Mi nombre es Luisa. Vengo del sur. De un pueblo atravesado por el río Itata en la provincia de Ñuble. Yo puro quiero hablar de él, el Carlos. Me crié en el campo, soy hija de campesinos y si no fuera por el Carlos, me habría quedado allá. Mi padre era inquilino en un fundo. Tuve muchos hermanos, algunos no sobrevivieron, somos cinco al día de hoy. En esos tiempos los cabros chicos se morían en el campo, al nacer. Ni una mujer se quedaba con los mismos que había parido. Y nadie sabía leer ni escribir. Las cosas han cambiado mucho. Bueno, han pasado tantos años. Ya soy vieja, cumplí sesenta y siete. Vivíamos en la punta del mundo pero nadie en su sano juicio quería vivir en el centro, con todo lo que pasaba allá. Fui a la escuela pero no aprendí mucho, en el invierno no se podía llegar con el barro y la lluvia y el profe faltaba harto, nos ponían a todos en una misma sala de clases, había dos, nomás, y teníamos distintas edades pero nos enseñaban lo mismo. (Un día el patrón le preguntó al Ernani, así se llamaba uno de los campesinos que trabajaban con mi papá, si su nombre se escribía con hache. No, le contestó el Ernani, la hache es pa los ricos, ¿pa qué nos va a servir a nosotros la hache?). Dejé la escuela pa trabajar, le ayudaba a la vieja en la huerta y a mi papá con los animales. Puras vacas, vacas y novillos. Unos pocos caballos, todos del patrón menos el Tai, ése era de mi papá, negro y lindo el Tai, y muchos matapiojos, coliguachos, tábanos, se acostumbraron a mí lueguito y no me picaban. Las culebras allá eran flacas y no muy largas y no hacían nada. Tampoco las arañas peludas, siempre las hallábamos en el campo, hacían unos hoyitos en la tierra y se metían adentro y mis hermanos las arrancaban de sus escondites y las juntaban en unos frascos, eran muy feas pero no hacían nada, igual que las culebras. No era peligroso el campo. Lo que más me gustaba era sentir el viento norte. Ponía la cara para que me hiciera cariño. Lo esperaba y lo esperaba, cuando llegaba parecía que me visitaba a mí. Cuando se iba, las hojas de los árboles quedaban lustradas por la lluvia. La casa se construyó junto a un estero. Un par de veces nos caímos pero no era hondo el estero. El agua era limpiecita. Ahí en la casa siempre había muchos perros. Nadie sabía de dónde venían ni adónde iban cuando partían, a veces la vieja se quejaba, que no tenía qué darles de comer. Puros quiltros. Mis favoritos eran el Niño y el Batalla. El primero era chico y café claro, como un batido de huevos de campo con galleta de champaña, y tenía las orejas y las patas corta. El pelo del Batalla, en cambio, era largo, con pedazos castaños y otros naranja, hasta llegaba a parecer fino. Porque era alto, también. La tomó conmigo el Batalla y no me dejaba ni a sol ni a sombra, ¡puchas que me quería! Le gustaba revolcarse en la tierra, se revolcaba y se revolcaba estirando las patas en redondo, se convertía en una bola de fuego con sus mechas naranjas, girando, como si fuera un perro ocioso, y yo lo miraba, muerta de ganas de revolcarme yo también. Muchas veces pensaba que me gustaría ser perro, al menos el Niño y el Batalla lo pasaban mejor que nosotros. A veces yo me escapaba con él al potrero y nos íbamos a jugar a las galegas escondiéndonos debajo de los juncos. Si mi papá me pillaba, al tiro sacaba la correa para pegarme pero el Batalla empezaba a gruñir y al viejo le daba un poco de susto que lo mordiera, así que se iba, poniéndose de vuelta el cinturón y gritando que, si no volvía a trabajar, a la próxima sí que me agarraba. La gracia que tenía el Batalla, y por eso mi vieja lo quería, es que cazaba ratones. ¡Era un lince pa los ratones! El problema era cuando ya los tenía apretados en el hocico, me los llevaba a mí, de regalo. A mí nunca me gustaron los ratones, me daban asco, eran grandes y gordos los que había en el campo y el Batalla, dale con entregármelos. Y después, me lengüeteaba la cara y los brazos, con la misma lengua que chupaba a los ratones. Cuando se murió el Batalla me tendí debajo del castaño y me hice la muerta también yo. Lo más bonito que tenía nuestra casa era un castaño, viejo, frondoso y grande el árbol. Hacíamos todo debajo del castaño, más que ná en verano. La artesa estaba ahí y lavábamos la ropa y desgranábamos los porotos y el choclo sentadas debajo de sus ramas. Entonces, cuando murió el Batalla, ahí me quedé, con los ojos cerrados por tres días. Ni me mandaron a trabajar, nadie se atrevió a hablarme. Al cuarto día llegó mi mamá y me dijo: ya, Luisa, el Batalla está en otro mundo, no va a volver. Y yo abrí los ojos, me levanté y me puse a lavar la ropa con ella. Así era la muerte. Uno de mis árboles preferidos era el maqui. Es un árbol silvestre que está por todos lados en los campos de Ñuble. Es flaco y de ramas largas con hojas tupidas. Su fruto son unas redondelitas chicas negras azulosas que tiñen la boca y las manos, tiñen todo. El sabor es dulce, rico el maqui. Qué nos gustaba con mis hermanos llegar a la casa todos cochinos, todos azules y la vieja dale con retarnos. Los dientes, carbonizados parecían, pero con carbón no tan negro, siempre un poco azul. No sacábamos ná con lavarnos, quedábamos teñidos un buen rato. Tu delantal estampado de maqui.
