La historia del arte, si la examinamos desde el punto de vista de la norma estética, es la historia de las revoluciones contra las normas dominantes.
JAN MUKAROVSKY
En Pierre Menard, autor del Quijote, Borges demostró que el Don Quijote de Cervantes escrito hacia 1600 y el que escribió el francés Menard en el siglo XIX son muy distintos, a pesar de contener las mismas palabras en el mismo orden:
Es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
El transcurso del tiempo hace que ciertos textos adquieran otro significado, no porque cambien los libros, sino porque cambian los lectores, que los interpretan y reinterpretan según sus propios intereses y sus nuevos conocimientos. La Ilíada pertenecía al género histórico en la Antigüedad, pero después fue colocado en los estantes de ficción, hasta que el arqueólogo Schlieman encontró Troya en el siglo XIX y el libro de Homero fue considerado de nuevo, al menos en parte, histórico.
Una buena manera de conocer con cierta rapidez lo que los especialistas llaman Weltschaung o «espíritu de nuestro tiempo» podría ser consultar los índices analíticos de los libros. Sin duda descubriríamos que en los de ciertas épocas aparecen términos como «autoridad», «disciplina» o «fidelidad» (tal vez en los de finales del siglo XIX), mientras que en otros estarían «rebeldía», «amor libre» o «libertad» (quizá en los de los años veinte y sesenta del siglo pasado). Esa investigación podría mostrar cómo cambian los intereses década tras década y cómo un mismo libro parece ocuparse de cosas diferentes según el momento en que es leído. He hecho una modesta prospección con un solo libro, al comparar los estudios monográficos dedicados a La República de Platón, y he visto cómo ciertas palabras aparecían o desaparecían de los índices analíticos. ¿Realmente en el libro VII de La República se habla de anarquismo, como sugiere Rice en Oxford guide to Plato’s Republica? ¿Por qué esa referencia no se encuentra en los índices de The Blackwell Guide o The Cambridge Companion ni en otras cinco monografías de La República que he consultado?
En el terreno del cine y los manuales de guión se puede hacer una investigación semejante comparando la lista de las películas mencionadas a lo largo del libro: eso nos puede decir más acerca de lo que opina el autor que la lectura de sus argumentos, pero también nos revelará las tendencias de la época, los ejemplos muchas veces se eligen porque se supone que son las películas que el lector admira o desea emular. Si comparamos las películas mencionadas en cuatro clásicos de la teoría del guión como El manual del guionista (1979), de Syd Field; El viaje del escritor (1998), de Christopher Vogler; Cómo convertir un buen guión en un guión excelente (1987), de Linda Seger, y El guión (2002), de Robert McKee, con las de manuales que proponen teorías alternativas, encontramos algunas diferencias llamativas. En libros como Alternative Scriptwriting, de Ken Dancyger y Jeff Rush, o 21st Century Screenplay, de Linda Aronson, se observa:
— Una mayor presencia de películas no anglosajonas (y de películas de Oceanía y Gran Bretaña entre las anglosajonas).
— Mayor presencia de clásicos de Hollywood y de los años sesenta.
— Más menciones a películas independientes e incluso experimentales.
— Menos éxitos del momento (los llamados blockbusters).
Todos los manuales, convencionales o renovadores, citan películas como Ciudadano Kane y Casablanca, aparte de por sus valores cinematográficos, porque el lector en seguida se acordará de ellas, aunque sea sólo por la cantidad de veces que aparecen en cualquier libro o curso de guión, pero en los libros de Aronson o Dancynger y Rush aparecen otros clásicos, mientras que desaparecen muchas películas de las dos últimas décadas del siglo muy citadas en los manuales convencionales. Los tiempos están cambiando.
La estructura en tres actos es un recurso mecánico superpuesto a la historia y no tiene nada que ver con su lógica interna.
JOHN TRUBY
La estructura en tres actos reparadora se ha convertido en un dogma tan aceptado que resulta difícil renunciar a ella, aunque se puede exagerar tanto que acabe quedando desactivada. Dancyger y Rush llaman a esta estratagema «estructura irónica en tres actos». Consiste en seguir las fórmulas convencionales para, en un momento dado, dar una vuelta de tuerca inesperada, por ejemplo cuando seguimos las reglas de un género en casi todo pero rompemos algunas de sus convenciones. En The Host, dirigida por el coreano Bong Joon-Ho, el público espera una película de monstruos como Tiburón o Alien, pero se encuentra con una familia que se enfrenta al monstruo de manera torpe y desmañada. Además, el director nos enseña a la criatura en seguida, de manera casi casual y a plena luz del día, quebrando la primera regla de las películas de monstruos: la aparición inicial debe ser sorprendente y aterradora y debe tener lugar tras una tensa e intrigante espera. Es un monstruo torpón y feo, una especie de mutación ridícula. Joon-Ho prescinde de los artificios del género y sólo los utiliza para burlarse de ellos, para seguirlos durante un instante y luego dirigirse hacia otra parte. Cada vez que creemos estar ante un momento tópico del cine de monstruos, la película lo sortea; si al héroe se le acaban las balas, esta vez no habrá una solución milagrosa: el monstruo se lo come. Joon-Ho nos muestra qué sucedería en el mundo real si un monstruo mutante llevara el caos y el miedo a Seúl. Y tampoco deja de lado el humor o la crítica política, ni siquiera en los momentos más terribles. A veces la mejor manera de escribir contra un género es consultar sus reglas en cualquier manual y después hacer lo contrario.
Otra manera de sabotear la estructura reparadora es la que emplea Mike Nichols en El graduado (1967), que parece seguir dócilmente la estructura en tres actos reparadora: el protagonista da un paso sin retorno al final del primer acto (el joven Ben Bradock se acuesta con la señora Robinson); a continuación disfruta de la nueva situación, aunque pronto empieza a pagar las consecuencias cuando descubre que su verdadero amor es la hija, Elaine Robinson; acaba en el abismo de tener que aceptar la boda no deseada de Elaine con otro hombre, y resurge en el último instante, cuando los dos jóvenes huyen de la iglesia antes de que la boda se celebre.
