Nos estamos acercando no a una era de conexión de máquinas informáticas inteligentes, sino a una nueva era de interconexión del ingenio humano.

ALBERTO TOGNAZZI

CISNES NEGROS Y CAUSAS TENUES

Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.

El gatopardo (Lampedusa)

Durante siglos se observó que todos los cisnes eran blancos, así que se supuso que los cisnes eran blancos por definición. La metáfora de los cisnes blancos sirvió para ilustrar el método inductivo: si hacemos miles de veces la misma observación, lo más natural será pensar que la siguiente observación coincidirá con ellas. Pero en 1697 se encontraron cisnes negros en Australia, con lo que una teoría basada en millones de observaciones a lo largo de los siglos fue refutada por una simple observación. Nassim Nicholas Taleb llama «cisnes negros» a los acontecimientos inesperados que cambian todo de la noche a la mañana. Cisnes negros son los crash económicos, como la reciente crisis bursátil e inmobiliaria, pero también la del 29, la de la burbuja puntocom o la mayoría de las revoluciones políticas. Los cisnes negros son imprevisibles pero sus efectos pueden ser devastadores y cambiar en días la historia del mundo. En 1988 visité Berlín Oriental, en la antigua República Democrática Alemana, y mi amigo Lennard Strehl me comentó que ya todos habían asumido que la ciudad y el país seguirían divididos durante décadas: un año después cayó el muro de Berlín y Alemania se reunificó tras cuarenta años dividida.

Sin embargo, junto a los cisnes negros, existe algo que casi siempre influye más en la evolución social: las causas tenues, los pequeños pero constantes cambios que pasan casi inadvertidos, cuya imagen metafórica es la de la gota china. El nombre procede de la célebre tortura que consiste en dejar caer sobre el prisionero una gota de agua a breves intervalos, manteniéndole la cabeza inmovilizada. Se supone que al cabo de unos cuantos meses el agua abre un agujero en el cráneo y empieza a inundarle el cerebro, pero los expertos dicen que esa tortura no se empleó nunca en China, aunque sí en España por la Inquisición. Cuando Alphonse Karr dijo aquello que ahora se llama gatopardismo o lampedusismo de «que todo cambie para que nada cambie», sabía que las verdaderas transformaciones se producen gracias a los pequeños cambios y pocas veces a causa de las revoluciones. La Revolución francesa derrocó a un rey y acabó sosteniendo a un emperador, mientras que la rusa se hizo contra el culto a los zares e impuso el culto a la personalidad de dictadores con mayor poder que el que nunca tuvo cualquier zar, rey o emperador, confirmando la predicción de Marx de que Rusia no estaba preparada para el socialismo, puesto que no había pasado por la etapa burguesa. Los cambios pequeños, en definitiva, son tan difíciles de advertir como la gota china y por eso es frecuente que creamos e incluso proclamemos que siempre hemos pensado lo mismo, algo que casi nadie podrá refutarnos, a no ser que nuestra profesión sea la de periodista, escritor o presentador de televisión: entonces bastará una consulta a las bibliotecas, hemerotecas o videotecas para descubrir cuánto ha cambiado nuestra manera de pensar. También en Internet es posible retroceder en el tiempo y encontrar nuestros blogs tal como aparecieron en su momento si visitamos la página web The Wayback Machine (www.archive.org), en la que se conserva lo publicado en Internet desde 2002; en mi caso puedo retroceder hasta el año 2003 y ver cómo eran mis páginas antes de que las corrigiera una y otra vez.

En el mundo de la tecnología y la narrativa audiovisual los cambios se suceden con la constancia de la gota china pero también con la imprevisibilidad de los cisnes negros y los descubrimientos e invenciones son tan constantes que resulta difícil mantenerse al día. Cambios que antes se producían durante una o dos generaciones ahora se suceden cada cinco o diez años. En cuanto empezamos a entender algo, ya no existe, como el fax, que está en la lista de máquinas en peligro de extinción. De todos modos, como esos continuos cambios se reparten entre los 365 días del año, nos vamos adaptando a ellos casi sin darnos cuenta. Hoy en día en todas las oficinas cada trabajador tiene un ordenador, cuando hace tiempo ni siquiera se le pedía que supiera escribir a máquina; caminamos por las calles llevando el teléfono a cuestas o viajamos con la televisión, una videoteca y cientos de libros si llevamos con nosotros un ordenador portátil o una tableta digital, pero no le damos importancia ni nos llama la atención. Ya dije en uno de los primeros capítulos que vivimos en el futuro.

Tal vez el lector de este libro haya sentido en algún momento que toda esa nueva narrativa audiovisual no va con él, que es para gente más joven o más moderna, más inquieta o con más ganas de aprender o perder el tiempo, pero incluso las personas más reacias a las nuevas tecnologías y narrativas ya han modificado su conducta y sus gustos. El ejemplo más evidente es el hipertexto, que ya hemos visto que no se trata de algo extravagante, sino que cada vez que alguien se conecta a Internet lo está usando; pero también cada vez son más las personas mayores que, hartas de aguantar la publicidad de la televisión, han pedido a sus nietos que les expliquen cómo se hace eso de ver las series a través de Internet y sin anuncios.

EL FUTURO NARRATIVO EN EL TELEORDENADOR

En 2010 el apagón analógico, o encendido digital para los optimistas, se produjo en muchos países de Europa y poco a poco se irá extendiendo al resto del planeta. También 2011 es el año previsto para proyectos como la televisión de Google o de empresas rivales como Apple o Windows, que permitirán navegar por el televisor como si fuera un ordenador e incluso usar el móvil como mando a distancia. Se producirá de este modo, ya de manera completa, la tan esperada fusión entre todos los aparatos, que ya vimos que predijo Negroponte hace muchos años. Por otra parte, Google y otras empresas están trabajando en la traducción automática de la voz a texto, es decir, en programas que permiten crear subtítulos de manera automática, lo que hará que cualquier contenido audiovisual pueda ser traducido casi al instante a cualquier idioma. Es un sistema que se emplea ya para traducir no con subtítulos, sino directamente con simuladores de voz, que permiten a un turista húngaro entenderse con un chino cantonés: cada uno se limita a hablar y el software instalado en el teléfono móvil de su interlocutor traduce al instante el diálogo. Muchas de las barreras idiomáticas desaparecerán en un futuro cercano, lo que facilitará la exportación de contenidos audiovisuales más allá de los canales establecidos a favor del omnipresente mundo anglosajón. Para no perder el negocio en las economías emergentes, que concentran media población mundial, la industria del entretenimiento estadounidense empieza a deslocalizarse y a emplear lo que se ha llamado transcreación, que no es lo mismo que transmedia, sino la adaptación de una narración a otra cultura, como el Spiderman indio, que bajo su máscara no oculta al estudiante de Nueva York Peter Parker, sino a Pavitr Prabhkar, de Mumbai (Bombay). Aunque se conservan muchos de los elementos del cómic original, el muchacho adquiere los superpoderes no por la picadura de una araña radioactiva, sino gracias a un maestro de yoga, y se introducen leves pero llamativos cambios en su indumentaria.

En lo que se refiere a la futura ficción audiovisual en el teleordenador, HBO quiere ser de nuevo pionera y ya ha producido dos extraordinarios experimentos que permiten intuir las posibilidades que se ofrecerán dentro de poco tiempo a los espectadores: HBO Voyeur y HBO Imagine. El proyecto HBO Voyeur se inició con una campaña viral en 2007 en la que se repartió a los transeúntes unas extrañas invitaciones en las que se anunciaba una cita pública frente a un edificio del Lower East Side de Nueva York. La noche de la cita sobre la fachada se proyectó una filmación que daba la impresión de que el edificio se había vuelto transparente, como si lo hubiesen cortado por el medio, permitiendo a todos los asistentes ver los ocho apartamentos y la escalera central. En cada uno de los apartamentos sucedía algo diferente: una fiesta en la que todos los invitados acaban desnudándose, una pelea doméstica o una mujer que intenta asesinar a un hombre. Aunque las historias parecían independientes, en realidad existían ciertos nexos entre ellas. La cartulina-invitación servía para, usándola como visor, descubrir algunas de esas conexiones, quedando oculta la parte del edificio que no tuviera relación. De este modo se descubría que la mujer del cuarto derecha vestida con cierto estilo perverso llamaba con su móvil al vecino del primero izquierda, que intentaba disimular delante de su esposa.

El espectacular experimento tenía su continuación en una página de Internet en la que el usuario podía elegir qué piso y qué parte de la escalera quería contemplar y, además, podía seleccionar una banda sonora entre varias posibles. A ello se añadían contenidos para teléfonos móviles que mostraban puntos de vista diferentes, por ejemplo, con cámaras de visión nocturna. El experimento se completaba con una minipelícula, The Watcher (El mirón), en la que el protagonista era un espectador voyeur que, como en La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock o Blow Out de Brian de Palma, presenciaba desde su casa un crimen que se cometía en el edificio, pero entonces era descubierto por el asesino. Todo formaba parte de una campaña promocional de HBO para reforzar su prestigio entre sus seguidores, pero fue celebrado por los medios de información, que quedaron deslumbrados por la complejidad y belleza narrativa del proyecto. Fue, además, una de las primeras demostraciones de que la hipernarrativa interactiva no es sólo un juguete tecnológico.