Lo mejor de todo allá en el campo era la casa del patrón. Misteriosa la hallábamos, porque era la única casa grande. Teníamos prohibido ir a meternos ahí. Estaba requete cerca de la de nosotros así que partíamos con mis hermanos a una loma arriba del establo donde guardaban las monturas y espiábamos. A veces mi papá tenía que ir allá a cortar el pasto, nunca vi de chica otro pasto que se cortara, era el único, y me dejaba acompañarlo. Me gustaba el olor que salía del pasto cortado, era el mejor olor del campo, me gustaba tanto, casi más que el del pan caliente o el de las sábanas recién planchadas. Cuentan que yo decía que de grande quería ser jardinera. Raro, ¡tanta mujer metida en tanta cosa y no he visto todavía una que sea jardinera! Cuando tenía como diez años construyeron una iglesia en el pueblo, modesta la iglesia pero fue la gran novedad, una vez a las mil llegaba un cura, daba misa y bautizaba y casaba y todos hacían la primera comunión. Se ponía al día con todo el mundo, el cura, y decía que venía pa salvarnos, pa que no siguiéramos viviendo en pecado. Era relinda la iglesia, me gustaba ir. Al Carlos no le gustaban los curas. Un día me dijo: Luisa, ¿sabís?, el infierno no existe. Cómo no va a existir el infierno, Carlos, no digái eso, le contesté, y él me dijo que la Iglesia Católica lo había inventado para que los pobres se quedaran tranquilos, para que pensaran que hay cosas peores que esta vida. Le dije: ay, Carlos, mira que Dios te va a castigar por decir esas cosas, y me contestó: ya estoy castigado, Luisa, tengo el castigo encima desde que nací. Así hablaba el Carlos y yo lo retaba pero me gustaba escucharlo, era tan independiente. Como que no le importaba lo que le habían enseñado de chico. Pienso qué habría dicho el Carlos hoy día con la cosa esta de los pedófilos, tan comecuras que era, habría despotricado el Carlos, claro que habría despotricado. A los quince años me mandaron a trabajar a Chillán. Una hermana había partido antes y ella me consiguió la pega. Puertas adentro, haciendo aseo y a cargo de unos cabros chicos. No me hallé y regresé al campo. Pero mi papá me mandó de vuelta y tuve que apechugar. Los dueños de la casa no eran malas personas, tampoco eran muy ricos, la casa era más o menos nomás. Los cabros estaban bien educados y no daban mucho problema pero yo andaba siempre hambreada, mantenían todo con llave, la señora abría la despensa una vez al día. No había refrigeradores en esos tiempos, por lo menos no en Chillán, y las cosas frescas se compraban todos los días en el almacén donde había una cuenta, yo no manejaba plata, nunca. Me acuerdo siempre del manojo de llaves de la señora, andaba con él pa todos lados, qué tanto cuida, pensaba yo, en el campo ni conocíamos las llaves. Trabajé como un año en esa casa y volví pa’l verano al campo. Me gustaba estar en mi propio hogar, aunque no me dejaban flojear, me mandaban siempre al potrero pero igual jugaba con los perros y me subía a los árboles y comía las peras y las manzanas que eran bien desabridas aunque a mí me gustaban porque no conocía otras. También comía guindas, había un bosque de guindos que nadie había plantado, dice mi papá que salieron solos, eran ácidas y paliduchas, no sabía que existían las cerezas, ésas las probé mucho después. Me acuerdo siempre del boldo en la orilla del estanque, me escondía arriba entre las ramas del boldo, las hojas eran tan verdes, elegantes, tan oscuras y gruesas y miraba pa’bajo, al agua del estanque, y pensaba y soñaba que algún día tendría una casa como la de la señora de Chillán y que sería todita mía. Entonces llegó un día la patrona, la mujer del dueño del fundo. ¿La Luisa está ya en edad de trabajar?, le preguntó a mi mamá. ¡Cómo no, si es grande! Eso le contestó la vieja. Yo tenía dieciséis. Me llevaron a las casas ese verano, para probarme. Si resultaba, podía irme después a la capital. Cuando hablaban de Santiago yo me imaginaba un cuadrado grande, enorme, con puras casas blancas, todas iguales, de dos pisos, con una puerta al centro y dos ventanas arriba, miles de casitas blancas. Todos en el campo querían llegar a la capital, como a la tierra prometida, decía después el Carlos. Pa las mujeres era más difícil, o te llevaba la patrona o nada, los hombres hacían el servicio militar y así partían, nosotras no. Todos en el fundo me miraban con envidia, las mujeres más que ná. Mi entendimiento no era pobre, sabía que esto era un privilegio, pero todavía no conocía esa palabra. Y tanto que la escuché después, cuando el Carlos dale con hablar en las asambleas del privilegio de los ricos y en la casa me lo repetía y me lo repetía. Bueno, pasé la prueba en la casa del patrón ese verano y partí a Santiago. Mansa ciudad, me decía yo cuando veía esas calles anchas y tanto auto, Santo Dios, me espantaba un poco… No me atrevía a salir sola, algunos domingos me la pasaba encerrá en mi pieza porque no tenía con quién salir hasta que un hermano mío, uno que hacía tiempo había dejado el campo para hacer el servicio militar, se fue a vivir a la capital y me enseñó a irme a su casa, allá en la población Lo Valledor. Entonces me sentí acompañá. Fue en su casa que me pasó lo más importante: conocí al Carlos.