Pero entonces, cuando ya tenemos a Ben y Elaine escapando en un autobús, en el típico final feliz reparador, Nichols mantiene la situación un poco más y vemos que los dos enamorados parecen adivinar en un momento de lucidez en qué va a convertirse su vida. En palabras de Stephen Rowley:
Nichols mantiene sin piedad el plano de los rostros de los actores hasta que las sonrisas son reemplazadas por la duda, los dos no tienen nada que decirse. La mirada de Ben está fija en el vacío, Elaine le mira con inquietud y suena la canción de Simon y Garfunkel «El sonido del silencio», sugiriendo que su fuga es un gesto vacío… que los llevará al mismo lugar en el que acabaron sus padres.
Es, desde el punto de vista estructural, como un cuarto acto sintetizado en un minuto, que desarma la convención del final feliz característico de la estructura reparadora.
Un ejemplo similar se encuentra en El último, de Murnau. En la primera versión, la película acababa de manera trágica, cuando el conserje de un hotel de lujo era desposeído de su precioso uniforme, que representa su éxito y casi toda su vida, y quedaba degradado a cuidar de los lavabos. Los productores le dijeron a Murnau que el público no soportaría un final tan desolador y le obligaron a añadir un desenlace feliz. Murnau no tuvo más remedio que ceder y añadir una larguísima escena en la que se contaba cómo el conserje recibía la herencia de un cliente y lo celebraba por todo lo alto en el restaurante del hotel, entre risas y carcajadas sin fin.
Si esto hubiese sido lo único que viese el espectador, se habría tratado de un final vergonzoso para una gran película, arreglado mediante uno de los más vulgares deus ex machina: la fortuna imprevista. Sin embargo, Murnau se las arregló para desactivar ese deus ex machina reparador, utilizando el único intertítulo de toda la película, que es un extraordinario ejemplo de cómo usar un deus ex machina y, sin embargo, desactivarlo con un simple párrafo:
Aquí nuestra historia debería terminar, porque en la vida real al desgraciado anciano poco le quedaría esperar excepto la muerte. El autor se apiadó de él, sin embargo, y le proporcionó un muy improbable epílogo.
En la vida real, nos dice Murnau, las cosas acaban con el portero en los aseos, pero como no se trata de la vida real sino de una película, podemos añadir un desenlace feliz y asistir al triunfo final del protagonista. Sin embargo, aunque vemos al portero celebrar su nueva fortuna, sabemos en todo momento que lo que estamos viendo es mentira y ese alegre final nos resulta inesperadamente trágico.
Si en una historia los protagonistas han pasado por vicisitudes dolorosas, e incluso han llegado a un punto en el que creían que no había solución (la gruta abismal del viaje del héroe o la crisis), el dar con una manera de solucionar sus problemas representa un desafío casi insuperable para el guionista. En primer lugar por la llamada «ley de las complicaciones», según la cual cuando un hecho fortuito complica la vida de los personajes se acepta con más facilidad que si contribuye a solucionarla. Si el lector analiza cualquier película, descubrirá que los diversos accidentes y disgustos que sufren los personajes principales son una sucesión de casualidades que cualquier experto en probabilidades rechazaría pero que los espectadores casi no advertimos. Por el contrario, cuando una casualidad viene a arreglar las cosas, en seguida arqueamos las cejas y mostramos nuestra incredulidad. Obligado a ofrecer un final reparador al público, el guionista tiene que trabajar con ahínco para que no se note ese parche azaroso y no se considere un deus ex machina.
Si el deus ex machina es la intervención inesperada de algo o alguien que no tiene nada que ver con lo que se ha estado contando, y que aparece de improviso como un conejo de la chistera de un mago para solucionarles a los personajes la vida, lo que hace el diabolus ex machina es lo contrario: cuando ya todo parece solucionado, cuando estamos casi en el final feliz y el mal ha sido vencido, entonces una circunstancia inesperada, imprevisible y fortuita, viene a estropearlo todo.
El primer ejemplo de diabolus ex machina se encuentra en la primera obra literaria de la humanidad, La epopeya de Gilgamesh, un poema mesopotámico que cuenta la historia del rey de Uruk, Gilgamesh, quien, casi en el desenlace de la historia, ha fracasado en su intento de que los dioses le concedan la inmortalidad. Cuando se dispone a regresar a su ciudad, un extraño personaje llamado Utanapishti le dice que, aunque ya no pueda obtener la vida eterna, sí podría recuperar la juventud si lograse encontrar una extraña planta que se encuentra en el fondo del mar. Gilgamesh consigue la planta y regresa con ella a su ciudad, pero, tras recorrer trescientos kilómetros, se detiene junto a un pozo y entonces una serpiente le roba la planta y escapa. La serpiente es ese diabolus ex machina que hace que el desenlace feliz se convierta en trágico de manera imprevista:
Gilgamesh, entonces se sentó
y lloró y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Tomó la mano de UrShanabi el Barquero
y le dijo:
«¿Para quién se agotaron mis brazos?
¿para quién la sangre de mi corazón
se ha derramado?».
Es una buena noticia descubrir que la primera «novela» de la historia ya ponía en cuestión la estructura reparadora propia de las fábulas simples y de los viajes del héroe. También de manera trágica termina otra de las primeras obras literarias, la Ilíada de Homero, con la muerte de Héctor y sus funerales. El diabolus ex machina, como se ve, ataca la línea de flotación de la estructura convencional, pues no permite que lo que está roto sea reparado y el mundo vuelva a su orden habitual.
No hay por qué pensar que toda buena narración deba acabar de manera trágica. Por supuesto que no, pero el problema no es el desenlace en sí, sino de qué manera la estructura reparadora nos obliga a fabricar finales en los que, escondido o no, siempre habita un deus ex machina. No es que debamos por obligación salir tristes del cine, pero es razonable que así suceda casi siempre, puesto que el narrador pone a sus personajes en situaciones tan complejas, desde el punto de vista dramático, que solucionarlas en los últimos quince minutos casi siempre resultará inverosímil. No podemos hacer arder el mundo entero y después apagarlo con un vaso de agua.
En los años setenta del siglo pasado se puso de moda entre los arquitectos el estilo High Tech (abreviatura de Alta Tecnología), que no escondía la estructura del edificio, sino que la mostraba sin pudor. El ejemplo más representativo es el centro Georges Pompidou de París, creado por los arquitectos Rogers y Piano en 1977. En el Pompidou, la estructura está a la vista y situada en el exterior, tanto las vigas como los conductos de la ventilación, la escalera mecánica o los transformadores.
