Un año atrás habría comenzado diciendo: ¡qué buena es la vida! Y lo era, ¡claro que lo era! Tantas cosas buenas, desde un orgasmo largo hasta un vaso de mote con huesillo heladito en el verano. Pero hace un año, por la Susy, todo cambió. Ya no soy la Juani de antes —porque Juana es mi nombre— y yo quiero traerla de vuelta. Mis males no son míos, pero me matan igual. Me pregunto cómo es posible que el dolor apriete así cuando ninguno de sus nudos los he hecho yo. Si una la caga bien, paga las consecuencias. Pero hay males que aparecen sin que una mueva un dedo. Todo el mundo sufre, ¿quién no, por la puta?, entonces debiera existir una receta de cómo coño se recobra la alegría a pesar de las penas. Aunque quizás me vea más vieja, porque estoy tan cansada, tengo treinta y siete años. Soy depiladora, trabajo en un salón de belleza, así le gusta a Adolfo que lo llamemos, salón de belleza, no peluquería, en el barrio alto, en Vitacura, cerca de Lo Castillo. Se me considera buena en mi oficio y tengo clientas fieles. Soy soltera, qué huevada, harto que me gustaría tener un hombre, no sé si de marido, pero sí de compañero de vida. Y de cama. A los dieciocho años parí a mi Susy, hace una eternidad, y ella es mi joya. Fui madre soltera. Como mi madre, que nunca llegó a casarse. Tuvo una pareja que no fue mi papá, convivieron y todo, pero él la trataba mal, el concha de su madre, la trataba como el culo. Desde muy chica aprendí a defenderla y lo hago hasta el día de hoy, ya no de los hombres, ahora de la enfermedad. Fui hija única. Nací en la calle Viel, entre Rondizzoni y avenida Matta, al costado oriente del parque O’Higgins. Era un barrio amable y tranquilo, la casa —propiedad de mi abuelo— era de material, bien sólida y yo pensaba que iba a el durar pa siempre. El almacén de la esquina nos fiaba, la vecina entraba y salía como Pedro por su casa, yo caminaba al colegio, andaba tranquila por todos lados, jugaba con los demás cabros del barrio, pasaban pocos autos y en tiempos de calor las mujeres estaban todo el día afuera. Las noches eran calladitas. Mi abuela era una vieja mandona y seca pero cariñosa a su modo. Sus manos eran como dos cacerolas de fierro enlozado, siempre duras y ocupadas. Me enseñó hartas cosas, gracias a ella cocino bien, coso, tejo y arreglo enchufes. Del abuelo no tengo mucho recuerdo, murió cuando yo era chica. Resulta que un día decidieron hacer una carretera. Ahí, mierda, justo frente a la casa. Cuando nos avisaron algunos se alegraron, pensaron que la calle iba a ser más importante, hasta hicieron planes de poner pequeños negocios ahora que habría tránsito. Pero no, ¡qué negocio ni qué perro muerto! Nos cagaron. Cemento, cemento y más cemento. Y se llenó de obreros, de máquinas, de ruido. Resultado: el Metro y la Norte Sur. Nos aislaron del resto de la ciudad, quedó una calle enorme, llena de rejas, con vacíos por todos lados y autos pasando a toda velocidad. No se podían detener en nuestra calle, les servía nomás pa entrar como cuetes al centro de la ciudad, como cuetes los huevones, a todo chancho. El bullicio no nos dejaba vivir. Se acabó todo, la privacidad, la intimidad, quedamos en vitrina. Y pasamos a sentirnos solos. Eso es el progreso, dirán. Pero nadie me negará que el puto progreso se hace a costa de la gente común y corriente, a costa de una cabra chica mirando cada día cómo su infancia se destruye, ante sus propios ojos cambia el paisaje que una creía eterno. Tuvimos que irnos de ahí, chao. Me acuerdo de las discusiones, mi mamá y mi abuela —ya había muerto el abuelo— que adónde ir, a cuál barrio, que los subsidios, que si casa o departamento, en fin… Terminamos en Maipú. Fuimos pioneras, entonces no había las miles de poblaciones que hay hoy día, ni los supermalls, ni la cantidad de autos, eso vino después. La Susy nació en Maipú y cuando yo le mostraba mi antiguo barrio no me creía que alguna vez habíamos vivido ahí en paz.
Las casas importan mucho. Dime cómo es tu casa y te diré quién eres. El mundo de una está ahí. Es lo que te cubre, como las plumas de un pájaro. Me gustaría ser rica nada más que para tener una casa bien linda. Uno de esos departamentos elegantosos que hay cerca de la peluquería donde trabajo: tienen portero las veinticuatro horas, no pasan miedo, son calentitos en invierno y bien aireados en verano, con terrazas desde donde tocas las copas de los árboles. Las piezas son luminosas y grandes, especialmente en las construcciones más antiguas, las que ya tienen veinte o treinta años. No es que me queje, pero me habría gustado que nuestra casa en Maipú tuviera las paredes un poco más gruesas, más aislante, techos un poco más altos, más luz, y un poquitín más de metros cuadrados. Cuando estoy corta de plata hago depilación a domicilio y me toca visitar esas casas y las miro y me gustan tanto y me digo: por la mierda, algún día compraré una casa linda pa mi vieja y pa la Susy y estaremos las tres bien requete cómodas y cada una con su propio dormitorio. Nosotras tenemos dos nomás, uno es de mi mamá y el otro de la Susy y yo me cambio de uno a otro según la necesidad o las circunstancias. Soy bien trabajadora, no le hago asco a nada. Aprendí a depilar cuando estaba todavía en el liceo. Me gustaba más que nada hacer la manicura, pero en general me cuesta concentrarme o, mejor dicho, no se me dan bien las cosas que requieren motricidad fina, como que me impaciento y las hago mal y me dan ganas de mandar todo a la chucha. Una vecina mía tenía una peluquería clandestina en su casa —digo clandestina porque no pagaba impuestos ni tenía permisos, trabajaba pa la gente del barrio nomás— y muchas veces me iba donde ella después del colegio y la ayudaba, me gustaba hacerle de asistente. Mi vieja me decía: mejor quédese en la casa, mijita, estudie, mi abuela la contradecía, que se haga un oficio la niña, mejor que sepa hacer algo bien a que ande estudiando, igual va a tener que trabajar. Aprendí a hacer de todo, corte de pelo, tintura, uñas en manos y pies, depilación. Practicaba con mi familia y mis amigas, a veces —al principio— las quemaba y las pobres ni chistaban. Creo que mi vieja tuvo la ilusión de que yo siguiera estudiando, algo técnico, que fuera la primera en la familia en tener estudios superiores, pero yo era porra, porra, putas que me cargaba estudiar, lo único que quería era terminar de una vez la maldita educación media y chao, mierda, ¡a trabajar! La Hormiga, me llamaba la abuela, trabajadora sin descanso. Y aunque lo diga yo, con bastante alegría. Alegre, pero con una gran debilidad: los hombres. Porque putas que me gustaban los hombres. Desde siempre y hasta ahora. Salí del colegio y la misma noche de graduación me encamé con uno de los músicos de la orquesta. Al mes empecé a sentirme mal, pleno verano, muerta de calor y con náuseas. Me fui a la farmacia y me compré el test de embarazo. Me encerré en el único baño de la casa. Ya, puh, Juana, apúrate, me gritaba la abuela desde la puerta. Y yo, esperando el puto resultado (que hoy día se demora casi un segundo). Ante mis ojos: positivo. ¡Chuchas! Positivo. Ya estudiar era imposible. Tanta cabra joven que las caga con el embarazo, ¡tanta! La Katy —con K como le gusta a ella, nunca con C—, mi amiga más amiga, cada vez que llego al salón de belleza bajoneada, me mira y me dice: ya llegaste con cara de poto. Sí, le digo yo, qué creís, que siempre voy a andar con la sonrisa en la cara. Es que ya se acostumbraron. Entonces, cuando las clientas y Adolfo —ése es mi jefe— se han ido, la Katy me lava el pelo y me hace brushing pa levantarme el ánimo y la Jennifer hace un té y nos quedamos en la conversa y vamos fumando y les cuento mis penas y salgo de ahí tan reconfortada. No sé cómo habría sido este tiempo malo sin ellas. Y también los buenos. Las mujeres entre mujeres saben no sentirse solas. Los hombres entre hombres, sí.