HBO Voyeur en la proyección en el Lower East Side.

Dos años después, HBO decidió explorar las posibilidades narrativas que ofrecen los ordenadores e Internet, ahora bajo el lema «Más de lo que imaginas: HBO». Se trataba de HBO Imagine (2009), que presentaba al espectador un cubo en cada uno de cuyos lados se podía ver la misma historia pero desde un punto de vista diferente, como el salón, el pasillo o el dormitorio. Las proyecciones se hicieron sobre grandes cubos instalados en las plazas de diversas ciudades de Estados Unidos. No había una única historia, sino varias en decorados diferentes (una vivienda, un casino, un entierro) y sólo en Internet se podía recorrer la aventura completa, que se componía de varios cubos con sus cuatro puntos de vista, pero también de algunas escenas desde un único punto de vista o dos, recortes de periódicos y todo tipo de contenido multimedia que el navegante podía recorrer a su manera, investigando la relación entre las diversas piezas en una complejísima pero también coherente y muy cuidada red de narraciones, que al mismo tiempo era un juego. Quedaba así demostrado que no sólo los juegos pueden intentar reforzar su carácter narrativo, sino que puede suceder a la inversa y las narraciones avanzar en la dirección de los juegos.

Los dos proyectos de HBO son los primeros o al menos los más interesantes tanteos de un nuevo mundo narrativo al que nos iremos acostumbrando poco a poco, porque sin duda formarán parte del futuro que se ha iniciado con la fusión entre el ordenador y el televisor. Aunque lo más probable es que el cambio se produzca día a día, sin que casi nos demos cuenta de que estamos aprendiendo un nuevo lenguaje narrativo.

¿DÓNDE ACABA LO TEXTUAL Y DÓNDE EMPIEZA LO AUDIOVISUAL?

Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua.

EPITAFIO DE JOHN KEATS

Los críticos severos siempre han querido separar los dominios de cada arte. G. E. Lesssing decía en su Laocoonte que los poetas y narradores debían ocuparse de la sucesión temporal, mientras que los pintores debían trabajar con el espacio, de tal modo que los unos nunca invadieran el terreno de los otros. Muy diferente es la opinión de Lu Ji, autor de Wen Fu, un tratado de crítica literaria china del siglo III, quien al hablar de literatura dice: «Cuando contemplo las obras maestras», en vez de: «Cuando leo las obras maestras». Como explica Pilar González España, el desarrollo en paralelo en China de artes como la caligrafía y la pintura ha hecho que en muchas ocasiones se hable de «contemplar un poema». Los caracteres chinos, en efecto, pueden leerse como textos pero también contemplarse como imágenes.

La conversión de átomos en bits de la que hablaba Negroponte tiene consecuencias inesperadas sobre la narrativa en general y sobre la narrativa audiovisual en particular, que nos acercan al modelo chino, porque los diversos soportes y maneras de transmitir la información, celuloide, lienzos, papel, tubo catódico, ondas de radio o televisión, ahora pueden ser convertidos en ristras de ceros y unos, en bits que pueden aparecer en la pantalla de un ordenador, un móvil o una tableta digital. Eso hace que una película, un programa de televisión, un libro, un cuadro o un cómic puedan verse y crearse en un ordenador y que además puedan mezclarse. Podemos leer los textos pero también escucharlos con un programa de reconocimiento de texto, podemos ver un cómic dibujado como si fuera un tebeo pero le podemos añadir sonido y escuchar cómo hablan los personajes; si lo preferimos, podemos conservar las letras escritas en los bocadillos pero darle un poco de animación a las imágenes, sin llegar a convertirlo en un dibujo animado. ¿Qué estamos leyendo, oyendo o viendo entonces?, ¿un cómic, un dibujo animado o un extraño híbrido que algunos llaman motion comic? Una película puede descomponerse en sus fotogramas, como vimos que hacía Brendan Dawes en Vértigo redux, y entonces nos encontramos ante miles de cuadros que pueden ser modificados, cambiando la luz, los colores, pintando ciertas zonas. ¿Qué obtenemos entonces? Las páginas de un diario o blog pueden incluir contenidos de audio o de vídeo. Y todo ello puede tener tantos enlaces como queramos, que conecten una cosa con otra. Un vídeo puede dar paso a una página de cómic, que se puede convertir en un cuento, que…

No quisiera terminar este recorrido por el jardín de senderos que se bifurcan, pero que también se cruzan, de la nueva y la vieja narrativa sin expresar una doble paradoja que sin duda el lector de este libro ya habrá considerado más de una vez: todo texto es un hipertexto múltiple y todo hipertexto es un texto lineal.

Imaginemos una historia narrativa lineal, que comienza en un punto determinado y que sigue una línea continua y sin desvíos hasta el final, por ejemplo a través de los tres actos de la estructura reparadora; incluso sin uso de flashbacks o voz en off, como recomendaban los teóricos más estrictos de fin de siglo. Incluso en estos casos «linealmente extremos», afirmar que sólo hay una línea narrativa es una tremenda simplificación, porque las líneas narrativas no son tan sólo la sucesión de escenas, son también asuntos tales como el subtexto, la ironía, la doble intención. Cuando un personaje dice una cosa pero hace otra, al lector o al espectador se le ofrecen dos bifurcaciones: en el mismo lugar hay dos líneas narrativas que plantean un problema inevitable al espectador. Si somos puntillosos, en una escena en la que hablan dos personajes puede haber dos, siete o dieciocho líneas narrativas implícitas: «lo que dice Fulano», «lo que replica Mengano», «lo que Fulano piensa pero no dice», «lo que Mengano hace pero no dice», «lo que el espectador piensa que Mengano piensa de lo que dice Fulano»; la simple combinatoria de pensamiento, palabra y acción, de texto y subtexto, de apariencia y realidad, engaño o doble intención nos muestra el rico mundo de estructuras que esconde cualquier película. Por otra parte, escenas que transcurren en paralelo, como las que hizo Porter en Robo y asalto a un tren y que popularizó Griffith son como un hiperenlace que no está desplegado en una única superficie, como el Talmud, sino en una línea continua y dinámica; pero esas dos líneas de acción paralela están ahí y, como hacen los fans en las sincronizaciones de Lost, podrían ser mostradas al mismo tiempo en una pantalla dividida.

El caso inverso es el de cualquier narrativa hipertextual que es también lineal en la percepción del espectador, como ya hemos visto en varias ocasiones, quizá con la salvedad de las estructuras en mosaico, como la pantalla dividida de Timecode o 24. Dejando de lado estas excepciones, como dice Corica, «todo texto es un hipertexto rudimentario» que el lector puede enriquecer, si «agrega notas al margen, subraya, relee o se detiene para leer algo vinculado a otro texto al que se hace referencia».

Se ha dicho que la gran diferencia entre ver una película o leer un libro es lo que Chatman llamó «la presión narrativa», que impide al espectador detenerse como hace un lector. En palabras de Carrillo, Canán y Zilde:

La «presión» de la narrativa cinematográfica implica que en cada escena ya estemos esperando la siguiente, es decir, estamos irremisible e inconteniblemente proyectados hacia delante, hacia el futuro… sin que podamos hacer ningún alto para reflexionar.

Lo habitual, en especial desde los libros de McLuhan, ha sido comparar como mundos diferentes el textual y el oral, el nacido de la imprenta de Gutenberg y el electrónico y audiovisual de Tesla o Marconi. El mundo textual ofrece estabilidad, mientras que el otro es volátil y pasajero: «Scripta manent, verba volant»: lo escrito permanece, lo hablado vuela.

