LAYLA

Nací el día en que los Beatles dieron su último concierto en la azotea de un edificio londinense, el 30 de enero de 1969. Mi nombre es Layla. Soy periodista. Me recibí en la Universidad de Chile. Árabe de origen, la mía es la segunda generación en Chile. Y, árabe como soy, la vida me ha vuelto suspicaz y paranoica como un judío. Soy alcohólica. Y como esta reunión no es de Alcohólicos Anónimos, me siento libre de la tarea de apoyo. Me alivia poder arremeter contra ustedes. Natasha no me va a reprimir. Pero me detengo frente al hecho de presentarme ante ustedes con esta caracterización, reduciendo de inmediato todo lo que soy a mi alcoholismo. Es raro que la tendencia en el mundo global sea la de acentuar identidades, eligiendo la que más te margina —identidad gay, de raza, de discapacitado—. Me impresiona cómo corremos todos a adherirnos a nuestro grupo, haciendo hincapié en lo que más nos diferencia de los demás. Para hacernos iguales.

Aunque mi madre llegó de Palestina a los veinte años, mi abuelo paterno lo hizo cuando era un niño, escapando del Imperio Otomano. Lo metieron en un barco con un par de tíos. Ancló en este país sin conocerlo ni en el mapa. Sólo sabía que muchos compatriotas lo habían elegido para emigrar. Llegaron con pasaportes del Imperio, por lo que en Chile los llamaron «turcos». Pero es incorrecto, la gente de Turquía no tiene nada que ver con nosotros. Uno de los tíos abrió una tienda de textiles y mi abuelo, que no estudió ni la secundaria, fue su ayudante. Mi padre es un hombre emprendedor que nunca le puso mala cara al trabajo. A los veinte años abrió su propio boliche de telas. Hoy es un empresario textil con un buen almacén en la avenida Independencia. Se queja, desde luego, de la nula producción nacional. Le molesta hacer negocios sólo con chinos y coreanos, aunque alcanza a entender que, si no lo hace, se va a la bancarrota. Cuando llegó la edad de emparejarse, ni se le ocurrió buscar entre las chilenas. Encargó una esposa a sus tierras. Se casó con mi madre sin conocerla. Nací y crecí en el más absoluto dominio del sexo masculino. Mi madre habló con acento hasta el día de su muerte. Trabajó toda su vida en la tienda de mi papá. En la caja. Vieja y cansada, no pretendió jubilarse. Así son los negocios familiares. Un buen día los números le empezaron a bailar. Sintió que algo le oprimía el pecho. A las doce horas estaba muerta. Como a toda su familia, las espaldas se le habían vencido en la niñez por el trabajo pesado. No supo estar enferma más de doce horas. Como si hubiesen establecido su condena el día en que nació. Lo único que le importaba, en aquellos momentos en la clínica, era no molestar a mi papá. Me había contado que sus padres —mis abuelos— tenían una sola cama en toda la casa. Él dormía en ella; mi abuela, en un colchón en el suelo. Lo único que hizo durante toda su vida fue trabajar, mientras él peleaba la eterna la guerra. Terminó como mártir, fue el héroe de su pueblo. Y ella, por supuesto, gravemente enferma de sus riñones. Mi madre, como la suya, tuvo los hijos que Alá quiso darle. Somos ocho hermanos. Yo ocupo el quinto lugar. Ser la quinta entre ocho da lo mismo. Casi no existes. Son los mayores y los menores los que acaparan la atención de los padres. Una de mis hermanas reemplazó a mi madre en el trabajo de la tienda. Supongo que por eso elegí estudiar algo tan ajeno como Periodismo. Por si alguien se tentaba a designarme contadora o experta en importaciones. Desde siempre tuve aversión a someterme a las reglas de la casa. Imagino a mi pobre madre, una criatura inocente de Beit Jala, en Cisjordania, arrancada de raíz. De su casa. De su familia. De su país. Como una planta. Extirpada del jardín con un solo tirón efectivo de la mano de un jardinero experto. Para ser enviada a otro continente. A un matrimonio con un completo desconocido. Y, por si fuera poco, al fin del mundo.

