LOS GUIONISTAS DE LA TELEVISIÓN REFUTAN LAS TEORÍAS DEL GUIÓN

Cada vez más personas piensan que lo mejor de la narrativa audiovisual, si nos limitamos a Estados Unidos y al circuito más comercial, no procede del cine, sino de la televisión, un medio que se suponía que, con la llegada de Internet, ya estaba en su agonía y con poco que aportar. Ricardo Piglia tiene una teoría para explicar el buen momento de la ficción televisiva:

La novela popular asumió gestos de vanguardia con la llegada del cine popular, que fue a su vez coronado como séptimo arte con la llegada de la retardada televisión, que ahora eleva vertiginosamente su coeficiente intelectual, cortesía de este infinito caos que es la Red y sus derivados.

Aunque se podrían mencionar algunas excepciones, es cierto que el cine fue considerado un simple entretenimiento casi hasta el momento en que se inventó la televisión. El entretenimiento fácil fue entonces la «caja tonta», hasta el punto de que los grandes estudios prohibieron a sus actores aparecer en televisión para preservar su imagen. Pero si hasta hace poco la televisión era una oportunidad para dar el gran salto al cine o el cementerio de los elefantes para quienes ya no podían trabajar en Hollywood, desde hace unos años directores, guionistas y actores de cine se dirigen hacia la televisión: Alan Ball (A dos metros bajo tierra, True Blood), John Millius (Roma), Martin Scorsese (Boardwalk Empire), Steven Spielberg (The Pacific), Frank Darabond (Walking dead), Dustin Hoffman y Nick Nolte (Frank). Una de las razones de este interés es que las series no sólo ofrecen proyectos más interesantes, sino que, como dice Steven Bochco, cuentan lo que no es posible contar en Hollywood:

Incluso con toda esa basura televisiva, todavía es un medio más provocativo que el negocio de las películas. El negocio del cine está dirigido básicamente a niños y adolescentes cretinos… Todo el mundo va detrás de El hombre araña y El hombre murciélago y todos esos otros hombres,[1] y el gran high concept [«idea deslumbrante y efectista»].

Ahora bien, la mayoría de esas innovaciones se producen en canales de pago y este pequeño milagro se debe en gran parte a una televisión que presume de no hacer televisión.

LA TELEVISIÓN NO ES TELEVISIÓN

Su lema lo dice claramente: «No es televisión, es HBO» («It’s not televisión, it’s HBO»). La cadena de pago HBO es responsable de uno de los mayores cambios en la industria audiovisual y ha demostrado que se pueden contar otras cosas y además de otra manera.

Los orígenes de HBO se remontan a 1965, cuando Charles Dolan adquirió una franquicia para construir un sistema de transmisión por cable en Manhattan capaz de esquivar las dificultades que los rascacielos de Nueva York provocan a la transmisión por ondas, y creó el Canal Verde (Green Channel). Siete años después, el 8 de noviembre de 1972, Green Channel se convirtió en HBO (Home Box Office, algo así como Oficina de Correo Casera). Aunque parecía un buen negocio, la compañía no obtenía beneficios, ya que sólo contaba con 20.000 suscriptores en Manhattan, que terminaban por darse de baja, cansados de ver una y otra vez las mismas películas. El socio minoritario, Time Life, decidió adquirir el 80 por ciento de las acciones y lo primero que hizo fue despedir al fundador y sustituirlo por Gerald Levin. Gracias a la entrada de capital, HBO pudo llevar a la práctica en 1975 algo con lo que había soñado Dolan ya en los tiempos de Green Chanel, transmitir su programación vía satélite: la primera emisión fue el combate por el título mundial de boxeo entre Joe Frazier y Muhammad Ali. Seis años después, HBO comenzó a transmitir durante las 24 horas del día, en vez de las nueve habituales.

Hasta aquí nada especialmente llamativo, aparte de las innovaciones técnicas, pero en 1983 HBO dio un paso más allá y comenzó a producir contenidos audiovisuales propios, como la TV movie, The Terry Fox Story y el programa infantil Fraggle Rock. Fue una respuesta inteligente al fenómeno de los videoclubs, que permitían que cualquiera pudiera alquilar su película favorita, en vez de verla en televisión. Pero el despegue definitivo como alternativa al modelo televisivo clásico fue casi un golpe de suerte cuando, en 1988, los guionistas iniciaron la huelga más larga del sector audiovisual, veintidós semanas. Las televisiones convencionales, debido a que los plazos entre la producción y la emisión de cada capítulo eran muy estrechos, se vieron obligadas a repetir contenidos o trabajar sin guionistas, como en El show de Letterman, con una pérdida de calidad apreciable. La huelga no afectó a HBO y otras cadenas de cable, que tenían suficientes contenidos nuevos para emitir, porque lo habitual era grabar la temporada entera antes de iniciar su emisión, lo que atrajo hacia HBO la atención de un público que necesitaba su ración diaria de ficción televisiva. Eso les permitió descubrir que las series de HBO eran diferentes, en gran parte debido a que el dinero no procedía de los anunciantes, sino de los subscriptores. Como dice el creador de la serie The Wire, David Simon:

The Wire no podría haber existido sin HBO o, más exactamente, sin un modelo de pago por visión como el de HBO. Como tampoco, por cierto, podrían haber existido Oz, Los Soprano, Deadwood o Generation Kill.

Simon explica que en la televisión convencional los guionistas tienen que arreglárselas para que en la pausa a publicidad los telespectadores no cambien a otro canal, lo que ha llevado a la televisión a adoptar «paradigmas simples del bien y del mal», a evitar el sexo y la violencia del mundo real y a huir de cualquier cuestionamiento social y político para intentar satisfacer a toda costa a una audiencia cada vez más distraída y caprichosa:

En HBO el único producto que se vende es la programación como tal. Ausentes como están las furgonetas Ford y las zapatillas deportivas, no hay nada que sirva de paño caliente respecto a una historia triste, una historia airada, una historia subversiva, una historia perturbadora.

Eso le permite emitir contenidos que serían censurados en otras cadenas, ya sea sexo o violencia, cuestiones sociales y políticas e incluso arriesgadas propuestas narrativas.

HAY VIDA MÁS ALLÁ DE HBO

Aunque HBO es responsable del mayor cambio que se ha producido en la narración televisiva en los últimos treinta años, cada vez está menos sola. Otros canales han imitado su modelo y compiten con las cadenas convencionales ofreciendo calidad. Todas ellas han robado a las tres grandes televisiones tradicionales, NBC, CBS y ABC (a la que hay que sumar Fox), una parte sustancial de la audiencia.

Una breve enumeración de algunas cadenas y algunas de sus series podría ser: HBO (Los Soprano, Six Feet Under, Deadwood, El show de Larry David, Oz, The Wire, Treme, Boardwalk Empire, Sexo en Nueva York, True Blood, Carnivale, Roma, The Pacific), AMC (Mad Men, Breaking Bad, Rubicon, The Walking Dead), Showtime (Dexter, Weeds, Californication, United States of Tara, The Big C, Los Tudor, Queer as a folk, The L Word); Starz (Crash, Spartacus, Los pilares de la tierra), FX, el canal de pago de Fox (The Shield, Nip/Tuck, Rescue Me, Damages, Sons of Anarchy, Justified).

Lo sorprendente es que la respuesta del público ha sido entusiasta y, aunque no pueden competir en audiencia con las cadenas convencionales, sí pueden mantener series de gran calidad a veces con sólo dos o tres millones de espectadores, aunque los últimos estrenos, como Boardwalk Empire (HBO) o The Walking Dead (AMC) han superado los cinco millones de espectadores. Además, es un mundo cambiante, en el que nuevas cadenas pueden ocupar rápidamente parte del mercado ofreciendo series de calidad, como fue el caso de AMC con Mad Men cuyo azaroso nacimiento bien podría merecer que se le dedicara al menos una miniserie.