Sin embargo, la comparación de McLuhan es válida cuando se aplica al mundo oral y el escrito de la Antigüedad, pero dejó de serlo en el siglo XIX. La verdadera diferencia entre el mundo oral y el escrito a lo largo de la historia no ha sido su carácter lineal, sino el hecho de que lo escrito se podía conservar de manera fiable y lo oral no. La tradición oral frente al texto escrito ofrecía imprecisión, variabilidad y la imposibilidad de comprobar, por ejemplo, si quienes transmitían los cantos homéricos los habían conservado fielmente de padres a hijos. Por el contrario, quienes tenían textos impresos podían compararlos y discutir acerca de su fiabilidad. Lorenzo Valla demostró en 1440 que la Donación de Constantino era una falsificación y que el emperador romano nunca le había donado la ciudad de Roma y el Imperio romano de Occidente al papa Silvestre I en el año 300. Valla pudo descubrir el fraude porque la Donación era un texto escrito. Si se hubiese tratado de una tradición oral, habría sido imposible cualquier crítica y análisis. Ahora bien, si Lorenzo Valla se hubiera encontrado no el texto escrito de la Donación, sino un casete con el discurso de Constantino a Silvestre, entonces también habría podido examinar esa grabación y descubrir que había palabras que ningún emperador del año 300 podía haber utilizado, o que el acento de Constantino delataba a un calabrés del siglo IX. Ésa ha sido la verdadera diferencia entre lo oral y lo textual durante más de cuatro mil años: hasta el siglo XIX sólo los textos se podían conservar, copiar y revisar de manera más o menos rigurosa o científica, pero lo audiovisual se disolvía en la nada. Imagine el lector de qué servirían los textos si en vez de escribirse sobre soportes como papel, bambú, pergamino o piedra se escribieran sobre la arena de una playa o sobre el agua; serían tan perecederos como las palabras dichas al aire o como aquellas que Jesucristo escribió: «Jesús, inclinado hacia abajo, escribía en tierra con el dedo (Juan 8:3)». Hasta la invención de la imprenta, la modificación y revisión de los textos era tan difícil que los comentarios se hacían aparte, porque un manuscrito respecto a un libro impreso es como el celuloide frente a la grabación digital: un soporte caro y difícil de manipular. Eso suponía un freno a la libre interpretación, porque el texto original, el manuscrito, siempre decía lo mismo. La imprenta no dio origen a las interpretaciones y variaciones de los textos canónicos pero sí permitió que se conservaran y se difundieran fácilmente. Fue la permanencia lo que hacía hasta hace poco diferente lo textual de lo audiovisual.

Aunque McLuhan vivió en la época del audiovisual grabado, prestó una atención intensa al aspecto de la difusión electrónica de sonido e imagen pero poca al hecho de que también se podía grabar y conservar ese material. Sabía que las películas se guardaban en laboratorios bajo unas condiciones de temperatura y humedad que impedían su degradación y también que las cadenas de televisión conservaban sus programas, pero ese tipo de materiales resultaba tan poco accesible que era casi inevitable pensar que no estaba disponible para ningún propósito de estudio razonable. La difusión de los sistemas de vídeo y el desarrollo del mundo digital, de los ordenadores personales y de Internet ha cambiado el panorama de una manera drástica, llevándonos a una conclusión que, como dice Stuart Moulthrop, habría asombrado a McLuhan:

McLuhan vio con claridad el impacto transformador de las tecnologías eléctricas, pero quizá porque no pudo vivir el boom del ordenador personal, no pudo advertir la nueva etapa, la recursión a una nueva era de literatura tipográfica a través del medio sincrético que es el hipertexto.

La paradoja es que lo audiovisual se ha convertido en un texto y que el espectador, antes sometido a la «presión narrativa», ahora puede detenerse en una obra audiovisual del mismo modo que el lector se detiene en un libro. Por otra parte, un lector de novela también puede ser víctima de la presión narrativa y leer sin detenerse nunca, llevado por la urgencia de alcanzar cuanto antes el desenlace: yo he conocido a lectores que nunca escribían en los márgenes de los libros. Del mismo modo, cuando en la Edad Media y en la Antigüedad los libros se escuchaban, los oyentes eran como espectadores de cine.

Es verdad que los textos han privilegiado una narración lineal, jerárquica y separada en capítulos, apartados y párrafos, así como el orden numérico y alfabético, pero ni lo textual está obligado a ser lineal, ni lo oral, lo audiovisual o lo digital tiene por qué ser no lineal. Los modernos ordenadores nos han permitido desplegar de manera intuitiva las cualidades hipertextuales de cualquier texto, su rica intertextualidad que siempre ha estado ahí. Pero los nuevos medios, además, nos han revelado que muchas de las diferencias entre lo textual y lo audiovisual son consecuencia de accidentes históricos y que hemos confundido su apariencia con su esencia.

En definitiva, lo audiovisual tiene ahora todas las características de un texto: puede conservarse, ordenarse, manipularse, estudiarse y transmitirse de una manera incluso más rica que la de cualquier texto a lo largo de la historia. McLuhan predijo que lo audiovisual nos haría menos metódicos, menos preparados para el pensamiento discursivo y lógico, más tribales, más tontos, pero no tiene por qué suceder así. En primer lugar, porque hemos descubierto que podemos acceder a los diversos contenidos de maneras más complejas pero también más directas y a menudo más sensatas que el orden alfabético o jerárquico. Las nuevas maneras de relacionar, rastrear y archivar la información nos permiten descubrir errores de los métodos jerárquicos, pero también combinarlos con los asociativos. Es verdad que la forma narrativa lineal es la preferida, y seguramente seguirá siéndolo, porque es la más sencilla, pero esa forma puede encontrarse en los cantos orales de un poeta ciego como Homero o en su transcripción textual en la Odisea: no es en sí misma oral o textual, excepto por ciertos detalles técnicos que favorecen la memorización. Ahora, sin embargo, podemos escuchar los cantos de Homero en un audiolibro, pero, además, ese relato oral nos permite ir hacia atrás o hacia delante, buscar esta o aquella palabra, manejarlo como un texto. En páginas de Internet como las conferencias TED se ofrecen charlas audiovisuales, pero en la misma pantalla podemos leer una transcripción textual interactiva, que nos permite buscar cualquier pasaje de la charla y, una vez encontrado, hacer clic y escucharlo. Es una buena muestra de la fusión de medios de la que he hablado en las páginas anteriores, de esa mezcla que diluye las fronteras entre el mundo oral y el escrito. Eric Havelock dedicó un libro entero a ese momento trascendental en el que la musa aprendió a escribir, en el que la cultura oral se convirtió en texto, pero ahora la Musa también ha aprendido a grabar, a registrar imagen y sonido como si fuera un texto.

EL DEGUSTADOR DE LOS NUEVOS MEDIOS

Recordemos la analogía entre el texto y el agua. El agua fluye libremente; el hielo no. Los documentos que fluyen, los documentos vivos en la Red están siempre sometidos a uso y conexión constantes, y estos enlaces nuevos se vuelven interactivos y accesibles. Cualquier ejemplar aislado que alguien conserva está congelado, muerto, carece de acceso a nuevas conexiones.

TED NELSON (Computer Lib)

¿Cómo llamamos a alguien que sigue una historia como un lector de libros o periódicos, pero también como un espectador de cine, un telespectador, un navegante de Internet o visitante de páginas web, un jugador de videojuegos o de juegos de realidad alternativa? ¿Cómo llamamos a alguien que disfruta de una historia que se desarrolla en todos los medios a la vez? A mí me gusta la palabra «degustador», pero para no resultar confuso, emplearé una expresión bastante más fea: «usuario».

Hoy en día no somos conscientes de todo lo que el cine nos ha enseñado a lo largo de más de cien años de historia, de todos los códigos que hemos interiorizado año tras año, hasta considerarlos como lo más natural del mundo. El escritor José Luis Velasco me contó una vez, no sé si en serio o en broma, que él no iba al cine porque no podía entenderlo: primero aparecía un señor corriendo por una calle llena de gente, pero un segundo después ya no estaba en la calle, sino en un descampado, aunque seguía corriendo, y acto seguido veíamos una pistola más grande que ese señor porque ocupaba toda la pantalla y después se oía un tiro y veíamos otra vez al señor, que ahora había crecido misteriosamente hasta hacerse casi tan grande como la pistola, pero tirado en el suelo en un charco de sangre. Situaciones como éstas ocurren una y otra vez en el cine y por eso en sus inicios había explicadores junto a la pantalla para aclarar qué era lo que estaba pasando.

Los cambios recientes han sido muchos y más acelerados de lo normal, pero todavía se han hecho pocos progresos narrativos relacionados con la interactividad o la hipernarrativa, ya sea textual o audiovisual. El lector de los hipertextos y de cualquier nueva propuesta narrativa también tiene que aprender a leerlos, como el espectador de cine aprendió a entenderlo. Quien accede a un hipertexto audiovisual que ofrece diversas alternativas, como un videojuego o las propuestas de HBO Imagine o HBO Voyeur, tiene que ser capaz de determinar la importancia de los nexos y relaciones que encuentra y lograr lo que Murray llama una visión caleidoscópica, que le permite ver una escena pero al mismo tiempo saber mucho más, acceder a otros puntos de vista y entender la complejidad de ese mapa de nexos:

Un momento expresivo como éste marca el nacimiento de una nueva convención narrativa, que podríamos llamar «primer plano panorámico», inspirándonos en el cine, o «epifanía compuesta», inspirándonos en la estética literaria. Al cambiar nuestro punto de vista en un momento de iluminación dramática, capturamos al mismo tiempo la realidad exterior compartida y las experiencias separadas que la componen.

Sin embargo, a pesar de esa pluralidad de perspectivas, Murray también habla de un «eje central». A veces es una escena, otras una confluencia de situaciones o un motivo que se repite, o la comprensión que se va abriendo paso en nuestra mente a medida que conocemos mejor ese mundo; algo, en definitiva, que proporciona intensidad, densidad y significado a la experiencia, a pesar de que cada usuario haya llegado a ello desde diferentes senderos. Todo ello puede, en definitiva, dar sentido a una historia, porque a pesar de que no haya un desenlace propiamente dicho, la comprensión y la emoción de esa situación central puede ser igual de satisfactoria. Como ya he dicho en los apartados dedicados al transmedia, el esquema que mejor representa este tipo de narrativa arborescente, rizomática, algorítmica o como se quiera llamar, es el de un mapa de conexiones que nos permite ver de manera intuitiva las conexiones entre los diferentes aspectos y momentos de la historia.

