Cada una con sus obsesiones. La mía es la siguiente: estoy hasta las huevas de ser testigo de cómo las mujeres lo ceden todo por mantener a su hombre al lado. Los hombres no son más que un objeto simbólico y, créanme, se puede vivir sin tal emblema. Estoy de acuerdo en que un símbolo ha llegado a serlo por razones primigenias, de representación, y se puede insistir en su metáfora o alegoría. Sin embargo, me niego a ser cómplice. Me angustia presenciar cómo las mujeres se desangran para no estar solas. ¿Quién inventó que la soledad de pareja es una tragedia?
Primero me presentaré. Me llamo Simona: mi mamá era una devota de San Simón, no sueñen ni por un instante que tuvo un rapto de lucidez luego de leer El segundo sexo. Tengo sesenta y un años, estudié Sociología en la Universidad Católica, soy una persona de izquierdas y he pasado más de la mitad de mi vida luchando por la igualdad de derechos de la mujer, por el respeto a su diversidad. Participé de los primeros grupos que se juntaron en este país para discutir y analizar y escribir y publicar sobre el tema. Se podría decir que ése fue el verdadero nacimiento del Women’s Lib en Chile, aunque alguna historiadora me lo discuta. Antes hubo movimientos de mujeres que fueron lentamente construyendo una voluntad determinada, pero nosotras fuimos las primeras en enfrentar y estudiar la teoría de género como tal. Fuimos casi unas descastadas, así nos miraban cuando introdujimos la palabra feminismo en nuestro entorno. Qué palabra fea se ha vuelto, satanizada, mal usada, manida, sobada. Se trata de algo tan básico y simple: jugarse por una vida más humana, donde cada mujer tenga el mismo espacio y los mismos derechos que un hombre. Simple, ¡qué digo!, romper un diseño milenario, cambiar las reglas del poder… ¡Una tarea titánica! No alcanzamos a salir a la calle con los sostenes en una mano y las tijeras en la otra, no fuimos tan vociferantes porque llegamos —en un país pobre como el que entonces éramos— atrasadas a la fiesta, el mundo aún no se globalizaba y nosotras aprendimos de las norteamericanas y de las europeas cuando ellas ya habían avanzado varias etapas en su propia lucha. Leímos a Betty Friedan cuando La mística de la feminidad era un libro manoseado y subrayado mil veces en los otros continentes. Llegamos tarde y por entonces ya vivíamos en dictadura. No necesito explicar, supongo, cómo puede ser el machismo en una dictadura militar. Cuando veo a un papá joven con la guagua en brazos, dándole su comida en un parque en horas de oficina, sonrío y me dan ganas de preguntarle a su mujer al oído: dime, afortunada, ¿sabes tú por qué puedes asistir a una reunión mientras tu marido se hace cargo del niño? Pues, gracias a cada mujer que peleó antes de ti, a tu madre que fue apaleada un 8 de marzo en la calle por la policía de la dictadura, a tu abuela que apoyó a las sufragistas, a las obreras norteamericanas que se negaron a trabajar de pie en una fábrica, a Simone de Beauvoir, a Doris Lessing, a Marylin French, en fin, gracias a miles y miles.
En inglés, idioma que utilizo frecuentemente para pensar y trabajar, la palabra historia se puede diferenciar entre la personal y la colectiva: para hablar de la historia chica, dicen story; para hablar de la grande, usan la palabra history. En español story también se puede traducir como cuento. Éste es el cuento de mi vida. Nací en una familia acomodada, grande y entretenida, y mi infancia fue todo lo que los personajes de Dickens habrían envidiado. Existen las infancias felices, felicísimas, y así fue la mía. Esto me convirtió en una persona más o menos confiada en el mundo y en mí misma. Sentía —sin sentirlo— que éramos los dueños del universo; del país, al menos. Mis antepasados habían intervenido en la formación de esta república y eso se transmitía de generación a generación. Creíamos fervientemente en el servicio público. Escuché hablar de política desde mi más tierna infancia y alguna vez acompañé a mi madre a alguna marcha o cierre de campaña. Desde siempre, en la mesa, a la hora de la comida, se conversaba y todos podían emitir opiniones. Esto me convirtió en una persona relativamente curiosa e informada. Y mi familia tenía la virtud de serlo, siempre que no se llegara al tema de la religión. Allí se perdía toda cordura y racionalidad y se decían verdaderas imbecilidades. Of course, estudiábamos en un colegio católico —y norteamericano, allí empezó mi hábito del inglés— y durante doce años tomé cada mañana el trolley, me gustaba su ritmo y que tuviera suspensores, un paisaje bonito de la infancia de mi generación. En el colegio éramos lo que se podría tildar de «beatas». Todas unas beatas. No hacíamos más que rezar, ir a misa, celebrarlo todo, el mes de María, la Cuaresma, en fin… Ayunábamos mucho y comulgábamos casi todos los días. Esto me quitó inteligencia, de eso estoy segura. Vivíamos saturadas de escrúpulos morales inútiles. Todas queríamos ser monjas con tal de satisfacer a ese Dios tan hambriento y exigente. La Biblia me llamaba la atención, sentía a Yahvé muy malo, ¿cómo iba a ser Dios alguien así de castigador y de egoísta? Ya en el Nuevo Testamento la figura de Cristo me aplacó los miedos que irradiaba su Padre y me confortaba el alma, linda figura aquélla. Las reglas eran infinitas. El mundo no existía fuera de nuestro entorno. Y nuestro entorno era encantador. Ninguna anteojera logra impedir que mis recuerdos sean soleados. Hacerme olvidar lo cálidas que eran las rutinas. Lo sólido de esas cocinas grandes. Las nanas maravillosas que nos contaban cuentos (y nos manducaban de lo lindo). La protección que emanaba de la sola voz de mi padre. Sin embargo, lo ignoraba todo del mundo real. (Lo que me lleva a preguntarme: mis hijas, que nada ignoran, ¿serán más felices?). Nunca conocí a alguien de mi edad que estudiara en un colegio público, no es sólo que no tuviera amigas de un liceo, no, es que apenas sabía de la existencia de la educación pública. Todas las referencias y actividades tenían que ver con lo que nos rodeaba a nosotras. Lo inaudito era que había mundos ahí, cerquita, a mi lado, en la misma ciudad, paralelos al mío, que respiraban el mismo aire y sin embargo yo no sabía, no los veía. Los signos exteriores se respetaban muchísimo, como si cada padre le hubiese dicho a cada hijo: no te perteneces a ti solo, no lo olvides. El vestuario y el lenguaje eran buenos ejemplos. Siempre, siempre íbamos bien vestidas. Entonces las mujeres no solían llevar pantalón, usábamos medias transparentes que se enganchaban a las pinzas de un calzón —una especie de faja, nada sexy— y luego llegaron, para nuestro alivio, las panties. Nunca he podido, de adulta, usar las medias transparentes, como si ellas fueran culpables de la ñoñería y de la falta de imaginación. Nos vestían de viejas a los quince años, con vestidos de seda o shantung y polleras ajustadas, llenas de pinzas, con trajes de dos piezas de tweed, con tacón alto, zapatos reina y pelos escarmenados. Cuando veo a mis hijas ponerse dos trapos y despeinarse para ir a una fiesta, me pregunto por qué nací en un tiempo tan equivocado (nunca sé bien cuándo andan con pijama o cuándo están vestidas, se ven iguales). Yo tuve mis primeros jeans cuando estudiaba el segundo año de universidad. No volveré a contar cómo era Chile entonces: éramos un país pobre donde incluso algunos de los más ricos vivían con sencillez. Y el lenguaje: maldito y bendito a la vez, el que nunca descansa, el que desenmascara todo, el que te sitúa en un espacio de mundo, el que te da identidad. También el que te hace mostrar la hilacha. Como en todo lo demás, nuestra forma de hablar era rígida, muy rígida. Mirando hacia atrás, comprendo que nuestro