Ni por un minuto he envidiado a las mujeres árabes. Costó años que mi madre se atreviera a andar por la calle con la cabeza descubierta. Y eso que sabía —a ciencia cierta— que no habría represión alguna en Chile. Al menos no eran religiosos, mis padres. Por fortuna me salté tanto el fanatismo islámico como el católico. Sólo se creía en una presencia superior, no importaba el nombre. Yo estudié en un liceo. Mi educación, como la de todos mis hermanos, fue laica. Quizás por eso me sentí una chilena cualquiera a medida que fui creciendo. Aunque no olvidaba mi origen. Desde muy pequeña le pedía a mi madre que me contara historias de su tierra. Aprendí los nombres de cada lugar y sus geografías. Era la única de mis hermanos que se interesaba seriamente en el tema. Cuando veíamos en los noticieros alguna masacre cometida por los judíos al pueblo palestino, yo me enojaba mucho y decía: ¡nos están haciendo esto a nosotros! Mi hermano mayor respondía: no, Layla, nosotros somos chilenos. Sí, éramos chilenos, pero éramos palestinos también. Me asimilaba al entorno con facilidad, pero desde siempre me prometí conocer esa tierra, la otra tierra mía. No quise saber de telas ni de cocina árabe. Lo único que logró mi madre fue que aprendiera a preparar el humus. Aunque peque de soberbia, me queda delicioso. Mejor que a nadie. (Le echo harto limón, es el secreto de mi tía Danah). Cuando terminé la universidad y era ya una profesional, decidí tomarme un tiempo y concretar mi promesa. Fui la primera de los ocho hermanos en viajar al Medio Oriente. La familia de mi padre ya no se encontraba en Israel, vivían en el Líbano. (Llegaron primeramente a Chatila, un campamento de refugiados. Sharon mató a la mitad de la familia). La de mi madre aún vive en Beit Jala. Dos de mis primos hermanos son militantes de Hamás. Uno de ellos, un dirigente bastante destacado. Entonces aún no llegaban a compartir el poder con Al Fatah. Se hicieron cargo de mí. Gracias a sus contactos, terminé instalándome por un buen tiempo en la Franja de Gaza. En la ciudad misma de Gaza, en la médula del horror. Nunca me interesó el periodismo contingente. Ni reportear ni trabajar en un diario. Lo que me interesa es observar un fenómeno. Descubrirlo. Mover sus velos. Sin la presión de la escritura inmediata. En mi campo, alguien con mis inquietudes trabajaría en periodismo de investigación. Ésa fue la causa oficial de mi presencia en Gaza. Logré introducirme en sus aspectos más desconocidos. Siempre de la mano de alguno de mis primos o sus amigos. Allí empecé a convivir con el dolor. Y a preguntarme, al contrario de lo que se supondría, por el valor del olvido. Es que viviendo en medio de esta familia y de este pueblo, empecé a entender la memoria como una enfermedad. Mi pueblo está enfermo de ella. Palestina. Tierra promesa. Tierra tumba. La buena memoria puede tornarse abusiva. Recordarlo todo es equivalente a tomar un cuchillo cada mañana y rebanarse distintas partes del cuerpo con su filo. Debemos organizar el olvido. Si los dolores personales tienen sus propios derechos y sus propias exigencias, ¡cómo no los dolores históricos! Y a pesar de entenderlo todo, creo que el olvido puede ser una bendición. El resultado final de mis andares y mis reflexiones fue la publicación de un libro: De naranjos y olivos. Me siento muy orgullosa de haberlo escrito. Planté un olivo frente a la casa de mi tía en Beit Jala. Tuve un hijo. Debiera estar en paz. Y, claro, no lo estoy.

Los cuerpos retienen la historia. Al final, tu cuerpo es tu historia porque todo está contenido en él. Sólo diré que si vivir en un territorio ocupado es humillante y dramático e injusto, la vida en Cisjordania llega a parecer el cielo frente a lo que es la vida en Gaza. Si me viera forzada a escoger un solo sentimiento como síntesis de todos los demás, creo que elegiría el miedo. Amaneces con miedo. Te lavas los dientes con miedo. Comes —si encuentras algo para comer— con miedo. Haces el amor con miedo. Te acuestas en la noche con miedo. La pobreza no tiene parangón. Es absoluta, por lo tanto sus consecuencias, la enfermedad, la falta de higiene, la promiscuidad, todo ello está a la orden del día. Y como protagonista principal: el hambre. El HAMBRE, con mayúsculas. O peleas o te mueres. No es que todos tengan sangre revolucionaria en las venas y por eso sean tan combativos, no, es sólo un problema de supervivencia. Para mí, acostumbrada al tipo de orden tan característico de la clase media chilena, fue dificilísimo. El único momento en que lo soportaba era cuando de noche, de forma clandestina, nos juntábamos a tomar una copa de arak, el único alcohol disponible en la zona, una especie de aguardiente seco que quema hasta las vísceras. Lo tomábamos mientras aspirábamos sensualmente aquella pipa de agua, narguile, se llama. Sólo entonces dejaba de sentir el miedo. Pero me di cuenta, al volver, que hasta el concepto de muerte me había cambiado en Gaza: la muerte sólo se convirtió en eso, en la muerte y nada más.

Mi historia previa con el alcohol no era alarmante. En mi casa no se bebía. Yo empecé a hacerlo en carretes juveniles, en fiestas un poco reventadas, como cualquier joven santiaguina, sin mayores consecuencias. Sólo detectaba que cuanto más tomaba, mejor me sentía. Más potente. Más fiera. Más invulnerable. No soy de las borrachas sentimentales, no, por ningún motivo. Y si estamos en ésas, odio el sentimentalismo y todo lo que se le parezca. Odio una enorme cantidad de cosas. Y amo algunas otras. El color negro, por ejemplo. Todo es negro en mí. Mi pelo, azabache. Mis ojos, carbones. También mi ropa. Me rodeo del negro porque tiene fuerza. El violeta profundo también me gusta. Y el blanco, por ser la suma de todos los colores. Pero denme un rosado y escupo. Un celeste, igual. Odios las historias blandas. Que me perdone Simona, pero ¿dejar al hombre de su vida porque ve mucha tele? Si hubiese descrito impulsos perversos, haría un esfuerzo por comprenderla. Si, por último, la golpeara… Mi padre consideraba de toda justicia pegarle a mi madre y a todos nosotros. Un par de veces, en mi adolescencia, tuve que faltar al colegio porque no tenía cómo justificar un ojo morado. ¿Y qué? ¿Era un monstruo mi papá por eso? No, él creía honestamente que así se le enseñaba a la gente y punto.