Mi mamá trabajó mucho tiempo en una fábrica de chocolate artesanal. Junto a otras mujeres, lo hacían con sus propias manos. La obrera achocolatada, le decía yo. Vivía entre aromas cálidos y formas llenas de encanto, los moldes que usaba eran corazones, tréboles, globos, casitas, botellas, y tanto ella como nuestra vida juntas tuvieron un saborcillo dulce, amable, calórico, bonito. Suculento. Me gustaba la pasta cuando todavía no solidificaba, era imposible no meter los dedos, tocarla, tan carnosa y cremosa a la vez, tan sensual. Por supuesto, yo aprendí la técnica y se la enseñé a la Susy. Todas hacemos chocolates. A sus amigas —cuando aún venían a la casa— les gustaba tomar las onces con nosotros porque siempre, siempre había un platito con chocolates. Mi mamá ya se jubiló y ahora, con la enfermedad, ya no puede hacer nada, así que yo compro la cocoa y cuando tengo tiempo, un domingo descansado, saco los moldes de la despensa y me pongo a trabajar y a ella le gusta mucho. Me observa. Una diría que después de su larga vida laboral quedó con los alambres pelados de tanto chocolate, pero no, todavía le apetece y me mira tan agradecida cuando lo hago yo. Una vez, hace muchos años, desperté de repente, cerca de la medianoche, y vi la luz de su cama aún encendida. Compartíamos dormitorio en casa de la abuela. Al día siguiente yo tenía una representación en el colegio donde iba a actuar de hada madrina de la Cenicienta y una compañera había quedado en prestarme el vestido-disfraz. En el último minuto me dijo que el vestido estaba a su vez prestado y que no alcanzaba a recuperarlo. Llegué a la casa al borde de las lágrimas, tendría yo unos catorce o quince años, y decidí hacerme la enferma y no actuar. Imposible llegar a la obra sin disfraz. Y me dormí malhumorada. Quizás por eso desperté. Abrí los ojos en mitad de la noche, mi madre cosía en la cama de al lado. Ella solía levantarse a las seis de la mañana cada día, dejaba preparadas las cosas de la casa y partía a la fábrica de chocolate a las siete. Hacia la medianoche su espalda estaba curva, no sólo por el acto de coser sino por el peso de la vida. Su cama estaba intacta, la colcha —estampada con anchas flores verdes y amarillas— se extendía sin una arruga, en el velador de melamina blanca la única lámpara encendida, un modesto pie de madera con una pantalla de papel mantequilla, su ampolleta no tendría más de cuarenta vatios. Al lado de la lámpara, el vaso de agua intacto, limpio en su vidrio verdoso y la luz lo traspasaba y daba la impresión de que habían quedado prisioneras dentro del vidrio pequeñas olas del Pacífico; me acuerdo aún hoy de ese vaso, también estaban sus remedios y una estampita de la Virgen del Carmen, todo eso contenía su mesa de noche. Ella no vio que yo despertaba. Pude observarla a mi antojo sin que se diera cuenta. Su concentración era absoluta. En su falda reposaba una tela muy delgada y vaporosa, azulada, una especie de gasa que reconocí como una cortina de la pieza de mi abuela. Mi vieja daba unas puntadas a la basta y por eso me di cuenta de que había transformado la cortina en una falda. Sólo un hada madrina puede usar una falda así, lo pensé al tiro. En la silla, la polera celeste y ajustada que yo usaba en el verano, plagada de brillos superpuestos, hileras de lentejuelas sacadas quién sabe de dónde, se había convertido mientras yo dormía en la elegante blusa de un hada. Con el dedo índice embutido en un dedal, con la pura luz de su lamparita prendida, el ceño fruncido por el esfuerzo de enfocar, mi madre cosía un disfraz único para mí. Su mirada insistía en la concentración, no en el padecimiento, y eso fue importante para mi adolescencia: no tenía a mi lado a una madre sufriente que se sacrificaba sino a una mujer que hace algo prolijamente por su hija. Me di cuenta por primera vez que las venas en sus manos sobresalían y los pequeños montículos se habían vuelto morados, ¿en qué momento las manos de mi mamá habían envejecido? Su pelo, mal cortado, se pegaba en la nuca sin ninguna gracia ni brillo, asomando las canas en la partidura y mezclándose con los colores cobrizos y opacos que la tintura le había dejado meses atrás. No hay nada más vulnerable que una figura trabajando en mitad de la noche que no se sabe observada. Volví a cerrar los ojos, conmovida, y me dormí muy luego bajo un manto de protección. Una tarde, hace dos años, volví del trabajo como a las siete, nunca logro llegar antes de esa hora. La Susy no estaba, me había avisado que se quedaría en casa de una compañera a estudiar para la prueba de matemáticas. Había pasado por el mercado a buscar un pernil, andaba con antojo de pernil ese día y metí las llaves en la cerradura pensando que quizás mi vieja ya tendría el agua hervida y las tazas puestas en la mesa, ojalá las marraquetas calentitas —nosotras nunca cenamos en la noche, tomamos unas onces cuando yo llego—, y abrí la puerta y encontré a mi vieja botada en el suelo, justo al lado del único sofá. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta y le chorreaba un poco de baba por el costado de los labios. Al lado de su cuerpo, en el piso, un par de palillos del número 8 y una madeja de lana gruesa color verde olivo. Las venas cansadas de sus piernas parecían nudos de cordel ciruela. Ese día se había puesto un vestido camisero, de esos abrochados adelante con un lacito en la cintura, y varios de los botones de la falda se habían abierto. Era color crema el vestido, de viscosa, con unas pequeñas flores café con amarillo. Seguí viendo esas flores en sueños por mucho tiempo, chiquitas, café y amarillas. En la posta me hablaron de un derrame. El doctor habló de apoplejía. Infarto cerebral. Da lo mismo. Lo importante es el resultado: quedó semiinválida; el lado izquierdo, casi paralizado; el brazo y la pierna, inútiles; y la boca, torcida para siempre. Ésa es mi vieja hoy. Ya apenas tiene palabras, quizás las dijo todas y se vació, como una tetera cuando el agua se ha enfriado y ya no sirve. Conchuda la enfermedad. Ella, la más activa y trabajadora, la que me enseñó a mí a ser incansable, pasa los días sentada en el sofá esperando que ocurra algo, que alguien llegue, que la vida le cuente algo distinto de lo que dicen las voces de la tele que yo le dejo encendida al partir en la mañana para que se sienta acompañada. Cómo hubiera deseado yo quedarme a su lado, arreglarla con tiempo, bañarla a diario, lavarle el pelo y hacerle cachirulos, conversarle, cocinarle, alegrarla. Pero no puedo dejar de trabajar. La jubilación de mi vieja es una porquería, como todas las putas jubilaciones de este país, sin mi sueldo nos morimos de hambre. La veo envejecer, cada vez con más pelos en algunas partes y menos en otras, y tomo la pinza y le saco la barba. La mantengo siempre bonita. Pero confortable. Nada de vanidades que incomoden. Parece una muñeca con los calcetines que le pongo, ya no panties, meterse adentro de un par de panties es como envasar salchichas, hasta yo las uso lo menos que puedo. Durante el primer año de su enfermedad la Susy la cuidaba mucho, nos organizábamos con las horas de llegada, ella del colegio, yo de la peluquería, con las compras, con el aseo, en fin, entre las dos nos arreglamos más o menos bien aunque yo andaba siempre apurada, siempre, siempre. No se imaginan cómo ando ahora: la palabra apuro me quedó chica hace tiempo, ya no hay palabra que me sirva.