Del mismo modo que un arquitecto, un guionista puede emplear una estructura y mostrársela al espectador, en vez de esconderla. Un ejemplo es Dogville, de Lars von Triers, donde el pueblo de Dogville está pintado sobre el suelo, de manera que todo sucede a la vista, como en el teatro brechtiano o en el Macbeth montado por Declan Donnellan, en el que en el escenario sólo hay varios cubos negros en los laterales y los actores esperan de pie y a la vista a que llegue la escena en la que tienen que intervenir. Otro bello ejemplo es la fábula de Roberto Rossellini La máquina matamalvados, que comienza con una mano que va colocando las casas, las montañas y los árboles, las calles y los lugares en los que va a transcurrir la historia. El espectador, al ver esa mano que construye la escena, y que podemos pensar que es la del autor, Rossellini, o la del Autor, Dios, está ya dispuesto a aceptar que sucedan cosas inverosímiles. Shakespeare emplea en varias de sus obras este truco, que en algunos casos puede tener un efecto inesperado: nos inquieta ver en una fábula sin disfraz ciertas situaciones emocionales o morales que conocemos bien.
En otras películas no se llega a mostrar la estructura como en un edificio High Tech, pero sí se exageran los aspectos más falsos e idealizados propios de la estructura redentora como en Blue velvet, dirigida por David Lynch. Lo artificial de la construcción narrativa se enseña de manera descarada, pero con situaciones que nunca se ven en las películas convencionales; incluso el final feliz es como una parodia que no nos creemos porque sabemos que es pura apariencia y falsedad, como la de aquellos padres de familia perfectos e inocentes que esconden cadáveres en los jardines de sus hermosos chalés.
En ocasiones la estructura reparadora se dinamita desde dentro a través de una ruptura moral (es lo que suele hacer Lars von Triers), mientras que en otros casos se produce una ruptura narrativa, por ejemplo, cuando, tras desarrollarse todo de la manera más convencional nos espera un final que nos recuerda que estamos ante una ficción, como sucede en la novela Niebla, de Unamuno, o en el Peer Gynt, de Ibsen, donde los personajes se rebelan contra el autor.
Cuando se estrenó El graduado, el hecho de que los protagonistas escaparan de una boda en vez de casarse, rompía con las convenciones del final feliz made in Hollywood de la boda, pero en vez de conformarse con ese anticonvencionalismo (que de todos modos era la moda en los años sesenta), El graduado nos revela que no sólo es mentira el matrimonio burgués, sino que también puede serlo el amor romántico y rebelde. Algunos críticos han llegado a decir que el último acto de El graduado es el primer acto de otra película protagonizada por Dustin Hoffman muchos años después, Kramer contra Kramer, en la que un matrimonio divorciado lucha por la custodia de su hijo.
A pesar de la insistencia en el carácter universal de la estructura en tres actos, hay demasiados testimonios que ponen en cuestión que sea el único modelo posible. El primero es el del supuesto padre del asunto, Aristóteles, quien dijo que en la épica, por ejemplo en la Ilíada o la Odisea, no había estructura en tres actos pero que esas obras eran extraordinarias. Sus variadas recomendaciones en la Poética de usar dos, tres, cuatro o hasta cinco actos se refieren al drama, y tienen que ver más que con asuntos constructivos con consideraciones acerca de la función terapéutica del teatro. En efecto, Aristóteles, como Scribe, creía en un teatro restaurador, que llevara al espectador a una crisis y a una catarsis posterior. La diferencia es que Aristóteles pensaba que, para que algo se reparase, antes tenía que haberse roto, lo que el dramaturgo francés aplicaba a los personajes, pero no a los espectadores.
Como dije en Las paradojas del guionista, casi toda obra tiene un planteamiento, un desarrollo y un desenlace, del mismo modo que casi toda frase tiene sujeto, verbo y predicado, pero eso no impide que haya frases sin sujeto, verbo o complemento, al menos explícitos. Además, aunque no dividamos la obra en tres partes, es una conclusión del sentido común que el espectador sí las percibirá, como dice Aronson:
Debido a que la audiencia percibe el guión en un marco de tiempo determinado, cuando se sienta a las 8.30 y se levanta a las 10, la película siempre se le presentará con un principio, un medio y un final.
Ahora bien, en lo que se refiere a la técnica narrativa, la afirmación de que una obra tiene tres actos está cerca de significar lo mismo que no decir nada y hasta un entusiasta del guión convencional de Hollywood, como Blake Snyder, reconoce en ¡Salva al gato! que lo de los tres actos sirve de poco en el momento de ponerse a escribir:
Cuando por fin leí y digerí la obra de Field El guión cinematográfico, supe que había encontrado algo que podía verdaderamente salvar mi carrera. ¡Caramba! ¡Tres actos! ¿Quién lo iba a decir? Y, sin embargo, no bastaba con eso. Como un nadador en un inmenso océano, me encontraba con mucho mar abierto entre esos dos cambios de acto. Y muchos espacios vacíos en el guión en los que perderme, caer presa del pánico y ahogarme. Necesitaba más islas, tramos más cortos que recorrer a nado.
El propio Field habla de ese abismo de las 60 páginas en blanco de la parte media, pero tampoco hay que dramatizar, ni pensar que tenemos que hacer frente de golpe a 60 páginas en blanco: ésa es más bien una consecuencia de la obsesión por la estructura en tres actos. En mis cursos suelo mostrar a mis alumnos una sucesión de estructuras casi inacabable, porque cada teórico y casi cada guionista tiene la suya: muchos aceptan un esquema general de tres actos, pero dividen esos actos de muy diversas maneras con puntos de giro, plot points, cliffhangers, detonantes, incidentes incitadores, crisis, clímax y resoluciones, y a menudo resulta difícil saber si un elemento corresponde a un acto o al siguiente. El resultado es un catálogo que incluye casi cualquier número imaginable de actos: tres (Aristóteles, Zeami, Lu Xie, Field, Seger, Nash/Oakley, McKee, Vogler), cuatro (Kristin Thompson, Bochco, Mulins), cinco (Horacio, Field), seis (Doc Comparato), siete (Truby), ocho (Field, Mulins), nueve (Seger, McKee, Grove, Smiley/Thompson, Vorhaus), doce (Vogler), catorce (Smiley/Thompson), quince (Snyder) o incluso veintidós (Truby).