vocabulario terminaba por ser pobre, eran demasiadas las palabras omitidas por causar sospecha de alguna índole y nos dejaban cosas sin nombrar. Por ejemplo: la palabra ambo entraba en la categoría de lo no decible, pero el día que necesitabas hablar de un traje de hombre que definiera que la chaqueta era distinta al pantalón pero que combinaban, no tenías palabra. Recuerdo la primera vez que un novio mío la usó delante de mí, yo ya llevaba años alejada de mi background y de sus prejuicios; sin embargo, recuerdo haberme helado. Yo venía saliendo de la cama con él, ¿había tenido ese nivel de intimidad con una persona que hablaba de los ambos? (Cuando le pedí, amablemente, que no volviera a decirla, me dio una lección sobre la pobreza del léxico de mi franja social, sobre nuestra incultura y bla, bla, bla, ¡qué huevón con tan poco sentido del humor!). Los garabatos no existían. A veces oí alguno en boca de mis hermanos, peleando entre ellos, pero jamás delante de nuestros padres. Tampoco en el colegio, era un colegio de niñas, impensable. Ni mi padre ni mi madre dijeron nunca algo inconveniente frente a nosotros, e igual el resto de la familia extendida. Me faltó la tía excéntrica que todo el mundo tiene, suelta de lengua y cagada en la leche. Entonces, cuando entré a la universidad y empecé a oír los garabatos, tuve que tragar saliva veinte veces y morderme la lengua para que nadie se diera cuenta del horror que me causaban. Cuando una compañera mía se refirió al pene como «el pico» casi me desmayé. Jamás pensé que aquélla llegaría a ser, algún día, una de las palabras preferidas de mi lenguaje cotidiano. (Cara de pico, el día del pico, me importa un pico, etcétera, me encanta… ¡Es perfecta para apuntar a lo que dice!). Una anécdota para cerrar este tema: un día iba yo con mi madre por la calle Providencia, andábamos de shopping y ella manejaba su camioneta Volvo. Para ese entonces yo cursaba tercer año de Sociología, por lo tanto tendría unos veinte años. De repente, un taxista nos chocó por detrás, provocándonos un feroz susto con el ruido de las latas y la frenada que se pegó mi mamá. Yo fui lanzada hacia delante, me golpeé en la frente con la guantera, y en ese momento —vivía ya la esquizofrenia de ser una persona en casa y otra en la universidad— grité ¡chuchas! No me van a creer: mi madre, en medio del choque, en vez de bajarse a pelear con el taxista y a mirar el daño, se inclinó sobre mi asiento, abrió la puerta lateral, la mía, y me dijo muy seria: bájese. Nada que tuviera relación con el sexo o con las necesidades del cuerpo tenía nombre. Tampoco, of course, los diferentes aparatos genitales. Éramos tan impecables.
Bueno, volviendo al inicio, fui feliz de chica, de adolescente lo pasé muy, muy bien, estudiaba mucho pero siempre había espacio para las fiestas, las amigas, los pololeos. Yo era bastante guapa y atrevida. Elegí a los hombres que quise, era bien enamoradiza. La vida social se realizaba primordialmente en las casas y sólo salíamos a bailar a un par de discotecas que aceptaban los padres: Las Brujas —que echaron abajo hace poco, allí en el barrio de La Reina, para la pena grande de mi generación— y Lo Curro, arriba de la ciudad, cerca de la cordillera. Lo importante es que sólo llegabas allí si un hombre te invitaba, ni por asomo habría ido una mujer sola, habría resultado tan desubicado como presentarse en pelotas en la plaza de Armas. A las que no tenían éxito con el sexo opuesto, no las invitaban y se quedaban sin ir a estos lugares. Y él, el caballero galante, pagaba todo, ni por broma nosotras habríamos abierto una billetera. En las fiestas particulares, en casa de amigas, se llevaba que los hombres te sacaran a bailar. Y las que tenían éxito, daban los bailes por número —casi como el carné de baile decimonónico— y recuerdo mi arrogancia cuando daba hasta el número diez. ¡Pensar que había un pobre huevón que contaba los bailes uno por uno para llegar hasta el décimo y poder bailar conmigo! Qué horror. Y las feas… planchaban, ése era el verbo: así le llamábamos al hecho de quedarte sentada porque nadie te sacaba a bailar. El sexo no jugaba ningún rol: la castidad era la protagonista número uno de nuestra vida social. Los bailes eran reglamentados: tantos centímetros de distancia entre él y tú. Nada de juntar las mejillas, eso lo llamaban cheek to cheek y sólo lo hacían los pololos o las «frescas», apodo usado para cualquier mujer que se saliera un centímetro de tal convención. Ser fresca era lo peor que te podía pasar, nadie se casaba con las frescas. En los pololeos sólo se tomaba la mano y a un cierto tiempo venían los besos. ¿Qué hacíamos con la calentura? Me lo pregunto… El concepto no existía. Cuando ya éramos un poco más grandes, antes de salir del colegio, los besos se hicieron más apasionados y había que sujetar las manos del otro para evitar la tentación. Sabíamos —de alguna forma u otra— que los hombres hacían de las suyas pero con mujeres que no eran como nosotras. Y eso se aceptaba: ¡tenían derecho a desahogarse! Ni que hablar de la virginidad: no sólo era el estado natural con que todos —además de ti misma— contaban, no se nos habría pasado por la mente no llegar al matrimonio intactas. La virginidad era tan importante que logró amarrarse a sí misma con músculos y nervios para que resultara casi imposible liberarla. Quiero volver, antes, al lenguaje. ¿Es éste una mortaja, una camisa de fuerza? ¡Cómo nos coercionaba, cómo nos amordazaba! Aún hoy, con todos los años que han pasado, me sorprendo siendo víctima de mis prejuicios. ¿Alguien cree que una se libra de la educación que recibió? Una no se libra, se rebela, pero nunca llega a ser del todo independiente.
Cuando entré a la universidad la vida cambió por completo. Me encontré con un mundo donde no todos eran iguales, descubrí que había gente distinta en mi país, ¡qué sorpresa! Entré a estudiar Sociología con la esperanza de entender un poco del mundo; quedé más confusa que nunca. Vivíamos el fin de los sesenta, los últimos años de Frei Montalva, la polarización en Chile y en el mundo entero. Era difícil mantenerse de derechas en ese ambiente. Todo lo que valía la pena estaba al otro lado, desde los curas revolucionarios, el Che, Cohn-Bendit, Miguel Ángel Solar y la toma de la Católica (los de la Universidad de Chile, que siempre nos miraron en menos, no resisten hasta hoy la idea de que los alumnos de la Católica se hayan tomado la universidad antes que ellos). Por alguna razón que entonces no comprendía, todo lo relacionado con el arte odiaba a la derecha. Los escritores y poetas, los músicos y actores, los pintores y los cineastas, todos eran de izquierdas. La libertad sexual también parecía ser propiedad de ellos. En buenas cuentas, todo lo entretenido y valioso pasaba por la vereda del frente. Con toda esta avalancha de dudas y quiebres, desaparecieron muchas ideas y llegaron otras. La más vilipendiada en el proceso fue mi fe. Sencillamente desapareció. Como diría Updike: The Holy Ghost… who the hell is that? Some pigeon, that’s all… Cambié la religión por la política. Entré a militar en la izquierda. La mía es una historia muy trillada. Niña-bien-rebelde-abandona-clase-social-para-hacer-la-revolución. ¡Soy de manual! Y aquí estoy, cuarenta años después, viendo cómo he vivido de molde en molde, sólo cambiando su contenido. No quiero extenderme más de lo necesario: soy, para usar el lenguaje de mi profesión, de las que pasaron de la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad. Difícil transición aquélla y creo que la hicimos con bastante éxito, no nos mantuvimos, gracias a Dios, en la adolescencia; es un ámbito en el cual aprendimos, casi siempre a golpes, a crecer.
