FRANCISCA

Odio a mi madre. O me odio a mí misma, no sé. Supongo que es ésa la razón por la que estoy aquí. El odio cansa. Acostumbrarse a él no resuelve nada. O mejor dicho: una nunca se acostumbra. No sé por qué Natasha me ha pedido a mí que sea la primera, me da bastante pudor empezar. Quizás por ser la paciente más antigua. ¡Nadie lleva más años de terapia que yo! Además, ustedes me producen una enorme curiosidad. Digámoslo sin rodeos: aquí los celos vuelan. Todas debemos estar bastante celosas unas de las otras. Observé cómo nos mirábamos al subir a la camioneta, la tirantez con que nos saludamos, como si fuésemos campeonas olímpicas que vienen por la medalla de oro y cada una que cruza esa línea de la entrada es tu competencia. Quizás exagero, no me hagan caso. La terapia tiene esa cosa feroz: el terapeuta es único para una, pero no al revés. ¡Qué injusticia! Es la relación más desigual imaginable. Quisiera pensar que a nadie quiere más Natasha que a mí, que nadie la divierte como yo, que a nadie le tiene tanta pena y compasión, que con nadie se implica como conmigo. Después de todo, el total de intimidad que soy capaz de abordar está en sus manos y mi fantasía sería que ella recibiese sólo la mía. ¿Cómo soportar que también reciba la de todas ustedes? ¿A cada una la hace sentirse tan querida y valorada como a mí? ¿A cada una le inventa ese espacio tibio, ese refugio antibalas en su consulta? ¿Realmente tiene ella espacio interno para querernos a todas? Un día leí en un diario español: «Detenidos por abandonar a su hija en su cochecito por irse de copas». Ése era el titular. Más abajo explicaba que el hijo de doce años de una pareja de Lleida llamó a la policía porque sus padres regresaron ebrios a casa y sin su hermana. Esa noticia me hizo reaccionar y venir donde Natasha. Hasta entonces siempre había pensado para qué cambiar, para qué mover las cosas si se puede vivir paralizada. Estaba convencida de que un corazón helado era una gran virtud. Cuando llegué donde Natasha yo sabía que mi terapia era de vida o muerte: debía cortar de raíz la línea materna, detener la repetición. Entiéndanme, no es un problema de genes o de ADN, es un tema de traspaso en la crianza. Todo estaba confabulado para que yo misma fuera perversa, una abusadora o una maltratadora. Sin saberlo, acudí a una enorme energía interna, me casé y tuve hijos, luchando cada día por ello, cada día. A veces me pregunto de dónde saqué esa energía. ¿De mi padre? ¿De Dios, a quien amo y le rezo a pesar de todo? ¿De la gracia de mi hermano Nicolás, que me dictaba desde algún lugar mis propios peligros? Creo que fue el instinto, el puro instinto. Yo no tenía una imagen interna de cómo era una familia normal. La verdad es que soy un milagro. Qué desnuda estaba cuando llegué donde Natasha.

Me llamo Francisca —hasta mi nombre es corriente, ¿cuántas Franciscas conoce cada una de ustedes?—, recién cumplí los cuarenta y dos, complicada etapa. Se es joven pero ya no tanto, no se es vieja todavía pero un poquito, ni chicha ni limonada, pura transición de una cosa a la otra, puro comienzo de deterioros. A veces me dan ganas de haber envejecido ya, de ser una anciana que ha resuelto todas sus expectativas. Trabajo en una agencia inmobiliaria de la cual soy socia y me va bastante bien. Eso sí, trabajo mucho, pero mucho. Hice el camino clásico, partí como asistente de un arquitecto importante hasta convertirme en su mano derecha y terminar siendo insustituible. Tenemos una oficina en Providencia con un personal de catorce fijos y bastante movimiento. Yo también soy arquitecta y el espacio es mi gran pasión. Me casé con Vicente, constructor civil, tenemos tres hijas, qué maldición, puras mujeres. En ese rubro también me va bastante bien. Todo el mundo dice que mi marido es un hombre difícil y probablemente sea cierto, pero yo me avengo de maravillas con él. Y aunque parezca raro, lo quiero y le soy fiel. La parálisis es uno de mis estados frecuentes. Llamo parálisis a la vida diaria: levantarse cada mañana temprano, dejar a las niñitas en el colegio, pasar por el gimnasio y hacer tres cuartos de hora de pilates, ir a la oficina, aplicar la lucidez en la discusión con el abogado de la empresa, revisar las tareas de todo el personal, chequear la administración de varios edificios de los que nos hacemos cargo, pelear con la nueva encargada de ventas que me cae mal, almorzar —ojalá con una amiga y no comerse un sándwich apurada—, usar un par de neuronas frente al computador, otro par con los clientes, visitar algún departamento casi siempre feo, entrar en agonía con aquellas verdaderas cajas de fósforos sin imaginación que construyen hoy disimuladas bajo palabras foráneas y grandilocuentes como walk-in closet, loggia, home office, en los buenos días firmar algún contrato, volver a casa habiéndome torturado con el tráfico de mierda de Santiago, conversar un rato con mi marido, revisar las tareas de las niñas, calentar algo para la comida, algo fácil y rápido, ver las noticias, putear un poco frente a tal o cual declaración, tratar de entender bien la sección económica, en fin… abrazar a mis hijas, darles muchos besos, y meterme a la cama. Sexo algunos días, aunque ojalá cuando no deba levantarme tan temprano. Y, bueno, reconozco que no siempre es la pasión desatada, a veces hago el amor con harta flojera, pero lo hago. ¿Cuántas mujeres tienen esa misma rutina? Miles de miles alrededor del globo. Todas las minas de cuarenta años con sus viditas a cuestas, en el fondo insignificantes e inofensivas, unas un poco más inteligentes, otras más amables, otras más ambiciosas, otras más divertidas, pero al final, todas iguales. Inmersas en una lucha feroz por ser distinguidas como seres especiales, legítimamente combativas para marcar la diferencia. Todas bastante exhaustas. Se puede hacer un patrón acertadísimo con ellas. Una piensa que si vio a una las vio a todas. Algunos días no tienes tema con el marido, las historias de tus hijos te aburren y sueñas que te metes a la cama con George Clooney. Otros, sencillamente no sientes nada de nada. Lo haces todo, lo mejor que puedes, pero siempre en automático. Y si te atropellan al cruzar la calle quizá ni te enteres. No sufres, eres una pieza de hielo. Cuando esos días aumentan, yo los llamo formalmente «Los Días de la Parálisis», aunque, créanme, tardo su buen poco en darme cuenta de que estoy metida en ellos porque la propia inmovilidad me ciega.

