Soy la Mané y así como ustedes me ven, fui siempre la más linda. Mido un metro setenta y cuatro, que ya es mucho para este país, peso sesenta kilos. Aún hoy, a pesar de los años, conservo mi peso, aunque mi cuerpo lo vea sólo yo. Cumplí setenta y cinco hace unos meses. Apenas me los celebraron. Fui preciosa. Es una lástima que deba hablar en pasado. Nadie dice «soy preciosa» y menos aún «seré preciosa». Bueno, eso es lo que tengo: pasado. Hay una película de los años cincuenta que se parece a mi vida: Sunset Boulevard. Será por eso que me conmueve tanto. Interpretada por Gloria Swanson, está basada en la vida de Norma Desmond, una gran actriz del cine mudo de Hollywood, una verdadera diva que tenía el mundo a sus pies y que actuó en decenas de películas. Sucede que quiso volver a actuar y a tratar de seducir cuando ya había envejecido, pero sólo consiguió que la abandonaran. Todos los directores y productores que antaño la ensalzaban le dieron la espalda, ya no servía. Y ella se negaba a darse cuenta. Ni siquiera respondían sus llamadas al teléfono. Y se fue pudriendo, sola, abandonada. Como yo.
Desde chiquita me gustó disfrazarme y bailar frente al espejo. Cuando mis padres salían, iba de puntillas al armario empotrado de mi mamá —no existían los clósets en mi casa— y le robaba los chales y los pañuelos de cabeza. Tenía muy pocos, pero igual me los ponía de mil modos, en la cintura, en la cabeza, en los tobillos. Mi mamá era costurera y mi papá jefe de la construcción, para que no imaginen que aquellas telas con las que jugaba eran las destinadas a la familia del Aga Khan. Lo importante es que yo sí me creía Rita Hayworth y mi imaginación transformaba en sedas orientales los recortes de popelina barata de los vestidos que hacía mi mamá. Las mujeres entonces no estudiaban, no tenían las vidas encachadas que tienen ahora. Sé que en otros ambientes y latitudes sucedía pero no en el mío. Nací en los años treinta, una época macanuda para las mujeres en Europa, el período de entreguerras: ya se habían acortado las faldas, ya fumaban y tomaban, se metían en política, respiraban a fondo como si el mundo se fuera a acabar. Ellas, no las chicas de provincia como yo. En Quillota, donde nací, las mujeres se dedicaban a la casa y sólo hacían tareas pagadas para ayudar a la economía doméstica. Lo que sí teníamos era educación. En el liceo destacaba en las obras de teatro que representábamos. Me gustaba hacer todos los papeles, hombres o mujeres, jóvenes o viejos. La vida provinciana, tan asfixiante, se me olvidaba cuando subía al escenario. También gané los pocos concursos de belleza en los que se podía competir: fui Reina de Belleza de Quillota y Miss Quilpué. La directora del liceo fue mi cómplice, ella notó que yo tenía pasta para ser algo más vivo que una dueña de casa. Era una mujer muy lúcida, amiga de Amanda Labarca y de las sufragistas, todas esas viejas choras a las que les debemos tanto. Así, ella se las arregló con mi familia para que me fuera a Santiago y estudiara teatro bajo la tutela de un gran director de la época. Viví en casa de una tía y la vida cambió de color. Cómo no, «si “erei” tan relinda», me decía la tía. Santiago era una ciudad viva y entretenida, ná que ver con la lata que es hoy día. Daba gusto vivir aquí. Había poquísimos autos, muchos árboles, casas señoriales en el centro, bohemia, teatros, imprentas, poetas. Y un asesinato sólo a cada tanto, como para recordarnos que éramos humanos. Yo andaba sola de noche, tan campante, por la calle Brasil. La vida entonces era muy austera. Chile era un país pobre, las cosas importadas no existían, desde un par de jeans a una botella de whisky, nada, parecíamos un país socialista del este de Europa. Recuerdo la primera vez que mi compañía viajó fuera del país, fuimos a Cochabamba, en Bolivia. Vi en la calle un puesto de caramelos y me acerqué pensando en nuestros Ambrosoli y nuestros Serrano o Calaf, los únicos que teníamos aquí, y para mi sorpresa, había chicles de todas formas y colores, pelotitas amarillas, corazones rojos, triangulitos verdes, las etiquetas con letras en inglés, barras de chocolates que parecían regalos de Navidad y encendedores desechables que me parecieron irreales de lo puro mágicos. Me quedé con la boca abierta, fue mi primer encuentro con lo que algún día llamaríamos la globalización. El otro día estaba en casa de mi cuñada con una de sus nietas que quería pegar unos monos en un cuaderno y no tenía con qué. Le sugerí que hiciéramos un engrudo. Me miró como si le hablara en arameo. ¡No sabía lo que era el engrudo! Le expliqué que era una pasta que preparábamos con harina y agua para pegar y me contestó: ¿para qué si podemos comprar cola fría o stick-fix? Bueno, en ese Chile vivía yo. Pa qué les recuerdo que no existían los computadores ni ninguno de esos aparatos pa’ escuchar música que se usan hoy, le dabas gracias a Dios si alcanzabas a tener una simple radio. En el ambiente de teatro una conocía a todos los artistas, me topé tantas veces con Neruda, con De Rokha, era de lo más normal si te ibas a tomar un traguito al Bosco en la madrugada. O si cenabas en uno de los boliches cercanos. Uno de los parroquianos del Bosco era un poeta de pelo claro que tenía una mirada ladina. Como dicen en el campo, nunca abría del todo el ojo izquierdo, y sus dientes —aunque empezaban ya a amarillear un poco por el tabaco— eran chiquitos y perfectos. Siempre sostenía un cigarrillo y me encantaba mirar sus manos, que iban y venían a su boca. Pedí que me lo presentaran. Cuando se levantó del asiento para darme la mano noté que era muy alto y eso me gustó al tiro. Le eché el ojo. Empecé a rechazar otros bares para sólo ir al Bosco y encontrármelo. Un día me senté de lo más decidida a su mesa, él garabateaba palabras en una servilleta. Me quedé calladita a su lado, como deben hacer las musas. Cuando terminó de escribir, levantó la vista y leyó en voz alta su poema. Me pareció precioso y se lo dije. Él me sonrió agradecido. Eres una mujer dulce, me dijo. Yo le contesté: cazas más moscas con la miel. Él rió. Me invitó a una cerveza. Al día siguiente llegué a la misma hora y me senté en la misma mesa, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Pasaron así cinco días. Al quinto, cuando me levanté para irme, él se levantó conmigo y me encaminó por la Alameda. Íbamos a cruzar esa calle ancha cuando, de sopetón, me tomó de la cintura y me plantó un beso. Me gustó mucho ese beso. Ése era el Rucio. Creo que me enamoré de él porque era más alto que yo, nos veíamos tan bien juntos. A los seis meses nos casamos. Era casi ridículo casarse en ese ambiente y momento pero lo hice por mi familia, ¿cómo iban a enfrentar mis pobres viejos a los parientes de Quillota si yo no mostraba la libreta? El Rucio —así le decían todos, poco acostumbrados en Chile a ver una mecha que no fuera un clavo negro— era talentoso. Me compuso decenas de poemas, tan relindos todos, y el único libro que alcanzó a publicar llevaba como título mi nombre. Todo el mundo consideraba de lo más natural que él se dedicara a ensalzar mi belleza, tampoco me sorprendía a mí, me reía de que estuviera tan chiflado. Por mientras, yo, dale con actuar, y cada día me iba mejor. Me ofrecían solamente papeles de joven hermosa. Pa’provechar tu guapura, decía el Rucio. ¿No será que no soy suficientemente buena?, le preguntaba yo. Porque, a pesar de todo, fui siempre insegura. Como todas. Algunas de mis amigas me decían: ¿insegura tú, con lo linda que eres? Y yo les contestaba: no tiene ná que ver una cosa con la otra.