Tengo déficit atencional. Así lo llaman. Al menos hoy en día se diagnostica y se puede medicar, antes ni eso. Dicen que es bastante hereditario y como mi vieja no lo tiene —y la Susy tampoco, gracias a Dios— se lo cargo, como tantas otras cosas, al padre desconocido y concha de su madre que salió arrancando en cuanto mi vieja se embarazó. ¿Qué es el déficit atencional? Es como una amplitud de la mente. Una extensión que hace eco. Por ejemplo, el otro día hojeaba una revista en el trabajo mientras esperaba que se calentara la cera y leí sobre un gallo que se había muerto, decía que había sido narrador, cantante, traductor, ingeniero, trompetista de jazz, dramaturgo y autor de óperas. Evidente, dije yo, este huevón tenía déficit atencional. Hay mil cosas que me gustaría hacer y para las que tendría cierta habilidad. De partida, todas las relacionadas con la peluquería, vale decir, peluquera, manicura, masajista, reflexóloga, colorista, también podría ser una estupenda chef o una buena modista o una bailarina o una instructora de yoga y, si me apuran, una pintora. Para todas esas cosas tendría habilidades si me dedicara a ellas. Pero, claro, no hay tiempo, siempre estoy ganándome la vida. Yo, si hubiese nacido rica, tendría un epitafio como el huevón de la revista. Siempre fui un poco torpe, no me resultaban bien las cosas ni finas ni demasiado femeninas, por eso terminé siendo depiladora y no manicura porque si pintaba las uñas, se me salía la pintura (a veces lo logro, pero con harto esfuerzo). He pasado mi vida tratando de no ser torpe, torpe con las cosas del cuerpo pero también con las de la mente. Soy más rápida que la mayoría, me aburría mucho en las reuniones, por ejemplo las de apoderados en el liceo de la Susy, la gente me parecía fastidiosa, lenta, yo habría corrido por la vida, como el Correcaminos, llegando para irme, nunca para quedarme. Torpe también porque me acusaban de descuidada, perdía todo, aun las cosas más queridas y, claro, debo haber parecido desagradecida, arrogante. No era así. Viví asustada de la crítica, siempre me retaban, la abuela, las profes, los jefes, las amigas, porque hacía o decía cosas inadecuadas. O sea, sigo haciéndolo, un poco menos porque ahora ya estoy diagnosticada y medicada pero, me guste o no, soy la misma. A pesar del remedio, sigo haciendo miles de movimientos inútiles, porque si voy a buscar mi celular y veo mis anteojos me quedo en eso y luego en la taza de café que hay que llevar a la cocina, y claro, no recuerdo bien por qué me paré hasta que reparo en el celular, pero la verdad es que para llegar a una acción cualquiera debiera tener un desierto vacío al frente mío para no distraerme. Todo me distrae, los ruidos, la gente, las ideas que salen de mi cabeza sin mi control. Y, bueno, me canso más que la mayoría. Me molestan las etiquetas de la ropa contra el cuerpo, las arranco para no sentirlas. Técnicamente, lo que pasa es que proceso más estímulos de los que soy capaz de asimilar, así me lo han explicado. Es como no llegar nunca a puerto por una línea recta, por eso me canso tanto. Pero no son puras malas noticias, también soy más creativa e imaginativa y seguro más original, porque hago asociaciones raras y pueden salir lindas ideas de ahí. Y a veces soy divertida, si alguien me aguanta. Dicen que las personas con déficit atencional suelen ser muy inteligentes. No es mi caso, tengo mis recursos pero no soy especialmente inteligente. Soy bien incapaz de enchufarme en los temas sin desparramo, siempre me estoy interrumpiendo, empiezo a hablar del salón de belleza y al minuto me he ido a la Susy o a comentar la ropa de la mujer de enfrente o a preocuparme porque no he pagado el gas. No puedo concentrarme en un solo tema. Tengo una clienta, María del Mar, que es una de mis favoritas y que va muy seguido al salón, vive como a dos cuadras de ahí. Ella es una mujer culta e instruida y siempre discuto mis cosas con ella, que también padece del famoso déficit. Ella le llama ADD, como le dicen los gringos. Toma un Ritalin al día y anda como bala. Y lo define así: la incapacidad para seleccionar lo urgente. También dice que ser mujer equivale a sufrir de déficit atencional. En palabras suyas, la gama de estímulos que tenemos es tan alta que no podemos jerarquizar —le encanta esa palabra—. Así, los pañales, las acciones de la bolsa, el miedo a la muerte, las tres cosas tienen la misma importancia, la misma urgencia. (Cuando yo me quiero hacer la interesante delante de un gallo que me gusta, imito a la María del Mar. Soy buena para imitar y para retener las palabras ajenas y saco a colación las suyas para parecer lista). He concluido con los años que, entre huevá y huevá, sé muchas cosas pero confusamente. Creo que el tiempo es distinto para mí. Para la gente normal, el tiempo es el que es, o sea, corto. Para mí, es largo. Siempre pienso que cuento con mucho tiempo y me organizo con ese pensamiento y vivo así, dándome cuenta cada día que lo hice mal, que no alcancé.
Y a pesar de todo, no puedo decir que no fui feliz. He sido loca, brava y desatada y lo he gozado todo. Si mi destino fue sufrir, pues se equivocó el puto destino, se quedó con las ganas. Tampoco hago mucho drama con el tema del padre desconocido. Era un vecino de la calle Viel. En realidad, ni siquiera un vecino, era amigo del vecino. Mi vieja se encaprichó con él por buenmozo y suelto de raja y bueno pa’l baile. Era de Concepción y pasaba unas vacaciones en Santiago. Como mi pobre vieja nunca salió de vacaciones porque el abuelo usaba ese tiempo para dedicarse a su club de fútbol, estaba en Santiago muerta de calor y parqueada y el vecino la incluyó en los carretes que le hacía al amigo de provincia. Tuvieron un bonito pololeo, según ella, pero el día en que se enteró del embarazo, él volvió a Concepción. Concha de su madre. Inmediatamente después vino el golpe de Estado, lo tomaron preso y cuando lo soltaron partió al tiro y se radicó en Venezuela. Esos datos los supo mi vieja por el vecino. Se supone que ahí está, hasta el día de hoy. A veces me imagino a unos venezolanitos que pueden ser mis hermanos pero, dicha sea la verdad, no me quita el sueño, a lo más un poco de curiosidad. Ni siquiera he indagado por su familia en Concepción. No había padre y punto, para eso estaba el abuelo. En las revistas de la peluquería a veces aprendo cosas inútiles, por ejemplo que la zona del cerebro encargada del placer es una corteza con un nombre difícil que se activa con lo que más le gusta al dueño del cerebro en cuestión. Mi corteza se activa con el sexo. Frente a él, me abro como una fruta. Me pregunto en qué está el que a algunas mujeres les pidan matrimonio y a otras no. Lo que es yo, estoy chapada a la antigua. Creo en la dignidad a pie juntillas pero esa palabra es rara, equívoca. Para mí es digno lo que una de veinticinco consideraría estupidez. Creo en el cortejo masculino. Yo no persigo a los hombres, nunca tomo la iniciativa, nunca peleo por ellos abiertamente. Dejo que me seduzcan. Todo esto hasta que me viene la locura y pierdo los estribos, pero como sé que estoy perdiendo lo que yo llamo dignidad, me odio y me desprecio. Así es como me va con los hombres… Casi todos terminan dejándome. Y el sexo por el sexo no me resulta mucho, si me encamo con alguien termino enamorándome, o al menos creyéndome enamorada. Envidio mucho esa cualidad masculina, la de ir por un buen polvo y chao. Nosotras nos quedamos enganchadas, como tontas, nos cuesta amanecer al día siguiente y no esperar nada. A veces me siento usada, los hombres nunca se sienten así porque aunque los usen no se dan cuenta y creen estar usando ellos. Mi último novio fue un griego. Entró al salón de belleza a cortarse el pelo, Adolfo —mi jefe— se lo corta a sus amigos aunque la peluquería no es propiamente unisex. Como la Jennifer estaba ocupada, para adelantar le lavé yo el pelo. Él quedó prendado. Le gustó mi risa, le dijo a Adolfo, y los masajes que le hice en el cráneo, que no iban incluidos en el precio. En la tarde me llevó unas flores. No hablaba español, apenas un poco de inglés, que yo no hablo. Salimos a comer, me llevó a un restaurante bien bonito. Ustedes dirán cómo lo hicimos. ¿Qué importa el idioma? Cuando juegan dos equipos de fútbol, por ejemplo, Uruguay y Holanda, ninguno habla el idioma del otro, ¿acaso lo necesitan?, pero el lenguaje es perfecto, entre pelotazo y pelotazo la comprensión de lo que hacen juntos es impecable. Así fue con mi Alekos. Partió a Grecia después de dos semanas y chao romance, pero me hizo mucho bien. Quedé recompuesta y contenta. Porque la falta de sexo a mí me hace mal. El otro día empecé a quejarme delante de la hermana de la Jennifer, Doris se llama, que es algo mayor que yo y me dijo: lo que es a mí, se me cerró allá abajo y los labios mayores y menores se fueron subiendo por la espalda y ahora, ¡tengo unas alitas!