Me enamoré de un compañero de carrera que estudiaba unos años más arriba que yo y que hacía una ayudantía a mi curso. Se llamaba Juan José y fue mi primer gran amor. Tardé mucho en formalizar cualquier tipo de relación con él porque era tan rico esto de andar con varios hombres a la vez luego de la rigidez de mi vida anterior. Descubrí, entre manifestaciones callejeras y pintura de muros, que el sexo era fantástico y no quería perdérmelo. Si yo me hubiese casado a la salida del colegio —con algún futuro empresario o político, era lo que me correspondía— y permaneciera casada con él hasta el día de hoy, como muchas de mis compañeras de colegio —casi todas, a decir verdad—, en rigor, habría conocido un solo cuerpo masculino en mi vida.
La decisión la tomaron las circunstancias por nosotros: Juan José, el Juanjo, como le decía, se ganó una beca para hacer un magíster en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. Tuvimos que casarnos. No se te ocurra empezar con ondas liberales, Simona, o te dejarán sin visa, los gringos son muy fregados. En eso quedó cualquier balbuceo mío en contra del matrimonio. Tengo buenos recuerdos de ese tiempo. Bendije cada día la existencia de la píldora —la anticonceptiva, especifico— porque con la exigua beca de la que vivíamos, un embarazo mío habría resultado muy inadecuado. Conozco casos de mujeres que fueron incapaces de vivir la maravillosa despreocupación y oportunidad de formación que significa una beca del marido y que los obligaron a embarazarlas para resolver sus propias carencias y miedos, sin la más mínima consideración por el que debe estudiar y concentrarse en ello. O sea, no perdí ni por un minuto de vista que Juanjo hacía un enorme esfuerzo y que yo era libre de usar y gozar mi propio tiempo. Me pareció un regalo y elegí tomar algunos cursos en el Departamento de Inglés, sólo para descubrir que odiaba la lingüística y la fonética y que lo único que me gustaba era leer; el placer de la lectura estuvo a punto de serme arrebatado por culpa del exceso de análisis, al fin y al cabo eso es lo que hacen en una universidad con los libros, los analizan… Entonces dejé el curso, aproveché los apuntes y la magnífica biblioteca para dedicarme, a conciencia, a leer durante meses tendida en el único sofá de nuestro departamento. Chile se venía abajo mientras yo coqueteaba con el apuesto Mr. Darcy o abría las puertas de la mansión de Brideshead. Las familias se partieron por la mitad, los unos se odiaron con los otros, se profundizó la Reforma Agraria, se perdieron las tierras, en fin…, todo el proceso que nos condujo a la muerte de Salvador Allende, habiendo sido la primera nación del mundo en llevar el socialismo al poder democráticamente. El desenlace ya lo sabemos todas, preferiría hoy no detenerme ahí, hay dolores que nos perseguirán, tenaces, hasta nuestros últimos días.
Ya en dictadura, volvimos a Duke; esta vez Juan José iría por el doctorado y yo había recién parido a mi primera hija, Lucía. Ni siquiera pude darme el lujo, como en años anteriores, de rechazar la lingüística: sólo veía pañales, mamaderas, puré de acelgas y zanahorias y horas y horas adentro de la casa, despachada por el frío norteamericano y con el corazón cada día más duro. De repente sentí que se abría una grieta en la tierra. Volví a Chile con mi hija y hasta ahí llegó mi matrimonio.
Habría de emparejarme aún un par de veces hasta encontrar a Octavio, el amor de mi vida. Fucking Octavio. Ambos somos Leo, con eso les digo todo. Fuego puro a lado y lado. Pocas veces he conocido una pareja más pasional que nosotros. Nos adorábamos, nos odiábamos, peleábamos como dos napolitanos de los barrios bajos, tirábamos de lo lindo, viajábamos, conversábamos, leíamos los mismos libros, lo pasábamos infinitamente bien. Quise embarazarme de él, sólo por la cantidad de amor que sentía, y lo logré, aunque sin demasiado entusiasmo de su parte. Entonces nació mi segunda hija, Florencia. Mi santa madre se hacía cargo de ellas cuando era necesario y así nosotros lográbamos seguir con los viajes y nuestro ritmo loco. Estuve poco más de veinte años con él. ¿Por qué puede fracasar una relación a nuestra edad luego de veinte años? Suena imposible. Pues… así fue. Y la razón: Octavio era mal genio y un adicto a la tele. O al fútbol. O a las dos cosas. Como el aparato al que veneraba, tenía una tecla en su cerebro que decía On/Off y cuando el On se encendía, que Dios nos pille confesadas.
Of course, es culpa mía. Nadie me forzó a ser su mujer. Y lo supe desde el principio. Llevábamos unos tres meses saliendo juntos cuando me invitó a España, él debía trabajar un par de días y luego nos tomaríamos una semana para recorrer el sur. Partí con él, sabiendo que un viaje descubre cosas que en la vida diaria de la ciudad puedes bien esconder y consideré el viaje —en ese sentido— ilustrativo. Arrendamos un auto y, puebleando, llegamos a Sevilla. Tras instalarnos en el hotel salimos a caminar y nos encontramos con un letrero avisando que cantaba Joan Manuel Serrat en la Maestranza, la plaza de toros de la ciudad. Me emocioné muchísimo (estábamos en dictadura, Serrat no podía pisar Chile) y quedamos en asistir esa noche al recital, pasara lo que pasara. Comimos temprano y nos fuimos a descansar un rato al hotel antes de partir. Octavio se tendió en la cama y prendió la televisión. Jugaba en ese momento el Manchester United y él se enfrascó en el partido. A los quince minutos le pedí que se levantara, que debíamos partir a la Maestranza. Me respondió con un escueto «espérate». Me senté en la cama. A cada dos minutos yo miraba el reloj. Octavio, vamos a llegar tarde. No, no te preocupes, si ya vamos. Cuando se hacía imprescindible partir, me puse delante de la pantalla y le dije, con voz firme: tenemos que irnos. Entonces vi por vez primera su cambio de expresión: enrojeció, se le enturbiaron los ojos y la boca se desfiguró en una mueca muy fea. Me pegó un grito: ¡no me tapes la pantalla! Octavio nunca me había gritado, me quedé mirándolo, incrédula, inmóvil, como hipnotizada. Repitió, con un tono amenazador: no me tapes la pantalla. Cuando reaccioné, dejé al tiro la pieza y me encaminé al recital, sola. La tecla se había puesto en On. Y mientras caminaba, desconcertada, triste y enojada, pensé: ¿es éste mi nuevo galán? El hombre con el que yo había viajado desapareció. Supe que debía tomar el próximo avión y volver a Chile. No sólo me había tratado mal, tampoco cumplía sus compromisos. Esas dos cosas bastaban para terminar el romance. Hoy es Serrat, mañana será quizás qué cosa, ya sé suficiente de él para no quedarme. Llegó en el intermedio al recital, como si nada hubiera pasado. Y yo no tomé el avión de vuelta. (Durante nuestra relación, muchas veces le comenté lo loca que había sido yo al no tomar el maldito avión ese día y su respuesta era invariable: ¿te imaginas lo que te hubieras perdido?, ¿quién en el mundo te habría amado más que yo?, ¿con quién podrías haber sido más feliz? Y lo dramático es que, puesto así, él tenía razón). La pregunta del millón: ¿por qué me enamoré de un hombre indolente? Porque la indolencia no era permanente, no aparecía todos los días, sólo cuando se encendía la famosa tecla. Y para hacerlo aún peor, era un fanático de la comida: nunca oí tantas reglas de cómo debían ser y hacerse las cosas en ese rubro. Con él, las cosas nunca se hacían bien. En mi casa natal se consideraba de mala educación hablar de comida. Loca yo, desde allí pegué tal salto que terminé viviendo con alguien que no tenía otro tema. A mí me encanta comer, pero como cualquier cosa. (Debo reconocer que en otros ámbitos Octavio era adorable, pero la comida sí es un tema cotidiano, quizás como ningún otro, por lo que resultaba difícil soslayarlo). Una anécdota: estaba al final del embarazo de Florencia y se jugaba en esos días la Copa Libertadores. Tendido arriba de la cama, Octavio miraba el partido, totalmente enajenado. Yo a su lado trataba de dormir la siesta, aunque sabía que no lo iba a lograr por el sonido de la tele. Me levanté a la cocina a buscar algo para comer y cuando iba por el pasillo sentí como una puntada y un frío raro entre las piernas, seguido por un chorro de agua. Cuando me di cuenta de lo que pasaba, pegué un grito: ¡Octavio, se me rompió la bolsa de agua! No hubo respuesta. Obvio, no me oyó. Caminé difícilmente hasta el dormitorio, mojando todo en el camino. Volví a gritarle: ¡se me rompió la bolsa de agua! Entonces me miró, no pudo eludir el espectáculo que era yo, enorme, con las piernas abiertas, chorreando. ¿Creen que se levantó de inmediato y buscó las llaves del auto para partir a la clínica? No. Me dijo: espérate un poco, ya va a terminar el primer tiempo. Recuerdo que, en mi impotencia profunda, le quité el control remoto de las manos y lo tiré contra la pared, lo que al menos logró asombrarlo, y lo hice tiras. Quedó para siempre la huella en el muro y, quince años más tarde, la miraba cuando estaba enojada y me decía a mí misma: sorry, baby, pero ¿qué mierdas haces todavía al lado de él?