Déjenme contarles. Un día mi marido me acusó de ser fría. Pobrecito, ¡lo que demoró en enterarse! Lo contradije, para tranquilizarlo. Nunca me pregunté si era fría o no, tampoco me preocupaba una definición al respecto. Sólo sabía de esos estados de absoluta indiferencia en los que entraba. Pero también conozco los otros estados: los de apasionamiento, los de indignación. ¡Como todo el mundo! Y me apego a lo mío, y muero de amor y agradecimiento y masoquismo cuando no me encuentro paralizada. Puedo ilustrárselos. Existen dos machos en mi vida, no más. Mi marido y mi gato. He llegado a la conclusión de que ambos responden al mismo molde y de que hay algo insano en mi manera de amarlos. Mi gato es un antipático. Es enorme, guatón, con rayas rojas y amarillas (lo llamo «mi tigre», aunque mis hijas se burlen). No me cabe duda de que me ama, pero siempre se está escapando, como si fuera de casa encontrara todo mejor. Me cuesta mucho retenerlo, me indigna que viva la mejor de las vidas a costa mía: es dueño de una casa con comida, afecto y calor y además tiene toda la cuadra para andar por los techos y pelear. Es un peleador nato. Siempre llega herido, con arañazos, sangre o con menos pelo. Yo lo cuido más que a mí misma, le pongo bioalcohol, lo llevo al veterinario por cualquier cosa. Todas las noches me paro en la mitad de la calle y empiezo a llamarlo, algunas veces a una hora bastante avanzada, en pijama y mis hijas juran no conocerme. No puedo dormirme si no llega y me levanto mil veces hasta sujetarlo en mis brazos. Alguno dirá que amar a este gato es inútil, pero se equivoca: una vez que se entrega, es el gato más dulce del mundo. Lo primero y más sorprendente de él es que cuando yo lo llamo, me responde. Sólo me responde a mí, a nadie más. Siempre me contesta, por eso siempre termino encontrándolo. Pongámoslo así: si no fuese por esta particularidad suya —porque nadie me discutirá que es una particularidad—, ya se habría perdido hace tiempo. Es mi tenacidad sumada a su singular conducta lo que ha permitido que llevemos casi ocho años juntos. Duerme conmigo y en la mitad de la noche levanta una mano —las usa como si fueran humanas— y me hace cariño en la mejilla. Cuando tengo frío, lo aprieto contra mí y él se deja, con absoluta docilidad. También es cobarde: afuera, en la calle, es un matón, pero en la casa escucha un ruido ajeno a lo cotidiano y de inmediato corre a esconderse. Si cuando suena el timbre la voz en la puerta es masculina, se aterra y se mete debajo de la colcha de mi cama. Por supuesto, más de una vez alguna de las niñitas se ha sentado encima de él porque se tiró sobre mi cama y no lo vio. En buenas cuentas, es un fóbico, dar la cara a los hombres le horroriza. Además, es arrogante. La situación más típica sería la siguiente: ha partido en la mañana a sus correrías diarias y no llega hasta la madrugada. Yo me he vuelto loca buscándolo y estoy desesperada pensando que lo atropelló un auto a diez cuadras de la casa, cuando él aparece, tan campante, me mira fijo con profunda indiferencia y si pudiera hablar me diría, sin un asomo de arrepentimiento: tú tienes la culpa de todo. Bueno, cuando me preguntan por qué, de todos los gatos que pueblan el universo, he elegido al que más me hace sufrir, yo respondo: es que, créanme, vale la pena. Me quiere. Exactamente lo que diría de Vicente.

Nací en una casa bastante confortable y decente —ninguna maravilla— en la zona este de Santiago, en la calle Bilbao. Mi padre es un economista que siempre ha trabajado en el mundo financiero. Un poco débil de carácter y evasivo, pero en conjunto es un buen hombre. Se casó con mi madre siendo ella muy joven y tuvieron dos hijos: mi hermano mayor y yo. Mi madre no trabajaba y a nadie se le ocurrió que necesitara hacerlo. Dormía hasta mediodía, leía y fumaba sin parar, y en la noche iba al cine. Todos los días, no exagero. Cuando ya hubo televisión por cable y video no salió más y veía las películas en la cama. A poco andar de mi infancia tuvieron que recurrir a los dormitorios separados por incompatibilidad horaria y porque mi padre odiaba el humo y el olor a cigarrillo y la tele prendida. Ella, durante el día, andaba siempre un poco distraída. Se le alcanzaba a notar el aburrimiento cuando yo le contaba anécdotas del colegio, era evidente que me escuchaba por puro sentido del deber. Frente a mi hermano, sin embargo, se la veía más alerta, quizás era lo único que la despertaba. A veces yo le decía a Nicolás que parecía hijo único, sin darme cuenta de la verdad horrorosa que encerraban mis palabras. Las «cosas femeninas» le daban mucha lata a mi mamá. No le interesaba la ropa ni los romances ni los rollos de las amistades, tan intrincados durante la pubertad. Recuerdo, como a los siete años, el día que peleé con la Verónica, mi íntima amiga. Por supuesto, llegué llorando a lacurlorando casa. Éste fue el diálogo: (Mamá): ¿Qué te pasa? (Yo): Me peleé con la Verónica. (Mamá): ¿Por alguna razón importante? (Yo): Es que no me invitó a su cumpleaños… y yo que creí que era su amiga, que me quería… (Mamá): Nadie quiere mucho a nadie, mijita, mejor que lo sepas desde ya. A propósito de «cosas femeninas», se le olvidó avisarme de que las mujeres menstruaban y, si no es por mis amigas del colegio, la sorpresa de la sangre me habría matado. Cuando empecé a crecer y mis formas se acentuaron, ella no se dio por enterada. Llegué un día a su pieza, quejándome, mamá, me crecieron las pechugas, haz algo. Me miró desde lejos —típica mirada suya— y me contestó: dile a tu papá que te dé plata y cómprate un sostén, mira qué simple. Le dije, entre lágrimas, que no quería crecer, que no quería tener pechugas. Se largó a reír. Vamos, Francisca, no seas niña. Y volvió a su lectura. Nunca me tocaba. A Nicolás, sí. Por ningún motivo tomaba partido a mi favor en una pelea, no me respaldaba frente a mi hermano o mis primos. Parecía que yo jamás tenía razón, lo que me producía una enorme inseguridad. Mirando para atrás, debo reconocer sencillamente que no me quería. Eso sucede, aunque la gente crea que no: hay madres que no quieren a sus hijos. A medida que pasaron los años, me desarrollé como cualquier otra niña de mi edad. Hacía las mismas actividades que las demás, volcándome mucho al mundo exterior, a mis amigas, a mis pololos, al colegio, al deporte. Acarreaba una falsa indiferencia que me ayudaba en el día a día. Decidí que quizás mi mamá me querría más si sobresalía en algo y me propuse ser una estupenda alumna. Pero a ella le interesaban más los estudios de Nicolás y me felicitaba por mis notas muy de pasada. Entonces, al ver que la cosa no iba por ahí, me dediqué al deporte, segura de que eso impresionaría a mi mamá, especialmente por lo sedentaria que era ella, quizás jugar a su opuesto le llamaría la atención. Me convertí en una de las mejores jugadoras de basketball del colegio, pero todo lo que logré fue que ella asistiera a un solo partido. Como última alternativa, me propuse ser una perfecta dueña de casa. Tomé un curso de cocina y a los quince años cocinaba como una experta. Sabía poner la mesa y adornarla como nadie, sin embargo esto sólo condujo a la explotación, cuando venían visitas ella me pedía que yo me hiciera cargo. A veces me miraba con una expresión extrañada, fruncía el ceño y comentaba: ¿a quién habrás salido, Francisca? Cuando mis méritos ya resultaban imposibles de desconocer, me dijo un día, con un tono que yo interpreté burlón: siempre he sospechado que la gente que es buena en todo en el fondo no es buena para nada.