Todo comenzó cuando en 1999 Mathew Weiner escribió el guión piloto de una nueva serie, que envió en 2002 a David Chase, el creador de Los Soprano, que entonces se estaba emitiendo en HBO. En Estados Unidos, por cierto, es habitual que los guionistas escriban un guión de prueba, a veces de la serie en la que quieren trabajar y otras veces de una serie inventada por ellos. A Chase le gustó el guión y contrató a Weiner como guionista para Los Soprano. Años después, Weiner presentó su guión a los responsables de HBO, junto con la recomendación de Chase. Sin embargo, en HBO ni siquiera se molestaron en responderle, por lo que tuvo que probar suerte en la gran rival de HBO, Showtime, que también rechazó la serie. Finalmente, recibió una respuesta del lugar menos pensado, AMC (American Movie Classics), un canal temático especializado en clásicos de Hollywood, que había decidido probar suerte produciendo contenidos de calidad. Su primer experimento fue Remember WeNN, una comedía acerca de una emisora de radio, que se emitió de 1996 a 1998; el segundo fue Mad Men, la serie de televisión de más prestigio en los últimos años junto con The Wire y Los Soprano. Resulta difícil saber por qué HBO no se tomó en serio a uno de sus mejores guionistas, que venía recomendado por el responsable de la serie emblemática de la cadena, y lo cierto es que ejecutivos como Richard Pleper no tienen más remedio que admitir su error: «Mad Men es un show magnífico y el único problema con él es que no se emite en HBO».

DE LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN A LA EDAD DEL ORO PUBLICITARIO

Si va a haber alguna degradación en el servicio televisivo, ésta llegará de los productores de televisión filmada y del asalto de Hollywood.

DAVID SARNORFF en 1956

Durante décadas ha sido un lugar común decir que la televisión sólo ofrecía entretenimiento vulgar. Como sucede con muchos tópicos, hay cierta verdad en ello, pero también mucha exageración, porque la televisión ha estado a menudo por delante del cine e incluso de la prensa. Por poner un ejemplo, fue Edward Murrow, presentador del programa de la CBS See it now (Mira ahora) quien dio el golpe definitivo al senador Joseph McCarthy y su «caza de brujas» cuando leyó en su programa un texto en defensa de la libertad de expresión:

La línea divisoria entre la investigación y la persecución es muy delgada y el joven senador de Wisconsin la ha cruzado una y otra vez. Ésta no es una época en la que quienes se oponen a los métodos del senador McCarthy deban guardar silencio.

Aunque ahora estamos en la «edad de oro de las series de televisión», la edad de oro de la televisión como tal fue desde el final de los años cuarenta hasta inicios de los sesenta, con espacios como Apueste su vida, de Groucho Marx; Alfred Hitchcock presenta; The Twilight Zone; la serie de Lucille Ball y Desi Arnaz Te quiero, Lucy, o programas en los que se representaban, casi siempre en directo, obras escritas para televisión por autores como Rod Serling (Patrones), Paddy Chayevsky (Marty), Gore Vidal (Visit to a small planet), Reginald Rose (Doce hombres sin piedad) o Tad Mosel (All the way home). Muchas de estas obras fueron dirigidas por jóvenes directores que después se hicieron célebres en el cine, como John Frankenheimer, Robert Altman, Sidney Pollack o Delbert Mann.

En los años sesenta y setenta en el Reino Unido se hicieron series de gran calidad, como Retorno a Brideshead, Arriba y abajo, Calderero, sastre, soldado, espía; El prisionero o Yo, Claudio, además de cumbres de la comedia como el programa Monty Phyton Fliying Circus, o Un hombre en casa. En Estados Unidos se pueden recordar series como The Mary Tyler Moore Show, M*A*S*H*, Lou Grant. En la República Federal Alemana, Berlin Alexanderplatz, de Rainer W. Fassbinder; en Italia, Roberto Rossellini, que insistía en que no era un «cineasta», trabajó casi siempre para la televisión desde 1964 a 1974, con biografías acerca de grandes personajes de la historia como Sócrates, Descartes, Pascal, Agustín de Hipona o los Medici; lo mismo hizo Jean Renoir, quien mostraba su admiración a la televisión ya en 1958:

Yo me he decantado por la televisión porque me he aburrido prodigiosamente con el estreno reciente de numerosas películas y me he aburrido menos con algunos espectáculos de televisión.

También en España se hicieron por entonces grandes obras audiovisuales, entre ellas las adaptaciones de clásicos como Cyrano de Bergerac o Don Juan Tenorio en el programa «Estudio 1», o versiones de obras escritas para televisión, como la ya citada Doce hombres sin piedad, de Reginald Rose. A lo que se podría añadir series de producción propia como La Regenta, Anillos de oro, Fortunata y Jacinta o Los gozos y las sombras.

¿Qué sucedió para que la televisión, que ya entonces se llamaba, quizá con cierta injusticia, la caja tonta, se convirtiera de verdad en la caja tonta? Una explicación es que, junto a producciones tan interesantes como las que he mencionado antes, también había horas y horas de programación insulsa y simplona y de trucos fáciles. Nada parece justificar más el calificativo de caja tonta que el uso de las risas enlatadas, que es algo así como llevar a la claque del teatro hasta el salón de tu casa, para que te indique cuándo te tienes que reír. Las risas enlatadas fueron empleadas ya en los años cincuenta, aunque no se generalizó su uso hasta los años sesenta, cuando empezaron a dejar de emitirse las series en directo debido a los altos costes, y se impusieron en contra del criterio de directores y guionistas, como en la serie M*A*S*H*. Por otra parte, la llegada de las televisiones privadas no mejoró la televisión, sino que aumentó el poder de la publicidad y las fórmulas fáciles para robar audiencia a las otras cadenas.

A estas dos razones hay que sumar la revolución conservadora de la que ya he hablado y el monopolio de los contenidos audiovisuales de cine y televisión por parte de grandes corporaciones que controlaban la creación, producción, difusión, distribución y exhibición, no sólo cinematográfica, sino también televisiva, con fórmulas empresariales capaces de burlar las leyes antimonopolio. En palabras de Cascajosa Virino:

La trayectoria de la industria televisiva desde finales de los años cuarenta hasta la actualidad ha sido paralela a un extraordinario desarrollo de las industrias culturales en su conjunto que ha dado lugar a mercados interrelacionados y globales determinados por la presencia de grandes conglomerados como News Corp, Time Warner, Viacom y Sony, que ejercen un dominio notable sobre algunas parcelas y extienden su influencia en el resto.

DECADENCIA Y RENACIMIENTO DE LA TELEVISIÓN

Si se investiga en la televisión de Estados Unidos de los años ochenta y noventa, se encontrarán grandes series que casi nunca pasaron de la primera o segunda temporada, como la extraordinaria Frank’s Place (1987-1988), considerada la primera dramedia (mezcla de serie convencional y sitcom o comedia de situación), que transcurría en Nueva Orleans; Crime Story (1986-1988), producida por Michael Mann, que Scorsese imitó en Casino; Tanner’88, escrita por Garry Trudeau y dirigida por Robert Altman, una miniserie en el género de falso documental que contaba la vida de un candidato a la presidencia, que fue una de las primeras producciones de HBO; Ez Streets o la ingeniosa e innovadora The Black Donnellys, ambas de Paul Haggis, el guionista que muchos años después sería el primero en obtener dos Oscar seguidos por Million Dollar Baby y Crash. Sin embargo, a pesar de que podemos encontrar esas y otras excelentes producciones, el nivel medio es de una calidad deprimente si lo comparamos con el de otras décadas. No por eso debemos pensar que existe algún tipo de determinismo histórico que afecta a los medios audiovisuales, pues aunque Hollywood sigue desde hace años en su línea decadente (en el sentido menos glamuroso de la palabra), la televisión ha cambiado y sigue cambiando, y en este caso para bien.