Cuando era chica, tuve un perro en quien deposité todo mi amor. Se llamaba Copito. Copito comía conmigo, salía conmigo, dormía conmigo, no nos separábamos. Entonces —como buena católica— decidí un día que Copito tenía que hacer la primera comunión, como la había recién hecho yo. Organicé toda una ceremonia, invité a algunos de nuestros primos, a todas las nanas, a mis hermanos y a nuestros padres. Hice santitos como los que me habían hecho a mí. Recorté cartulinas, dibujé en ellas ángeles y pesebres y por detrás puse una frase del Evangelio, el nombre de Copito y la fecha. Todo iba viento en popa. El día anterior a la ceremonia me vio de lejos uno de mis hermanos en el jardín… ¡pegándole a Copito! (Es él quien suele contar esta historia, no yo). Se acercó alarmado a averiguar qué había sucedido. Es que no quiere rezar el padrenuestro, le dije, furiosa, ¡llevo horas enseñándole y no lo quiere rezar!
Ni puños ni gritos: la gente no cambia. Hay que aprender eso desde el primer día y no gastar años, penas y fatigas tratando de lograrlo. Y si Dios creó algo de flexibilidad en el mundo, se la acapararon las mujeres. Ellos se quedaron sin nada. Nunca cambian. Sólo con Prozac, si logras que lo tomen. A propósito del Prozac, un tema de género importante es el de los medicamentos. Los hombres sienten que son muy viriles por «superar los problemas solos». Solos significa sin remedios ni terapias. Consideran una gran aventura de la masculinidad enfrentarse a sus problemas sin la química. ¿De dónde vendrá tamaña estupidez? He escuchado a hombres relatar lo orgullosos que se sintieron por salir de una depresión solos, por su cuenta. ¿Cómo no entienden que la química puede ser la salvación, que una pastilla al día, una estúpida y pequeña pastillita, puede descorrer los velos negros que tapan el sol? Por cierto, Octavio consideraba que todo lo relacionado con la terapia y los sicotrópicos era un horror.
Cuando abandoné a Octavio, no hubo nadie que no me dijera que yo era una tonta, una loca. Sucedió así: estaba yo deprimida, en terapia con Natasha y tomando los medicamentos del caso. Él entendía bastante poco de lo que me ocurría. Para él, conectarse con las emociones es un ejercicio prescindible. Trataba de apoyarme pero como no entendía nada, su apoyo resultaba irrelevante. Creía que debía «sacarme de la depresión» inventando formas de diversión para mí. Decidió que nos fuéramos a China, que el viaje me haría mejorarme. No captaba el sacrificio que era para mí salir de la cama… Arrendé una casa en la playa para pasar una temporada ajena a cualquier presión con el compromiso de que él me visitaría los fines de semana. El primer viernes en la noche llegó, encantador, con un lindo canasto lleno de cosas ricas que a mí me gustan especialmente: paté, queso brie, pan campesino, vino tinto. Me dijo cuánta falta le había hecho, lo vacío que estaba todo sin mí. Comimos en la cocina, muy cerca uno del otro, y esa «nada-adolorida» de mis días deprimidos pareció alivianarse. Al subir al dormitorio, miró a su alrededor y muy desconcertado preguntó: ¿y dónde está la tele? No hay tele en la casa, le contesté. ¡Pero cómo has arrendado una casa sin tele! Bueno, me defendí, en mi condición es un alivio. Entonces subió la voz: ¡pero si esta noche transmiten el partido del Barça con el Real Madrid!, me vine temprano de Santiago para poder verlo aquí. Lo siento, le contesté un poco asustada por no haberle avisado, pero podemos llamar a las niñitas para que te lo graben. Se encendió la tecla y a gritos me acusó de egoísta, de no pensar en él y de maltratarlo. La deprimida soy yo, Octavio, apenas puedo hacerme cargo de mis propias necesidades. Me miró, rojo, furioso, hecho un energúmeno, tomó las llaves del auto y partió. Por la escalera gritó: ¡no vuelvo más a esta casa! Lo miré irse y pensé en lo aterrador que era ser testigo de cómo un hombre lúcido e inteligente se transformaba en un idiota, todo en un segundo. Mi depresión era un detalle al lado del partido del Barcelona. Me sentí como aquel tonto de Steinbeck que, a falta de otras pieles, acariciaba ratones, con el dedo adentro del bolsillo. Efectivamente, no volvió. Por teléfono le recordé mi condición y mi estado de fragilidad y le pedí que viniera a verme. Pues no lo hizo. La ira se había desbordado. Cuando volví a Santiago, dos semanas después, lo dejé. Me dije a mí misma: nunca más seré el recipiente para la basura de mi marido. Otro ser humano, porque vive contigo, porque contrajo una alianza determinada llamada matrimonio, cree que puede usarte para derramar en ti cada uno de sus desperdicios, ya sean sus rabias, sus fallas, sus frustraciones, sus miedos, sus inseguridades. Esto no es originalidad mía, lo leí una vez en una novela. La protagonista se nombraba a sí misma «el basurero de su marido» —por cierto, la había escrito una mujer— y entonces me cayó la teja: eso es lo que somos o hemos sido casi todas. La que no, levante la mano para aplaudirla.
Todos a mi alrededor, con la mejor de las intenciones, me recordaban lo felices que habíamos sido, cuánto nos habíamos querido, lo bien que lo pasábamos. Era todo cierto. Pero algo muy profundo en mí se había dañado. Si hubiese vuelto a presenciar una pataleta de Octavio, me habría deshecho, convirtiéndome en pedazos de mí misma. O sencillamente lo habría matado. Además, estaba convencida de que iba a terminar idiotizado, ¿cuántas horas de tele resiste un cerebro? Y sabía, con toda certeza, que el precio para mantener la vida con él era la concesión. Qué de peligros encierra esta palabra. ¿Hasta dónde conceder sin vulnerar seriamente la identidad, sin perderse definitivamente el respeto? Imaginaba el futuro. ¿Cuántas más veces se pondría en On la tecla de su cerebro? Como feminista convencida, me espantaba comprobar cómo decaía mi autoestima. Si esto me pasa a mí, me decía, ¿qué les pasa a las otras? La contradicción me hacía mal, sentía que mi vida y yo éramos un bluff. Al conocerlo, le regalé, escrita con una caligrafía convincente, una cita de Shelley que me lo escenificaba: «Tú Maravilla, y tú Belleza, y tú Terror». Cuando la maravilla y la belleza se empequeñecieron, le envié la cita de Shelley, veinte años después, subrayada la última palabra.