El Carlos trabajaba en la construcción, era un obrero apechugador, serio en su pega, y el capataz le tenía buena. Había nacido en Aysén, él sí que hablaba del sur, se reía del sur mío, lo hallaba chiquitito. Su padre era un arriero y se quedó sin madre muy temprano. Un hermano partió pa la Argentina y no supieron más de él. No era un hombre de familia el Carlos. Me empezó a cortejar en cuanto me conoció, yo era una negra linda, rellenita y graciosa. Al año nos habíamos casado, por una ley nomás, yo quería las dos pero el Carlos era metido en su idea, que por nada se casaba en la iglesia. Total, qué más daba. A Dios no le gusta la felicidad, me dijo. Al principio arrendábamos una pieza en una casa allá por General Velásquez. Yo seguí trabajando hasta el nacimiento de la Golondrina. Cuando me embaracé, la patrona entendió al tiro y me dijo: Luisa, tienes las puertas abiertas, vuelve cuando quieras. Con lo que ganaba el Carlos salíamos adelante. Al año vino el Carlitos, que hoy vive en Suecia, se casó con una sueca bien rubia, de esas que parecen sacadas de una revista, y es electricista. Lo que no le perdono es que se llevó a mi Golondrina, le habló y le habló de Suecia hasta que la otra se tentó. Y me dejaron sola. Ya, puh, Luisa, me decía yo, si los cabros tienen derecho a armar su vida, no se van a quedar pa siempre al lado de la mamá. Pero eso fue después, mucho después. Me gustaba tanto vivir con el Carlos que no decía ná sobre el campo. Calladita yo, lo echaba de menos, ¡cómo no! Cuando nos cambiamos de casa —porque con dos cabros no cabíamos en la pieza de General Velásquez— me compré un gallo y una gallina pa oírlos cantar. Me salió reindisciplinado el gallo ese, o despistado, quién sabe, cantaba a cualquier hora, no al amanecer como me había acostumbrado yo. Allá en el sur los gallos cantaban cada vez que una gallina ponía un huevo. El canto era una celebración, eso me contó mi papá, y cuando había mucho canto a la hora tranquila de la tarde, él se preparaba pa los huevitos que se comería al día siguiente. Ya en Santiago, yo les guardaba los huevos frescos a los cabros chicos porque el Carlos no los comía, decía que él no iba a comer huevos de «una gallina conocida». Tan tonto el Carlos, tanta idea que tenía en la cabeza. Como les decía, echaba de menos el campo. En las noches. La gente cree que las noches allá son calladitas pero no es cierto. Claro, no hay micros ni música fuerte ni bocinas ni cabros gritando como aquí pero hay un mar de ruidos. Yo distingo esos ruidos, cada pájaro, hay miles de cantos, desde la chicharra hasta el grillo, todos sacan la voz al mismo tiempo y se confunden. Y los perros… Los perros lloran de noche, tantas penas que tienen los perros. En eso estábamos, el Carlos haciendo edificios y yo criando a los niños, cuando eligieron a Allende. El mundo va a cambiar, Luisa, me decía y me decía el Carlos, tan ilusionado que andaba. Esos años llegaron tan rapidito como se fueron, como metidos siempre adentro de un remolino, apurados, así andábamos todos nosotros. El Carlos trabajaba tanto, que el sindicato, que los cordones industriales, que las reuniones. Un día me pescó a la hora de once y me pidió que lo escuchara. Yo quiero ganar, Luisa, me dijo. Peleo por ganar y sé por qué lo hago. Lo hago porque cuando era chico no tenía poder. Yo vivía con personas indefensas y aprendí que todo el mal que nos rodeaba, que era mucho, tenía su raíz en el abuso de esa cosa que yo no tenía. ¿Lo entendís, Luisa? Empezó a hablar de los partidos políticos. No te metái, Carlos, le decía yo, pa qué… Él miraba muy serio y pensaba y no me contaba ná de lo que pasaba por su cabeza. Hablaba de los compañeros, todos eran compañeros. Después no escuché más esa palabra. Me pasaba libros. Quería que yo entendiera. Que me cultivara. No vai a limpiar más la suciedad ajena, Luisa, me decía, cuando volvái a trabajar vai a hacer algo que valga la pena. Fueron días lindos ésos, los mil días, les llamaba el Carlos después, después de todos los horrores. Fuimos al sur de vacaciones cuando empezó el 73. Y mi papá me dijo: el año viene mal para los trigos, Luisa. Como un asesino cayó el sol sobre nuestras cabezas el 11 de septiembre.