En las futuras narraciones hipertextuales el usuario o degustador también podrá decidir si quiere suspense o sorpresa, eligiendo saber tanto como el personaje o saber menos, creando de este modo una narración de suspense al estilo Hitchcock o de pura sorpresa a la manera de los culebrones. El propio espectador se podrá repartir las cartas a sí mismo: aquí suspense, allá sorpresa.

EL MENSAJE CAMBIA EL MEDIO

La mezcla sin fin de los medios y su acceso universal en el ordenador, sin duda servirá para que volvamos a aprender de los otros medios y salgamos de la cápsula cinematográfica, literaria o televisiva, de esa redundancia y autorreferencia constante en la que hacemos copias de copias. Un guionista debe buscar, como dije en Las paradojas del guionista, su inspiración no sólo en el pasado, sino también en otros medios. Del mismo modo que el creador de The Wire, David Simon, imita la novela decimonónica y a los trágicos griegos sin ningún complejo, podemos intentar trasladar a la narrativa audiovisual las lecciones de Homero, su poderosa narración en primer plano continuo, pero también el estilo elíptico de los textos bíblicos que nunca se sabe muy bien dónde y cuándo suceden. Las posibilidades son casi infinitas y muchas de ellas ni siquiera han sido exploradas en el mundo audiovisual.

Encontrar ideas en medios completamente diferentes no debería ser una rareza, sino una continua fuente de inspiración, investigación y descubrimiento. La novela en el siglo XIX, fascinada por el realismo de la pintura, intentó convertirse en un arte pictórico, como señala Bordwell en La narración en el cine de ficción. Henry James reclamó en su teoría de la iluminación la creación de imágenes que se vieran en perspectiva y se iluminaran con reflectores como en un teatro:

James desarrolla explícitamente el punto de vista como una metáfora de la perspectiva posrenacentista, el escritor, que habita en la «casa de la ficción», mira a través de ventanas que dan al «escenario humano» con sus ojos, o «al menos con unos prismáticos», detenidamente, al mundo.

Estemos o no de acuerdo con los presupuestos teóricos de los miméticos aristotélicos o de los diegéticos platónicos (el arte debe o no imitar a la vida), sus teorías quizá no han explicado tanto como pretenden pero sí han dado origen a obras extraordinarias, porque el simple hecho de intentar aplicar los hallazgos de un medio en otro diferente ya es un buen estímulo para la creación y el descubrimiento.

El mensaje cambia el medio, dice Jeffrey Bardzell en El lector de los nuevos medios, y da un buen ejemplo: no se pueden leer más de 15 o 20 páginas de un ensayo riguroso en una hora, pero sí 60 de un best seller. A pesar de las semejanzas, una serie como Los Soprano también exige otro tipo de atención al espectador, a pesar de emitirse en el mismo medio que las más convencionales. Pensar que el cine, la televisión, el teatro o la literatura sólo sirve para hacer esto o aquello y de esta o aquella manera es caer en un simplismo poco recomendable. Todos los medios sirven para muchas más cosas de las que creen sus guardianes y no hay que aceptar como definitivas ni siquiera las teorías de pensadores tan sensatos y justamente célebres como Aristóteles, quien era un espectador muy conservador. Auerbach nos ofrece ejemplos esclarecedores de cómo en un mismo medio, el teatro griego, la diferencia entre tragedia y comedia afectaba al realismo, pues la realidad vulgar y lo cotidiano sólo eran posibles en la comedia. Durante siglos, en efecto, el realismo estuvo limitado a lo cómico; los reyes, emperadores y papas se comportaban de manera estereotipada tanto en las farsas medievales como en el teatro de Racine y Corneille, quedando el realismo limitado a personajes como los bufones, los locos y, a veces, los niños. En cuanto a la televisión, en los últimos años se ha demostrado que se pueden emitir series convencionales con multitramas reparadoras pero también otro tipo de estructuras y narraciones más complejas, por lo que, también en este caso, el mensaje cambia el medio al ofrecernos algo distinto que pone en marcha facultades mentales que quizá habían permanecido dormidas hasta entonces.

ACERCA DE LO CONVENCIONAL

Lo malo de la convención no es que sea poco fiable per se, sino que acaba por convertirse, mediante la repetición, en algo cada vez más y más convencional.

JAMES WOOD, El arte de la ficción

A lo largo de este libro he empleado una y otra vez el adjetivo «convencional» para referirme a ciertas formas de escribir para el cine y la televisión que han dominado durante tres décadas y que en los últimos años han empezado a cuestionarse. Soy consciente de que el uso de ese adjetivo es una simplificación y comparto la opinión de David Bordwell de que no es informativo llamar a una película «no convencional», ya que es muy posible que su peculiaridad esté conforme con otro conjunto de convenciones. Como dice James Wood, la convención pocas veces está muerta, pero siempre está moribunda: «El artista siempre está intentando burlarla, pero al burlarla siempre establece otra convención moribunda».

Es cierto que la industria del entretenimiento de Estados Unidos, con sus formidables medios de promoción y distribución, ha impuesto un modelo convencional a todo el planeta, pero también su rival más extremo, el cine de arte y ensayo, lo ha hecho, recurriendo a métodos igual de formulistas, imitando a directores y guionistas como Fellini, Buñuel, Kurosawa, Truffaut o Bergman, que no se limitaban a imitar el cine, sino que hacían cine; porque, como decía Goethe, «no hay que ser como los griegos, hay que ser griegos». Saltarse las convenciones dominantes, o algunas de ellas, no impide que se adopten otras, que quizá ni siquiera sean mejores. La crisis de la narrativa cinematográfica no sólo afecta a la gran industria, sino también a muchas de sus alternativas, que han adoptado modos estereotipados y que a veces parecen aplicar con orgullo, como si fuera la mejor de las normas anticonvencionales, la capacidad de aburrir a los espectadores; o bien se mueven de manera obsesiva en un terreno de indeterminación que les impide hablar claro desde el punto de vista narrativo, como si explicar y mostrar con claridad fuese una vulgaridad. No es lo mismo la ambigüedad, la imperfección y la indeterminación que hacen que una historia se enriquezca con muchas posibles lecturas que la falta de personalidad y voz propia de algunos cineastas anticonvencionales que dan vueltas y vueltas alrededor de viejas ideas. No sólo se trata de renovar la narración convencional, sino también la anticonvencional, tan proclive a la pedantería, el simbolismo fácil que explica lo que la película no es capaz de mostrar por sí misma, o la presunción cinematográfica. En las últimas décadas, el cine no comercial, el de «arte y ensayo», tras las extraordinarias obras de los años sesenta y setenta, parece haber repetido lo que cuenta Renoir que sucedió tras los veinte o treinta primeros años del cine:

En Francia, tras el primer período, que es extraordinario, después de Méliès, Max Linder, tenemos películas que no valen nada. ¿Por qué? Porque éramos intelectuales, porque queríamos hacer películas artísticas, porque queríamos filmar obras maestras.

El guionista y dibujante de cómics Gérard Lauzier se lamentaba en 1979 del declive del cómic de una manera que recuerda a la de Renoir al hablar del cine, diciendo que el movimiento de mayo del 68, que debió haber sido el inicio de una renovación cultural y haber producido «diez dibujantes de cómics, diez directores, diez autores de teatro, diez novelistas», sin embargo no produjo nada, y en especial en el cómic, donde se multiplicaron los dibujantes, pero desaparecieron los guiones. No es difícil dar la razón a Lauzier, porque, excepto grandes autores del cómic underground como Robert Crumb, en aquellos años las revistas de cómics adultos se llenaron de historietas pedantes, de un infantilismo revolucionario sonrojante, sin comienzo y sin final, casi siempre sin sentido narrativo. Lo moderno era romper con toda estructura o narración comprensible y proponer historias de finales abruptos por sistema. La respuesta vino del lugar más inesperado, porque lo que renovó el cómic fue el género de superhéroes, con guionistas y dibujantes como Chris Claremont, Frank Miller o Jim Starlin. En la actualidad el cómic de superhéroes se ha convertido en una industria millonaria gracias a las continuas adaptaciones que el cine hace de sus personajes, pero también se ha precipitado en una progresiva decadencia en la que ofrece tebeos de colores brillantes y dibujos perfectos para historietas insípidas y tópicas. Sin embargo, el otro cómic, el que no es de superhéroes, vive ahora su mejor época y ha alcanzado la madurez.