Como sucedía en el cine, muchos de los creadores de las nuevas series reconocen que se inspiran en el pasado anterior a los años ochenta. Mathew Weiner, al que ya conocemos por Mad Men, confiesa que busca su inspiración en la historia, en la literatura y especialmente en la televisión en vivo de los años cincuenta y en guionistas que tenían una conciencia social, como Paddy Chayefsky, Rod Serling o Reginald Rose: «Ésos eran los héroes de mis padres, y pienso que parte de la serie consiste en que yo intento ser uno de esos héroes».

Ahora bien, en el aspecto narrativo, que es el que nos interesa en este libro, ¿qué ofrecen las nuevas series de televisión? Veremos en seguida que, entre otras cosas, no se limitan a contarlo todo mediante el diálogo, no se someten a las estructuras y bloques convencionales, se alejan de la multitrama y las fórmulas típicas de los manuales de guión, rechazan el mecanicismo rígido en la relación causa/efecto, se alejan del estilo y de las normas narrativas de la televisión, no aceptan los tabús en lo que se refiere a sexo, lenguaje y violencia, se meten en política y tratan asuntos espinosos y complejos; no se someten, o no del todo, al dictamen de la audiencia, mezclan la ficción con la no ficción, no tienen miedo a parecer demasiado intelectuales y recuperan la ambición de la novela de contar la vida entera.

LAS NUEVAS SERIES NO SON RADIO CON IMÁGENES

Cuando Marco Ferreri le propuso escribir su primer guión de cine, Rafael Azcona le dijo que no tenía ni idea de cómo se hacía eso, así que Ferreri se lo explicó:

Por entonces todavía se presentaban los guiones en dos columnas, la acción de un lado y los diálogos del otro. Lo importante, me dijo, es que no debe comprenderse nada si se lee sólo la columna de los diálogos. No sé si me lo dijo exactamente con esas palabras, pero, de todos modos, es un consejo estupendo.

En las series convencionales se tiene mucho cuidado en no aplicar nunca el consejo de Ferreri, lo que explica que a menudo se diga que la televisión es «radio con imágenes». Todo está en el diálogo: el espectador de televisión puede darse la vuelta y mirar a la pared, porque no se perderá nada y lo seguirá entendiendo todo. Esto se debe a los hábitos del espectador televisivo, que no se queda mirando fijamente la pantalla, pero HBO y otras cadenas de pago han logrado que sus subscriptores miren sus series como si estuvieran en el cine. En series como A dos metros bajo tierra, Los Soprano, Breaking Bad o The Wire muchas veces se usa la imagen y el sonido con sentido narrativo, lo que era una asignatura pendiente de la televisión. En uno de los primeros capítulos de A dos metros bajo tierra, Nate Fisher conduce su furgoneta preocupado por su situación actual: tiene que decidir si vende su participación en la funeraria de su difunto padre o se une a la empresa, algo que siempre ha detestado; pero entonces tiene que detenerse porque unos manifestantes han parado el tráfico para defender un parque público. Nate mira despreocupado las pancartas de los manifestantes en las que se leen frases como «¡Salvemos el parque!» o «¡Fuera especuladores de nuestro barrio!», pero entonces empiezan a aparecer pancartas que ya no se refieren al parque, sino al problema personal de Nate: «¡Vende y vuelve a California!», «¡Coge el dinero y corre!», «¡Vete de una vez, imbécil!». Todo esto transcurre en silencio, a pesar de que los manifestantes gritan; cuando regresa el sonido y el tráfico se reanuda, la vida vuelve a la normalidad, y las pancartas, a sus mensajes habituales. Si en esa breve escena el espectador no mira la pantalla, no se enterará de lo que ha sucedido.

Esta nueva forma televisiva de narrar, más compleja, exige una cierta reeducación del espectador, que debe olvidar lo aprendido en las últimas décadas. Cuando Simon consiguió convencer a HBO para hacer The Wire, sabía que iba a ser necesario explicar que las cosas no se iban a contar como hasta entonces. Incluso en HBO tenían miedo de que los espectadores se asustaran ante una trama tan novelística, tan a largo plazo, así que Simon comenzó una campaña de divulgación entre los críticos. En primer lugar les envío no uno o dos capítulos para el visionado antes del estreno público, sino cinco, pidiéndoles que los vieran todos antes de dictaminar si la serie era o no aburrida. En segundo lugar, siempre que tenía ocasión comparaba The Wire con las novelas:

Piense en los primeros capítulos de cualquier novela que nos haya podido gustar, por ejemplo, Moby Dick. En el primer par de capítulos no encontramos ni a Ahab ni a la ballena, ni siquiera nos embarcamos a bordo del Pequod. Lo único que ocurre es que acompañamos a Ismael a la posada y descubrimos que tiene que compartir habitación con cierto personaje tatuado. Pues lo mismo pasa aquí. Estamos ante una novela visual.

Un método que recuerda la divertida explicación que daba Claude Chabrol de sus estrategias de marketing:

Necesito un cierto grado de apoyo crítico para que mis films tengan éxito: sin éste pueden darse el gran batacazo. De modo que, ¿qué tengo que hacer? Hay que ayudar a los críticos con sus hallazgos, ¿verdad? Pues les echo una mano. «Intentadlo con Eliot, a ver si me encontráis ahí.» O: «¿Qué tal Racine?». Les doy algunas cosillas a las que agarrarse. En El carnicero (Le Boucher, 1970) metí a Balzac allí en medio, y se abalanzaron como la pobreza sobre el mundo. No es bueno dejar que se queden mirando una hoja en blanco, sin saber por dónde empezar. […] «Esta película tiene definitivamente el estilo de Balzac», y ahí lo tienes, después pueden continuar diciendo lo que quieran.

UNA ESTRUCTURA SIN ANUNCIANTES

El paradigma de Field no se pudo aplicar al guión de series porque la estructura no la decidían los guionistas ni los productores ejecutivos, sino los anunciantes. Y como los anunciantes querían que hubiera tres cortes a publicidad, las series tenían cuatro actos: la televisión convencional se hace alrededor de la publicidad, y no al revés. Al tener que contar con los cortes de publicidad, los guionistas se ven obligados a estructurar su episodio para que poco antes del corte siempre suceda algo, un punto de giro, un momento de crisis o incluso un clímax, en fin, algo que sea tan atractivo o inquietante que el telespectador quiera regresar después de los anuncios.