Una noche lo fueron a buscar. Se lo llevaron a mi Carlos. Yo tenía treinta y un años y él treinta y tres. Fue en noviembre, dos meses después del golpe. Estábamos durmiendo y había toque de queda. Cuando sonaron los golpes en la puerta yo le dije: si no hay nadie en la calle a esta hora, pero golpearon igual. Entraron gritando y llamando al Carlos. Se lo llevaron en un santiamén. Déjenme vestirme, les dijo, pero lo agarraron de los brazos y así, en pijama, se lo llevaron. Me puse a gritar. No gritís, negra, si vuelvo luego, es una equivocación. Fue todo lo que me dijo. No gritís, negra. Los niños despertaron. No lo vieron partir, tampoco vieron a los milicos, no vieron ná los niños. Que el papá había partido al sur, les dije al día siguiente, ya va a volver. Desde el 11 de septiembre, desde el momento en que bombardearon La Moneda, el Carlos andaba muy afligido, por la chupalla que andaba afligido, entonces me pregunté: ¿tendrá fuerzas pa lo que le espera? Fue un sentimiento, nomás, nunca un pensamiento. Empezó la espera. Vivíamos en una casita en la población Pablo Neruda del Paradero Siete de la Gran Avenida. Pasó a llamarse Bernardo O’Higgins, lo de Neruda se acabó lueguito. Éramos nuevos y no conocíamos mucho a los vecinos, tanto ajetreo en los tiempos de la UP, ni pa’cer vida social nos alcanzaba la vida. A la mañana siguiente salí a la calle. Quería encontrarme con alguien, cualquiera que me dijera algo de lo que había pasado. Pero nadie se me acercó, nadie sabía ná, nadie vio ná, como si todo fuera idea mía. Mi cama estaba vacía, eso no era de mi imaginación. Me quedé callada. Pensé que había que quedarse callada. Si no abría la boca, el Carlos volvería. Cuanto menos hablara, antes volvería. Pasaron los días. Ni a salir a comprar pan me atrevía, no fuera cosa que el Carlos llegara y no me encontrara. Todo el día encerrá en la casa con los cabros chicos, era una cosa, como si me fuera a sofocar. Me costaba tanto hacer una diligencia. Partí un día con ellos a Lo Valledor, donde mi hermano. Le conté lo que había pasado. Él se ofreció a ir a hablar a su trabajo, con el capataz. Pero nadie sabía ná. Tres de los obreros de su cuadrilla no habían vuelto, le dijo. Yo no conocía a sus compañeros, el Carlos nunca los llevaba a la casa. Luisa, me dijo mi hermano, ándate pa’l campo, que te cuiden mientras el Carlos vuelve, me dijo. ¿Y si vuelve y yo no estoy?, le contesté. Me acordaba del Carlos diciéndome: la ley y la justicia no son la misma cosa, Luisa. Acuérdate, la ley no es la justicia. Entonces, si le hacía caso al Carlos, ¿a qué justicia iba a recurrir? Y ahí empezó mi calvario. El primer problema era hacer como si nada hubiera pasado. El segundo, conseguir plata. Tenía dos cabros chicos y un arriendo que pagar. Otra gente tenía subsidios, yo no tenía nada, me dio rabia contra el Carlos, tanto sindicato y tanta tontería, ¿por qué no se preocupó de tener una casa propia? Habrá pensado el pobre que pa eso tenía toda la vida. Y el tercer problema, aprender a vivir sin el Carlos. Una se pone tonta cuando vive con puros cabros chicos. Yo no hablaba con nadie, conocía a muy poca gente. Me empezaron a hacer falta conversaciones con adultos. Pero de a poco fui aprendiendo, aunque fuera a costa de sudor y lágrimas. Más lágrimas que sudor, a decir la verdad, y tenía que esperar la noche pa llorar. Calladita en mi cama, como quien no quiere la cosa… Ahí aprendí a llorar pa’dentro. Echaba de menos al Carlos. Pensaba que podía pasar frío. ¿Por qué no lo dejaron vestirse? Ese pijama no abrigaba ná. Me daban ganas de abrazarlo. Y me daban ganas de todas esas cosas que no se dicen. Partí donde mi antigua patrona, la dueña del fundo donde vivían mis padres. Algunos se preguntarán por qué hay tanta mujer pobre que se emplea en las casas. Es que esa tarea es parte de sus vidas, como una extensión. Porque no saben hacer otra cosa. Porque es natural, es hacer lo que una hace todos los días pero pagado. ¿Dónde me iba a emplear yo? ¿Qué sabía hacer? Claro, al Carlos no le gustaba que yo dejara mis fuerzas en casa ajena, pero no tenía más donde dejarlas. El problema eran los niños. La patrona me aguantó con uno solo. Con dos, no, Luisa, me dijo la