La Susy se preparó mucho tiempo para el viaje de estudios que haría con su curso, el último año de colegio. Durante el tercero medio estudió como mala de la cabeza, estudió tanto que yo pensé que se le reventaba el cerebro. Fue un año difícil porque mi vieja ya se había enfermado y la obsesión que le vino a la Susy con los estudios no ayudaba mucho. Es que quiero ser profesional, mami, me decía cuando yo le preguntaba por qué aperraba tanto. Dicen que el tercero medio es famoso por lo estresante y yo estaba preocupada de que mi pobre cabra colapsara en cualquier momento. Festejamos el fin de ese año de mierda, que lo terminó con bastante buenas notas. Me pareció a mí que se merecía el viaje de estudios del último año. Junté la plata y recuerdo su carita contenta cuando la dejé en el terminal de buses. Estuvo fuera una semana, en el sur. A la vuelta, pocos días después, hacía sus tareas y de repente se largó a llorar. ¿Qué pasa, Susy?, le pregunté sorprendida. Me contestó que le daba miedo morirse. ¿Morirte tú?, pero, guachita, si tú eres inmortal, le contesté tomándomela a la ligera. La abracé y noté cómo se pegaba al abrazo. Esa noche se metió a mi cama y durmió conmigo. Al día siguiente la desperté como siempre y mientras hacía el desayuno y preparaba algo para dejarle de comer a mi vieja me fijé en sus ojeras. ¿No dormiste bien, Susy? No dormí, mami. La observé pero me dije a mí misma: ya se le pasará, es un arrebato adolescente. Cuando ese día volví del trabajo, mi vieja me hizo un gesto con su mano buena mostrándome a la Susy que dormía en el sofá. Ella no suele dormir a las siete de la tarde y menos en el living. La desperté y la invité a cocinar algo rico, eso siempre da resultados. (A ella le encantan las sopaipillas con chancaca pero a mí me cuesta hacer la chancaca porque cuando la disuelvo en la olla me parece la cera de depilar y me viene el rechazo). Le ofrecí sopaipillas pero esta vez me dijo que no, que no tenía hambre, que quería seguir durmiendo. Mi vieja y yo nos miramos: intuimos al mismo tiempo que se nos estaba presentando un problema. Durmió hasta el día siguiente, ni se dio cuenta cuando la pasé del sofá a su cama y le saqué la ropa. Cada mañana suena el despertador a las 6.15 de la mañana y ése es el comienzo oficial del día. Yo salto fuera de la cama y me meto a la ducha y despierto a la Susy a un cuarto para las siete. Cuando ella sale del baño, el desayuno ya está preparado, el agua hervida, el pan tostado, cada minuto es clave para alcanzar a dejar las cosas listas y no llegar atrasada al trabajo. Y esa mañana ella me dijo, con una voz bajita, que no quería ir al colegio. ¿Te sientes mal, hija? No, no estoy enferma, es que no tengo ganas. Eso me respondió. Tenía carita de pena. Bueno, hazte cargo de tu abuela entonces. Me fui preocupada y pensé durante el día que debería llevarla al doctor. Hay un consultorio cerca de la casa y el doctor es amigote mío, quizás me daría una hora con cierta rapidez. El famoso tercero medio me rondaba, ¿no será que tanto esfuerzo la fundió?, me pregunté una y mil veces, ¿no será esto un efecto retardado? Las chiquillas en el salón de belleza me aconsejaron y me dieron unos pocos Alprazolam, que eso la tranquilizaría. Es que está demasiado tranquila, contesté yo, pero insistieron. Llamé a la Susy a su celular como tres veces durante el día pero me dijo que no me preocupara, que estaba bien. Putas la huevá, pensaba yo, entre la vieja casi inválida y la cabra bajoneada, por qué no estoy yo en la casa, por qué estoy obligada a pasarme el día afuera, metida en los pelos de las mujeres, entre axilas y piernas, pendiente de la cera y de tirarla bien, porque lo que importa para una buena depilada es el tirón, si no tiras bien los pelos se cortan y no salen de raíz. Le di el Alprazolam esa tarde, una dosis bajita, al día siguiente volvió al colegio pero sus ojos seguían tristes. Ese fin de semana no quiso salir. La Susy tiene muchas amigas y se juntan y escuchan música y bailan, en fin, huevean, se entretienen. Pero se quedó en la casa y apagó el celular, lo cual es muy raro porque estas cabras se la pasan con las llamadas y los mensajes de texto, entregarles un celular es como amarrar perros con longanizas, viven comunicadas entre ellas como si en eso se les fuera la vida, siempre me pregunto qué tanto tienen que decirse, si además se ven todos los días. Se encerró en la casa mi Susy, hasta el día de hoy. Cuando mi vieja se enfermó y tuve que empezar a dejarla sola durante el día hasta que llegara la Susy del colegio, le compré un celular de prepago, le grabé mi número y el de la peluquería y lo instalé en la mesita al lado del sillón donde ella pasa el día. Todas las mañanas se lo dejo encendido con mi número en la pantalla, listo para comunicar, sólo debe apretar la tecla. Lo hice pensando en la posibilidad de un futuro ataque estando sola en la casa, el médico me lo advirtió. Un día, hace un año, estaba yo en plena depilación cuando sonó mi celular con el número de mi mamá llamando. Lo atendí aterrada, me puse a gritarle: ¿estás bien, vieja? —como si el problema de ella fuera la sordera—, y en su media lengua me dijo que se trataba de la Susy. Dejé todo tirado y partí. Es tan largo el camino desde Vitacura hasta Maipú, es como una prueba de obstáculos, una montaña plagada de rocas y acequias y hendiduras, tiene los kilómetros de una vida entera. El último trecho lo hice en taxi, a la chucha, me dije, aunque no llegue a fin de mes llegaré antes a la casa. Resulta que la Susy se había ido, tal cual. Según las dificultosas explicaciones de mi vieja, había amanecido rara, como medio enojada, ya sin la carita de pena a la que nos estábamos acostumbrando, le había pegado un par de gritos a su abuela, había hablado cosas que mi pobre vieja no entendió, la dejó sin almuerzo, no hizo la cama, nada, y se fue. Habían pasado cuatro horas y no se sabía de ella. Llamé a cada una de sus amigas, llamé al colegio, nada. Entonces me fui a la calle. Como una loca organicé con un par de vecinas una búsqueda por el barrio. Recuerdo, mientras doblaba por las esquinas, la sensación de que lo único que me importaba en la vida era la Susy, de cómo se achicó el mundo hasta desaparecer y lo que el día antes parecía importante hoy no existía. Me acuerdo del cuerpo, de cómo me dolía el cuerpo, cada centímetro de piel tragándose el miedo. La encontré en una calle lateral donde ni autos pasaban, sentada en el suelo a la salida de una casa desconocida, jugando con unas pelotitas como un saltimbanqui. Despacito la llamé, no se me fuera a asustar, pero no me contestó. Fui acercándome de a poco pero me evitó, se levantó del suelo y se puso a caminar en la dirección contraria. Cuando al fin di con su brazo, se zafó con violencia y se fue corriendo. Partí a la policía. Me la trajeron de vuelta. Esa misma noche la internaron.
Mi pobre cabeza había logrado, con harta dificultad, hacerse a la idea del primer diagnóstico: depresión severa. Llevaba dos meses acunando a mi niña triste y observando su propia angustia sin poder removerla de su pecho. Había ido al colegio, hablado con sus profesores, pedido permisos temporales, peleado para que no perdiera el año de estudios. La llevaba a su terapia y la esperaba afuera y hasta no verla sana y salva adentro de la casa, echadita al lado de su abuela frente a la televisión, no volvía a salir. Pasaba noches enteras preguntándome por esta enfermedad, en qué consistía, hablé con cuanta persona pude, leí toda la información que encontré a mano, me hice veinte mil preguntas sobre la crianza de la niña, sobre la calidad de mi papel de mamá, sobre sus genes. Conseguí ayuda. El hermano de María del Mar —aquella clienta de la que les hablé— es sicólogo y empezó a ver a la Susy. Sin cobrarnos: un santo. Los días en que tenía terapia —dos por semana— eran los únicos en que salía. En la misma consulta atendía el siquiatra que la medicaba. Porque quedaba en Providencia, yo me la llevaba a la peluquería, la instalaba en la camilla de al lado de donde yo depilo, corría la cortina para la privacidad de mis clientas, le hacía una agüita de cedrón y le enchufaba una revista. Y las chiquillas la acompañaban si estaban con poco trabajo y la Katy trataba de hacerle reír, la Jennifer le hacía cariño en el pelo y hasta Adolfo la consolaba. Tranquilita y pasiva ella, hacía caso en todo y la Katy me dijo: ¿sabís qué, Juani?, la Susy está sumisa como si la hubiera mordido un vampiro. A veces me daban ganas de chillar, de que se enojara, de que me desobedeciera para comprobar que estaba viva pero nada, me seguía como un corderito, entregándome su vida porque a ella le sobraba, y la primera vez que se enojó la internaron y le cambiaron el diagnóstico. Trastorno bipolar. La puta que te parió. Entiendo que hay cuatro grados distintos. No saben bien, o todavía no se ponen de acuerdo, cuál es el de la Susy.