En España las series se suelen escribir con cuatro actos, aunque las cadenas cortan por donde quieren y es un trabajo inútil situar un gran corte narrativo en el minuto 24 si no se sabe si la cadena va a cortar ahí o en cualquier otro momento. El efecto sobre la narrativa es devastador, y por eso en España muchos guionistas llevan al extremo el consejo de intentar construir minitramas y un «arco de la escena» que siempre acaba en alto. Como nunca se sabe cuándo vendrá la publicidad, cualquier escena puede ser el gancho para que el espectador no cambie de canal. Eso hace que muchas series se conviertan en un cansino intercambio de golpes de efecto, que se parece más a un combate de boxeo que a una historia. Otro problema para los guionistas españoles es la larga duración que exigen las cadenas: resulta complicado construir una sitcom que en vez de veinticinco o treinta minutos dura cincuenta o incluso una hora, o una serie, para la que se piden hasta noventa minutos, en vez de los cincuenta de Estados Unidos. Para llenar todo ese tiempo extra se suele recurrir, más que a la multitrama, a las múltiples tramas, a menudo casi sin conexión entre ellas. En los últimos años, en Estados Unidos empiezan a pedir cinco actos, como en Perdidos (Lost) o en Anatomía de Grey: es la manera en la que las cadenas generalistas intentan compensar la pérdida de público. La fórmula no está teniendo éxito, sino que agrava el problema y da más razones a los espectadores para emigrar a las cadenas de pago. Douglas, ante la sugerencia de hacer episodios de siete actos, asegura que para muchos guionistas la muerte artística a merced de mil cortes publicitarios no compensa las ventajas de trabajar en una gran cadena, que son acceder a más audiencia y ganar más dinero. Si supiera cómo se trabaja en España, ¿qué pensaría?

En las series de canales de pago los guionistas pueden construir la estructura en función de las necesidades narrativas, sin someterse a las directrices de los anunciantes ni al dictamen de la audiencia, o al menos no tanto como en las generalistas. Cuando se estrenó The Wire, las críticas en Nueva York fueron muy malas («perdimos 4 a 0 en la crítica», recuerda Simon) y los índices de audiencia bajaron, pero los responsables de HBO dijeron que les gustaba la serie y que no les preocupaban los índices de audiencia. No es del todo cierto, porque The Wire tuvo problemas temporada tras temporada y estuvo siempre amenazada con no renovar, pero una vez que muchos la consideraron la mejor serie de televisión, incluso por delante de Los Soprano, nadie se atrevió a convertirse en «la persona que había cancelado The Wire». Aun así, no hubo sexta temporada, pero Simon pronto consiguió un nuevo contrato con Generation Kill, una durísima crítica a la invasión de Irak, y después con Treme, ambientada en Nueva Orleans. Otras veces no hay tanta suerte y series de gran calidad como Kings, que cuenta la historia del rey David en una ciudad futura muy parecida a Nueva York, no pasó de la primera temporada en la NBC, mientras que otras como Roma o Carnivale no llegan a la tercera temporada, ni siquiera en HBO.

LA MULTITRAMA TELEVISIVA EN CRISIS

El cambio que se produjo en la televisión a inicios de los años ochenta del siglo pasado no fue la estructura restauradora en tres actos, sino la multitrama, popularizada por Steven Bochco en 1980 en Canción triste de Hill Street. En cada episodio se desarrollaban tramas que afectaban a distintos personajes, pero que estaban interconectadas. Algunas de las tramas eran autoconclusivas pero otras continuaban a lo largo de varios episodios o de toda la temporada. El gran número de tramas obligaba a plantear escenas muy breves, con cambios rápidos, por lo que las escenas casi siempre comenzaban en medio de la acción (in media res) y eran interrumpidas bruscamente, siempre en un momento alto. Los conflictos se planteaban de manera rápida y ya en el teaser (la escena o secuencia emitida antes de los créditos) se ponían en marcha casi todas las tramas del capítulo. Las multitramas de Bochco fueron en su momento una revolución, que no sería exagerado considerar un precedente de la multinarrativa y las historias alternativas de las que hablaré en los próximos capítulos, pero en aquella época esa multitrama sólo se podía aplicar a un relato lineal, con sus ventajas y sus inconvenientes. Canción triste de Hill Street fue una serie muy interesante en muchos aspectos, pero el modelo que impuso acabó convirtiéndose en algo mecánico: había que hacer una trama para los jóvenes, otra para los adultos o una de humor y siempre había que recordar las tramas de temporada o las que van desarrollándose a lo largo de varios capítulos.

Por el contrario, en series como Los Soprano, si en un capítulo se tienen que centrar sólo en algunos personajes, prescinden de todo lo accesorio, de los ganchos para futuros capítulos, de las tramas complementarias que buscan interesar a todo tipo de espectadores, de la obligación de que todos los personajes principales aparezcan en cada capítulo. Frente a la necesidad de contarlo todo en apenas unos minutos y de hacer capítulos autoconclusivos y tramas de dos o tres capítulos para mantener a la audiencia enganchada hasta la siguiente trama, en muchas series de canales de pago se concibe toda la temporada casi como si fuera una película, como un relato completo dividido en episodios, por lo que el espectador a veces tarda cuatro o cinco capítulos en meterse en la historia (como en Mad Men, The Wire o Rubicon), como admite Hernán Casciari en su blog Espoiler refiriéndose a Mad Men:

¿Qué se puede decir a estas alturas? ¿Qué es lo mejor de la historia de la tele? Es que eso ya lo han dicho todos. Yo puedo aportar poco a la admiración general. Quizá solamente pueda hablarles a aquellos que todavía no ven Mad Men. Les diría: «Soporten los primeros cuatro episodios de la primera temporada, ésa es la fianza del piso».

Las nuevas series tampoco suelen ajustarse al modelo llamado procedural, cuya traducción podría ser «procedimental», y que se refiere a aquellas series que plantean en cada episodio un misterio, un caso o un problema y que lo resuelven. Un ejemplo reciente es CSI, pero también lo era Canción triste de Hill Street o Policías de Nueva York. Otro procedural es House, una serie más convencional de lo que parece a primera vista, y ejemplos intermedios son Dexter o A dos metros bajo tierra, que siempre tienen un muerto nuevo, aunque eso no suele ser lo más importante del capítulo.

LA TELEVISIÓN HA MUERTO, ¡VIVA LA TELEVISIÓN!

En How to write TV series, Pamela Douglas da un consejo paradójico a quienes aspiren a vender una serie de televisión:

Dos cosas básicas que los ejecutivos quieren y que tú debes prometerles: 1) La serie es única, original, nueva; 2) La serie es igual que otras que han triunfado.

Es un buen consejo, pero que no es del todo aplicable en cadenas como HBO, porque allí sólo quieren propuestas que no se hayan hecho en las cadenas convencionales. Cuando Simon les propuso The Wire, le dijeron que ellos no hacían series de policías ni de hospitales: eso se lo dejaban a las cadenas convencionales. Así que Simon les aseguró que su serie no era de policías, a pesar de estar protagonizada por un equipo de policías especializados en escuchas, del mismo modo que HBO no era una televisión, a pesar de emitirse en televisores. Poco después, HBO daría el visto bueno a un western como nunca se había visto en la televisión, Deadwood, de David Milch.

Al igual que sucede en las películas de Hollywood, en las series existen ciertas normas que casi siempre se han seguido, aunque no siempre todas a la vez.

Cada escena sirve para algo: hace avanzar la acción, muestra algún rasgo importante de los personajes o transmite información imprescindible; plantea una situación, conflicto o problema y conduce a otro; comienza en alto, desarrolla un conflicto y termina en alto (arco de la escena).

Las escenas o secuencias siempre duran lo mismo, de un minuto y medio a dos minutos.

Apenas se admite el silencio, casi siempre hay diálogo. Los chistes se sacrifican a la trama cuando es necesario.

Los actores siempre están haciendo algo, casi siempre muy movido (el famoso acting que repiten los coordinadores y productores ejecutivos).

— Hay que dirigirse a todos los espectadores o al espectador medio.

Respecto a este último punto, que a menudo se expresa en frases como «Tenéis que escribir una historia que entienda mi madre», Simon responde: «Que se joda el espectador medio».