patrona. Entonces fui a la casa de la vecina, una mujer amable pero parca, hablaba poco. Me gustaba que no fuera chismosa. Me preguntó por el marido, se fue al sur, le dije, y me creyó. Arreglamos que cuidara al Carlitos por una parte de mi sueldo. Tenía un par de cabros ella también, igual debía quedarse en la casa pa cuidarlos. Así, partí a trabajar con la Golondrina. Pegadita a mí iba en las micros, sin chistar. Y se portaba tan rebién mientras yo trabajaba. ¡Pobre cría mía! De ocho de la mañana a seis de la tarde hacía aseo, lavaba ropa, planchaba. De la cocina se encargaba otra, una que era puertas adentro. Y durante esas horas yo miraba y miraba la vida en esa casa. Hasta entonces yo nunca había sido envidiosa, ni conocía la envidia. La patrona era una mujer amable pero altiva, regia ella, tan elegante… Salía a media mañana, a «hacer trámites», nos decía. Quién sabe qué haría. El patrón estaba poco en la casa, iba mucho al sur, a sus tierras. Y los chiquillos estudiaban en la universidad, dos hombres y dos mujeres. Qué desordenados que eran. Dejaban la ropa tirada en el suelo, ¿qué les costaría recogerla? Todo en el suelo, libros, cuadernos, ropa interior, cartas, discos, todo desparramado. La menor, la Paulina, era mi regalona, la conocí tan chica, con su carita monona. Un día se encerró en su pieza y no había cómo hacerla salir. La llevaron al doctor. Llegó la patrona muy seria después y me dijo: esto es atroz, Luisa, la Paulina está deprimida. ¿De qué está deprimida la Paulina?, pregunté yo, cómo iba a entender, cuando lo tenía todo en la vida. No se habían llevado al marido, tenía techo y comida, no debía criar a dos hijos. Más encima podía ir a la universidad, nadie le ponía un problema. Me costó mucho entender la depresión. Me parecía una enfermedad de ricos. Fue un invierno entero que estuvo deprimida la Paulina y se me pegaba todo el día, no me dejaba tranquila. Estas cabritas tan jóvenes y lindas y de repente se mueren de pena, sin que una comprenda por qué. La patrona habló conmigo, que podía contratar a otra para el aseo pero que no abandonara a la Paulina. Así, me pasé ese invierno oscuro y frío en su pieza, viendo tele con ella y acompañándola. Parecíamos un par de fantasmas, cuál de las dos más triste. A veces era como si las sombras nos hablaran. Escuchábamos la lluvia contra el vidrio de la ventana. Y ella me preguntaba: ¿estás triste por mí, Luisa?, me preguntaba. Me permitían llevar a la Golondrina a la pieza, jugaba calladita en la alfombra. Un día la Paulina me dijo: ¿sabes, Luisa, por qué la mamá está tan preocupada y deja que tú te dediques a mí? No, Paulina, le contesté, cuéntame tú. Porque tienen miedo de que yo me suicide, por eso. ¡Suicidarte, niña linda!, ¿de qué hablas, por el amor de Dios? Yo me imaginaba el futuro de la Paulina cuando creciera, con una profesión a cuestas, con un marido que la querría, un marido con pega y con plata, con el fundo de su papá para las vacaciones, con otra Luisa que le hiciera el aseo, con niños lindos y saludables a quien cuidar, con viajes, ropas, casa bonita. Con el mundo entero en sus manos, ¿cómo iba a hablar de suicidio una niña así? Ay, Señor mío, quizás yo no he aprendido ná de los humanos, pero ná me hacía sentido. De pensar en el futuro de mi Golondrina, al lado del futuro de ella… ¿Qué iba a ser de mi hija si ella, que lo tenía todo, se daba esos lujos? Ese primer invierno, el peor de todos, lo pasé gracias a la Paulina y mi Golondrina estuvo calentita. Porque llegábamos a nuestra casa y comenzaba el frío. Teníamos una estufa a parafina para toda la casa pero el Carlos me había enseñado que no durmiera con esa estufa prendida porque así empezaban los incendios, entonces la apagaba al acostarnos, los dos niños se metían bien forrados adentro de mi cama como zorzales entumidos y dormíamos apretaditos. No les faltó comida a ninguno. Ni ropa. Nunca fueron unos pililos mis cabros. Y yo siempre con la mentira en los labios: porque cada vez que preguntaban por su padre, yo les contestaba: está en el sur. Y el Carlos no llegaba. Pasaban las noches y los días y él no llegaba. Y el pesar adentro mío no se iba nunca. Pegajoso como sol de la tarde, no se iba nunca.