Al Rucio no le interesaba tener hijos. Y yo, la tonta, le hice caso. Me da rabia la expresión en la cara de las mujeres cuando me escuchan decir que no tuve hijos porque no quise tenerlos. Cómo me atreví a desafiar las leyes de la naturaleza, me dicen sin decirlo. Las desafié porque entonces no me importaba demasiado, porque me bastaba el Rucio y el teatro, porque vivía el momento y creí que las buenaventuras serían para siempre. Hoy en día a veces me arrepiento. Esas mujeres que se llenan de hijos programando su futuro me dan espanto, pero dejémonos de cuentos: la vejez con o sin hijos hace toda la diferencia. Entonces, el arte era lo único que importaba. El Rucio escribía y yo actuaba. ¡Lo pasábamos tan rebién! Teníamos tantos amigos, las noches eran eternas, nadie se levantaba temprano, nadie tenía un trabajo normal como quien dijera. Y esos domingos maravillosos, nos quedábamos hasta tarde metidos en la cama haciendo «juegos chulos», como los llamaba el Rucio. Casi no veíamos la luz del sol. A mí me da un poco de risa cómo las nuevas generaciones veneran la vida al aire libre. ¡Puros mitos! No se nace ni se muere al aire libre, todo lo importante pasa adentro. Llegué tarde para la tele. Habría sido un hit en las telenovelas. Pero a esas alturas ya me habían dejado de lado. Porque pasaron los años. También para el Rucio, no encontraba editorial y se frustraba y tomaba. Nadie quería editar poesía porque no se vendía. Neruda jodió harto a sus contemporáneos, aunque el Rucio fuera bastante más joven. Pero igual me quería, nunca se descargaba conmigo, me cuidaba como a un cachorro nuevo. Recuerdo que entonces llegó a Santiago un virus —o lo que fuera— al que le decían «la fiebre equina», no sé qué tendría que ver con los caballos, pero la cosa es que me pescó a mí. Era como morirse por unos días, una gripe fuerte parecía un rasguño al lado de esto. El Rucio no me dejó ni a sol ni a sombra, me administraba los remedios, me hacía unas sopas de cabellitos de ángel que yo pudiera tragar, me cambiaba las sábanas cuando se mojaban de tanto sudor. Mi recuerdo de esa famosa fiebre —la única vez que me enfermé a su lado— es como entrar de lleno al escenario de La dama de las camelias: yo, como Margarita Gautier, me daba el lujo de agonizar con un hombre arrodillado a mis pies, amándome y cuidándome.
Me aparecieron las primeras patas de gallo y los ojos brillaban menos. Empezó a escasear la pega. Cuando no tenía que ir al teatro, me quedaba en la noche al lado del Rucio y sus amigos, tomando. Vivíamos al tres y al cuatro. Nunca tuvimos mucho y nos arreglábamos. Pero la plata disminuía seriamente. No nos alcanzaba pa’l arriendo. Algún amigo nos prestaba y cuando yo agarraba un buen papel se lo devolvía. Pero pa’l trago, fuera como fuera, siempre teníamos. Lo que nos faltó fue la chaucha pa’l peso, y lo digo en ambos sentidos, el real y el otro: ni el Rucio era tan buen poeta ni yo tan buena actriz.
Por fin el director del Teatro de la Universidad de Chile decidió apostar por mi talento, no por mi belleza. Y me dieron el papel de Blanche en Un tranvía llamado deseo. Estaba justo en la edad, cuando ya no eres joven pero te desvives para que no se note. El papel de Blanche es el que toda buena actriz quiere interpretar algún día. Es un papel dificilísimo, lo hizo Vivien Leigh en el cine, al lado de Marlon Brando, ¿se acuerdan? Debe haber sido una de las primeras películas de Brando, tan, tan buenmozo el tonto, cada músculo que mostraba en esas camisetas ajustadas llenas de transpiración, las mujeres se morían por él, tenía una mirada de niño malo… Volvamos a Blanche, la del tranvía. Ensayé con el ardor que una le pone sólo a algo que sabes que vas a perder, como los últimos polvos de un viejo al que le aguarda la impotencia. Estaba tan aburrida —y un poquito humillada— con mis últimas apariciones en escena, Blanche me daría el prestigio que nunca tuve y nadie tendría la mala voluntad de decir que mis papeles se me asignaban sólo con un criterio estético. Llegaba exhausta por la noche, habiendo dejado el alma en el ensayo. Casi no veía al Rucio, ya no podía acompañarlo a sus tomateras y caía dormida al minuto que veía la cama. Pero él no se quejaba, ¡estaba tan orgulloso de mí! Recuerdo ese tiempo como uno muy rico, vigoroso. Fue entonces que viví el «efecto luna llena». Así lo llamé. Me sentía como si yo misma fuera una gran luna, creciendo y creciendo de a poquito, noche a noche, para llegar a ese estado completo, absolutamente luminoso, donde nada falta ni sobra. Intuía que cuando ese equilibrio terminara, empezaría a decrecer, a achicarme poco a poco hasta casi desaparecer. En toda vida hay una luna llena. Si una pudiera reconocerla para gozarla, al menos para sentirse diáfana y completa. Organizamos una gran fiesta para el día del estreno. No había permitido que el Rucio asistiera a los ensayos: deseaba sorprenderlo como la Blanche que llegaba a Nueva Orleáns, con mi vestido, el sombrerito y todo. La verdad, aunque parezca poco humilde, ¡actué de maravilla! El teatro se vino abajo aplaudiendo y mientras yo saludaba y recibía un ramo de rosas, buscaba en vano la cara del Rucio. Imaginaba las críticas en los diarios y los títulos «¡Por fin mostró su verdadero talento!», «Renacimiento de una actriz» y tonterías por el estilo. Cuando terminó la obra y me fui, casi desmayada por la emoción, al camarín, no era el Rucio quien me esperaba sino Pancho, su íntimo amigo. La expresión de su cara debiera haberme advertido pero yo estaba tan imbuida de triunfo que no la vi. El Rucio había muerto. Lo habían atropellado cruzando la Alameda, cuando se dirigía al teatro a verme. Un bus le golpeó la cabeza y lo mató al instante.