Velé y aceché toda mi infancia; eso es lo que hacían entonces los niños, en ese tiempo largo y dilatado: esperar que algo pasara.

Busqué sustitutos. En la familia no había mucho donde elegir. Mi madre era hija única, o sea, ninguna tía por ese lado. Las hermanas de mi padre eran unas señoras aburridas y provincianas que vivían en Antofagasta, casi no las conocía, y sus cuñadas no pasaban de ser las madres de mis primos. Fui suficientemente lúcida para suponer que una profesora es siempre una sustituta part-time. Acudí, entonces, a mi imaginación. Aclaro: la religión no era un tema importante en la familia, éramos católicos pasivos, íbamos a misa de vez en cuando, observábamos las reglas básicas de la Iglesia, pero no más que eso. (El mismo fenómeno ocurría con la política: éramos pinochetistas, pasivos también. Habíamos heredado el anticomunismo de mi abuela como algo natural desprovisto de toda mística). Bueno, acudí a la figura de un ángel. Medité largamente sobre la neutralidad sexual de los ángeles, no eran ni hombres ni mujeres y yo necesitaba una mamá. Entonces decidí que mi ángel sería femenino. Lo inventé. Mi ángel era una guardiana maravillosa, siempre disponible, siempre justa y sabia y, más aún, hermosa. Ella vivía en mi dormitorio y sólo conversábamos de noche. Le contaba de mi jornada, aprovechaba para darle todos los detalles que aburrían a mi mamá, me quejaba de la casa y del colegio, le pedía perdón cuando me portaba mal pero sabía que su amor me eximiría de cualquier castigo, por eso nunca le mentía. Se llamaba Ángela. Me acostumbré tanto a su presencia que fui creciendo con ella al lado como la cosa más natural del mundo. A veces Nicolás me escuchaba hablar por detrás de la puerta, entraba a mi dormitorio y me preguntaba, preocupado: Francisca, ¿estás hablando sola? Yo le contestaba, por supuesto, que no había abierto la boca, que era todo idea de él. De tanto en tanto le dejaba papeles en el cajón del velador. Así, en una caja vacía de chocolates, yo guardaba las palabras dulces de una madre amante. Me pregunto qué habría sido de mi vida sin Ángela. Hasta hoy a veces acudo a ella, como otra acudiría a Dios. La diferencia es que Ángela era más simpática que Dios, a quien nunca he considerado especialmente amable.

Mi madre no era una mujer antipática. Se las arreglaba para que su lejanía y distracción parecieran atractivas. Tenía la extraña capacidad de someter a todos a su voluntad y hacer lo que le diera la gana. Nos manipulaba a su antojo y siempre se salía con la suya. Por ejemplo, cuando algo no le gustaba, se paraba y se iba. Esto solía suceder a las horas de comida. Estábamos todos en la mesa y de repente yo decía algo, no sé, por ejemplo que las mamás de mis amigas iban a los partidos de basketball a ver a sus hijas, y ella me miraba, soltaba el tenedor, tiraba la servilleta encima de la mesa y hacía una retirada dramática, aunque recién estuviéramos en el primer plato. Entonces mi papá, con una inmensa paciencia, me decía: Francisca, anda a pedirle perdón a tu madre. Como esto sucedía continuamente, nadie en la casa decía nada que a ella le molestara. No se decía nada que no le complaciera. Las veces en que me he pillado a mí misma, de adulta, haciendo lo mismo, me recrimino sin piedad y me detesto. Además, era una mujer atractiva. Bastante alta, tenía un bonito cuerpo, un poco ancha de cintura aunque con buenas piernas, y su pelo castaño era suave, hermoso. Fue cambiando de peinados según la moda pero siempre lo llevó muy corto y, a pesar del cigarrillo —parecía vivir en una película de los cincuenta, siempre fumando—, le brillaba. Su boca era el rasgo que yo menos amaba en ella: era angosta, una línea dura, avara, como si se hubiera tragado los labios. Para mi gusto, una boca carente de generosidad. Sin embargo su nariz era perfectamente recta y moldeada y los ojos, como el pelo, eran castaños, grandes y muy vivos. Me cuentan que estos rasgos míos claros y un poco deslavados, paliduchos, son herencia de mi abuela paterna, a quien no alcancé a conocer.