En cuanto a que la duración de las escenas no supere los dos minutos, tampoco se respeta en las nuevas series, donde pueden durar tres o cuatro minutos, casi lo mismo que las escenas de películas clásicas de Bogart (en torno a cinco minutos), lo que nos hace sospechar que parte de la pérdida de densidad dramática de la televisión tradicional y del actual cine de Hollywood se debe a la breve duración de las escenas.

Las nuevas series tampoco abusan de los mecanismos más tópicos de éxito garantizado de la televisión convencional. Ni siquiera se plantean la dicotomía clásica: «¿Estamos haciendo una serie familiar o una serie profesional?», porque, ¿qué es A dos metros bajo tierra? ¿La serie profesional de una funeraria o la serie de la familia Fisher que trabaja en una funeraria? ¿Y Los Soprano? En cualquier caso, también evitan sumergirse en el proceloso mundo de los conflictos de pareja, que ha sostenido a tantas series cuando la imaginación de los guionistas languidece después de los 15 o 20 primeros capítulos y ya se ha contado la historia del niño que oculta a sus padres que le pegan en la escuela, la del primer novio de la hija adolescente, la de la supuesta infidelidad del padre de familia o la del retraso de la regla de la madre o de la hija. En The Wire, dice Jorge Carrión: «Los recursos narrativos que dan los lazos familiares o personales pasan a un segundo plano». A pesar de ello, los conflictos de pareja, ya se trate de la tópica inseguridad («me quiere/no me quiere») o de los celos en un triángulo amoroso («ahora quiero a Sawyer/ahora quiero a Jack»), a veces son un remedio de urgencia en el que todavía se precipitan algunos buenos guionistas, que saben que así se ganarán el favor del público más convencional. Así sucedió en Lost, e incluso en alguna temporada de una serie tan exquisita como A dos metros bajo tierra. Las nuevas series, como veremos en seguida, intentan que no suceda lo que siempre sucede en las series, cosas como las que James Wood enumera refiriéndose a las novelas convencionales:

Todos hemos leído muchas novelas en las cuales la maquinaria de la convención está tan oxidada que nada se mueve. ¿Por qué, nos decimos, tiene que hablar la gente como si tuviera un guión delante? ¿Por qué hablan formando escenas de diálogo? ¿Por qué tanto conflicto? ¿Por qué sale y entra la gente de las habitaciones, o se sirve bebidas, o juega con su comida mientras está pensando en algo? ¿Por qué siempre tienen aventuras amorosas?

DAVID CHASE CONTRA LA TELEVISIÓN CONVENCIONAL

David Chase, el creador de Los Soprano, dice que a la narrativa convencional televisiva le falta silencio, escenas que no estén justificadas por la relación causa-efecto y tiempos muertos:

En la televisión por aire lo único que se hace es hablar. Creo que un programa debe tener un aspecto visual, cierto sentido del misterio, cabos sueltos. Creo que debería haber sueños, música, tiempos muertos y cosas que no se resuelven.

En uno de los más divertidos capítulos de Los Soprano, dos de los mafiosos matan a un ruso e intentan hacer desaparecer su cadáver en la nieve, pero el ruso resulta no estar muerto y lo pierden en el bosque; aunque lo buscan por todas partes, no logran encontrarlo. En cualquier otra serie, ese episodio habría sido el germen de un conflicto que se desarrollaría en capítulos posteriores, no sólo porque el ruso desaparecido volvería a aparecer, sino porque el acto de los socios de Tony Soprano habría desencadenado una guerra con la mafia rusa. Sin embargo, ni el ruso vuelve a aparecer ni la trama continúa en los siguientes capítulos. Un coordinador de guionistas o un productor ejecutivo habría puesto el grito en el cielo y hubiera exigido atar cabos, establecer nexos, construir una estructura de planteamiento, desarrollo y desenlace, pero como el productor ejecutivo era David Chase y como la cadena que emitía Los Soprano era HBO, no sucedió nada de eso. Cuando un periodista le preguntó a Chase si alguna vez había escrito escenas que no hacen avanzar la historia, pero que se incorporan porque son simplemente graciosas, respondió:

¿Se refiere a si nos desviamos de la trama? ¿Si nos amparamos en la seguridad del programa y apostamos todo a un único chiste? Sí, lo hacemos, a pesar de que se supone que nunca se debe hacer eso.

Como hemos visto en el caso del ruso desaparecido, en ocasiones no se trata de una escena, sino de todo un capítulo. Chase también rechaza muchas de las maneras en que suelen contarse las cosas en las series convencionales:

La televisión es prisionera del diálogo y la steady-cam. La gente camina y la cámara la sigue. Parece que tienen algo muy importante entre manos, porque caminan a 25 kilómetros por hora, hablan e intercambian papeles. Ése es el estilo moderno.

En Los Soprano vemos a menudo a Tony y sus socios sentados en la calle, mirando a la gente y charlando; o en el despacho, ordenando papeles, mientras dejan pasar las horas. Esto no significa que no haya acción o que no sucedan cosas, pero la narración no está contada por un adicto a la cocaína. Un ejemplo llamativo son las sesiones de terapia de Tony Soprano con la doctora Melfi:

Prefiero sentarme en la sesión de terapia y hacer una escena de doce minutos. En el programa hay una regla, y es que en la terapia la cámara no se mueve: no avanza, no retrocede ni se mueve hacia los lados. Hice terapia mucho tiempo, y nunca vi moverse una cámara ante mis ojos. Yo quería que todo fuera plano. Quería que el público tuviera que pensar qué era lo importante, que hiciera el mismo trabajo que hacía la doctora Melfi. Quería mostrar las escenas de terapia tal como son.

Aquí nos encontramos con la ruptura de otro anatema: «¡Ay de aquel que haga cine como si fuera teatro!». Si en el teatro es el espectador quien edita sobre la marcha, buscando los puntos de interés de la acción, en la terapia de Tony Soprano sucede lo mismo; la cámara no nos dice: «Mira aquí: esto es importante», sino que nos ofrece la situación y somos nosotros quienes tenemos que decidir qué mirar. En Los Soprano incluso se va más lejos que en el teatro, donde, debido a la distancia a la que se encuentran los espectadores, la voz y los movimientos de los actores dirigen el punto de atención, además de ciertos recursos escénicos, como la iluminación.

La televisión se diferenció del cine desde el principio, en gran parte forzada por las circunstancias: la pantalla era tan pequeña y la definición de la imagen tan mala que resultaba necesario usar muchos primeros planos y mostrar sólo dos o tres personajes a la vez. Pero del teatro y el cine la televisión imitó una cierta sobreactuación de los actores, que se prestaban mucha atención unos a otros y hablaban a menudo con una claridad y precisión que pocas veces se encuentra en los diálogos de la vida real. Sin embargo, quien observe con atención series como Los Soprano, The Wire o Mad Men descubrirá que los personajes hablan de manera menos obsesiva y que a veces parecen no escuchar a su interlocutor, lo que recuerda la vida real, donde lamentable o afortunadamente la gente no nos escucha con la mirada fija y la boca abierta de admiración. Jean Renoir decía que hay que pedir a los actores «que no sean como un libro abierto, que mantengan un sentimiento interior, un secreto». Weiner explicaba esa diferencia a Alex Witchel, un periodista de The New York Times que presenciaba los ensayos de Mad Men:

Los actores están sobreactuando, se prestan demasiada atención el uno al otro. En la próxima toma verás cómo esto pasa del teatro al cine… No quiero que se presten demasiada atención entre ellos, para que suene más real, más descuidado. No al estilo de la televisión.