Cuando la internaron me costó mucho entender que el temor del médico era que la Susy se suicidara. Era como si me hablaran de otro ser humano, de otro planeta y en otro idioma. ¿Quitarse la vida, mi Susy? Pero ¿por qué, por qué? Cada vez que suena una sirena o pasa una ambulancia pienso en la tragedia que se vive alrededor de ese ruido que una da por sentado, que casi no escucha. Pero alguien sufre intensamente, eso es lo que anuncia el ruido y nadie le hace caso. Podría ser la Susy, por ejemplo. O mi madre. Nunca sabré de quién fue cada dolor, no saldrá en el diario ni en la tele pero la vida de alguien quedó marcada. Cuando Mané, aquí a mi lado, habló de la bipolaridad, se me heló la sangre. Como si supiera mi historia. Sí, es cierto que se ha puesto de moda, tal vez antes no la diagnosticaban con ese nombre. Pero el verdadero tema que expuso Mané fue el económico. Les cuento: la primera terapia de la Susy fue gratuita, con el hermano de María del Mar. Luego, cuando ya teníamos diagnóstico, continuó con un médico experto que hoy la ve como una vez al mes, la medica y le pago con bonos de Fonasa. Aunque los remedios son imposibles. Porque hay todo tipo de remedios, existen algunos más primitivos que son más baratos pero que tienen todo tipo de efectos secundarios. Los mejores, los más modernos, ésos son los caros, caros. No tenía de dónde chuchas sacar plata. Se me ocurrió pedir un préstamo en un banco, me lo negaron de plano con el certificado de sueldo que presenté, y eso que Adolfo, para ayudarme, lo había abultado. Recibí el soplo de que si hipotecaba la casa de Maipú, me lo darían. Está a nombre de mi vieja, ¿se imaginan la de trámites que hice?, ¿la cantidad de depilaciones que dejé de hacer para andar de banco en banco, de notaría en notaría? El caso es que resultó. Y me lo dieron, el préstamo. Pago intereses cada mes, voy a acumular una fortuna pagando intereses, pero si no… ¿qué hacer? No saben cuánto le he agradecido al abuelo el haber tenido casa propia, si no es por eso pierdo a la Susy, la pierdo si no compro los remedios adecuados, que, además, se los han cambiado varias veces. Más vale ni preguntarse qué hará esa otra mamá que no tiene qué hipotecar. Ha pasado un año desde que mi hija volvió del viaje de estudios. Dejó el colegio. No es que lo terminase —estaba en el último año— sino que tuvo que abandonarlo. Está permanentemente medicada y ya no es la niña dócil y triste de los primeros meses sino más bien una persona enojada con el mundo. A veces le viene la rebeldía con los remedios, se siente separada de la vida y culpa a las cosas químicas de esa separación. Dejó la terapia, no hubo cómo convencerla. No sale de la casa. En esta etapa no quiere salir ni a la esquina. Se relaciona sólo con su abuela y conmigo. Y como su abuela está enferma, su canal con el mundo soy yo. Este pechito, su único contacto con el exterior. Hace cosas mínimas como calentar el almuerzo en el microondas mientras yo estoy en la pega y ayuda a la abuela a comer. Pero si se acaba el pan se quedan sin pan, una inválida y la otra paralizada. Dos incapacitadas. Bonito cuadro. Todo lo que pasa en la casa de Maipú depende de mí, todo. Más encima, pago. Entonces a veces pierdo la paciencia y me dan ganas de que me obedezcan, el que paga las mentas se lleva las putas, ¿cierto? Bueno, yo corro y corro para asegurarme de que todo está bien. Arrastrándola la llevo al siquiatra, ella nunca quiere ir. Tuve que hablar seriamente con Adolfo. Cuando tomar hora para depilarse conmigo fue más difícil que conseguir entrada pa un concierto de rock, tuvimos que hablar. Llevo quince años con él y nos avenimos de perlas y sabe que soy buena y yo sé que me paga lo mejor posible, así que decidimos contratar por un tiempo una ayudante para mí pero por supuesto que eso significa menos lucas, por ahora es mejor eso que quedarse sin pega. Todo esto es temporal, así le aseguro a Adolfo, así me lo aseguran los doctores a mí. La niña aprenderá a vivir con su enfermedad, eso me dicen. Y tendrá que medicarse para siempre. No, no es culpa suya, señora, me insiste el doctor. No tiene nada que ver con usted ni con su crianza. Es genético. Ella nació con esta inclinación. Me pidieron los datos del padre, las enfermedades hereditarias en la familia. Tuve que llamar al susodicho, que se presentó, de lo más decente, pero confesando varios locos por el lado de su madre. Reconozco que me dio un poco de bochorno llamarlo. Tenemos tan poca relación. Nunca se ha preocupado de la Susy, a lo más la saca de vez en cuando a tomar helados. Y nunca ha puesto un puto peso para su manutención. Dice que yo quise tenerla, que es problema mío. Pero aparte de eso, no es una mala persona. Y cuando le conté de lo que se trataba, vino al tiro. Al menos eso a su favor. Así, la vida dejó de ser la vida. ¿Cómo tanto, se preguntará alguien? Cómo tanto, me pregunto también yo. Sigue habiendo luz y noche, frío y calor, el corazón palpita, los riñones trabajan, los pulmones respiran, las piernas son capaces de caminar. Pero la alegría, ¿dónde se fue la alegría? Ya ni me acuerdo de la risa de la Susy. Toda mi atención está en cuidarla y en ganarme el sustento. Dos personas enfermas dependen enteramente de mí pero esas personas son mi madre y mi hija, casi no puedo llamarlas personas, más bien prolongaciones mías, dónde empiezan ellas y dónde termino yo, soy yo enteramente ellas, no lo sé, no distingo ya, como si las tres fuéramos un todo y yo debiera calcular cómo salvarlo. Las manos de la Susy se le han vuelto blandas y húmedas y las cubro con las mías mientras miro a mi madre, inmóvil en su sillón, con una baja capacidad de dolor, no siente como yo, ya se cansó de sentir. Bendita ella, mi madre, cuyo corazón no se hace tiras cada mañana. Mis emociones están patas pa’rriba. Mi cansancio es enorme, he llegado a un tipo de cansancio tal en que ya no vale la pena gastar energía en hacer un solo gesto más, a veces saludar, algo tan básico como eso, me quita fuerzas que debo guardar para la Susy. Cuando era chica, cerca de mi antiguo barrio, había una población callampa que a veces cruzábamos para llegar a la feria —esas poblaciones ya no existen, pero en dos palabras, eran un montón de pobres juntos—. A mí me impresionaban las mujeres que salían de debajo de las tablas y cartones y jirones de trapo que componían sus casas, llenas de chiquillos mugrientos colgando de sus faldas, y yo las miraba fijo porque me daba cuenta de que esas mujeres tenían un cansancio tan grande que hablarle a uno de los cabros ya era mucho esfuerzo, ni abrir la boca podían. Había que economizar hasta eso para no caer exhaustas. Han reaparecido en mi memoria esas mujeres, como si yo me hubiera vuelto una de ellas. No, no me voy a poner a llorar.
¿Estás durmiendo, mamá? No, mi amor. Si pinto un mono con tiza en la vereda, ¿cuánto tiempo se demora en borrarse?, ¿se borra algún día? Sí, supongo. ¿Cómo se borra? Con la lluvia, por ejemplo. ¿Y si no llueve? Con las pisadas de la gente. No te duermas, por favor. Tengo que trabajar mañana. No trabajes más. ¿Y cómo compramos tus remedios, entonces? No quiero tomar más remedios. Tengo miedo, mamá.
Así son mis noches. Siempre he sido estúpidamente sentimental. Yo sé que la gente elegante odia esto, como dice la María del Mar, es tan de mal gusto ser sentimental. Cuando a veces me defiendo, ella me contesta: hay una gran diferencia entre los sentimientos, Juani, y la sensiblería. Será que me falta cultura, debe ser un problema de educación, no sé, se lo cuento para que se imaginen ustedes cómo me he puesto. Siempre al borde de las lágrimas, por la chucha, emocionándome con las cosas más cursis, haciendo declaraciones sobre mis sentimientos. No hay caso, me sale solo. Por ejemplo, todas las huevadas que se dicen sobre la maternidad y sobre el dolor de una hija. A veces pienso que sólo yo sé realmente lo que es eso.