Me quedé sola. Tenía en ese momento cincuenta y siete años. Descartaba tener otra pareja. El mercado es cruel, como decía nuestro presidente Aylwin, y los hombres que emocional e intelectualmente podrían estar con una mujer de cincuenta y siete eligen a la de treinta y siete. Y si es que… No me apetecía —visceralmente hablando— volver a mirar la vida de a dos. Ya había tenido lo que tenía que tener. Y cuando me quedé sola empecé a sentir un enorme alivio. Nunca más el fútbol en la pantalla. Nunca más un hombre con el control remoto, tendido en la cama, con ojos de enajenado. Nunca más el sonido perenne de la tele prendida. Nunca más ponerme tapones en los oídos para quedarme dormida. Nunca más partir con mi libro a buscar un lugar donde leer porque en mi pieza no se podía. Nunca más competir con el Colo Colo para obtener un ratito de atención. Nunca más: «Simona, compra tú el vino para la noche porque estoy ocupado, recién empieza el primer tiempo». «Por Dios, Simona, está jugando la U, ¿cómo es posible que no hagas callar a las niñitas?». «Escucha, Simona, puedes descolgar el teléfono, no va a pasar nada mientras veo el partido». «¿A esto le llamas hogar? Con el refrigerador vacío… ¡Cómo es posible que un hombre no encuentre la más mínima comprensión en su propia casa!». «Apaga esa luz, Simona, por favor, no se puede ver la tele con la luz del techo prendida, anda a leer a otra parte».
Ya no debía hacerme cargo de otra mente, de otro cuerpo, de otras ambiciones, de otras domesticidades, en fin, de otros dolores. Me sentí definitivamente más liviana. Natasha fue de una enorme importancia para apoyar esta osadía mía. Cuando pienso en mujeres casadas, me pregunto: ¿cuántas de ellas están donde quieren estar? A veces salía a caminar por mi barrio en Santiago, miraba las casas y los departamentos, los movimientos cotidianos detrás de las cortinas, y me preguntaba: ¿cuántas de ellas no desean estar en otro lugar? Mi debate interno era: o me entrego al cinismo o abandono a Octavio. Lo del cinismo es una herramienta a la que muchos acuden, más aún con los años. Nos decimos que ya somos adultos, no debemos pensar en el amor como algo integral, una mancha no ensucia todo el mantel, y si la mancha es horrible, ¿qué tal si ponemos sobre ella un florero y punto? ¡Es tan malditamente fácil! El cinismo se instala tras cada espalda como una pequeña serpiente, tentando, tentando. Pero a pesar de las tentaciones, el cinismo no me sedujo. Estoy en el lugar que elegí. Las mujeres estamos poco acostumbradas a E-LE-GIR, entrampadas en nuestras dependencias, desde las económicas hasta las afectivas. Sin embargo, es mucho lo que perdí. Porque haciendo el ejercicio que Octavio siempre me pedía, el de poner lo bueno y lo malo de nuestra relación en una balanza, lo bueno era muy bueno, por eso me quedé tantos años con él. A veces pienso: mierda, ¿qué pasó con nuestra intimidad?… Éramos tan, tan íntimos. Nunca logré estar con él en un mismo lugar sin percibir su presencia, había tanta fuerza y goce dentro de mí que nunca pude dejar de verla… Y si me levantaba a buscar un vaso de agua, interrumpía su lectura del diario sólo para tocarlo, así, levemente, para decirle siempre que lo advertía, que agradecía a la vida que estuviese ahí. Siempre lo tocaba. Nunca dejé que se acostumbrara a nuestra cercanía, la apreciaba cada día. Y su nobleza para amarme…, nunca conocí una igual. Nunca fue avaro con su amor, nunca lo midió, nunca lo calculó. Me amaba entera y abiertamente y jamás cerró una puerta, ni en los peores momentos. Jamás dejó de abrir gentilmente su cama si yo quería entrar en ella. Jamás admitió que yo me sintiera insegura de su amor, ni por un solo segundo. Era una relación tan honda, podía desaparecer bajo ella, esconderme, protegerme del mundo entero. Menos de él. Mil veces le rogué que se tratara la indolencia, la adicción o como quisiera llamarla, su mal carácter, que iba a terminar quebrando esta cosa tan única que poseíamos, le rogué y le rogué, porque sabía que tarde o temprano esa misma indolencia y ese mismo mal genio me despediría. No me hizo caso. Fue mucho lo que perdí. Ya lo dijo Shakespeare: Love is merely a madness.
Mis amigas, especialmente las que viven de forma más o menos convencional, me contaban de lo patéticas que resultaban las mujeres solas. Que en las fiestas de matrimonio siempre les tocaba alguna en la mesa y que siempre las pobres estaban a la expectativa, mostrando con su solo gesto lo maldita de su condición. Que se reunían para hacer listas de los que se iban separando o de los que enviudaban para lanzarse al ataque. Que sólo se juntaban entre ellas, tratando de que la soltera de al lado le cumpliera el rol de marido en el sentido de ir al cine, de conocer un nuevo restaurante, de pasar la tarde de un sábado, cosas así. ¿Por qué no pueden ir solas al cine, me pregunto? No hay nada mejor que ver una película en silencio. No soy nadie para juzgarlas, pero me duelo por ellas, por lo injusto que resulta que vivan en la permanente sensación de ser unas desalojadas. Cuando me contaban del horror de no tener pareja, mi mente se oponía pensando: a la mierda el objeto simbólico, viviré por fin como me dé la gana. Más angustia aún me producía —y me produce— la forma en que, para conseguir a un hombre, bajan los estándares. A medida que cumplen años, descienden las expectativas y se conforman con hombres que en su juventud no habrían mirado dos veces. Las exigencias pasan a ser nulas. Se acaba la paridad. Si de verdad sintiera que tiene elección, ¿lo habría elegido? Y así, veo a mujeres espléndidas con verdaderos tarados, todos muy contentos. Una de mis hermanas está casada con un empresario importante y se la pasa asistiendo a «deberes sociales» que le pertenecen a él. Yo, como la loner que soy, anticipo su noche cuando la miro arreglarse frente al espejo, pienso en las conversaciones formales y obligatorias que le esperan, en la comida que se servirá tarde, en las horas de small talk que deberá llenar, en cómo va a aparentar interés por su compañero de mesa —que a ella le da exactamente lo mismo—, en cuántos tragos deberá tomar para resistir el aburrimiento, en cuántos comentarios inteligentes deberá expresar para que no crean que su marido se casó con una idiota, en cómo le dolerán los pies a la vuelta con esos tacones, en la languidez con que recordará su cama cuando la mujer de al lado le esté contando alguna peripecia de sus hijos. Entonces me digo: ¡abolir la cantidad de obligaciones sociales-maritales! Ya cada ser humano tiene bastante con las suyas, pero ¿además tomar las de la pareja como propias? Acompañar a otro es a veces bonito. Ven, acompáñame, estoy solo. La acción de ir hacia aquel otro por sí mismo tiene sentido. Yo, sujeto primero, acompaño a sujeto segundo y el verbo acompañar se cierra hermosamente. Pero cuando la acción se alarga a terceros: ve, acompáñame a acompañar a otros… No. Eso no. Una pareja se compone de dos personas autónomas, ¡no es una amalgama única, por Dios! Creo que cada ser humano nace con una porción determinada de capacidad para aburrirse. A algunos, qué duda cabe, les tocaron porciones más grandes que a otros. Pero pienso que debemos estar atentas al momento en que la nuestra se va acabando, tenemos el deber de verlo a tiempo. Si no te das cuenta, puedes colapsar de formas bastante fatales. ¡Ojo! ¿Ya viviste tu pedazo de aburrimiento entero? Entonces, retírate, corta, termina. No te hagas daño.