Un día le pregunté a la patrona si ella creía que con el nuevo gobierno la gente podía desaparecer. ¡Cómo se te ocurre, Luisa!, me contestó. En el trabajo le ponía empeño para saber algo de lo que pasaba. Pero parecía que no pasaba ná. Allá en Las Condes no pasaba ná. Y todos creían que el Carlos estaba en el sur, que me había abandonado. Hoy he aprendido cosas. He sabido que había lugares donde se podía ir a preguntar y buscar ayuda. Que no todas estaban tan solas como yo. Pero ¿cómo iba a saberlo entonces? ¡Puchas que eché de menos una familia! Una suegra con quien sufrir juntas. Un cuñado que averiguara cosas. Una cuñada pa dejarle a los cabros de vez en cuando. Un desahogo. Alguien con quien hablar del Carlos y que no sonara sospechoso. Más encima, a mi hermano le andaban mal las cosas y dejó la capital. Partió de vuelta al sur a emplearse en el campo. Me quedé sin nadie. Cada mañana, a un cuarto pa las siete, al salir a trabajar, yo dejaba un cartón en la puerta de la casa, el mismo que sacaba en la tarde pa volverlo a poner al día siguiente. Decía: «Carlos: estoy en el trabajo. Llego a las siete y media. Luisa». Un día la vecina, la que cuidaba al Carlitos, me dijo: y usted, vecina, ¿hasta cuándo piensa seguir poniendo el cartelito ese? Hasta que vuelva, Dios mediante, le contesté. Me miró con pena.
¿Saben lo que mata? El silencio. Eso es lo que mata. Aparte de mi hermano, nunca hablé con nadie. No gritís, negra. Años y años callada. Se va haciendo una especie de nudo por dentro, una madeja, y ya no hay cómo desenredarla. Todo se va poniendo oscuro. Una tiende a dejar pasar las cosas que duelen y es un error, es una forma de no aprender. Aunque cueste, hay que parar y tomarlas, atraparlas como si fuera una liebre en el campo, ponerles trampas para dar con ellas y que no se escapen. Si lo que quiere la doctora aquí es que hablemos, lo digo por experiencia: nos va a hacer bien. La doctora, le digo, nunca he podido llamarla por su nombre de pila. Al principio le decía señora Natasha pero a ella no le gustaba mucho así que empecé a decirle doctora. Soy subvencionada aquí. Sub-ven-cio-na-da. No tengo plata para esto. Menos mal que no soy la única. Un poco de vergüenza me da, no quiero ni saber cuánto vale la consulta. Pero es que lo otro es ir al consultorio y que le pasen a una la aspirina. Me siento mal, doctor, estoy sufriendo. ¿De qué? Son los nervios, doctor. Me duele todo. Y recibir esa miradita y una aspirina. Yo ya había ingresado al hospital cuando una sicóloga amable se compadeció de mí y las cosas empezaron a cambiar. Ella me llevó donde la doctora. Y por primera vez conté esta historia. Por primera vez le dije a alguien que mi marido era un detenido desaparecido. Ni yo me lo decía a mí misma. Pero eso fue después, mucho después. Pasaron los días, los meses, los años. Desde el cielo hacia abajo todo se entristecía. Como buena mujer de campo, me quedé con los brazos cruzados, eso hacemos en el campo. Y seguía esperando al Carlos. No se me hacía la idea de muerte. Él estaba vivo. En pijama, y con frío, pero vivo. Un día la patrona me contó que los desaparecidos estaban en Argentina, si pues, me dijo, abandonaron a sus mujeres y se fueron calladitos, aprovechándose de la situación política. Y me acordé de ese hermano, cuñado mío, que había cruzado la cordillera y no volvió más. Pero el Carlos, ¿por qué habría de no volver? El Carlos me quería. Igual me agarré un tiempo de la idea de Argentina. Por si acaso. Me acordaba de la muerte del Batalla. Era mejor cerrar los ojos por tres días tendida debajo del castaño. Cualquier cosa era mejor que esperar. ¿Dónde estás, prenda querida? ¿Dónde estás que no me escuchas? En la población había carteles de Pinochet. A la gente le gustaba. O si no les gustaba, se quedaban callados. Todos con miedo. De perder la pega. O la vida, claro. Pinochet era como una enfermedad. La mitad del país estaba enfermo y vivían como la enfermedad les permitía nomás. Yo no quería que mis hijos se contagiaran, que a mis hijos los jodieran por su padre, ya bastante jodida estaba yo. Antes de la doctora, visité adivinas, videntes, cualquiera que me pudiera dar una noticia. Un día en la micro una mujer me pasó una tarjeta que decía: «Transformista de la mente». Pa’llá partí. Y ella me dijo: desde el cielo hasta el último gramo de tierra, pura pena, pura pena. Usted se va a enfermar de pena. Y me quedé pensando: ¿se puede una enfermar de la pena? Pero si el sufrimiento empieza al tiro, nomás abrir los ojos, me acuerdo cuando nació mi Golondrina, nació con un grito y un llanto, eso fue lo primero que hizo al llegar al mundo. ¿Se imaginan ustedes una guagua que nazca riendo? ¿A qué mundo podría ir? Pero razón tenía la transformista. Yo ya me había enfermado y no me daba cuenta. Siempre me dolía el cuerpo, el cuerpo entero, entonces ¿qué diferencia había? Y los nervios…, siempre los nervios. Pero igual me quedó dando vueltas en la cabeza. Pedí una hora al hospital, se demoraron harto tiempo en dármela y cuando fui me encontraron la pelota. En el pecho izquierdo. Tenía cáncer. ¡Cómo no! ¿Y saben lo que yo pienso? Que fueron el silencio y la pena los que se habían metido en el pecho.