Y a propósito de abuelas. Quizás mi mamá no resulte comprensible si no hablo de su propia madre. Mi abuela fue una rusa loca que hubiera querido ser Isadora Duncan pero terminó como una jugadora en bancarrota en un país desconocido y entonces bastante subdesarrollado llamado Chile. Sus padres, rusos blancos y ricos, huyeron de la revolución y se instalaron en París, como tantos otros. Mi abuela creció y se desenvolvió en esas tierras y desde muy pequeña usaba el dinero para compensar los sufrimientos del exilio, que en su caso, a decir verdad, no eran muchos. Se aficionó muy pronto al juego. Los casinos eran su fascinación, el lugar donde se sentía en casa. Falsificaba su identidad para parecer mayor, cosa muy fácil, según ella, en esas épocas donde los rusos pobres hacían de todo para ganarse la vida. Cuando su padre murió y se transformó en heredera —no tenía más de diecinueve años—, dejó a su madre en París y se fue a vivir a Mónaco. Se instaló en la pieza de un hotel a unas cuadras de un casino y dormía de día y jugaba de noche. Bastante hermosa, un bonito pelo rubio, una nariz de muñeca y unos párpados formidables, fue precoz, irreverente y divertida y gozó de una envidiable capacidad para hablar idiomas como si fueran su lengua materna. No tengo dudas de que fue una mujer inteligente pero que desperdició ese regalo. Los hombres no le importaban demasiado, los veía como compañeros de juego más que como pretendientes. Una adicta perdida. Y probablemente frígida también. Mientras vivía en Mónaco, cuando ya tenía veinticinco años, falleció su madre de tuberculosis y apenas fue a enterrarla a París, lo que le importaba era poder vender su casa y sus bienes para transformarlos en dinero contante y sonante. Ganaba y perdía. En una de las ganancias importantes decidió comprarse un castillo y lo hizo, no durmió ahí más de tres veces antes de perderlo, también en el juego, pero se entretuvo con la idea de sentirse princesa por un tiempo. La fortuna no estaba destinada a durarle mucho. Cuando se le agotó, ya iba a cumplir treinta y ni siquiera había pensado en casarse. Un chileno apareció en su entorno y quedó fascinado con ella, la convirtió en la encarnación del romanticismo de la mujer europea. Él era un funcionario diplomático, con un sueldo bastante exiguo y sin demasiado mundo, amén de muy joven. Cuando la conoció, ella tenía una belleza pálida y enfermiza que hacía juego con su pobreza. Su vida no había sido muy saludable, apenas veía la luz del sol. Mucho champagne y poca lechuga. Él decidió cuidarla y lo tomó como su gran misión. Cuando le correspondió volver a Chile, la convenció de que se casase con él. Supongo que a mi abuela no le quedó más remedio que aceptar. No tenía un peso, en el juego los amigos son pasajeros. Quizás pensó que era la oportunidad de que alguien la cuidara. Además, sabía que en una ciudad cercana a Santiago de Chile, frente al mar, existía un casino. Durante el trayecto por el Atlántico —donde, según su relato, no paró de marearse y vomitar— comprendió que estaba embarazada. Tal circunstancia no se le había cruzado jamás por la mente. Decidió que no lo iba a soportar, que iba a morir en el parto. Le pidió a mi abuelo que la llevara a vivir a Viña del Mar. El muy tonto dejó el Ministerio de Relaciones Exteriores y partió a Viña, donde se empleó en un banco para mantener a esta mujer tan sofisticada como frágil. Así nació mi madre: frente al Pacífico, en un parto difícil y con una progenitora que no sabía qué hacer con ella. No miento si digo que no conocía lo que era un pañal. Le contrataron a una nodriza, la Nanita, para que la alimentara —le daba pecho al mismo tiempo a mi mamá y a su propia hija— y para que la criara. Por supuesto, mi abuela volvió al juego, salvo que ahora apostaba cantidades menos extravagantes que en Mónaco, sólo disponía de una posible buena suerte más lo que le sacaba de la billetera a mi abuelo a sus espaldas. Su hija nunca fue un factor relevante en su vida. La traté poco. Murió cuando yo tenía diez años, de un ataque al corazón. Me habría gustado mucho haberla conocido, una mujer tan rara, enferma y entretenida. Quizás hasta me habría querido a medida que yo creciera. Como vivían en Viña, no los veíamos mucho y ella me daba unos besos lejanos, como quien no quiere la cosa, y se deshacía de mí lueguito. No sabía cómo hablarle a un niño. Como no tuve abuela paterna, nací creyendo que así eran las abuelas, ajenas, distantes y poco afectivas. Cuando mis amigas, en la infancia, hablaban de abuelas querendonas que les tejían y les cocinaban un queque, yo me quedaba de una pieza. Las abuelas no tejen ni cocinan, las abuelas juegan en el casino. Cuando la visitaba en Viña, la atracción máxima era meterme en su baúl. Vestidos de los años treinta de talles largos, de gasa, de organdí, de muselina, trajes de terciopelo llenos de flecos, déshabillés de seda con motivos chinos y otros con cuellos de plumas, boas, collares larguísimos de piedras preciosas, abrigos de pieles desconocidas, pañuelos eternos como cortinas. Me cubría con ellos, a veces poniéndome varios a la vez, y andaba por la casa disfrazada cuando sabía que no me pillaría. Lo raro es que el día en que efectivamente me pilló, en vez de enojarse por usar su vestido transparente de organdí negro, me miró casi complacida y me dijo: tú podrías parecerte a mí.

Tres cuartos de mi sangre son enteramente chilenos, es decir, españoles y mapuches. Pero cuando me viene a la mente alguna excentricidad, me digo, asustada: ésta es mi parte rusa, la que no pronostica nada bueno. Quizás por eso mismo me he convertido en la mujer convencional que soy: todo por la regla, casi de libro.

Es divertido que el origen de Natasha sea ruso, como si una fuerza invisible me tirara hacia una procedencia negada y perdida. Claro, las coincidencias llegan sólo hasta ahí: la familia de mi abuela no escapó de los nazis sino de los comunistas, mi abuela no se formó en Argentina en la mejor de las escuelas… pero es rusa. Como mi terapeuta. Como mi abuela adicta. Como la mitad de mi madre. Nicolás heredó la huella física de mi abuela, sus huesos elegantes, sus pómulos altos, su pelo casi blanco, cosa que no le sucedió a mi madre, cuyo aspecto era tan latinoamericano como el de mi abuelo. Nicolás se parecía a ella y hasta tenía nombre de zar. Incluso en eso me ganaba. Y aunque parezca feo ponerlo así, Nicolás ganó hasta el final: se murió. Nada tan romántico, heroico y hermoso como una muerte prematura, aunque fuera por una enfermedad estúpida. Aún hoy día soy capaz de distinguir esos sentimientos entre el espantoso dolor y conmoción que provocó su partida. Muchas veces lo envidié. ¿Y si la muerta hubiese sido yo? Entonces ¿me habría querido mi madre cuando yo ya no estuviera? Lo odié mucho por morirse, más aún que cuando vivía, pero he llegado a reconocer ese sentimiento recién ahora, con Natasha. Él nació del cuerpo de una mujer y fue nutrido por ese cuerpo y amado por ese cuerpo. Alcanzó a vivir en el paraíso, lo tuvo en una mano. Yo debí armar un espacio en el mundo sin recuerdos primarios que me salvaran, sin un Edén marcado en las células. Nací en un territorio ocupado, doblemente ocupado, como Alemania después de la Segunda Guerra. Y él murió adentro de ese paraíso, si el paraíso es de verdad eso: ser amado por quien te parió.