Es bueno hablar y que a una le escuchen. La Katy me oye pero siempre hablamos interrumpiéndonos, nos pasamos de un tema a otro y al final no terminamos ninguno. Antes, cuando yo no corría todo el día, nos instalábamos con un cigarrillo y un tecito caliente una vez que las clientas se habían ido y le dábamos a la conversa, aunque cada cosa que ella decía me llevaba a mí a otra y así, el hilo rompiéndose veinte veces. Pero ahora no tengo disculpa para distraerme. Conozco a Natasha desde hace poco, le tengo un poco de miedo, es tan seria. Yo tampoco pago, ¡de dónde!, fui derivada a ella por el hospital, el médico de la Susy quiere que yo me mantenga entera para hacerme cargo de mi hija. La terapia me ha vuelto más lista, entiendo más de todo, pero no he superado nada. Sólo sé que lo estoy pasando muy mal, nada más. Claro que eso es externo a mí. Mi dolor viene desde afuera y se me mete adentro, no como el de la Susy, que sale enterito desde el hueco más profundo de ella. La pobrecita parece como si planificara cada palabra para no decir nada. Como el gato. El otro día me quedé un rato sola en la cocina de mi vecina con su gato. A raíz de nada al muy huevón le vinieron ataques de terror, se erizó, corrió como si el diablo lo persiguiera, echó las orejas pa’trás como si se las hubieran planchado. En la cocina no había nadie, sólo un ventanal donde el gato se había estado mirando. Sorprendida, observaba a este animal que daba vueltas despavorido sin nada alrededor que pudiera asustarlo. Y de repente caí: el gato se aterra de sí mismo. Mi Susy. Como bien asegura el doctor, esto no será eterno. Algún día ella mejorará y, como dice Perales, sonarán mil acordes de guitarra. Tal vez a esas alturas ganemos la lotería y compremos uno de esos departamentos como los de mis clientas. Yo juego todas, toditas las semanas, segura que un día voy a ganar. Entonces, cuando voy en la micro, hago planes sobre qué vamos a hacer con la plata. Siempre, lo primero es el departamento. Y con calefacción central, ¡cueste lo que cueste! Después me imagino tomando aviones, nunca me he subido arriba de un avión, por la puta madre, cómo es posible, si hasta los más picantes compran paquetes pa Cancún. Me imagino con la Susy echadas pa’trás en una silla de playa con tragos de colores en las manos y bronceaditas por el sol, con un nativo que ojalá me haga cosas ricas en la noche. (¿Y mi vieja?, ¿dónde dejaré a mi vieja?). Siempre he soñado con tener ojos verdes y piernas largas, eso no me lo puede dar la lotería, y estoy segura de que toda mi vida habría sido distinta si hubiera tenido ojos verdes. A seguir soñando, Juani, pero la lotería no se transa, cada semana el boleto se compra puntualmente. Pagaría el préstamo al banco, recuperaría la hipoteca, compraría todos los remedios del mundo. Y me compraría ropa bonita, de esa fina que tienen mis clientas, poco acrílico y mucho algodón o seda, no sé con qué crestas se visten mis clientas pero las telas caen de otra manera, como suavecitas, como que no quiere la cosa. Y hartos zapatos de taco alto, de cuero, de charol, de cocodrilo, me encantan porque al caminar una va bien derecha y paradita, como instalándose en la vida, segura y sexy, todo lo que yo quiero ser. Y un vehículo. Haría el curso para conducir y la vida me cambiaría, podría hacer más depilaciones de noche, ir y volver con menos miedo de que pase algo y de no estar, cómo me cundiría el tiempo, aunque mis clientas que sí tienen auto no paran de putear contra el tráfico, que Santiago se ha vuelto insoportable, dicen, que es un horror el aumento del parque automotriz. Claro, el terror de ellas es que gente picante como yo agarre vehículo y les llene las calles. Me da risa cómo se quejan las cuicas, se quejan de todo, de puro llenas las tales por cuales.
Hay dos mujeres cerca de mí que me recuerdan a mí misma, que me hacen balancear en la cuerda floja, voy hacia una, luego a la otra, reconociendo en ellas una parte importante mía, pero aprendiendo de ellas, a fin de cuentas. Una es Lourdes, una migrante peruana que hace el aseo de la peluquería, y la otra es la clienta que ya mencioné, María del Mar. Entre ellas dos existe un desierto, no, el desierto es muy pequeñito, más bien un océano de distancia. De partida una es pobre y la otra rica, una es morena y la otra rubia, con eso digo lo más importante tratándose de este continente maricón, tan reclasista y racista. Partamos por Lourdes. Un día le pregunté cuándo era su cumpleaños y me contestó que no sabía. ¿Qué infancia tuviste, mujer?, le dije. Una de diez hermanos. Nació en la sierra, a muchos metros de altura. Su padre era cargador y se pasó la vida masticando hojas de coca para tener fuerza. Su madre criaba a los hijos y se hacía cargo de una pequeña huerta para darles de comer. El pueblo más cercano estaba a una hora caminando y el hospital, a tres. Los hermanos de Lourdes se morían como moscas. A ella no la dejaban ir a la escuela porque tenía que ayudar en la casa, que los hombres estudiaran pero no las mujeres, ya saben, mano de obra indispensable (y gratis, por supuesto). Así y todo, pasaban mucha hambre. Desde los tres años hacía pan y cocía el maíz y lavaba la ropa. Por descontado que nadie le enseñó a leer ni a escribir. El papá le pegaba de lo lindo, le sacaba la chucha cada vez que llegaba borracho. Quizás también se la violó el concha de su madre, pero ella no me lo ha dicho. Que los hermanos empezaron a manosearla como a los doce, los muy boludos, eso sí me lo contó. Un día, cuando tenía quince, decidió que había dos alternativas para ella: o tirarse al río más cercano o escapar de su casa. Aprovechó una fiesta religiosa que los llevó a un lugar más lejano que el mísero pueblo en que vivían y llegando ahí se fue, sencillamente partió. Entre tanto hijo, tardarían en darse cuenta de su desaparición. Se subió a un camión y le ofreció al chofer lo único que tenía —su cuerpo— a cambio de que la llevara a Lima, así, derechamente. El otro huevón aceptó al tiro, ni tonto. Y Lourdes llegó a la capital, de lo más saludable y de lo más aliviada. Ninguna nostalgia, ningún remordimiento. Nunca miró hacia atrás. El primer tiempo fue muy difícil, ¡de qué otra forma podía ser! Se ofreció para cocinar en un restaurante de los barrios más pobres pero la tuvieron un año lavando platos y fregando el piso por comida y alojamiento, sin pago. Alojamiento es un decir, la dejaban dormir en un jergón botado en la despensa, entre los choclos y las papas. En su desesperación, fue a ofrecerse a un prostíbulo de mala muerte y no la aceptaron, la hallaron demasiado joven y malnutrida y no les valía la pena tener problemas con las autoridades. Entonces empezó a llevarse a algunos clientes del restaurante a la despensa: ése era el único pago en efectivo que lograba. Se mantuvo un buen tiempo con ese sistema. Y como no es nada de tonta, cachó que siendo analfabeta no llegaba a ninguna parte y se puso a estudiar. Uno de los tipos que comían en el restaurante casi a diario le llevaba material. Desde el silabario. Le puso mucho empeño la pobre Lourdes hasta que aprendió. No vamos a decir que hoy es una erudita pero se maneja harto bien. Su otra obsesión era arreglarse los dientes. Así como yo creo que con ojos verdes sería otra, Lourdes decidió que con una buena dentadura toda su vida sería distinta. Lo logró aquí en Chile y sus dientes son su orgullo, todavía le paga cuotas al dentista todos los meses. Pero, para no desordenarme, vuelvo al restaurante de Lima. De tanto mirar al cocinero no le quedó más que aprender y hoy hace los mejores ceviches y ajís de gallina que nadie haya probado. Un día, uno de sus clientes —que le había tomado cariño— le dio la idea de viajar a Tacna con él y tratar de cruzar la frontera. Le explicó que en Chile podía hacer el mismo trabajo, o sea, lavar platos y limpiar el suelo, pero que le pagarían mucho mejor. ¡Ni que fuéramos Estados Unidos! Cómo andará la pobreza en otras partes, en Bolivia, en Perú, en Ecuador, como para que quieran venirse a Chile. Lourdes es una migrante pero es ilegal. Comparte una pieza con tres compatriotas, chiquillas jóvenes como ella, en el centro. La pieza no tiene más de tres metros por tres y les cobran ochenta lucas al mes, con baño compartido y derecho a cocinar en la pieza. Se cuelgan de la luz y varios edificios como el suyo se han incendiado. ¿Qué tal? Vive en un verdadero cuchitril pero dice que nunca ha estado mejor en su vida. Se siente libre y sale los sábados en la noche a echar el pelo con otros peruanos, se juntan en la calle Catedral, al costado de la plaza de Armas, y ya agarró novio y todo. Adolfo la presiona para que consiga los papeles y le dice que si no se apura, la va a echar. Si yo tuviera una pieza más en la casa, me la llevaba. Es dulce y trabajadora como nadie, hace todo sin chistar, nunca se queja. Hace esta pega porque no tiene papeles, si fuera legal podría aspirar a cocinar en un restaurante. Muchas veces he oído a alguna clienta llegar desesperada porque se quedó sin empleada. (Es la gran tragedia de sus vidas). Y siempre escucho a otra que le contesta: consíguete una peruana, son el descueve. Y pienso en Lourdes, pero mientras no legalice su situación tendrá que seguir barriendo y ganando una cagada de plata. No sé qué ángeles rodearon su cuna al nacer que la han perseguido sin darle tregua, ángeles de tristezas y penurias. Me identifico con ella porque, como yo, ve el vaso medio lleno antes de verlo medio vacío. ¿Qué hago contando cuentos ajenos? Se supone que debo contar el mío. Sin embargo, a veces pienso que la historia de una siempre es parte de la historia de otras.