Como se ve, los cambios son constantes en el mundo cultural y muchas veces imprevisibles, pero tampoco hay que olvidar que aunque no exista una necesidad histórica que explique los fenómenos narrativos tampoco aparecen ni se imponen por casualidad, como ya hemos tenido ocasión de constatar en varias ocasiones a lo largo de este libro. Los grandes imperios del entretenimiento, ya sea el de Scribe en el teatro o el de Hollywood en el cine, no sólo consisten en una industria capaz de resultar más productiva que sus rivales con estrategias como trasladarse a la soleada California para poder rodar durante todo el año; también necesitan el apoyo entusiasta del gobierno, incluso en un país como Estados Unidos que presume de no intervenir en la economía pero que protege su industria con fiereza, incentivando la exportación y frenando la importación, o con iniciativas tan insólitas como emitir sellos en función de la distribución de películas en vídeo, como hizo la Oficina de Correos con una colección de dinosaurios cuando la MCA puso en el mercado del vídeo la película En busca del valle encantado. La mano invisible del capitalismo a veces es muy visible.

Pero no todo se resume en el tinglado económico, porque Hollywood también se construyó con el talento de extraordinarios directores, guionistas y actores, ya fueran estadounidenses o venidos de cualquier lugar del mundo, que hicieron películas deslumbrantes, incomparables, casi inimitables para cualquier otra cinematografía, y además en cantidades industriales, no diez o doce buenas películas al año, sino centenares década tras década. Pero en los últimos veinticinco o treinta años el cine de Hollywood se ha ido precipitando en la nada, en una mera fórmula que se sostiene más en factores externos que en el talento. Spielberg, Lucas o Cameron, con quienes a lo largo del libro me he mostrado bastante crítico, son sin duda extraordinarios narradores, que dominan todos los mecanismos del oficio, y que desde el punto de vista industrial supusieron en su momento un alivio a la crisis económica del cine de los años sesenta y setenta, en mi opinión el mejor que ha habido, aunque sus propuestas no lograsen atraer a un público tan amplio como la carísima industria cinematográfica necesitaba. Pero, aunque las virtudes narrativas y comerciales de algunos directores de las dos últimas décadas del siglo sean indudables, la imitación servil de sus métodos, incluso por ellos mismos, y la certeza de que el predominio de Hollywood ha dejado de basarse en la calidad, y tiene más que ver con el control de todos los medios de producción, distribución y promoción, es lo que hace que ya no sólo desde fuera del sistema, sino también desde dentro, se busquen alternativas a lo que hemos visto en los últimos treinta años.

No hay nada malo en emplear los llamados trucos del oficio, porque el arte narrativo consiste en gran medida no en manejar a los personajes, sino al espectador: es a él al que tenemos que llevar de un lado a otro. Pero cuando los trucos se hacen demasiado evidentes el efecto se diluye. Hay excepciones, claro, y a veces nos gusta ver cómo un mago hace un juego de manos, aunque ya sepamos cuál es el secreto. En el cine eso también sucede, pero en el de la gran industria cinematográfica estadounidense cada vez menos. No hay ninguna obligación de elegir entre hacer películas entretenidas o aburridas, pero tampoco existe una definición única para «aburrimiento»; a algunos nos aburre lo que a otros les resulta entretenidísimo, y a la inversa. Ahora bien, el cine, la literatura, la televisión, la pintura o cualquier otro medio o arte también puede proporcionar emociones, enseñanzas y sensaciones que van más allá del puro entretenimiento y, lo que es más importante, ni siquiera tienen que lograrlo a costa de aburrimiento. Shakespeare y los trágicos griegos, que ahora se estudian en las academias como alta cultura, fueron considerados el no va más de lo entretenido en su época.

En cualquier caso, la sensación de que el cine nos puede traer emociones incomparables, esa cualidad que José Luis Guerín descubre en Nanook el esquimal o en las películas de Ozu («Veo Primavera tardía y nunca antes había visto una manzana»), es infrecuente sentirla hoy en día. Guerín la encuentra en Paraíso, de Dovorsevoy; en mi caso podría mencionar películas como Memorias de un asesinato de Bong Joon-Ho, After life de Hirokazu Kore Eda o Last life in the universe de Pen-Ek Ratanaruang. Tal vez al lector esas películas le parezcan aburridas o insulsas, porque la emoción recorre senderos difíciles de definir, pero aunque no coincida en los ejemplos, e incluso aunque sólo le interese el cine más comercial, creo que estará de acuerdo en que la narrativa audiovisual puede ofrecer mucho más que lo que la gran industria nos ha dado en las últimas décadas. Las alternativas pueden venir de la televisión, como en las nuevas series americanas, del mundo digital e Internet o de las nuevas tecnologías narrativas y, por supuesto, del cine de cualquier lugar del mundo, incluido Estados Unidos. Los vaivenes en el mundo de la creación artística son constantes y a veces lo mejor viene de la gran industria y otras veces de los sectores minoritarios. Uno de los problemas del cine era hasta hace poco que resultaba demasiado caro, porque las cosas que cuestan mucho dinero tienen que ser sostenidas por grandes industrias y obtener mucho dinero.

No es posible adivinar qué va a suceder en los próximos años, pero la gran diferencia es que ahora es mucho más fácil acceder a cualquier cosa y que no dependemos como antes de los canales de distribución de las grandes corporaciones. En la vieja polémica, probablemente irresoluble, acerca de si el público es poco exigente y sólo quiere ver productos fáciles, o si ello se debe a que las grandes empresas lo convierten en estúpido al ofrecerle ese tipo de productos, ahora tenemos una respuesta que escapa a la dicotomía: el que quiera ver otra cosa que lo que le dicen que vea puede hacerlo. Sólo tiene que aprender a usar Internet, porque allí encontrará todo. Como dice Hernán Casciari: «La industria hace productos para los targets (audiencias potenciales), pero ya estamos capacitados como comunidad para negarnos a ser targets». También los narradores de los nuevos medios audiovisuales se han quedado sin excusas: pueden hacer ahora con poco presupuesto lo que antes sólo estaba al alcance de las grandes productoras.

LA BÚSQUEDA DE LA IMPERFECCIÓN

Todas las artes, las artes industriales, y después de todo el cine no es nada más que un arte industrial, han sido excelentes al principio y se han degradado con la perfección.

JEAN RENOIR

En las discusiones entre profesionales del mundo audiovisual es frecuente escuchar que este o aquel proyecto no tiene suficiente calidad. Ya hemos visto que gran parte de la discusión entre el formato digital y el celuloide se sostuvo en la pérdida de calidad. Del mismo modo, muchas críticas a las series web insisten en que su calidad de imagen no es comparable al cine, y ni siquiera a la televisión en alta definición. En gran parte este tipo de polémicas son generadas por las empresas que quieren vender sus nuevos juguetes tecnológicos, pero la obsesión por la perfección técnica es muchas veces una excusa y casi siempre un error.

En efecto, uno de los problemas de las nuevas técnicas audiovisuales es lo que más nos asombra de ellas; su constante evolución y desarrollo nos ha sumergido en una fascinación casi hipnótica. Como es obvio, resulta difícil no sentir curiosidad por cada nueva innovación, pero eso impide concentrarse en lo que interesa en definitiva a un narrador: qué contar y cómo contarlo. Aunque ya he dicho que no hace falta construir un guión rígido ni seguir las teorías dogmáticas acerca de esta o aquella estructura, creo que el virtuosismo audiovisual o el dominio de la realización técnica sin más sólo conduce a un brillante vacío. Es frecuente ver en las escuelas de guión e incluso en las productoras de televisión un uso de los recursos de realización y montaje que pasa por encima de las necesidades narrativas, como el abuso del plano y el contraplano. Como director de televisión he tenido en alguna ocasión que indicar a los realizadores que no tiene ningún sentido hacer un reportaje que se pretende espontáneo en el que obligamos a entrevistador y entrevistado a repetir lo que han dicho o a fingir frente a cámara que están escuchando atentamente a su interlocutor. Desde el punto de vista de la realización será brillante, pero desde el punto de vista narrativo será un reportaje absurdo, además de resultar casi sin remedio frío y antinatural. Llevados también por esa búsqueda de la perfección estilística, en grabaciones multicámara de televisión se fuerza a menudo a los actores a mantenerse en sus posiciones de manera casi prusiana en busca del plano perfecto, cuando el sistema multicámara, inventado por Karl Freund para Te quiero Lucy, sirve para que las cámaras estén al servicio del actor y no al contrario. Gracias a la grabación multicámara, nos dice Renoir, se puede acabar con la religión de la cámara:

Hay una cámara plantada sobre un trípode, sobre una grúa, que es exactamente como el altar del dios Baal: alrededor de ella, los grandes sacerdotes, que son los directores, los cámaras, los ayudantes. Estos grandes sacerdotes llevan niños a esta cámara, en holocausto, y los echan a la hoguera. Y la cámara está allá, casi inmóvil, y cuando se mueve es siguiendo las indicaciones de los grandes sacerdotes y no de las víctimas.

Los apóstatas de esta religión emplean varias cámaras o buscan la inmediatez propia del documental o los informativos:

Así pues, se trata de hacer de reportero. Cuando los reporteros fotografían el discurso de un político o un acontecimiento deportivo no piden al atleta que salga exactamente del lugar que ellos quieren. Son ellos quienes tienen que espabilarse para representar a estos atletas en el lugar donde corren y no en otra parte.