Un día, estando en Palestina poco antes de volver a Chile, fui a visitar desde Beit Jala a una prima que vive en Belén. Son ciudades vecinas, caminé e hice autostop para llegar allá. Los pueblos están todos bastante cerca unos de otros, la superficie total del país es increíblemente pequeña y no tiene ninguna relación con el tamaño de sus problemas. La casa de mi prima quedaba en una callecita que había sido dividida —cortada, realmente— por el famoso muro que decidió hacer Sharon. Literalmente, el muro pasaba por la mitad de la calle, no es una manera de decir. Es de color gris, construido por largas planchas de cemento, delgadas las planchas pero muy, muy altas. Como si el Muro de Berlín no hubiese caído. Su trazado es irracional y suceden cosas escandalosas en ciertos lugares. Como en Belén, por ejemplo, donde el colegio de mis sobrinos, que estaba a tres pasos de la casa, quedó al otro lado del muro. Vuelvo a Belén. A ese día en que visité a mi prima. Cuando atardecía, decidí mirar el muro desde las afueras de la ciudad. Quería comprobar cuánto podía caminar pegada a él antes de que una casa o una escuela me interrumpieran. Avancé y avancé y no me percaté a tiempo que la tarde se iba y que la luz era a cada instante más tenue. Lo único que tenía en mente eran las palabras exactas que usaría en mi investigación para describir el inaudito recorrido que estaba haciendo. No los vi a tiempo. Eran tres soldados israelíes. Se me acercaron de inmediato interrogándome, con un tono de sospecha inconfundible. Su forma de pararse en la tierra era de una infinita arrogancia. Me hablaron en hebreo y les contesté —en español— que no les entendía. Entre los tres no sumaban sesenta años, eran muy jóvenes, casi imberbes, dos de ellos de ojos y piel muy claras, asquenazíes, y el tercero era más oscuro, probablemente un sefardí. Los tres eran altos, bien alimentados. Sus uniformes, arrugados pero limpios. Usaban cascos y llevaban las armas en posición horizontal, listas para disparar. O al menos, daba esa impresión. Me llamó la atención la agresividad que sentí hacia ellos. Fue mayor al miedo que me produjeron. Cuando vieron que yo no hacía ningún esfuerzo por comunicarme, se pasaron al inglés. Me hicieron diez preguntas en un minuto. Un verdadero bombardeo. Que quién era. Qué hacía allí. De dónde venía. Cuál era mi nacionalidad. Por qué estaba en Israel. Cuándo partía. Respondí a todo de forma bastante coherente. No me creyeron nada. Decidieron que yo debía ser una espía. Miraron mi pasaporte y preguntaron dónde estaba Chile. Se pusieron a hablar entre ellos en hebreo. Parecían ponerse de acuerdo en algo que no les era fácil, pues hubo bastante discusión. Al final, dos de ellos me tomaron, cada uno de un brazo, y el tercero, el moreno, caminó adelante como si los guiara. Me llevaron, con bastante brusquedad, a una caseta militar que quedaba como a un kilómetro de distancia. Seré directa y no pienso adornar el hecho con adjetivos: me violaron. Uno tras otro, una vez, dos veces, tres.

Volví a Gaza, me quedé allí un par de meses. Hablé con mis primos. Les pedí que me aceptaran como un miembro de Hamás. Se negaron. Me faltaba virulencia. ¿Me faltaba, Dios mío? La tenía toda. Pero al fin yo era una mujer. Un estorbo, aunque no me lo dijeron. (Si realmente hubiese sido como ellos, ¿no habría tratado de conseguir los nombres de esos tres soldados para luego ir tras ellos y dispararles a sangre fría, aunque hubiese dejado la vida en el intento?). Vuelve a tu país, escribe y reúne fondos para nosotros. Eso me pidieron. En sus mentes no existían los intermedios. Son como el desierto. Ardiente o helado. Todo blanco o todo negro. Las estaciones como el otoño o la primavera no tienen realidad. Viven inmersos en la rabia cívica. Era imposible unirse a ellos y yo lo sabía. Volví. No me atreví a regresar por Tel Aviv, donde está el aeropuerto. Crucé el puente Allenby cerca de Jerusalén y regresé por Jordania, de ese modo evitaba un nuevo interrogatorio. (La policía del aeropuerto es famosa por su dureza. Son capaces de quitarte hasta el alma si les resultas sospechosa. O enviarte de vuelta. Te revisan como si cada pasajero fuese a volar Israel entero). Cuando por fin me subí al avión supe que estaba rota. Escuché el chasquido: como un arco que se rompe. Volví a Chile segura de haber perdido toda capacidad de asombro. Convencida de que nada en el futuro me sorprendería. De que no habría sosiego final posible. Me vi a mí misma tan tenaz y abandonada como Gary Cooper en A la hora señalada. Creyendo aún en hacer justicia.

Mi método anticonceptivo en ese entonces era la T de cobre. Yo era muy irregular en mis ciclos menstruales y nunca me alarmé por los atrasos, aunque fueran prolongados. Cualquier cambio climático, geográfico o emocional significa de inmediato un desorden. Tampoco se me pasó por la mente que la T de cobre fallara, aunque había leído mil veces que a un porcentaje determinado de mujeres les había sucedido. Llegado el momento, si el destino así lo requiere, nada es invencible. El condón se rompe. Las píldoras fallan. Es un problema de estadísticas. Y cuando aterricé en Chile estaba embarazada de tres meses. Y tenía más de treinta años. No hubo quien me hiciera un aborto, pagara lo que pagara. En Chile todo es serio, incluso la ilegalidad.