María del Mar va a cumplir cincuenta años, es casi una vieja y se ve juvenil a pesar de todo lo que fuma y de que no hace ejercicio. Lo que pasa es que nació bonita, llena de bendiciones ella, es el extremo opuesto de Lourdes. Su padre se dedicó a la política y tenía plata familiar. Con la democracia hasta llegó a ser embajador. Su mamá es historiadora, una de las primeras mujeres que estudiaron en la universidad, hasta hoy pasa la mitad del día leyendo. A veces ella también viene a la peluquería y me gusta verla, acercándose a los ochenta y feliz de la vida, con su pelo muy blanco y liso hasta los hombros —no se peina como las señoras de su edad— y la cara siempre un poco quemada por el sol. ¡Y también fuma! Vive la mitad del tiempo en el campo y el resto en Santiago, en un departamento muy lindo en Vitacura, cerca de su hija. (¿Cómo habría sido yo con una mamá así? Depiladora, no, quizás una pintora famosa). La gran pasión de los padres de María del Mar eran los viajes y llevaban a los hijos con ellos. Les daba lo mismo el colegio, la mamá pescaba a los profesores y decía: me llevo a María del Mar a Roma, aprenderá muchas más cosas allá que viniendo a clases así que no me la pongan inasistente. Los profes no se atrevían a discutirle. Y partían. Tiene recuerdos de muy chica colgando de la mano de su madre en los museos más lindos del mundo y escuchándola decir: no importan los nombres de los movimientos ni de los pintores o arquitectos, lo que quiero es que tus ojos se acostumbren a la belleza. Y puchas que se acostumbraron. La estética es el tema número uno de María del Mar. Estudió algo así como Historia del Arte y hoy da clases en la universidad, escribe artículos en el diario, crítica le llama ella, y ha publicado un par de libros, bien cototudos, imposible leerlos. Todo con el Ritalin, aclara. Cuando le pregunto si gana plata con un trabajo así, me contesta que no mucha pero que, como tiene unas rentas que le dejó de herencia su papá, con eso le basta. (Rentas. Qué cueva la de ella. Nadie a mi alrededor tiene rentas, o sea, ganar plata sin mover un dedo, me da la impresión de que sólo en otro planeta podría pasar algo así. O en un cuento de hadas). Cuando los milicos se tomaron el poder, el famoso año 73, año en que yo nací, y María del Mar era una pendejita entrando en la pubertad, su papá tuvo que abandonar el país. Él era de la Unidad Popular, diputado o senador, algo así. Ella todavía se acuerda de esos días como el paso de una nube negra que lo oscurece todo pero que no se decide a reventar, sus padres ya no salían a trabajar, todos hablaban en voz baja a su alrededor, entraba y salía gente extraña de su casa, gente que nunca había visto pero que sin embargo parecía más cercana a sus padres que su propia familia. Sin ninguna preparación un día le avisaron que partían. Ella hacía maletas entre llantos pensando en sus amigas, en su colegio, en todo lo que le era familiar. No quería dejar su país. Llegaron a Washington, a la capital mismita del imperio, como le dice ella, y de un día para otro empezó una vida totalmente distinta, con otra gente, en otro idioma, con otros sabores y otro clima. Su rebelión fue negarse a aprender inglés. Por supuesto, no le duró mucho, al poco tiempo quería hacerse amiga de su compañera de curso y de un chico guapo que vivía en la casa de al lado. Terminó educándose en los mejores colegios y universidades y hoy agradece con toda el alma esa parte de su historia. Cada vez que puede parte a Washington de visita, me cuenta lo que ha visto, qué muestran las vitrinas. Me parece conocer la casa de la amiga con quien se aloja, en un barrio detrás del Capitolio, una casona larga y angosta de cuatro pisos. No para de hablar de Obama, Obama le «pasó a ella», así lo vive. Me comenta lo preciosa y contradictoria que es la ciudad. Le hago preguntas, le pido detalles y termino envidiando las muchas áreas verdes de Washington y emputeciéndome con las de Maipú. Cómo será que hasta me trajo un libro de regalo, un libro precioso con fotografías de todos los monumentos y parques y ríos. El día que yo vaya para allá todo me va a sonar conocido. Se enamoró de un científico inglés que también estudiaba en Washington y se casó con él. Vivieron cuatro años en Londres, donde aprovechó para hacer un posgrado, y hasta ahí llegó el matrimonio. Cuando se vio joven, libre e independiente, decidió volver a Chile. Convenció a su único hermano —el sicólogo que atiende a la Susy— de hacer lo mismo y se instalaron aquí con ganas de participar en la caída de los milicos y en la formación de la nueva democracia, según sus propias palabras. Entonces se enamoró de nuevo, de un chileno esta vez, y volvió a casarse. Para hacer la historia corta, va en su tercer matrimonio y lo cuenta con toda naturalidad, como si casarse tres veces fuera lo más normal del mundo. Cada separación, según ella, ha sido espantosa y llena de sufrimiento. Igual, considera que hay que arriesgarse. Sin riesgo no se llega a ninguna parte, Juani, me dice de vez en cuando. Tiene dos hijos, uno de cada marido chileno, y tanto ellos como los maridos la adoran. Por supuesto: a los hijos les va estupendo, son aplicados y bonitos y ninguno heredó el déficit atencional. A ella le encanta hablar mal de sí misma y cuenta su historia como si fuera una tragedia, cuando, en el fondo, lo ha pasado tan rebién y su vida es tan envidiable desde todo punto de vista que supongo que lo hace para que le perdonen su propia fortuna. Exagera sus defectos para que no se noten sus talentos. Por ejemplo, entra a la peluquería con un dedo vendado y dice: como soy tan torpe, me corté anoche mientras trataba de cocinar, soy incapaz de entrar a la cocina sin cortarme o quemarme. Pero yo sé que es una fantástica cocinera y me ha dado recetas harto buenas. O entra apurada para hacerse un brushing y comenta: mierda, ya dejé el celular en la casa, si es que tengo la cabeza tan mala, soy incapaz de hacer nada bien. Pero yo sé que es ordenadísima, es justamente por el déficit atencional, se puso obsesiva para poder funcionar. Soy un asco, un asco, dice mirándose al espejo, y el único reflejo que a mí me llega es el de una mujer estupenda, con un precioso pelo rubio grueso y abundante y con piernas largas, largas. Cuando la ayudo a sacarse las botas para depilarse, toco el cuero, parece terciopelo de tan suave y fino. Entonces yo me digo: quiere que la perdone, que la perdone por ser tan inteligente, tan regia, tan amada y más encima rica, por eso me dice que es un asco. Pero en vez de envidiarla yo la quiero. Es una persona generosa porque conoce lo privilegiada que es y, sin saber mucho cómo, desea compartir sus privilegios. Todo alrededor de ella tiene algo de etéreo, como si la envolvieran unos tules celestes que la protegen del mal y que hacen que, al encontrárselo, le dé la espalda y se niegue a participar de la jugada. Ustedes dirán por qué mierda yo me identifico con una persona como ella. Es que tenemos la misma vocación para la felicidad. He aprendido que la misma experiencia puede ser gozada por una y sufrida por otra. Pienso que si mi pobre vieja hubiera sido culta y educada, yo podría haber sido como María del Mar. (Tuve que estudiar un discurso de Bernardo O’Higgins con la Susy y me acuerdo que decía que sólo la civilización y las luces hacen a los hombres sociales, francos y virtuosos. ¿Civilización? ¿Luces? ¡Mierda!). La pobreza es relativa. Soy mísera al lado de María del Mar y millonaria al lado de Lourdes. Soy un poco de las dos.