Otros, como Frank Daniel o John Gulino, recuperan la manera de escribir de los orígenes del cine, que llaman secuencial: bloques de diez o quince minutos. La razón es que había que cambiar las bobinas de celuloide durante la proyección, por lo que convenía que el corte quedara limpio para no fastidiar al público pero que, al mismo tiempo, la última escena creara expectación para seguir viendo la película. Lo que nos lleva al sabio consejo que dio E. M. Forster en Aspectos de la novela: «Una historia sólo puede tener una virtud: la de hacer que la audiencia quiera saber qué va a pasar después. Y a la inversa, sólo puede tener un defecto: el de hacer que la audiencia no tenga interés en saber lo que va a pasar después».
En cualquier caso, si nos referimos a la estructura narrativa propiamente dicha, y no a la de la percepción, existen diversas maneras de evitar la estructura en tres actos. Una posibilidad es quitar una parte de la trama: el planteamiento, el desarrollo o el desenlace, y quedarse con dos actos. En She’s gotta have it, Spike Lee no ofrece al espectador un tercer acto redentor y ni siquiera le da las pistas que le permitan entender la decisión final de la protagonista, Nola.
En el sitio web tvtropes (http://tvtropes.org) se distingue entre las películas con dos actos en forma de «ascenso y caída» y las que los desarrollan «en paralelo». Entre las primeras se puede citar Scarface, dirigido por Brian de Palma, con un primer acto en el que vemos el ascenso de Al Capone y un segundo acto en el que todo se desmorona. Entre las que establecen un paralelismo se puede mencionar La princesa prometida, dirigida por Rob Reiner y con guión de William Goldman; y las que imitan el esquema de la obra más célebre del teatro del absurdo, Esperando a Godot, donde asistimos a dos actos casi iguales. También suele considerarse que La chaqueta metálica de Stanley Kubrick tiene dos actos, uno es el entrenamiento y otro la guerra, aunque cada uno de ellos se divide a su vez en tres actos.
Algunos autores incluyen entre las películas que rompen la estructura en tres actos aquellas que comienzan in media res, las que parecen hurtarnos el planteamiento. Pero Aronson también nos recuerda que las historias que comienzan in media res y que luego retroceden mediante flashbacks o flashforwards no son un invento de los nuevos narradores, sino que eran muy populares en la Antigüedad: la Odisea comienza in media res y luego nos cuenta las aventuras de Ulises «mediante un flashback masivo». Ello le hace concluir que la Odisea se parece más a Pulp Fiction o 21 gramos que a la narrativa lineal convencional.
En otros casos, lo que resulta difícil es encontrar los puntos de ruptura entre acto y acto, como en Malas calles de Scorsese, que sigue una línea continua hasta el final. Este tipo de estructura resulta difícil, pero cuando funciona resulta muy poderosa y envolvente. El caso contrario es el de películas con más de tres y hasta cuatro actos, como en Vivir su vida, con doce escenas, o Masculino/femenino, con quince, ambas de Godard.
Al contrario que en los ejemplos anteriores, también se puede desactivar la estructura no mostrándola, sino escondiéndola. Los compases pueden estar fuera de sitio, al menos fuera del sitio habitual en el que los espectadores esperan encontrarlos, como sucede con la música reggae respecto al compás del rock, o en la música dodecafónica frente a la música clásica tradicional. En ciertos casos, en vez de escuchar la nota que esperamos, obtenemos un silencio y luego una nota que nos dificulta encontrar una melodía definida. Un ejemplo que analizan Dancyger y Rush es La delgada línea roja, de Terrence Malick, una película bélica en la que las acciones más determinantes de la batalla de Guadalcanal no son mostradas a través de un protagonista, sino que vemos diferentes reacciones de cada personaje (pero no las causas exactas de esas reacciones). Un ejemplo parecido es Vampyr (1932), de Dreyer, donde el espectador debe rellenar o imaginar la causa ausente que conduce a los acontecimientos que se muestran; vemos que un hombre muere pero no sabemos quién lo mató ni cuál fue la razón, las causas se ocultan y eso nos hace estar más atentos a un montaje sutil que parece romper el guión en piezas de un puzle que debemos reconstruir. La ruptura de la relación causa/efecto hace que esas películas resulten difíciles para un público tan acostumbrado a la mecánica convencional del guión.
Maneras más suaves de saltarse la estructura convencional consisten en los saltos temporales, el uso de las paradojas, del viaje en el tiempo, la reordenación narrativa mediante el uso de flashbacks y flashforwards, o la inversión del tiempo del relato, como en Memento.
De todos modos, desviarse de la narrativa convencional no tiene por qué consistir en saltarse la estructura, mostrarla o manipularla, sino que en muchas ocasiones se puede respetar la estructura en tres actos pero rechazar su carácter reparador. La historia de cualquier arte suele ser la de la lucha (o dialéctica, si se prefiere el lenguaje hegeliano-marxista) entre las formas establecidas y las nuevas formas, que después, cuando triunfan, se convierten en lo establecido y son puestas en cuestión de nuevo. El regreso a la fábula sencilla propiciado por Lucas, Spielberg y compañía fue una reacción contra lo que era convencional en los años sesenta y setenta, donde la rebeldía contra las formas conservadoras se había convertido en la norma. Los cineastas comerciales y los escritores de manuales de guión fueron colaboradores, quizá sin saberlo, de una revolución, la llamada revolución conservadora de los años ochenta, protagonizada por Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Juan Pablo II y el invitado inesperado que fue el SIDA; una época que quedó ejemplificada en la quema pública de vinilos de música «disco», el miedo al sexo con desconocidos y la decadencia de cinematografías europeas como la española, la francesa, la italiana o la alemana. Frente al dominio de los relatos desesperanzados del cine de los años sesenta y setenta, de los antihéroes y de los finales abiertos, ambiguos y a veces incomprensibles, el movimiento pendular buscó la alternativa en la estructura clásica reparadora.
Otra manera de sabotear esa narrativa convencional en la que autores y espectadores fingimos durante dos horas que nos creemos todo lo que está sucediendo es el metalenguaje o la metaficción, que permite salir del espacio y el tiempo del relato, como cuando el autor interpela al lector, como hace Diderot en Jacques el fatalista:
¿Así que no queréis que Jacques continúe con la historia de sus amores? Decidlo de una vez por todas: ¿os gustaría o no que Jacques explicara la historia de sus amores?
Pero la metaficción es más extrema cuando son los personajes los que se dirigen al autor o al lector, como en La lozana andaluza (1528), de Francisco Delicado, donde el proxeneta Rampín invita al propio Delicado a visitar a la protagonista, Aldonza, quien a su vez pregunta acerca del retrato literario que Delicado está haciendo de ella.