Pobrecito mi Ahmed. Nació con ojos verdes y pelo claro. ¡El espectáculo de mi familia! Nunca respondí a la pregunta de quién era su padre. En casa, me rogaron que les dijera y tantas veces como lo hicieron me negué. Conocí en el Líbano a un tío abuelo mío. Un viejo combatiente. Un hombre oscuro cuyas arrugas profundas sujetaban su cara y su expresión. Llevaba en la cabeza un turbante albo que no hacía más que señalar y resaltar los años que había pasado al sol. Con él conversé largo de la guerra de los Seis Días, de los campos de refugiados. Me enseñó muchas cosas. Cuando me habló de una estadía suya en un hospital de campamento en Chatila —a propósito de una fea herida infectada en el estómago— palpó mi reacción y me dijo, muy serio: Pity? We can’t afford it. Ahmed no sería un objeto de piedad de nadie. No podemos permitírnoslo. (Hablábamos en inglés porque no teníamos otra lengua en la que comunicarnos. No nací hablando inglés como Simona. Nadie lo hablaba a mi alrededor y en el liceo apenas. Cuando decidí partir a Israel tuve que tomar clases intensivas. Con enorme esfuerzo. Lo absurdo es estudiar una lengua extranjera para comunicarme con mi propia familia, para quienes el inglés también es extranjero). Mi papá me pidió que me fuera de la casa. Él no se sentía capaz de criar a un bastardo. Yo ya estaba en edad de haberme ido. Era natural que viviera por mi cuenta. El problema era el dinero. Le pedí quedarme solo hasta terminar de escribir el libro. Presionado por el resto de la familia, accedió. Vendí mi libro y lo vendí bien. Con ello me sostuve un tiempo. Y me fui. Ahmed y yo solos en un pequeño departamento en la avenida Perú. Cerca de la casa familiar para que mis hermanas me ayudaran a cuidarlo. A veces me sentaba a su lado de noche, cuando él dormía, y lo observaba. Ese colorido suyo. Esa mancha. Mientras lo hacía, tomaba un vaso de pisco con Coca-Cola. Y pensaba. Podía faltar de todo en mi casa menos eso. Es tan barato, además. Los piscos malos valen menos que un kilo de fruta de comienzos de estación. A poco andar, la Coca-Cola me resultó superflua. Pasaba el torbellino mental de mis noches sólo con el pisco. Cuando exageraba, tomándome seis vasos en vez de tres, volvía a sentir esa sensación épica de que yo era una guerrera. De que nadie podía pasarme a llevar. De que mi fuerza era imbatible. De que yo era un temerario fedayín. Siempre ocurría igual: mis múltiples yo empezaban su pelea. Una competencia feroz para tantear cuál terminaría emergiendo. Mi yo más racional los miraba obstaculizarse unos a otros para ganar mi voluntad. El yo del apetito, el de la adicción, se sentaba a esperar. Sabía que al final ganaría. A una cierta distancia lo observaba y al final le dedicaba una sonrisa. Y me iba a acostar con la sensación de que ni un tanque israelí me atemorizaría. Entonces, antes de dormirme, por unos pocos minutos, me sentía una mujer contenta.

En aquel tiempo me ganaba la vida dando clases en la universidad, en la escuela de Periodismo. Periodismo de investigación. Me pagaban una miseria, como a todos los profesores. Las universidades tradicionales consideran que tú les debieras pagar a ellas por enseñar en sus aulas. Las privadas pagan algo mejor pero no las conocía. No tenía acceso a ellas. Y a veces prefería la pobreza a enfrentarme con niñas y niños medio estúpidos a quienes les gusta el periodismo porque creen que los lleva pá a la tele. Mi estrechez procuraba ser digna. En general me quejo muy poco, ¡cómo iba a hacerlo luego de conocer la verdadera pobreza de la tierra natal de mis padres! Y cada noche envolvía con mis ojos el pequeño cuerpo de mi hijo. Tan angosto y frágil. Lo cubría de silencio. Logré que nadie supiera que proviene de las entrañas mismas del enemigo. El problema es que yo lo sé.

Cuando entré a la universidad, vi que el mundo era más grande de lo que yo sospechaba. Un par de compañeras mías pertenecían al círculo del barrio alto. A través de ellas, que eran buenas personas, atisbé ese raro universo de los ricos. Catalina, la más cercana, se declaraba de izquierdas. Era una activista convencida. Para mí no era más que una socialdemócrata y nunca la tomé muy en serio. ¡Cómo iba a hacerlo! Veraneaba en el fundo de su papá. Viajaban todos los años en familia. A los veinte le regalaron un auto y era la única del curso con auto propio (hacíamos todas nuestras salidas en él). Usaba ropa de marca comprada por su mamá. Y era tan rubia. En fin. Asistíamos a cuanto evento nos invitaban. No nos perdíamos carrete. Hacíamos todas las reuniones en su casa. Sin saber cómo, pasamos a ser inseparables. Era una mujer generosa, capaz de cualquier cosa por verme contenta. Conseguirme una entrada para algún recital. Presentarme a todos sus amigos por si alguno me gustaba. Invitarme a pasar vacaciones a su campo. Además, era cariñosa. ¡Tan confiada en la vida! Nunca cerraba su cartera. Saludaba a todo el mundo con un beso. Todos eran sus amigos. Divertida Catalina. Juntas parecíamos una caricatura, ¡ella tan rubia y yo tan morena! Compartíamos ropa y largas horas de estudio. Hoy trabaja en la televisión y le va muy bien. Le gustaba ir a mi casa. Celebraba la comida árabe. Y más que nada, la tienda. Su pasión era pasar por allí y comprarse alguna tela bonita. Mi mamá tiene una costurera, decía. Tener una costurera. Me parecía insólita como frase. Un par de veces la acompañé a buscar algo donde alguna tía y a alguna fiesta de una prima. Así fui conociendo esa parte de la sociedad. Si no perteneces a ella, no hay forma de vislumbrarla. A la hora de la comida sus padres conversaban conmigo. Se interesaban por mi gente y siempre terminábamos hablando del conflicto del Medio Oriente. Era gente culta. Acostumbrada a eso, a Catalina le encantaba el caos que significaban las comidas en mi casa. Ocho bestias se quitaban entre ellas las bandejas de las manos. Jamás se conversaba porque el ruido de fondo era siempre un constante griterío. Ni hablar de la voz de mi mamá, era inexistente. Catalina tenía un hermano, Rodrigo. Sucedió lo obvio: me enamoré de él. Todas nos hemos enamorado en algún momento del hermano de la mejor amiga. Era un par de años mayor que nosotras. Estudiaba Derecho. Parecía, por mucho, ser el más formal de la familia. Al comienzo de la carrera, cuando Catalina y yo empezamos a hacernos amigas, él nos miraba en menos. Nos llamaba mocosas. Sin embargo, a medida que avanzó el tiempo, su mirada fue cambiando. Tuvimos un romance. Me sorprendió que fuera tan secreto. Pero no me detuve a analizarlo. Lo escondido nos aportaba más entusiasmo todavía. Y debo reconocer que me enamoré en serio. Daba mi vida por ese hombre. En medio de la fogosidad, me enteré por Catalina que su hermano había comenzado una relación. Con alguna niña de su mundo. Cuando lo enfrenté, me dijo, muy serio: debo casarme algún día, Layla. Y sabes que contigo no podría casarme nunca. Cuando le pregunté por qué, la crueldad apareció tan inesperada: una cosa es el romance y la calentura, otra es el matrimonio, ¡no puedo casarme con la hija de un árabe con tienda en Independencia!