El duelo de mi madre, ya se podrán imaginar, fue estruendoso. No se levantó de la cama durante un par de meses, cerró la puerta de su pieza y las persianas hacia la terraza, y se negó a comer. Agregó un elemento nuevo a su vida: el alcohol. Dormía, fumaba y tomaba. No la culpo. Ahora que yo soy madre de tres niñas, no la culpo. Comparaba el dolor de mi papá y el suyo. De alguna forma, él conseguía seguir viviendo. Después de todo, él no había parido a Nicolás. Parir implica al cuerpo, al cuerpo entero. El día en que se levantó de la cama, para sorpresa mía y de mi padre, se diría que nada había pasado. Claro, nos robó el duelo a nosotros. Era tan importante su duelo que no permitió que mi padre llorara libremente a su hijo ni yo a mi hermano. Nos sentíamos terriblemente culpables de su dolor. Ella, siempre protagonista. Pero pareció sacar fuerzas de la nada y regresó a su cotidianidad sin huellas aparentes. Entonces dejamos el país. En el trabajo de mi padre necesitaban a alguien que cubriera durante un año un puesto en la sede de la oficina en Nueva York y él se ofreció, calibrando que el cambio le vendría bien a mi mamá. Yo perdí ese año de colegio porque las fechas de Estados Unidos y las chilenas eran opuestas en lo académico, pero eso no le preocupó a nadie y me sirvió, después de todo, para aprender un buen inglés.

El primer síntoma fue esa cita en el Plaza. Ya estábamos instalados en Nueva York. Había un pequeño cine en el hotel y habíamos quedado para ver una película de Woody Allen y luego tomaríamos el té, ahí mismo, en el salón del Plaza. Llegó un poco tarde, cuando ya empezaba la película. Mamá, exclamé espantada, ¡se te olvidó cambiarte las pantuflas! Se miró los pies y, efectivamente, iban cubiertos por unas ridículas zapatillas. Se encogió de hombros, es que hace mucho calor para ponerse zapatos, dijo, y pasó al cine feliz de la vida. Inventé una disculpa para no tomar el té, yo no iba a pasar el bochorno de entrar a ese salón con una señora en pantuflas. El Plaza era el Plaza, francamente. Le gustaba mucho caminar por Central Park, vivíamos en la Tercera con la 57 y nos quedaba cerca. Un día se sentó al lado nuestro, en un banco, una mujer homeless. La acompañaban dos perros, negros, flacos y pulgosos, iguales a ella. Lo cómico es que portaba un cartel que decía: I’m alone. My family was kidnapped by ET. Al principio a mí me dio risa. Como mi mamá no me acompañó en la diversión, le dije, compungida: pobre mujer, ¡qué espanto! Y ella, sin inmutarse ni cambiar de expresión, me contestó: ¿espanto?, no, ¡qué envidia! Y luego agregó, meditativa: ¿has pensado en la imaginación de una homeless, en cómo se las arregla para vivir? Yo no le di ninguna importancia, acostumbrada como estaba a sus rarezas. Recuerdo haberme quedado pegada en la idea de los perros, pensando en cómo los alimentaba si ella misma no tenía comida. Aparte de que se vestía cada vez menos y a veces iba en pijama a comprar el pan, llegó el segundo síntoma un par de semanas después: mi papá y yo la esperábamos esa noche para salir a cenar y recibimos su llamada. Vayan sin mí, estoy en el parque y hace demasiado calor para caminar, prefiero quedarme tendida aquí entre los árboles. Por supuesto, nos hicimos un sándwich y no fuimos a cenar. Llegó como a las dos de la mañana, tan campante, cuando mi pobre padre estaba a punto de llamar a la policía. Eso se repitió un par de veces. En la última, apareció con una bolsa de papel café en la mano que contenía una blusa y un vestido, usados, sucios. Cuando mi papá se los arrebató, gritando: ¡y estos trapos asquerosos!, ¿de dónde salieron?, y los botó al tarro de la basura, ella respondió candorosamente, como si nada: los encontré en un carrito de supermercado en el parque; y luego, al ver la expresión de mi papá, preguntó: ¿por qué me los quitas? Pero, fiel a su naturaleza, para castigarlo por haberle botado la ropa, avisó que se iba de la casa por unos días y partió. Más adelante llegó la noche en que, sin aviso, no se presentó a dormir. El instinto nos dijo que no llamáramos a la policía, que estaba fuera por su propia voluntad. En cambio, mi papá llamó al Consulado para obtener los datos de una tal Vanessa de Michele, que aunque su apellido sonara italiano, era una chilena que residía en Nueva York y se dedicaba al cine. Con la dirección de esta nueva amiga de mi mamá en la mano partió rumbo al Village, sólo para constatar que la susodicha se había cambiado de casa y el Consulado no tenía su nueva dirección. El nombre de esta mujer me era totalmente desconocido. Insistí a mi padre que tenía derecho a saber con quién andaba mi mamá. Poco logré sonsacarle: era una chilena que vivía en Nueva York desde hacía muchos años, se habían conocido en una comida en la embajada y mi madre le comentó que había encontrado a su alma gemela. Salían juntas a veces, la acompañaba en sus filmaciones, y de tanto en tanto dormía en su casa. Sospeché que mi padre tenía un gran temor: que a Vanessa le gustaran las mujeres más que los hombres. Mi madre volvió al día siguiente como si nada. Mi padre decidió llevarla al doctor. Ella se opuso tenazmente. Si es culpa de esta ciudad, querido mío. No estoy mal de la cabeza; es que en Nueva York una puede abandonarse, es un lugar peligroso.