Me falta hablar del Flaco y con eso termino. El único pecado del Flaco era tener caspa y ser casado. Hace más de once años, para un Dieciocho, asistí a la fonda del parque O’Higgins, de esas que me gustan a mí, que cuando chica me quedaban al frente de mi casa, con harta cueca, empanadas, causeo y vino tinto. Soy rebuena pa bailar y vi que un gallo en el público me miraba y me miraba. Era más o menos alto, parecía alambrado, o sea, flaco y fibroso, y los miembros se movían solos como si estuvieran apenas atornillados al cuerpo. Sus ojos eran muy negros, igual que los rulos en su pelo. Me gustó, me gustó al tirito. Yo vestía una falda negra ajustada con una polera amarilla y zapatos amarillos también. Entonces se me acercó y me dijo: quiero bailar con esta abeja tan alegre. Después me invitó una piscola. De repente eran las dos de la mañana y yo seguía bailando con él y mi grupo ya había partido a otro lado. En ese momento el mundo entero parecía vacío y no sé qué pasó, quizás se alinearon mis estrellas, la cosa es que me fui con él. Su sexo era el mejor don del cielo. El problema es que después de probarlo supe que el muy huevón tenía mujer. Me lo contó a la mañana siguiente, y ya era muy tarde. Ése fue mi Error, con mayúscula. Me fui a la casa ese día pensando que sería bueno no volver a verlo, no me gustan los hombres casados, nunca me meto con ellos. Pero el Flaco no era cualquier hombre. Aunque bueno para la fiesta, la vida del Flaco era una vida de esfuerzo y seriedad. Había partido como chofer de taxi. Poco a poco, con préstamos y ahorros, se compró su propio auto. Con lo que ganaba fue ahorrando para comprarse otro mientras seguía manejando el ajeno. A los treinta y cuatro años era dueño casi de una flota y hoy no le debe un peso a nadie. Le costó llegar arriba y se acuerda de cada paso del camino. Muy empingorotado él, se convirtió en un microempresario. Y hasta el día de hoy siempre maneja uno de sus taxis, no se queda en la casa a mirar lo que ha ganado ni a hacer que otros trabajen pa él. De ahí tal vez salió tan responsable con el matrimonio, que más fue por apuro que por otra cosa. Embarazó a una prima lejana y toda la familia —que es grande y metiche— lo cercó y presionó y tuvo que casarse nomás. Tiene cuatro cabros. Quién lo habría dicho, un hombre grande, un fortachón que se las daba de Rocky y tan apollerado con la familia. Una semana después del Dieciocho apareció con su taxi por el salón de belleza. Y yo que creí que ni me había oído cuando le conté dónde trabajaba. Me invitó al McDonald’s y nos comimos una hamburguesa con papas fritas. Después de eso me llevó a la casa, muy educadito, ni una palabra de sexo. Y yo no paraba de temblar, con disimulo, por dentro, pero temblaba igual la muy tonta. Como mi tema preferido siempre fueron los hombres, he tratado de imaginarme cómo es ser uno de ellos: sentir genuinamente que el mundo comienza y termina en ellos, sentir cada uno que es el centro de la tierra, por la puta, ¡con todos los que son! No crean que el Flaco se salvaba. Así, empezó a cortejarme. De a poco. Con mucho respeto. Como una mosca de verano, grande y pesada, saltaba entre mis labios y mi lengua y aunque yo aleteara no se iba. Hasta que se me hizo indispensable. Hasta que me enamoré, como una pendeja. No lo veía los fines de semana y eso me apenaba, quería compartir con él mi casa, mi vieja y mi hija, los Sábados Gigantes, los paseos, las compras. Pensaba en la otra mujer y aunque la odiaba, sentía pena por ella. El Flaco me quería, putas que me quería. Como a los tres meses yo le dije que no deseaba volver a verlo, que me hacía sufrir que él fuera casado y yo soltera, que me sentía en desigualdad de condiciones. Nos dejamos de ver por diez días. Ésa fue la primera de las veinte veces que decidimos cortar la historia. Pa qué les cuento el encuentro al cabo de esos diez días, ni perros hambrientos que hubiéramos sido. En el garaje donde guardaba los taxis tenía una pieza para él. La convertimos en nuestro nido, hasta le cosí cortinas nuevas y le compré una colcha bonita. Cuando llevábamos un año, le di un ultimátum. O se separaba de su mujer legítima o nada. Eres pedigüeña, Juani. Así me decía. Estuvimos lejos como dos meses y el concha de su madre no se atrevió a separarse y yo volví con él. Ése fue el Error. ¿Saben cuánto duró esta historia? ¡Diez años! Diez putos años. Que cuando crecieran los cabros, que cuando se muriera su papá, que cuando los cabros salieran del colegio. Yo peleé por él, sin remilgos ni pudores, lo necesitaba más que su propia esposa, lo quería más, así de simple. Pero él no tuvo los cojones para dejarla. Tanto vociferar el hombre para terminar dócil y entregado. Y más encima la esposa se embarazó, se embarazó cuando llevábamos cinco años juntos. Eso fue demasiado. Ahí sí que perdí la paciencia, yo cuidándome como una estúpida cada ciclo y ella embarazándose. Yo, sin poder tener un hijo suyo. Conchuda la vida. Aquella vez sí que lo abandoné. Miento, lo abandoné un tiempo nomás pero fue la vez más larga y más dolorosa. ¿Y qué puedo hacer yo?, me preguntaba el Flaco con cara de inocente. Convencerla de que se haga un aborto, le gritaba yo, indignada, fuera de mí misma. Le di una semana de tiempo para que tomara una decisión. El día indicado tocó el timbre y salí a recibirlo. Lo saludé con voz cantarina sabiendo que una cuerda, como en un violín o una guitarra, se había desafinado. Y, claro, ya se pueden imaginar la respuesta. Entonces sí que morí un buen poco. Cobarde el Flaco, ¡putas que le faltaron bolas! Y yo, como dice una clienta mía, desolada, desolada. Pasamos casi un año separados. Le dio tiempo hasta para ver nacer a su hijo sin sentir culpa. Cuando volvimos, yo ya estaba distinta. Sabía que no iba a ningún lado, que no teníamos futuro, que él nunca abandonaría a la madre de sus hijos. Pero igual éramos tan felices juntos, puchas que nos queríamos y nos aveníamos. Seguí viendo el fútbol con él, mamándome hasta los partidos de tercera división, qué fanático del fútbol el Flaco. Todo parecía igual pero yo ya no me pasaba películas. ¡La cantidad de artículos que leí en las revistas de la peluquería dedicados «a la otra»! Porque aunque yo no quisiera, eso era yo: la otra. A partir del tercer año, más o menos, empezó a dormir en mi casa algunas noches. La Susy se fue al dormitorio de mi mamá. Nunca supe qué disculpa le daba a su mujer, los taxis supongo, no pregunté. Igual, yo le decía siempre a la Susy: cuando seas grande, no se te ocurra meterte con un hombre casado, Susy, no hagas semejante huevada. Sí, mami, me contestaba ella, con la misma naturalidad como si yo le hubiera advertido que no tomara café de noche para no echar a perder el sueño. No me arrepiento de nada. Pero yo, chiquillas, como los buenos equipos de fútbol, vendo caras mis derrotas. Y hasta el día de hoy el Flaco anda llorando por mí. Él sabe que no puede volver a pisar mi casa si no ha cambiado su situación legal. Quizás algún día lo haga, y quizás ya no me encuentre. Mañana mismo puedo conocer a otro, como conocí al griego. Claro, que con la pena con que ando este tiempo, con estas agujas que se me clavan en el diafragma, no estoy en las mejores condiciones pa conocer a nadie. En verdad, qué Flaco ni qué nada. Lo que ronda mi cabeza son otras cosas. Todas esas que me dicen los doctores sobre la enfermedad de la Susy: que la alteración de la autoestima, que el trastorno del sueño, que la euforia sin depender del estímulo, que la irritabilidad, que la angustia. De esas cosas me hablan. Ésas son las palabras que he debido aprender. En eso se me va la vida.
Hace unos días una clienta me contaba de una tribu de nativos americanos que viven en una pequeña islita del Ártico, allá arriba, muy, muy arriba. Lo sorprendente es esto: en torno al 10 de mayo de cada año amanece y no anochece hasta fines de agosto. La idea me ha quedado rondando: empezar un día y no terminarlo hasta tres meses después. Claro, qué es un día, me pueden preguntar. Pero no puedo apartarme de la cabeza la pesadilla de la luz. ¿Cuándo, entonces, escupir al diablo para que deje de dar vueltas por mi casa y se vaya de una vez por todas a dormir? Siempre la luz, a toda hora, sin descanso, el blanco, la iluminación, la falta de sombra. Un sol casi eterno. Como si nada se pudiese hacer a escondidas. El día gigantesco, ardiente, agotador. Cómo soñarán con la noche esos habitantes, con el descanso de la oscuridad. Y pensé que yo me sentía indefensa como ellos ante esta luz que apunta sin piedad. Que acusa, que maltrata. La puta que lo parió. Ya vendrá la noche. Ya vendrá.