Éste es uno de los países más clasistas y racistas del mundo. ¿Qué pasó en Chile para producir tales niveles? Se puede entender en sociedades con monarquías. En Gran Bretaña, por ejemplo. Pero no entre nosotros, que ni siquiera tuvimos aristocracia propiamente dicha. Que no fuimos virreinato. Tampoco quedaron suficientes indígenas después de la conquista, como en Perú o México, que justifiquen el miedo a ser arrasados. Los mapuche ni siquiera llegaron a cruzar el río Bío Bío. Entonces ¿qué pasó? En un chileno no hay mirada inocente. Sus ojos se dirigen hacia el sujeto al frente suyo y, antes de atajarlos, ya lo ha calibrado. Juzgado. Encasillado. Todo ha sucedido a una velocidad inmanejable. Inconsciente, además. Probablemente él no sabe que lo hace. Pero las categorías son tan profundas, tan enraizadas, que no puede dejar de hacerlo. Y ya, los ojos se detuvieron. La apariencia le ha dado los datos requeridos. Ahora, el habla. Diez palabras, veinte. No hacen falta más. Al chileno le bastan ojos y oídos para saber al tiro todo lo que necesita saber. Y establecer las diferencias.

El amor a los niños es una extraña cualidad de la que carezco. No es inherente a todo ser humano o a las mujeres. Es como la fe, se te dio o no se te dio. No puedes inventarla a pura voluntad. A propósito de eso, hace un par de años escuché una historia que me ha quedado dando vueltas en la mente. Terminé llevándosela a Natasha. Se trata de una mujer polaca llamada Irena Sendler. Nació en 1910 en las afueras de Varsovia. Trabajaba como administradora en algún Departamento de Bienestar cuando Hitler ocupó Polonia. Al encerrar los nazis a medio millón de judíos en el gueto, prohibieron la entrada de alimentos y de servicios médicos, aunque les preocupaban las enfermedades contagiosas. Por esa razón pidieron a Irena Sendler que controlara los brotes de tuberculosis dentro del gueto. Esta responsabilidad le significó poder entrar y salir de ahí sin ninguna restricción. Aprovechó este «privilegio» para salvar niños. Fue hablando con los padres, uno a uno. Les pidió que le entregaran a sus guaguas para poder ella sacarlas de allí. No fue fácil convencerlos. Irena dudaba de que alguna sobreviviera. Pero los padres se agarraban de distintas ilusiones para no separarse de sus hijos. Casi todos terminaron cediendo. No sólo por la posibilidad del exterminio. Por el hambre y la enfermedad. Así, poco a poco, fue llevándose un niño por día. Los escondía en su mochila o entre trapos debajo de su capa. Entrenó a un perro para que ladrara cada vez que un alemán se acercaba a ella. Así, los nazis escuchaban al perro y no algún posible llanto de niño. Se subía a la parte de atrás de la ambulancia que la conducía a diario, con su perro y su carga clandestina, y atravesaba los muros del gueto. Fue colocando a cada niño en diferentes casas de familias cristianas que se hicieron cargo de ellos. Pero no deseaba que el día de mañana perdieran su verdadera identidad. Anotó cada nombre judío con su nuevo nombre al lado. Enrolló estos papeles dentro de un frasco de vidrio. Lo enterró bajo un manzano en el patio de su casa. Un día la Gestapo la detuvo. Fue brutalmente torturada. Le rompieron a palos los pies y las piernas. La golpearon con mazos de madera por todo el cuerpo. Fue declarada culpable y programaron su ejecución. Ella logró huir, sobornando a un guardia. Se escondió y vivió en la clandestinidad hasta el final de la guerra. Ya en libertad, lo primero que hizo fue acudir al manzano de su casa. Desenterró el frasco con los nombres. Casi todos los padres habían sido asesinados. En su vejez en un hogar de ancianos, una fugitiva cuidó de ella. Una mujer judía a quien ella había sacado del gueto a los seis meses de edad. Adentro de una caja de herramientas, con su perro al lado. Murió hace muy poco. Me enteré de esta historia porque la postularon el año 2007 para el Nobel de la Paz. Su contendiente fue Al Gore, quien lo ganó. Da lo mismo los premios: Irena Sendler dio su vida por miles de niños a los que ni siquiera conocía. Niños judíos. ¿Y si la abuela de Ahmed fue uno de ellos? Supongo que a eso se le puede llamar amor. Yo soy incapaz de sentirlo.

Trataré de seguir una línea cronológica, al menos a partir del nacimiento de mi hijo. Por supuesto, mi deterioro no fue inmediato. Al principio intenté actuar como toda madre normal. Lo cuidaba, lo nutría, lo estimulaba. Pero besarlo o abrazarlo eran actos antinaturales para mí. Sólo de noche me embargaba el amor por él. Sólo si había bebido al menos cinco tragos. Y, por el amor de Dios, yo quería quererlo. Durante el día trabajaba. Me ganaba la vida. Andaba por la ciudad. Pero cuando caía la oscuridad en la salita de mi departamento, ya en las horas de descanso, miraba el vaso de pisco que esperaba en la mesa y antes de tocarlo me preguntaba: ¿a qué te apegas tanto? Me interrogaba a mí misma. Las respuestas que me daba nunca eran satisfactorias. Entonces tomaba —de un trago— el contenido entero del vaso de pisco, y mandaba todas las preguntas al carajo. Mi única certeza era que la realidad se había convertido en una región helada e infeliz donde yo no quería habitar.