Abandonarse, era exactamente ésa la palabra. Y fue lo que hizo. A veces no se lavaba. Empecé a llevar la cuenta de sus lavados de pelo, cada vez dejaba pasar más tiempo entre uno y el siguiente. Luego comenzó a no lavar su ropa. Acumulaba la que estaba sucia en una silla de su pieza y usaba la que estaba limpia. Cuando se le terminaba, volvía a buscar una prenda en el cúmulo de la silla. Por supuesto, terminaba yo llevándolas todas a la lavandería, pero cuando me veía llegar con ropa limpia, no le daba ninguna importancia. A mí me preocupaban sus calzones y sostenes. Creo que eso fue lo más duro, verla con calzones sucios. Los sostenes llegaron a mostrar la misma raya negra a los costados que la de su cuello. A veces mi papá la metía en la ducha y la enjuagaba con pelo y todo. Yo nunca lo hacía, no tenía el hábito de verla desnuda y es probable que no quisiese comenzar bajo aquellas circunstancias. Miraba todo esto entre incrédula y furiosa. Es que sencillamente no entendía qué cresta pasaba por su cabeza. Me habían cambiado a mi mamá pero esta nueva no era mejor que la anterior. Cuando mi padre tendía a reclinarse mucho en mí yo le recordaba que él se había casado con ella, no yo, que era su problema. Me defendía a patadas de tener que enfrentar el hecho de que ésa era mi madre. La veía encerrada en su caverna voluntaria, convertida ella misma en una cavernaria, tan sucios sus sentimientos como sus uñas o sus calzones. ¡Echaba tanto, tanto de menos a Nicolás! A pesar de los celos que me provocó en vida, no dejé de adorarlo. Como si de él fluyeran dos personalidades: una, el hijo de mi madre que me hacía sufrir a pesar suyo, y otra, mi hermano mayor preocupado y amoroso. Su ausencia me dolía en cada miembro del cuerpo. Me costaba entender la vida sin él, pero lo lloraba calladita, para no suscitar más penas en mis padres. Sí, lo lloré cada día de aquella vida en Nueva York.

Quizás lo más duro del deterioro de mi madre fue cuando comenzó a ponerse impúdica. No resistía entrar a su pieza y verla desnuda, con sólo la parte de arriba del pijama, sentada con las piernas abiertas. Yo tenía dieciséis años, era virgen y toda mi crianza había sido tan, tan pudorosa. Apenas se vestía para salir. ¿Dónde vas, mamá? A pasear, me contestaba y pegaba un portazo. Mi conocimiento de la vida era tan acotado, era tan joven, que no imaginé que la situación pudiera revertirse. Hoy pienso con bastante rabia en mi papá: ¡cómo crestas no la pescó por las mechas y la llevó a un siquiatra, cómo no dio vuelta la ciudad buscando una solución! En realidad, mi papá se perdía muchas de estas escenas debido a sus horarios de trabajo. Y a su magnífica capacidad de negación. Yo partía a mis clases de inglés y a la salida caminaba y caminaba, me metía a las tiendas, a una librería, a los museos, cualquier cosa con tal de no llegar a la casa. Sin proponérmelo, empecé a cultivar una serie de aficiones que hasta entonces me resultaban inéditas. Por ejemplo, la arquitectura. En mis caminatas, mirar los edificios, contemplarlos y analizarlos pasó a ser mi principal pasión. También el amor por la pintura: antes de Nueva York y del MOMA, la pintura no me interesaba en absoluto. Y la lectura. Como podía pasar horas en Barnes amp; Noble con un libro en la mano sin que nadie me echara de ahí, lo hacía. Y como siempre fui una buena alumna, el Metropolitan me resultaba fascinante para fortalecer mis conocimientos de la historia. En fin, ya me acercaba a ser una mujer casi perfecta, todo por mi madre. Parecía tan normal, tan latosamente normal. Nadie diría que tenía una mamá loca y un hermano muerto. Mi padre agradecía —sin decírmelo— que yo no le diera problemas. Su educación había sido muy poco integral, sabía de números pero de pocas cosas más, y solía celebrar mi aprovechamiento de la ciudad. Tenía un concepto formal de la cultura. Creía que se era culto por asistir al teatro o al ballet y por estar al día en la cartelera cinematográfica. Yo, en cambio, aprendí a creer en la profundidad de la experiencia: en volver diez veces a la galería de arte cerca de la casa para mirar otra vez ese Kandinsky, en la identificación que se producía muy adentro —¿en el alma, quizás?— entre sus formas y yo. No me importaba nada lo que estuviera de moda y no asistía a los conciertos que mi padre tímidamente sugería, la música se me daba mejor en la soledad de mi pieza que en vivo. Aprendí a detestar el teatro —y a decirlo, cosa que resulta escandalosa, según he visto— y a amar los musicales. Tomaba unas entradas que venden en Times Square por menos de la mitad de precio a las tres de la tarde y no me perdía ninguno. Acumulé horas y horas de musicals en el cuerpo. Con una madre inexistente y un papá imbuido en el mundo de Wall Street, la ciudad era mi refugio. Lamentablemente, justo cuando empezó a interesarme la literatura, mi mamá dejó de leer. ¿Por qué no lees ahora, mamá? Cómo que no leo, es lo único que hago de noche. Me mentía. Ya no había libros en su velador, como en la casa de Santiago. Y esos húngaros tan difíciles que te gustaban, mamá, ¿ya no los lees? No, ya los leí todos.

Por supuesto, llegó el día en que mi papá habló con la gente de su empresa y les rogó que lo liberaran de Nueva York. Volvimos. Yo estaba feliz, retornaba a mi medio, a mi colegio, a las amigas que me gustaban, en fin…, a sentir que había cosas sólidas aparte de mis padres. Mi madre retomó —por un tiempo— su vida anterior y mi papá pensó que efectivamente Nueva York era una ciudad peligrosa y que Chile le sentaba bien a su mujer. Pero no era cierto. Algo se había desatado en su interior y no había vuelta atrás, aunque no nos percatáramos entonces. Pasaron varios meses de relativa normalidad mientras me iba convirtiendo en una mujer sin muchos modelos que seguir. Inventaba mi personalidad sobre la marcha y esperaba ansiosa entrar a la universidad y estudiar Arquitectura. Una anécdota de entonces se me fijó en la memoria. Ella pasaba el fin de semana en casa de su cuñada, en el campo. Yo, por mi parte, prometí llegar el domingo, almorzar en familia y volverme con ella a Santiago. Estaba atascada ese día en un trabajo que debía entregar para una clase a la mañana siguiente y me atrasé. A las dos de la tarde, sintiéndome culpable, llamé al campo para avisar de mi demora. Me atendió mi tía. Le pedí que pusiera a mi mamá al teléfono, lo que ella trató de hacer. A través de la línea, la escuché: ¿qué Francisca me llama?, ¡no conozco a ninguna Francisca!