Convencida de que el exceso de optimismo es de mal gusto, traté de relativizar las cosas. Me dije: ya, Simona, puedes mirar el camino con las luces cortas o las largas: elige. Un detalle importante es que Lucía, mi hija mayor, ya se había casado y Florencia estaba en Inglaterra haciendo un posgrado. O sea, el rol de madre no jugaba un papel central. Ya no perseguía con el pensamiento la verdad sino la imaginación. Tenía la certeza de haber pasado los tiempos de la verdad pura, ya no creo en ella ni la necesito. Sin embargo, el hambre por la imaginación crece y crece, se agiganta con cada día nuevo en el que vuelvo a abrir los ojos. Qué extraño me suena lo que les estoy diciendo, nunca pensé que la verdad y la imaginación pudieran llegar a ser opuestas. No sé si lo pienso realmente. A veces, como Lewis Carroll, quisiera saber de qué color es una vela cuando está apagada. Puse en venta mi casa de Santiago y mientras los corredores de propiedades la mostraban, yo recorría en mi auto la costa chilena. Pero necesitaba un pueblo, como aquéllos en Europa o Estados Unidos, donde hubiese vida, gente y servicios durante el invierno. Existen tantos pequeños pueblos en los otros continentes a los que iría con los ojos cerrados. En Chile nos faltan, toda la belleza nuestra se esconde en lugares salvajes, los más hermosos del mundo, pero salvajes igual. Es difícil dejar la capital y elegir dónde vivir gregariamente en este país. (Además, el lugar debía ser bonito, muy bonito, para que me tentara, un lugar mediocre me habría espantado. Como buena hija de mi madre y nieta de mi abuela. Eso, eso no se quita nunca). Llevaba ya un par de años contando con el privilegio de trabajar desde mi casa, la organización para la que investigo ni siquiera tiene oficina en Chile, por lo tanto mi vida laboral puede ejercerse desde cualquier lugar. Con ir a Santiago una vez al mes para chequear datos y buscar un par de cosas en la biblioteca me basta. Necesitaba un inmenso horizonte, necesitaba el mar. Y el minimalismo. Hacer la carga más liviana. Supongo que esa línea simple y eterna que da el horizonte al océano me marcaba un camino. Una acumula muchas cosas en cincuenta y siete años, desde muebles hasta relaciones. Desde conocidos que pasan por amigos hasta adornos en las mesas. Decidí despojarme. Como si fuera una liturgia, me corté el pelo y me lo decoloré para no teñírmelo nunca más. Luego cité a todas mis amigas y empecé a regalar las mil cosas que no necesitaba. Desde un collar a un florero. Aparté lo que llevaría a mi nueva vida y me fascinó medir lo poco que era. ¿Han pensado en todos los objetos innecesarios de los que una se rodea? Por ejemplo, las pulseras. A mí me fascinan las pulseras y cada vez que veo una bonita me la compro. Pero resulta que no las uso, me incomodan, no se pueden pasar muchas horas frente a un computador con unos círculos de plata o de madera haciendo ting-ting contra la mesa o el mouse. La ropa de casa, la ropa blanca, como le dicen, aunque ya sea casi imposible encontrarla blanca del todo: mi mamá me enseñó que hay que tener tres juegos de sábanas y tres de toallas, uno en uso, otro en el lavado y el tercero, limpio, en el clóset Me compré un par de cubreplumones y basta. ¿Agitarme haciendo camas como a la antigua? No. Luego, mi ropa. Esos zapatos que te pones una vez al año para una comida elegante: yo nunca más asistiría a una comida así. La vida social tiene fecha de expiración, como los yogures. Por lo tanto, los zapatos, los vestidos y accesorios ad hoc fueron a parar a manos de un par de mis amigas que no se pierden un solo matrimonio. Aparté algunos pañuelos y chales, de seda, de cachemira o de alpaca, no porque fueran finos sino porque me gusta sentirlos contra el cuerpo. Un par de túnicas para el verano. Y así, frente a mi fascinación, la materia a mi alrededor adelgazó sustancialmente. Me compré un departamento en la playa más linda de Chile. No quería una casa, ya no estaba para esos trotes. Decidí que, además de la chimenea, merecía calefacción central, seguridad, conserje las veinticuatro horas, alguien que me ayudara a subir los paquetes del supermercado y, más que nada, no hacerme nunca más cargo de un desperfecto, o sea, prescindir de los abominables gasfíteres o electricistas. Nunca más un cuidador ni un jardinero. Llené mi terraza con plantas y hago allí mi propia jardinería, acotada. Tengo unos ventanales inmensos, nada interrumpe la visión del mar, adiós a los barrotes de seguridad. El departamento tiene dos dormitorios con sus respectivos baños más una sala pequeña donde instalar mi escritorio. Hijas y amigos tienen dónde dormir y los espacios son amables y contenidos: todo es fácil allí. Debo hablar de un personaje clave: Bungalow Bill. Mis hijas, cuando me fui a la playa, decidieron que podría sentirme sola y me regalaron un perro. No un perrito, no, un perro que creció y hoy es enorme y ocupa más espacio en la casa que yo. Es un labrador blanco crema, del color de la mantequilla que hacen en los campos. Al principio no le di mucha importancia y reclamaba por la esclavitud que significaba sacarlo a pasear todos los días y enseñarle buenas maneras. Pero sucedió lo predecible: me sedujo y hoy soy su más rendida admiradora. Entre la oscuridad de sus ojos a veces se asoman pedazos de tristeza, hey, Bungalow Bill, what did you kill, Bungalow Bill, nadie en esta tierra me ama tanto como él, bueno, es un perro, patético, sí. Como se ha criado en un departamento y sólo conmigo, es un animal muy educado. Sé que los labradores en general son revoltosos además de juguetones, pero Bungalow Bill decidió, sabiamente, acomodarse a la realidad que le tocó y a veces pasan largas horas en que yo no me entero de su vida ni él de la mía. Cuando quiero quedarme en cama porque me da lata levantarme y estoy leyendo alguna novela que no quiero soltar, llamo a la Angélica, una chiquilla del pueblo que tiene su celular siempre encendido, y le pido a ella que me reemplace y organice sus correteos. El segundo regalo de mis hijas fue enseñarme a usar un iPod, me grabaron toda mi música y ni siquiera tuve que trasladar los CD (ni las antiguas casetes ni los vinilos). Cuando salgo a caminar con Bungalow Bill llevo mi iPod con sus audífonos enanos y mientras él corre yo me vuelo con el ritmo de Vicentico o de Brahms. Ha sido un enorme aporte a mi vida este aparatito, es bueno tener gente joven alrededor para no perderse las cosas nuevas. ¿Quién iba a decirlo? Me compré una televisión plasma de grandes dimensiones y abrí una casilla donde recibo todos los caprichos que me tientan en Amazon, libros, discos, películas. Sobre las series de televisión, no tengo dudas de que juegan el papel que las novelas tuvieron en el siglo XIX. Me imagino a Balzac entregando su capítulo semanal, igual que el guionista de Mad Men el suyo, mientras los televidentes esperan con la misma avidez que los lectores entonces. Es la forma actual de vivir la fantasía de otras vidas, de irse a lugares lejanos y de ponerse en el papel de otro. En buenas cuentas, es la nueva forma de contar historias. Yo, que tanto criticaba la adicción de mi marido. Pero veo las series sólo cuando tengo la temporada completa, no soy capaz de estar atenta a los horarios de la televisión formal y cuando me sumerjo en ellas veo capítulo tras capítulo, a veces me paso toda la noche despierta, como por ejemplo con 24. No tengo el más mínimo sentido crítico frente a Jack Bauer —que en el fondo es un fascista— y, haga lo que haga, yo lo adoro. Por alguna razón, en Santiago no me atrevía a pasar la noche en vela. Es raro, el sistema de allá, sólo por existir me quitaba la libertad de dormir toda la mañana si era necesario; por A, B o C, siempre algo estaba pasando alrededor que me lo impedía y, si me restaba, me llenaba de culpa.