Interpreté el papel de Blanche sólo para el estreno. Dicen que al día siguiente yo estaba en estado de shock, no escuchaba nada, no hablaba, sólo los ojos abiertos revelaban que no dormía. Mis ojos eran un par de lágrimas, tan claros y aguados. Del funeral recuerdo poco, alguien recitaba un poema al lado de la tumba y era un mal poema, mucho peor que los del Rucio. Un par de amigas actrices se apiadaron de mí, calentaron sopa y se preocuparon de que me la tomara. Se turnaban los primeros días para quedarse a dormir porque mis noches eran insólitas: me sentaba en la cama a mirar un punto fijo con los ojos muy abiertos y no los cerraba durante horas. Lo que entraba en mi estómago salía al tiro, vomitaba sin parar, de la cama al guáter y del guáter a la cama. Así fueron esos días. No pude volver al escenario, no recordaba ni una sola línea. Como si la obra nunca hubiera existido. Hasta ahí llegó el renacimiento de la gran actriz. ¿Cómo creen que subsistí? Pues con tres cosas: el trago, los hombres y el teatro. Y en ese orden. Tomé como una condenada, lo que fuera, pisco, gin, vino. Lo importante era dormir, ser una muerta, de eso se trataba. Me iba al Bosco y los amigos del Rucio me invitaban a tomar, yo no tenía con qué pagar. Habiendo fiesta y velorio regado, no hay novia fea ni muerto malo. Pero después de las parrandas llegaba inevitable el día siguiente. Abría los ojos y antes de sentir el dolor de cabeza, la boca pastosa y todos los efectos de la resaca, recordaba que había enviudado. No, no puede ser, es un mal sueño, decía, e intentaba dormirme de nuevo. Entonces, pa resistirlo, pescaba la botella de vino tinto. No me levantaba durante días enteros, ¿pa qué iba a hacerlo? No me duchaba y trataba de dormir, ojalá todo el día. Me acostaba con quien se me pusiera por delante. En todas partes se cuecen habas, no cabe duda. Muchas veces desperté al lado de hombres que no había visto en mi vida, no me acordaba de nada. Alguno de ellos era gente de teatro y me conseguían alguna obrita, pa comer, nomás. Papeles insignificantes, nadie confiaba en darme algo importante. Y yo lo hacía, a pesar de haber sido Blanche, sólo por las lucas. Al poco tiempo dejé —tuve que dejar, mejor dicho— el departamento que arrendábamos en la calle Merced, no podía pagarlo. Irme de ahí era como volver a despedirse del Rucio. (Tantas veces odié a la famosa Blanche, si no fuera por ella el Rucio viviría, me lo repetía y me lo repetía). Como no tenía plata pa un departamento partí en busca de una pura pieza. La encontré en un edificio en la calle Londres y ahí me instalé con mis cuatro pilchas. Al menos tenía una linda vista, es una calle muy bonita, allá abajo, en el centro. Pero era frío, más helado que candado de fundo. Y seguí metiendo hombres a mi cama. Tanto va el cántaro al agua que por fin se rompe: agarré una infección bien fea. Entonces mi cuñada, la hermana del Rucio, llamó a mis padres. La Charo. Cuando la conocí, el día de mi matrimonio, me pareció una persona convencional y demasiado recatada para mi gusto. Se vestía con trajes de dos piezas y usaba perlas, aunque fueran falsas. ¡No se le movía un pelo! Quizás por esa razón tardé en acercarme a ella. Siempre me dio la impresión de alguien que, bien o mal, se tenía a sí misma, que era dueña de su cabeza. Cuando enviudé, ella debió decidirse a intervenir y hacerse cargo de mí. Mi único hermano vivía en Punta Arenas y me resultaba lejano y desconocido, por lo que Charo pasó a ser «mi familia». Es una buena mujer, es enfermera, trabajadora, seria y empeñosa. Hace unos turnos con horarios espantosos en el hospital pero nunca se le nota cuando no ha dormido. Sus hijos son mi único contacto con las generaciones jóvenes, si no fuera por ellos entendería bien poco de cómo va la cosa hoy día. Llegaron a Santiago, mis padres, enteritos, ordenados y con buena salud. Ambos olían tan bien. Me sacaron de la calle Londres a rastras y me llevaron a Quillota. Me metieron en una cama, mi cama, que seguía igual que en mi infancia. Todito igual, el corredor, la cocina grande, la decencia. Y me cuidaron. En la casa familiar empecé a recuperarme, dejé de tomar, me alimenté como Dios manda, me curé la infección. Pero el único trabajo posible en Quillota era atender el almacén de un tío y fui rigurosa: no había sido actriz para terminar pesando el azúcar. La provincia es fatal en un país centralizado: un lugar donde siempre falta algo, donde todos y todo es siempre igual. En la capital quizás vuelvas a casarte, me dijo mi mamá ilusionada, sigues siendo tan linda… Me apenó despedirme de ella, tan inocente, tan modesta en su vestidito camisero, con su olor a limpio, tan lejana a mis lados oscuros y desesperados. Volví a Santiago y a mis antiguos círculos. Mi papá me había pasado parte de sus ahorros y pude arrendar un pequeño, pequeñísimo departamento, no importaba el tamaño, mi único sueño era un baño para mí. (En la casa de Quillota siempre hubo un solo baño para toda la familia, y aunque siempre relucía, nunca me atreví a entrar en ese estado de ocio sensual y profundo que inspira una tina caliente o un espejo que me reflejara entera). Así empezaron mis años en la calle Vicuña Mackenna —yo cuento las épocas según la calle donde vivía—, y los primeros fueron difíciles. Mientras insistí en ser una actriz, no viví más que humillaciones. Experimenté lo que significa que un amigo se negara al teléfono, igual que la pobre Norma Desmond. En ese entonces no existían estas secretarias ridículas de hoy que niegan a sus jefes por principio y que compiten entre ellas sobre quién tiene el jefe más importante, no, la gente atendía sus propios teléfonos. Y hombres que habían implorado por mi cuerpo algunos años atrás me traspasaban ahora con la mirada como si yo fuera invisible, como si no existiera. Mendigaba por un pequeño papel como si las tablas fueran a solucionarlo todo. No tenemos papeles para tu edad, ésa fue la frase que más escuché en ese tiempo. Me teñí el pelo, cambié mi indumentaria, me maquillé como las jóvenes, pero no sirvió de nada. La ilusión es más peligrosa que mono con navaja. Y me daba vueltas