Esto del cáncer fue después. La casa. Qué veneno. Dale y dale con pensar: si el Carlos vuelve, aquí va a volver, a esta casa. No va a saber encontrarme en ningún otro lugar. Pagábamos un arriendo. Hasta el día que llegó a verme el casero, un viejo que vivía en mi población, era también dueño del quiosco de la esquina. Quiero vender la casa, me dijo. Yo me espanté. No, puh, don Alberto, cómo que va a vender la casa, le dije yo. Sí, puh, doña Luisa, la quiero vender, tengo un negocio bueno y necesito esta plata, me dijo. ¡Tremendo boche que armé! ¿Adónde va a volver el Carlos? La Luisa no tiene casa, cantaba la Violeta, no sé cómo llegó a mis oídos esa canción, quizás la escuché de chica allá en Chillán.
En la fiesta nacional
No tiene fuego la Luisa
Ni lámpara ni pañal
La Luisa no tiene casa
La parada militar
Y si va al parque la Luisa
Adónde va a regresar.
Era el mes de septiembre. Me vino una ocurrencia. Me agarré a la idea de la casa. Lo único que pensaba era en la casa. El viejo este, don Alberto, tenía el quiosco a dos sitios del mío, en la esquina de mi calle. Todos compraban ahí, las bebidas, los cigarros, las golosinas, las agujas, el hilo, los boletos del Loto. Pero el quiosco era chico y tenía un manso sitio atrás con una bodeguita donde guardaba la mercadería. No eran más de cuatro tablas pero era un techo. Entonces le dije al señor: véndame la bodega, don Alberto, y se la pago con trabajo, eso le dije. Me miró con cara de que yo estaba loca. ¿Trabajo?, ¿cuál trabajo, doña Luisa?, me preguntó. Le propuse atender su quiosco todas las tardes, a partir de las siete —él cerraba a las nueve—, y los fines de semana. Con mucho respeto me dijo que no, que eso no era negocio pa él, que no le convenía. Esa noche no dormí ná y pensé y pensé. Al día siguiente llamé a la patrona y le dije que no podía ir a trabajar, que me había enfermado. Agarré un cartón grande y escribí: «La Luisa no tiene casa». Tomé el piso de la cocina y me instalé frente al quiosco con mi letrero y con mi Golondrina en brazos. Los vecinos se paraban a preguntar. Toda la población se enteró que me quedaba sin casa y que no tenía dónde ir. Cuando me preguntaban si no podía arrendar una casa en otra población yo les decía que no, que ésta era la mía, que mis hijos habían nacido aquí y que no me iba a ir. Pensaron, quizás, que yo tenía la cabeza muy dura. Pero nadie, nadie se enteró que todo este jaleo era por el Carlos. Pasé tres días sin moverme sentada en mi piso con el letrero en la mano. Hasta que al cuarto día llegó don Alberto. Puchas, doña Luisa, ya todos los vecinos han hablado conmigo, qué le vamos a hacer, voy a aceptar su proposición, le paso nomás la bodega pero usted se las arregla para guardarme la mercadería. Así se hacían los negocios en mi población. La patrona me consiguió los paneles con el Hogar de Cristo y al mes yo tenía una mediagua lista, con una pieza, nomás, pero eso daba lo mismo. Después podía ampliarla. La primera noche que dormimos ahí olía a alegría, como a algodón recién lavado. El baldío del sitio con toda su tierra era como un campo de margaritas para mí. Ese otoño las lluvias no empezaban nunca y miraba todos los días lo que había plantado, le echaba agüita al ilán ilán, pa que recibiera al Carlos. Fue el tiempo de mi vida en que más trabajé, gracias a Dios yo era joven y tenía harta fuerza, iba de arriba pa’bajo sin parar trabajando donde la patrona hasta las seis y haciéndome cargo del quiosco después. La ventana de la cocina de mi nueva casa daba a la calle, a la misma calle desde donde el Carlos había partido y adonde el Carlos volvería.