¿Cómo no pensar al leer estas líneas en la descripción que hacía Stendhal de la «ilusión perfecta», esos momentos casi triviales en los que los personajes parecen escapar de las previsiones del dramaturgo o del guionista, y del método del actor, donde nos parece descubrir vida en la ficción?:

Nunca se encontrarán estos momentos de ilusión perfecta ni en el instante en que se comete en escena un homicidio, ni cuando los guardias acuden a detener a un personaje para llevarle a la cárcel. Ninguna de estas cosas podemos creerlas verdaderas, y nunca producen ilusión. Estos trozos no tienen otra finalidad que la de dar lugar a las escenas durante las cuales los espectadores encuentran esos medios segundos tan deliciosos.

Nada dota tanto de vida a la narrativa como lo que James Wood llama la hecceidad, lo concreto, lo palpable; ese detalle que parece innecesario y que por eso nos llama la atención como si fuera real, como si no fuera parte del mecanismo previsible: «Por hecceidad entiendo el estiércol de vaca en el que resbala Áyax cuando corre en los juegos funerales en el libro XXIII de la Ilíada». Allí, corriendo por las armas de Aquiles, el gran héroe resbala en el estiércol, ¡qué gran detalle de Homero! Es un primer atisbo de la manera en la que Shakespeare mezclará lo sublime con lo grotesco, logrando así conmovernos en el momento trágico sin que al mismo tiempo sintamos que todo es una farsa acartonada.

Podemos preguntarnos si las recomendaciones de Chase y Weiner —silencio, tiempos muertos, no causalidad— se contradicen con el modelo aristotélico, con la narración concebida como un organismo. La respuesta es que no, porque eso que no conduce a nada es también parte del organismo y le confiere textura, color e intensidad. En un perro lo que más nos llama la atención no es la magia de su esqueleto, la delicadísima estructura de sus ojos o sus órganos internos, sino el color de su pelambre, la manera suave en que se mueve, un gesto que nos conmueve a pesar de que no sabríamos explicar exactamente por qué. Para admirar a un perro no necesitamos diseccionarlo ni examinar su estructura ósea; si lo hacemos, perderemos a ese animal que nos emocionó y tendremos solamente un perro muerto.

Se dice, por otra parte, que lo que diferencia a un clásico es que resulta imposible reducirlo a una fórmula, a una trama trivial sin más y que siempre es posible reinterpretarlo y encontrar algo nuevo y actual, algo que no llegaron a percibir nuestros padres o nuestros abuelos. Un guión, una película o una serie también deben superar los planes y métodos de su creador: si es posible reducirlos a un esquema, dominarlos y entenderlos en todos sus detalles lo más probable es que no sean gran cosa. En palabras de Robert Wilson:

Un director que entiende todo lo que hace puede ser un buen director, pero no un gran director. Y esto vale para los artistas, los escritores. Debe quedar algo en la sombra. Uno debe hacer cosas que no sabe por qué las hace.

Esta indeterminación, esta imperfección en la cadena de causa y efecto y en la descripción de los personajes no es inútil; cuando los mafiosos de Los Soprano pierden al ruso en la nieve y ya no volvemos a saber de él, la ausencia de resolución deja en nosotros al recordarlo una sensación semejante a la que experimentamos a menudo al recordar nuestra propia vida y nos preguntamos qué fue de aquella persona a la que algún día dejamos de frecuentar, aunque ya ni siquiera recordamos por qué motivo; aquel barrio por el que ya nunca paseamos, o aquel amigo al que no vemos ¿desde hace cuántos años?

SHAKESPEARE EN NUEVA JERSEY Y UNA TRAGEDIA GRIEGA EN BALTIMORE

Si Shakespeare estuviera vivo hoy en día, estaría escribiendo Los Soprano.

GEORGE ANASTASIA

Quien haya trabajado en televisión sabrá que en las productoras y las cadenas las referencias culturales explícitas a menudo causan alergia. En más de una ocasión en mi vida laboral como guionista me he visto obligado a explicar por qué leía libros «tan gordos»; para evitar esas burlas, que acaban resultando penosas por aquello de la vergüenza ajena, decidí no ponerlos encima de la mesa. Que un guionista, profesión intelectual por definición, se vea obligado a explicar por qué lee y por qué «le interesan esos temas tan raros» es insólito. Incluso he vivido la situación de trabajar en un programa cultural en el que me pidieron expresamente que no hubiera demasiada cultura. No voy a decir que esa actitud haya desaparecido en las productoras de televisión, pero es evidente que los tiempos están cambiando cuando ahora podemos leer declaraciones del productor ejecutivo y guionista de una serie, en este caso David Simon de The Wire, en las que no habla de producir entretenimiento que pueda entender su madre, sino de dramaturgos griegos, como Esquilo, Sófocles y Eurípides:

Hemos entrado a saco en los griegos: Sófocles, Esquilo y Eurípides, no en el chistoso Aristófanes. Básicamente, hemos tomado la historia de la tragedia griega y la hemos aplicado a la ciudad-estado moderna.

No se debe pensar que Simon habla por hablar y que es sólo un barniz cultural que quiere aplicar a su serie, o simple carnaza cultural para críticos selectos. Cuando explica la diferencia entre series «shakesperianas» y series de trasfondo griego, su explicación resulta muy convincente:

Los Soprano y Deadwood, dos series que, por cierto, admiro bastante, me recuerdan mucho a Macbeth, Ricardo III o Hamlet en el sentido de que hacen un particular hincapié en la angustia y las maquinaciones de los personajes principales, Tony Soprano y Al Swearengen. Buena parte de nuestro teatro moderno parece basarse en el descubrimiento de la mente moderna que Shakespeare llevó a cabo. Pero nosotros nos inspiramos en otro modelo anterior y menos elaborado: los griegos.

Y entonces Simon explica cuáles son las características de su modelo:

Lo que me inspiró es la tragedia griega, en la que protagonistas predestinados y condenados se enfrentan a un sistema que es indiferente a su heroísmo, a su individualidad, a su moralidad. Pero en vez de dioses del Olimpo que lanzan rayos ardientes y joden a la gente por diversión, tenemos instituciones posmodernas. El departamento de policía es un dios, el tráfico de drogas es un dios, el sistema escolar es un dios, el Ayuntamiento es un dios, las elecciones son un dios. El capitalismo es el dios supremo en The Wire. El capitalismo es Zeus.

Un punto de vista que, en efecto, coincide con la tragedia griega, por ejemplo con lo que se dice en el Edipo de Sófocles: «Los hombres son juguetes de los dioses. Somos como moscas en manos de niños crueles: las matan para divertirse».

En las declaraciones del creador de Mad Men, Matther Weiner, también abundan referencias culturales, como menciones a Rousseau y Coleridge, y algunos momentos de la serie han hecho que los telespectadores buscaran la referencia cultural a la que aludían, como cuando la secretaria Joan cita la frase de McLuhan «El medio es el mensaje»; en una escena que ha provocado interpretaciones tan variadas y tan sutiles como no se recordaban desde los tiempos del cine de arte y ensayo y las películas de Bergman. Después, Wiener admitió que la cita era un anacronismo: «A no ser que ella asistiera a las clases de McLuhan en Canadá, no podía conocer la frase». Lo que es una posibilidad muy sugerente.

Frente a tantos productores ejecutivos y directores cuya máxima preocupación es que los telespectadores no piensen demasiado, las nuevas series buscan lo contrario:

Eso es lo que buscamos: hacer que la televisión sea un viaje en sí, intelectualmente hablando. Traer esos pedazos de América oscurecidos o ignorados o segregados de lo corriente y argumentar con eficacia su relevancia y existencia al americano común. Decirles: en efecto, esto forma parte del país que habéis creado. Esto también es quiénes somos y lo que hemos construido.