en la cabeza la ilusión de mi madre: volver a casarme. No sería un hombre quien lo resolviera todo pero ayudaría. Hubo, en efecto, un par de candidatos, aunque ellos me tenían para la cama, no para la casa. Sin embargo, nos encontrábamos en fiestas o en el teatro, y ellos aparecían con sus esposas. Ya llegaron las legítimas, decía yo enojada, ¡odio a las legítimas! Un marido es un lugar. Un lugar de solidez. De pureza, incluso, si una se empeña. Me hacía falta un lugar de sosiego. Una noche llegó mi cuñada a mi departamento. Me sacó a comer a un restorán de lo más bonito y me dijo así: basta, Mané, se acabó el teatro y punto. En nuestro país no hay cine y la tele recién comienza. Piden jovencitas prometedoras o actrices de carácter y tú no eres ninguna de las dos. ¿Por qué no das clases de actuación a otras? Hay una buena academia donde trabajan un par de amigos míos, te los puedo presentar. Y vives de un ingreso permanente, cotizas, hasta podrías tener una jubilación. Le hice caso porque no tenía otra alternativa. Me dije: hay que arar con los bueyes que haya, Mané.
Y así se me fue la vida. Enseñé en la academia, fui una buena profesora, pagué imposiciones —tal como me decía mi cuñada— y hoy vivo de mi jubilación. Cuando mis padres murieron vendimos la casa de Quillota. La compartí con este hermano casi desconocido que tengo y me tocó la mitad. La junté con una platita que me dejaron los padres del Rucio y me sentí una reina cuando compré mi primera y única propiedad: un minúsculo departamento en la calle Santo Domingo, muy mono, tiene luz y es mío. No sé en cuántos metros vivo, no serán más de cincuenta, pero alcanza para un pequeño cuarto de estar, un dormitorio, una cocina como de casa de muñecas y un baño privado. ¿Qué más quiero? A veces pienso que un balcón, aunque fuera uno chiquitito, me habría hecho muy feliz, pero no importa. Mis gastos son muy, muy controlados y respiro tranquila, ya no moriré como mendiga, sin ni siquiera un perro que me ladre. Y además, fue en esa época —la época de la serenidad, como la llamo— que comprendí que la vida me había dado un regalo enorme: había sido amada. Y había amado a mi vez. Amar y ser amada, según me han confirmado el tiempo y los ojos, es raro. Muchos lo dan por sentado, creen que es moneda común, que todos, de una forma u otra, lo han experimentado. Me atrevo a afirmar que no es así: yo lo veo como un enorme obsequio. Una riqueza. Son tantas las personas que no lo conocen, no es un bien que se encuentre en cada esquina. Es como que te toque la lotería. Te transformas en una millonaria. Aunque después se termine la plata, ¿puede alguien quitarte lo vivido?, ¿puede alguien acusarte de haber tenido una vida ramplona? Nada es ramplón si fuiste millonaria. Algo así es el amor. Aunque el Rucio se me murió, aunque me quedara sola hasta el fin de mis días, no importa, lo que había sentido me transformaba, eso era inamovible. A partir de esa comprensión, se fue la ansiedad. Y con ella, todas sus compañeras, ninguna muy aconsejable que digamos.
Ser vieja es estar siempre cansada. Es despertar cansada, es andar cansada durante el día y es acostarte cansada. Cada mañana, al despertar, recuerdo quién soy y debo empezar a amigarme con mi propia persona. Me pregunto por qué se me ha permitido un día más de vida. ¿Debo agradecerlo? Mi cuñada me dice que yo todavía me muevo con desenfado, que sólo los cuerpos que fueron hermosos se mueven así. Puede ser, quizás tenga razón, pero esa hermosura que ya no existe vuelve todo aún más doloroso. Quizás lo peor sea eso: el deterioro físico. El aviso es el cuello, cuando empieza a moverse por su cuenta, a colgar, cuando te atraviesan verdaderos cordones de una oreja hasta la otra, entonces ya no cuentas más con la belleza, se va, se va. Tú sigues viéndote internamente como una persona joven y resulta que no lo eres y es el cuello el primero en deletrearlo. En segundo lugar están los labios. Empiezan a retroceder, a retirarse, como un par de animales vencidos, y una se pregunta: pero ¿quién ha peleado con ellos? A mí se me han convertido en una línea, pensar que yo tenía unos labios encachados, así, carnosos, al Rucio le mataban. Sí, ya sé que hoy existe la silicona pero, vamos, no me dirán que se ve natural, ¡parecen peces con esas bocas protuberantes! La vejez se va midiendo según el porcentaje del cuerpo que resiste el escrutinio. Cuando ya quieres taparte entera, cagaste. Me acuerdo cuando yo decía que —de estar desnuda frente a un hombre— me taparía la guata pero luciría las tetas. Cuando las tetas se empezaron a caer, decidí que sólo mostraría las piernas. Más tarde quise taparme las piernas y dejar al aire los puros brazos. Un día cubrí los brazos. Listo: no quieres mostrar ninguna parte. Entonces ya eres vieja. Y nada de andar echándole la culpa al empedrado. Hablemos del deterioro. Vas en una micro y quieres mirar algo que quedó atrás, das vuelta el cuello y éste no llega… Está tan contracturado y los músculos tan desvencijados que sólo ves detrás de tu hombro, y eso, apenas. Hablo de levantarte de un sillón. Hay un impulso determinado que hace el cuerpo para levantarse, un impulso inconsciente, automático, que las personas normales hacen varias veces al día sin percatarse y que a mí me cuesta mucho. Un sillón hundido puede ser fuente de grandes humillaciones, una vez que te sientas en él ya no puedes salir. Hablo de agacharte a sacar la pantufla que quedó debajo de la cama y no llegar, las rodillas están petrificadas. Hablo de articulaciones doloridas y tiesas. Hablo de músculos entumecidos. De piernas anquilosadas (por no referirme a la estética, a la cantidad de venas moradas que van apareciendo por toda la piel de las piernas, hasta los cincuenta yo no tenía ninguna), y no sabes cuándo ni qué pasó, de la noche a la mañana tus piernas no te responden como antes. En el reposo de la noche, duelen. Hablo de no dormir nunca una noche completa, porque me duermo temprano, no aguanto el sueño a las diez de la noche y a las dos de la madrugada tengo los ojos abiertos como platos y sé que me esperan las tinieblas, o sea, los recuerdos