Desde mi humilde mediagua arreglada miré pasar la vida. Nunca me gustaron los cielos turbios de Santiago, que se quedan ahí nomás, no anuncian lluvias, ¿pa qué sirven esos cielos? Los cabros crecieron. Carlitos salió por fin del colegio y se metió de aprendiz de un electricista del Paradero Diez hasta que aprendió y comenzó a traer plata a la casa. Más adelante me arregló los papeles con don Alberto y dejé de trabajar tantas horas. La casa ya era mía y descansé. Llegaron las protestas. El plebiscito. La alegría ya viene. La llegada de la democracia. Gana la gente. Y yo seguía callada. Y el informe Rettig, lo vi entero por la tele. La bandera es un calmante. Pero el Carlos no figuraba ahí. ¿Y cómo va a figurar, Luisa, si no lo hai denunciado?, me dijo mi hermano una vez que fui al campo. Ya era tarde pa eso. Mis hijos habían crecido bien. Nadie los apuntaba con el dedo. Si el Carlos no estaba conmigo, ¿qué me importaba que apareciera o no en las listas? A veces sentía que yo todavía estaba en guerra cuando todos los demás habían firmado la paz. Había democracia pero yo seguía sola. Algunos días creo que el Carlos me habla. ¿Qué lucha diste, Luisa?, me pregunta. Esperé, le contesto. Te esperé cada día. Yo no te pensé esto, mi negro. ¿Saben qué es lo peor que puede pasarle a un humano? Desaparecer. Morir es mucho mejor que desaparecer.
Más de treinta años sin un hombre. Nadie se muere por falta de hombre. Lo que sé es que estoy cansada. Estoy cansada. Estoy tan cansada.
Me operaron, me trataron el cáncer, con quimioterapia y todo, tuve que dejar de trabajar un tiempo y el seguro me cubrió. Me sacaron el pecho. Había muchas mujeres en mi situación, tanta mujer sola, viuda, abandonada, separada, lo que fuera, pero todas tan solas. Si a las horas de visita se llenaba la pieza del hospital con puras mujeres, unas cuidando a las otras. Cuando entraba el Carlitos todas le tiraban tallas. Lo bueno es que nadie se echaba a morir ahí adentro. Me gustaba tanto ir a una oficina, a través de la Corporación del Cáncer, donde había una mujer muy linda que me daba masajes. Nunca nadie me había tocado fuera del Carlos. De comienzo me dio vergüenza, quién se iba a haber preocupado de que yo sintiera algún placer en el cuerpo. Qué dirían en el campo si me vieran, pensaba yo. Dejaba kilos de preocupaciones sobre la camilla en cada sesión. Me acuerdo de esos masajes como las cosas buenas que me han pasado en la vida. Ya pasé los cinco años. Se supone que estoy bien. Los cabros no quisieron partir hasta que yo estuviera buena y sana. Cuando se fueron, se llevaron la verdad en sus cabezas. Porque la doctora me obligó. Me obligó a decirles cómo habían sido las cosas. Fue difícil pa mí y pa ellos, como que no me lo perdonaron. Al final, Carlitos me dijo: tenía derecho a saberlo, es harto distinto ser hijo de un detenido desaparecido que de un irresponsable que nos abandonó, tendrías que habernos contado antes.
Mi historia no es más que esto. Ya la conté todita. No sirvo pa’blar, ni se me ocurre qué decir. Hoy ya no trabajo de empleada, sólo atiendo el quiosco algunas horas y ahora don Alberto me paga. Lo paso bien ahí, no me canso y converso con las señoras de la población. Y los chiquillos me mandan plata. Vivo en mi casa de siempre. En los veranos voy al campo donde mi familia; mi vieja sigue viva, tiene un poco más de noventa y sigue apechugando con la vida aunque no ve ná, se ha ido poniendo muy ciega la vieja. Todavía existe el castaño y el boldo y el estero, todo sigue igual. Todavía hay perros por todos lados. Tengo cuatro nietos y los veo poco, una vez al año como mucho. ¡Cómo los disfruto! Los cabros quieren que viaje a Suecia pero ni hablar, cómo voy a tomar un avión, me muero del susto. Ustedes dirán que ya se me han cerrado todas las puertas. Tengo sesenta y siete años. Todo ha pasado ya. Sin embargo, estoy viva. Y si quieren saber la verdad, todavía pienso en el Carlos. Todavía en mi cabeza camino junto a él, yo miro al cielo porque siempre ando mirando el cielo y siento su calor que camina al lado mío. El fresco se quedó joven pa siempre en mi mente. Tenía treinta y tres, la edad en que Jesús murió. Un viajero, así lo pienso al Carlos. El regreso a casa. Como que de eso se trata todo. Desde las guerras en adelante. Pienso en el Carlos como el viajero que quiere volver, que usa su voluntad pa eso pero alguien se lo impide. Y todo lo que él quiere es simplemente volver a casa.