Ya vimos en el capítulo «La televisión ya no es televisión» que el creador de Los Soprano, David Chase, pensaba que lo que sobraba en la televisión y el cine actual era la obsesión por hacer encajar a la perfección todas las piezas. Esa obsesión perfeccionista hace que el espectador se sienta encerrado en una sucesión de causas y efectos, que revelan la artificiosidad del mecanismo. Nada más lejos de las obras de Shakespeare, en las que a menudo no sabemos para qué sirve exactamente una escena. En mi caso, he de confesar que disfruto más con los pequeños espectáculos imperfectos que con las grandes y virtuosas coreografías en las que no consigo ver a la persona que se esconde debajo del traje de artista. También suelen gustarme las películas imperfectas, o que al menos lo parecen, las que tienen algún momento de respiro, algún valle en el que descansar antes de ascender de nuevo hacia otra cumbre emocional. Las mejores narraciones audiovisuales del futuro probablemente no serán resultado de la perfección técnica, sino todo lo contrario: para hacer buenas películas en 3D o en realidad virtual quizá debamos hacerlo un poco mal, evitar deslumbrar al espectador con la técnica, convertir esas tecnologías en algo cálido, no sólo real, porque lo más probable es que, tras la excitación inicial, acabemos cansándonos de una realidad duplicada que ya podemos ver a diario sin pagar entrada.

¿SOMOS TODOS GUIONISTAS?

Walter Benjamin decía en los años treinta que cada vez más lectores estaban dispuestos a convertirse en escritores: «La distinción entre autores y público está a punto de perder su carácter sistemático». A Benjamin le preocupa que el arte perdiera lo que él llamaba el «aura», a causa de la facilidad de copia y la multiplicación de los autores. Lo que no podía imaginar era hasta qué punto en el siglo XXI su predicción se convertiría en realidad. Los ordenadores, el mundo digital e Internet han permitido que cualquiera grabe vídeos, escriba y publique en su blog o se convierta en artista digital. Algunos, como Benjamin en su momento, se lamentan ante esta situación, y dan a entender que debería existir alguna forma de decidir quién debe o no escribir, o qué obras poseen aura, arte, calidad o derecho a escribirse, grabarse y conservarse. No se trata de caer en la ingenuidad de afirmar que todo vale lo mismo y que cualquiera puede ser un buen narrador, pero ese dictamen no puede ser impuesto de antemano por ningún tipo de institución, ya se trate de academias literarias o, como ha sido habitual en el siglo XX, de grandes empresas que han creado literalmente los gustos del público para que coincidieran con lo que querían vender.

Ted Nelson, el creador del hiperenlace, habló del populitism, un neologismo creado a partir de «popular» y «élite», con el que se refería a una situación en la que «el conocimiento profundo de los pocos esté por fin disponible para la mayoría». Ya hemos tenido ocasión de ver lo que ofrece Internet en este sentido: una revolución del conocimiento y la información que cada vez más historiadores consideran que superará en importancia a la invención de la imprenta. Pero además, como insiste Jenkins en sus libros acerca del transmedia y la cultura convergente, no se trata sólo de un asunto tecnológico que permite mezclar medios diversos o acceder a más información que nunca, sino de un cambio cultural que propone una cultura participativa que contrasta «con nociones más antiguas del espectador mediático pasivo».

Una de las principales características del mundo audiovisual en el siglo XXI es que las fronteras entre los autores y los espectadores ya no están tan claras como antes. El público puede relacionarse con las obras que consume de una manera más intensa y directa, puede elegir entre diversas posibilidades en las narrativas hipertextuales y puede interactuar e incluso participar en el desarrollo de ciertas obras. Esta situación plantea retos desconocidos hasta ahora a los guionistas y narradores audiovisuales, que se ven obligados a aprender las nuevas formas y posibilidades narrativas. Pero no es el único desafío al que tienen que hacer frente, porque su misma profesión está sufriendo una transformación constante, ya que, del mismo modo que se mezclan los medios, los géneros y las diversas artes audiovisuales, también se mezclan las profesiones. Las novedades tecnológicas han traído consigo una evolución del trabajo mismo de los narradores audiovisuales, que yo mismo he vivido en mis treinta años como guionista y director de televisión, aunque mi experiencia comenzó incluso antes. En efecto, como mi madre era montadora, pasé muchas tardes de mi infancia en las salas de montaje de Televisión Española en Prado del Rey cuando en televisión todavía se usaba celuloide. Era fascinante ver cómo los rollos de película giraban en la moviola, cómo mi madre marcaba con un lápiz blanco el trozo de película que había que cortar, cómo lo cortaba con la cuchilla de la guillotina y unía dos fragmentos con celo, o cómo añadía cola blanca (rollo de película blanco) al principio o al final de la bobina. Al comenzar mi vida profesional en televisión trabajé primero escribiendo los guiones de una sección dedicada al cómic, para la que yo mismo tenía que buscar las viñetas de Superman, Batman o Spirit y llevarme los tebeos a una oficina donde se rodaban en formato cine; lo único que podíamos hacer para darle un poco de vida a aquello era algún paneo recorriendo las viñetas, por ejemplo, siguiendo el vuelo de Superman, o un zum a la cara de Tarzán; aunque después se añadían sencillos efectos a las viñetas con la cámara de truca.

Años después llegó el vídeo y un proceso que parecía más sencillo pero que no lo era tanto, como prueba que un día estuve veinticuatro horas y media en la productora Globo Media editando (junto a un editor profesional) varias piezas de un programa de cámara oculta que se llamaba Eso hay que verlo. Cuando trabajaba en el programa de humor El informal, ya disponíamos de ordenadores que nos permitían acceder a la base de datos de Telecinco y buscar imágenes que nos pudieran servir para hacer chistes: por ejemplo, el papa besando el suelo en un aeropuerto. Lo único que veíamos era una descripción textual: «Viaje de Juan Pablo II a Francia, avión aterriza, baja el papa y besa el suelo». Entonces teníamos que pedir que nos grabasen las imágenes que nos interesaban, que eran repicadas todas juntas en una cinta betacam. Las mirábamos, seleccionábamos lo que nos pudiera interesar y volvíamos a pedir las imágenes para editarlas y fabricar nuestro chiste (si usábamos las que acabábamos de ver, perderíamos una generación). Pocos años más tarde, los guionistas ya podían ver las imágenes desde su propio ordenador, aunque no fuese en muy buena calidad, y eso les permitía ahorrarse un paso y un intermediario. Tiempo después, ya se recibían las imágenes en perfecta calidad y se podían seleccionar directamente en formato digital. Por fin, llegó un momento en que los guionistas casi las editábamos, dejando un poco de «coleo» por delante y por detrás, y enviándolas entonces a edición. Pero en los informativos los propios reporteros descargaban el material que habían grabado y lo editaban para emisión, sin más intermediarios.

Cuando llegó el formato digital las cosas se simplificaron, como ya hemos visto en el capítulo dedicado al mundo digital, pero durante algunos años incluso la edición digital sólo era accesible a algunos privilegiados, porque los ordenadores domésticos no podían soportar tanta cantidad de información y el proceso de renderizar diez minutos de película podía llevar toda una noche o un día entero. Pero ahora cualquier ordenador doméstico, incluso un portátil, puede editar con programas sencillos y muy intuitivos y está claro que en poco tiempo las fronteras entre los programas profesionales como Avid o Final Cut se harán casi indistinguibles. En la mayoría de los programas de edición, el montaje resulta casi tan intuitivo que no es una exageración decir que un niño de 10 años puede aprender a usarlo en menos de una hora. Aunque ya en la infancia hice algunos montajes con los restos de película que mi madre descartaba, y aunque en alguna ocasión he ayudado a algún editor, nunca logré editar con cierta soltura hasta que pude instalar en mi ordenador personal un programa de edición digital. La distancia entre profesionales y aficionados se va haciendo cada vez menor y la diferencia entre las diferentes profesiones del audiovisual se va haciendo cada vez más difícil de determinar: los guionistas editan, los actores se graban a sí mismos y los escritores se atreven a probar suerte en el mundo audiovisual con cámaras y ordenadores caseros.

EL GUIONISTA AUDIOVISUAL EN EL SIGLO 21

¿Cómo trabaja un guionista hoy en día?, ¿de qué manera influyen las nuevas tecnologías en lo que hace?, ¿a quién se dirigen sus guiones?, ¿cómo busca trabajo y cómo lo encuentra? Las anteriores son algunas de las preguntas que quizá se haya hecho el lector de El narrador de los nuevos medios y para las que yo no tengo respuestas definitivas, aunque sí espero que le hayan resultado útiles algunas sugerencias. La intención de este libro no es enseñar métodos, sino mostrar un panorama que debería conocer todo narrador audiovisual. Cuando hablo de narradores audiovisuales me estoy refiriendo a algo mucho más amplio que esa profesión que consiste en rellenar páginas con diálogos y acotaciones en letra Courier, porque no hace falta ser guionista para convertirse en narrador audiovisual y tampoco un guionista tiene por qué limitarse a escribir guiones en folios. Cualquier persona puede escribir con una cámara, como bien decía Astruc o como dice Guerín:

Para muchas películas lo natural sería que unas notas de vídeo sirvieran de intención con la que prever una estructura, unas ideas concretadas en esas pequeñas imágenes y a partir de ahí surgiría de una manera muy natural una película.