y las obsesiones. No prendo la luz por el miedo a desvelarme pero me desvelo igual. Tipo cinco echo una cabezadita pero me despierto para ir al baño porque la vejiga ya no retiene mucho. Una amiga mía, una actriz famosa en su tiempo, usa pañales. Y huele mal. Cuando la veo pienso que prefiero morirme antes que eso, uno dice que quiere morirse con tanta facilidad pero a medida que pasan los años te aferras a cada día y no lo sueltas por nada. El cuerpo tiene que vaciarse de lo líquido y de lo sólido y los esfínteres aguantan cada vez menos. Hoy digo «primero muerta que usar pañales» pero cuando suceda estaré dispuesta y seguiré queriendo estar viva. Para qué, no lo sé. ¿Para qué se vive? La mamá del Rucio, mi suegra, murió sin poder caminar, se quebró una cadera y no se levantó más, era un peso para todos y su vida una porquería pero ahí estaba aferrándose a ella porque era lo único que tenía. Cualquier vida, por mala que sea, es mejor que la nada. Y que el terror. Que ese miedo helado a la muerte. Es raro que a la única certeza que la vida te da le temamos tanto. Los ojos. Uso tres lentes distintos. Para leer, para mirar de lejos y para mirar de cerca. Se me confunden, se me pierden, tomo unos para leer el diario y son los equivocados, y doy veinte vueltas por mis cincuenta metros cuadrados buscando los anteojos para leer pero no aparecen, al final colgaban de mi cuello y no me daba cuenta. Tantas veces, cuando voy por la calle, sólo encuentro los que no sirven para mirar de lejos. La mitad de mis torpezas tiene que ver con eso. Los ojos dejaron de ser parte de la cara, siempre con los cristales precediéndolos, y yo que los tenía tan bonitos. Ya no puedo maquillarme aunque quisiera, no distingo bien ningún contorno y puedo terminar como un mimo. Luego está el problema de los dientes: un dentista bueno es impagable. Entonces vas a uno malo. Cada día son más las cosas que no puedes comer, la carne, por ejemplo, ya no tengo dientes para la carne, me quedan pocas muelas y uno de los delanteros es postizo. Las encías me sangran. Me afecta lo muy caliente y lo muy frío. Debería hacerme cosas que no puedo pagar, así que, en vez de tratamientos de canales, me saco la muela y punto, se necesita demasiada plata pa salvarla. A veces la boca entera me duele y si me río a carcajadas me delato, se nota todo lo que me falta. La vejez es también dejar de reírse. ¡Por no hablar de los remedios! Tomo nueve pastillas al día, cada una para algo distinto, que la presión, que el colesterol, que el azúcar, que el ansiolítico, pa qué sigo. Parezco de lo más normal, pero para esto, son nueve las pastillas diarias que he tomado. Mi velador es una vergüenza, cajas y cajas. Y cuando no hay genéricos en Laboratorio Chile, entro en pánico. No puedo pagarlos.
Mientras hablo de deterioro me voy dando cuenta de que debo antes hablar del dinero. Dicen que los viejos se vuelven avaros. ¿No será, más bien, que los pesos han mermado y que eso asusta? Un porcentaje tan, tan ínfimo de la tercera edad vive holgadamente. Ya les conté de mi exigua jubilación, me la da el INP, si me hubiera pescado la previsión privada que inventó Pinochet estaría pidiendo plata en la calle. Los artistas nunca se han caracterizado por ser previsores ni por pensar en el futuro, quizás es la franja profesional que vive más insistentemente en el presente. Son escasos los que ganaron plata con su arte, por lo tanto nadie ahorra, se vive al día. Y así es como leemos en el diario que tal o cual escritor o músico murió y siempre en la más vil de las miserias. Esto para decir que si mi cuñada no me obliga a ponerme las pilas, no sé qué habría sido de mí. Pero aunque no mendigo, no puedo darme ningún lujo. Y es allí donde la palabra lujo empieza a ponerse tenebrosa, ¿es un lujo hacerse un tratamiento de canales para no perder los dientes? Los remedios nuevos, esos hallazgos que revolucionan: cuando se sabe de ellos, los que pueden los encargan a algún país, cosa a la que yo no tengo acceso, y el día en que llegan a Chile igual no puedo comprarlos por el precio. Los ricos no toman las mismas medicinas que los pobres. Tampoco nos podemos deprimir, es otro lujo, ¿cómo pagar una terapia? (Entre paréntesis: estoy aquí porque la mitad de las pacientes de Natasha no pagan, o por ponerlo en mejor forma, porque ella concibe así su profesión: las más ricas pagan por las más pobres. No sé cuántas de ustedes pagan los servicios de Natasha en lo que realmente valen, pero a las que lo hacen, cuánto se lo agradezco, yo entro en la categoría de su trabajo pro bono, concepto que ella me enseñó). Una mujer contaba el otro día en la tele que su antidepresivo costaba sesenta mil pesos los treinta comprimidos. Dos lucas la pastilla. Yo me alimento dos meses con sesenta mil pesos. A las mujeres populares les dan una aspirina cuando van a los consultorios públicos tratando de explicar sus síntomas de depresión. Extraño país éste, según las estadísticas todos se deprimen, ni que viviéramos en Islandia. Pero los que tienen plata se curan de la depresión, los otros no. Una chica que conozco, hija de un actor de la tele, es bipolar. Bueno, eso no es decir mucho, todo el mundo es bipolar estos días, se ha puesto de moda. Pero esta chiquilla, entre siquiatra, sicólogos y remedios, me contaba su padre, gasta varias veces un sueldo mínimo. ¿Qué hace esa misma mujer a la que le dieron la aspirina en el consultorio si su hija es bipolar? Pues nada, la cabra se suicida y punto. Volvemos a lo mismo: la terapia y sus medicamentos son un lujo. Distingamos los lujos que merecen esa palabra, los verdaderos: la cirugía estética, los masajes reductivos, la comida hipersana, los viajes a Estados Unidos para tratarse cánceres difíciles, las casas en la playa, la ropa hecha a medida. En fin…, todo ello. Lo de la comida es cómico: cuanta más sanidad, más lucas. Un atún de Isla de Pascua, crudo, como el que usan en la comida japonesa, pura proteína, ¿saben ustedes cuánto vale el kilo? Pues lo mismo que once o doce paquetes de lentejas. El kilo de filete de vacuno, diez kilos de pan más la mortadela. Y así suma y sigue. Ya, no