En el cine los ejemplos se remontan a tiempos tan lejanos como las películas de los hermanos Marx, en las que Groucho se dirige al espectador y comenta lo que está sucediendo en la película, como cuando en Tienda de locos (1941) dice a cámara: «Este vestido es en realidad de un rojo luminoso, pero el Technicolor es taaaan caro…». También Woody Allen recurre a menudo al metalenguaje, por ejemplo en Annie Hall, cuando saca a Marshall McLuhan de detrás de la puerta del cine y dice al espectador: «Ojalá estas cosas sucedieran en la vida real». En Orlando, de Sally Potter, el protagonista (o la protagonista, pues es hombre y mujer) habla al espectador, a pesar de no ser una película cómica, sino de género histórico, y también lo hace uno de los personajes de Funny games, de Michael Haneke, cuando, antes de matar un perro, guiña un ojo al espectador, como diciéndole: «Ya sabes qué voy a hacer, ¿verdad?».
A veces lo inesperado surge cuando en la adaptación de la obra de un clásico, como Shakespeare, se mezcla una gran libertad en la escenografía y, al mismo tiempo, se respetan los versos originales, como hizo Baz Luhrmann en Romeo y Julieta (1996), ambientada en una Verona moderna de coches, pistolas automáticas, televisiones y helicópteros, aunque los actores recitan los versos sin actualizarlos. Un caso más extraño puede ser Yes, de Sally Potter, una película convencional en casi todos los sentidos, incluido un desenlace reparador improbable, pero en la que todos los actores hablan en heptámetros yámbicos.
Otro uso de la metaficción es lo que André Guide llamó construcción en abismo (mise en abyme): la película dentro de la película, como en Ocho y medio de Fellini o La noche americana de Truffaut. En la ya mencionada Adaptation se respetan los tres actos y los actores no hablan con la cámara, pero la historia dentro de la historia nos lleva a paradojas irresolubles, a la vez que se exagera la estructura convencional hasta convertirla en una parodia, en especial en el desenlace. En los ejemplos anteriores se mezclan los dos supergéneros de la narrativa, realidad y ficción; una mezcla que es uno de los ingredientes básicos del espíritu de nuestro tiempo, que habrá ocasión de examinar más adelante.
En otros casos la estructura parece diluirse, minimizarse, creando la ilusión de azar o de simple espontaneidad; puede existir, por ejemplo, un tema que dé sentido a la película, pero no una trama que el espectador pueda seguir. McKee clasifica estas películas en la variedad «antitrama», que es todo aquello que se rebela contra la trama. Por su parte, Truby incluye en la antitrama historias en las que se utilizan recursos como:
El punto de vista, varios narradores, estructura narrativa ramificante y tiempo no cronológico son todas las técnicas que juegan con la trama cambiando la manera de narrar la historia y con un objetivo más profundo en cuanto a presentar una visión más compleja del carácter humano.
También se puede desequilibrar la estructura al exagerar el peso de la trama o el del personaje, menospreciando el otro aspecto. Se dice que la insistencia en la trama o historia superficial (foreground) frente al personaje (que algunos identifican con el background, historia subterránea o subtexto) es más comercial y simplista, más propia de Hollywood. Pero eso es muy discutible: la insistencia en el personaje no garantiza más profundidad o sutileza. En televisión los personajes suelen estar por encima de la trama, pero hay una gran diferencia entre cómo son desarrollados esos personajes en cada serie de televisión, como veremos en el próximo capítulo. Por otra parte, una trama puede tener tanto subtexto como un personaje.
Otras maneras de sabotear la estructura convencional son: usar el sonido para contradecir la imagen de manera brutal, no buscando el efecto de contraste o understatement, sino casi la creación de dos películas, una sonora y otra visual; la pantalla dividida en dos o más partes, pero no en momentos puntuales, como sucede en Carrie de Brian De Palma, sino a lo largo de toda la película, como en Time code, de Mike Figgis; o la superposición narrativa de rótulos, subtítulos, efectos, el uso del primer y segundo término o el fuera de campo, pero todo ello de manera invasiva o turbadora. Finalmente, en muchos casos se intenta que sea imposible que el espectador ponga en marcha los mecanismos de identificación con el personaje.
Hasta hace poco tiempo, las tramas no lineales y la narrativa en paralelo eran propias de las multitramas de la televisión o del cine independiente e incluso experimental, con resultados e intenciones muy diferentes en cada caso, pero cada vez se hacen más películas, incluso en el circuito comercial, que no se ajustan al esquema lineal de una única historia que avanza desde el pasado hacia el futuro. Aronson enumera unos cuantos ejemplos recientes:
Slumdog Millionaire, Milk, Babel, Pulp Fiction, Amores Perros, El curioso caso de Benjamin Button, Olvídate de mí, Memento, Las horas, The Jane Austen Book Club, Lantana, 21 gramos, The Sweet Hereafter, American Beauty, Crash, Traffic, Sospechosos habituales, Magnolia, Shine y muchas más.
Aunque no se han convertido en la norma, es cierto que cada vez hay más guionistas y directores que se arriesgan a contar varias historias que se cruzan, que avanzan en paralelo, se desdoblan o que incluso se anidan unas en otras, como sucede en Origen, de Christopher Nolan, donde los protagonistas entran en un sueño que es un sueño que es un sueño. El público, ya sea debido al aprendizaje televisivo o a la dispersión de la atención provocada por Internet, se ha vuelto más receptivo a este tipo de historias, que antes interesaban sólo a espectadores de cineclub.
Hay que recordar que en los orígenes del cine se tardó en entender que dos escenas sucesivas tenían lugar al mismo tiempo en diferentes lugares. Javier Izquierdo recuerda algunos ejemplos, como The Kleptomaniac (1905), de Edison, o A Corner in Wheat (1909), de Griffith, pero es en A Daughter of Dixie (1911), de Champion, donde se usa un decidido montaje en paralelo, cuando la mujer de un soldado yanki armada retiene a varios soldados confederados hasta las cuatro de la tarde, para dar tiempo a escapar a su marido, y entonces se alternan escenas del soldado en su huida y de la mujer con los confederados mientras el tiempo transcurre en el reloj de la pared: «Cuando el reloj da las cuatro, los soldados confederados lo señalan repentinamente y la heroína los deja partir».