Recuerdo ese tiempo como el de una rara y nueva indiferencia hacia la falta de afecto de mi mamá. Según yo, ya no importaba… Pobrecita, qué ingenuidad, como si alguna vez dejara de importar. No era muy dada a los pololeos, quizás cultivaba alguna timidez inconsciente, pero aquello me atraía menos que a mis compañeras, era un poco más fría. No se me engrupía con mucha facilidad. O quizás es mucho más simple: me encantaban los hombres y podría haber sido una coqueta pero era tal mi inseguridad, mi miedo a que no me quisieran, que echaba marcha atrás y fingía distancias y frialdades para protegerme. Un fin de semana largo, una de mis amigas me invitó a la playa. Nunca olvidaré ese domingo en la noche cuando volví a mi casa. Mi papá estaba en el living, solo, sentado en el sofá grande frente a la terraza, con la luz apagada. Los presentimientos fueron inmediatos: algo había pasado con mi mamá. Efectivamente. Pobre padre mío, me dijo que debíamos hablar. Ante tal afirmación, le preparé un trago, una Coca-Cola para mí y un whisky para él, y me senté frente al sofá en la punta de un sillón vanidoso y endeble que nadie usaba, expectante. Se fue. Ésa fue su primera frase. No me quiso mostrar la carta de despedida, sus razones tendría. Pero la idea general era que regresaba a Nueva York, que no sabía si se quedaría allí o seguiría a Europa, pero que a Chile no volvía. Ni a su rol de esposa ni de madre, eso fue lo que, por evidente, no dijo. Que por favor no pretendiéramos buscarla. ¿Se despide de mí en la carta?, pregunté. Sí, contestó mi papá, sin ninguna vehemencia, e intuía que era una mentira piadosa.

Nunca más la vi. No personalmente, al menos. Quizás por eso hablo de ella en pasado. Tuve que enfrentar lo inevitable: el terror ancestral de perder a la madre, o sea, de perder el sentido de identidad. Lo que aquello supuso para mí es bastante predecible: no sólo era yo una persona imposible de querer sino que mi propia madre había tenido que escapar de mí para lograr una vida. Y el terror de transformarme en ella, ahora que había desaparecido. Incluso entonces llegué a plantearme un tema que más tarde sería decisivo: mi propia maternidad. Intuí un miedo oscuro, no muy definido, imágenes en un agua estancada: el miedo de transferir a mis propios hijos el odio a mi propia madre. El miedo de repetir mis experiencias y de que mi maternidad terminara siendo como fue la suya.

Terminando la universidad conocí a Vicente. Como ya conté, era constructor civil y trabajaba en un taller donde yo hacía una práctica. Lo encontré inmediatamente atractivo, sugerente y difícil. Sus hermanos, de chicos, le pusieron Cara de Botón, por tener todas las facciones concentradas en el centro de la cara. Pero aun así, tiene su gracia. Me encanta su pelo negro y grueso, siempre brillante, una mata de pelo hecha para mis dedos, recién peinado adquiere una leve pinta de gánster que me encanta, nunca será pelado. Es un poco arrogante, un poco engreído, un poco escurridizo, pero en el fondo de sus ojos reconocí una bondad parecida a la de mi padre. Era el típico macho que acumulaba toda su dureza en lo aparente guardando su ternura para la intimidad. Muy huraño e inepto socialmente, me usaba como su coraza frente al mundo exterior —no sé por qué hablo en pasado si lo hace hasta el día de hoy— y yo me sentía noche y día tirada a los leones. Pero lo importante es que él me quiso. A pesar de resultar un poco inasible, como si siempre estuviera a punto de escapar, me quiso y aún me quiere. Ante mí misma yo no resultaba digna de afecto: si la sangre de mi sangre necesitaba escaparse de mí, ¿por qué iba a quererme otro? Aun así sucedió. Vicente me amaba. Nos casamos en cuanto saqué mi título: era la mejor forma de huir. Me pegué a Vicente como una verdadera lapa: él me amaba, él me amaba, mi persona era digna de algún amor. Hasta hoy. Soy una buena esposa. Además, sé hacer tantas cosas que, a pesar de mí, resulto un gran partido. Madrugo, trabajo, gano plata —esto le encanta a Vicente porque él es un poquitín coñete—, cuido a mis hijas a quienes adoro y a quienes dedico toda la calidez que tengo —si es que la tengo— para que no vivan lo que viví yo. He terminado por seguir el modelo opuesto a mi madre. Por ejemplo, no recuerdo a mi mamá en la cocina. Aunque me esfuerce en conseguir una imagen de ella haciendo algo en ese lugar de la casa, no lo logro. Por eso es mi espacio preferido, tengo allí una mesa grande y buena parte de la vida familiar transcurre alrededor de ella. Me encanta perder tiempo ahí, hacer cosas trabajosas. Como con las cerezas. Tanto a mi gato como a Vicente les fascinan las cerezas. Pero ambos son de paladares exquisitos: les gusta comerlas="esta com sin cuesco, cortadas por la mitad, vacío el centro. Cuando aparecen, en verano, paso largos ratos en la cocina con un cuchillo pequeño —me lo compré para esos efectos— en una mano y el dedo índice de la otra preparado para el trabajo. Una vez el plato está listo y mi dedo rojo y arrugado, divido las cerezas en dos y sirvo a cada uno su porción. En ocasiones pienso que me equivoqué demostrando lo enérgica y eficiente que soy, resulta imposible que no se aprovechen de mí. En los días en que amanezco poco caritativa, veo a mi marido como a un caníbal. Se alimenta de mi vitalidad, como un vampiro. A veces, cuando estoy sola, bajo la guardia y caigo exhausta. Les he inyectado tanto entusiasmo a los demás —a Vicente, a las niñas— que ya no queda una gota para mí.

Siempre creí que tendría hijos varones, los consideraba tanto más fáciles. Con suerte, podría lograr alguno parecido a Nicolás. Y con ellos resultaría menos probable repetir las conductas que mi madre tuvo conmigo. Sin embargo, tuve mujeres, tres mujeres. Gracias a ellas hice enormes esfuerzos por traer a la memoria más recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia —cuando estaba demasiado ocupada en mí misma— para tratar de entender a mi madre, que había pasado por lo mismo, había parido una hija mujer. Esfuerzos vanos. Siempre llegaba a la misma conclusión: mi mamá es un monstruo. Llegué a adorar las visiones maniqueas porque me daban claridad, una línea que seguir, todo en blanco y negro. Pero quizás mis hijas piensen lo mismo de mí. Hago un enorme empeño por ser una buena madre. Reviso continuamente mis actitudes, lo que les resta espontaneidad, y seré juzgada por eso en el futuro, qué duda cabe… Una siempre lo hace mal como madre: si no es por esto, es por aquello, la culpa estará presente pase lo que pase.