tienes dinero para la salud. Tampoco lo tienes para el entretenimiento ni el ocio. Los libros son carísimos. Yo sólo leo si me los prestan. Al teatro a veces me invitan pero al cine ni voy ya, a mí, que me gustaba tanto. Un arriendo en el Blockbuster sale más barato pero sólo en días de oferta. Así que estoy condenada a ver lo que ponga la televisión abierta, porque tampoco puedo pagar televisión por cable y me trago todos los eternos comerciales, me los sé de memoria. No tengo auto —nunca aprendí a manejar, ¿pa qué?, nadie tenía auto en mis tiempos— y a mi edad los viajes largos en bus son demasiado pesados. Sólo para ir a Quillota, que está aquí al lado, yo me demoro tres horas y media. Entonces empiezas a angostar la mirada, no sólo se hace todo complicado y difícil sino que comienzas a pedir cada vez menos, las aspiraciones van achicándose y cuando el mundo externo se te hace tan pequeño, el interno le sigue la corriente. Y terminas volviéndote bastante idiota. Y el clima: cuando era joven no era un tema, me daba lo mismo la estación en que estuviéramos, enfrentaba el frío y el calor sin grandes molestias. Ahora, como las viejas inglesas que salen en las películas, el clima lo es todo. Paso los meses de verano en la ciudad, acalorada hasta morirme, hirviendo en mis cincuenta metros cuadrados, tan requete rodeada de cemento en pleno centro. Si no tienes amigos ni hijos con plata, ¿dónde veraneas a mi edad? Simplemente no lo haces. Verano e invierno, otoño y primavera, todo lo veo a través de la calle Santo Domingo, con un ruido infernal porque las micros te matan los oídos en el centro. ¡Qué Transantiago ni qué nada! En mi calle pasan las micros amarillas de siempre con el mismo ruido horroroso, la única diferencia es que las pintaron de verde con blanco. Y el invierno: no creerán que mi departamento tiene calefacción central. En mi edificio no existe el concepto. Tengo una estufa a parafina que acarreo conmigo allá donde voy, a la pieza o al living. El problema es comprar la parafina. Le hago la pata al cabro del aseo para que me traiga el bidón y le convido un pedazo de queque o algo así porque propina no puedo darle. Cada año me vuelvo más avara con la parafina, por lo del bidón y por el precio… La apago de noche, por no gastar y para no intoxicarme, y me echo todas las frazadas arriba de la cama porque, en el fondo, estoy siempre un poco helada. Ni les explico el peso de mi cama en invierno, con todas estas frazadas más las calcetas y la mañanita de las que no me separo. Cuando la temperatura llega a bajo cero, no me levanto. Los viejos están siempre helados, eso es parte de la vejez. Y cuando veo en las películas a mujeres en camisa de dormir de manga corta en pleno invierno me pregunto si nos están mintiendo o si de verdad existe algún mundo donde el invierno pueda pasarse dentro de la casa en manga corta. Me estoy poniendo demasiado doméstica. Es que al fin la vida es eso: la manga larga o la manga corta, no los grandes acontecimientos. También cambia el sentido del tiempo. Todo se vuelve un suspiro, un santiamén. Cuando hablamos de alguien y yo digo, sí, el otro día lo vi, y entonces me preguntan cuándo, me doy cuenta de que «el otro día» fue hace más de un año. Es que para mí un año entero es «el otro día». Se pierde la relación concreta y real del tiempo, si es que tal cosa existe. O quizás sólo tenga que ver con la monotonía, como nunca pasa nada y ya no esperas nada, el tiempo es una línea recta. Y lo mismo la ciudad. Es plana. No invita, se pliega sobre sí misma. Encierra pocas sorpresas. Por ejemplo: las viejas del centro. Como yo, todas son decadentes, pobretonas, con el mismo abrigo un poco raído pero digno, el mismo pelo corto con un poco de permanente, las mismas carteras negras de tamaño medio —ni muy chicas ni muy grandes—, los mismos zapatos negros un poquitín desvencijados, marcados en el costado por los juanetes. Todas pisan con la misma inseguridad, con miedo de tropezarse y de ser quienes son. Los estudiantes: los mismos pelos largos, los polerones con capucha, los jeans ojalá rotos, los pañuelos árabes en el cuello, las mochilas colgando y algún audífono taponándoles los oídos. Otro nicho: las feriantes. Si van a La Vega y las miran, se fijarán que son todas cortadas con la misma tijera: gordas o siempre con algo de sobrepeso, usan ropa ajustada, con idéntico pelo teñido y dañado, todas con la piel oscura, con jeans o buzos cortados a la cadera, hablan de la misma forma y se llaman con los mismos nombres, preferentemente extranjeros (en mi juventud los nombres eran siempre en castellano). Y las cuicas del barrio alto con camionetas 4x4: prepotentes por principio, pelos largos, lisos y con visos claros, más bien delgadas, siempre haciendo sonar algo en las manos, pulseras, llaves, lo que sea. Las carteras son bolsos enormes de marca y usan botas o botines, nunca zapatos. Sus hijas se llaman con nombres de hombre, Dominga, Fernanda, Antonia, Manuela. En fin, todas ratas que intentan salir de un aprieto. Empezando por mí. Santiago no conoce la diversidad. Y en los países desarrollados, dale y dale con alargar la vida. Me pregunto, lisa y llanamente: ¿pa qué? Los niños hoy, mírenlos bien, nacen teniendo bisabuelas como la cosa más normal. ¡En mi época habría sido imposible! Con suerte te quedaba una abuela viva y punto. Entonces, vuelvo a mi pregunta: ¿cuál es el afán, caramba? ¿Coleccionar vejestorios que nadie tiene tiempo de cuidar? Ni tiempo, ni dinero, ni espacio y a veces ni siquiera ganas. Ya no existen las casas grandes donde un viejo apenas se notaba, ni las mujeres ociosas que se hacían cargo de ellos. La vejez se está transformando en el gran estorbo del planeta. Dios, no quiero imaginarme lo que será dentro de veinte años. A veces miro la caravana de un funeral en la calle y veo hombres hechos y derechos, por no decir de frentón entraditos en años, y ahí están, enterrando a la mamá. ¡Pero si esa mamá debería haberse muerto hace siglos! Si participáramos de alguna cultura, como las orientales, en las que se venera la ancianidad, ¡con otra chichita nos estaríamos curando!
