sería válido— si en medio de tanta herida, ¿no me vino la tentación? ¿Ni una sola vez? Pensarán que me quebré. Pero no.

Yo no me rindo, le dije.

Gracias a Dios la ciencia ya ha dejado claro que la homosexualidad no es una opción: se nace con ella. Eso ha cambiado las cosas. Nadie es «culpable», ni los padres, ni la educación, ni una misma. No es un problema de la voluntad, como antes se creía. Es como nacer con los ojos azules. Ahí están, ¿vas a pasar la vida con anteojos de sol o con lentes de contacto, para esconderlos? Tus ojos son tus ojos. La pena es todo lo que hay que pagar por tenerlos. Eso es definitivamente injusto.

Tengo varios tíos y tías, mi papá viene de familia grande y la de mi mamá tampoco es chica. Es interesante cómo reaccionaron ellos cuando salí del clóset. Algunos se escandalizaron tanto que bloquearon el tema, como si no existiera. Otros decidieron que era una «lesera de la edad», que no había que darle importancia, que ya pasaría. Es una etapa, le decían a mi viejo.

Si yo hubiese asumido mi lesbianismo a una edad adulta, supongo que nadie se habría metido. Pero cuando pasa en la adolescencia, el factor familia es fatal. Imbancable. Todo el mundo se siente llamado a opinar y todos se sienten con el derecho a hacerlo. Una está tratando de establecer su identidad, y eso ya es bastante como para llenar todas las emociones que te caben en el cuerpo. Imagínense lo que significa, además, lidiar con los que te rodean, los que tú no elegiste. ¿Han visto nada menos elegido que los tíos? Pierdes tanta energía en ellos. En amortiguar los golpes. Todo habría sido más fácil si sólo hubiese sido un tema entre yo y yo misma. ¡Lo habría resuelto tanto mejor!

Pero les aseguro una cosa: la promiscuidad tiene que ver con la exclusión.

La salida del colegio lo cambió todo. Terminé esa etapa y varias otras al mismo tiempo. Empecé a venir donde Natasha. Ése fue un hito importante, de repente tuve a un adulto al frente que estaba de parte mía, ¡eso sí que me resultó nuevo! Y la universidad. El dedicarme a un tema que de verdad me interesaba, como la informática, ha hecho que las revoluciones de mi mente se estabilicen. Ya no pienso tan rápido. Como que mi inteligencia se asentó, o se encaminó, no sé cómo decirlo… No anda volando por los aires como antes. Igual Natasha me hace tests y va regulando mis procesos. Pero yo lo siento, lo siento en el cuerpo, cómo todo se ha estabilizado. Estoy comprometida con lo que hago. Quizás sea así el comienzo de la adultez, aunque la palabra me dé un poco de risa.

Pololeo desde hace unos meses con una mina adorable. Estuve en abstinencia un buen tiempo, ¡me hubieran visto! Pesada, pesada, ¡no dejaba pasar una! Pero la Isidora me conquistó: con su dulzura, su interés por la música, su paciencia. La verdad, es adorable. Por supuesto que todo empezó en una fiesta y con una ida al baño, es mi karma. Me resistí bastante, ante el desconcierto de ella, que pensó que no me gustaba. Pero al final, después de una salida al Cine Normandie a una tocata, terminamos en la cama. Y no nos hemos vuelto a separar. Ya no pienso que sea la mujer de mi vida, ¡basta, si lo creí desde la Gata en adelante! Supongo que también eso es parte de crecer.

Para decir la verdad, hace mucho que no estaba tan contenta. Entre la informática, Natasha, los amigos, la familia y la Isidora, la vida va cada vez mejor.

Aunque las rabias y las mierdas que vienen arrastrándose conmigo desde años vuelven a aparecer a ratos y la Lu agresiva nunca deja de estar molestando, creo que estoy mucho más cerca de mí misma de lo que he estado nunca. Claro, sé que los fantasmas, decepciones, miedos, equivocaciones, maldades y demases probablemente me persigan por un buen tiempo. Intento por ahora enterrarlos en una maceta y cruzar los dedos para que no germinen. Como siempre, funciono al revés: todos quieren que brote lo que se planta. Yo no. Nací distinta, como les dije al comienzo. Y tengo que cuidar cada día esa diferencia.