Mi padre volvió a vivir a Nueva York. Con sus sesenta y cinco años, aparenta cincuenta y no se le puede nombrar la jubilación. Volvió a casarse y en apariencia está satisfecho con su nueva vida. Supongo que es innecesario agregar que la esposa en cuestión es veinte años menor que él. La última vez que fui a verlo, hace unos pocos meses, me tenía novedades. (Gracias a Dios, Vicente no pudo dejar su trabajo y fui sola). Vanessa de Michele, la antigua amiga de mi madre, lo había contactado. Vivía en Connecticut y le dijo a mi papá que tenía noticias de su ex esposa. Mi padre no quiso saber nada, sólo me entregó a mí su teléfono. Llamé a Vanessa de inmediato. Me citó en su casa. Entré al jardín del pequeño edificio, una casa antigua transformada en siete minúsculos y preciosos apartamentos, y me encontré con una mujer sentada en el único banco de piedra, con una regadera roja descansando a sus pies, rodeada de cardenales y enredaderas, una imagen muy mediterránea aunque estuviésemos en pleno Estados Unidos, con el blanco radiante de la casa detrás. Se levantó al verme y automáticamente tomó la regadera, que presumí sin agua por lo liviana que parecía. Su porte era mediano pero, por alguna razón, daba la impresión de ser una mujer alta. Su pelo castaño era corto, se veía tras él la mano de algún buen peluquero, y en el mechón que caía a la izquierda de su cara lucían unos destellos rubios. Su aspecto era francamente excéntrico, por decir lo menos. Vestía una camisa de dormir celeste pálida con florecitas verdes muy tenues, un pequeño encaje en el canesú y mangas largas arremangadas hasta el codo. Sobre la camisa llevaba un delantal amarrado por detrás, de aquellos que usan los hojalateros o los que trabajan el cuero… No sé, un delantal masculino, negro y con un enorme bolsillo en el frente. Su cuerpo era grueso y espléndido, como bien construido, y calculé que andaba al final de la cincuentena. Usaba unos lentes sin montura y sus ojos —del mismo color del pelo— eran grandes y expresivos. La boca parecía pequeña pero al ponerse en movimiento se agrandaba de forma incomprensible. Su sonrisa era radiante, le cambiaba por completo la severidad que destilaba su apariencia, y por sus arrugas supuse que habría vivido bien su vida. Ella era la mensajera del horror. Una vez dentro de su casa y con un café en la mano, me llevó a una sala oscurecida, encendió una máquina reproductora —no era DVD, era una película propiamente tal— y empezó ese ruido típico del cine de mi infancia en que debe pasar una cantidad determinada de película en blanco hasta que aparezca el objetivo de la filmación: cuando miré las primeras imágenes vi una gran avenida de Nueva York, podría haber sido Broadway o la Quinta. Transeúntes en las veredas, autos por la calle, un par de niños jugando, un vendedor negro altísimo con una mesa enclenque y sobre un paño algo colorido, pañuelos o bufandas. Y de pronto, una homeless parada cerca de un quiosco de revistas. La cámara se acerca y se detiene en ella: una persona muy gruesa vestida con harapos negros, los pantalones parecían rescatados de un antiguo traje de hombre y aunque el día se veía soleado, más bien veraniego, ella estaba muy abrigada, cubierta con varios chalecos, unos más cortos que otros, lo que acentuaba su corpulencia. El pelo —entre blanco y castaño— se había convertido en miles de rizos largos y apretados por la falta de lavado, disparados hacia el espacio. Rasta, dirían mis hijas. La cara —que apenas se distinguía— también era oscura. Todo era oscuro, incluso sus pies que estaban descalzos. La mirada era inconfundible, los ojos no necesitaban de un close-up para percibir la infinita indiferencia que había en ellos. De repente, empieza a bajarse los pantalones. Se acuclilla y la cámara se acerca y enfoca un enorme trasero, lleno de celulitis, como si debajo de la piel se escondieran miles de naranjas. Y mi madre se baja del todo los pantalones y orina con absoluta tranquilidad. La imagen no está enteramente de perfil, más bien a tres cuartos de costado. Termina de mear, se sube el pantalón negro mientras se levanta y empieza a caminar como si nada hubiera pasado. Le pedí a Vanessa que detuviera la película. La única frase que me dijo fue: debes aprender, Francisca, que no todos quieren ser salvados. Me escapé de esa casa y de esa mujer. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué la llevó a mostrarme esa filmación? Aún hoy no lo sé. Acorté lo más posible la visita a mi padre, volví a Santiago y nunca he mencionado lo que vi, ni a Vicente ni a nadie. ¿Debí quedarme en Nueva York y tratar de contactarla? ¿Debí tratar de salvarla? Mi única certeza es que yo era la más miserable de las criaturas de Dios. Más miserable que mi madre. Ya en Santiago, andaba por la calle sigilosamente, como alguien siempre alerta, siempre vigilante, que se concede a sí misma el capricho de guardar silencio, de simular. Alguien que, después de la tormenta, sigue empapada, sin secarse, que cuida su propia miseria como su único activo. Quizá reconocer el daño que ella se había hecho a sí misma podía significar el comienzo de mi propia curación.

Mi mente y mis estados de ánimo empezaron a virar en ciento ochenta grados. Cualquier noche me desvelaba y sin despertar a Vicente me iba de puntillas al escritorio, encendía mi computador y me metía a lanchile.com a revisar las ofertas para Nueva York. No sé cuántas reservas he hecho ya. Y con la luz del día, desde mi oficina, las cancelo. Pongo la CNN y espero sólo para ver la temperatura de Nueva York. El único diario que leo on-line es el New York Times, siempre esperando ver algo relacionado con ella. Me la imagino en las peores situaciones, las que merezcan una noticia, como, por ejemplo, que se queme a lo bonzo en plena Quinta Avenida. O que se lance desde el último piso del Empire State. Y en la noche soñaba, soñaba largamente con esa horrible nalga celulítica. Despertaba y me encerraba en el baño para llorar tranquila. Mis llantos obedecían a razones antagónicas, según el día: a veces lloraba por sentirme la más ruin de las mujeres del mundo, por permitir que mi madre sea una vagabunda y no mover un dedo por rescatarla. Otras noches lloraba de rabia, de odio puro y no me lo podía quitar de encima: el odio es como la sangre, es imposible de disimular, lo tiñe todo. Los que creen que la razón final de toda esta historia fue la pérdida de Nicolás se equivocan. Ese dolor sólo adelantó lo que tarde o temprano, con o sin la muerte de su hijo, ocurriría. Han pasado ya varios años desde la partida de mi madre. He madurado. Sería presuntuoso de mi parte decir que he superado el tema. No, un tema así no se supera. Pero ya puedo vivir con él. Ya no me destruye. Que a veces me enfrío, que a veces me paralizo, que a veces me convierto en un objeto distante y desprovisto de compasión, me parece irrelevante. Porque he hecho lo único importante que podía hacer: quebré la línea de la herencia, quebré la repetición. Mis hijas están a salvo. Y aquí sigo con mi vida normal, con mi aspecto normal, con mi familia normal. Con mi gato, con Vicente.