La primera vez que se me fue la mano con la cantidad de alcohol y no llegué a trabajar al día siguiente, inventé cualquier excusa y no pasó nada. La tercera vez me miraron mal en la universidad y juré que no volvería a ocurrir. Pero ocurrió. Y al semestre siguiente no me renovaron el contrato. Ése fue el primer golpe fuerte: la cesantía. Hubo advertencias que desoí. Los alcohólicos lo desoyen todo. Hay un trecho entre el momento en que empiezas a tomar regularmente y el momento de la caída. A veces, ese trecho es largo, larguísimo. Conozco a personas que han logrado afianzarse en él por mucho tiempo. Existe un elemento que no ayuda a recuperarse: la negación. Los alcohólicos siempre niegan serlo, no hay conciencia de la enfermedad. Por lo tanto, en la mayoría de los casos, alguien debe abrirles los ojos. El problema es: ¿quién? Los requisitos para hacerlo son dos: uno, tener muchos cojones; dos, querer mucho al otro/otra que ha empezado el declive. En la facultad tenía un grupo de amigas, tres o cuatro periodistas que daban clases como yo. Compartíamos una infinidad de cosas. Trabajo, profesión, visión de mundo. Cuando comenzaron mis incumplimientos, ellas lo advirtieron, claro. Estuvieron muy atentas al proceso, porque yo les importaba. Querían detenerme pero no sabían cómo. Al final llegó a mi puerta la más valiente de todas. Se llama Apolonia, como la de El Padrino. Era muy cercana a mí pero aun así tuvo que hacer de tripas corazón para enfrentarme. Me dijo, lisa y llanamente, que yo estaba enferma. Que aparentemente no me daba cuenta. Me dijo la verdad. Lo que estaban pensando sobre mí en mi trabajo. La inquietud de cada una de mis amigas. Me habló de Ahmed. De mis mentiras. Me ofreció toda la ayuda posible. Me tomó hora donde un siquiatra experto en el tema. (Por supuesto, no asistí). Dado el tipo de carácter mío —fuerte y cerrado—, sé que para ella fue muy difícil hacerlo. Sólo significaba de su parte un gran acto de amor. Fue la primera persona que me mencionó la palabra alcoholismo. Negué todo. Seguí pintando frente a ella una película distinta a la realidad. Fingí una felicidad que no sentía. Hablé de una vida constituida que no tenía. Aunque no se lo dije, me enfurecí con ella. Y cada vez que en una hora de almuerzo o alguna reunión social tomaba un poco más de la cuenta, las emprendía contra ella a sus espaldas, burlándome de su intento. La perdí. Como dijo ella más tarde: los alcohólicos no paran de mentir, mi amistad con Layla es una pérdida de tiempo.

Golpeé todas las puertas. La cesantía me enloquecía. Lo único que encontré fue una revista publicitaria donde escribir huevadas. Al menos me pagaban lo suficiente para el arriendo. Dicha sea la verdad, era baratísimo. Pero igual no me alcanzaba para vivir. Empecé a pedir plata prestada. A mi familia primero. A mis amigos después. Al principio la pagaba puntualmente. Luego fui relajándome, se me olvidaba nomás. Me resultaba imposible responsabilizarme. Empecé a mentir mucho, sin darme cuenta. Ahmed vivía gracias a mi familia. Siete hermanos son una bendición. Siempre hubo alguien dispuesto a cuidarlo. Mis hermanas menores solían llevarlo a la casa familiar y allí le daban de comer. Por supuesto, la familia se dio cuenta de que algo no andaba. Recuerdo la primera vez que no llegué a buscar a mi hijo, como solía hacerlo, a las seis de la tarde. Se me olvidó. Había estado en un bar con un par de compañeros de la universidad. Me los encontré en la calle y nos fuimos de copas. La hora se pasó sin enterarme. Cuando por fin decidí partir a buscarlo, mis compañeros pidieron más trago. Pagaban ellos. Me quedé. Volví a mi casa de madrugada y olvidé por completo a Ahmed. Cuando al día siguiente —bastante avanzada la hora porque dormí como se duerme luego de una buena borrachera— llegué a casa de mis padres, me esperaba mi hermano mayor. ¿Saben lo que hizo? ¡Me pegó! Me pegó una buena cachetada. Yo era una vergüenza para la familia, me dijo. Que habían decidido quitarme a Ahmed. Que yo no era apta para criarlo. Prometí empezar de nuevo. ¡Como si alguna vez se pudiera recomenzar! Muy humillada, decidí dejar de tomar. Ese tiempo fue una pesadilla. Me hacía trampas. Me juraba proposiciones que no cumplía. Escondía botellas. Todo lo que las películas dicen de los alcohólicos es cierto. El problema era cómo enfrentar mi maternidad en la sobriedad. O mejor dicho, cómo aceptar que había sido violada por tres soldados en guerra con mi país de origen. Y que el producto de aquella acción era un hijo. Sin alcohol, la película corría y corría sin parar. Las imágenes repitiéndose. Imposible un delete. El dolor físico, la rabia, la humillación. Todo interminable, al infinito. Y los ojitos verdes de mi pobre niño, mi triste niño, recordándome el horror. ¿Por qué no lo di en adopción? Sencillamente no se me ocurrió a tiempo, convencida de mi capacidad para lidiar con lo que fuera. Y ya más tarde la familia lo hubiese impedido. Estaban todos enamorados de él, ilegítimo y todo. Hasta mi padre empezó a quererlo, a pesar de sí mismo. A mí no me dirigía la palabra, sin embargo mis hermanas me contaban cómo poco a poco el niño lo empezaba a conquistar.