Me gusta mi nuevo hogar. Lo miro largamente —me he puesto contemplativa con los años— y le doy connotaciones fantasiosas según el día. A veces es una cueva donde Eva amamantaba; otras, las habitaciones de un harén turco, donde la concubina goza de preciosa independencia arropada por sedas y alfombras fantásticas porque el mogul se olvida de elegirla. También pienso en mi casa como el estudio de un monje medieval, austero, al que sólo tienen acceso algunos aprendices y cuyos estantes de incunables cubren los muros desde el suelo hasta el techo alto. Entre todas, hay una fantasía que me gusta de manera especial: una dirección española donde antiguamente, en 1799, vendían los Caprichos de Goya: calle del Desengaño número 1, tienda de perfume y de licores. Me hago cargo de mí misma y siento que es la primera vez. No amaso el pan cada mañana como lo hacía la Yourcenar pero hoy lo compro, desde mi propio pan hasta vivir en mi propio horario. Todo está en mis manos. Voy a la caleta de pescadores y compro el pescado más fresco, el que viene saliendo del mar. Ya soy una habituée y me guardan la merluza o la corvina si me atraso. La Angélica, la que pasea a Bungalow Bill, hace aseo dos veces por semana porque a mí me agota pasar la aspiradora y lavar la ropa, ésa es mi única ayuda externa y las huellas de lo malcriada que he sido. En el mes de febrero cierro el departamento y me voy de vacaciones, como todo el mundo. No se imaginen que llevo una vida estoica o sacrificada, muy por el contrario. Cuando me da lata cocinar, como pan y queso —mi comida preferida, siempre con una copa de vino tinto— y pienso que a la mañana siguiente me pegaré una caminata por la playa y bajaré las calorías de la noche. (Además, no necesito ser una Barbie, tengo sesenta y un años y nadie está pendiente de mis curvas). Hay atardeceres en que me instalo en mi terraza con un trago en la mano a no hacer nada. Sólo miro. Reitero, me he vuelto contemplativa. La inacción me atrae y eso me resulta nuevo. He aprendido a meditar, lo hago con disciplina cada día y el resultado es inesperadamente positivo. ¿Cómo no aprendí antes? Las mañanas son muy productivas, amanezco enérgica e inteligente porque he descansado bien. Me gustan las mañanas y, cuanto más invernales, mejor. La lluvia es mi situación climática preferida. Su sonido antiguo me resulta musical. No es que me guste para mojarme o caminar bajo ella de forma hollywoodense, sino que algo me sucede con la situación de frío afuera y calor adentro, si una está tras el ventanal, lánguidamente envuelta en un throw, abrazando a Bungalow Bill y observando las olas. Nunca soy tan feliz como entonces. Me guardo, me arropo mientras la naturaleza hace de las suyas; quizás este placer tiene que ver con la sospecha de que le he ganado a la intemperie. Entonces compadezco a todas las mujeres que están vendiendo el alma para sujetar al objeto simbólico. Me dan ganas de gritarles: la vida puede ser plena sin una pareja, ¡basta! No estoy sola cuando estoy sola.
Como personaje, me parece interesantísimo contar con una obsesión, una idea fija. Nada más potente que eso, potente y devorador. Quizás la única diferencia entre cada una sea ésa: nuestra idea fija. La condición para que una vida así resulte es la de entretenerse consigo misma. La de tenerse. Sin los recursos interiores, pues nada. Samuel Beckett escribió una frase que suelo citarme en silencio cuando me viene la duda sobre mi proceder: «Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». Como ya sabemos, los defectos —porque no estoy segura sobre las cualidades— se agudizan con los años, y más aún cuando no cuentan con el control social necesario. Quiero decir que cuando una vive absolutamente por su cuenta, en una vida casi cien por ciento elegida, el entorno juega un rol ínfimo. Así, mis partes oscuras se han potenciado. Debo vivir con eso. Por ejemplo, ya que he optado por esta libertad de las formas, quisiera liberar también la mente, ser capaz de poner todo, todo, en duda. Permitir que mi pensamiento, no sólo mi cuerpo, vaya a la deriva. Sin embargo, me pillo no tolerando la duda, me cuesta un mundo abandonar mis certezas. A veces me veo a mí misma como una tonta que cree saberlo todo y que, más encima, da cátedra sobre la vida. Y no quiero ser ésa. Mi peor pecado es el elitismo y sólo parte de él es heredado. No hablo del racismo o clasismo de mis antepasados, no. El mío se manifiesta de otros modos, por ejemplo en mi impaciencia con la estrechez de miras, en mi desprecio a los mandos medios: nunca los soporté ni he dejado de considerarlos chatos, mediocres y generalmente arribistas. Todo lo medio me produce distancia, también el espíritu de la clase media cuando muestra su parte más miserable, aquélla llena de inmediatez, conservadora y falta de imaginación. La primera vez que llevé a mis hijas a Nueva York, Lucía, que no tenía más de quince años, parada en medio de la Quinta Avenida, miró hacia ambos lados de la calle y me dijo, con todo candor y sinceridad: ¿ésta es Nueva York? ¡Me siento absolutamente chez moi aquí! Bueno, yo me siento expulsada del chez moi cuando me rodea lo chabacano. Esto se me manifiesta en las cosas más nimias y cotidianas: la televisión abierta, por ejemplo, los realities nacionales, los libros de autoayuda, el happy hour, la moda seguida al pie de la letra, el turismo en grupo, todo me ataca. Para ponerlo en la cultura norteamericana y hacerlo así más inofensivo entre nosotras: todo lo que huela a redneck y white trash, a sus costumbres y su manera de ver la vida, me produce tal disgusto que espero nunca tener que estar cerca de algunos de sus componentes. No le temo a cierto tipo de decadencia, no me parece vulgar como su opuesto. En fin… Octavio pertenecía a la elite de este país, también yo. No puedo sustraerme a ello, prefiero guardar silencio durante meses antes de enfrascarme en conversaciones estúpidas. Siempre me ha maravillado esa capacidad de ciertas personas para ser amigas de cualquier otra, fuera tonta, aburrida o vulgar, me maravilla a la vez que las observo con sustancial menosprecio.
La soledad nunca es radical. Se vuelve relativa porque las presencias que me acompañan son de una solidez asombrosa. De verdad, lo son. Mi conclusión es que eso es el amor, ni más menos. La fuerza de esas presencias. Estos fantasmas adorables que toman contigo el té o el trago de la tarde. Mis hijas, por ejemplo. Fucking maternidad, tan sobrevalorada como vilipendiada. ¿Cómo podría yo conferirle calidad de abstracción a algo tan robusto como la vida que, adentro mío, tienen mis hijas? Si hasta duele. Llegan las imágenes de Lucía y Florencia, las observo con mucha atención, me fascina mirarlas, me hacen reír con sus gestos y mímicas, les miro sus cortes de pelo, sus coloridos, el modo en que gesticulan, sus zapatos, sus formas de mover el cuello. Ni pestañeo, estoy como obnubilada. Florencia practica la contención y la exactitud, toda su inteligencia concentrada en ello, como cuando al desayuno unta las tostadas con mermelada y lo hace de a poco, va cubriendo sólo las superficies para la próxima mascada, nunca adelanta la mermelada al pan entero, con una calma y seriedad extraordinarias: ésa es ella. Y Lucía: la equilibrista, con la frivolidad en una mano y la profunda gravedad en la otra, sin permitir nunca que se desboquen, a la vez insegura y rotundamente displicente. Como cuando cuelga un cuadro en su casa nueva, con el martillo en la mano, cierra un ojo para ver la perspectiva, siempre un poco de despilfarro y de risa al borde de su mirada angelical y también dramática. Sin ellas, no tendría la más puta idea del significado del amor.