A propósito de la característica principal de la vejez, la tan consabida soledad: si de algo me arrepiento es de no haber invertido más en la amistad. Tuve amigas pero ninguna, aparte de mi cuñada, fue amiga del alma. Y a ella ni siquiera la elegí, era la hermana del Rucio y me tocó nomás. Tampoco somos tan cercanas como para desahogarme con ella de las tantas pequeñas penas diarias. Yo tendía a desconfiar de las mujeres, eso estaba muy en boga en mi juventud. La otra era siempre tu potencial enemiga. Y como yo era tan linda… parecía ser enemiga de todas. No habían aparecido aún las feministas y nadie hablaba de la solidaridad de género, de las redes de mujeres y de esas cosas. En fin…, pa qué me quejo, demás que si hubiera tenido una amiga íntima, lo mismo ya se habría muerto.
Asumir la vejez es la única salida. La que no la asume está perdida: el patetismo ronda sin cesar. Quizás a las mujeres que tienen marido e hijos les resulte más fácil, el entorno no les permite engaños. Pero cuando estás sola, como tanta vieja en esta ciudad, la tentación de cerrar los ojos y no darse por enterada es grande. ¿Vieron la película Qué pasó con Baby Jane? Actuaba Bette Davis con Joan Crawford. Eran un par de hermanas ancianas que se odiaban. Al final una mata a la otra, pero eso no es lo que me ocupa: es la facha de Bette Davis. No ha asumido sus años y se viste y se peina y se pinta como una adolescente, a veces como una niña. Siempre me acuerdo del colorete en sus mejillas, dos manchas rojas sin ton ni son. Y pensaba que el día en que me pareciera a ella sería mi día final. Pero no lo fue, por supuesto. Nunca el día final es el que una cree. Voy a contar una pequeña historia. Un día, hace como quince años —yo ya había cumplido los sesenta—, recibí una carta de Mendoza. Miré el remitente y el corazón se me aceleró. Era de un hombre que me había gustado mucho, quizás el que más me gustó de esos romances locos que tuve después de la muerte del Rucio. Me decía en la carta que había pasado por Mendoza una amiga común que le había dado mi dirección y que quería tanto saber de mí. Le contesté al tiro, le hablé más o menos de mi vida —adornada, por supuesto, el papel lo aguanta todo—, y así empezó una activa y nutrida correspondencia. Él se dedicaba a los negocios y su legítima, o sea, su mujer, que no tenía nada que ver con el ambiente, era una lata. Tenían varios hijos. Pero no me cabe duda de que estaba aburrido de ella. Bueno, la cosa es que comenzó el coqueteo por carta. Es gratis, el otro no te ve, puedes desenvolverte como si fueras la estupenda mujer que fuiste años atrás. Sus cartas me hicieron tanto bien. La vida empezó a gustarme más, tenía algo que esperar, cada carta era como meterse a la cama con él y él no se medía en las palabras. Fue un tiempo lindo ése, lleno de ilusiones, de expectativas. Lo que me estaba pasando era que volvía a sentirme mujer, probablemente por última vez. Entonces me llegó una carta perentoria: venía a Chile y quería verme. ¡Mierda! ¿Quiere verme? Y tengo sesenta años, fue lo único que pensé. Corrí al espejo. Me miré de cerca, tratando de hacerlo con los ojos de él, y no me gusté. Se trataba de un encuentro sexual y yo estaba como loro en el alambre. Me miré de lejos y la impresión fue distinta. La facha lo hace todo, me decía siempre el Rucio, y constaté que si me alejaba un par de metros del espejo —con luz indirecta— y me movía con gracia, podía parecer de cincuenta o de cuarenta y cinco. Después de todo, el huevón tenía mi edad, no es que fuera un jovenzuelo. Empecé a bailar frente al espejo como lo hacía en la infancia, a varios metros de distancia, tres, cuatro, y ahí sí que la pegaba. Pero él me vería de cerca. Bueno, pasé diez días anticipatorios pensando en cómo demonios verme joven y gustarle a este hombre. Llegó el día esperado, habíamos quedado en encontrarnos a las siete de la tarde en un café (si yo ofrecía mi casa como lugar de reunión, podía parecer provocativo u obvio, después de todo la cama estaba a un tris del living). Él inventó lo del café y me pareció adecuado y cuidadoso de su parte y le seguí la corriente. Me probé todo lo que tenía en el clóset, incluso el vestido con el que me quedé después de Blanche, que de puro pasado de moda había vuelto a ponerse de moda. Me lavé el pelo, me cepillé cien veces, me maquillé como recordaba que lo hacían las maquilladoras del teatro. El objetivo era lucir bien sin que se notara el esfuerzo. En fin…, pueden ustedes imaginarse los nervios con que partí a ese encuentro. De verdad tenía esperanzas puestas en él, no para casarme, entendamos bien, sólo hablo de por fin tener ilusiones, una aventura a los sesenta es como volver a nacer. Más arreglada que la yegua del toni, entré al café y él había llegado, qué alivio me dio. Hablaba por teléfono desde la caja. Lo reconocí al tiro: aparte de una doble papada y un poco de guata, estaba igual. Me vio y me hizo un saludo de lejos y siguió hablando. Se demoró harto, a decir verdad. Y cuando cortó la comunicación y se dirigió hacia mí sentí en el aire que al acercarse se distanciaba. Parecía preocupado y concentrado en cualquier cosa que nada tenía que ver conmigo. Le pregunté de qué se trataba y me habló de un bloqueo de su camión en el paso del Cristo Redentor. Y que si se demoraba, la fruta se pudriría. Bueno, nos sentamos y pedí automáticamente un café y él también (no un trago aunque ya eran las siete de la tarde) y siguió hablándome de la llamada telefónica Volví a la casa y no crean que me puse a llorar, no. Saqué de la cómoda la caja de maquillaje de los tiempos del teatro —todavía la conservo, aunque todo lo que hay dentro se ha secado bastante—, me paré frente al espejo y retrocediendo varios metros, atenta al más mínimo detalle, me dediqué a observar. Luego me limpié la cara, instalé una luz indirecta y volví a maquillarme, desde cero. Empecé con el colorete. Con inmenso cuidado tomé el pincel de pelo de marta y di a mis mejillas los primeros toques, vuelta a observar, luego