Pero se toca fondo. Casi siempre se toca fondo. Vivía el momento en el que trataba de no tomar aunque no siempre me resultaba. A veces la voluntad cuenta poco. Cada cierto tiempo me echaba algo de alcohol al cuerpo y me sentía radiante. Me creía inteligente —gran error, los borrachos son siempre tontos— y olvidaba mis problemas con Ahmed. En esos instantes fantaseaba con escribir otro libro. Pensaba en el fenómeno chino como tema. Estaba segura de que algún benefactor caería del cielo para proponérmelo. En ese ánimo, partí donde mi hermano mayor y le pedí plata para una rehabilitación. No dudó en entregármela. Muy contento llamó a mis hermanas —las que aún vivían en la casa paterna— y les pidió que organizaran una estadía más larga de Ahmed allí. Me despedí de él y partí. Con plata para muchas botellas de whisky en el bolsillo. El whisky es lo mejor. Una adicción organizada, nada de cabos sueltos. Cuando me pidieron las señas del lugar donde me rehabilitaría, no se las di. Aduje mi derecho a la privacidad. Los pobres estaban tan nerviosos y cansados con mi situación que ni siquiera insistieron, aterrados de que yo pudiera arrepentirme. Compré muchas, muchas botellas de whisky. Podría haberme hecho con varios Chivas Regal, por la cantidad de dinero que tenía. Al fin me decidí por el Johnnie Walker etiqueta roja, así me cundiría más. Hice la compra en distintos supermercados y almacenes. Iba con un bolso de mano para disimular mi mercancía. Recuerdo uno de esos viajes. Viajaba en la micro y me senté al lado de la ventana. Miraba hacia fuera. El cielo estaba turbio, del color de la miseria. Entonces me fijé en mi compañera de asiento, una mujer parecida a mí. Era de mi edad. Leía un libro. Tenía el pelo castaño recogido en una cola de caballo. Vestía unos jeans azules con botas negras y un polerón gris, impreso en él el logo de la Universidad de Chile. Muy concentrada. De vez en cuando se echaba para atrás un mechón de pelo que le tapaba la vista. Miraba un rato a través de mí por la ventana. Luego sacaba un lápiz a pasta de la cartera y subrayaba un párrafo. En algún momento se toparon nuestras miradas y ella me sonrió. Era una sonrisa inocente, transparente como el agua. Aún tengo clavada en mi mente esa sonrisa. La transformé en un símbolo de mi gran mentira. Ella me sonrió como diciéndome: aquí vamos las dos. Hermanadas en edad, en aspecto. Ambas empeñosas, ambas inteligentes. Ambas jóvenes que deseamos por sobre todo hacer de nuestras vidas algo significativo. Y yo, al frente de ella, escondiendo las botellas de Johnnie Walker en un maletín plástico sobre el piso del bus. Y preparándome para que el alcohol circulara y quemara hasta llegar al fondo de mi estómago. Triste lugar aquél, el fondo de mi estómago. Fue esa sonrisa —más que ninguno de los sermones y reprimendas que me han dado— la que me dijo: eres simplemente una buena estafadora, nada más que eso.

Me encerré en mi departamento. Había recuperado previamente las llaves que manejaba una de mis hermanas. Quise asegurarme. Se les podía ocurrir ir a buscar algo del niño. O hacer un poco de aseo. Mis hermanas son así, abiertas y generosas. Y guardaban esas llaves por si a mí «me pasaba algo». Bueno, se las quité. Me acercaba a un momento que no requería testigos: el momento de acariciar mi herida. Con toda probabilidad, continuaría en mí para toda la vida. Pero necesitaba acariciarla entonces, mientras estaba abierta y sangraba. Y así lo hice, sin clemencia.

Me encontraron a los cinco días al borde de la muerte. Por haberles quitado la llave, mis hermanos forzaron la puerta. Porque el vecino de abajo sintió ruidos raros. Tocó el timbre de mi casa varias veces y, a pesar de la falta de respuesta, siguió escuchando ruidos. Supongo que cada vez que vomitaba en el baño o cada vez que me caía. Llamó a mi arrendataria y ella a casa de mis padres. Se supone que debería estar agradecida del maldito vecino. Sin embargo, no lo estoy. Me llevaron a Urgencias. Pasado el peligro me trasladaron a otra clínica, una siquiátrica. Allí estuve internada un buen tiempo. Hasta que desapareció la adicción. Mal digo: la adicción no desaparece. Sólo dejé de tomar. Siempre que debíamos hacer el ejercicio de imaginarnos algo amable, acudía a la misma imagen: los naranjos y los olivos. Volvamos allá, a esa tierra tan abatida pero que siempre, siempre tiene una naranja y un poco de aceite de oliva para ofrecerte.

Cuando ya pude pararme en mis dos pies, volví a la casa paterna. Mi departamento había sido entregado. Mis pocas posesiones languidecían en una de las bodegas de la tienda de mi papá. Empecé una vida nueva. Árida, difícil, sin colores. Con Ahmed a mi lado, pobrecito, el niño triste. Al principio me rechazaba, como si hubiera olvidado completamente mi existencia. Sólo aceptaba los brazos de mis hermanas. Poco a poco se concentró en mí. Tendida en la cama, lo miraba durante horas. Hasta me encontré agradeciendo su destino. De que hubiera nacido en Chile. Pensaba que todo dependía del lugar que te vio nacer. Es arbitrario. Espacios enteros de la tierra no han escuchado una sola explosión en más de cincuenta años. Y otros las han acaparado todas. Mi amiga Catalina, por ejemplo —la rubia de la que les hablé—, no conoce el sonido de una bala en el aire. Tampoco su padre ni su abuelo (¿dónde estarían para el golpe de Estado?, ¿en la playa?). Cuando vi la película Vals con Bashir pensé que ese cineasta israelí, el mismo hombre que vio con sus ojos a los muertos de Sabra y Chatila, tenía un padre y una madre supervivientes de Auschwitz. El hijo del cineasta puede contar lo que su vio su padre y lo que vio su abuelo. Lleva el dolor en el ADN. Así podría haber nacido mi Ahmed. Retomo aquellos días posteriores a la clínica siquiátrica. Mi padre, suavizado por los acontecimientos, ofreció hospedarme. Financiarme hasta que yo lo considerara necesario. Incluso, aconsejado por una de mis tías, me ofreció una terapia. No de desintoxicación, me dijo, parco de palabras, sino una que te ayude. ¿Que me ayude a qué?, le pregunté. Que te ayude, me repitió, tímidamente. No me apetecía una terapia. Nunca me convenció la idea de pagar por un espacio de intimidad. ¿No es eso lo que hacen los hombres con el sexo? No digo que Natasha cumpla las labores de una puta. Pero pagar para que te escuchen. Pagar para que te quieran. Pagar para que se pongan de tu parte. No, no me gustaba la idea. Cedí porque no tenía alternativa. Sólo por eso. Cuando entré por primera vez a la consulta, Natasha se dio cuenta. Un hueso duro de roer, pensaría.