Voy a Santiago de vez en cuando y hago lo que corresponde: ver a Natasha, ir al dentista, visitar a una amiga o a mi familia extendida, mirar un par de vitrinas. Casi todo está igual pero yo me encuentro distinta. No haré una comparación tópica entre la metrópoli y el pueblito costero. Sólo digo que en algún momento hay que dejar de putear contra el tráfico y la contaminación y decidirse a cambiar la calidad de vida. La capital no lo es todo, ni mucho menos. En mi última venida a Santiago fui a la clínica a hacerme los exámenes femeninos de rigor, la revisión técnica, como los llama una amiga mía: papanicolau, mamografía, ecotomografía vaginal. Me tendí en la camilla, me abrí de patas, el doctor —un jovencito medio italiano, muy amoroso— me metió la jalea por debajo mientras miraba el monitor por encima. Después de un rato, me dice: está estupendo, impecable. Y luego agrega: tiene los ovarios atrofiados pero es típico de su edad, no se preocupe. Volví a la casa pensando: a mi edad, se puede estar impecable y a la vez atrofiada. ¡Mierda! Personalmente, estoy lejos de sentir que he estrechado mi vida, que me he limitado y que mis posibilidades disminuyen. La política sigue interesándome y todas las mañanas, antes de empezar a trabajar, leo on-line el diario El País y el New York Times. A la prensa chilena le dedico diez minutos, sólo titulares, es demasiado ideológica para ser buena prensa. El interés por el acontecer político es parte de mi ADN, no me libro de él. Y cuando viajo, Chile se me engrandece, me emociona cuando lo miro desde lejos. Es que los habitantes del Tercer Mundo somos sentimentales y patrioteros, no tenemos el sarcasmo ni la distancia de los europeos, por ejemplo. Sólo si cortáramos de raíz nuestra pertenencia, podríamos llegar al cinismo de ellos en cuanto a patria se refiere. Nuestra historia es aún frágil, corta, puede caer de un árbol como una rama. Entonces, no podemos darnos muchos lujos.
Una vez al año hacemos un viaje largo con mis hijas (sin parejas, sólo nosotras). Resulta que gasto poca plata en mi vida diaria y le pasé a un amigo —experto en finanzas— mis ahorros para que me los moviera y de repente me vi con bastante más dinero del que creía tener. Algunos de nuestros viajes han sido carísimos, no quedará nada para dejarles de herencia, pero hemos decidido —juntas las tres— gastarlo todo en vida. La primavera pasada, por ejemplo, arrendamos una casita en Santorini. Es muy entretenido elegir el lugar del próximo viaje. Nos instalamos con un mapa e Internet y comienzan las ocurrencias. Lucía, que es la más fantasiosa, elige lugares imposibles. Está tratando de convencerme de que tomemos el Transiberiano y crucemos por Mongolia hasta Vladivostok. Yo le insisto en que si lo hacemos, se nos terminará toda la plata. Estoy más que dispuesta a ser abuela y ojalá sea pronto. El problema es que mis hijas, como buenas mujeres actuales, ni se plantean el tema aún. Pero hay una enorme luz que intuyo tras ese hecho y la aguardo con paciencia y agrado. Lista, con el cuerpo y la casa abiertos.
¿Que si echo de menos el sexo? No sé, no realmente. Para ser sincera, la menopausia significó un alivio inmenso. ¿Quién dijo que era una tragedia? Claro, un par de bochornos y dolores de cabeza, algún cambio en la temperatura del cuerpo, pero… ¡miren los beneficios! Nunca más los malditos días de sangre al mes, nunca más una píldora anticonceptiva… ¡Qué enorme liberación! El sexo. Lo que a veces añoro es una intimidad determinada con un hombre, una forma de apretar una mano, de reclinarse sobre un cuerpo seguro, de esconder la cara en un hombro, gestos típicamente femeninos, con miles de años de aprendizaje detrás. Aunque Octavio no me dirigió la palabra por más de un año después de dejarlo, un par de veces ha venido a verme. Como yo, no se ha vuelto a emparejar seriamente, sólo amoríos poco relevantes. Creo que ambos sentimos que ya tuvimos la cuota de amor que merecíamos en esta tierra y no andamos tras otra, la sabemos imposible. A propósito, el otro día pensé que si moría sola en mi departamento en la playa, ¿quién le contaría a Octavio de la dimensión que tuvo mi amor por él? No lo sabe. Ni él ni nadie lo sabe porque me espanto de saberlo yo misma. Nunca se lo dije. No era posible decirlo. El amor no se habla. Siempre es cursi, es rosa, un poco aborrecible. Nada más trillado que una frase de amor, nada más descartable. La imagen de Octavio, la idea de Octavio se instalaba en mí como una mano, cavando, horadando, hasta que topaba, ya no había más fondo. Todo estaba copado. Y respiraba a Octavio, me tragaba a Octavio. (Cuando lo conocí le hablé de Alicia, la del País de las Maravillas, y le dije que quería ser como esa botella: DRINK ME. Y como esa torta: EAT ME). Cada día de mi vida, durante más de veinte años, comulgué a Octavio. Y él no lo sabía. Su oficina lo envió a trabajar a Barcelona, hace ya tres años que vive fuera de Chile, pero en un mail me dice que en su retiro —está a punto de jubilarse— volverá y se comprará una casa en esta playa, para que seamos amigos. Después de todo, escribe, soy el padre de una de tus hijas. Le contesté que no me amenazara. Le recuerdo lo que decía mi tía Sofía: no hay fortalezas inexpugnables, sólo hay fortalezas que no han sido suficientemente asediadas.
Finalizo relatando las acusaciones que se me hacen y el sentido que tienen para mí. Me acusan de ser antisocial e indiferente hacia los demás, de haber renunciado a las ventajas que me rodeaban para desentenderme de los otros. Un epitafio para mi tumba: «Egoísta, pura y dura». Me acusan de fóbica. De rechazar deberes y convenciones, de escapar del mundo conocido por no soportarlo. También han dicho que soy una misántropa, que detesto al ser humano, que me he convertido en ermitaña por la vanidad de considerar al otro indigno de mi cercanía. Que le doy la espalda al afecto de la gente porque la única estima que me interesa es la propia. Me acusan de pedante porque el mundo me sobra. Puesto así, no dejan de tener razón. Pero yo podría replicar que hay una aspiración detrás: el desapego. He leído mucho en este tiempo cerca del mar, desde Schopenhauer hasta los budistas. Me he desprendido de mis distintas posesiones, desde los muebles y la ropa hasta el marido. También del lugar social que ocupaba, quizás el más difícil de abandonar. Estoy obsesionada en ese aprendizaje y la meditación me ayuda a verificar el presente. Aspiro, a la larga, a alcanzar la más amplia liberación que pueda lograr, que imagino será siempre menor a la que quisiera. Siento que la vida comienza a fluir. Fluye y la palpo. Y aminora el miedo a la muerte. No lamento tener sesenta y un años. Casi diría que al contrario: esta edad me ha permitido la quietud, un nuevo sosiego. No importa el pasado, ya sucedió. No existe el futuro. Brindo por lo único que de verdad poseemos: el presente.