No sólo eso: cualquier persona puede construir una narración sin guión y sin cámara, usando las imágenes que han grabado otros. Un ejemplo temprano lo dio Jean-Luc Godard en los años ochenta con sus Histoire(s) du cinéma, mediante el montaje de imágenes y fragmentos de películas a los que añadía títulos o textos sonoros. Terminado en 1998, ya el título del proyecto encierra una pluralidad de interpretaciones: trata de las historias que ha contado el cine en el siglo XX, de la historia del cine según los historiadores, de las divergentes historias del cine, o de una historia al estilo de las historias que se cuentan en el cine. Y, además, según la definición de Godard, es un ensayo y un poema. Hoy en día, sin ser Godard ni un profesional del cine, con el material audiovisual al que se puede acceder desde Internet, o mediante el alquiler de vídeos, un narrador audiovisual puede construir una obra propia sin coger una cámara, escribir un párrafo, conocer a un actor o hablar con un productor. Alguien dirá que se pierde mucho con el cambio, pero otros, los que hayan trabajado durante años con productoras de cine o televisión, pensarán que esa nueva posibilidad es casi como entrar en el paraíso. Sea como sea, ahora existe la posibilidad de manejar segmentos audiovisuales como quien maneja palabras para escribir un texto. Algunos párrafos serán mejores, otros casi ilegibles, como sucede con la literatura o el ensayo. Como acabamos de ver, los diversos narradores audiovisuales, entre los que quizá deberíamos contar a los directores, realizadores, guionistas, editores y también a los actores empiezan a confundirse, a aprender el oficio de sus colegas, a convertirse un poco en ellos. Siempre ha sucedido y son frecuentes las conversiones de guionistas en directores (Billy Wilder, Woody Allen, Charlie Kaufman), pero ahora todo resulta más accesible y la superespecialización del cine es casi cosa del pasado.

Antes los guionistas enviaban su currículum a una empresa o con suerte lograban que los recibieran allí, aunque eso cada vez resulta más difícil, al menos si se trata de empresas grandes. Cuando trabajaba en Globo Media en un edificio en Duque de Pastrana, cualquier persona más o menos avispada se las arreglaba para subir al primer piso y ofrecerse a trabajar con nosotros y más de una vez contratamos a alguno de ellos, pero, cuando la empresa se trasladó a un edificio del extrarradio de Madrid y se creó un departamento de personal, la empresa se convirtió en casi impenetrable para quien no conociera a nadie dentro. Ahora, sin embargo, Internet permite a cualquiera entrar en los despachos de los directivos, de los directores, de los guionistas o de los productores ejecutivos, porque todos ellos se pasan gran parte de su tiempo buscando cosas interesantes en la Red. Cada vez son más los programas de televisión e incluso las series que se adaptan a partir de una idea propuesta por aficionados profesionales en Internet. Algunas veces, el guionista, el actor o el director no se anima a hacerlo todo él y necesita a otras personas, pero las puede encontrar a través de foros de Internet o en talleres prácticos de guión: la facilidad del medio digital ha hecho que muchos de mis cursos consistan en la creación de una webserie. No en planificar los capítulos o escribir los guiones, sino también en grabarla y subirla a la Red. Hoy en día los narradores audiovisuales pueden adquirir experiencia más fácilmente y mostrar lo que hacen a los demás. La competencia, claro, es mayor, precisamente porque cualquiera puede hacerlo, pero también por eso las reglas del juego son más justas.

El guionista o el narrador audiovisual tiene que aprender a moverse por este nuevo mundo, que no le ofrece el paraguas protector de una gran empresa, con la tranquilidad que eso supone en ciertos momentos, pero que también le puede permitir no convertirse en un rehén de ellas. De todos modos, tal como está el mercado laboral, no es una garantía pertenecer a una empresa audiovisual y muchos predicen que van a sufrir una crisis comparable a la de la industria discográfica. Pero pensar que por ello va a disminuir la demanda de narradores audiovisuales es un error: va a aumentar sin ninguna duda, aunque todavía no se haya definido el modelo de negocio, es decir, cómo hacer rentable el mundo digital. Eso no impide que las empresas de telecomunicación y entretenimiento digitales sean ya las más rentables del mundo: en 2009, Nintendo, Google y Apple (según Bussines Week).

El narrador de los nuevos medios no está obligado a conocer las últimas novedades tecnológicas orientadas a la narración, de las que en este libro he ofrecido una muestra bastante completa, pero le recomiendo sinceramente que lo haga y que no piense que las nuevas narrativas cancelan las antiguas. Más bien sucede al contrario, pues la revolución digital ha permitido acceder a un pasado audiovisual que casi había desaparecido del cine y la televisión. También ha provocado la recuperación de maneras de narrar anteriores a las de las últimas décadas. Por paradójico que parezca, el refugio para la narrativa clásica no son las salas de cine (dominadas por blockbusters para adolescentes), sino los foros y páginas especializadas de Internet. Lo nuevo y lo viejo coexisten en este nuevo espacio audiovisual e incluso se producen interesantes simbiosis, como creo que hemos podido ver a lo largo de este libro, aunque otras veces cada una va por su lado y se dirige a un público diferente, que puede acceder a unas y a otras desde la misma pantalla. Es posible también que lo que llamamos cine no haya muerto, sino todo lo contrario. Aunque es previsible que en los próximos años asistiremos a una sucesión de taquillazos en tres o diecisiete dimensiones, las salas digitales permitirán también, como ya está sucediendo en muchas ciudades, que se pueda ofrecer al público todo tipo de cine, desde grandes producciones que aprovecharán las novedades tecnológicas de manera brillante hasta películas llegadas de cualquier lugar del mundo; desde clásicos del cine a propuestas modestas y más personales que pueden ser tan o más interesantes que las ofertas de la gran industria. Landow decía hace años que el hipertexto no es la muerte de la literatura, sino la muerte de «la muerte de la literatura». Del mismo modo, quizá el cine digital acabe siendo la muerte de «la muerte del cine». No el final del cine, sino tan sólo de un único tipo de cine.

CONFESIONES CÁNDIDAS

Una cosa acabada es el mayor enemigo de nuestra imaginación.

KENKO YOSHIDA, Tsurezuregusa

Marshall McLuhan fue en su momento el profeta de la nueva era electrónica, que anunció el paso de la galaxia Gutenberg a la galaxia Marconi, del mundo textual al audiovisual, de un universo alfabetizado y lineal a una nueva cultura global pero también tribal. Él mismo aceptaba el título de profeta e incluso inventó un método práctico para calcular de antemano el efecto que cualquier nuevo medio tendría sobre la sociedad, la tétrada. Sin embargo, era muy difícil lograr que hiciera una valoración personal acerca de sus profecías. Lo consiguió Eric Norden en una entrevista que le hizo para la revista Playboy en 1969, «Una cándida conversación con el sumo sacerdote del pop cult y metafísico de los medios». «Si usted insiste en que hable acerca de mis propias reacciones subjetivas cuando observo la reprimitivización de nuestra cultura, tendría que decir que veo tal trastorno con disgusto e insatisfacción personal».

En mi caso, estoy muy interesado en los cambios que se están produciendo, los sigo con interés e incluso intento entenderlos y adaptarme a ellos, pero eso no significa que me entusiasmen, o al menos no todos ellos. El ruido mediático que acompaña a las nuevas narrativas puede llevarme a cierto escepticismo, como a mucha gente, pero la constatación de que todos los nuevos medios fueron considerados formas inferiores en sus inicios me hace poner en duda esas dudas. Como todas las personas nacidas en un mundo predigital, todavía vivo en el pasado y puedo tener dificultades para entender la radical novedad de estos tiempos y la que se avecina, pero estoy muy lejos de creer que el mundo se volverá loco y yo me mantendré cuerdo. Sé también que cada nuevo cambio narrativo ha sido contemplado con miedo y considerado una caída en la vulgaridad, pero que con el tiempo muchas de esas novedades se han convertido en el modelo a imitar: el tiempo cambia no sólo el sentido de las obras, como el Quijote de Cervantes y el de Menard, sino a menudo su valor.