Se trata de no despreciar al espectador, de no ofrecerle sólo papilla narrativa fácil de digerir. Ya hemos visto que el cambio se debe a diversas circunstancias, como la existencia de HBO y otras cadenas similares, que no se dirigen a una audiencia masiva y por ello no están obligadas a simplificar su mensaje. Porque mientras mayor es la audiencia, más simples son los mensajes; como saben los demagogos: hay que repetir una y otra vez lo mismo para tener éxito, como sintetiza el acrónimo anglosajón favorito de muchos directores y productores ejecutivos clásicos: KISS (Keep It Simple, Stupid): «Hazlo simple, estúpido».

¿Quiere esto decir que series como The Wire están destinadas a un público de intelectuales especializados en el drama griego, o que Los Soprano sólo pueden ser degustados por estetas shakesperianas? Por supuesto que no, porque es posible disfrutar de algo sin conocer sus fuentes, su origen; como dice el refrán etíope: «No es necesario conocer las fuentes del Nilo para beber su agua». Cuando junto a los guionistas Ana Aranda Vasserot y Jorge Pino acudí a la comisaría del distrito centro de Madrid para documentarnos acerca del trabajo real de la policía, hablamos acerca de algunas series de policías y preguntamos casi con timidez si conocían The Wire. La respuesta de los dos agentes fue entusiasta: a ambos les parecía la mejor serie policíaca con diferencia y la que mejor mostraba cómo trabajaban de verdad. También hay que recordar que el éxito de una serie tan comercial como Lost se debió en gran parte a que en sus mejores episodios se han planteado a los espectadores, en especial a los más jóvenes, preguntas filosóficas que resultan fascinantes. Como sabe cualquier lostie, los nombres de muchos de los personajes de su serie favorita no son casuales: John Locke alude, por supuesto, al empirista John Locke; Desmond David Hume es David Hume, Danielle Rousseau es Jean Jacques Rousseau y Sayid Jarrah es Edward Said. Otros son menos conocidos en la historia de la filosofía, como Richard Alpert (que es el gurú Richard Alpert). También hay escritores como Boone Carlyle (Thomas Carlyle) o políticos, como el anarquista ruso Mijail Bakunin (Mijail Bakunin). Aunque a muchos espectadores de Lost les pasaron inadvertidas estas relaciones, contribuyeron a convertir la serie en un fenómeno sociológico mundial, con continuas interpretaciones que durante varias temporadas mantuvieron la serie viva, pues, a pesar de lo que puede parecer a primera vista, Lost no ha sido la serie más vista en ninguna de sus temporadas.

UNA MANERA DISTINTA DE TRABAJAR

En los canales de pago, como HBO, los métodos de trabajo son muy diferentes de los habituales y los guionistas suelen tener más tiempo. Christina Rosenberg cuenta que tuvo un mes desde que escribió un episodio de Dexter hasta el comienzo de la preproducción. Eso le permitió corregir y mejorar mucho la historia. También el método de trabajo era distinto: a las reuniones acudían ella y dos productores ejecutivos, en vez de las quince personas habituales, entre asesores, colaboradores y jefes, lo que permitía mantener una verdadera conversación. Rosenberg añade que además podía escribir acerca de verdaderas personas y no de mecanismos para hacer avanzar la trama. También se toman menos en serio algunas exigencias habituales, como la redacción de una detallada biblia de la serie y la descripción exhaustiva de los personajes, que más que incentivar la creatividad la entorpecen y ponen límites a la imaginación de los guionistas. Douglas dice que la reina de las biblias es Startrek Next Generation, con cien páginas, pero en seguida explica que, una vez pasada la moda inicial, las biblias, incluso en la televisión convencional, suelen ser de pocas páginas, con breves biografías de personajes y sencillas descripciones de las tramas:

En muchas series no hay biblias: llevan mucho tiempo cuando todo el mundo tiene que trabajar en algo más importante.

En Cómo escribir series dramáticas para televisión, Douglas, tras explicar «la manera convencional» de trabajar en una serie, dice que existe un «universo alternativo», el de canales como HBO, donde se pueden preparar 12 episodios por temporada en vez de 22, y donde se escriben todos los episodios antes de empezar a emitirlos.

Como se ve, las cosas no suceden por casualidad, en especial en un mundo que mueve millones de dólares todos los meses. El que las series sean mejores se debe a que se ha recuperado cierta sensatez, olvidando la histeria de fin de siglo, cuando se decidió que se podía empezar a emitir una serie antes de que se hubiesen grabado todos los capítulos e incluso sin que se hubieran escrito todavía. Una práctica que es la norma en España. No se trata, sin embargo, de una cuestión de rapidez o de plazos de entrega; algunos guionistas, entre los que me incluyo, prefieren trabajar rápido. Se trata más bien de una cuestión de coherencia y protección contra las intromisiones de los asesores, los ejecutivos, los analistas de audiencia, los productores y todos aquellos que tiemblan al ver que las primeras emisiones no arrasan en audiencia y que retiran una serie a media temporada, como tantas veces sucede en España, algo que ni siquiera hacen las cadenas en abierto de Estados Unidos.

Incluso en los tiempos más oscuros de la televisión ha habido guionistas, productores y directores con otras inquietudes más allá del estrecho marco de la multitrama convencional, pero quien haya trabajado en una productora sabrá que los guionistas casi siempre nos limitamos a imitar lo que se considera rentable y comercial. Wiener, cuando trabajaba en la sitcom Becker no tenía más remedio que adaptarse al modelo dominante, pero escribió el guión de Mad Men porque después de un año se dio cuenta «de que aquello no era lo que quería hacer cuando fuera mayor». Afortunadamente, ya existía HBO, así que pudo empezar a trabajar en Los Soprano, pero unos años antes no habría podido llevar adelante su proyecto en ninguna televisión. Como dice Douglas, las cadenas por cable son capaces de dar total libertad creativa, como en Queer as Folk, serie protagonizada por lesbianas y gays, y se acabó, al menos en algunos lugares, «el reinado de los asesores con derecho a veto».

LA TELEVISIÓN NO ES UNA FARMACIA

Aunque en las series convencionales a veces se va un poco más lejos de lo que el público está acostumbrado y se muestra una situación terrible sin aparente solución, al final siempre se ofrece una manera de tranquilizar al telespectador. En la tele también se aplica la estructura terapéutica o reparadora: la audiencia no debe tener malos sueños, hay que ofrecer un rayo de esperanza final.

Simon recuerda con placer sus primeros encuentros con HBO, porque no le hicieron las preguntas ni le exigieron las correcciones que le habrían pedido en NBC: «¿Dónde están las victorias, dónde los momentos positivos?». Los guionistas de The Wire, entre los que hay novelistas como Dennis Lehane, George Pelecanos o Richard Price, no cuentan fábulas con final feliz, porque la posición de partida de la serie se establece a partir del examen crítico de dos mitos estadounidenses: el del sueño americano según el cual cualquiera se puede convertir en millonario y el de que una persona honrada puede salir adelante si trabaja duro, a pesar de toda la corrupción imperante. El primer mito, dice Simon, tiene algo de verdad, pues es cierto que muchas personas se convierten en millonarias de la noche a la mañana; pero el segundo, al menos en Baltimore, no es un mito, «es simplemente mentira». The Wire también muestra toda la corrupción de Baltimore y aboga por la legalización de la droga. Cada temporada está dedicada a una de las instituciones o poderes de Baltimore:

La primera fue una denuncia de la prohibición de las drogas en Estados Unidos, una guerra de los Treinta Años que figura entre los fracasos más curiosos y globales que se registran en la historia de esta nación. La segunda, un tratado sobre la muerte del trabajo y la traición a la clase obrera, ejemplificada por el declive de los sindicatos portuarios de la ciudad. La tercera, una reflexión sobre la clase política y las escasas posibilidades de reforma. La cuarta, el estado de la educación pública y del supuesto ideal estadounidense de la igualdad de oportunidades. En la quinta terminamos con una reflexión acerca de por qué perduran estos mundos.