Ya ha pasado un buen tiempo. Estoy de vuelta en la universidad. Recuperé mi antiguo trabajo luego de una larga conversación con mis empleadores. Trato de ser la mejor de las profesoras para que me crean. Para reparar las barbaridades antiguas. Y me siento bien ahí. Es mi lugar. No sirvo para escribir frivolidades en un pasquín. Menos aún para la tele o la radio. Lo mío es la palabra escrita. Además, doy clases en la tarde en una universidad privada. Ni siquiera son clases, dirijo trabajos de tesis. Me pagan decentemente. Decidí que no quiero ser tan pobre. Necesito ganar más dinero. También lo necesita mi autoestima. De sobra sé que publicaré ese libro sobre China. Ya empecé a escribirlo. Tomo notas y leo mucho. Ya vendrá el momento de viajar. Aún vivo en casa de mi padre. Ya sé que es un poco bochornoso para alguien de mi edad. Pero con la crisis se han visto cosas peores. En el fondo, nadie quiere que me vaya. No por mí, por supuesto. Por Ahmed. Es como un hijo múltiple: hijo de mi padre, de mis hermanas chicas, de mis hermanos grandes, es hijo de todo el mundo. Y lo disfruta. A mi vez, es un enorme alivio saberlo tan bien cuidado. Estudia en un colegio público y se pasa tardes enteras en la tienda con mi papá. Juega a ayudarlo con la huincha de medir y con los rollos de tela. Se le ve saludable y hermoso. Aunque sus ojos ríen poco. Pienso en él como un ser humano al margen de mí. Medito sobre su futuro. Incluso me he abierto a entender algo sobre los judíos. Hago esfuerzos, de verdad los hago. Pienso que la literatura puede ayudarme más que otra disciplina. Entonces los leo. Le he tomado el gusto a Amos Oz y a A. B. Yehoshúa. A David Grossman. Todo por Ahmed.

Creo que he llegado a entender algo sobre el trauma. Sobre mi trauma. Al emborracharme, al herirme a mí misma, sentía cómo —al margen de mi voluntad o iniciativa— me poseía algo irrevocable. El trauma se repetía a sí mismo, como si ni el destino ni yo pudiéramos dejarlo tranquilo. O, más bien, como si escuchara de lejos una llamada irresistible a la que no podía negarme, infligiéndome otra vez más la experiencia del dolor. A pesar de mí misma. No sé si me entienden: sencillamente no podía dejar atrás la violación y sus consecuencias. Sólo el alcohol permitía una salida al grito interno de mi herida, un grito que yo no distinguía con nitidez. Siempre repetía el daño sobre el cuerpo. A pesar de que el alcohol dañaba la mente —el desgarro del tiempo, de una misma, del mundo— el dolor recaía sobre el cuerpo. Siempre el cuerpo. Como en aquella caseta de vigilancia cerca de Belén. Lo sorprendente es que cuando empecé a tomar, yo no sabía que era ese fantasma precisamente el que volvía a rondarme. Cuando dejé Belén y partí a Gaza, creí que había salido indemne. Como esas personas que sufren un accidente. Se levantan solas del suelo. Funcionan. Declaran a la policía. Vuelven a sus casas, se acuestan en su cama por sus propios medios. Y a la semana entran en shock. Después de los hechos no dejé de pensar: qué fuerte soy. Es admirable cómo me repongo de la violencia. Me felicito de cómo tres soldados despiadados no lograron destruirme. Mi shock fue la llegada a Chile. Al enterarme del embarazo. Lo que entonces me golpeó no fue sólo la realidad del acto de violencia en sí mismo sino la forma en que yo desconocí esa realidad. Fui violada por segunda vez cuando miré ese test de embarazo. Es impresionante cómo tarde o temprano llega el impacto. No importa cuánto se ha demorado. Pensé ingenuamente que había logrado escapar del mal, sólo para encontrármelo de frente en forma avasalladora. No sé qué fue peor: vivirlo en su momento o revivirlo más tarde. Nunca más fui la misma. A partir de ese segundo exacto, se rompió el relato que yo hacía de mí misma. Se partían y se separaban las conexiones entre mi pasado, mi presente y lo que estaba por venir. No tenía otra forma de gritar una realidad. De representarla. No era mi voz la que me llevaba al pasado. No. Yo no la modulaba. No quería volver a oírla. Era la voz de mi hijo. Testigo invisible y permanente recordatorio del trauma. La voz de la herida, de mi herida. Natasha me dijo que sólo relatándola podía tomar control sobre esta historia. Eso es lo que hago hoy. Para recuperarse, todo sobreviviente necesita ser capaz de hacerse cargo de sus recuerdos. Y para eso necesita a los otros. Hoy yo las cargo a ustedes como testigos. La carga es pesada. Estoy agotada.