El montaje paralelo, el uso del flashback y del flashforward o las elipsis cada vez más bruscas son ejemplos del continuo aprendizaje de nuevas formas narrativas por parte de los espectadores. El próximo paso en este aprendizaje y asimilación de complejidades narrativas será la multinarrativa o hipernarrativa, a la que está dedicado el capítulo cinco de este libro.
El guión es un estímulo más para la creación, lo mismo que esa expresión del rostro que surge improvisadamente en el estudio, o que la lluvia, o el sol.
FEDERICO FELLINI
Resulta difícil imaginar una manera más radical de oponerse a las teorías acerca del guión, convencionales o no, que prescindir del guión para hacer una obra audiovisual, pero quizá vale la pena aclarar que no se trata de una propuesta tan insólita o insospechada como puede parecer a simple vista.
El cine, la televisión o cualquier grabación con imagen y sonido es audiovisual, no textual, por lo que exigir que se emplee un guión previo puede ser una medida de prudencia y sensatez, pero también una exigencia exagerada. Las primeras obras cinematográficas se hicieron sin guión, porque no había ninguna necesidad de que los hermanos Lumière escribieran en un papel cómo iban a plantar la cámara delante de la fábrica, o en la estación poco antes de la llegada del tren. Incluso en sus obras de ficción, como El regador regado, tampoco era necesario indicar en un guión que el jardinero estará regando sus plantas y que el gamberro llegará desde atrás y le pisará la manguera para que el agua no salga, y que entonces el jardinero mirará el surtidor de su manguera y el otro dejará de pisar y un gran chorro saldrá disparado contra su cara. Basta con una reflexión y una charla antes de rodar la escena. En los tiempos del cine mudo era frecuente que equipos enteros se desplazaran a algún lugar con una intención bastante vaga acerca de qué iban a hacer y que, una vez allí, descubrieran que llovía o que la casa que habían elegido estaba cerrada, o cualquier otro imprevisto que los obligaba a crear una historia sobre la marcha. Se cuentan anécdotas de este tipo referidas a Buster Keaton, Charles Chaplin e incluso John Ford.
Si la improvisación de la historia sobre la marcha no ha sido más frecuente en el cine, se debe a que hasta hace poco era un arte muy caro y no convenía arriesgarse grabando un material que no garantizara que luego se podría obtener algo valioso con él en la sala de montaje. Pero, del mismo modo que algunos periodistas son capaces de dictar magníficas crónicas por teléfono, y que los cantores ambulantes podían improvisar historias adaptándose a los gustos de cada público, una persona con una cámara puede contar algo interesante aunque no haya escrito antes un guión. Sin embargo, también es sabido que el exceso de improvisación puede llevar a la repetición cansina y a echar mano de los tópicos y las fórmulas fáciles. Esa es la razón por la que nos gusta ir de vez en cuando a un espectáculo improvisado pero que nos canse verlo todos los días. Por otra parte, la capacidad de improvisación mejora y se desarrolla después de haber escrito y rodado muchos guiones, después de haberse preparado para muchas conferencias, después de practicar durante meses la redacción periodística. En Fueras de serie, Malcom Gladwell investigó a las personas consideradas «fueras de serie» y descubrió que alcanzaron la maestría tras unas diez mil horas de experiencia previa, y que casi todas pasaban al menos diez años obsesionadas con su tema hasta que empezaban a destacar, incluyendo el paradigma del genio precoz, Mozart:
Lo más llamativo del estudio de Ericsson es que ni él ni sus colegas encontraron músicos «natos» que flotaran sin esfuerzo hasta la cima practicando una fracción del tiempo que necesitaban sus pares… Los que están en la misma cumbre no es que trabajen un poco o bastante más que todos los demás. Trabajan mucho, mucho más.
Del mismo modo que Picasso podía pintar un cuadro excelente en una hora, porque se había pasado «toda una vida pintando para poder pintar un cuadro en una hora», cualquier persona obsesionada con el mundo cinematográfico puede llegar a rodar una película, al menos de vez en cuando, sin un guión previo. Griffith dirigía cerca de cincuenta películas o cortometrajes cada año y ya había rodado trescientos cuando en 1915 dirigió la película que se considera el origen del cine moderno, El nacimiento de una nación. Cuando se habla de directores que ruedan sin guión, se suele mencionar a Godard, pero se olvida que cuando todavía no había dirigido nada ya había digerido miles de estructuras cinematográficas; otro ejemplo de director que no emplea guiones es Wong Kar Wai, pero resulta que también antes de dirigir su primera película había escrito el guión de más de cuarenta largometrajes, y que se toma bastante tiempo para terminar cada película, algo que pocos directores se pueden permitir.
En cualquier caso, no hay ninguna obligación para que detrás de un arte audiovisual como el cine tenga que existir un arte textual, como el del guión. Cuando en 1948 Astruc habló de la caméra-stylo, se refería a que la cámara es un instrumento con el que se puede escribir directamente, como con un lápiz o un bolígrafo, sin necesidad de desarrollar antes las ideas en un papel.
Existen también ciertas circunstancias en las que se puede rodar sin guión, como en una grabación sin propósito definido, dejada al azar de lo que nos vamos encontrando, o si damos la cámara a personas que no han pensado qué hacer con ella y se ven obligadas a improvisar. También se puede colocar la cámara en un lugar y no avisar a quienes aparecen en plano de que están siendo grabados e incluso se puede hacer que la cámara se mueva por razones azarosas, como en un vídeo que se presentó en una de las ediciones del concurso anual tecnobiológico, Vida, en el que la cámara cambiaba de posición, hacía zum o se desplazaba en función de la temperatura exterior. El resultado era siempre inesperado e imprevisible, pero a veces nos parecía detectar una intención en aquella máquina azarosa, una estructura subyacente bajo el azar, lo que es una prueba más de que cuando no existe un orden o un significado previo, el propio espectador se encarga de fabricarlo.
También se puede escribir el guión en la sala de montaje, construyendo la narración a partir de imágenes que hemos grabado sin un propósito definido, como Tarnation, en la que Jonathan Caouette selecciona fragmentos de veinte años de obsesión por grabar todo lo que le sucediera, ya fuera en súper ocho, cintas de VHS, fotografías o incluso el contestador automático. Se podría decir que Caouette se pasó la vida escribiendo con sus diferentes cámaras y aparatos registradores y que luego eligió ciertos pasajes y les añadió una línea argumental en la sala de montaje. Por otra parte, una película puede, en vez de seguir la forma narrativa, que es la más afín al guión previo, usar la abstracta, la asociativa o la categórica, o puede consistir en una estructura fabricada entre muchos, y, por tanto, entre ninguno, como un cadáver exquisito. Otra posibilidad es aquella que proponía el cinéma vérité (cine realidad): provocamos una situación, sin conocer exactamente cuál será el resultado. La cámara tan sólo graba lo que sucede, pero esa realidad, aunque provocada, es verdadera: incluso un actor que interpreta un papel nos muestra una verdad, la de él mismo interpretando un papel.