Creo que no se puede negar que el mundo actual ofrece a los guionistas, sea lo que sea que seamos, algo mejor que lo que hemos visto en las últimas décadas, no sólo por el cuestionamiento de teorías dogmáticas del guión convertidas en clichés, o por la nueva narrativa aparecida en las series de televisión, o por las posibilidades que ofrece el mundo digital e Internet, sino también porque pocas veces como ahora, en este futuro presente, se ha conocido mejor el pasado, nunca antes los jóvenes pudieron acceder con tanta facilidad a los contenidos audiovisuales de sus padres, de sus abuelos e incluso de sus tatarabuelos. Mis alumnos de los últimos años a veces saben más acerca del mundo audiovisual de hace quince años que quienes vivieron en ese mundo. Ahora no sólo pueden oír hablar de lo que se hacía en los ochenta, en los setenta o incluso en los años veinte, sino que pueden verlo y el resultado es muchas veces el entusiasmo. Si es cierto aquello que dijo Brillat Savarin de que somos lo que comemos, entonces pronto empezarán a sentirse los efectos de una dieta audiovisual mucho más rica, y me atrevería a decir que más sana, que la de las últimas décadas del siglo XX. Pero creo que Hamlet y la holocubierta, la simulación de Platón y la caverna de Matrix, la historia de Gilgamesh escrita con signos cuneiformes sobre piedras y un montaje de machinima creado con bits son compatibles. Se puede disfrutar de la narración clásica y de la más actual, Homero y Joyce, Lubitsch y Wong Kar Wai, y podemos, como los escépticos antiguos, «suspender transitoriamente el juicio» y disfrutar incluso de lo que parece chocar con nuestras teorías más queridas, con la narración que imita a la vida y con la que se aleja de ella, con el modelo aristotélico y el platónico, con el de Scribe y Spielberg y el de Fellini y Buñuel, con Homero y con Internet.

HOMERO EN EL CIBERESPACIO

Cuando hablé de la película de realidad aumentada Nueve vidas, en la que el jugador-espectador descubre con su móvil la narración escondida en las calles de Singapur, lo comparé con el estilo narrativo de Homero. Eric Havelock decía que Homero y los otros mitógrafos griegos, como Hesíodo, tenían a su disposición un inmenso edificio que era el de todas las tradiciones y leyendas, los héroes y los ciclos míticos, como la Edipodia (Edipo), la Tebaida de los siete contra Tebas, la Orestiada (el asesinato de Ifigenia y sus consecuencias) y por supuesto la guerra de Troya o Ilíada, del que la Ilíada de Homero nos cuenta el episodio de la cólera de Aquiles. Havelock, ya lo hemos visto, decía que Homero recorre ese edificio de la mitología y, si se encuentra con Euriclea lavando la cicatriz de Ulises, no puede evitar contarnos el origen de esa cicatriz. Todo está allí, en ese edificio del que nos habla Havelock, quizá el pasado en el sótano, el presente en el primer piso y el futuro en el ático. O tal vez en todas las estancias está el pasado, el presente y el futuro, como en los celuloides superpuestos que permitieron a Méliès crear imágenes fantasmales, como en el videojuego Silent Hill: shattered memories cuando al fotografiar los lugares que recorremos vemos imágenes del pasado; o tal vez, en fin, como en las calles de Singapur de Nueve vidas, que nos permiten ver en un mismo lugar tiempos diferentes.

Todas estas metáforas que intentan describir la manera narrativa de Homero son más fáciles de entender si pensamos en un universo transmedia lleno de hiperenlaces, como el proyecto HBO Imagine, en el que podemos saltar desde el instante de la cicatriz que lava Euriclea a la cicatriz que Ulises se hace en la cacería. Auerbach describe el modo que emplea Homero para pasar casi sin transición del presente al pasado y del pasado al futuro del pasado, y de nuevo al presente, de una manera que nos hace pensar inevitablemente en un hiperenlace instantáneo. Aunque la narración de Homero se expresa por fuerza de manera lineal, como una sucesión de pasos o capítulos, tanto en su versión oral como en la escrita su manera de proceder se parece a la de un espectador-jugador que nos cuenta cómo ha recorrido ese edificio de la mitología del que hablaba Havelock. Es como la partida grabada de un videojuego, o como el recorrido por una narración múltiple como HBO Imagine. Eso no quiere decir que moverse hacia atrás o hacia delante carezca de intención narrativa; cuando en medio de un combate los héroes de la Ilíada recuerdan que tiempo atrás fueron amigos o cuál es su estirpe, eso hace que sepamos que esos hombres que ahora se matan entre ellos casi sin saber por qué han conocido los goces de la paz y la amistad. Adquirimos así aquella visión panorámica de la que hablaba Murray que, aunque puede darse en la novela, el cine o la televisión, encuentra una construcción más intuitiva en la narrativa hipertextual. Homero es un narrador que está tan seguro de lo que cuenta que no necesita usar trucos estructurales para mantener el interés del oyente o del lector. Si tiene que desviarse en el momento de la crisis o el clímax, lo hace; si cree necesario que el oyente o el lector conozca el origen de algo, lo hace. Su poderosa narración sobrevive a esta falta de trucos, del mismo modo que lo hace la de David Chase en Los Soprano, por ejemplo, cuando unos mafiosos rivales descubren que uno de los soldados de Tony, Vito Spatafore, casado y con dos hijos, va a locales gays disfrazado de policía. Entonces, en los siguientes episodios, aunque la trama de Vito mantiene cierta relación con la principal, se nos cuenta su estancia en New Hampshire, su romance con un cocinero y su vida cotidiana con un nivel de detalle que en cualquier otra serie habría sido considerado innecesario y peligroso porque desviaría la atención. Todos los guionistas que han trabajado con Chase emplean en sus series el mecanismo acausal de Los Soprano: siempre hay unos cuantos episodios en los que aparecen personajes o se desarrollan tramas que después casi se olvidan. Lo hace Terence Winter en Boardwalk Empire cuando uno de los protagonistas se va de Atlantic City a Chicago y allí acumula experiencias de vida, y lo hace Mathew Weiner cuando en los primeros episodios de Mad Men nos muestra el denso universo femenino de Don Draper, presentándonos a algunas mujeres que quizá no vuelvan a aparecer nunca más o tarden tres temporadas en regresar. Es una de las maneras de dar profundidad narrativa a la historia, de crear un mundo denso como el de la vida real o como el ficticio de Homero. Homero, sin embargo, tenía a su disposición ese mundo y podía moverse por él, mientras que el guionista de series o el novelista tienen que crearlo, y para ello deben contar con cierta paciencia por parte del espectador, que está demasiado acostumbrado a que todas las piezas encajen desde el principio.

Tal vez el arte del narrador acabará consistiendo en moverse o en guiar a los demás por un universo hipertextual casi infinito, seleccionar rutas, ofrecer un mapa de senderos que se bifurcan. Del mismo modo que podemos experimentar la emoción de un salto en paracaídas atados a un profesional, también podremos compartir una experiencia narrativa ajena, por ejemplo, en un videojuego de realidad virtual y aumentada, algo que, por otra parte, siempre hemos hecho, pues un novelista no hace otra cosa que ofrecernos el resultado de sus elecciones y recorridos en un mundo virtual que sólo ha existido en el interior de su cerebro, pero en el que ha tenido que decidir a cada frase, párrafo y capítulo qué camino tomar. El resultado es la novela. Por eso Henry James también describió el arte del novelista con la metáfora de alguien que recorre una habitación a oscuras con una linterna, iluminando ciertas zonas, pero nunca toda la habitación.

Todos hemos jugado a fabricar historias en sueños y fantasías, y parece que esa capacidad imaginativa para ver lo que no está ahí delante explica en parte la inteligencia y creatividad humana, que muchas veces consiste en convertir en real lo que era sólo ideal o imaginado. Ahora también podemos jugar en esa especie de realidad paralela que son los videojuegos. Pero, además de ser jugadores, a algunos quizá también les guste ser narradores, o lectores y espectadores. Murray dedica un fascinante capítulo de Hamlet en la holocubierta a la familia Brontë, que titula «La realidad virtual en la parroquia de Hawthort». Allí nos cuenta cómo los cuatro hermanos Brontë (Charlotte, Branwell, Emily y Anne) crearon un mundo imaginario llamado Verdópolis habitado por soldados de madera. Pronto incorporaron a ese mundo diversos elementos que ahora llamaríamos multimedia o transmedia, como un periódico y una crónica de Verdópolis. En ese mundo había mazmorras imaginarias cuyas llaves se repartían, Charlotte tenía la de la mazmorra y Emily las de las celdas. Cuando Charlotte cumplió 15 años, las dos hermanas menores, Emily y Anne, se independizaron y fundaron su propio reino, Gondal. Charlotte se retiró del juego la primera pero sus tres hermanos siguieron jugando hasta que Charlotte convenció a Emily y Anne para que, en vez de escribir las aventuras de aquellos reinos fantásticos, escribieran relatos dignos de ser publicados. El único que no se dedicó a la literatura fue Branwell, que siguió identificándose toda su vida con uno de aquellos personajes que él mismo había creado. Las tres hermanas Brontë prefirieron ser narradoras en vez de jugadoras, mientras que el hermano siguió disfrutando de ese mundo privado. También en la Antigüedad, muchos se pasaban la vida recorriendo el universo de la narrativa mitológica o siendo espectadores del recorrido que otros, como Homero, les ofrecían, porque su manera de moverse, de detenerse aquí y allá, de acariciar y mostrar los objetos de aquel prodigioso edificio narrativo era única. Pero quizá tan sólo ahora, en este futuro que ya está aquí, el narrador de los nuevos medios y el lector de los nuevos medios pueden ser, finalmente, la misma persona.