los segundos, más observación, los terceros: cada uno rebajaba, según mi parecer, un par de años en mi apariencia. Cuando ya parecía una mujer joven, continué con el rouge más intenso de los que tenía, una ráfaga de sangre aquel rojo, y me pinté los labios en forma de corazón: el rebaje de los años continuaba. El celeste en los ojos y el rímel en las pestañas eran pan comido. Lo que me llevó más tiempo fue el pelo: practiqué distintos peinados juveniles, pa’rriba, pa’bajo, hasta dar con dos colas a los lados, un par de chapes, y rebajé más años. Me subí las polleras y las amarré para que cayeran arriba de las rodillas. Hecho todo eso, decidí que tenía quince años menos y me puse a bailar frente al espejo. Al final, agotada, me tendí en la cama vestida y así me dormí. Al día siguiente pesqué la crema desmaquilladora y me refregué la cara, y decidí que junto con el algodón tiraría a la basura lo ocurrido. Aunque algo dentro me decía: pamplinas, no hay por qué arar con los bueyes que haya. Una noche después, con un segundo trago en la mano, no me pude resistir y empecé todo de nuevo: el maquillaje y el baile frente al espejo, siempre a varios metros de él. Mi Baby Jane era menos ridícula que la de Bette Davis: yo era más linda que ella y todo lo hice con más sutileza. Pero el fenómeno era el mismo. Empezó a pasar más o menos seguido. Me instalaba detrás de esta máscara dibujada por mi propia mano, me vestía con las polleras cortas, bailaba frente al espejo y luego me echaba encima de la cama, inmóvil, como una muñeca de trapo. Hecha tiras. Así nació una Mané nueva, niña envejecida y grotesca, mientras crecía en mi interior la voluntad de que ningún hombre volviera a tenerme cerca al natural. Me empecé a aficionar: cuando estaba sola le daba vueltas y vueltas a lo sucedido con este amante del pasado y a medida que avanzaba el miedo de que nunca más nadie me tocara, herida de muerte, comenzaba el disfraz y el baile. Sólo entonces me convencía de que era capaz de gustarle a alguien. Siempre ese espejo nebuloso, a la distancia, contándome verdades mentirosas, sofocando los enormes deseos de botar la cabeza exhausta sobre una camisa arrugada y amiga.
La vejez tiene, sin embargo, una cosa fantástica: nadie espera nada de una. El fin de las expectativas. Ya es muy tarde para muchas cosas, para casi todo. Por lo tanto, ya es muy tarde para volverte loca. Para transformarte en una alcohólica. Para sacar de debajo de la manga una personalidad malévola. Para inventar males de los que nunca fuiste víctima. Si la envidia no te torturó de joven, no vendrá a hacerlo ahora. Es un alivio. Y si supiste a tiempo entretenerte contigo misma, lo seguirás haciendo. La falta de ambición de la vejez da espacio para cosas buenas y da mucha, mucha libertad. Hay personas que se dedican a los recuerdos, abren sus baúles, miran una por una las fotografías de antaño, leen cartas escritas hace décadas. Yo no tengo ningún baúl. Sólo una caja con un par de objetos guardados: mi certificado de matrimonio, el libro que publicó el Rucio y las copas de cristal de mi mamá. Esas copas me traen algo a la mente: mi abuela se las regaló a mi madre, son sólo dos —seguramente eran más y se fueron quebrando— de un cristal tallado muy fino, de un color azul cielo. Mi mamá las adoraba y nunca las usaba porque, según ella, eran demasiado elegantes. Cuando me las entregó, poco antes de morir, me advirtió que las cuidara. Así lo hice. Y de tanto cuidarlas, nunca las usé. Me las encontré hace poco, pa qué mierdas las tenía si no las usaba. Ningún sentido esperar el momento adecuado, nunca llega. No existe ese momento.
Quizás la solución pase por tener un pequeño proyecto cada día. Bien podrías estar viva o muerta cuando no hay una razón para levantarte cada mañana. Si yo decido quedarme en camisa de dormir y no vestirme ni ducharme, pueden pasar muchos días antes de que alguien lo note. Supieran ustedes cómo me exijo y me disciplino cada mañana para salir de la cama, empleo toda mi fuerza en ese momento y gracias a ella soy capaz de llegar al baño, de echar a andar el agua, de inyectarle a mi cuerpo decaído un poco de vigor. Me recuerda los atributos de las buenas actrices: exigencia y disciplina. ¿Y saben por qué lo hago?, ¿por qué me lo impongo? Porque el día que deje de hacerlo me quedaré en cama para siempre. Para siempre jamás. Si me entrego, no habrá fuerza en el mundo que me saque de ahí. Porque ése es el deseo profundo del cuerpo. Y entonces podría considerarme muerta. Hace poco llegó a Chile una película italiana que vi con la Charo: La mejor juventud. Allí hay un papel que me dejó pensando días y días, el papel de la madre de los muchachos. Una mamá muy típica, de cualquier país, da lo mismo que fuera italiana, española o chilena. De aspecto, era bastante poca cosa. Trabajaba en un colegio impartiendo clases y además cocinaba y se encargaba de la casa y los hijos. Clase media típica. A medida que pasa el tiempo los niños crecen y dejan la casa, los padres envejecen y al final ella enviuda. Todo hace pensar que va a desmoronarse. Pues, ante la sorpresa de los espectadores, ella decide no joderse. Y a esas alturas, vieja ya, decide cambiar su vida y lo hace. Se levantaba con ganas cada mañana y a alguien le habría llamado la atención si se quedaba por días en camisa de dormir. De partida, a su nuera y a su nieto. Cuando murió la echaron de menos. ¿Quién me va a echar de menos a mí? Ese personaje me dejó marcada. ¿Qué pasó que yo no fui así? Claro, en Chile te congelas, no hay Sicilias ni por casualidad ni yo tengo familia. El proyecto de esta mujer fue su nieto. Fue el que evitó la soledad final: la soledad de la piel. Nadie te toca. La gente no se anda tocando, con justa razón. Y el sexo es un recuerdo perdido. Das tu vida por un abrazo fuerte, por esa fuerza única que te sujeta, te contiene. O por ese cariño en el pelo para que te quedes dormida. A veces, creo que sólo pido eso: una mano en el pelo antes de quedarme dormida para siempre.