Finalmente, se puede modificar el guión cuando se considera el rodaje como un acto creativo en el que puede surgir lo inesperado, una experiencia donde se está abierto a que las cosas cambien y tomen extrañas direcciones. Muchos directores consideran que el rodaje debe ser una verdadera experiencia de vida, enriquecedora e interesante, y no un mero trámite o un trabajo mecánico, ordenado, preciso y fatigoso. Cualquiera que haya tenido el placer de trabajar con actores dispuestos a la improvisación, o con comediantes que sólo pueden vivir en ella, estará de acuerdo en que es delicioso olvidarse del guión, en especial si no es muy bueno, y crear sobre la marcha situaciones y escenas enteras. Como director de televisión, en ciertas circunstancias he tenido que trabajar casi sin guión y recuerdo esos momentos entre los mejores de mi vida laboral. Ahora bien, hay que contar con la buena disposición de ánimo y la empatía de todo el equipo de rodaje, lo que no siempre se puede conseguir.
Para clasificar a los seres vivos Linneo buscó semejanzas que le permitieran establecer géneros y especies, pero fue un poco más allá que sus antecesores y propuso un rasgo explicativo: el sexo. Aquello fue un escándalo en su época, a pesar de que el asunto sólo consistía en contar las partes de las flores, estambres y pistilos, que eran masculinas o portadoras del polen. El resultado de las clasificaciones y enumeraciones de Linneo es asombroso y conmovedor, no ya por el esfuerzo empleado, sino porque ha resultado inútil. Ahora sabemos que animales o plantas muy semejantes pueden no tener ninguna relación, que los musgos y los cerezos son primos (y no abuelos y nietos) y que, como se descubrió en las últimas décadas, los pájaros proceden de los dinosaurios.
Algo semejante al problema de Linneo sucede con los analistas de cine que encuentran semejanzas aparentes, entre ellas la estructura, para clasificar las películas. Consideran que las que tienen tres actos son diferentes a las de cinco, creen detectar que dos puntos de giro determinan que una película sea extraordinaria. Ahora bien, en cualquier relato se puede encontrar una estructura, pero eso no significa que haya sido creada como quien construye un mecano y tampoco que las virtudes de esa narración se deban tan sólo a ella. Las buenas obras sobreviven casi siempre a los cambios en su estructura aparente. La versión más larga del Hamlet de Shakespeare dura más de cuatro horas y pocas veces ha sido representada (Kenneth Branagh lo hizo en el cine) y se sabe que cada vez que se montaba la obra se quitaban o añadían escenas, a menudo de la manera más accidental imaginable: porque faltaba un actor o porque se temía que el público se aburriera.
Cualquier filósofo de la ciencia aficionado al cine se habrá dado cuenta ya de que el empeño por salvar los tres actos sea como sea recuerda la obsesión de los astrónomos por explicar el movimiento de los planetas recurriendo a la figura del círculo: incluso Copérnico intentó mantener el dogma del movimiento circular, aunque situase en el centro el Sol en vez de la Tierra. Tuvo que ser Johannes Kepler, como ya vimos al hablar del pensamiento lateral y vertical, quien se atrevió a proponer un sistema solar en el que los planetas se movían siguiendo elipses y no círculos. Pero hasta que las observaciones de Kepler confirmaron las elipses, los astrónomos crearon todo tipo de artificios para conservar los círculos, como los círculos dentro de círculos dentro de círculos (ecuantes, deferentes y epiciclos). Algo parecido hacen los expertos en guión, incluso los que admiten la posible existencia de estructuras con más o menos pasos, como Vogler (12 etapas) o Truby (22 pasos), pero que intentan encajarlos en los tres actos canónicos sea como sea, aplicando aquel consejo: «Cuando unos feos hechos no encajen en una preciosa teoría, olvídate de los hechos». Un ejemplo curioso es la propuesta del programa de software para escribir guiones Dramatica, que, tras hacer una comparación entre cuatro de las teorías dominantes (Field, Vogler, McKee, Haugue), donde muestra que todas ellas se ajustan a los tres actos, propone su propio esquema, que tiene cuatro actos, pero, por si acaso, sitúa esos actos en tres jornadas. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de tres actos? Las películas que decimos que tienen tres actos: ¿los tienen o somos nosotros quienes los encontramos?, ¿podríamos encontrar cuatro o cinco, o dos o diez, si nos esforzáramos un poco?
Decir que en toda narración existe una estructura es parecido a decir que todo está hecho de materia. Son verdades indiscutibles pero tal vez triviales una vez aceptadas. Afirmar que un bolígrafo y un castor son, en definitiva, lo mismo porque están hechos de materia añade a veces tan poco conocimiento específico como decir que dos películas comparten una misma estructura. En todo se puede encontrar una estructura, pero eso no significa que el autor la haya creado de manera consciente o inconsciente, a no ser que haya aplicado, sin desviarse en ningún momento, los esquemas de los gurús del guión: las películas que mejor se ajustan a la estructura reparadora en tres actos son las que se han escrito siguiendo a rajatabla las teorías dogmáticas que se popularizaron a partir de los años ochenta.
Lo cierto es que en cuanto algo se repite, ya comenzamos a tener una estructura, incluso cuando algo no se repite:
a) Un motivo del inicio se repite al final.
b) Un motivo del inicio no se repite al final.
Si se repite, llamamos a eso estructura cerrada o circular. Si no se repite, abierta. Escribamos lo que escribamos, estaremos construyendo una estructura; pero tal vez sería más útil hablar de mecanismos estructurantes, como la tensión sexual no resuelta, el suspense, la repetición, la siembra, la creación de expectativas, frente a otros menos estructurantes, como la sorpresa o el deus ex machina y el diabolus ex machina, que en cierto modo son un sabotaje a cualquier estructura, pues no se deducen de lo que se ha contado antes. Es obvio que el guionista debe tener de manera implícita o explícita un esquema claro de la historia que quiere contar, si no quiere arriesgarse a perderse y que se pierda el espectador, pero ese esquema puede ser tan sólo una enumeración de los acontecimientos narrativos que van a tener lugar, lo que suele llamarse «pasos», «pulsos», «golpes», «beats», «momentos importantes». Dictaminar que ese esquema se divida después en tres actos definidos es casi siempre innecesario y contraproducente.