La televisión ha perdido mucho público joven en la última década debido a Internet por lo que, al menos en los canales de pago, se intenta recuperar a esos espectadores ofreciendo contenidos atrevidos que puedan rivalizar con los que ya se pueden encontrar gratis en Internet. La serie Weeds está protagonizada por una madre de familia que trafica con marihuana para sacarse un sobresueldo. En Breaking Bad el planteamiento va todavía más lejos, porque el protagonista, un profesor de química, fabrica droga de diseño (cristal o MDMA) para poder pagarse el tratamiento de cáncer y dejar dinero a su familia cuando se muera. No hay ningún tipo de censura y la serie a menudo va más lejos que cualquier película de la contracultura de los años sesenta. En The Misfits, una insólita serie inglesa protagonizada por superhéroes procedentes del proletariado urbano, las escenas de sexo explícito abundan y tampoco hay censura. En Hung, el protagonista es un hombre con un pene enorme que decide ganarse la vida como gigoló y se ve en la necesidad de contratar a una mujer como chulo.

Mención aparte merece Mad Men, que se salta todas las normas de corrección política, como no discriminar ni ofender a los negros, a las mujeres, a los homosexuales, a los judíos o a otras minorías, o la prohibición de glorificar el fumar o beber, incluso en la oficina, por la sencilla razón de que transcurre al inicio de los años sesenta y pretende mostrar cómo era realmente ese mundo y todo el racismo, machismo, homofobia y humo que entonces existía en las oficinas. Los ejecutivos de la agencia de publicidad Sterling&Cooper beben alcohol y fuman sin recato en sus despachos (aunque los actores en realidad fuman cigarrillos herbales), abusan de su posición de poder con las secretarias, y desprecian a las mujeres, a los judíos y a los negros, aunque sin perder nunca sus maneras elegantes. En uno de los primeros capítulos los publicistas le piden a una secretaria su opinión acerca de una campaña y ella da una magnífica idea que los deja asombrados; cuando la secretaria abandona el despacho uno de ellos exclama fascinado: «¡Ha sido como ver escribir a máquina a un perro!». Bob Levinson, asesor de la serie, que en esa época trabajó en una agencia de publicidad especializada en medios de comunicación y televisión, recuerda:

El beber era habitual; fumar, constante; la relación entre los ejecutivos y las secretarias, exactamente como se muestra. Sólo dos o tres mujeres ascendían, pero sólo porque los hombres para los que trabajaban lo permitían.

Debajo de las alfombras de este mundo de lujo y triunfo se esconden muchos secretos y suciedad que la serie va mostrando poco a poco, aunque sin caer nunca en el efectismo: el protagonista, Don Draper, es informado por el psicólogo de su esposa de todo lo que ella dice en las sesiones; una de las secretarias no dice a uno de los ejecutivos que la ha dejado embarazada y oculta su estado incluso al espectador, quien cree que engorda por ansiedad; el triunfador Drapper también esconde algún secreto que haría añicos su carrera si se hiciera público. En las primeras temporadas contemplamos, entre fascinados e indignados, este mundo que está tan cerca de nosotros a pesar de parecer prehistórico. Después es previsible que todo empiece a derrumbarse: estamos en los años sesenta.

LA COMEDIA HUMANA AUDIOVISUAL

El guión de series de televisión se ha diferenciado del cinematográfico en varios aspectos importantes. En una película tenemos a un protagonista con un objetivo, que lucha por conseguirlo y que lo alcanza o fracasa. En una serie, los objetivos del personaje no se establecen con tanta claridad, porque vamos a encontrarnos con él durante muchos episodios y tendremos oportunidad de conocer muchas más cosas acerca de su vida y su carácter que en una película. Hay excepciones, como El fugitivo, pero, aun así, un único objetivo no es suficiente para hacer 30 o 60 capítulos. Como dice Douglas, en las series los personajes evolucionan y se desarrollan a través de sus conflictos, pero los diversos objetivos son la excusa que permite desarrollar esa psicología compleja. Los personajes de las series se parecen más a las personas que los del cine, porque siguen viviendo la semana siguiente, a veces durante varios años. Es por eso que las series se interesan más en las relaciones humanas que en el espectáculo, incluso aunque se llamen Star Trek o Héroes. Lo malo es que esta importancia concedida a los personajes, a sus relaciones y a su psicología a menudo se ha traducido en estereotipos, algo que se intenta evitar en las nuevas series, acentuando los elementos que hacen único y diferente a un personaje. Algunas series se acercan al viejo sueño de igualar a la novela en profundidad narrativa, como en The Wire, donde un caso dura una temporada y la acción avanza lenta, para reflejar los vaivenes de la vida real. Ya vimos que Simon definía su serie como una «novela visual», algo que hace años sería considerado una aberración por los teóricos del cine y de la televisión y que quizá todavía escandalice a algunos: ¡una narración audiovisual que imita a la novela! Pero a Simon, ya lo sabemos, no le asustan ni los críticos ni los espectadores. Otro de los guionistas de The Wire, el escritor Richard Price, la define como una «novela rusa», y el crítico Jacob Weinberg insiste en la comparación con la novela:

Ninguna otra ficción ha hecho nunca algo que se parezca ni de lejos a lo que ésta consigue, es decir, retratar la vida social, política y económica de una ciudad estadounidense con el alcance, la precisión de observación y el enfoque moral de la gran literatura.

Pero The Wire quizá también sea uno de los primeros intentos de trasladar al mundo audiovisual el ambicioso proyecto que se planteó Honoré de Balzac en el siglo XIX cuando, acuciado por las deudas y las ambiciones comerciales de sus editores, creó el que fue el mayor proyecto narrativo de la historia de la literatura, La comedia humana. Su intención era escribir 137 novelas y cuentos en los que se mostraría toda la sociedad francesa de su tiempo. Sólo logró escribir 85 novelas pero, aunque incompleto, el proyecto sigue siendo asombroso. Las diversas historias están interconectadas y muchos personajes aparecen en diferentes narraciones; podemos seguir la vida de Eugène de Rastignac desde que es estudiante hasta que logra ser ministro a lo largo de 28 obras; en cuanto al periodista Lucien de Rubempré, cuya muerte en Las ilusiones perdidas fue para Oscar Wilde «la mayor tragedia» de su vida, es el protagonista de 3 novelas, pero aparece en otras 16; Raoul Nathan, periodista, escritor y político transita por 19 narraciones.

Las series de televisión no sólo se extienden a lo largo de cuatro, cinco o diez temporadas para intentar mostrar la vida entera, sino que aprovechan las posibilidades de los nuevos medios audiovisuales y tecnológicos para contar historias paralelas. En los próximos capítulos descubriremos que el intento de imitar la vida en el teatro, la novela o la narrativa audiovisual está empezando a mezclarse con el mundo casi recién nacido de los ordenadores, Internet y los videojuegos de maneras que hasta hace poco se habrían considerado fantasías propias de la ciencia ficción.