Un efecto negativo de la obsesión por la estructura es que a menudo se confunde la estructura con el significado de una película. En Adaptation el guionista Charlie Kaufman, interpretado por Nicholas Cage, no quiere que en su película haya un héroe que alcanza la redención:
No la estropearé haciendo algo de Hollywood… Lo que no quiero es que vaya de crimen y sexo, o de tiros y persecuciones; ni de personajes que aprenden profundas lecciones de la vida, o que lleguen a quererse o a superar obstáculos ¡y que triunfen al final!
El carácter restaurador de la estructura convencional hace pensar a espectadores y críticos que, puesto que el héroe se redime al final, entonces ése es en cierto modo el significado de la película. Sin embargo, la premisa inicial, que toda narración haya de tener un significado, ya resulta dudosa. Si un poema se puede reducir a su explicación, está claro que nos encontramos ante algo de poco interés; y si una película se limita a significar algo, lo más probable es que sea bastante mala. David Bordwell, en El significado del filme, ha examinado con rigor e ingenio implacable la obsesión por el significado que ha dominado y domina a espectadores, a críticos y a estudiosos del cine. Bordwell, por cierto, examina en su libro las diversas teorías acerca del significado de las películas, pero apenas menciona a un solo autor de manuales de guión y a muy pocos guionistas que hablen de su trabajo. Ésa es una extraña actitud, que recuerda a cuando en la Edad Media los teóricos no se interesaban por el trabajo de los prácticos, ni a la inversa. Cuando se creó la Royal Society en Londres, origen de la ciencia moderna, una de sus premisas fue el diálogo entre teoría y práctica, una costumbre que Diderot y D’Alembert aplicaron también en su Enciclopedia, visitando los talleres y descubriendo cómo se trabajaba de verdad. No debe creerse que éste es un asunto de poca importancia porque, insisto, cuando hablamos de estructura, ¿de qué estructura estamos hablando?
¿De la que concibió el guionista antes de escribir el guión?
¿De la que modifica el guionista al corregir el guión?
¿De la que le imponen al guionista?
¿De la que construye el director antes del rodaje?
¿De la que construyen el director, los actores y el equipo durante el rodaje?
¿De la que construyen el director, el montador y el músico durante el montaje?
¿De la que imponen los productores, antes, durante y después de la escritura del guión, el rodaje o la grabación y la edición o el montaje?
¿De la que encuentran los analistas como Aristóteles, los clasicistas, Scribe, Freytag, Field, Seger, Truby, Vogler al examinar las obras?
El problema es que, a no ser que exista un mundo de estructuras ideales a la manera platónica, de las que las estructuras de las películas de este mundo sean un pálido reflejo, cuando alguien analiza una película no tiene más remedio que referirse a la obra tal como se ha estrenado, aunque a veces hay dos versiones, como en el cada vez más popular «montaje del director», o incluso dos montajes absolutamente diferentes, como en Infernal Affairs (Asuntos sucios), la película de la que Scorsese hizo una versión llamada Infiltrados. Aunque en su estreno Infernal Affairs mostró una estructura no lineal, con continuos saltos temporales, sus creadores la remontaron en una versión casi estrictamente cronológica, que muchos prefieren a la original.
El crítico o el académico aseguran que ellos se limitan a analizar lo que hay, sin más: «Esto es lo que encuentro, la película tal y como se ha estrenado, no me interesa todo lo demás». Pero sabemos que eso no es verdad, pues, como dice Bordwell, los críticos aluden una y otra vez a las «intenciones» del director o del guionista, aunque a veces empleen formas impersonales como «la intención de la película» o «lo que la película pretende». Por otra parte, en cualquier novela, obra de teatro o película conviven estructuras muy diversas según el punto de vista desde el que la contemplemos: nunca hay una única estructura posible. Pensar, como hace el estructuralista Bremond, que existe una estructura que «se puede aislar de la totalidad del mensaje», y no sólo eso, que el mensaje o relato debe adaptarse a una estructura canónica previamente establecida, es olvidar una noción fundamental que ya expresaba Longino en Sobre lo sublime: «Fondo y forma están íntimamente relacionados». Podemos adaptar ciertos relatos a formas predefinidas, de acuerdo, pero también casi siempre el relato exige una forma propia y específica.
En cualquier caso, si es un error dictaminar que todas las películas tienen que ajustarse a la llamada estructura en tres actos reparadora, también lo es que basta con romper esa estructura para hacer cine moderno, original o estupendo.
Sin lugar a dudas, atribuyo el origen de la ola de aburrimiento que inunda el mundo moderno a la monotonía del decorado perfecto en el que nos movemos.
JEAN RENOIR
A menudo la monotonía narrativa procede del respeto a las convenciones ideológicas, que exigen que los personajes se comporten con decoro, que se reconozca fácilmente a los malos y a los buenos y que unos sean castigados y los otros, recompensados. Este tipo de convenciones a menudo se imponen por la fuerza o la propaganda y se expresa en la censura en sus diversas variantes, ya sea la franquista, la del comité de actividades antiamericanas que provocó la llamada caza de brujas de Hollywood, o la que impuso el llamado realismo socialista. Para escapar de esta monotonía hay que emigrar o esperar a que lleguen mejores tiempos.
Pero también hay ocasiones en las que la monotonía de lo previsible procede del respeto excesivo a las convenciones de la forma, como sucedía con la teoría clasicista de las tres unidades, o con la obligación de escribir en versos medidos e incluso rimados. Los dramaturgos ingleses y españoles prescindieron de la rígida normativa francesa y se permitieron mover a sus personajes por distintos escenarios, lugares y tiempos y hablar en verso blanco. En las últimas décadas, la mayoría de los teóricos y profesores de guión han propagado teorías estructuralistas que reducen la complejidad de los relatos audiovisuales a esquemas simples y «recetas fáciles», como decía Andy Kaufman en Adaptation. Aunque resulte curioso, la mejor respuesta a la narrativa audiovisual convencional procede del medio considerado más convencional: la televisión.